OCHO: CAZA DE BRUJAS
Mi pierna sangraba abundantemente. El dolor era muy intenso. Drea me dio de beber algo que me dejó completamente entumecido. Me tumbaron en el sofá, y luché por no perder el conocimiento.
-Bien hecho, John, amigo mío- dijo Sir Duncan-. Lo entretuviste. De no ser por ti, la criada estaría muerta.
Sonreí débilmente. Solo quedaba pasar la noche. Pese a la certeza de saber que esa criatura aún vivía, la habíamos herido. No era ni mucho menos invencible.
No importaba si tenía cien o mil años de antigüedad. Podía morir.
Amanecía al fin en Mulgrave, y todos nos encontrábamos bastante agotados. La señorita Crane había pasado el resto de la noche atendiendo tanto a la criada como a mi herida. Resultó que una vez más, el hierro había sido el elemento que detuvo al diabólico intruso. Las varas de hierro del corsé de la pobre doncella la salvaron de acabar destripada. Encontramos desgarrones en su ropa.
En cuanto a mí, la cosa pintaba mal, pues las garras del Morkendi debían de tener algún fluido o veneno malévolo, y los cortes corrían el riesgo de infectarse, tal y como ya vimos en el desventurado caballo. La Baronesa, muy atenta y preocupada por mí, hizo llamar al boticario para que le proporcionase a mi joven doctora cuanto necesitase.
Con esos nuevos suministros y algunas hierbas medicinales que la propia Drea recogió a toda prisa, el dolor se hizo soportable, si bien quedaba cojo y casi impedido para el combate, a menos que usase un arma de fuego.
Pese a nuestra prisa por dar caza al monstruo, no pudimos más que posponer la aventura hasta pasado el almuerzo. Tanto Lady Elizabeth como la señorita Drea insistieron en que descansase durante un par de días, pero me mostré resuelto a continuar; lo que a mí me sucediera carecía de importancia.
Había que acabar con ese diabólico ser antes de que sanase y volviese aún más fuerte. Porque podía hacerse más poderoso, eso lo sabíamos. Bien lo había visto yo en su rostro, era un sádico, pero había una meta en su sadismo bestial: cuanto más pesar infligía, cuanto más dolor y miseria causaba, mayor era su poder.
Tras el almuerzo, que tomé aun medio recostado en el sofá, la Baronesa se me acercó portando un curioso objeto: se trataba de un bastón con pomo de cabeza de halcón. Había pertenecido a su marido, Lord Rochester.
-Me gustaría que aceptase usted este regalo.
Lo tomé en mis manos. No era difícil imaginar de qué se trataba. Desenvainé el estoque y observé cómo su filo plateado reflejaba la luz. Era un arma magnifica, y me sentí muy honrado de recibirla.
-Muchísimas gracias, Lady Elizabeth, le daré un buen uso.
-Si está usted en condiciones de seguir- dijo Sir Duncan-, es el momento de pensar en nuestro siguiente movimiento. Tras la noche pasada, no hay ya duda alguna de que el intruso es un asesino despiadado, monstruoso e inhumano. Se nos plantea cómo encontrarlo y acabar con él.
-Bien, a ese respecto, creo que hemos comprobado ya que el hierro es nuestra mejor arma. Quiero recordarles, caballeros, que por muy fantástico que les parezca el Morkendi, sigue teniendo reglas a las que tiene que atenerse. Los humanos son en realidad criaturas muy equilibradas. No tienen ni grandes debilidades ni grandes ventajas. Pero, por regla general, los seres que se muestran superiores al hombre son deficientes en algún aspecto. Existe pues en la naturaleza, aun en la naturaleza oculta, un equilibrio. En este caso, la criatura sufre una intensa alergia al hierro.
-¿Y al acero? -pregunté.
-En menor grado, ya que el acero es hierro y carbono. Cuanto más puro el hierro, mayor el efecto.
Henry Patterson, que había pasado buena parte de la mañana en la biblioteca, se nos acercó, nervioso. Portaba un par de pesados volúmenes encuadernados en cuero y de aspecto bastante antiguo.
-Esto es cuanto he podido encontrar. Pero creo que es muy interesante, por decir algo.
El primer volumen era un árbol genealógico de la familia de la Baronesa que se remontaba hasta el mismo medievo. Había numerosas citas acerca de una tal Edith Penkawr la cual parecía ser una antigua antepasada. También se la nombraba como Edith del Espejo o Edith la bruja.
En el segundo libro pudimos leer que alrededor del año mil ciento treinta hubo en la región de Mulgrave un juicio por brujería que acusó, y condenó a la hoguera a un buen número de mujeres de distintas familias. El manuscrito no era en absoluto el original (habían pasado casi setecientos cincuenta años) sino una copia del mismo que podía contar con al menos doscientos.
En el juicio había tomado parte un caballero templario llamado Sir Sullivan Drake. Al parecer, gracias a su intervención, la antepasada de Lady Elizabeth se había salvado de las llamas.
“En la región conocida como Mulgrave, donde se hallan el castillo del mismo nombre y la abadía de Clarestone, existe un grupo o cábala de mujeres que merced a un duende o demonio siniestro aterroriza a nobles y plebeyos desde hace muchos años, que sigue sus órdenes y no duda en asesinar a quien se atreve a oponérseles.
Tras sufrir espantosas muertes todo aquel que osara enfrentarse al aquelarre, el obispo ha decidido pedir ayuda a la hueste templaria, que está en la región tras regresar de Tierra Santa en busca de nuevos caballeros que se unan a sus filas.
Un noble cruzado, Sullivan Drake, que luchó contra los sarracenos y es miembro del Temple, ha tomado cartas en el asunto, y junto con una leva de valientes, ha logrado apresar a algunas de las brujas. Según su testimonio, una mujer, miembro de la cábala, horrorizada ante la maldad de sus compañeras y rogando el perdón de Dios, ha renegado del aquelarre y entregado al caballero el instrumento mediante el cual se invocaba al ser maligno y se le obligaba a obedecer: un espejo de plata tan grande como un hombre, y que ahora pasa a ser custodiado por la Orden del Temple para que nunca jamás se vea liberado de nuevo este mal”
-Vaya, así que el viejo Sullivan Drake pasó por aquí- dijo la señorita Drea.
-¿Conoce usted el nombre? -pregunté.
-Por supuesto. Se trata del mayor cazador de brujas que jamás haya existido. Y cuando digo cazador de brujas, no me refiero a gente de la calaña de Bernardo Guy, que quemaba a quien le parecía, ni a ningún exaltado de hoguera fácil. Sullivan era un caballero que no actuaba sin pruebas ni recurría a la tortura para obtener testimonio.
-Bueno, esto va tomando forma y hasta cierto sentido- dijo Sir Duncan-. No cabe duda de que alguien más ha leído este texto recientemente, y muy probablemente fue a las ruinas en busca de la leyenda.
-Y ahora debemos ir nosotros, pero no sin armas -añadió Miss Crane-. ¡Y tengo una idea bastante buena al respecto!
Con el permiso de la Baronesa, reunimos en la herrería todo el hierro que pudimos encontrar. Herraduras, cadenas, azadas y barrotes. Después pedimos la ayuda de los dos mozos, y unas limas de gran tamaño, y fuimos llenando unos saquitos con las limaduras, pensando que si bien el monstruo podía evitar ser alcanzado por un proyectil, jamás podría esquivar una nube de polvo.
Aquello que no dio tiempo de limar, nos lo llevamos puesto. Nos pasamos las cadenas por el cuello como si fuesen collares, y nos llenamos los bolsillos de herraduras. Cualquiera que nos hubiese visto nos habría tildado de locos, pero ya nos daba igual. Había que terminar el trabajo e íbamos a terminarlo.
Yo caminaba con mucha dificultad, aun apoyándome en el bastón que me regaló la Baronesa. Así pues decidimos usar la calesa para llegar a las ruinas de la abadía. Sin embargo, un imprevisto surgió cuando Byron apareció nuevamente para entorpecernos.
-Mi madrastra me ha informado al fin de sus auténticas intenciones -dijo- y no irán ustedes sin mí, ya que esta es mi casa y tengo que defenderla.
-Esto es bastante más peligroso que un pobre zorro famélico, señor Byron. Quédese en la mansión y no abra a nadie -repuso Sir Duncan.
-De ninguna manera irán sin mí.
Se hacía tarde y no queríamos perder más tiempo. Byron se nos unió, condujo el carro de caballos hasta el punto donde las ruedas ya no eran capaces de circular, nos bajamos y llegamos al fin a la guarida, o tal vez prisión, de aquel antiguo demonio.
No estaba lejos del linde del bosque. Se había levantado una niebla espesa que nos cubría los pies y nos hacía tropezar a cada paso. Los arcos de piedra y las columnas medio derruidas eran cuanto quedaba del lugar. La hiedra cubría cada roca y cada muro. Era un escenario fantasmagórico.
Byron iba el primero, armado con su escopeta de dos cañones. Conocía bien el lugar, ya que era una parada habitual en sus muchas cacerías. Drea no le quitaba ojo, y le seguía de cerca, ya que no se fiaba de él. Apuesto a que si Byron hubiese hecho algún movimiento sospechoso, se habría llevado un golpe de herradura en la cabeza.
Comenzamos a examinar las ruinas palmo a palmo. El tiempo apremiaba, pues el sol estaba ya por ponerse. Maldije una vez más mi dolorosa herida. Sin mí hubiesen ido mucho más rápido.
De repente el bastón en el que me apoyaba hizo un ruido extraño. Madera. Golpeé de nuevo. El mismo sonido. Había dado por casualidad con una trampilla.
Fue una afortunada casualidad, ya que aun sin niebla hubiese sido difícil hallarla. Estaba cubierta de musgo y rodeada de escombros. Podríamos perfectamente haber pasado junto a ella sin verla, y encontrarnos con la noche sin haber visto nada.
No fue difícil levantarla. La madera estaba de hecho medio podrida, y se sostenía solo gracias a unos remaches oxidados. La señorita Crane observó el hueco, y pese a nuestras protestas, entró delante.
-¡Las damas primero, caballeros!
La seguimos por unas escaleras que solo permitían ir de uno en uno. Bajé el último. No me hacía gracia tener a Byron a la espalda armado con una escopeta, así que fui tras él. Si intentaba alguna traición, le atravesaría con el estoque de su supuesto padre.
Aquello era grande, y tenía al menos tres o cuatro salas. Henry Patterson, siempre previsor, había traído una linterna de parafina, y los demás encendimos antorchas con lo que encontramos a mano.
El subterráneo se había conservado bastante bien, considerando que tenía más de setecientos años. Era muy húmedo en algunas partes, pero otras estaban secas. Vimos tapices que habían sido magníficos en su tiempo, pero ahora eran solo restos de tela infestada de hongos. No había nada vivo, ni ratas ni insectos. Las alimañas habían huido despavoridas hacía tiempo.
Encontramos varias señales del paso de los templarios. En lo que parecía haber sido una especie de cuarto de guardia quedaban aun algunos pertrechos en buen estado. En otros tiempos debía de haber sido un lugar celosamente vigilado. Cotas de malla y cascos, escudos triangulares de buen tamaño, un tesoro para un coleccionista o incluso un arqueólogo.
-Bueno, bueno ¿que tenemos aquí?- dijo la señorita Crane al examinar un arcón muy vetusto. Extrajo un bulto cubierto de polvo y nos los mostró. Envueltas en un paño de seda, había dos dagas hechas de un metal gris. Eran armas curvas, más largas que un cuchillo, tanto que casi merecían el nombre de espada corta.
No había trazas de óxido en ellas, y ambas estaban idénticamente grabadas con un intrincado motivo geométrico, que quizás fuese de procedencia celtica. La hoja era curva. Desde luego no eran las clásicas armas cruzadas, pero tampoco árabes. El pomo representaba la cabeza de un lobo furioso.
-Jamás he visto armas semejantes- dije.
-Esto, señor Farway- dijo Drea- , son espadas cortas forjadas en Jerusalén al fin de la primera cruzada. Las hizo una doncella, Etheria, apodada la Peregrina, que entró al servicio de la Orden del Temple como herrera. Seguramente esto fue un presente para el caballero de la historia, Sullivan Drake.
Y para demostrar su eficacia, hizo un elegante giro de muñeca con una de ellas. Como solo ocurre con un arma muy afilada, produjo un susurro al cortar el aire.
-Si las hizo una mujer, entonces no pueden ser muy buenas- arguyó Byron.
-Es usted un estúpido y no sabe nada de nada. No quedan en el mundo media docena de armas de Etheria, y cada una es una obra de arte, además de ser las mejores hojas de la Europa medieval.
-Entonces déjelas ahí antes de que se corte- respondió-. No las necesitamos, teniendo yo aquí mi escopeta. Además, si son valiosas, las venderé, ya que todo lo que hay en la abadía pertenecía a mi padre el Barón Rochester. Por tanto, son mías.
-Quítemelas- respondió la señorita Crane en tono amenazador. Después de ver como derribó al Morkendi la noche anterior, no me cabía duda de que podía cortarle las manos a Byron al menos tres veces antes de que él se moviera.
-Ya basta, continuemos- dijo Sir Duncan.
Llegamos a una sala muy espaciosa, con arcos en las esquinas y columnas gruesas y sólidas. La luz no alcanzaba a iluminar toda la sala, por lo que muchos lugares permanecían en penumbra lo que aumentaba la sensación de peligro a nuestro alrededor.
Allí estaba. Todo cuanto había acontecido tenía su origen en ese objeto: el espejo.
Era un artefacto ciertamente impresionante. El pesado marco, hecho en plata, estaba tallado de forma que mostraba en todo el borde una serie de polluelos recién nacidos. Eran aves feas, hinchadas, con los picos abiertos y los ojos cerrados. Había al menos un centenar, y muchos estaban esculpidos atacándose unos a otros. No concibo arte más repugnante ni realista que aquel.
El cristal en sí era muy oscuro y no reflejaba nada. Podría ser de cuarzo o incluso mármol negro muy pulido. Pero un frio intenso emanaba de él, y ¿por qué no decirlo?, un halo de maldad casi palpable.
Por todos lados había pruebas de la celebración de algún macabro ritual. A los pies del espejo reposaban los restos de muchas aves. Palomas, gallinas, todas ellas sacrificadas por una mano cruel y demente para despertar al Morkendi.
-¿Pero qué diablos es esto?- exclamó Byron acercándose al lugar. Dejó su arma junto a una vieja mesa y alumbró un atril de madera donde alguien había colocado varios pergaminos escritos con muchos garabatos en latín.
-Menos mal que no sabe usted ese idioma, Byron. Si no fuera así, lo mismo se le ocurre leerlo en voz alta- dijo La señorita Crane.
-¡Maldita deslenguada! pero... espere... yo conozco esta letra.
-Me alegra ser reconocido- anunció el padre Dankworth mientras nos apuntaba con la escopeta de Byron.