UNO: UN PERIODO OSCURO



Permítanme presentarme. Mi nombre es John Farway. Tengo en estos momentos treinta y seis años, pero cuando ocurrieron los extraños sucesos que relato, tenía treinta y dos. Soy viudo, sin hijos, y por supuesto, británico.

Trabajo en Londres, ese Londres misterioso que aún recibe a diario maravillas de las cuatro esquinas del mundo. Como mi padre y mi abuelo antes que yo, soy abogado, o al menos, empecé siéndolo. Cuando comencé mi carrera, contaba con la ayuda del nombre de mi abuelo, Jonathan, que gozó de una excelente reputación de gestor minucioso e intachable. Habida cuenta del poco cariño que recibí de él, puedo decir que era también un hombre muy severo.

Mi posición me permitió contraer matrimonio con una dama de cierto renombre, Violet Conway, hermosa y delicada como una flor, y más joven que yo. Nuestra felicidad no duró más que un par de años. Mi esposa era propensa a largas enfermedades, y su constitución débil, totalmente inadecuada para soportarlas. Su cuidado consumió gran parte de mis recursos económicos, y a su muerte, me vi en una situación apurada.

No tardé en darme a la bebida. Perdí mi clientela casi sin darme cuenta. Fue un tiempo oscuro, en el que anduve con malas compañías, de antro en antro, poseído por la absenta. Maldije a Dios hasta quedarme sin voz. Pero hubo un hombre que me sacó de aquel abismo.

Duncan Cox, un caballero con título, había pasado por lo mismo que yo. Se reconoció en mí, y supo alejarme de la bebida y los tugurios. Sir Duncan estaba también arruinado, pero había logrado conservar su reputación de hombre fiable y cabal con mucha habilidad. Juntos decidimos montar un negocio, y poner en práctica mis conocimientos de leyes junto a sus viejos contactos.

Aunque no supe olvidar a Violet, me sobrepuse al dolor y comencé a trabajar.

Oficialmente, mi empleo, alejado de los juicios y los tribunales, consistía simplemente en asesorar a ciertos caballeros acerca de herencias, préstamos e hipotecas, y del estado de algunos negocios en que se pudieran ver interesados. En realidad lo que hacíamos Sir Duncan y yo, junto con nuestro socio, Henry Patterson, era ofrecer nuestros servicios a aquellos caballeros que habían podido incurrir en algún escándalo, alguna pelea, infidelidad o indiscreción. Nuestra tarea era borrar esas indiscreciones. Mediante el soborno manteníamos la boca cerrada a los testigos o indemnizábamos a los afectados. Rescatábamos discretamente a ciertos señores de sus problemas con el alcohol, a menudo en plena noche, usando un carruaje propiedad de Sir Duncan. Ocultábamos, en definitiva, los vicios y los excesos de los poderosos a ojos de sus semejantes, y por ello nos pagaban generosamente.

Pero aun teníamos deudas. Mi trato con aquellos que estaban en la cúspide de la sociedad británica me forzaba a aparentar un lujo y unos medios de los que en realidad, carecía.

Sir Duncan Cox no estaba mejor, acuciado por las deudas y las hipotecas de sus propiedades, prácticamente en posesión de los bancos. De tal modo me hallaba, cuando un día todo mi mundo cambió por completo y para siempre.

Ignoro quién le habló de nosotros a la señorita que tan impetuosamente se presentó en mi despacho de Aldersgate Street aquella mañana de diciembre. Se presentó a sí misma como Drea Crane, siendo su nombre una contracción de Andrea. Era una joven misteriosa, impactante. Muy hermosa, no muy alta, pero bien proporcionada y simétrica, el liso cabello negro brillante como ala de cuervo, ojos azules, profundos, hipnóticos. Manos delicadas, busto perfecto, realzado por el corsé.

Aparte de sus notorios atributos físicos, Me llamó la atención que carecía totalmente de acento. Noté, no obstante, un tono irreverente en todo lo que hacía, que podría calificarse de descarado en cuanto a su modo de vestir, con una ausencia absoluta de modestia y casi de decoro. Llevaba una chaqueta oscura con bordados en hilo de plata, una camisa de seda, ajustada, y una falda ancha y más larga por detrás que por delante. Completaba el conjunto unas botas de cuero de doble forro, con hebillas delante y tacón alto. Todo de color negro y muy ceñido a su cuerpo.

Tras presentarse, la joven me indicó el motivo de su visita.

-Durante el tiempo que llevo en Londres, he observado, con mucha tristeza, el enorme abismo que separa a ricos y a pobres, y la miseria que aflige estas calles. No está en mí poder arreglar el mundo, pero tal vez pueda, por un día, dar un poco de felicidad a quienes carecen de todo.

-Una loable intención, Miss Crane- dije yo- Pero no sé en qué puede ayudarle nuestra agencia.

-He decidido promover la celebración de una gran cena de caridad, el día de Nochebuena. Una cena en que todo aquel que lo desee tenga un plato caliente y un fuego acogedor, al menos esa noche. Le hago entrega de este maletín con el objeto de que sea usted quien me ayude a organizar los detalles de este proyecto: que solicite los permisos necesarios, consiga las vituallas, contrate cocineros, reclute voluntarios y redacte anuncios en los periódicos.

En definitiva, todo cuanto se ha de hacer, usted lo hará en mi nombre, ya que me consta que cuenta usted con un talento organizativo bastante bueno.

La miré sorprendido.

-He aquí todo lo que necesita para empezar-me dijo. Y depositó en el escritorio de caoba quince mil libras.

No tardé en llamar a mis socios. Le presenté a Miss Crane a Sir Duncan y a Henry Patterson, el cual estaba visiblemente impresionado por la suma de dinero que desbordaba nuestra mesa.

-No es imposible, dijo Sir Duncan- Tenemos casi dos meses.

-Pero se aleja bastante de nuestra línea de trabajo habitual- exclamé.

-¡En absoluto!- dijo Duncan con una sonrisa- ¿No reparamos la reputación de damas y caballeros? ¿Y qué evento social puede elevar más la notoriedad de una joven que promover una cena de caridad en su nombre?

-Ya hemos organizado puestas de largo con más de doscientos invitados- Añadió Henry. Y dada la juventud... y el porte de la señorita aquí presente, el evento la hará muy popular.

Drea sonrió cálidamente.

-Excelente, caballeros. Veo que son ustedes exactamente lo que andaba buscando. No escatimen gastos. Si esta pequeña obra de caridad funciona debidamente, no duden que acudiré de nuevo a su agencia para otros negocios.

Nos dimos la mano. En ese momento ignoraba que tanto yo como mis socios estábamos no solo siendo contratados, sino también puestos a prueba.

Como es natural, hice mis investigaciones acerca de la señorita Crane. Había muy poco. Estudió Medicina, probablemente en una prestigiosa escuela de Edimburgo, pero como los títulos de doctor solo se otorgaban a los hombres, no había diplomas que lo atestiguaran. Nada supe de sus padres ni de su pasado antes de que llegase a Londres, algo normal tratándose de una joven que no perteneciese a una familia importante.

Residía en una agradable casa con jardín en el barrio de Camden, junto al canal del rio. Era suya. La casa había sido puesta a su nombre por Philip Masters, un acaudalado empresario y constructor, que tenía negocios con el ferrocarril. Al parecer, el señor Masters tuvo una hija muy enferma, según dicen, de tisis. Supe que la señorita Drea entró a su cuidado como enfermera cuando la tuberculosis estaba ya muy avanzada y la pobre chica no paraba de escupir sangre. Pero de algún modo inexplicable, los cuidados que le otorgó Drea Crane lograron, tras varios meses de esfuerzo, eliminar toda traza de tisis y sanar los débiles pulmones de la muchacha.

Para entonces la consideración del señor Masters hacia Miss Drea, la cual ya se había revelado no como simple enfermera sino como experta doctora, era tal, que le regaló una de las muchas casas que poseía en Camden. Esto debió de ocurrir, hace unos dos o tres años, y aparte de eso, no fui capaz de saber qué había hecho en ese periodo hasta el día de hoy. Viajar, quizás, y acaso investigar cosas extrañas en lugares extraños.

No me cabía en la cabeza que una joven tan dotada según todos para la Medicina, no tuviese un puesto, si no de doctora, al menos de jefa de enfermeras o médico de niños en algún buen hospital.

Fueron días agitados. Nos dividimos el trabajo. Yo solicitaría los permisos, y buscaría un local adecuado para albergar una muchedumbre hambrienta. Sir Duncan escribiría a los periódicos para informarles de nuestra necesidad de voluntarios. Henry estaría a cargo de la compra de todo lo necesario.

No he hablado mucho de Henry Patterson. Pelirrojo y algo rechoncho, era un hombre afable y un contable insuperable, con unas características patillas largas y frondosas. El único de nosotros que tenía familia, a menudo comentaba algún detalle acerca de su amada esposa y de sus dos jóvenes hijas. Si algún defecto tenía nuestro amigo, era el de ahorrar cuanto podía, y buscar ante todo el beneficio en los negocios, aunque lo hacía por una buena causa, y era la de mantener a los suyos lo mejor posible.

-He conseguido un cocinero excelente- nos comunicó-. Militar retirado, experto en el rancho de la tropa. Se encargará de todo por una modesta suma, ayudado por sus sobrinos.

Sir Duncan asintió, pero pidió ver al hombre antes de formalizar su contrato. Vino a la siguiente mañana, y Henry hizo las presentaciones.

-Caballeros, este es el señor Edgar Marks, ex-cocinero de un batallón de bravos soldados al servicio de su Majestad.

No era un mal hombre, y convinimos en que estaría a cargo de lo relacionado con las vituallas. Durante nuestra charla, surgió una propuesta interesante.

-Señores, si de la noche a la mañana anuncian ustedes una cena gratis en los barrios pobres de esta ciudad, muchos pensarán que es una estratagema de la policía o algo peor. La gente, en particular la que ha sufrido una mala vida, tiende a ser suspicaz. Les recomiendo que antes de poner ningún anuncio o cartel, se ganen al menos la confianza de unos pocos de esos desgraciados.

-No esperará usted que deambulemos por esas calles dando voces como pregoneros, dije yo.

-En realidad, he pensado en algo mucho más práctico- nos dijo el cocinero-. Permítanme mostrárselo...

Acto y seguido garabateó un dibujo en una hoja de papel.

Todos observamos el bosquejo. Era una especie de carrito con dos ruedas con una gran olla incorporada y a su lado otra más pequeña. Tenía asas en un lado para ser transportado fácilmente, y una especie de hornilla o fogón en su interior.

-Muy interesante- exclamó Sir Duncan. -Con este método podría usted colocarse en cualquier esquina y repartir una considerable cantidad de alimento caliente.

-Unos noventa litros de sopa, y en la otra olla algo de estofado o puré de patatas, señor- exclamó orgulloso el cocinero.

-A la señorita Crane le encantará la idea- dijo Sir Duncan, y todos asentimos-. Con esto se dará usted a conocer, señor Edgar. Mandaremos construir un carro con esas indicaciones y le daremos cuanto necesite para que reparta usted algunos cuencos calientes.

Está usted contratado.