15
La playa quedó desierta antes de lo habitual. Había empezado a soplar un viento frío y, por primera vez desde que había salido de París, vi que el cielo se había cargado de pesadas nubes. El color del mar se tornó gris oscuro. Las peñas rojas dejaron de brillar. Era como si al irse el sol la vida del paisaje se hubiera marchado con él.
Cuando subí a ponerme algo de ropa con que abrigarme un poco, vi que los camareros estaban poniendo las mesas en el comedor del primer piso. Desde la habitación oí el murmullo de las primeras gotas de lluvia en las hojas de las enredaderas que estaban por fuera de la ventana. Terminé de cambiarme y llamé a la camarera.
—¿Cuál es el número de la habitación de Monsieur Roux y Mademoiselle Odette Martin?
—El nueve, Monsieur.
—Gracias, nada más.
La puerta se cerró tras ella. Encendí un cigarrillo y me senté, dispuesto a elaborar mi plan de acción, cuidando todos los detalles antes de empezar.
Este plan, me dije, era totalmente sensato. Había un agente de la Gestapo cuya misión consistía en descubrir a un hombre llamado Schimler. Y lo que es más importante: según todas las apariencias, dicho agente había tenido éxito en su empresa. Esto significaba, pues, que probablemente disponía de una información acerca de los huéspedes del Réserve que sería de un valor incalculable para mí. Si yo fuese capaz de sonsacarle esta información, si yo pudiese hacerle hablar, tal vez conseguiría obtener la clave exacta de lo que necesitaba. Era una posibilidad real. Pero debería andarme con mucho cuidado. Roux no debía sospechar. Yo no podía dejar entrever mi curiosidad. Debía sustraerle la información, sonsacarle con mucho tacto, darle a entender que estaba escuchando como sin querer. No podía descuidarme ni un momento. Esta vez no podía fallar.
Me levanté y me dirigí por el pasillo hacia la habitación número nueve. En su interior se oía murmullo de voces. Di unos golpecitos en la puerta. Los murmullos cesaron. Se oyó ruido de idas y venidas por la habitación. Chirrió la puerta de un armario. Luego, la mujer dijo: «Entrez», y yo abrí la puerta.
Mademoiselle Martin, envuelta en un peignoir azul pálido semitransparente, estaba sentada en la cama arreglándose las uñas. El peignoir, pensé, lo había cogido apresuradamente del armario. Roux estaba de pie frente al lavabo, afeitándose. Ambos se miraron con incredulidad.
Abrí la boca para pedir disculpas por la intromisión, pero Roux se me adelantó.
—¿Qué desea? —preguntó con brusquedad no disimulada.
—Antes de nada, perdonen que les moleste si he venido en un momento inoportuno. Quería presentarle mis disculpas a usted.
Sus párpados se fruncieron hacia mí con recelo.
—¿Por qué?
—Supongo que me considerará usted el responsable, en cierto modo, de los insultos que le dirigió Duclos esta tarde.
Se dio la vuelta y empezó a quitarse el jabón de la cara.
—¿Por qué iba a pensar yo semejante cosa?
—Fue un error mío lo que provocó la discusión.
Tiró la toalla sobre la cama y preguntó, dirigiéndose a la chica:
—¿He dicho yo algo acerca de este hombre desde que abandonamos la playa?
—Non, cheri.
—Ya tiene la respuesta.
Se volvió hacia mí. Yo me mantuve en mis trece.
—A pesar de todo, me siento un poco culpable. Si yo no hubiera sido tan tonto, nunca hubiera ocurrido.
—Ahora ya pasó —replicó él en tono irritado.
—Afortunadamente, sí —asentí yo; y añadí, tratando desesperadamente de halagar su vanidad—: Si me lo permite le diré que se portó usted con dignidad y moderación.
—Si no me cogen los brazos, le estrangulo.
—Es evidente que le provocó.
—Por supuesto.
Esto no parecía llevar a ninguna parte. Traté de encontrar otro camino.
—¿Se van a quedar mucho tiempo en el hotel?
Me dirigió una mirada recelosa.
—¿Por qué lo pregunta?
—¡Oh, por nada especial! Pensaba simplemente que podríamos echar una partida de billar ruso… para demostrar que no había resentimiento entre nosotros.
—¿Es usted buen jugador?
—No mucho.
—Entonces le ganaré yo. Yo soy muy bueno. Le gano al americano, que no es tan bueno como yo. No me gusta jugar con adversarios inferiores. El americano es bastante torpe.
—Pero es un buen chico.
—Posiblemente.
Yo insistí.
—La chica es preciosa.
—No me gusta. Es demasiado gorda. Prefiero las delgadas. ¿No, cheri?
Mademoiselle dejó escapar una risita forzada. Roux se sentó en la cama y, recostándose, la atrajo hacia él. Se besaron con pasión. Luego, Roux la separó. Mademoiselle Martin me dedicó una sonrisa triunfal; a continuación, se arregló el cabello y siguió haciéndose la manicura.
—Ve —dijo Roux—. Ésta es una mujer delgada. Me gusta.
Me senté con precaución sobre el brazo de una butaca.
—Madame es encantadora.
—No está mal.
Roux encendió un purito delgado y negro con aire de hombre para quien estos cumplidos son habituales y lanzó un chorro de humo en mi dirección: De pronto dijo:
—¿Por qué ha venido usted aquí, Monsieur?
Mi corazón pegó un brinco.
—Para disculparme, naturalmente. Ya le he dicho…
Roux meneó la cabeza con impaciencia.
—Cuando digo aquí quiero decir a este hotel.
—De vacaciones. He pasado parte de ellas en Niza y luego me vine aquí.
—¿Le ha gustado esto?
—Por supuesto. El ambiente es agradable. Aún seguiré unos días más.
—¿Cuándo piensa marcharse?
—Todavía no lo he decidido.
Sus gruesos párpados se cerraron por un instante.
—Dígame una cosa, ¿qué piensa usted de ese Mayor inglés?
—Nada en particular. Un tipo inglés muy corriente.
—¿Le prestó usted dinero?
—No. ¿Por qué? ¿También se lo pidió a usted?
En sus labios apareció una sonrisa sardónica.
—Sí, también a mí me lo pidió.
—¿Y usted se lo ha dejado?
—¿Tengo cara de tonto?
—¿Entonces por qué me pregunta por él?
—Se marcha mañana por la mañana. Oí que le pedía al gerente que le hiciese reservar un camarote en el barco que sale de Marsella hacia Argelia. Debió haber encontrado un primo.
—¿Quién habrá sido?
—Si yo lo supiera, no se lo preguntaría a usted. Me interesan estas cosas —dijo, apretando el purito entre los labios para secar la parte húmeda—. Otra cosa que me interesa: ¿Quién es ese Heinberger?
Lo dijo sin el menor énfasis, como una pregunta de alguien que desea conocer por puro pasatiempo algo de interés que surge en una conversación intrascendente. Un ligero temblor hizo estremecer de miedo mi columna vertebral.
—¿Heinberger? —repetí.
—Sí, Heinberger. ¿Por qué se sienta siempre solo? ¿Por qué no se baña nunca? He visto que hablaba usted con él el otro día.
—No sé nada de él. ¿Es suizo, no?
—No lo sé. Se lo pregunto.
—Pues lamento decirle que no sé nada.
—¿De qué hablaban?
—No me acuerdo. Del tiempo, probablemente.
—¡Qué manera de perder el tiempo! A mí me gusta descubrir cosas de las personas cuando hablo con ellas. Me gusta conocer la diferencia entre lo que la gente dice y lo que está pensando.
—¡Eso está bien! ¿Cree usted que siempre hay una diferencia?
—Invariablemente. Todos los hombres mienten. Las mujeres a veces dicen la verdad. Pero los hombres, nunca. Esto es cierto, ¿o no, ma petite?
—Oui, cheri.
—¡Oui, cheri! —repitió en tono burlón—. Sabe que si me miente, le rompo la crisma. Se lo digo yo, amigo mío; todos los hombres son unos cobardes. No les gustan los hechos nada más que cuando están tan envueltos en mentiras y sentimientos que su agudo filo no puede herirles. Cuando un hombre dice la verdad, puede estar usted seguro de que es un individuo peligroso.
—Debe ser muy aburrido mantener ese punto de vista.
—Al contrario, lo encuentro muy divertido, mi querido Monsieur. Las personas son sumamente interesantes. Usted, por ejemplo, es un tipo interesante. Es profesor de idiomas, dice. Y me he enterado de que es húngaro con pasaporte yugoslavo.
—Estoy seguro de que eso no lo ha descubierto usted hablando conmigo —dije en tono frívolo.
—Me limito a tener los oídos bien abiertos.
El gerente se lo dijo a Vogel. Éste sentía curiosidad.
—Comprendo. Muy sencillo.
—Nada de sencillo. Muy desconcertante. Se me ocurre una serie de interrogantes. Me pregunto, por ejemplo, ¿qué hace un húngaro en Francia con pasaporte yugoslavo? ¿Qué significa ese misterioso viajecito que hace usted todas las mañanas al pueblo?
—Es usted un buen observador. Vivo en Francia porque trabajo en Francia. Y me temo que los viajecitos al pueblo no tengan nada de misterio. Voy a la estafeta de correos a telefonear a mi novia que está en París.
—¿Sí? Pues está progresando mucho el servicio telefónico. Habitualmente tarda más de una hora en dar las conferencias —apuntó encogiéndose de hombros—. No tiene importancia. Hay preguntas más difíciles de responder. Por ejemplo, ¿por qué las cerraduras de la maleta de Monsieur Vadassy estaban forzadas por la mañana y por la tarde no?
—Muy sencillo también. Porque Monsieur Duclos tiene una mala memoria.
Sus ojos se apartaron de la ceniza de su puro y se dirigieron parpadeando a los míos.
—Exacto. Una mala memoria. No podía recordar exactamente lo que había dicho. Los malos mentirosos nunca se acuerdan de estas cosas. Su cerebro se ahoga entre las propias mentiras. Pero la cosa ha picado mi curiosidad. ¿Le han forzado realmente las cerraduras de la maleta?
—Creí que ya estaba zanjada esa cuestión. No, nadie ha forzado nada.
—Por supuesto que no. Por favor, fume. No me gusta fumar solo. Odette fumará también. Dele un cigarrillo, Vadassy.
Saqué el paquete del bolsillo. Roux arqueó las cejas.
—¿Y la pitillera? Es un descuido por su parte. Creí que la tendría en el bolsillo para mayor seguridad. ¿Cómo sabemos que ese Heinberger o el Mayor inglés no se la están robando en este momento?
Suspiró maliciosamente y luego continuó:
—¡Bien, bien! Odette, cherie, ¿un cigarrillo? Ya sabes que no me gusta fumar solo. No te estropeará los dientes. ¿Se ha fijado usted en sus dientes, Vadassy? Son magníficos.
Se recostó de pronto en la cama, empujó la chica hacia atrás y le levantó el labio superior para que yo le viera los dientes. Ella no ofreció la menor resistencia.
—Son preciosos, ¿verdad?
—Sí, mucho.
—Por eso me gusta tanto. Una rubia delgada con una dentadura perfecta.
La dejó. Ella se incorporó, le dio un beso en el lóbulo de la oreja y cogió uno de mis cigarrillos. Roux le dio fuego con una cerilla. Al apagarla, se dirigió otra vez a mí.
—Usted tuvo dificultades con la policía, ¿verdad?
—Parece que todo el mundo se ha enterado de eso —repliqué sin darle importancia—. Al parecer no les gustaba mi pasaporte.
—¿Qué le pasa a su pasaporte?
—Me olvidé de renovarlo.
—¿Cómo logró entrar en el país, pues?
Ensayé una carcajada.
—Me recuerda usted a la policía, Monsieur.
—Ya le dije que encuentro interesantes a las personas —contestó, reclinándose sobre un codo—. Y he descubierto una cosa. Que todos los hombres, mentirosos o no, tienen una cualidad en común. ¿Sabe usted cuál es?
—No.
Se inclinó hacia delante súbitamente, me cogió la mano y empezó a golpearme la palma con su dedo índice.
—El amor al dinero —dijo, bajando la voz. Y continuó, soltándome la mano—. Usted, Vadassy, es un hombre con suerte. Es pobre y el dinero es una cosa muy agradable para usted. No tiene sentimientos políticos que le compliquen la vida. Y tiene una oportunidad de ganar dinero. ¿Por qué no la aprovecha?
—No le comprendo —dije. Y era cierto que por un instante no le comprendí—. ¿De qué oportunidad está usted hablando?
Hubo un momento de silencio. Vi que la chica había dejado de limarse las uñas y estaba atenta a nuestras palabras, con la lima apoyada en la punta del dedo.
—¿Qué día es hoy, Vadassy? —dijo Roux de pronto.
—¿Hoy? Sábado, naturalmente.
Roux meneó la cabeza lentamente.
—No, Vadassy, no es sábado. Es viernes.
Yo dejé escapar una carcajada de perplejidad.
—Estoy seguro, Monsieur; es sábado.
Volvió a mover la cabeza.
—Viernes, Vadassy.
Sus cejas se arquearon. Se incorporó, inclinándose hacia mí.
—Si yo consiguiera una pequeña información que, según creo, puede usted facilitarme, estaría dispuesto a apostar cinco mil francos a que hoy es viernes.
—Perdería seguro.
—Precisamente. Perdería cinco mil francos con usted. Pero, por otra parte, ganaría esa pequeña información.
Entonces comprendí. Me estaba proponiendo un soborno. Una frase de Schimler centelleó en mi mente: «No actuará hasta que esté seguro». Este tipo me había visto hablar con Schimler. Tal vez me vio incluso penetrar en su habitación. De pronto me acordé que había oído el ruido de una puerta cuando abandonaba la habitación número catorce. Evidentemente, pensaba que yo sabía el secreto de Herr Heinberger; y estaba dispuesto a comprar la prueba de su verdadera identidad. Le miré en actitud inexpresiva.
—No me imagino, Monsieur, qué información podría facilitarle que le compensara a usted de una pérdida de cinco mil francos.
—¿No? ¿Está usted seguro?
—Sí —contesté en tono decidido, poniéndome de pie—. En cualquier caso, nunca apuesto con ventaja. Por un momento, Monsieur, creí que hablaba usted en serio.
Roux esbozó una ligera sonrisa.
—Puede estar seguro, Vadassy, que nunca llevo una broma demasiado lejos. ¿Adónde irá usted cuando abandone este hotel?
—Volveré a París.
—¿A París? ¿Por qué?
—Vivo allí —y añadí, mirándole a los ojos—: Y usted se volverá a Alemania, supongo.
—¿Y por qué piensa usted, Vadassy, que yo no soy francés?
Su voz bajó de tono. La sonrisa continuaba en sus labios, pero se había convertido en una sonrisa verdaderamente horrible. Vi que los músculos de sus piernas se ponían en tensión como si fuera a saltar.
—Tiene usted un ligero acento. No sé por qué, pero supuse que era usted alemán.
Movió la cabeza varias veces.
—Soy francés, Vadassy. Por favor, no olvide que usted, al ser extranjero, no puede distinguir cuál es el verdadero acento francés, aunque lo oiga. No me insulte, por favor.
Sus gruesos párpados habían caído sobre los ojos prominentes casi hasta cerrarse del todo.
—Olvídelo. Creo que es el momento de tomar un apéritif. ¿Quieren acompañarme, usted y Madame?
—No, no le acompañaremos.
—Espero que no le haya molestado.
—Al contrario, ha sido un gran placer hablar con usted… un gran placer.
En su voz había una nota de exagerada cordialidad que resultaba muy desconcertante.
—Es usted muy amable —dije mientras abría la puerta—. Au’voir, Monsieur; au’voir, Madame.
—Au’voir, Monsieur —dijo irónicamente, sin levantarse siquiera.
Cerré la puerta. Al echar a andar por el pasillo, sonó en la habitación detrás de mí una de sus fuertes y desagradables carcajadas. Bajé las escaleras con una extraña y profunda sensación de fracaso. En vez de ser yo el que sondease, fui el sondeado. Lejos de conseguir solapadamente la valiosa información que precisaba, obligado a una posición defensiva, tuve que responder a una serie de preguntas con la misma docilidad que un acusado en el banquillo. Y, al fin, me había intentado sobornar. Evidentemente, también Roux había descubierto que el robo lo había amañado yo. Y suponía, igual que Köche, que yo era un simple ratero. ¡Un tipo encantador! El pobre Schimler tenía muy pocas posibilidades de engañar a un hombre así. Como siempre, ahora se me ocurrían una serie de cosas aplastantes que podía haberle dicho. El problema estaba en que mi cerebro funcionaba con demasiada lentitud. Soy un zoquete, me dije, un imbécil.
Al llegar al vestíbulo me salió al encuentro un camarero.
—¡Ah, Monsieur! Le hemos estado buscando por todas partes. Le llaman por teléfono. Conferencia de París.
—¿Para mí? ¿Está seguro?
—Totalmente, Monsieur.
Entré en la cabina y cerré la puerta.
—¡Diga!
—¿Oiga? ¿Vadassy?
—Sí, ¿quién es?
—El comisario de policía.
—El camarero me dijo que era una conferencia de París.
—Se lo mandé decir yo a la operadora. ¿Está solo?
—Sí.
—¿Sabe si alguien piensa abandonar el Réserve hoy?
—El matrimonio inglés se va mañana por la mañana.
—¿Nadie más?
—Sí. Yo me voy mañana.
—¿Cómo dice? Usted se irá cuando se lo ordenen. Ya conoce las instrucciones de Beghin.
—Me han ordenado que me vaya.
—¿Quién?
—Köche.
Toda la rabia acumulada en los sucesivos desastres de aquel día se amontonó en mis labios. Le describí con brevedad y amargura el resultado de las instrucciones que Beghin me había comunicado por la mañana.
El comisario me escuchó en silencio. Luego dijo:
—¿Está usted seguro de que, aparte de los ingleses, no se marcha nadie más?
—Es posible, pero en ese caso yo no he oído nada.
Otro silencio.
—Muy bien. Eso es todo.
—¿Y yo qué voy a hacer?
—Recibirá ulteriores instrucciones a su debido tiempo.
Y colgó. Yo me quedé mirando al teléfono, desolado. Recibiría ulteriores instrucciones a su debido tiempo. ¡Bueno! No podía hacer nada. Me había desarmado.