CAPÍTULO VIII
—Estimado señor Roca: ¡no sabe cómo nos hemos alegrado con su propuesta! Nuestra provincia necesita gente como usted. Que digo nuestra provincia, ¡el país necesita gente como usted! Gente que venga a invertir dinero para su propia gente. Que genere fuentes de trabajo. Podríamos estar hablando aquí de un verdadero polo de desarrollo. El mismo ministro estaba muy interesado con su proyecto.
—Justamente yo venía a hablar con el ministro.
—Pero él está muy ocupado, usted entiende... Se acercan las elecciones y la gente nos evalúa por lo que hemos hecho, pero... ¡¿y toda la mierda que hemos heredado?!.... Entonces hay que salir a dar explicaciones. ¡Ha visto como es la gente aquí! Unos ignorantes. No se dan cuenta de nada. Por eso el mismo ministro ha tenido que salir a apoyar a nuestro candidato.
—Yo creía que al que tenía que apoyar era al gobernador para que pudiera cumplir sus funciones. Que yo sepa el ministro tiene un cargo público, no uno político. ¿O acaso el sueldo se lo paga el partido? —replicó Ignacio sin molestarse en ocultar su enojo—. Una inversión como la que estoy proponiendo, en una época de recesión tan tremenda, puede ser...
—Puede ser, no... ¡Es! Es justamente lo que estamos necesitando. Por eso el ministro me ha mandado a mí para...
“Para poner trabas”, pensó Ignacio. Para pedir “la comisión” que el mismo ministro, en esos tiempos de cámaras ocultas, no podría pedir sin poner en juego su cargo. En cambio un funcionario de segunda línea encargado de aceitar o endurecer la gestión, era el cobrador perfecto para esos “retornos” que terminarían beneficiándolo.
No podía soportar más la perorata de ese idiota, así que se apuró a interrumpirlo: —Mire, yo quiero invertir en la Argentina porque...
¿Por qué mierda quería invertir en la Argentina?... ¿Para complicarse la vida más de lo que ya la tenía complicada últimamente?
—... porque aquí están mis raíces. ¡Pero tampoco soy un mártir! No vine de los Estados Unidos para perder dinero. No pienso pagar ningún tipo de soborno.
—¡Me ofende, señor! ¡No se trata de eso! Aquí hablamos de otra cosa. Pero me parece que usted está demasiado habituado a los tiempos del primer mundo. Este es un país chico, señor... Le concedo que nuestra patria tiene mucha burocracia y demasiada corrupción. Pero todo eso forma parte de la pesada herencia que nos dejó el otro gobierno. Nosotros hacemos lo posible, pero usted es un hombre de negocios y sabe que donde hay dinero... los tiempos se acortan. No se trata de “pagar sobornos”, como usted los llama. Se trata de invertir para aceitar el mecanismo.
Ignacio ya estaba saturado de tanto aceite.
—Mira, estúpido: si no me dejas de romper las pelotas voy a la provincia de Córdoba y me instalo ahí.
El otro largó una carcajada: —¡Córdoba!... Cinco años estuvo tratando Honda de poner su fábrica para toda Latinoamérica en la provincia, y nunca lo logró... ¡Córdoba! ¡Ahí sí que hay corrupción!
¡No podía creerlo! El país se estaba hundiendo, la gente se moría de hambre o se mataba en las calles debido a la miseria, y el tipo todavía se reía.
Sin decir una palabra más Ignacio tomó sus cosas y salió con paso rápido de la oficina. Tras él, ese hombre ridículo, todavía intentando negociar. Pero Ignacio ya no quería hacer negocios. Ni con el tipo, ni con el ministro, ni con nadie.
Ahora se acordaba por qué había dejado la Argentina.
Estaba frustrado. Tantos años, tanto dolor de su pueblo, y las cosas seguían como siempre.
Dejó su nuevo A8 en el estacionamiento y comenzó a caminar sin rumbo. ¿Por qué seguía queriendo a un país que no hacía más que lastimarlo? ¿Quién lo mandaba a jugar al empresario aquí, cuando en cualquier otro sitio podía ganar millones?
Un país de mierda.
Su país.
Era evidente que tenía algo de masoquista. Él mismo complicaba las cosas. Como su relación con Clara... Ese silencio de ella lo estaba matando, y sin embargo no veía las horas de volver a casa y estar a su lado. ¿Para qué? Podía ganar el amor de la mujer más hermosa. (Por cierto, ¿qué era de la vida de Dolores? La había dejado plantada la noche de la fiebre y nunca más la había vuelto a llamar)
Cualquier mujer estaría feliz a su lado. Pero a él la única que lo calentaba era la virgen de su mujer. Y últimamente también él se sentía virgen a fuerza de no hacer uso de su sexo. Y lo peor era que tampoco tenía ganas de hacer el amor con cualquiera.
No, con la misma terquedad con la que intentaba conquistar a su propia patria, quería ganarse el corazón de su esposa.
¡Un verdadero perdedor! O lo que era lo mismo: un argentino con alma de tango.
—¡Nachito!... ¡Nachito!
Una dulce anciana se plantó frente a él. Estaba tan inmerso en sus pensamientos que no había reparado en esa vocecita aguda que le llegaba del piso. Además hacía como un siglo que nadie le decía Nachito.
Miró a la mujer con extrañeza.
—¿Te acuerdas de mí, Nachito?
Atrapada en el cuerpo de una digna anciana estaba su tía Finita. Donde antes había habitado una mujer elegante y esbelta, ahora podía verse una dama anticuada y regordeta.
—¡Tía! ¡Que gusto! —mintió.
—Más gusto es el mío... Me moría de ganas de felicitarte por tu matrimonio. ¡Me puse tan contenta cuando el mes pasado me enteré que te habías casado con Clarita Castro! Pensé en llamarlos, (tu madre me dio el número), pero tenía miedo de molestar.
—¿Recién el mes pasado lo supiste? ¿No te llegó la invitación?
—No, Nachito. No me invitaron. Pero “todo bien”, como dicen ahora los chicos. Entiendo que Clarita no me quisiera ahí el día de su boda.
Ignacio la miró sin entender.
—¡La pobrecita ha sufrido tanto en la vida!
Finita se sorprendió al ver la sorpresa reflejada en la cara de su sobrino. Y de inmediato tuvo la certeza de haber hablado de más. ¡Como siempre!
—Bueno, Nachito, pero ahora te tiene a ti ¡Mira qué lindo estás! ¡Todo un hombre!
Era evidente que su tía estaba incómoda y sólo buscaba terminar la charla cuanto antes.
—¡Mira la hora! ¡Se me ha hecho tardísimo para la masajista! ¡Mi espalda es un desastre desde que me rompí la cadera jugando al golf!
Pero Ignacio quería saber más.
—¡Espera, tía! ¿Qué apuro tienes? Hace tanto tiempo que no nos vemos. Podríamos ir a tomar algo. O, quizás…
—No, querido, no... ¿De qué charlaríamos? No me gusta hablar del pasado, mi presente es muy aburrido, y mi futuro muy corto. ¡Me alcanza con que le des un beso a tu mujer de mi parte! —sugirió con ternura. Pero no tardó en arrepentirse—: No, mejor no le hables de mí. ¿Qué le puede importar a ella tu tía? ¡Adiós, querido!... Y cuídala mucho, que Clarita se lo merece.
Ignacio intentó detenerla, pero la dama no tardó ni un minuto en escabullirse entre la multitud.
¿Cuál sería el teléfono de la tía Finita?
* * *
—No me toques, por favor —le ordenó Clarita con esa firmeza revestida de suavidad que la caracterizaba.
—¡Soy tu novio! —reclamó Flavio.
—Por ahora no. Mientras duren nuestros matrimonios...
—¿Y tú crees que puedo conformarme durante medio año con una relación en stand by?.... ¡Seis meses es demasiado tiempo! Y yo soy un hombre con demasiadas necesidades.
—Entonces sabrás como remediarlo.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso aceptarías que te fuera infiel? —preguntó Flavio, sorprendido e ilusionado ante un mundo nuevo de posibilidades.
—¡Por supuesto que no!
A pesar de que la pregunta era sólo retórica, (Flavio nunca había abandonado su pequeño vicio por las putas), esa vehemente negativa de su novia logró ofenderlo.
—¡Pero a tu marido lo dejas!
—¡A mi marido no…! No.... No lo quiero —contestó Clarita.
Había iniciado la frase con vehemencia, sólo para terminarla en un hilo de voz mientras un rubor intenso se apoderaba de sus mejillas. Ahora estaba estúpidamente colorada.
Pero Flavio no era ningún estúpido… Ahí ocurría algo.
—¿Cuánto falta para tu divorcio? —le preguntó a su novia con enojo.
—Ignacio habló de seis meses.
—Tu boda fue a fines de noviembre y ya estamos casi en abril... ¡No falta tanto! —exclamó con alegría.
—No, no falta tanto... — repitió ella con tristeza.
Recién ahora Clarita se daba cuenta lo rápido que había transcurrido ese tiempo de su matrimonio. Sin lugar a dudas, una época luminosa en su vida. Y mientras que su andar junto a Ignacio se había vuelto acompasado, la presencia de Flavio, antes tan necesaria, le resultaba ahora una carga.
Él pareció leer su mente.
Sí, las cosas no andaban bien con Clara. Aunque peor estaban con su mujer. Últimamente Margarita ni siquiera se tomaba el trabajo de celarlo.
Pero mientras que con su esposa siempre podía volver, con Clara....
A esas alturas Clara ya era una cuestión de orgullo. Y no sólo eso. También significaba su pasaporte a la libertad. Y no era que Margarita lo atara..., ¡pero su suegro! Cada día toleraba un poco menos al viejo. Encima ahora el muy idiota estaba empeñado en que cumpliera el horario, como si su trabajo en la empresa sirviera para algo de verdad. ¡Y esa manía suya de controlar todo el dinero! Margarita no tenía nada a su nombre. Divorciarse de ella significaba perderlo todo. En cambio Clarita... El marido de Clarita era inmensamente rico. Mucho más que el viejo Franchini. Y a diferencia de lo que ocurría con su suegro, Roca no iba a tener excusas a la hora del divorcio. Según la ley argentina a Clara le correspondía la mitad del incremento patrimonial que él hubiera tenido durante esos seis meses. Y eso bien podía significar varios millones, además de una estupenda pensión vitalicia. Con esa pensión contaba Flavio para no tener que salir a buscar trabajo una vez divorciado. Después de todo si el idiota de Ignacio había rechazado la anulación del matrimonio para salvar su honor, era justo que pagara lo que ese honor valía.
Desde el primer día en que entró a esa casa espléndida, Flavio se moría por hacer una pregunta. Pero siempre había callado, temiendo la reacción de Clarita. Ella era demasiado escrupulosa con los asuntos de dinero.... Escrupulosa e idiota. Pero ya era hora de saber exactamente adonde estaban parados.
—Y tú... ¿cómo sales de este divorcio?
—Es extraño que me preguntes eso, Flavio. Yo también lo estuve pensando, y creo que salgo de esta experiencia bastante más madura. Aún sin proponérselo, Ignacio me ayudó a crecer. A conocerme más.
¡Qué estúpida!, pensó con severidad Flavio. Pero en cambio uso su voz más dulce para hacerla entender—. Me refería a la cuestión económica... Has trabajado como esclava haciendo el papel de esposa modelo y ama de llaves. Algo mereces. Y además, ¡a tu marido le sobra el dinero!
¡Qué idiota!, pensó Clarita, pero no dijo nada.
—¿No te parece justo lo que digo?— insistió Flavio.
—Antes de casarme firmé un contrato prenupcial, o algo así.
—¡Eso no es válido en la Argentina! —contestó su novio, indignado.
—Lo redactó el estudio de abogados más importante del país ¡Te puedo asegurar que es válido!
Flavio empalideció.
—¿Y entonces qué te toca?... ¡No me vas a decir que te conformaste con una pensión de morondanga!
—Mil pesos todos los meses.
—¡¿Mil pesos?! ¡Eso es apenas lo que gana una secretaria!
—Tú me pagabas seiscientos.
—¡Yo no! ¡El miserable de mi suegro!... Pero, ¡mil pesos! ¡Nada! ¡Una estupidez!... Es hasta ofensivo que lo aceptes.
—No te preocupes. No pienso reclamar nada.
—¡¿Te has vuelto loca?!
—Cuando hice ese trato pensaba en un matrimonio consumado... Pero lo mío con Ignacio no fue más que una farsa.
—Pero, ¡¿de qué viviremos entonces?!
—Estoy a punto de recibirme y la titular de la cátedra me ofreció...
—¡¿Qué te ofreció?! ¡Un sueldito de mierda te ofreció!
Era la primera vez que Flavio le gritaba. Pero Clara no sintió miedo, sino más bien una curiosa indiferencia.
—¡Tu marido reventando de millones, mientras nosotros vivimos en la miseria!
Clara no pudo evitar que se le escapara una sonrisa. Flavio era demasiado inocente si creía que Ignacio, además de tolerar un matrimonio fallido, iba a mantenerla de por vida.
¿Su novio pecaría por inmoral, codicioso…, o simplemente iluso?
* * *
Una boca para ser besada. Así era la boca de su mujer. Pequeña, pero de labios carnosos y una sensualidad invitante.
¿Cómo se sentiría esa boca cuando se adueñaba de ella el deseo?
Clarita levantó la vista de su libro y lo miró por encima de esos pequeños anteojos que usaba últimamente, tan graciosos.
Ignacio sonrió por compromiso y acomodó el diario que se suponía estaba leyendo.
Cuando alzó de nuevo la mirada no pudo evitar perderse en la profundidad del escote de su mujer. Tenía una franelita blanca que cedía ante sus curvas, enmarcando unos senos maravillosos. Pechos para ser mordidos y acariciados.
Otra vez Clarita se distrajo de su lectura, y él volvió estúpidamente a sonreírle.
Una franelita blanca y muy corta, como estaba de moda. Y luego, bastante más allá de su cintura, como si estuvieran a punto de caer, se ceñían a su cadera unos pantalones sueltos de pijama. Podía ver buena parte de su vientre chato, su ombligo, y el pequeño nudo que servía para ajustar la prenda. Un nudo muy fácil de desatar... Un nudo...
—¿Te ocurre algo? — preguntó Clarita con total inocencia.
Esa pregunta lo desarmó.
La pobre niña no parecía tener ni la más remota idea de lo que en verdad estaba pasando por la cabeza de su marido. ¡Y no sólo por su cabeza!... De repente ese nudo parecía instalarse en medio de la garganta de Ignacio, y lejos de liberarse, se hacía cada vez más apretado. Sentía rabia... Era tanto el deseo que acumulaba día a día, que...
Cerró los puños.
Era incapaz de lastimar a una mujer y mucho menos a su esposa. Pero cada noche fantaseaba con poseerla a la fuerza. Obligarla a vencer sus miedos, mostrándole todo el placer encerrado en el sexo. Soñaba que, arrastrada por su empuje, la resistencia de ella iría pasando lentamente del absoluto abandono, al goce más furioso. Sabía que tras esa espesa capa de virtud que se interponía entre ambos, ella era capaz de una sensualidad deliciosa. Lo podía leer en su cuerpo, en la voluptuosidad de sus movimientos.
—¿Ignacio?
No.
Por mucho que lo quisiera, era incapaz de tomarla por la fuerza.
Volvió a sentir rabia.
Tenía que pensar en otra cosa. Tenía que dejar de imaginarse a sí mismo arrastrándola hasta la cama, desatando ese nudo para poseerla con desesperación.
Tenía que pensar en otra cosa.
—¿Vino Flavio hoy?
—Sí.
—¿A él... le contaste lo ocurrido con el padre del “Peti”?
—No... ¿Por qué iba a contarle?
Ignacio le replicó con sorna: —¿Porque es tu novio, quizás?
Clarita calló.
—Pero a López Matto se lo contaste. A él sí.
—Yo no le conté nada a nadie.
—¿Y cómo se enteró entonces?
—Igual que tú, supongo.
Era evidente que Clara se sentía incómoda. Como cada vez que la charla giraba sobre algo personal, o sentimientos.
Otra vez lo golpeaba ese oscuro silencio de ella. Otra vez podía escuchar el ruido de cientos de cerrojos, alejándolo no sólo de ese cuerpo de su esposa que lo enloquecía, sino también de su alma.
Ignacio se paró, caminó hasta el sillón donde ella estaba apoltronada, y apoyándose en él, cercándola con sus brazos fuertes para impedir que escapara, le preguntó
—¿Y si yo fuera tu esposo de verdad?... Si Flavio no se hubiera cruzado en tu camino nuestra noche de bodas... Si fueras mía... ¿me lo hubieras contado?
Clara hizo lo posible por escapar de su encierro —No tiene importancia —dijo, a la par que intentaba ponerse de pie.
Pero él la retuvo.
Por un segundo eterno quedaron enfrentados.
—¿Me lo hubieras contado? —insistió Ignacio.
—Me cuesta mucho....—comenzó a decir ella a media voz.
Pero él no la dejó terminar.
—¡No! ¡No me lo hubieras contado! Nunca cuentas nada. Sólo hubieras huido, como siempre. Sólo hubieras callado… Con ese estúpido silencio que me está volviendo loco.
La mirada de Clara se perdió en el vacío, como cada vez que algo le molestaba. Había comenzado a fluir. Pero esta vez Ignacio no estaba dispuesto a dejarla escapar. La sacudió enfurecido, volviéndola a la realidad.
—¡No! ¡Estoy harto de eso! De que me dejes solo. ¡Estoy harto de ti! —gritó, arrojándola con violencia al sillón.
Sólo la noche de bodas la muchacha había visto tanto odio reprimido en la mirada de su esposo. Y como entonces, ella se limitó a observarlo asustada, sin saber qué hacer.
—¡No sabes cuánto me alegro de que este matrimonio sea una farsa! —continuó Ignacio enfurecido, ajeno a su miedo—. Tú no sirves para ser mi mujer, ni la mujer de nadie. ¡Por Dios! ¡Hasta te asustas por el miembro de un hombre! ¡Pero no! Eso es sólo una excusa, porque a lo único que le tienes miedo es a vivir.
Ignacio se retiró del cuarto, y esta vez fue Clara la que tuvo que lidiar con la insoportable certeza de que su puerta se cerraba tras él.
“No sabes cómo me alegro de que este matrimonio sea una farsa”
Clara sintió el dolor sordo de esas terribles palabras adueñándose de su cuerpo.
Dolía demasiado.
Necesitaba calma. Silencio. Hundirse en el olvido...
“... que este matrimonio sea una farsa”.
Cerró los ojos, comenzando a fluir a pesar del dolor. Por el dolor...
Y entonces se dio cuenta de que una lágrima estaba corriendo por su mejilla. Y despertó a esa terrible angustia que estaba tratando de evadir. Ya no podía evitarlo. Ya no había silencio que acallara su sufrimiento.
“... como me alegro de que este matrimonio...”
Y simplemente comenzó a llorar.
* * *
Ignacio ya estaba harto del silencio de su esposa. Tenía que continuar con su vida a como diera lugar.
Suspiró, acomodó las flores que llevaba en la mano y puso el dedo en el timbre, esperando ansioso a que después de lo ocurrido la última vez ella aún estuviera dispuesta a recibirlo.
No pudo seguir pensando. La puerta se estaba abriendo. Pero al notar su presencia allí el movimiento se detuvo.
—¡Espera! —suplicó Ignacio, tratando de evitar que también esa puerta se le cerrara.
Del otro lado pudo escucharse una voz aguda, pero calma.
—¿No sería mejor que se lo preguntes a ella?
La tía Finita supo por la cara de su sobrino que no iba a alcanzar con su negativa para alejarlo de allí.
—Yo... yo... —comenzó a balbucear Ignacio —. Sólo quería visitarte.
—¡Vamos, hijo!... La última vez que pisaste esta casa tenías cuatro años, y sólo llegaste hasta aquí arrastrado por tus padres. ¡Ni siquiera me dejaste darte un beso!, ¿lo recuerdas?... Y ahora, porque abro mi bocota, de repente estás muy interesado en mí. ¿No crees que tendrías que preguntarle a ella? El que yo te cuente lo que tu esposa calla es apenas un atajo. Y, créeme, los atajos nunca son buenos en un matrimonio.
Ignacio se dejó vencer por la desesperación.
—¿Cómo puedo preguntarle a ella, si cada vez que lo intenta sólo se “desconecta”?
La tía Finita se sobresaltó. —¿Todavía hace eso?
Volvió a mirar a su sobrino. Ya no era ese chiquito torpe que destrozaba su casa. Ahora era un hombre. Un hombre que sentía dolor.
—Está bien… Adelante.
* * *
Una gran conmoción inundó el lugar. Todos corrían tratando de ayudar, de encontrar un sitio.
Clara, que llevaba varios días vigilando el sueño de un nene moribundo, no pudo evitar salir al pasillo, atraída por el alboroto. Una camilla era empujada a la zona de terapia intensiva. Sobre ella, el cuerpo exánime de un chiquito rubio.
El torbellino de médicos y enfermeras dejó paso al más absoluto silencio. Sólo el Dr. Bustos, que caminaba por el pasillo con esa lentitud cansina con que lo hacía últimamente, servía para atestiguar ese tránsito fugaz.
—¿Qué fue eso? —preguntó Clara.
—Accidente en la autopista. Murieron el padre, la madre, y al chico no le falta mucho
—¿Tiene alguna posibilidad?
—Veremos... Quizás. Si se estabiliza estaremos en condiciones de operarlo... ¡Vamos a ver!... Y lo peor es que, aun cuando su cuerpo nos lo permita, vamos a tener que esperar la orden del juez. Los que murieron eran su única familia.
La muchacha se estremeció.
—¿Está consciente?
—Creo que sí.
Clara no necesitó escuchar más. Sin esperar a despedirse comenzó a correr en la misma dirección que los otros.
Allí, en la terapia, cada médico y enfermera trataba de aliviar el sufrimiento de ese cuerpo joven. Todos se movían y gritaban nerviosamente a su alrededor.
Sólo Clara miraba al pobre niño a los ojos con dulzura, mientras sostenía su mano para calmarlo.
—Es muy tarde, Clara… ¿No se queja tu marido de que pases tanto tiempo en el hospital? ¿Por qué no te vas a casa?
Por toda respuesta la joven apretó aún más la mano de su paciente.
No.
No tenía nada que hacer en su casa. Esa noche, y todas las otras, ese era su único lugar en el mundo.
* * *
Sentado frente a su tía Finita, Ignacio sintió un último ramalazo de arrepentimiento. Lo que iba a hacer no estaba nada bien. Él no tenía ningún derecho sobre Clarita como para averiguar eso que ella se empeñaba tanto en ocultar.
Pero, ¿de verdad no tenía ningún derecho? Después de todo Clarita era su esposa ante la ley y ante Dios. Su deber era ayudarla. Y no podía hacerlo si antes no descubría qué era eso que la perturbaba tanto... Cierto que su matrimonio era una farsa. Que su esposa tenía novio, y además pretendiente, pero...
Necesitaba saber. Abrir puertas. Destrabar candados. Clara era algo más que su esposa legal. Ella era... Él sentía...
—Bueno, lo de los padres ya lo sabrás, así que no hay por qué...
—Sí. Sé que murieron en un accidente aéreo cuando ella tenía diez años.
Finita se estremeció. —¿Nada más?
Ignacio la miró interrogante.
—¿Acaso no sabes que también Clarita iba en esa avioneta?
La anciana se sorprendió al ver la cara de su sobrino. Suspiró.
Iba a tener que empezar por el principio.
—Santiago, el padre de Clarita, era un tipo inmensamente rico, pero muy aventurero. Le encantaba bucear, escalar, cazar..., y pilotear sus propios aviones. Amanda, en cambio, era muy tranquila. No le gustaban las aventuras. Ella se quedaba en casa cuidando a Clarita. ¡Clarita!... ¡No sabes lo simpática que era cuando pequeña! ¡Y qué pizpireta! Ella lo sabía todo. ¡Siempre se estaba riendo! ¡Y cómo quería a su papá!... Él cada tanto se la llevaba en sus andanzas, y ella… ¡feliz! ¡Era una familia hermosa!
Finita volvió a suspirar, y luego continuó.
—Esa mañana le dijeron a Santiago que no estaban dadas las condiciones para partir. Habían pasado unos días en sus campos de la provincia de Misiones, y él estaba empeñado en llevar a Clarita a la Fiesta de la Vendimia, en Mendoza. ¡Imagínate ese recorrido! Más de mil setecientos kilómetros. Pero él era así. ¡Cuando se le metía algo!... Salieron a las seis de la mañana del viernes. Solos, los tres. Él piloteaba... La avioneta se cayó a los pocos kilómetros de partir, en plena selva misionera... Nadie pensó que podían estar en peligro. Nadie había visto el accidente, y nadie los esperaba. Así que cuando un baqueano lo reportó el día domingo, recién entonces llegaron las autoridades al lugar... La escena era terrible: Santiago había muerto en seguida, la cabeza separada del cuerpo por el impacto. A pocos metros estaba el cadáver de su esposa. Piensan que ella logró sobrevivir al menos un día. Para cuando la policía llegó, Clarita la sostenía entre sus brazos. La pobre nena no hablaba, no respondía, no lloraba... Y apenas tenía diez años.
De regreso a Buenos Aires tampoco logró recuperarse. Hubo que internarla porque no comía, estaba deshidratada y no respondía a nadie. Fue un tiempo duro para todos. Y ya se pensaba que iba a quedar así, cuando de repente, casi como un milagro, a los tres meses reaccionó. Como si nada hubiera pasado. De hecho no podía recordar nada de esos dos días de agonía... Lo ocurrido quedó enterrado en su memoria... Comenzó a ir a terapia y volvió al colegio. Orfilia y su esposo Gabriel se hicieron cargo de la niña. Ella era la hermana de su madre, y mi mejor amiga. La criaban como la hija que nunca habían podido tener. Vivían pendientes de ella. La acompañaban al colegio. Incluso pagaban clases de natación y danza en su propia casa para evitar que estuviera demasiadas horas lejos de su vigilancia. ¡Tanto la querían y la cuidaban!... Y entonces todo se vino abajo. Hacía ya dos años que vivía con ellos.... ¿Cómo me enteré? La misma noche en que desapareció me llamaron. Orfilia me quería mucho. Yo era casi de la familia, y pensaron que podría estar conmigo... Intervino la policía... Al principio pensaron en un secuestro, pero al encontrarla luego de tres días en estado de shock, completamente deshidratada, parada en medio de una plaza en un barrio miserable, imaginamos que se trataba de una recaída. Nunca supimos cómo se las arregló para sobrevivir esos tres días en un sitio así. Para ese entonces tenía casi trece años y ya era hermosa, y muy llamativa... Al despertar luego de dos semanas de internación no nos pudo decir nada. Ni el motivo de su huida, ni su vida en la calle. Se había olvidado de todo el episodio. Así que volvió a terapia. Y volvió a ser la nena hermosa y callada en que se había convertido después de la muerte de sus padres.... ¡Y entonces me avisaron que había desaparecido otra vez!... Fui yo la primera en sospechar. No me preguntes por qué. Intuición. Soy muy intuitiva para ciertas cosas. Y cuando se lo dije a Orfilia, ella calló. Creo que también sabía... Y entonces decidió enfrentarlo. Y al hacerlo, Gabriel, su esposo, ni siquiera intentó dar una excusa. Creo que la quería demasiado como para seguir lastimándola. Lo cierto es que sólo dijo que no lo podía evitar. Que lo excitaba verla salir de la piscina con el cabello mojado... ¿Te imaginas?
Por la cabeza de Ignacio se arremolinaron decenas de recuerdos. El horror de ella cada vez que él la miraba con deseo. Ese asco contenido ante ciertas caricias. El miedo irracional a quedarse sola. Ese silencio que lo lastimaba; que la lastimaba. Su reacción cuando le acarició el cabello después de la lluvia.
Volvió a escuchar ese silencio. Un silencio que ahora comenzaba a aturdirlo.
—Lo que ocurrió entre tío y sobrina nadie lo supo. Hay cosas que es mejor ignorar. Y Orfilia, pobrecita, prefirió ignorarlas... Eran veinte años de matrimonio, ¿sabes? Una mujer tiene miedo de romper con veinte años de matrimonio... Así que Clarita volvió a la casa de sus padres, y un pariente lejano se ofreció a criarla. Fue muy duro para todos, sobretodo porque la chiquita estaba muy apegada a Orfilia. Pero no creas que lloró. No. Era muy valiente... Y estoy segura de que lo sigue siendo.
Muy valiente.
* * *
Ignacio llegó a su casa confundido. No era lo que le había contado Finita lo que lo turbaba. Era su propia reacción frente al dolor de Clara.
Y es que Clara había comenzado a dolerle.
Le importaba demasiado. Lo desestabilizaba.
Se detuvo en el portón de la entrada. Tenía miedo de trasponerlo y enfrentarse con su mujer. De nuevo se sentía como ese día en New York, cuando soñaba con el hijo que Kate llevaba en el vientre... Aunque ahora era distinto. Un sentimiento más profundo aún. Más íntimo. Algo que nunca había sentido antes. Algo que no estaba preparado para enfrentar, pensó.
Y entonces abrió la puerta de su casa deseando verla.
Después de todo ya no lo podía evitar.
* * *
—Clarita... —el doctor Bustos la palmeó con suavidad en la espalda—. ¿No crees que tu marido te estará extrañando?
—Mi marido no me extraña —respondió ella con amargura.
—Pero ya hace más de catorce horas que estás con este chico.
—“Este chico” se llama Diego...—lo corrigió Clarita, para quien cada uno de sus pequeños pacientes era alguien muy especial —. ¿Ya llegó la orden del juez?
—No. Están de feria, y esas cosas a veces tardan un poco.
El doctor notó la desesperación de la muchacha.
—¡Vete a tu casa! —insistió, tratando de calmarla—. Ignacio es un idiota, pero no tanto como para no echarte en falta.
Clarita no quería preocuparse también por su marido. Dolía demasiado.
—¿No se puede agilizar en algo la decisión del juez? El padre de Ignacio era camarista, y sé que conoce mucha gente en la justicia.
—No. Es inútil. Todo lleva un tiempo. Y además...
El viejo miró al chico tendido en ese lugar sucio, suspiró, y sin agregar otra palabra intentó alejarse.
Clara se puso de pie y lo detuvo.
—¿Y además?
—Prácticamente no tiene chance... La operación es muy larga y complicada. Y aquí.... —volvió a suspirar—. Y aquí se hace lo que se puede. Conoces las limitaciones de un hospital público.
—¿Es eso? ¿Es por eso? —se desesperó Clara. — ¿Es por el dinero?... Yo podría pedirle al doctor López Matto. Él es muy rico y su familia conoce gente... O podría pedirle a Ignacio.
— ¡Para el carro, porque andas desbocada! Aquí no sólo se trata de dinero. La verdad es que este pibe no soportaría un traslado. Va a haber que operarlo en este hospital, nos guste o no. Y en cuanto a tu marido... Él podría dar algo mucho más valioso que dinero. Yo estoy viejo, Clarita. Me canso mucho. Y el peruanito... Es un buen chico nada más. Pone voluntad, pero a veces con eso no alcanza. Necesitamos un cirujano de verdad. Necesitamos al mejor. Necesitamos a Ignacio... Él, y sólo él es la única chance que tiene el niño.
Clarita empalideció. —Yo no puedo pedirle eso... Pero sí, en cambio, el dinero que haga falta para que otro profesional realice la operación. De eso podría convencerlo con facilidad, porque Ignacio es muy generoso. Y con dinero, Buenos Aires está repleta de buenos cirujanos.
—La triste realidad, Clarita, es que ningún “buen cirujano” como tú los llamas, va a venir a operar con instrumental de cuarta y un equipo de última a un chico que, aún en las mejores condiciones, difícilmente podría llegar a sobrevivir. Un “buen cirujano” no arriesga su prestigio, ni se expone a un juicio de mala praxis ni por todo el dinero del mundo. Es una cuestión económica... No, aquí no se necesita un “buen cirujano”. Aquí se necesita al mejor. Alguien que no cuente monedas a la hora de medir el dolor del otro. Uno que pueda aportar mucho más que su habilidad: su vocación. Ese es tu marido, querida Clara. Torpe, cabeza dura... Pero un cirujano de verdad. El mejor cirujano.
Clara miró al viejo doctor a los ojos.
Sí, ese era su marido.
Y había llegado la hora de despertarlo.
* * *
Laura se sentía melancólica. Triste. El matrimonio que ella misma propiciara entre su hermano y su mejor amiga, sólo había servido para alejarlos de su lado.
Esa pareja era extraña. Había demasiadas cosas entre los dos. Demasiados secretos... Pero también era cierto e indiscutible que algo muy poderoso los unía. Una chispa encendida desde el mismo instante en que se habían visto por primera vez.
Laura quería sentir esa chispa. Buena cama podía conseguirla en cualquier lado. Le bastaba ponerse los pantalones de cuero, o la faldita corta, para tener al tipo que quisiera a sus pies.
Pero esos hombres siempre terminaban aburriéndola.
No, el amor tenía que ser otra cosa.
* * *
Ignacio abrió la puerta de entrada y prendió la luz. Afuera era noche cerrada y por un momento la claridad lo cegó. Quizás por eso no notó la presencia de Clara allí, apoltronada en uno de los sillones de esa sala inmensa. Y es que ni siquiera esperaba encontrarla en la casa. Hacía ya dos noches que no regresaba, firme junto a la cama de un pequeño moribundo. De nada habían valido sus súplicas o las del Dr. Bustos. Su esposa era muy terca cuando se lo proponía. Pero ahora que Ignacio conocía tantas cosas de su mujer, esa terquedad le resultaba conmovedora. Comprendía su necesidad de aliviar el dolor de un chico, de contenerlo, de ayudarlo, como nadie lo había hecho con ella cuando lo necesitó. Y así, a pesar de no recordar esos días, su esposa se empeñaba en revivir las dolorosas escenas de su niñez para recomponerlas. La Clara adulta surgía con fuerza para ayudar a Clarita, la nena asustada que todavía existía en su interior.
—Te estaba esperando.
Ignacio miró a su esposa, sorprendido. Se notaba muy desmejorada. Y no era sólo el cansancio. Había algo más: un dolor agudo crispaba sus hermosas facciones.
—Yo también te estaba esperando...—le contestó él. Y decía la verdad.
—Te necesito, Ignacio.
Clara agachó la cabeza, avergonzada. Se veía frágil... Y él se conmovió.
Supo que era capaz de hacer cualquier cosa por esa mujer.
—El chiquito que estoy cuidando... Sus padres murieron en un accidente. No tiene a nadie más... Por fin el juez autorizó su operación. Entra a quirófano a las diez... Y tú tienes que estar allí.
—¡¿Qué?!
Era capaz de hacer cualquier cosa por su mujer, excepto eso.
—Paco dice que eres la única chance que tiene el niño de salir con vida de ese quirófano. Él, como cirujano, ya no está en condiciones de soportar el peso de una operación tan prolongada.
—Pueden trasladarlo. De hecho, en el hospital de niños…
—No lo soportaría.
—¡No! No es eso. Conozco a Bustos como si lo hubiera parido. Ese guacho quiere que vuelva a enterrarme en su basurero. Y sabe que puede contar contigo para apurarme… ¡Pero no! Sobran médicos en este país. No me necesita justo a mí
—Te guste o no, eres cirujano. El mejor.
—¡Ya te lo dije! ¡No insistas! ¡No soy más cirujano!
Ignacio le dio la espalda, finalizando la charla. Dolía demasiado.
Pero esta vez la dulce Clara se revistió de bravura. Se interpuso en su camino y lo enfrentó.
Había algo en su mirada que logró descolocar a Ignacio. Era como si pudiera ver en el interior de su alma.
—¿No eres más cirujano? ¿Ya no te importa la medicina? Eso tú y yo sabemos que es mentira.
Ese hombre grande bajó la mirada, y aunque su voz sonaba firme y autoritaria, su actitud demostraba otra cosa.
—No pienso volver a operar... Ni siquiera por ti.
—No, no lo vas a hacer por mí. Lo harás sólo porque es lo que tienes que hacer. Hay cosas de las que no se puede escapar.
La firmeza de ella terminó de desarmarlo.
—No..., no puedo —se quejó a media voz, mezcla de reflexión y súplica.
Clara lo observó, conmovida. Ese hombre inmenso se veía desamparado. Perdido en un dolor que lo había estado oprimiendo por demasiado tiempo.
—Antes era cirujano... Antes... Operaba catorce horas al día. A veces veinte. Ni te imaginas la cantidad de chicos que se murieron entre mis manos ¿Sabes lo que es tener que decirle a alguien que su hijo se murió? Era un trabajo de mierda... Pero lo amaba. Amaba la adrenalina. Toda esa adrenalina que fluía en el quirófano cada vez que salvaba a uno, cada vez que le ganaba a la muerte. Todo ese inmenso poder... Yo sabía cómo hacerlo, y lo hacía bien... Sí… Era muy buen cirujano... Y me gustaba tratar con chicos. Me gustan los chicos. Me siento uno más con ellos, como si de repente pudiera volver a la infancia para ser libre... Y pasando tantas horas en el hospital, me encariñaba con muchos... Pero había uno... Un negrito. Hermoso era el pibe. Diego, se llamaba. Por Maradona le habían puesto así. Bostero furioso. Me esperaba todas las mañanas para pelearme. Él de Boca, yo de River... ¡te imaginas!... Yo le decía que Dios lo iba a castigar por ser bostero. Que cuando creciera lo iba a convertir en un cirujano, para que se cagara de hambre toda la vida como yo. Él se tomaba mi amenaza muy en serio y me acompañaba en algunas curaciones. ¡No se asustaba por nada el pendejo!... ¿Te dije que se llamaba Diego?... Y esa noche yo llevaba más de dieciocho horas operando... La enfermera me dijo que dejara la última operación para el día siguiente, pero al día siguiente... ¿qué quería hacer?... Ya no me acuerdo... Alguna boludez... Y entonces le dije que preparara a Diego para el quirófano. Lo suyo era una pavada. Algo que podía hacer con los ojos cerrados... Y lo estaba haciendo con los ojos cerrados. Y suturé... No sé por qué suturé... Hasta un ganso hubiera sabido que no era lo correcto. Pero yo no sé en qué estaba pensando... Mil veces vuelvo a entrar a ese quirófano, y mil veces me grito: ¡No sutures!... Pero suturé. Y hasta que todo empezó a andar muy mal no me di cuenta de mi error. Quería arreglarlo y no podía. Entré a desesperarme, y no sabía qué hacer. Lo miraba al pibe y quería gritar. Pero no había nadie. ¡Puto hospital de mierda, y su falta de presupuesto!... Éramos tres imbéciles y yo.... ¡El más puto idiota de todos los imbéciles!... Y Dieguito se murió. Por mi culpa se murió... Después empezaron las disculpas de los otros: “a todos nos pasa”; “es la falta de presupuesto”, “estabas demasiado cansado”... Pero Dieguito estaba muerto. Yo lo había matado. Y esa sensación de una vida que se escapaba de mis manos por mi propia culpa, no me la olvido más... No sé dónde estaba tu Dios esa noche..., pero Dieguito no se merecía que estuviera mirando para otro lado.
Al terminar de hablar, con la vista nublada por las lágrimas, pudo ver que Clara también lloraba.
Ni siquiera intentó consolarlo. Sólo lo abrazó... Y por primera vez en todos esos años él se sintió en paz. Ella no trataba de justificarlo. No le decía que no era su culpa. Simplemente sentía su dolor y lo compartía.
Quedaron abrazados por unos minutos, cada uno abandonado en la piel del otro. Luego ella se separó.
—Vamos....—le ordenó con esa suave autoridad que la caracterizaba. —Ahora es mi Diego el que te necesita.
* * *
Clara estaba rezando en la pequeña y miserable capilla del hospital, cuando un ruido le hizo voltear la cabeza. Ignacio, sentado unos bancos atrás, miraba la pared fijamente. Acababan de cumplirse dieciséis horas desde que entrara al quirófano junto al Dr. Bustos.
Ella se levantó y fue hasta él, pero su esposo ni siquiera la miró. Sólo comenzó a hablarle.
—¿Ves ese agujero?... Lo hice yo. De un puñetazo. El día que murió mi Diego... Todavía está aquí...—resopló con amargura. Y entonces le regaló toda la profundidad de su mirada oscura: —Creo que tu Diego lo va a lograr. Es muy duro ese chico... Tiene buenas chances de sobrevivir.
Clarita se echó a llorar entre sus brazos. Y él, consolándola, se consoló.
—Doctor Roca...
La voz de la enfermera que asomaba por la puerta de la capilla los hizo separar.
—El doctor Bustos quisiera hablar unas palabras con usted antes de que se vaya.
—Ya voy.
Clara se puso de pie, se arrodilló frente al altar y se dirigió a la salida. Ignacio comenzó a seguirla en silencio. Pero al llegar a la puerta, se dio vuelta y clavó su mirada sobre el Cristo crucificado. “Por esta vez… me ganaste”, pensó. “Sólo por esta vez”
Y después siguió su camino.
* * *
—Esta muchacha no durmió nada.
Ignacio y el Dr. Bustos miraban a través de un vidrio a Clara, que se aprestaba a pasar otra noche junto al pequeño Diego.
—¡Dejémonos de tontería! Yo pago lo de una enfermera y me la llevo a casa —bramó Ignacio con determinación.
—No va a querer. Sabes cómo es... Aunque...
—¿Aunque?
* * *
Ignacio y Clara llegaron finalmente a casa. Entre una cosa y otra ya era de nuevo noche cerrada. Por fin Clara estaba totalmente dormida, en parte por el cansancio, pero más aún por el somnífero que el Dr. Bustos le había dado en el café, así que su marido tuvo que cargarla en brazos hasta la puerta. Ya hacía más de treinta horas que el mismo Ignacio no pegaba un ojo. Pero valió la pena. Por primera vez en tantos años había vuelto a sentirse vivo. Otra vez ese vértigo. Esa adrenalina, única cosa capaz de despertarlo del aburrido sopor en que estaba inmerso.
Subió por la escalera llevando a Clara. Le gustaba tenerla entre sus brazos aunque fuera dormida.
Le gustaba tenerla.
Con cuidado la apoyó sobre su cama. Esa misma cama inmensa donde siempre dormía solo. Y se quedó contemplándola.
Era hermosa. La mujer más hermosa que había visto en la vida. Y con ese gesto sereno y sus ojos cerrados, parecía la misma Bella Durmiente.
La acarició con dulzura. ¡Si al menos él hubiera sido el príncipe del cuento, capaz de despertarla a la vida con un simple beso! A esa vida que ella se negaba a enfrentar: el amor, el dolor, el sexo, el miedo... La vida.
Volvió a perderse en el contorno perfecto de esos labios que tanto lo atraían. Y entonces la besó. Dulcemente. Como besaban los príncipes.
Y así, sin desvestirse, se recostó a su lado.
Y durmieron juntos.
* * *
Clarita abrió los ojos. ¿Dónde estaba? En el cuarto de su esposo, su cama. ¿Cómo había llegado hasta allí?
¡Estaba tan cansada! Era como si un tren le hubiera pasado por encima.
Se revolvió en la cama con modorra, y se encontró cara a cara, cuerpo con cuerpo, calor con calor, con su esposo dormido. Sintió un dulce cosquilleo. Cerró los ojos con placer... Le gustaba estar allí, junto a él. Ya no le daba miedo su cercanía... Volvió a abrir los ojos y comenzó a mirarlo. Recordó cuando lo había visto desnudo, y se ruborizó.
Había comenzado a excitarse con esa dulce proximidad. Pero no se hizo ilusiones. Su cuerpo ardía sólo porque su esposo estaba dormido. Ni bien despertara, de nuevo la dominaría el miedo. Pero comunicarse con sus propias sensaciones le era más fácil si él no hablaba, si no la tocaba. Si no la deseaba.
Últimamente era cada vez más habitual que tuviera fantasías o sueños con él. A veces cerraba los ojos y recordaba sus caricias ese día en la piscina. La forma en que se había dejado tocar, extasiada por esas manos tan masculinas, que la habían recorrido de una manera distinta. No recordaba ninguna otra oportunidad en su vida en que disfrutara las caricias de un hombre. Pero más allá de ese día mágico, en la vida real no soportaba sentirse deseada. Le daba asco.
Pero allí, con él dormido a su lado…
Tenía que aceptarlo: estaba ardiendo por ese hombre.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Ignacio, que ahora la observaba desde el otro lado de la cama.
Clarita se ruborizó, y de inmediato intentó alejarse, pero él la retuvo. La tomó entre sus brazos con dulzura, y la obligó a acostarse de nuevo a su lado. Ella podía sentir su fuerza, su olor. Estaba atrapada en ese sentimiento nuevo que ahora surgía con ímpetu entre sus piernas, tensando también sus pezones.
—Todavía tienes que descansar un poco más —le susurró Ignacio al oído, mientras la acariciaba con dulzura.
Y ella, por primera vez en la vida, se dejó acariciar con gusto.
* * *
—¡Clarita!
¡No! ¡Otra vez, no!...
Clarita suspiró. Era Gregorio. Lo último que necesitaba para complicar aún más su vida era encontrarse con él.
A pesar de que ya llevaba toda la mañana y la tarde en el hospital, todavía sentía en su cuerpo ese deseo nuevo que había conocido la noche anterior mientras su marido la retenía entre sus brazos. A su lado, sin atreverse al más pequeño movimiento, había fantaseado con caricias nuevas, desconocidas. Tenía una necesidad extraña, distinta. Difícil de definir… Era como si… Como si lo necesitara adentro suyo.
—¡Clarita!... Estaba preocupado por ti... ¿dónde te habías metido?
“En la cama, con mi esposo”, tuvo ganas de gritarle. Pero aunque eso era mitad cierto y mitad mentira, finalmente no lo hizo.
—En casa.
—Clarita... Tú y yo tenemos que hablar de muchas cosas. Cosas que quiero decirte desde el mismo día en que te conocí.
—No, Grego. Entre nosotros está todo dicho. No arruinemos una amistad de años.
—Lo nuestro no fue una amistad: fue un amor profundo de mi parte, y la más absoluta indiferencia por la tuya.
Clara quedó desarmada por el reproche. Tenía razón. De alguna manera lo había usado. Por miedo a estar sola se había aprovechado de su bondad y su paciencia.
Lo había lastimado.
Pero no quería hacerlo más.
Miró a los ojos de Gregorio. Quizás si ella...
Sí, quizás en otra vida hubiera podido enamorarse de él, cediendo ante su eterna cercanía.
—Grego, ahora soy una mujer casada.
—¡No mientas!
Clarita se sorprendió. ¿Qué sabía Gregorio de su matrimonio?
—No entiendo.
—Yo sé que sólo te casaste con él por... Bueno, no sé por qué te casaste, pero las cosas entre ustedes dos... He estado mucho en tu casa. He visto la forma en que se tratan. Es evidente que él te desea…
Clarita sintió un escalofrío.
—Pero no te ama. ¡Y tampoco tú lo amas! ¿O me lo vas a negar?... ¡A ver! Mírame a los ojos y atrévete a decirme lo contrario.
Gregorio la tomó con fuerza y la enfrentó.
Pero de inmediato la soltó, entristecido.
—Te enamoraste de él... Ahora estás enamorada.
Clarita fue incapaz de negar algo que su corazón gritaba con tanta fuerza. No era sólo la excitación que la recorría cada vez que su esposo estaba cerca, haciendo florecer su cuerpo. No. Había algo más. Un nexo distinto.
Ante su silencio, Gregorio volvió a insistir: —¿Estás enamorada?
—Creo que sí... No. No creo, lo sé. No dejo de pensar en él, de extrañarlo cuando no está a mi lado. De necesitarlo..., de todas las formas en que una mujer puede necesitar a un hombre.
No era sólo la primera vez que Clarita decía esas palabras en voz alta. Era también la primera vez que se atrevía a confesárselas a sí misma.
Gregorio no pudo ocultar su decepción. Pero amaba demasiado a Clara como para hacerle daño.
—Bueno... Mejor así... Finalmente, es tu marido.
Esas palabras terminaron de lastimarla. Comenzó a llorar con amargura.
—Vamos a divorciarnos... —confesó en un hilo de voz.
Gregorio no se sobresaltó. Había vuelto a acercarse a ella sólo porque era evidente que existía una cierta distancia en ese matrimonio. Algo andaba mal en la relación. De parte de Clarita no era difícil de imaginar, considerando su pasado. Sólo por eso él mismo le había tenido una infinita paciencia. Pero el marido era otra cosa. Decía estar enamorado, pero...
¿Y si de verdad Ignacio estaba enamorado de ella? Después de todo, amar a Clarita era muy difícil, como él mismo podía atestiguar.
Gregorio decidió darle otra oportunidad a su oponente. No lo hizo por Ignacio. Lo hizo por Clara.
—Esta es una pregunta estúpida para hacerle a una recién casada, pero…, conociéndote: ¿alguna vez le dijiste que lo querías?
Clarita bajó la cabeza.
—Háblale —insistió él, a pesar de que eso significaba perderla—. Si tu matrimonio te importa, no dejes que se te escape.
—¿Justo tú me dices eso? Creí que…
—Creíste bien, Clarita. Yo te quiero... Te amo... Y durante todos estos años nunca me atreví a decirlo porque pensé que no estabas lista. Pero ahora me arrepiento. No dejo de reprocharme, pensando que hoy tu esposo podría ser yo. ¡Te quiero tanto, Clara!... Todo este dolor, todo este tiempo vacío de ti... ¡No quiero que te ocurra lo mismo! Juégate por tu matrimonio, Clarita... Y si eso falla, no olvides que siempre estaré a tu lado.
Gregorio comenzó a acariciar con dulzura la cara de esa mujer a la que nunca se había atrevido a tocar. Clarita, conmovida, lo dejaba hacer, abandonándose a su tacto suave, casi femenino, tan distinto al de su marido.
A la distancia, alguien contempló la tierna escena. ¡¿Qué estaban haciendo esos dos?!
—¡Clara!
Laurita corrió a enfrentarse a su cuñada.
Al verla, Clara y Gregorio se separaron, confundidos.
—Laura... ¿Qué haces aquí?
—¿Qué estás haciendo tú, en tal caso?
Laura no dejaba de observar al extraño con resquemor.
—Aquí, charlando con Grego. ¿Recuerdas que te hablé de él en más de una oportunidad? ¿El Dr. Gregorio López Matto?
La evidente desconfianza de la muchacha hacía aún más incómoda la situación.
—Esta es mi cuñada, Laura, la hermana menor de Ignacio. Ella y yo vamos juntas a la facultad.
Él apenas le echó una mirada.
—Me tengo que ir —anunció Grego con embarazo, como si en verdad fuera culpable de algo—. Martes y jueves voy a dar una mano en el hospital. Bustos me convenció. Así que nos veremos allí, supongo.
—Sí, como no —respondió Clarita, tratando de sobreponerse.
Pero al quedar de nuevo solas, Laura no pudo evitar el tono de reproche.
—¿Y? ¿Cuál es tu historia?
—Ninguna —replicó su amiga, adueñándose de la situación —. No tengo nada para contar.
¡Como siempre!, pensó Laura. Pero esta vez era muy distinto…
Esta vez no pararía hasta saber el final de la historia.
* * *
—¿Este jueves vamos al saunita de Juncal?
—No, los jueves no. Me toca hacer de novio.
—¿Todavía sigues con esa historia?
—Y cada día más enamorado.
El amigo miró a Flavio y sonrió. “Enamorado”... ¿A qué se referiría con eso?
—¿No está por divorciarse la pendeja?
—¡Ni me hables! ¡No imaginas el disgusto! Yo esperaba... El tipo es inmensamente rico.
—¡Y así tendrá que ponerse! Un divorcio siempre es caro.
—¡No! El muy cretino le hizo firmar un acuerdo prenupcial... ¡Nada le toca! ¡Mil mangos al mes! ¿Te imaginas? ¡Yo gasto más que eso solamente en putas!
—¿Y qué piensas hacer entonces?
—No sé... Yo estoy enamorado de Clarita. Locamente enamorado. Pero una cosa es tenerla en medio de esa mansión, y otra es compartir un piso de dos habitaciones... No estoy acostumbrado a vivir como un miserable.
—Bueno, si el tipo es un viejo, con un poco de suerte se muere antes del divorcio y ella lo hereda todo.
—¡No! Es diez años más joven que yo.
El amigo de Flavio sorbió su café mientras el otro lo miraba distraído.
—¿Sabes que no lo había pensado?... Tienes razón... Si el tipo se muriera antes del divorcio...
—Tu novia se convertiría en una mujer muy rica.
—Sí.
Por un momento Flavio dejó que la idea vagara por su mente, pero luego volvió a la realidad.
—Matar a un tipo no debe ser fácil... Aunque quisiera, no sabría dónde buscar a alguien capaz de hacer una cosa semejante.
—No, yo tampoco —dijo su amigo con despreocupación—. Y además nunca confiaría en otra persona para algo así. Lo llegan a atrapar por otra cosa, el fulano canta todo, y tú quedas colgado como un pajarito.
—Sí. Y por desgracia no sirvo para preso... Aunque te digo que si pudiera hacerlo solo, sería magnífico. Nadie podría vincularme con ese asesinato. Excepto tú, mis visitas a esa casa son un secreto total. ¿Qué interés podría tener yo en liquidarlo? No soy heredero. Nadie sabe que lo conozco... Y la verdad es que si alguien se merece morir, es ese reverendo hijo de puta.
—¿Es muy mal tipo?
—Una verdadera basura. ¡Mira que hacerle firmar un acuerdo prenupcial a Clarita! ¡Y esa pelotuda que se lo firma!... Si un tipo es tan agarrado con el dinero se merece morir.
—¡Así se habla! —respondió el otro, divertido.
—Pero no nos engañemos... Yo sería incapaz de asesinarlo —reflexionó Flavio con decepción.
—¡Me imagino!
—Y aparte, ¿cómo?... No tengo buena puntería, no sé nada de venenos... Tampoco podría ahorcarlo o matarlo de un golpe, porque el fulano es inmenso.
—Tendrías que aprovechar alguna habilidad personal —dijo el otro, sólo por seguirle la corriente—. Después de todo eres ingeniero. Algo de aparatos eléctricos debes conocer... Tienes acceso a su casa. Podrías preparar alguno, cosa que muriera fulminado.
—¡Ni ahí!... Yo de lo único que sé es de fierros. Motores. Esa es mi pasión.
—Arréglale el auto para que se mate.
—¡Imposible! Tiene chofer... Y el único auto que maneja él es un A8 que se hizo traer especialmente.
—¿Un A8?
— El último que sacó Audi.
—No sabía que había alguno en el país.
—El de él. El único.
—¡Qué hijo de puta! ¡¿Tiene un A8?!... ¡Arréglale el A8!
—¿Estás loco? ¿Viste alguna vez el motor de un Audi? Es una cosa toda cerrada. No sabría ni por dónde empezar... ¡Por eso son los autos más seguros del mundo!
—Tito, mi mecánico, estuvo diez años trabajando en Audi... Él de seguro sabe.
—Sí.... Imagino que tampoco será imposible.
—¿Has visto?... Siempre se puede liquidar a un tipo con un poco de voluntad. ¡Nadie es invulnerable! Di que uno no sería capaz, que si no…
Flavio ya no lo escuchaba.
Estaba pensando.
* * *
La ciudad bullía. Los accesos estaban cortados por grupos de “piqueteros”, hombres encapuchados que hacían sentir con palos sus protestas. El nerviosismo estaba a flor de piel. Pero para Ignacio y Clara, atrapados desde hacía más de una hora en el mismo lugar, en medio de un tránsito caótico, el tiempo se había detenido.
En el interior del auto sonaba la música. Pero más allá de eso reinaba el silencio. Un silencio cargado de sentimientos no expresados, de deseos ocultos, de ansias reprimidas por temor o vergüenza.
Clara ardía. Últimamente la cercanía de Ignacio había comenzado a quemarle. Su perfume la atrapaba. El vaivén de su respiración le producía vértigo. No sólo estaba enamorada… Había comenzado a desearlo. A necesitar su calor. A fantasear con....
—Esta mañana estuve en el hospital, con Dieguito.
—Sí. Paco me contó.
—Es increíble el poder de recuperación que tiene ese pibe. Un adulto, con semejante palo, hubiera hecho al menos una embolia y varios paros cardíacos. Pero estos pendejitos son fabulosos. Quieren vivir, y sólo tiran para adelante… Anoche le puse la pelota de River a los pies de la cama, y me dijo que no veía las horas de mejorarse para poder patearla.
—¡Qué raro! Él es de Racing.
—¡Por eso! Me dijo que no veía las horas de patearla bien lejos... Pero yo se la dejé igual. Después de todo cualquier incentivo es bueno. Así, o se cura o cambia de equipo.
Clara sonrió. Le encantaba esa forma tan juguetona que tenía de relacionarse con los chicos.
—¿Cómo anduvo todo con la tía?
—De maravillas. Nunca lo había visto tan feliz como cuando la vio llegar al hospital. Es la hermana gemela de la madre. Tiene primos de la misma edad, y todas las vacaciones convivían durante un mes... Sólo va a tener que habituarse a vivir en Mar del Plata, pero..., no creo que le cueste. Igual le dije que, sin importar la distancia, podría contar conmigo. ¡Se puso tan feliz!
—Sí. Está muy apegado a ti.
—Sí.
—Y no es el único —agregó Ignacio a media voz.
Clara se estremeció. ¿Qué había querido decir con eso?
Por dentro su corazón latía enfurecido, pero por fuera estaba cautiva por la impotencia. Encerrada en ese silencio que ahora sólo la oprimía. ¿Por qué no podía decirle a Ignacio las cosas que le estaban pasando? ¿Por qué no se atrevía a preguntarle por sus sentimientos?
Y en cambio sólo se dejaba aprisionar por esa vergüenza inútil.
Para cuando llegaron a la lujosa mansión en la calle Arenales de nuevo reinaba ese tumultuoso silencio entre los dos.
Alguien se apuró a abrirles la puerta, y fueron recibidos con toda la pompa que se podía esperar cuando uno estaba dispuesto a gastar varios miles de dólares en un vestido.
—Buenos días, señor Roca. Señora... Los estábamos esperando... Tomen asiento, por favor. Ya mismo van a venir a atenderlos... ¿Es para la recepción en la embajada de Estados Unidos, no?
—Sí.
—Sí, últimamente ha venido todo el mundo... La esposa del presidente de la nación y la del embajador ya retiraron sus trajes.
—Sí... Estuvimos complicados, y nos demoramos un poco en venir... Pero imagino que el tiempo no será un obstáculo.
—Nunca es un obstáculo para nuestros clientes.
Ignacio estaba acostumbrado a esa obsequiosa complacencia que el dinero podía comprar, pero a Clara le daba algo de asco. Y gastarse una pequeña fortuna en un vestido, por más que fuera uno de esos que toda mujer deseaba ponerse, le ocasionaba culpa. No se imaginaba yendo los sábados a la villa “La cava” enfundada en uno de esos trajes.
Pero era mujer, y esa ropa parecía increíble...
Se paró a curiosear en los lujosos percheros. Ignacio, a la distancia, la miraba complacido. Últimamente sentía que ella se había vuelto algo menos esquiva con él.
—¡No es mi problema!
Una mujer altísima, una modelo a juzgar por su forma extraña de caminar, asomó por una de las gruesas cortinas de terciopelo que rodeaban el lugar. Tras ella, la figura pequeña pero autoritaria de la dueña de ese sitio, (profusamente ilustrada por las revistas), parecía furibunda—: Sí, es tu problema... No hay nada de malo con mis diseños. ¡Simplemente no están hechos para contener tanta silicona! ¡Mis vestidos son para mujeres reales! ¡Hermosas mujeres reales que no tienen cuenta corriente con el cirujano!
—¡Soy perfecta!... ¡Es el vestido el que está mal!... Si quieres que cierre el desfile con esa basura...
La Sra. Valeria, dueña de ese lugar que le había proporcionado la suficiente fortuna como para tratar a los ricos sin asustarse, se enfrentó a Ignacio y le hizo un gesto de entendimiento.
—¡Ah!... ¡Modelos!... Sólo existen en la pantalla del ordenador... ¡Qué sería de ellas sin el photoshop!
Ignacio sonrió divertido. Pero la Sra. Valeria estaba ahora ocupada contemplando a Clara. Su humor parecía haber cambiado por completo.
—Disculpe, señorita... —miró a Ignacio, y corrigió—, señora... Yo sé que esto es algo irregular, pero... ¿sería tan amable de probarse para mí un vestido?... —A Ignacio—: ¿Me la prestaría unos minutos?
Clarita dudó. Le encantaba probarse ropa, pero imaginó que su marido estaba apurado. Él, por el contrario, parecía contento con la idea. Quería que su mujer se divirtiera un poco. Se lo merecía. Y, en cuanto al tiempo, estaba resignado. Kate lo había educado muy bien al respecto.
Un sinnúmero de modistas y ayudantes condujeron a Clarita a través de uno de los cortinados, hasta una sala cuyas paredes estaban cubiertas de espejos. Tras ellas, la Sra. Valeria arrastraba a la modelo en cuestión. El vestido fue entregado. Era hermoso... De un tacto asedado y ligero, se trataba de un tul adherente, bordado con arte... ¡Y completamente transparente!
Clarita quedó sola en un inmenso probador. Había comenzado a desvestirse, cuando la voz de la Sra. Valeria resonó a sus espaldas: —Querida mía... Va directamente sobre la piel. No lo arruines dejándote nada abajo.
Clara sintió vergüenza, y a la vez una leve excitación al desnudarse en ese sitio. Podía ver su cuerpo desde todos los ángulos. Se calzó esa tela suave, y, tal como lo había anticipado la diseñadora, el vestido se ajustó a la perfección a sus formas abundantes y hermosas.
Salió del probador y todas se arremolinaron a su alrededor, pero la Sra. Valeria se abrió paso entre ellas, fascinada.
—¡Perfecto!... Maravilloso... ¡Inés! ¡El dobladillo!
De inmediato una mujer comenzó a ajustar el ruedo, mientras le pedía a Clara que girara.
Y al hacerlo, la muchacha pudo ver por el reflejo de un espejo a su esposo.
Ignacio estaba contemplándola, arrobado. Deseándola....
Y no sólo no sintió vergüenza, sino que le gustó. Por primera vez no la asustaba ver esa mirada tan conocida en un hombre. Por el contrario, le complacía sentir la caricia de los ojos negros de su marido.
Se dejó mirar.
—¡¿Se dan cuenta?!... Estos son senos perfectos...—La señora Valeria deslizó su mano por el pecho de Clara y agregó, mientras los mecía suavemente—: Tienen la caída justa...—Y mirando a la modelo— ¡No como esos misiles!
—¡Entonces que lo desfile ella! —fue la respuesta de la otra.
Por un momento la mujer miró a Clara con esperanza..., pero ella se negó de inmediato con la cabeza.
—Levanta los brazos, por favor.
Sus pechos se elevaron. Toda su postura cambió. Clara se miró al espejo, y por primera vez en su vida se sintió hermosa.
* * *
Nunca, jamás, ni cuando su hermano trabajaba allí, Laurita se había animado a entrar al hospital. Y quizás por ese temor tan acendrado, ahora su visita le resultaba un verdadero descenso a los infiernos. El lugar, contrariamente a lo que podía esperarse de un centro de salud, se veía sucio. Las paredes estaban descascaradas, los bancos rotos... Pero lo peor era la gente: había millones de pobres. Y si bien Laurita estaba acostumbrada a verlos por la calle, todos juntos le daban... “cosa”. Por supuesto no ignoraba que esa gente ya constituía más de la mitad de la población del país, pero ella se jactaba de codearse sólo con la otra mitad. Esa manía de hacer obras de caridad se la dejaba a su hermano y a Clara. Ella prefería no mezclarse.
Caminó por los pasillos oscuros rogando no contagiarse alguna porquería, y por fin llegó hasta el mostrador que le habían indicado.
—¿El Dr. Gregorio López Matto?
—¡Mira!... Justo se está yendo.
Laurita giró a tiempo de ver su espalda atlética y su cabello ensortijado. Se apuró a alcanzarlo.
—¡Discúlpame!... ¿Te acuerdas de mí?
Gregorio se detuvo y la observó con sus bellos ojos claros.
¡Qué buen mozo era!
—Si no me equivoco nos conocimos el otro día. Eres la cuñada de Clarita, ¿no?
—Sí. Pero de haber sido sólo cuñadas, hoy Clarita estaría metida en un gran lío. Por fortuna además soy su mejor amiga. Y si te voy a ser sincera, tampoco como amiga me gustó la forma en que la acariciabas entonces. Clara tiene demasiados problemas y lo último que necesita es uno más… Así que tú y yo tendremos una conversación muy larga, ¿no te parece?
* * *
Cuando Ignacio llegó al salón iluminado de la embajada de Estados Unidos, tuvo la sensación de que todos los hombres a su alrededor contenían el aliento.
Conocía perfectamente el motivo: a él mismo le había faltado el aire al ver a su esposa envuelta en ese vestido de gasa azul. Discreto, pero magnífico... Y no es que no estuviera acostumbrado al revuelo que producía la belleza. Eso era cosa de todos los días con Kate a su lado. Pero mientras que la otra causaba admiración, Clara provocaba… deseo. Su sensualidad inocente no pasaba desapercibida para ningún varón. Y eso a Ignacio lo estaba volviendo loco.
Habituado toda su vida al placer de lucirse con la mujer que llevaba del brazo, por primera vez ese hombre confundido comenzó a sentir celos... Unos celos irracionales.
El lugar estaba repleto de mujeres hermosas, fotógrafos a discreción, y políticos. Todos estaban allí. Y en esa fiesta de egos, Ignacio era invitado especial. No precisamente por sus logros, sino por los de su tío. Logros que hoy estaban cuidadosamente depositados en un banco. Así que ni bien llegó a la fiesta el mismísimo anfitrión se ocupó de presentarlo a toda la gente importante de su propio país, gente que corría gustosa a su encuentro. La misma gente que jamás se hubiera interesado en él de haber permanecido en el hospital trabajando más de veinte horas por día.
Cuando la rueda de banalidad acabó, (o el propio Ignacio la dio por finalizada), lo primero que hizo fue buscar a su mujer entre el gentío. No tardó mucho en encontrarla, y por supuesto un idiota baboso la había acaparada. Se desplazó hacia allí sin detenerse ante los numerosos reclamos de los concurrentes.
—Señora, ¿me permite este baile? —solicitó a su propia esposa con aire serio y reconcentrado. Y sin esperar respuesta ni pedir permiso a su acompañante, condujo a Clara hasta la sala adonde algunos pocos se mecían al son de la música.
¿Cuándo habían bailado juntos por última vez?... De seguro en su boda. Pero estaba tan borracho esa noche que le resultaba difícil precisarlo. Aunque para ser sincero, no había sido tanta la confusión por el alcohol como el mareo de la lujuria. Ese sentimiento fuerte por una mujer extraña, que creía haber comprar por el valor de un anillo. ¡Qué iluso!
Ignacio no era bueno bailando. Kate siempre se lo había reprochado. Pero sus conocimientos fueron suficientes esa noche: tomó a su mujer con fuerza por la cintura y la atrajo hacia sí. Piel con piel. Más deseo que arte.
Y comenzó a sentirla. Y comenzó a acariciarla, a recorrerla... A desearla. Y tuvo la ligera impresión de que, por primera vez, ella se abandonada a ese deseo.
Fue incapaz de precisar cuánto bailaron antes de que cesara la música, pero esa unión entre los dos había sido tan intensa, que no pudieron evitar un ramalazo de vergüenza al separarse.
Comenzaron los discursos. Primero fue el dueño de casa. Luego, algunos políticos complacientes. Nadie esperaba definiciones en una ocasión así, de modo que reinaba el aburrimiento y todos miraban para otro lado... Por desgracia Ignacio pudo interceptar la mirada perdida de más de un invitado sobre el trasero de su esposa. Y de nuevo sintió esos estúpidos celos que estrenaba esa noche.
La parte formal de la fiesta finalizó. Por supuesto había sido generosamente regada con champagne para volverla más amena. El alcohol hizo que todos se sintieran más alegres e impulsivos, por lo que de nuevo Ignacio tuvo que soportar el cerco de una veintena de hombres, todos ellos proponiéndole algún proyecto de inversión, o lo que era lo mismo, “de gastos”, porque ninguno de esos idiotas, ¡o vivos!, parecía entender la diferencia entre una cosa y la otra. Por fin, harto ya de tanta gente dispuesta a derrochar el dinero de otro, se levantó con la excusa de ir al baño y se fue en busca de su esposa.
Buscó con la mirada en el salón, y luego en el patio techado.
¡Y entonces lo vio!
¡Un pelotudo la estaba tocando! ¡Ese baboso al fin le había metido una mano en el culo!
¡Había tocado a Clara!
Ella no necesitó la ayuda de nadie para hacerse valer. Le sacó la mano con violencia y...
No pudo hacer más. Ignacio cayó sobre ese sujeto nefasto hecho una tromba. El tipo resultó ser el honorable gobernador de una provincia del norte que estaba borracho como una cuba. Pero el alcohol no impidió que respondiera con furia, descargando en el marido agraviado un golpe feroz... Claro que no contaba con la valentía ni el tamaño de su oponente. Ignacio estaba enceguecido, no tanto por su orgullo de macho herido, como por sus celos de hombre enamorado. Profundamente enamorado. Así que sus trompadas fueron certeras e implacables, y se necesitaron dos hombres fuertes para tranquilizarlo.
Por fortuna ya no quedaban en el lugar fotógrafos o periodistas, (sólo estaban autorizados a quedarse durante el discurso), así que a la mañana siguiente el hecho llegó a la prensa apenas como un “trascendido”, sin precisar los nombres de los involucrados.
El mismo embajador intentó disculparse ante su invitado. Pero al subir a su auto, Ignacio todavía estaba furioso. No lo habían dejado descargar en ese idiota toda la angustia que tenía en su interior por lo que le estaba pasando con Clara. Todos estos sentimientos nuevos que lo confundían... Y es que una cosa era casarse con ella, pero ¡enamorarse!... Tenía miedo. Mucho miedo... Furia, enojo. Miedo.
Amar a Clara no era fácil. Ella se metía adentro de su alma y lo obligaba a hacer todas las cosas que no quería: a conectarse con su pasado, a sentir culpa..., a necesitar otra vez la adrenalina del quirófano. Había puesto toda la distancia de un continente para enterrar esas cosas, y a su mujer sólo le bastaba hablarle con dulzura para volver a ubicarlo aquí, en la Argentina, en este infierno propio, donde las cosas dolían demasiado.
Manejó con violencia, sin hablarle.
Pero cuando llegó al lago detuvo el auto. A pesar de que la noche era hermosa, por ser un día de semana el lugar estaba desierto.
Todavía se sentía demasiado enojado.
Se bajó y caminó hasta el agua. Clara lo siguió mansamente.
—Perdón...— le dijo a pesar de estar convencida de su inocencia. Pero tenía necesidad de pedirle perdón. Perdón por someterlo a esa farsa, que lo obligaba a reaccionar defendiendo lo que no era suyo.
—¿Y tú qué culpa tienes?... No. Soy yo. Vi que ese imbécil se te echaba encima y...
Ignacio sintió que las palabras se le ahogaban en la garganta.... ¿Cómo explicarle, sin confesar lo que le estaba pasando con ella? ¿Y cómo decirle, si ella no parecía dispuesta a dejarse amar?
Se sentía miserable.
Clarita buscó su mirada. Podía sentir su dolor. Por un momento lograron comunicarse así como lo hacían últimamente: sin decir ni una palabra. Pero bastó que Ignacio intentara acariciar su cabello, para que su mujer se alejara.
¡Otra vez estaban al principio de todo!, pensó Ignacio con amargura. De nada servía el haber dormido juntos o acariciarse en la piscina. Otra vez su rechazo lo golpeaba sin misericordia.
—¡Yo no soy tu tío! —le reprochó con amargura.
Y entonces ella trastabilló.
—¡¿Qué has dicho?!
Los ojos de Clarita se nublaron. Su semblante envejeció. Podía verse el miedo, la vergüenza, el asco, apoderándose de ese cuerpo joven, casi angelical.
—¡No tenías ningún derecho a averiguar!
—No hubiera tenido que averiguar de habérmelo contado antes tú.
La furia de ella lo había conmovido, así que trató de hilvanar una justificación para eso que a él mismo le resultaba difícil de perdonar. En voz queda dijo: —No entiendes que me estaba matando tu silencio... Tu rechazo. Necesitaba saber.
—¿Saber, qué? ¿Qué quieres que te cuente?... Que no me acuerdo. Que no sé... La noche de bodas yo te dije que podía pedir la anulación, y tú asumiste que era virgen... ¿Quieres que te diga la verdad?: no sé si soy virgen. ¡Ni siquiera eso tan íntimo sé de mí! —comenzó a llorar—. Ignoro lo que pasó entre mi tío y yo. No me acuerdo de nada. Sólo sé que me dan mucho asco ciertas miradas. Que no puedo aguantar algunas caricias. No soporto saber que me desean. Me da miedo... Tampoco de la muerte de mis padres me acuerdo... Sé lo que me contaron, y a pesar de eso tengo que luchar todos los días con este terror estúpido a quedarme sola... Pasé años de terapia tratando de entender. Pero entender no me ha servido para nada: no puedo evitar el miedo... Pasé años de terapia tratando de recordar. Y ¿quieres que te diga la verdad? ¡No me quiero acordar!... ¿Para qué? Duele demasiado.
—Pero, ¿no entiendes que si no te enfrentas a lo que llevas adentro, nunca vas a cambiar..?. ¡Por Dios! ¡Tienes veintitrés años!... ¿Cuándo piensas crecer?
—¿Para qué quiero crecer?... Si pudiera sería siempre la misma nena de nueve años con colitas en el cabello, que jugaba con sus padres... Crecer duele demasiado.
Se echó a llorar, e Ignacio no supo cómo consolarla.
Sí, crecer dolía demasiado. También a él.
La abrazó, y ella se dejó abrazar. Y así se quedaron durante horas, frente al lago, tocándose sin pasión. Sintiendo el corazón del otro latir bajo la propia piel. Compartiendo ese dolor horrible hasta el amanecer.
* * *
Laurita dio otra vuelta más en su cama. No podía sacarse de la cabeza a Gregorio. Era... ¡Era alguien increíble! Le había hablado con tanta sinceridad de sus sentimientos hacia Clarita... ¡Si alguna vez también a ella la hubieran amado así!... ¿Por qué siempre tenían que tocarle los tipos que sólo buscaban llevarla a la cama? ¡Qué envidia le daba Clara!
Sí, le habían bastado apenas un par de horas de charla con Gregorio para volverse loca de amor por él
¿Cuál era el truco de su cuñada? ¿Cómo había hecho para no sentir nada por Gregorio durante todos esos años? Ella, en cambio…
Enamorarse de un tipo que sólo podía hablar de todo el amor que sentía por otra era la cosa más estúpida del mundo.
Pero por desgracia ella era muy estúpida.
* * *
¿Con qué había estado soñando?
Una vez más Clara percibió esa humedad inquietante entre las piernas. La misma que había acompañado cada uno de sus despertares la última semana.
Y es que la cercanía de su esposo la estaba volviendo loca. Por más que intentaba controlarse, no podía evitar esa dulce excitación que ahora la atenazaba. La noche anterior, por ejemplo, había tropezado con él en la cocina, sólo para quedar enredada en su pecho desnudo. Y cada vez que algo así ocurría, apenas atinaba a ruborizarse como una tonta. Y luego, por la noche, soñaba que él le hacía el amor con dulzura.
Ignacio en cambio parecía cada vez más preocupado y esquivo.
¿Sentiría algo por ella?
Ahora tenía sus serias dudas.
No quería que esos seis meses se acabaran nunca. No se imaginaba ni un minuto lejos de su lado. Era tanta su obsesión con eso, que cuando Ignacio le comunicó acerca del breve viaje de negocios que tenía proyectado, Clara apenas pudo contener las ganas de llorar.
Tenía que confesarle cuanto antes sus dudas, (o su certeza). Que lo había pensado mejor. Que no quería divorciarse.
Deseaba con toda el alma ser su mujer... de verdad. Quería que la amara, que la hiciera suya.
¿Pero cómo podría decirle algo así, cuando todo su cuerpo se crispaba con sólo sentirlo cerca?
—Ignacio, yo...
—¿Sí?
—No. Nada.
* * *
—¿Y tu marido? ¿Logró montar la fábrica que quería?
—No, todavía no. Por desgracia está acostumbrado a hacer negocios con gente civilizada. El “folklore” de aquí lo asusta... Claro que ahora el gobernador de Misiones lo ha invitado a conocer la provincia, así que quizás...
—¡¿No irás con él, me imagino?!
—No. No me lo pidió.
Flavio resopló en su interior. Era obvio que Clara se sentía desilusionada por ese olvido de su esposo.
La pendejita había cambiado mucho últimamente. Estaba muy distinta. ¿Se habría enamorado del marido? De ser así, tomaría cartas en el asunto de inmediato. No podía darse el lujo de perderla, sobre todo después del tiempo que había invertido en ella.
—¿Y cómo piensa llegar allí?
—¿A qué te refieres?
—A Misiones… ¿En avión? ¿En tren?... ¿En auto?
Remarcó esa última opción.
—En el auto. A Ignacio le encanta conducir a velocidad, y se muere por probar su último juguete.
— ¡No me digas!... ¿Así que se muere por probarlo?
* * *
Ignacio vio la pelota de River estratégicamente colocada sobre una silla al lado de la cama de Dieguito, y sonrió.
—¿Hiciste trampa?
—¡No! —contestó el chico con orgullo —. ¡Yo mismo la pateé!
—¡Muy bien!... Tal parece que Racing le ganó a River. ¡Quién iba a pensarlo!... Siendo fanático del mejor equipo del país, no estoy acostumbrado a perder. ¿De verdad esperas que pague esa estúpida apuesta?
—Ya sé que ustedes los de River son unas gallinas, pero ¡tienes que pagar igual!
Ignacio simuló una mueca de disgusto, pero de inmediato le entregó la bolsa que llevaba a su espalda, con una remera de Racing y una pelota en su interior.
Por entre las diversas sondas que lastimaban su cuerpo, Dieguito se las ingenió para abrir el paquete.
—Menos mal que te di esa porquería. No veo las horas de lavarme las manos.
Dieguito sonrió feliz.
—Ahora quítate la sábana, que no vine hasta aquí sólo para que te burles. Tengo que ver tu barriga... ¡Ah!... ¡Una pinturita!... Observe, Bustos... ¡Esto es un trabajo bien hecho! Sólo me falta ponerle la firma: Doctor Roca.
—Doctor Piedra — lo corrigió el niño con picardía.
—¿Quieres seguir burlándote de mí?... ¡A ver, enfermera! ¡Traiga el bisturí, que tal parece que me faltó cortar otro poco!
El chiquillo volvió a cubrirse, sonriente.
— ¿Quién te operó? —insistió Ignacio.
—El Doctor Roca.
—¡Muy bien!
—¿Piedra, papel o tijera? —se envalentonó Dieguito.
Ignacio se apuró a cerrar el puño, mientras que el otro lo abría, encantado.
—¡Te lo dije! El papel envuelve a la piedra... ¡De nuevo perdiste, Dr. Piedra!
Ignacio sonrió. Luego dio media vuelta para irse, mientras su pequeño paciente acariciaba la pelota nueva. Pero no había dado dos pasos por el corredor, cuando el Dr. Bustos lo detuvo.
—En la otra sala tenemos un caso peor... Seis años el pibe. Pero a ese no le pasó por encima un auto. ¡Lo agarró el padre! Fractura de cráneo y pérdida de masa encefálica... Operamos esta noche. Te espero.
—¡¿Qué?! ¡No!... ¡Ni muerto! ¡No pienso volver a operar nunca más!
—Pero...
—¿Qué? ¿Me va a hacer a mí el mismo cuento que a Clara?... Quien lo escuche podría pensar que aquí sólo hay dos cirujanos competentes. Pero este hospital está lleno de buenos profesionales. Yo soy el mejor, pero no soy el único mejor: está Barros, Zuleta..., ¡hasta el mismo Tito Oliva!... Todos ellos pueden hacerlo tan bien como yo.
—Tú no entiendes…
—¿Qué tengo que entender?... ¡Vamos! Sólo busca atraparme a toda costa.
—¡No! Lo que tú no entiendes es lo que ocurrió en este país luego de tu partida… Barros, Oliva, Zuleta, Puente...., ¡hasta el mismo peruanito! Todos ellos luchan todos los días a brazo partido por ser los mejores profesionales... Se mataron haciendo una carrera difícil, persiguiendo una vocación en medio de las dificultades y la miseria... Han dejado de lado familia, diversión, descanso, sólo por estar aquí, al pie del cañón. Pero un día se despiertan y alguien les dice que todo el dinero que poseían, ahorrado con tanto esfuerzo, ya no les pertenece. Que ganan cuatro veces menos, que todo es cuatro veces más caro y que ese crédito que habían obtenido para comprar un departamentito miserable, que es todo lo que puede comprar un médico de hospital, ahora se cuenta en dólares... Los médicos de la Argentina no provenimos de familias pobres... Estudiar, aunque la universidad sea gratuita, cuesta muy caro en este país. La mayoría hemos sido educados en el orgullo de una clase media que leía, iba al cine, y al menos una vez en la vida viajaba a Europa para ver la tierra de sus abuelos. No era mucho pedir: educación para gente educada.... Bueno... Mis cirujanos ya no pueden acceder a esas cosas... Tienen que llenarse de horas de trabajo para pagar créditos ridículos... Tienen que confesarle a los demás que si no han retirado a tiempo los depósitos, si no compraron dólares cuando había que comprarlos, y no los vendieron cuando era necesario, fue sólo porque estaban demasiados ocupados trabajando. Siendo exitosos... Pero en este país eso a nadie le importa. Aquí te castigan por tener éxito de verdad. Son los miserables los que tienen dinero. Los que especulan, los que roban... El otro día Vázquez, ahogado por las deudas, tuvo que sacar a sus hijos del colegio privado e inscribirlos en uno estatal. Los pobres chicos parecían egresados de Harvard al lado de sus nuevos compañeritos... Dentro de un año ya no habrá diferencia entre ellos. Vázquez lo sabe, los chicos lo saben... Así vienen a operar todas las mañanas mis cirujanos… Sí, puede que no seas el único, puede que no seas el mejor. Pero, créeme, también necesitamos de ti... ¿Me entiendes ahora?
Ignacio agachó la cabeza. Entendía, pero no quería entender. Dolía demasiado. Y no había razón para tolerar tanto dolor. Esa realidad ya no era la suya. No era más el médico cuyo mayor lujo consistía en un auto decrépito... Ahora era un hombre de mundo, un negociador hábil ante el cual todos agachaban la cabeza. No sólo tenía poder, sino el dinero suficiente como para que ya no le doliera nada, nunca más.
Ignacio le dio la espalda al viejo doctor y con decisión comenzó a recorrer el pasillo que lo llevaría lejos de su pasado, más allá de la culpa. Pero cuando estaba a medio camino algo lo obligó a detenerse. Giró la cabeza y entendió.
Allí estaba Clarita, su esposa... Su mujer.
Tampoco a ella quería escucharla. También ella dolía demasiado.
La muchacha, ajena a los sentimientos de su marido, comenzó a caminar en su misma dirección.
—¿Conoces la historia de Pedro? —le preguntó sin darse vuelta ni mirarlo a los ojos.
—¿Qué Pedro?... ¿El jardinero de casa?
—¡No! El santo. San Pedro. Tipo difícil ese santo. ¿Quién tentó a Jesús en el desierto? ¡Pedro! ¿Quién lo negó tres veces? ¡Pedro!... Para ser un santo, no era precisamente una maravilla... Y sin embargo Jesús lo eligió a él. Le dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”... Una piedra imperfecta. Pero la única que calzaba perfectamente, porque sólo para eso había sido creada... Nos pasamos la vida buscando dónde calzamos, cuál es el lugar perfecto para completar nuestra imperfección. También tú, Dr. Piedra... Ese, y no otro, es tu signo.
La muchacha se dio vuelta y lo observó a los ojos. Pero él siguió de largo...
No quería entender. Dolía demasiado.
* * *
Otra vez, (la tercera en la semana), Ignacio iba quedarse hasta la medianoche en su oficina. Ya faltaba poco para su viaje a Misiones y quería dejar todo listo.
Clara intentó concentrarse en la lectura. Necesitaba concentrarse… Pero le era imposible. Ya había comenzado a extrañarlo.
Todas las mañanas se proponía hablar con él: decirle que lo quería, que lo necesitaba también como hombre. ¡Pero sentía tanta vergüenza!
No. No era vergüenza. A pesar de todo aún sentía miedo. Miedo a no estar lista. A que él notara el asco que le producían algunas de sus caricias... Su mente seguía poblada por fantasmas del pasado con los que no estaba segura de poder lidiar, a pesar de los años de terapia, a pesar de todo ese amor y deseo por su esposo que la estaba consumiendo.
Sintió frío. La noche anterior Ignacio había olvidado un saco grueso sobre el sillón, y ella no pudo resistirse a usarlo sobre la piel desnuda. Olió en la lana ese perfume tan característico de su esposo, y soñó que él la abrazaba.
Cuando escuchó el timbre aún estaba sumida en esa extraña sensualidad.
Se asomó por la ventana, ansiosa, esperando encontrarlo del otro lado.
Pero no. No era él.
Y entonces comenzó a temblar.
No necesitaba conocerla para saber quién era.
Abrió la puerta dispuesta a enfrentarse a su destino, pero al hacerlo enmudeció.
Era mucho más hermosa de lo que la había imaginado aún en sus peores pesadillas: altísima, muy flaca, elegante..., ¡perfecta!
Era Kate.
Se sintió miserable al lado de esa mujer que su marido todavía amaba en sueños.
Su rival, en cambio, lucía confundida.
—¿El señor Ignacio Roca? —dijo en un castellano algo forzado, pero correcto.
—Todavía está en su oficina —respondió Clarita, mientras que en su interior sólo quería callar.
—¿Su oficina?... ¿En la calle “Del Libertador”? —volvió a preguntar, pronunciando adecuadamente la doble ele.
—Sí — respondió Clara, aunque en verdad deseaba no responder.
Kate escupió un “Gracias” calculadamente frío, para dirigirse de inmediato hacia el auto de alquiler que la aguardaba. Pero luego de dar unos pocos pasos, retrocedió.
—Disculpa... ¿Tú eres la hermana?
—No. Soy la esposa.
Por unos segundos las dos mujeres se enfrentaron.
Luego, sin agregar más, Kate retomó su camino y se apuró a subir al auto.
Clara la observó partir. A pesar del impacto negativo que tuviera en ella la noticia, ni por un segundo la americana había dejado de verse elegante y hermosa.
Demasiado hermosa.
Después de eso Clarita cerró la puerta, y comenzó a hacer lo único que estaba a su alcance para recuperar a su marido: llorar.
Llorar sin esperanzas, sabiendo que tampoco esta vez alguien la iba a rescatar.
* * *
¡La esposa!... ¡Increíble! Ignacio se había casado... ¡Y con esa mujer insignificante!... ¿Cuánto mediría? Menos que cualquiera de las modelos que elegía para sus catálogos... ¡Y esos pechos!... Parecía deforme con esos senos inmensos, demasiado blandos... ¿Y la ropa que llevaba? Una franelita ajustada de algodón, un pantalón pijama que dejaba a la vista su vientre... ¿Qué forma era esa de vestir para la esposa de alguien como Ignacio? ¡Y su cabello!... ¡Totalmente enmarañado!... ¡Si ni siquiera llevaba zapatos!... Sólo esas gruesas medias blancas, tan burdas, que hasta las que Kate usaba para jugar squash eran mucho más dignas... Y ni hablar de su edad... ¿Cuántos años tenía?... ¿Diecisiete, Veinte?... ¡Ridículo!
Kate encendió su trigésimo cigarrillo del día, mientras observaba con desinterés una ciudad que lucía horriblemente miserable y sucia ante sus ojos.
Claro que, de ser sincera, tenía que reconocer que para algunos la niña podía resultar... sexy... Sí, quizás servía para “chica del mes” en la revista Playboy. ¡Pero para Ignacio!....
* * *
Para Ignacio la vida ya no era tan buena. Había comenzado a pesarle.
Unos chicos salieron de la oscuridad, amenazantes. Eran muy pequeños, pero tenían esa mirada de adulto, típica de los que se crían en la calle. En sus épocas de médico había visto muchos de esos en la guardia. Lucían inofensivos pero no lo eran. A pesar de su carita inocente, Ignacio los sabía capaces de empuñar un arma y matar por placer. Uno de los pocos placeres que todavía podían permitirse: tomar la vida de los que caminaban a su alrededor sin verlos. Gente estúpida como él, que creían merecer lo que le había tocado en suerte.
Chicos de cuidado.
Y últimamente Ignacio estaba aprendiendo a caminar con cuidado.
—¡¿Tienes una moneda?! —le pidió el más grande en tono de amenaza.
—No. No tengo.
—¡Vamos! Es sólo una puta moneda...
Lo rodearon. Pero Ignacio era demasiado grande y fuerte, y muy capaz de imponer respeto.
Pegó un grito y los niños huyeron.
Estaba empezando a hartarse de los pobres. De esa pobreza urbana que sólo servía para empequeñecer el corazón de todos… Por supuesto que Clara lo obligaba a donar un montón de dinero para la Villa. Pero al parecer no era suficiente. Nunca era suficiente. Uno siempre se sentía un miserable en este país.
En New York, en cambio, había zonas donde la pobreza no existía. Era raro encontrar un vago en su ruta habitual... Por supuesto había barrios…
“Después de todo, incluso en América hay latinos”, pensó con desprecio.
Y entonces se asustó. ¡¿Qué estaba diciendo?! ¡Él también era un latino! Y América no sólo quedaba en el norte.
Volvió a sentir culpa, y volvió a hartarse de sentirla.
Era inmensamente rico y de seguro podía comprar muchas cosas para alivianar su conciencia.
Estaba empezando a cansarse de su país y de tanta miseria. De sus constantes reclamos. De que nunca fuera suficiente. De que no perdonaran el éxito. De...
Ignacio no pudo pensar más. Allí, justo frente a sus ojos, estaba Kate.
Su Kate.
Su primer mundo.
* * *
Hacía ya muchos meses que Ignacio reprimía sus verdaderos sentimientos. Sus ganas de zambullirse en un cuerpo joven para nadar en él a su antojo. Y su esposa, lejos de saciarlo, sólo había exacerbado su urgencia. Necesitaba cuanto antes tener una mujer de verdad entre los brazos. Dar rienda suelta a su deseo más brutal, más primitivo. Ese que lo hacía un amante inmisericorde, pero espléndido. Ese que ponía a temblar a su amante de turno, que la hacía rogarle...
Esa tarde amó a Kate con toda la furia y la violencia con que no se atrevía a tocar a su esposa. Una y otra vez la penetró con rabia. Pero cuando terminó de saciar su sexo, incapaz de enfrentar a su amante, sólo atinó a darse vuelta en la cama, avergonzado. No podía mirar a los ojos de esa mujer a la que alguna vez había amado...
¿O todavía amaba?
Lo enterneció que ella insistiera, con la misma terquedad con que lo había evitado antes, en hablar un perfecto castellano. Era evidente que había pasado muchas horas pensando en él durante su larga separación.
Kate se acurrucó a su espalda. —Ahora estoy lista... —le susurró.
—¿Lista?
—Ahora quiero tener un hijo contigo.
Ignacio se conmovió.
Un hijo.
Su hijo.
* * *
Cuando Clara escuchó el ruido de la puerta principal al abrirse, ya era tarde... ¡Demasiado tarde!
Ignacio pasó a su lado sin mirarla... Y su indiferencia la traspasó. Dolía demasiado. Como todo últimamente.
—¿Te ocurrió algo en el camino? —le preguntó sólo para que notara su presencia allí.
Tenía la secreta esperanza de que él la llenara de palabras. Que le contara su encuentro con Kate. Que la tomara entre sus brazos. Que la amara como un hombre ama a una mujer.
Pero él apenas murmuró: —No. Nada. Sólo trabajo.
Ignacio comenzó a subir las escaleras con paso cansino.
Ahora Clara sufría en carne propia el dolor de ser golpeado por el silencio, tal como ella misma lo había hecho tantas veces con su marido durante su breve matrimonio.
Sólo una vez arriba, y cuando ya estaba por cerrar la puerta del cuarto, Ignacio se dio vuelta y la miró.
Clara estaba parada allí, al pie de las escaleras, expectante... Anhelando algo que él ya no le podía dar.
—No te olvides que pasado mañana viajo a Misiones.
Pero ella supo por la forma en que lo dijo, que él, su marido, no había necesitado partir para alejarse.
Volvía a estar sola.
Otra vez.
* * *
Flavio abrió el portón de acceso con cuidado. Ya llevaba un par de horas controlando desde su auto que no quedara nadie más en la casa. Al cerrar la puerta principal suspiró con alivio. Por unos minutos se dio el lujo de recorrer esa mansión como si se tratara del dueño. ¡Magnífico lugar! ¡No veía las horas de mudarse allí! De ser feliz junto a Clarita. De olvidarse de la idiota de su mujer y de la maléfica tiranía de su suegro.
Buscó la cocina. Sabía que al final del pasillo estaba la puerta que lo conduciría al garaje y a su libertad.
Estaba temblando de pura excitación. Intentó calmarse.
“Nada me une a este crimen”, volvió a recitar, tal como lo había hecho toda la mañana.
Abrió la puerta y contuvo el aliento. ¡Ese sí que era un monstruo perfecto! Una máquina poderosa.... ¡Lástima que tuviera que destruirlo!
Por increíble que pareciera, le producía mucho más dolor el tener que dañar ese modelo maravilloso, que el provocar la muerte de otro ser humano.
Trató de calmarse. Prendió un cigarrillo y volvió a constatar que sus guantes estuvieran intactos.... Sacó las tenazas que el amigo de su amigo le había prestado para poder abrir ese motor perfecto y dañarlo.... “Necesito datos para una novela policial”, fue su justificación. Y el otro le había creído.
“Nada me une a este crimen”, recitó una y otra vez, mientras producía el daño fatal.
Y entonces volvió a sellar la caja del motor.
Y junto con ella, el destino de Ignacio.
* * *
—¿Gregorio?
Laurita ya llevaba un par de días tratando de encontrar una buena excusa para volver a hablar con él.
—¿Quién habla?
—Laura...
Del otro lado escuchó ese horrible silencio propio de la confusión.
—La cuñada de Clarita — agregó la muchacha, un tanto ofendida.
—Ah.
¿Por qué ese idiota no la recordaba? Los hombres solían tenerla muy presente cuando ella se lo proponía. Pero con López Matto ninguna de sus técnicas de seducción daba resultado.
Mal que le pesara, él era un hombre tan ideal como imposible.
* * *
Ya eran las seis de la mañana. Ignacio se estaba preparando en silencio para partir. Parecía empeñado en hacer el menor ruido posible. No quería despertar a Clara. No quería encontrarse con sus ojos, profundamente honestos. Sentía culpa por todo el placer que había compartido con Kate.
Y es que por primera vez en su vida experimentaba las tribulaciones de un marido infiel.
Muchas mujeres habían pasado por su cama en esos meses, pero lo ocurrido con Kate fue muy distinto. No se trataba sólo de sexo: le había hecho el amor. Porque, ahora estaba seguro, amaba profundamente a Kate.... Y sin embargo no podía alejar de su mente y su corazón ese extraño sentimiento de haber traicionado a Clara.
Resultaba extraño: aunque no era suya, en su corazón la sentía legítimamente su esposa. Había lazos muy profundos entre los dos que él era incapaz de negar aún en el más desquiciado arrebato de pasión.
No había tenido el valor de decirle a Kate que estaba casado. La había dejado partir con la firme promesa de volver a reunirse en poco tiempo. Después de todo apenas faltaba menos de un mes para terminar con su matrimonio... ¿Pero sería capaz de hacerlo? ¿Sería capaz de divorciarse de Clara?.... ¿Dejarla ir?
Necesitaba ese viaje. Necesitaba poner distancia, aclarar sus sentimientos.
Necesitaba pensar, aunque en eso se le fuera la vida.
* * *
Tras la puerta cerrada Clarita escuchó a su marido moverse. Alejarse....
Su corazón latía, (sufría), al compás de cada pequeñísimo ruido que poblaba ese silencio fatal de la madrugada.
Y cuando los ruidos cesaron, su corazón dejó de latir.
Ignacio se estaba yendo.
Y tener esa certeza fue tan intolerable, que no pudo contenerse más, y así como estaba corrió escaleras abajo con desesperación. Apenas la cubría un camisón de raso blanco. Una tela leve que parecía querer escurrirse de ese cuerpo anhelante, que había comenzado a arder, encendido por el deseo.
Ignacio chocó con ella en el preciso momento en que se dirigía a su auto, el lujoso A8 que era su orgullo... Por un instante la contuvo entre sus brazos fuertes y pudo sentir el temblor que se había apoderado de esas formas tan deseadas por él. Se detuvo en el arrebato de esas hermosas mejillas. Y se hundió en la profundidad de sus ojos azules.
—¿No pensabas despedirte de mí?— preguntó ella, sin poder ocultar la desesperación que la embargaba.
Ignacio tardó en reaccionar. Estaba perdido en esos ojos, demasiado honestos para su gusto.
—Sí, claro... Adiós —le dijo con timidez, mientras la besaba en la mejilla.
Y entonces Clara lo besó en la boca.
Lo besó con pasión. Como nunca lo había hecho hasta entonces... Con toda esa pasión que reprimía desde el mismo momento en que se había dado cuenta de que lo amaba. Lo besó largamente... Y bastó sólo eso para que el deseo de Ignacio se encendiera. Para que sus cuerpos se unieran en ese calor que parecía quemarlos. Para que sus manos comenzaran a recorrerla sin pudor, aprisionando ese culo perfecto, sus pechos suaves...
Sólo cuando intentó subir su camisón Clara dio un imperceptible paso atrás.
Y entonces Ignacio se detuvo.
No tenía ningún derecho. Ahora estaba Kate entre ellos dos.
—Tengo que irme —le dijo mientras se alejaba con la cabeza baja.
No tenía valor para volver a mirarla.
Clara lo vio partir, perdida todavía en la confusión de ese deseo nuevo que su marido había despertado en ella.
Escuchó el ruido de ese potente motor al encenderse, y se quedó parada allí, transida por la desesperación.
Cuando la puerta del garaje se cerró, comenzó a caminar como un autómata. Subió las escaleras con lentitud, se acostó en la cama inmensa, y envolviéndose en esas sábanas que aún conservaban el calor de su marido, se echó a llorar.
Algo muy profundo en su corazón le decía que lo había perdido.
Que lo había perdido para siempre.
* * *
Llevaba llorando más de media hora cuando escuchó el ruido de la puerta principal al abrirse. Su corazón volvió a latir con fuerza. Se secó las lágrimas, trató de arreglarse, y corrió escaleras abajo con desesperación.
—¡Ignac...!
Ese nombre tan querido se le ahogó en la garganta. Era Laura.
—Discúlpame... No los quería despertar y usé la llave que había en casa... Le traje estos mapas a Ignacio. Me los pidió ayer, pero yo me acordé recién ahora. ¡Soy tan distraída!.... ¿Ya se fue?
—Ya se fue... — repitió Clarita con desesperanza. Y como si las piernas no le permitieran ir más lejos, se sentó en un escalón y comenzó a sollozar.
Nunca antes Laura la había visto llorar. Ni siquiera al enterarse de que Flavio era casado. Desconectarse, siempre, pero llorar...
Vista así, con los ojos enrojecidos, descalza, despeinada, parecía... humana. Laura estaba conmovida. Era la primera vez que presenciaba su sufrimiento. Que podía compartir esa faceta más oculta de su amiga. Esa en que el dolor se hacía carne, imposible de callar.
—¿Por qué lloras?... ¿Qué te hizo la bestia de mi hermano? —preguntó, mientras se acercaba a consolarla.
—Ha vuelto con Kate.
Laura comprendió de inmediato la gravedad de tal noticia. Conocía a la antigua novia de Ignacio, y sabía lo importante que esa mujer era para él.
Su cuñada volvió a prorrumpir en llanto: —¡Lo perdí para siempre!
—¡¿Qué dices?!... Esa bruja no va a poder pasarte por encima con tanta facilidad.... Ella será Kate Hart, pero tú eres la señora de Roca.
—No —confesó Clara con desesperanza.
—¡¿Cómo que no?!... Mi hermano no es tan idiota como para olvidar que aún eres su esposa.
—No.... No soy su esposa —respondió Clara, mientras hundía su cabeza en el pecho de su amiga en busca de consuelo.
Laura estaba confundida
—¿Qué dices?... Yo misma los vi casarse.... ¡Eres su mujer!
Clara la enfrentó, roja de vergüenza.
—Nunca hicimos el amor — le confesó a media voz.
Y entonces Laura comprendió todo. Comprendió ese deseo en los ojos de su hermano que parecía no calmarse, la ausencia de intimidad entre los dos, las inseguridades de uno y otro.... Sí, algo había marchado mal desde el principio en ese matrimonio. Quizás por eso Grego no se podía sacar a Clara de la cabeza. El percibía, (o sabía), lo que pasaba en esa casa... O, mejor dicho, lo que no pasaba. Por eso no se interesaba en ella. Por eso la veía sin verla: porque seguía esperando a Clara, como lo había hecho siempre. Y de alguna forma también ella, puede que muy en su interior, lo estuviera esperando a él.
En la cabeza de Laura estalló una furia ciega. Estaba decepcionada de su cuñada… Pero más que nada se sentía celosa.
—¿Es por lo de tu tío? —le preguntó a boca de jarro—. ¿Tienes un trauma?
Laura había escupido la frase con odio. Un cierto enojo que Clarita hubiera pasado por alto, de no ser porque estaba horrorizada.
—¡¿Cómo sabes lo de mi tío?!
—Todo el mundo lo sabe. En el barrio todos conocen la historia.
—¿También tus padres? —preguntó Clarita, a punto de desfallecer.
—¡Todos!— respondió la otra, sin misericordia. —¿Es por tu tío que no te has acostado con él?
—¡No! No es por eso... O sí, no sé... Pero lo que sí sé es que cuando nos casamos éramos sólo dos extraños. Y yo creía que estaba enamorada de...
—¡De Grego! —la interrumpió Laura con violencia.
Clara se sorprendió.
—¿Grego?... ¿Qué tiene que ver Grego? Al que yo creía amar era a Flavio. Él fue el primer hombre que no se me tiró encima. El primero dispuesto a respetar mis tiempos. A comprender mis miedos, sin pedir explicaciones. Y además, a su lado todo parecía fácil. Una vida resuelta... Pero ahora me doy cuenta que el amor es otra cosa: esta necesidad terrible que tengo de Ignacio… Y es que al lado de él me siento una mujer. Ignacio me conmueve... Cuando me mira a los ojos es como si pudiera ver más allá. Cosas que incluso yo no conozco de mi misma. Y cuando yo lo miro a él..., cuando me abraza porque está mal, o cuando se enorgullece por las cosas buenas que hace, ¡me siento tan adentro suyo!... ¡Y ahora él se va a ir con Kate!
Al pronunciar esa última frase la muchacha no pudo contener más el llanto. Laura volvió a consolarla. Después de todo era su mejor amiga… Y además, Clarita no amaba a Grego. Ni siquiera pensaba en él. Lo quería a Ignacio. ¡Como tenía que ser!
Liberada de los celos, Laura sintió una profunda compasión por ella.
—¿Sabes lo que haremos? —le dijo con bríos renovados—. Iremos en mi auto a buscarlo.
—¡Estás loca! A tu hermano le encanta correr, y con un motor tan poderoso de seguro ya estará a mitad de camino.
—No. Ayer me dijo que antes de comenzar el viaje tenía que ir a buscar algo a la oficina... ¡Vamos! ¡Vístete!
Clara la obedeció con la mayor prontitud. En tres minutos ya estaba lista para partir.
Lista para torcer esa realidad que se le estaba escapando de las manos.
* * *
Evidentemente el placer por correr era cosa de familia. Laurita aprovechaba las calles desiertas por la hora para apretar el acelerador a fondo.
—Si lo encontramos... ¿qué le diré?
—¿Cómo “qué le dirás”? ¡Qué lo quieres, idiota!... Que estás muerta con él.... Mira, la tal Kate tendrá sus cosas, pero nunca vi a mi hermano babearse por una mujer como lo hizo contigo.
Clara quería creerle. Quería pensar que todavía tenía alguna chance de superar a esa mujer fantástica, rica e independiente, en el corazón de Ignacio. Una mujer que de seguro era también maravillosa en la cama…
Y eso era algo en lo que Clara no podía competir.
Todavía le daba algo de repulsión pensar en sexo.
¡Aunque, cuando su marido la había tocado esa mañana....!.
Volvió a sentir aquella dulce excitación en su cuerpo.
—¡Llegamos!... Ahí está el tipo del garaje.... Éste me conoce. Siempre dice que yo estaciono mal... ¡Idiota!
Bajó el vidrio y llamó al hombre a los gritos. —¡Eh!, señor... ¿Sabe si el doctor Roca ya se fue?
—Ahí está el A8— gritó ese gigantón, con la cortesía mínima que le debía a la hermana del dueño.
Una vez afuera, Laura y Clarita corrieron hasta el elevador, olvidando el auto en cualquier lugar, a pesar de los gritos del playero.
La oficina de Ignacio quedaba en el piso veinte. Una lujosa sala prácticamente vacía a excepción de un par de obras de arte, hacía las veces de recepción. Más allá se sucedían un sinnúmero de puertas flanqueadas por otras tantas secretarias, que servían de filtro para impedir el acceso al despacho del jefe.
Pero para Laura nada era un obstáculo. Arrastró a su amiga por todas ellas, dejando a sus espaldas un verdadero tendal de secretarias confundidas.
Para cuando abrió la última puerta, las piernas de Clarita se aflojaron. Todo su futuro estaba en juego en esa carrera.
Su última oportunidad de ser feliz.
Laura se asomó a la lujosa oficina, y tras ella Clara.
Nada. El lugar estaba vacío, a excepción de una secretaria, todavía ordenando algunos papeles.
—¿Dónde está Ignacio? — preguntó Laurita sin más preámbulos.
—Se fue. Tenía una reunión importante en la provincia de Misiones, y según tengo entendido no planea volver hasta dentro de veinte días... —y señalando el ventanal, añadió—: Ahí veo el A8. Justo en este momento se está yendo.
Laura no esperó a que la dama terminara. Tomó a su amiga del brazo y la arrastró de nuevo a través de las cuantiosas oficinas, hasta el garaje. Pese a los gritos del playero, una vez subidas al auto Laura pisó el acelerador a fondo.
¡Eso sí que era velocidad!
—¡Ahí lo veo! —gritó luego de recorrer unas pocas calles.
Y sin darle tiempo a Clara para reaccionar, bajó su ventanilla para gritar en dirección al auto que tenía adelante.
—¡No! —le rogó Clarita, horrorizada— ¡No lo hagas, Laura!... No te detengas… Déjalo ir.
—¡Ni lo sueñes! No llegué tan lejos, como para dejar que ahora se escape — gruñó, para de inmediato vociferar a los cuatro vientos:
—¡Ella te ama!.... ¡Clara te ama!
A pesar de los ruidos de la calle pudo escucharse con claridad la respuesta.
— ¡Yo también la amo!
Laura sonrió satisfecha: —¿Lo has visto? ¡Él también te quiere!... Voy a detenerme, y…
—¡Ni se te ocurra! —le ordenó Clara.
Pero ya era tarde. El otro auto había frenado a la par, y de él estaba bajando un hombre gordo y calvo que parecía encantado por su bella conquista.
—Ese no era un A8, sino un BMW.... —le reprochó Clara en un hilo de voz.
Y entonces Laura pisó el acelerador.
* * *
Ese A8 era fantástico. Amaba sentir la fuerza de un motor así rendida a sus pies. Pero éste, en particular, además se caracterizaba por la suavidad: un paso silencioso, atento a no interrumpir la modorra de la ruta desierta.
Tanta potencia le servía para devorar el camino. Pero también él se sentía poderoso arriba de ese auto. Como si fuera dueño, al fin, de su propio destino.
En el interior, la música a todo volumen servía para tapar el ruido del anillo de bodas bamboleándose de un lado a otro de la consola, según las curvas del camino. Ignacio lo había dejado allí antes de iniciar el viaje. Era la primera vez que se lo sacaba... Pero al hacerlo no había podido evitar un oscuro presentimiento.
Miró su mano una vez más. Todavía conservaba la marca en su dedo anular... Sintió que el estómago se le hacía un nudo. Volvió a experimentar la fuerza de ese motor bajo sus pies, y se abandonó al placer de no pensar.
Y entonces ocurrió.
Una explosión ensordecedora, y esa extraña sensación de volar por los aires. La nada se apoderó de su conciencia. Cerró los ojos dispuesto a abandonarse a un destino que ya no era capaz de controlar.
Ese destino que otro había dibujado para él.
* * *
Gregorio estuvo tratando de comunicarse con el marido de Clara, sin éxito. Necesitaba con urgencia hablar con Ignacio.
Necesitaba decirle que ella lo amaba.
A él. A su rival.
Sabía lo difícil que era para Clarita demostrar sus sentimientos. Lo duro que le resultaba hablar. Por eso quería ayudarla...
Y no sólo por eso. También porque la amaba con todo su corazón, y ansiaba verla feliz... Aunque eso significara perderla para siempre.
Volvió a marcar, pero esta vez el teléfono de la calle Las Heras. Si atendía Clarita iba a tener que cortar. No quería que ella se enterara del sacrificio que estaba dispuesto a hacer.
—Hola.
Una extraña lo atendió. No había peligro.
—Hola. Busco al Sr. Roca.
—¿Grego?
Se quedó petrificado al reconocer esa voz. Era Laura, la hermana de Ignacio. Una mujer hermosa, sumamente inteligente, pero demasiado hueca. Una mujer, (como tantas otras), que desde que había ganado musculatura, tenía un doctorado, y manejaba un BMW, parecía estar interesada en él. Pero para Gregorio sólo existía esa dulce vecinita que había capturado su corazón tantos años atrás.
—¿Grego? —insistió la muchacha, mientras sus mejillas se poblaban de color.
—¿Laura?
—Sí. Soy yo.
—¿Está Ignacio?
¿Era lo único que le interesaba?... La había reconocido, lo cual estaba muy bien. Pero era evidente que, aún a pesar de la charla íntima de unos días atrás, ella seguía sin significar nada para él.
—No. Ignacio no está —replicó con desprecio.
Laura odiaba sentirse rechazada. No era de las que pedían “por favor”, así que si él no estaba interesado....
—¿No sabes si está en su oficina? —insistió Gregorio.
¡¿Pero qué se había creído ese tipo?! ¿Qué ella era la secretaria de su hermano?
—¡No! ¡Adiós! —replicó con violencia, bramando en su interior.
¡Si ese idiota no tenía nada que hablar con ella, tampoco ella estaba interesada en hablar con él!
Pero aún a pesar de su furia no se atrevió a cortar.
Del otro lado de la línea Gregorio dudó, algo confundido, incapaz de decodificar esa cortedad de Laura, que hasta allí siempre se había mostrado amable con él. Y entonces volvió a escuchar su voz.
—¿Grego?... ¿Todavía estás ahí?
¡Era superior a ella!
Ese sentimiento era superior, incluso, a su orgullo desmedido, (su principal defecto, como el de tantas otras mujeres hermosas)
Laura cerró los ojos esperando una respuesta, como si en ello se le fuera la vida.
No. No estaba enamorada de Gregorio.
¡Estaba enamoradísima!
* * *
Cuando el Rolo iba a pescar con el Quincho, su perro fiel, Doña Rosa se deshacía en recomendaciones. Le imploraba que tuviera cuidado al cruzar la ruta. Pero el chico nunca le hacía demasiado caso. La ruta, habitualmente desierta en esa época del año, podía cruzarse con los ojos cerrados y a los saltos. Y justamente así lo estaba haciendo, cuando el niño escuchó el ruido de un automóvil que se acercaba. ¡Debía ir como a doscientos kilómetros por hora el muy bárbaro! Lo podía ver a lo lejos desde esa llanura. Lo podía adivinar en medio del silencio. De seguro no se trataba del viejo carromato de algún vecino... ¡No! Debía ser de alguien de la Capital.... Y por el sonido del motor, el Rolo estaba dispuesto a apostar mil a uno a que el auto era un autazo... ¡Igualito al que se iba a comprar él cuando jugara en la primera de River y se fuera del pueblo!
Se apuró a ganar la vera del camino, y luego se apoltronó para ver pasar su futuro.
Y entonces escuchó la explosión. O primero lo vio desbarrancarse y luego fue la explosión. ¿O antes había sido el fuego?... No se podía acordar. Pero en los años subsiguientes sólo regresaría a su memoria una y otra vez la imagen del auto volando por los aires y los ladridos del Quincho...
Corrió hasta el puente y con cuidado comenzó a descender la cuesta. La tierra, alguna vez cubierta por las aguas de un río, estaba reseca y se deshacía bajo sus pies. Cuando el calor de las llamas se hizo insoportable, se detuvo. Y por un rato se quedó presenciando el espectáculo... Esa era la primera cosa interesante que le pasaba en la vida.
Y probablemente la última.
* * *
Laurita se quedó en la casona de la calle Las Heras para consolar a su amiga, pero transcurrieron varias horas antes de que lo lograra. Apeló a todos sus recursos. Incluso no dudó en confesarle ese sentimiento nuevo por Gregorio López Matto que comenzaba a aturdirla. Mientras lo hacía, Clarita no podía quitarle los ojos de encima, escuchándola sin decir palabra. Pero en su interior, (muy en su interior), una extraña sensación de pérdida la embargaba cada vez que la otra se refería a Grego.
¿Estaría celosa?
Eso de dar rienda suelta a los sentimientos era nuevo para ella, y ahora estaba demasiado confundida respecto a todo.
Sin embargo en su corazón ya no había dudas: amaba a Ignacio. No tenía motivos reales para tanta certeza. Sólo esa intuición que se instalaba con fuerza en todo su cuerpo cada vez que su marido la rondaba.
Lo que sentía por Gregorio, en cambio, era otra cosa. Un profundo afecto de hermana. ¡Sí! Únicamente eso. Lo conocía demasiado bien. Lo quería demasiado. Y sólo por ese gran cariño sabía que Laurita no era la mujer indicada para él. Sólo por eso la invadía ese extraño cosquilleo en el alma cuando ella le hablaba del amor que sentía por Grego.
Era sólo por eso.
¿O no?
* * *
—Licenciado Acuña... Un inspector de la policía está preguntando por el auto del Señor Roca.
Federico escuchó a su secretaria con recelo. ¿El auto de Ignacio? ¿Acaso no se lo había llevado a Misiones?
Esa visita no podía presagiar nada bueno.
—Hágalo pasar a mi oficina, por favor —se apuró a contestar.
Dos hombres ingresaron al lujoso despacho del piso veinte. Sus trajes raídos contrastaban con el lugar, haciéndolos sentir obviamente incómodos y algo apabullados. Por fin el más viejo tomó las riendas de la conversación, convirtiéndola en un interrogatorio.
—¿El señor es...? —preguntó, mientras le extendía la mano a modo de saludo.
—Federico Acuña. Representante legal de los intereses del Sr. Ignacio Roca en la Argentina, y su apoderado cuando se encuentra ausente... Tomen asiento, por favor.
—No. Así está bien.
En su interior Federico tembló. Quedaba claro que esa no era una visita social. Algo muy grave había ocurrido.
—Además soy el cuñado del Sr. Roca, así que puede hablar conmigo con absoluta confianza.
El inspector sacó un papel del bolsillo de su saco y comenzó a leer.
—Un auto Audi, modelo A8, chapa patente ROCA 2.
—Sí, ese es el auto de mi cuñado... ¿Lo han robado?
—Tuvo un accidente... Está a nombre de esta empresa, ¿no tiene idea quién lo conducía?
Las palabras se atropellaron en la boca de Federico:
—¡Ignacio!... ¡Él es el único que lo conduce! El A8 es nuevo. Jamás se lo prestó a nadie... Esto es horrible ¿Cómo se encuentra? ¿Está herido?...
—En el interior del auto se encontró un NN, sexo masculino, con quemaduras múltiples,... Se están iniciando las pericias correspondientes.
—¡Pero, ¿cómo está él?!
—El NN habría fallecido alrededor de las 14 horas a causa del impacto... Pero se están iniciando las pericias correspondientes y...
Federico ya no pudo escuchar más.
Ignacio había muerto.
* * *
En la casa de los Roca todo era llanto. Federico y el padre de Ignacio habían partido a bordo de una avioneta al lugar del accidente para reconocer el cadáver. Mercedes y la Sra. Roca lloraban abrazadas. Atrapadas en esa espera insoportable, las mujeres iban hilvanando las más absurdas historias en busca de consuelo: quizás alguien había robado el auto, dejando a Ignacio tendido por allí, golpeado, pero a salvo. Quizás había perdido la memoria. Quizás se trataba de un secuestro. O quizás estaba sano y salvo en sus oficinas de Estados Unidos, porque otro conducía en su lugar. Eran suposiciones difíciles de sostener, pero que las ayudaban a soportar esas duras horas de incertidumbre.
Entre todos habían decidido no decirle nada a Clarita hasta que la desgracia estuviera confirmada. Y es que, justo esa mañana, Laura había llamado avisando que se iba a quedar en la casona de Las Heras porque su amiga estaba triste por el viaje del marido. ¡Pobre muchacha!... No… Existía una posibilidad muy remota, (pero siempre una posibilidad), de que el muerto no fuera Ignacio. Entonces, ¿para qué hacerla sufrir inútilmente?.... Clarita era muy frágil, y todos temían su reacción.
* * *
A las ocho de la noche la noticia había recorrido el mundo como reguero de pólvora. Los accionistas de New York temían la apertura de Wall Street. Muerto Ignacio Roca, las acciones de las empresas en que era socio mayoritario terminarían desplomándose. Y es que ya se corría la voz de que no iba a haber un sucesor inmediato, y que el reparto de la herencia en Argentina no resultaría nada fácil. Un grupo de abogados se apuró a tomar un avión particular a ese remoto país. Durante el viaje comenzaron a enumerar las cosas que conocían de su destino: que allí se tenía por costumbre comer carne hasta en el desayuno, que habían tenido tres presidentes en una semana, que bailaban tango, que tenían gauchos.... ¡Ah! Y también que jugaban soccer: todos recordaban al rey Pelé y a Maradona, sus dos mejores exponentes. Alguno dijo que pensaba aprovechar la escapada para pasear por Ipanema o Punta del Este, unas de sus playas más concurridas... Después de todo, había que ampliar los horizontes.
No era cuestión de encerrarse en América.
* * *
Se sentía exhausto. Ya llevaba más de cuatro horas en el quirófano cuando el enfermo falleció. Eso le hacía muy mal. Lo desgastaba.
Por cierto la peor parte iba a llevársela el Dr. Bustos. Él tendría que decirle a la familia, porque era su paciente. Y aunque el tipo había entrado en el quirófano casi sin posibilidades, salir de allí y decir que se había muerto resultaba... Uno se sentía responsable.
¿Iba a seguir trabajando en el hospital?... Sólo lo hacía por Clarita. Ella le había pedido que de cuando en cuando diera una mano. Pero si Clarita se reconciliaba con Ignacio, si el matrimonio de los dos seguía adelante... ¿no se volvería demasiado doloroso chocar con ella cada día en el hospital zonal?
Gregorio caminaba con desesperanza. Tenía la sensación de estar atado de pies y manos por ese sentimiento que comenzaba a enloquecerlo: quería más que nada que Clarita fuera feliz. Pero en el fondo de su corazón no soportaba la idea de que lo fuera con otro.
Le dolía verla tan enamorada de Ignacio.
Pero no verla le dolía aún más.
—López Matto... ¿se enteró de lo ocurrido? —chilló esa enfermera gorda de la que no recordaba ni el nombre.
—No. Mañana me cuenta.
Estaba agotado, y sólo podía pensar en terminar de lavarse las manos y salir cuanto antes de ese lugar que tanto le recordaba a Clara.
—¡Se mató el Dr. Roca!... ¡Pobrecito!... Yo lo quería tanto.
A Gregorio se le nubló la vista: —¿Ignacio Roca?... ¿El marido de Clarita? —preguntó tontamente.
Esa mole informe asintió con la cabeza. —¡Cómo debe estar la pobrecita! —añadió con compasión.
Y le bastó a Gregorio escuchar esas palabras para echar a correr, aún a pesar del cansancio.
Clara lo necesitaba.
* * *
—¿Qué te ocurre que estás llorando de esa forma, boluda? ¿Acaso te plantó tu marido?
Laura estaba sorprendida de ver a su hermana llegando tan tarde, y con esa cara, a la casona de la calle Las Heras. Para colmo la escoltaba un desconocido.
Mercedes entró a la casa sin dar explicaciones. Sólo cuando encontró a Clarita comenzó a hablar.
—Clara... Ignacio ha tenido un horrible accidente.
Clara calló. Su cara no demostraba emoción alguna... O quizás sí. Quizás en su mirada podía verse la resignación propia del que recibe una sentencia que ya ha previsto. A su lado, Laurita pegó un grito histérico, y se abalanzó sobre su hermana, clamando: —¿Le ha ocurrido algo? ¡Contesta! ¿Está lastimado?.... ¡Habla, por favor!
—Ignacio murió… Papá y Federico acaban de reconocer el cadáver. Es él.
Las dos hermanas, fundidas ahora en un abrazo, comenzaron a llorar a los gritos, preguntando a Dios el porqué de semejante tragedia. Llenando todos los espacios con su dolor.
Mientras, en la puerta, el oficial de policía permanecía impertérrito, fija la mirada en la joven viuda.
Y la viuda...
* * *
—Ignacio murió.... Papá y Federico acaban de reconocer el cadáver... Es él.
Esas palabras perforaron con crueldad el corazón de Clara.
—Ignacio murió...
Por un instante volvió a ver la cabeza de su padre, con los ojos muy abiertos, rodando hasta sus pies.
—Papá y Federico acaban de reconocer el cadáver...
De nuevo escuchó el llanto quedo de su madre antes de morir.
—Es él...
La mirada sucia de su tío, recorriéndola. Hablándole al oído.
—Ignacio murió...
Experimentó de nuevo el rechazo de su esposo. Lo vio alejarse de su lado, dándole la espalda a ese sentimiento profundo que acababa de confesarle.
Y entonces un dolor intenso comenzó a penetrarla, a hacerse carne. Un dolor sordo. Terrible. Insoportable.
Hasta que dejó de doler...
Y entonces comenzó a fluir.
* * *
Gregorio se sorprendió al ver abierta de par en par la puerta principal en la casona de la calle Las Heras.
Desde el interior se escuchaban gritos y lamentos desgarradores.
—Ignacio murió —balbuceó Laura al verlo, arrojándose a sus brazos.
El joven doctor no supo qué hacer. Pero luego de unos segundos de duda comenzó a consolar a esa muchacha a la que apenas conocía, conmovido por su dolor sincero.
—Por eso estoy aquí— dijo, mientras acariciaba su cabello.
Laura se dejó consolar por la fuerza de esos brazos que la contenían, que aquietaban algo de su angustia.
Gregorio la alejó con dulzura. —¿Dónde está Clara? —preguntó.
Al escuchar el nombre de su rival la muchacha tuvo la sensación de que el mundo volvía a desplomarse bajo sus pies.
Resignada, señaló hacia un costado del lujoso cuarto. Clara estaba allí, olvidada por todos, sentada en su sillón favorito, con la mirada perdida y el rostro imperturbable.
—¿Clara?
Gregorio intentó sacudirla, pero fue inútil. La muchacha continuaba ausente.
—¿Le ocurre algo? —preguntó el oficial de la puerta— ¿Llamo a la ambulancia?
—No… Es inútil. Sufre de estrés postraumático... No es la primera vez. Ella suele hacer este tipo de episodios.
—¿Y no sería mejor que llame a la ambulancia? —insistió el pobre hombre confundido.
—No. Ya nadie puede ayudarla… Sólo hay que esperar a que despierte… Soy doctor. Yo me haré cargo de ella... Yo la puedo esperar.
Laura clavó una mirada llena de reproches en él.
Y Gregorio agachó la cabeza, avergonzado.
* * *
El velorio de Ignacio Roca se realizó con misa de “cuerpo presente” y a cajón cerrado. Las escenas de auténtico dolor se sucedían. Incluso la madre del difunto sufrió un pequeño desmayo cuando sepultaron el cuerpo. Todos lloraban y clamaban al Cielo. Todos, menos la joven viuda. Ella caminaba varios pasos atrás de la familia, en el cementerio, olvidada por los demás, custodiada sólo por ese hombre rubio, de cabello enmarañado y cuerpo atlético. Su andar parecía sereno, su semblante, calmo. Estaba bellísima. Incluso la mirada perdida servía para resaltar sus ojos inocentes...
¿Qué tan inocentes?
—¿Han visto a la viuda? No parece muy preocupada.
—¿Preocupada? ¿Por qué?... La niña estaba en la ruina, hasta que conoce a este tipo diez años mayor y lleno de dinero. Se casan... Y después de cinco dulces meses, ¡pum!, el auto estalla, ella hereda la fortuna, y es de nuevo soltera... ¡Qué suerte, ¿no?!
—Pérez estuvo allí cuando le dieron la noticia... ¿Puedes creer que ni se inmutó?
—¿Y el tipo que la acompaña?
—Según pude averiguar es algo así como un antiguo novio. La familia del marido apenas lo conoce.
—¡No tardó demasiado en buscar reemplazante!
Un tercer policía se incorporó al cortejo.
—¿Vieron a la viuda? ¡Ni se mosqueó!
—¿Llegó la gente de Alemania?
—Ya empezaron la pericia del auto... El jefe está muy entusiasmado con este caso. Todos estarán pendientes de la investigación, así que será una excelente oportunidad para mejorar un poco la imagen de la policía.
—¿Leyeron el diario de esta mañana? Parece que no es la primera vez que la viudita hereda después de un accidente… También los padres murieron de una forma un tanto extraña. Demasiada mala suerte, toda junta, ¿no? —murmuró el inspector con suspicacia.
—¡Esta vez no voy a permitir que los periodistas se nos adelanten! No dejaremos nada sin investigar acerca de la viuda y su amigo rubio... Y dentro de dos semanas, máximo, quiero a esos dos pudriéndose en la cárcel.
Dos semanas.
* * *
Aunque la familia Roca había pertenecido siempre a una clase media más que acomodada, la fortuna de Ignacio les permitió estabilizar sus finanzas, incluso durante la dura crisis que estaba sufriendo el país. Mucho de sus amigos habían caído, presa de los malos manejos del gobierno de turno, pero los Roca no. Por el contrario, todos habían ascendido a la sombra del tío rico de la familia. Pero muerto Ignacio, ese dinero iba a pasar casi de lleno a su viuda. Una muchacha joven, inexperta y endeble, que de seguro terminaría malvendiéndolo todo para continuar con su vida lejos de su familia política.
El más preocupado era Federico. Él dependía totalmente de las empresas de Ignacio porque, si bien era un excelente profesional, conseguir empleo en una Argentina devastada era prácticamente impensable. Para colmo había recibido la visita de un grupo de abogados de Estados Unidos, llegados al país con el único objeto de controlar el reparto de la cuantiosa herencia. Exigían hablar con Clara...
Pero ella seguía en el limbo.
En efecto, la niña no se recuperaba aún del shock producido por la muerte del marido. ¡Muy conveniente! Sobre todo en esos momentos, en que la policía tenía muchas preguntas que hacer. Preguntas difíciles. Preguntas que, en caso de no hallar respuesta, podían significar que se la declarara culpable del homicidio. Y de ser así la fortuna iba a quedar de nuevo en manos de los Roca.
Por supuesto nadie pensaba que Clarita fuera culpable...
¿O sí?
* * *
Para los diarios eso fue un festín. Todos tenían una teoría. Cualquier periodista era experto en la extraña afección de la viuda, a la que sólo llamaban por sus siglas, T.E.P.T., (trastorno de estrés post traumático) De repente la gente de la calle era capaz de diagnosticar tan raro desorden, o de ponerlo en duda, como ocurre con toda enfermedad mental, siempre mal vista por los pragmáticos. Los detalles más escabrosos de la muerte de los padres de Clara fueron de nuevo expuestos ante el público. Muchos recordaban todavía la historia.
Pero en la mayoría de los corrillos las apuestas eran contrarias a la pobre muchacha. A la vista del inmenso beneficio económico que le esperaba una vez recuperada, la balanza de la justicia le era adversa. Los periodistas y la gente común ya tenían su veredicto. Y a pesar de que la familia Roca insistía en la defensa de su miembro más reciente, los extraños reclamaban su culpabilidad.
Los resultados de las pericias de los expertos alemanes mandados por la fábrica del auto no hicieron más que avivar las llamas. Alguien había abierto el motor, para luego dañarlo intencionalmente. Era un homicidio.
En Wall Street los operadores no tuvieron gran dificultad en sobrevivir a la tormenta. Aprovechando la disponibilidad de efectivo que Ignacio había previsto para sus inversiones en Argentina, ni bien el precio de las acciones de las empresas del grupo Roca cayó hasta su límite histórico, salieron a comprar, provocando su alza. En cuestión de horas volvió todo a la normalidad, evitando la debacle. La fortuna no sólo estaba intacta, sino también incrementada, a la espera de un heredero.
En Buenos Aires la policía investigaba. Todo el asunto tenía prioridad uno.
López Matto, el misterioso acompañante, quedaba libre de toda sospecha, (o al menos como autor material). Por los dichos del chofer de la casa se sabía que el auto había sido controlado el miércoles anterior al accidente. Desde ese día hasta el viernes fatal, el doctor había estado de guardia, trabajando ininterrumpidamente. Tenía miles de testigos, además de una fortuna propia que hacía poco probable su participación en un hecho de tales características.
Pero la viuda...
Nadie ignoraba que ese había sido un matrimonio por conveniencia. Después de todo, los novios apenas se conocían antes de la boda. Y el personal de la casa insistía en que el trato entre los dos era distante. Que ambos salían solos, la señora por las mañanas, y el señor... Incluso después de la boda el tipo se daba la gran vida. Era muy infiel.
Si, quizás el dinero no había sido el único motivo de la joven esposa para ordenar el crimen…
* * *
Durante el día una enfermera se hacía cargo de Clara. Y si bien la muchacha era capaz de bañarse sola, vestirse, o comer cuando otro se le ordenaba, la mayoría del tiempo permanecía pasiva, con la mirada fija en el vacío.
Por las noches era Laurita quien tomaba la posta. Su dedicación no tenía límites. Infatigable, solía hablar como si su amiga fuera capaz de responderle. O le leía textos de la facultad, como si estuvieran preparando juntas alguna materia. Y a eso de la medianoche llegaba Gregorio, que se quedaba allí hasta bien entrada la madrugada.
Al principio él sólo tenía ojos para Clara, empeñado como estaba en despertarla de su sueño. Pero a medida que los días iban transcurriendo sin obtener respuesta, esas horas comenzaron a poblarse de largas charlas entre Laura y él.
Laurita había madurado. Ese enfrentamiento diario con el dolor y la muerte la habían vuelto más reflexiva y callada. Y la admiración que sentía por Gregorio se convertía, día a día, en el más desesperanzado amor. Sabía que en algún momento su cuñada iba a despertar, Y que entonces lo perdería para siempre. Pero lo amaba tanto, que se conformaba con disfrutar esas migajas. Esas horas robadas al sentimiento inquebrantable que Gregorio tenía por Clara.
* * *
Apenas habían transcurrido quince días desde la muerte de Ignacio cuando, lejos de la Capital, en la provincia de Santiago del Estero, dos chicas adolescentes fueron salvajemente asesinadas. Uno de tantos crímenes realizados a la sombra del poder y que habitualmente quedaban impunes, tapados por amistades y conveniencias. Pero como los implicados, (el hijo de un diputado y el del jefe de la policía), acababan de caer en desgracia luego de un duro revés eleccionario, el caso tomó estado público con rapidez, desplazando en los titulares al “Crimen del A8”.
Ya nadie estaba interesado en semejante noticia. La viuda, que contaba con el total respaldo de su familia política, todavía no despertaba de su T.P.S.T, o S.P.T....., o lo que fuera que tenía. Además no se había podido probar vinculación alguna entre el tal Roca y la mafia o la droga. Todo el asunto carecía de esos ribetes dramáticos que podían volver el caso interesante para el gran público.
Sólo la policía seguía trabajando, aunque con lentitud. Después de todo ya tenían a la culpable... Lo único que faltaba eran las pruebas.
* * *
A las siete de la mañana del martes el Dr. Joaquín Roca, padre de Ignacio, se apersonó en la casona de la calle Las Heras. Se sorprendió al encontrar allí no sólo a su hija Laura, sino también a ese hombre alto y rubio, el doctor López Matto.
¿Acaso también él había pasado la noche allí?... ¿Qué era ese rubor que coloreara las mejillas de su hija al verlo llegar?... ¿Le estarían ocultando algo?
—Anoche tuve una entrevista con los abogados norteamericanos.
—¿Hay problemas con la herencia? ¿Es porque Clarita está así?
—Sí, hay problemas con la herencia. Pero la enfermedad no tiene nada que ver… Tal parece que el desconfiado de tu hermano le hizo firmar a Clarita un acuerdo prenupcial. ¿Tú sabías de eso?
—¡No!... ¿Un acuerdo por si se divorciaban?—preguntó, incrédula, Laura.
—¿Eso es válido en este país? —acotó Gregorio, preocupado.
El Dr. Roca paseó una mirada de disgusto por ese desconocido. No le gustaba tener que ventilar las cuestiones familiares delante de cualquiera. Pese a eso continuó.
—Tal cual está redactado, ese acuerdo es válido. Los abogados se las han ingeniado para que sea inobjetable... Lo terrible de ese pacto, que de seguro la pobre chica firmó sin entender, es que especifica que en caso de morir Ignacio antes de tener un hijo, toda su fortuna sea administrada por un fondo. Lo que de allí se saque irá a parar a una fundación para el estudio del cáncer infantil, excepto cinco mil dólares mensuales para tu madre y para mí.
—¿Y para Clarita?
—Apenas mil pesos.
—¡¿Por qué hizo algo así?!— preguntaron a dúo Laura y Grego.
—No sé... De habérmelo consultado, jamás le hubiera recomendado una locura semejante... ¡Pero tu hermano era como era! ¡Nunca me hizo caso! Lo cierto es que el acuerdo está firmado y es legal. Si Clarita estuviera en sus cabales podríamos intentar apelar la medida... Inventar algo... ¡Pero con ella en este estado!...
—¿Y ahora?
—Y ahora nada... Clara deberá dejar esta casa.
—Eso no es problema —se apuró a decir Gregorio—. Yo puedo hacerme cargo de ella y de sus gastos
Y ese apuro le dolió a Laura en el alma.
—Lo lamento, pero no me parece correcto —lo interrumpió Joaquín—. Mientras Clara “duerma” estará bajo nuestra tutela. Finalmente somos su única familia. Ya nos encargaremos nosotros de que esté bien atendida —concluyó sin dar lugar a objeción. Dictando sentencia firme, como lo había hecho durante todos sus años de camarista.
Gregorio escuchó y se avino. No quería tener problemas con ese hombre. Pero en su mente surgió con claridad una certeza perturbadora. Por más que se esforzara había una realidad inobjetable: Clarita no le pertenecía. Lo aceptara o no, ella siempre iba a ser la esposa de Ignacio Roca.