CAPÍTULO VII

 

 

Cuando Clara despertó extrañamente relajada, sin poder recordar sus sueños, supo que había llegado el momento de comunicarse con Flavio.

Y es que por primera vez desde el día de la boda necesitaba hablar con él. Lo extrañaba. Añoraba su voz profundamente masculina, sus consejos, su paciencia, su protección. Él, como nadie, sabía escucharla. A su lado se sentía segura.

Se vistió, pero al salir del cuarto notó que la cama de su marido permanecía estirada. Sin ningún motivo sintió un extraño desasosiego y unas inexplicables ganas de llorar.

Trató de alejar de su mente el temor de que algo le hubiera ocurrido a Ignacio, pero fue inútil. Se consolaba imaginándolo dormido en la cama de alguna amante, pero por alguna extraña razón eso la inquietaba aún más.

Por fin, y aprovechando que aún faltaban dos horas para la llegada del personal, decidió salir para hablar con Flavio desde un locutorio. Tomó su bolso, buscó unas monedas, pero al abrir la puerta de calle se topó de lleno con dos mujeres vestidas en traje de noche que acarreaban algo.

¡Con que allí estaba su marido! Sostenido por ambas “damas”, borracho como una cuba.

Sin decir nada ni ayudar, Clara permitió que lo ubicaran en el sillón más cercano. Una vez acomodado, las mujeres se apuraron a salir. La más joven intentó musitar algo parecido a una disculpa, pero Clara no le dio oportunidad, cerrándole la puerta en la cara.

Quizás por lo diáfano de su belleza, la muchacha parecía extrañamente calma al dirigirse hacia la escalera principal. Con arte comenzó a acomodar las calas frescas que estaban en el inmenso jarrón negro que coronaba la sala, uno de los pocos sobrevivientes al remate de su herencia. Retiró las flores con cuidado, las apoyó sobre la mesa, tomó el jarrón, y con paso firme se dirigió hacia donde dormía Ignacio.

Ni siquiera hizo una mueca al derramar el agua sobre la cabeza de su esposo. Él, en cambio, despertó sobresaltado.

—Ahora vamos a discutir mis términos —anunció la muchacha con calma.

Y por primera vez desde que estaban casados Ignacio la tuvo que escuchar.

* * *

 

—Buenos días señor Ignacio

—Buenos días Carmen.

La inmensa cocinera lo observó sonriente desde el otro lado de la mesa.

Ignacio quedó tan sorprendido por ese gesto, como por la extraña presencia allí de la dama, que pocas veces abandonaba su lugar de trabajo.

—¿Anda necesitando algo, Carmen?

—¡No!, nada... Sólo quería saber si le gustó la tarta de manzana.

—Muy buena. La felicito.

—No, porque yo sé que a usted le gusta más el “lemmon pie” de la señora, pero como ayer ella estuvo toda la tarde ocupada con un señor…

—¿Un señor?

—Sí, uno que vino de visita justo cuando usted no estaba... Y como hoy la señora se fue muy temprano me imaginé que no iba a poder preparárselo.

Ignacio resopló en su interior. ¡Así que a eso había venido Carmen!... ¡A pasarle el chisme!

—Hizo bien. Puede retirarse.

—No es que yo la ande vigilando a la señora, pero justo ayer volví un rato antes y vi al hombre saliendo por la puerta principal.

—Está bien, Carmen. No hay nada que ocultar.

—¡Yo no digo eso!

—Es un primo de la señora.

—¡Por supuesto! Nada más pensé que ella iba a estar muy ocupada para hacerle el pastel. Y como ahora sale todos los días...

—Está bien, Carmen. Usted siga haciendo el pastel. Y haga también el lemmon pie, que para eso le pago.

—Claro, señor. Por supuesto. Yo estoy aquí para servirlo.

—Claro. Para servirme...— refunfuñó Ignacio a media voz.

* * *

 

A pesar de tener que concentrarse en todos los obstáculos que le ponían a la hora de traer dinero a la Argentina para montar su fábrica, Ignacio no podía dejar de mirar el inmenso culo de Dolores Souto que lo saludaba por la ventana desde un afiche publicitario. Y mirando ese culo no podía dejar de pensar en Clara...

¿Lo estaría “pasando” su mujer?... Había asumido que ella era siempre sincera, basándose sólo en su cara angelical y sus modos delicados. Pero lo único cierto era que durante todo ese tiempo Clara se las había ingeniado para hacer lo que se le venía en gana. Como eso de ser virgen, por ejemplo. ¿Virgen y con un novio casado? ¿Para qué tenía otra Flavio, si no era para llevársela a la cama?... Había creído con demasiada facilidad en la palabra de su esposa. Y esa inocencia, supuesta o real, servía ahora para mantenerlo a raya.

Durante el tiempo que llevaban de casados no había querido aprovecharse de ella, pero… ¡Vamos! Su mujer se hacía la estúpida pero decididamente no lo era. Tenía su carácter.

Sí, en una situación tan pelotuda como esa que estaba viviendo, algún pelotudo tenía que haber. Y esa corona parecía confeccionada a la medida de su cabeza. Aunque los cuernos que de seguro le estaban metiendo su esposa y su amante impidieran que le calzara.

Decidido a tomar el toro por las astas, (¡nunca una comparación más apropiada!), esa mañana Ignacio puso el despertador dos horas antes. Desayunó brevemente y se dirigió a la cochera. Allí lo esperaba su lujoso auto importado. Se subió a él, seleccionó una canción de “Queen”, y lo puso en marcha. Aceleró a fondo y dio vuelta la esquina con rapidez, sólo para estacionarlo en la calle siguiente. Allí buscó un auto de alquiler que lo estaba esperando desde hacía quince minutos.

Tomó su lugar en el asiento trasero y sin decir una palabra aguardó a que llegara su esposa.

No tardó mucho en que Clarita apareciera, caminando con paso tranquilo. Luego, sin que mediara razón, comenzó a correr.

Ignacio parecía confundido, pero el chofer del auto no tuvo dudas.

—No lo va a alcanzar... —pronosticó.

Pero el hombre no contaba con la voluntad de la muchacha, que en pocos segundos logró abordar el bus que pasaba por allí.

Ignacio quedó sorprendido. Su mujer usaba el trasporte público... ¡Claro! ¡De seguro para no dejar rastros de sus andanzas!

El automóvil comenzó a andar a paso lento, a fin de no sobrepasar el objeto de la cacería.

Fueron muchas calles hasta que la cabellera rubia de su esposa volvió a asomar, reflejando los rayos del sol. Entonces el coche se detuvo, y él se apuró a bajar para poder seguirla disimuladamente.

Pero a los pocos pasos fue su corazón el que se paró.

Su pasado desfilaba ahora ante sus ojos. Un pasado que había intentado borrar de su mente con desesperación.

Días... Otros días... Cuando era pobre. Cuando le importaba que los demás lo fueran. Cuando las cosas le dolían. Cuando estaba vivo.

Clara, su esposa, estaba entrando ahora al sector de pediatría del hospital zonal.

* * *

 

Sin saber muy bien qué estaba haciendo allí, Ignacio comenzó a recorrer los mismos pasillos que había hecho tanto esfuerzo por olvidar. Para su desgracia todo estaba igual. Más viejo, más pobre, pero igual. Quizás con menos sillas en la sala de espera, y las paredes lucían más descascaradas, pero la miseria era básicamente la misma.

Sintió vergüenza de su traje Armani, de sus zapatos de cuero italiano, de sus anteojos Gucci. Sintió tanta vergüenza por haber olvidado ese lugar, que se dio vuelta para huir de allí antes de que tanto dolor lo atrapara nuevamente.

—¡Ignacio!

Se detuvo en seco. Habían pasado muchos años desde la última vez que escuchara esa voz. Y como entonces, también ahora tuvo la certeza de que ese grito precedía a un reproche.

—¿Estás pensando volver? —preguntó el viejo doctor, mirándolo con severidad.

—¿Me pregunta seriamente si estoy pensando dejar todos mis millones para venir a enterrarme de nuevo en esta cueva?... No, no estoy pensando volver. Aquí adentro he pasado los peores años de mi vida.

El Dr. Bustos tomó distancia, se cruzó de brazos, y lo miró con sorna.

—Sigues siendo el mismo —reflexionó sin una pizca de enojo—. ¿Qué viniste a hacer, entonces? De seguro no será a atenderte.

—No...—dudó. Y de repente su mirada chocó con la figura menuda de Clara. Apenas un vidrio los separaba.

—He venido a buscarla —concluyó como si eso fuera lo más evidente.

—Así que conoces a nuestra Clarita. ¡Por supuesto! Siempre te gustaron las mujeres hermosas. ¿También piensas llevártela?

—¿Llevármela?... ¿Acaso trabaja aquí? —preguntó Ignacio algo confundido.

—Es la mejor de nuestras voluntarias. Mira, no tuve más remedio que dejarte ir, pero a ella no pienso entregártela.

—¿Voluntaria?... ¿Es aquí adonde viene todas las mañanas? —preguntó Ignacio sorprendido.

—Y las tardes. Y todas las noches que se requiera. El año pasado, cuando fue lo del paro, no se movió del hospital en dos semanas. Y, ¿sabes qué?, ella no es como tú. Ella no le hace asco a nada.

¡Voluntaria! De no haberla visto con sus propios ojos, Ignacio jamás hubiera podido imaginar a su angelical esposa caminando en medio de ese infierno.

Una enfermera salió de la nada. Pero al ver a un hombre tan fabuloso olvidó todo su apremio y se quedó petrificada, contemplándolo.

—¿Necesitas algo? —le preguntó el viejo.

La muchacha reaccionó.

— Sí. Lo buscan con urgencia en cirugía.

—¡Ah, sí!

El viejo doctor empezó a correr, pero a mitad de camino se dio vuelta para azuzar a Ignacio.

—Tengo un choque múltiple. Veinte heridos y un muerto. Bueno, serán tres si para la noche no consigo otro cirujano. ¿Me acompañas?.... Ah, no. Disculpa. Se podría manchar tu traje.

Sin esperar respuesta retomó su camino, corriendo apurado. Pero al llegar al final del corredor volvió a dirigirle la palabra a Ignacio.

—Algún día vas a volver. Todos volvemos —sentenció justo antes de desaparecer tras la puerta vidriada.

—No, si puedo evitarlo —farfulló Ignacio mientras caminaba velozmente hacia la salida, con la cabeza gacha para que nadie más lo reconociera.

Era demasiado doloroso.

* * *

 

—¡Un bomboncito! ¡No sabes lo que era!... ¡Papirri!... ¡A ese “se la hago” gratis!

—¿Tenía cara de político?

—No. ¿Por qué iba a ser político?

—Como dices que estaba tan bien vestido.

—Falta como un año para las elecciones. ¡Aquí un político no entra ni muerto!...—terció Clarita, que había escuchado el final de la conversación.

—¡Pero, no!... Esta idiota dice que era político.

—Por ahí es un médico nuevo, ¡quién te dice!

—¿Un médico de hospital que se vista así? ¡No me hagas reír!

—¿De quién están hablando? —preguntó Clara.

No le gustaba meterse en los chismes de hospital, pero tanto entusiasmo la había intrigado.

—De un bomboncito que estaba hablando con Bustos en el pasillo.

—Mira, ahí llega el viejo. Vamos a preguntarle.

Casi arrastrándose, considerablemente más viejo de lo que lo había sido esa misma mañana, llegó para desplomarse en una silla miserable el Dr. Bustos, uno de los mejores cirujanos del país. Estaba cansado. Antes hubiera podido operar veinte horas seguidas sin sentir la fatiga, pero ahora a la sexta ya tenía ganas de acostarse junto al paciente. Le dolían todos los huesos.

—“Bustito”, ¿quién era el potrazo con que estaba esta mañana?

—Un antiguo residente. El mejor que he tenido desde que trabajo aquí. Cuando entró, gracias a una recomendación, lo único que quería era operar. ¡Todos son iguales! Yo no lo dejaba, por supuesto. ¡Hay cada infeliz suelto, que se anima porque el cuerpo es de otro! Pero en el mismo momento en que lo vi con un bisturí en la mano supe que el chico era especial... Un cirujano como pocos.

—¡Qué dije! ¡Era médico!... No todos son tirados como los que trabajan acá. Hay gente que está ganando muy bien.

—No es este el caso. Un día se cansó de la profesión y ahora se dedica a otras cosas.

—¿Vino a visitarlo, entonces?

—No. Vino por Clarita.

La muchacha, que hasta allí había estado entretenida buscando una receta en medio de un caos de papeles, se sorprendió al escuchar su nombre.

—¿Por mí? ¿Quién era? —preguntó sin tener la más remota idea.

—Ignacio Roca.

—Pero Ignacio no es médico... —afirmó confundida.

—Es el mejor cirujano que conozco. Incluyéndome —insistió el Dr. Bustos. —¿Es tu nuevo novio?

—No... —respondió Clarita todavía atontada.

Esa respuesta no satisfizo a los presentes, que continuaban mirándola, expectantes.

—¿Entonces? —insistió la enfermera Acuña.

—Es mi marido.

* * *

 

Acababan de dar las cinco de la tarde cuando Ignacio abrió la puerta de su casa. Era jueves, y con un poco de suerte iba a poder conocer al novio de su mujer.

Había estado toda la tarde fantaseando con ese encuentro. Se imaginaba que el fulano era del tipo intelectual, aunque atlético. Seguramente más próximo que él a la edad de Clarita. Y…

Por primera vez en su vida Ignacio se sintió algo inseguro de su propia condición.

La casa estaba en silencio. La sala, desierta. ¿Se habría marchado?

Desilusionado, se dirigió con paso rápido hacia el escritorio para preparar los papeles que tenía que llevar a la empresa al día siguiente. Pero al abrir la puerta se topó de frente con un perfecto extraño que lo miraba atontado.

—¿Flavio? —preguntó dubitativo.

—Sí —respondió el otro con timidez.

¡¿Ese era Flavio?! De repente sintió alivio. El tipo debía tener como cuarenta años, era gordito, medio calvo... ¡Con razón que Clara seguía siendo virgen! Daba más la impresión de un padre que de un novio. ¿Por ese idiota se lo estaba perdiendo a él?

Flavio pudo leer en la cara de su contrincante lo que estaba pensando. Y sintió un odio profundo hacia ese estúpido que lo miraba con soberbia.

Ya no se trataba más de Clarita.

La cosa era ahora entre ellos dos.

* * *

 

—¿Por qué nunca nadie me dijo que Ignacio era médico?

Laurita observó a su amiga con curiosidad antes de responder.

—¿Acaso no te lo dijo él?

—Nunca. Pero tú, que hablas hasta por los codos…

—¡Gracias!

—Conozco hasta el nombre de la mascota de ese idiota con el que saliste en el verano. ¿Y omitiste contarme algo así?

—En esta casa ese es un tema prohibido. Papá y mamá estaban muy orgullosos con la carrera de Ignacio. Mi abuelo paterno había sido cirujano, y ellos tenían muchas ilusiones de que su bebé repitiera los logros del viejo… Y todo parecía indicar que lo haría. Hasta que llegó al país mi tío Alberto, hermano de mamá. En casa era casi una leyenda. Sabíamos que era inmensamente rico en Estados Unidos, pero cuando nos visitó quedamos deslumbrados por su simpatía y sus historias. El último día, justo antes de partir, nos enteramos de que se estaba muriendo. Una cirrosis, pobrecito. Una debilidad del hígado que le venía por el lado de su madre. Lo cierto es que lo tentó a Ignacio para que lo acompañara. Necesitaba a alguien de confianza que se hiciera cargo de sus negocios. ¡Te imaginas la oportunidad! Mi hermano no lo pensó dos veces. Dejó todo y carrera, y partió para allí… ¡No te imaginas lo que fue luego de eso esta casa! La tercera guerra mundial hubiera dejado menos bajas. Papá acusaba a mamá y a su hermano renegado y hueco por pervertir a su hijito del alma. ¡Un escándalo! Incluso Mercedes y yo pensamos que iban a separarse. Pero por fortuna así como había estallado la guerra llegó la paz. Y junto a ella, el silencio. La verdadera profesión de mi hermano se volvió un tema tabú en esta casa. Y nunca más se habló del asunto.

—¿Ignacio dejó la medicina por el dinero de tu tío?

—Tanto no le debía gustar, ¿no te parece?

No. A Clarita ya no le parecía nada. No podía llegar a entender a ese hombre con el que convivía. ¿Así que ese era su marido?

* * *

 

—Así que ese es tu “novio”...

El escritorio estaba a media luz. Clarita estudiaba, sentada en un inmenso sillón individual con atril. Hundida allí, con sus piernas colgando por uno de los lados, apenas se veía desde la entrada. Llevaba unos lentes simpáticos, que Ignacio nunca le había visto antes. Cuando él entró al cuarto y comenzó a hablarle, ella se sobresaltó. Y quizás por eso, o porque todavía estaba enfrascada en la lectura, no le contestó nada.

Ignacio se sentó frente a ella e insistió.

—Más parece tu padre que tu novio.

Clara se sacó los lentes y le dirigió una mirada que asustaba, pero sin por eso romper su obstinado silencio.

Su marido no quiso demostrar el impacto de esos ojos fríos, y continuó como si tal cosa.

—No sabía que usabas lentes.

—Ignoras muchas cosas de mí.

Fue tal el desprecio oculto en esas palabras, que su esposo se levantó dispuesto a irse, sin agregar más. Pero esta vez fue ella la que lo retuvo.

—¿Por qué me seguiste esta mañana?

Ignacio volvió a sentarse. Se había preparado para esa pregunta.

—Iba en mi auto, te vi entrar a un hospital, y pensé que podía ocurrirte algo malo.

Ella calló, no muy convencida.

Entonces fue él quien le reprochó.

—Por algún extraño motivo omitiste decir que eras voluntaria en el hospital.

—Por el mismo motivo que tú olvidaste contar que eras médico.

—¡Yo no soy médico! —se defendió. Era como si lo hubiera insultado.

—Paco dice lo contrario. Incluso piensa que eres mejor cirujano que él.

—¿Paco?... ¡Ah!, el doctor Bustos.

Ignacio sonrió. ¡El muy cerdo! ¡Sí que era mejor que él! O al menos lo había sido... Y mejor que todos los otros que estaban allí. Pero el viejo siempre tuvo algo que reprocharle en el quirófano.... ¡Y ahora que ya era demasiado tarde confesaba que era el mejor!

—Entonces eres cirujano —insistió ella.

—Ya te he dicho que no. Hace más de cuatro años que no opero. Y te puedo asegurar que eso no es como andar en bicicleta. Un cirujano necesita práctica continua, técnica. Estudio permanente.

Suspiró. — No, ya no soy cirujano.

—¿Por qué no?

—Porque no —le respondió como si se tratara de una nenita impertinente.

Se puso de pie dispuesto a irse.

Pero ella también se puso de pie, enfrentándolo.

—¿Por la herencia de tu tío?

— ¿Por qué? ¿Está mal?... Aquí la que quiere ganarse el Cielo eres tú y no yo. Yo soy ateo, ¿te acuerdas? ¿Tiene sentido entonces que me rompa el lomo trabajando veinte horas al día por mil pesos, cuando tengo un montón de millones en el banco?

—Pero te gustaba… Era tu pasión.

—No. Por supuesto que no me gustaba. A nadie le gusta que la gente se muera de hambre o de frío a su alrededor —mintió con determinación.

Ella lo miró con cara de reproche. Y como siempre que los ojos de la muchacha coincidían con los suyos, no pudo evitar ser sincero.

—Bueno..., sí, me gustaba. De verdad era el mejor. Pero hay muchas cosas que me gustan y me apasionan y no por eso...

Se interrumpió.

Entonces le devolvió la mirada y agregó.

—Tú me gustas mucho..., y sin embargo te voy a dejar ir.

Clara se conmovió de forma tan profunda al escucharlo, que no supo qué responder. Incluso olvidó apartar la vista. Así que por un momento quedaron uno frente al otro, sin saber qué pensar, y sin saber qué sentir.

A Ignacio le dolió su silencio. Sabía que ella no tenía nada que decirle, pero igual le dolió.

De nuevo no era el apropiado...

Se dio vuelta para irse, pero cuando ya estaba por llegar a la puerta, la voz de su esposa lo detuvo.

—¿Y los demás?... ¿Pensaste en cuántos chicos hubieras podido salvar?

—¿Porque no le preguntas eso a tu Dios cuando vayas el próximo domingo a la Iglesia? —respondió él, amargamente.

—No eres Dios. Y por eso te lo pregunto a ti... ¿Pensaste cuántos chicos hubieras podido salvar de haber seguido trabajando en el hospital?... ¿Cuánto dolor hubieras evitado?

Una furia ciega se apoderó de Ignacio.

—¡¿Qué sabes tú del dolor?! ¡¿Qué sabes de la pobreza?!... ¡Tú!... Una bebita de colegio privado y universidad católica. Una nena que tiene miedo hasta del sexo, y que tiene que correr a la Iglesia para pedir perdón por todo. ¡¿Qué sabes de que se te muera un niño entre los brazos?!... ¡Tú! Alguien cuya mayor preocupación en la vida es el último libro de García Márquez... ¿Crees que con ser voluntaria para sacar patente de niña buena, alcanza? ¿Qué sabes de la miseria? ¿De que un chico que salvaste milagrosamente en el quirófano se te termine muriendo a los dos años por hambre? ¡Tú, que corriste a casarte con el primero que pasaba, sólo por dinero!... ¿Acaso te crees que la vida es como esta casa, que tanto te gusta cuidar?... Luz, orden, belleza. ¡No! La vida es una mierda. Si hasta para hacer el amor, anda enterándote, un tipo te tiene que ensartar, te guste o no. ¡Esas son las reglas de este mundo!... Y hasta el mejor de los poetas mea cada mañana... ¡Pero no! Tú no sabes... Tú nunca fuiste a otro lugar que no sea la Parroquia... Tú nunca te has ido de Martínez...

Luego de terminar con su discurso, Ignacio miró a Clarita a la cara. No parecía enojada, sino ausente. Sólo fluía.

Sintió entonces un gran remordimiento. Después de todo ella no era culpable de su inocencia.

—Perdóname...—comenzó a decir, mientras la abrazaba con ternura—. No quise lastimarte... No es contigo la cosa...

Ella lo observó con la mirada lánguida de quien despierta de un sueño.

—No te enojes — insistió él.

—No. No estoy enojada. Es envidia.... Envidio a esa nenita que crees que soy.

Ignacio la miró a los ojos y se sobresaltó al notar que no había rencor ni despecho en sus palabras. Era sincera.

—Yo... — intentó agregar él. Pero fue inútil.

Clara había comenzado a fluir.

* * *

 

—Che, nena... ¿esa falda no es demasiado corta?

“¡Cuando no!”, pensó Laura. Ya se había olvidado de las delicias de tener a su hermanito en casa.

—Che, nene... ¿Por qué mejor no controlas a tu esposa ahora que estás casado, y me dejas tranquila?

Ignacio se puso pálido.

—¿Por qué? ¿Tengo que controlarla por algo?

—¡No!

—¿Hoy estuvo Clara por aquí?

—¡No!... ¿Qué ocurre? ¿Se te perdió tu esposa?

—¡No seas boba!

—Tú no seas bobo, idiota.

—¡Chicos, chicos!...

A Ignacio le gustaba cruzar algunos insultos con su hermana de vez en cuando. Lo hacía imaginar que era un niño otra vez.

—¿Quieres que te lleve a la facultad? —se ofreció por fin en tono conciliador.

—¿Por qué? ¿Vas hacia el centro? —preguntó Laura con suspicacia.

— Sí —mintió Ignacio.

Pero Laura no era idiota. Su hermano había ido hasta allí para averiguar algo.

Una vez en el auto, y a pesar de que él parecía ansioso, tuvo que ser Laurita la que iniciara la charla. Y ella podía ser de todo menos diplomática.

—¿Qué ocurre entre Clara y tú?

—¿Cómo “qué ocurre”?

—Sí. Qué pasa... Qué pasa con el sexo... ¿Tienen buena cama?

Ignacio, acostumbrado a tratar a Laurita como el bebé de la familia, se sorprendió ante semejante pregunta. Era evidente su incomodidad.

—No es algo que piense discutir contigo —respondió con enojo. Pero pudo más su curiosidad, así que se apuró a agregar— ¿Por qué? ¿Te comentó algo?

—No, claro que no. Clarita nunca comenta nada.

—¿Y entonces por qué pensaste que...?

—Por como la miras.

—¿Cómo la miro?

—Con ganas. Es obvio que estás muy caliente con ella. Se te van los ojos cada vez que menea el culo... Y a esta altura del matrimonio me parece que ya tendrías que pasar a la etapa de considerarla una bruja.

—¿A hablar así te enseñan en la Universidad Católica? —se quejó, tratando de desviar la atención de una cuestión tan obvia.

Estaba avergonzado.

—Ella es medio fría, ¿no?... Parece sensual, pero creo que es medio fría.

—¿Le conociste muchos novios?

—No. Ese repulsivo de Flavio fue el primero. ¡Y sólo porque la estuvo rondando durante dos años!

—¡No soporto a ese idiota!

—¡¿Lo conoces?! —preguntó su hermana, sorprendida.

Ignacio había metido la pata.

—Una vez me lo mostró por la calle.

—¡Es un bagre!... Pero Clarita no veía las horas de que el tipo le dirigiera la vida. Soñaba con construir su propia casa de muñecas.

¡Una casa de muñecas! Sí, justamente ese parecía el único motivo por el que ella había accedido a casarse con él. Al principio lo había confundido con tontería o banalidad, pero ahora, en cambio, estaba cada vez más convencido de que a su mujer la vida le daba miedo. Alguien la había lastimado mucho. Tanto como para querer encerrarse en ese castillo inexpugnable en que había convertido su casa.

Una perfecta casa de muñecas.

* * *

 

Hacía varios días que Ignacio se sentía muy mal. Le dolía el pecho y estaba seguro de tener fiebre. Pero por sobre todas las cosas le dolía el haber regresado al hospital como un perfecto extraño. Lo avergonzaba sentirse allí tan fuera de lugar, precisamente allí, adonde había pasado los momentos más felices de su vida. Y también le dolió la mirada de Clarita al reprocharle. Nunca olvidaría sus ojos. En ellos había visto reflejada fugazmente su propia conciencia. Y lo asustó.

Por eso después de aquella discusión apenas pisó la casa.

Durante las últimas noches se había estado quedando en lo de Dolores Souto. Y es que ella le recordaba a Kate. ¡Como extrañaba a Kate!

Su “ex” nunca le había exigido más que tener los zapatos lustrados y el cabello en orden. Y como si eso fuera poco, la muy yegua era increíble en la cama. Le gustaba mostrarse. Le fascinaba que él la mirara. Conocía exactamente las cosas que lo volvían loco, y no tenía ningún prurito en llevarlas a cabo. Era cierto que siempre había reproches, como en toda relación, pero nunca se trataba de algo que no se pudiera resolver con una chequera.

Sí, ahora extrañaba la vida fácil que había tenido junto a ella.

¡Cuánto la amaba todavía!

* * *

 

—¿Por qué no estás más tiempo en tu casa?

Flavio se sobresaltó por el reproche, sobre todo viniendo de labios de Clarita. Desde que la visitaba en ese palacete decadente de su estúpido marido, jamás habían vuelto a mencionar su situación de hombre casado. Tampoco su novia se había interesado por la marcha del divorcio, (¡menos mal!)... Y ahora de repente saltaba con eso.

—Sabes que no amo a mi mujer. Sólo te amo a ti —exclamó ese mentiroso con tono compungido, mientras intentaba por décima vez tocar a su novia con pasión.

Pero de nuevo Clarita logró tomar distancia, dejándolo con las manos en el aire, en una pose estúpida. Justo como se sentía en ese preciso momento.

—No respondiste mi pregunta. ¿Te sientes incómodo con tu mujer?

Incómodo se sentía con semejante charla. Muy incómodo. Era del tipo de conversaciones que se podía tener más con una amiga que con una novia.

—Ya te dije: no la amo... No tenemos nada para hablar, y...

—¿Tienes sexo con ella? Me refiero a que conmigo...

Durante su largo noviazgo era la primera vez que Clarita mencionaba la palabra “sexo”, lo cual era bueno. Pero justamente lo hacía en el contexto equivocado, lo cual era muy malo.

—No, no lo tengo —afirmó sin faltar a la verdad.

Hacía más de dos años que no tocaba a Margarita. Claro que tampoco se mantenía precisamente célibe a la espera de que Clara le diera el sí…

Pero eso era algo totalmente distinto.

—¿No la deseas?

—¡No! Yo sólo te deseo a ti. Estoy loco por ti.

—Pero en la convivencia... Me refiero a que a veces es difícil no dejarse arrastrar por el deseo, sobre todo si…

Flavio se alarmó.

—¿Por qué? ¿Tu marido ha intentado algo contigo? ¿Ocurrió algo que debas contarme?

—¡No! No ha ocurrido nada. No hablaba de mí, sino de ti... Además, a mi marido apenas lo veo últimamente.

—¡Mejor! No confío en ese tipo. Estoy seguro que se ha prestado a esta situación sólo para tenerte a tiro, y así…

Sí, pensó Clarita. Quizás eso había movido a Ignacio en un principio. Durante el primer mes no había pasado un día sin que intentara acercarse a ella. La había tocado, le había dejado en claro su deseo... Pero ahora ya no parecía lo mismo. Su mirada era hostil. La consideraba una tonta. ¿Acaso no se lo había gritado allí mismo, en el escritorio? Y de alguna manera tenía razón. ¿De qué se trataba ese matrimonio sino de una soberana tontería, fruto de un miedo, más tonto aún, por quedarse sola? ¿Y acaso no era una estupidez su rechazo al sexo?

—¡Clarita! ¿Ocurre algo? —se inquietó Flavio, consciente que de no detenerla a tiempo su novia comenzaría a fluir.

—No —respondió ella, despertando ante sus gritos—. No me ocurre nada. Tú sabes bien que a mí nunca me ocurre nada.

* * *

 

Ignacio se sentía francamente mal. Y por mucho que rechazara la idea de regresar a casa tan temprano, era evidente que su cabeza estaba a punto de estallar.

Por fortuna su amigo Robert, de paso por Buenos Aires, se ofreció a llevarlo. Quizás no era tanto el peligro de toparse con Clarita allí después de todo. Acababan de dar las cinco de la tarde, y lo más probable era que no encontrara a nadie en la casa. Bueno, quizás las criadas, pero no a su esposa. Podría entonces darse un baño para bajar la fiebre, y echarse a dormir hasta la noche. La bella Dolores lo esperaba a eso de las nueve.

Pero al llegar a casa le bastó con cerrar la puerta de calle para que la sala comenzara a girar bajo sus pies. Hacía un frío insoportable, aún a pesar de estar en medio del verano.

—¡Ignacio!... ¿Te sientes bien? —preguntó Clara al verlo.

—Sí — llegó a responder.

Y luego se desmayó.

* * *

 

Entre Clarita, la cocinera Carmen y el chofer, lograron subir a Ignacio hasta su dormitorio. Era un hombre grande, demasiado musculoso, y cargarlo no resultó tarea fácil.

Una vez acostado su joven esposa se dejó llevar por la desesperación. Era evidente que ardía de fiebre, pero… Lo único que podía hacer era sostener su cabeza.

Un recuerdo fugaz sobrevino a su memoria. Y entonces se paralizó. Tenía miedo. Un miedo horrible de que algo muy malo ocurriera.

Tontamente comenzó a llorar. Él, aún en medio de su delirio, abrió los ojos y acarició su mejilla para enjugarle con dulzura una lágrima.

Fue ese gesto tan protector lo que la hizo reaccionar. Tomó el teléfono, y no dudó ni un minuto en llamar a Gregorio.

Al principio él se sorprendió de oír su voz. Pero de inmediato pudo más la alegría de serle útil. Como antes. Como siempre.

A la media hora Grego, (como ella le decía desde que tenía cinco años), ya estaba tocando la puerta de la calle Las Heras.

Pero al salir a su encuentro Clarita se sorprendió. ¡¿Ese era su amigo del alma?! Había ganado algunos kilos que le sentaban muy bien. Se lo notaba más masculino, más hermoso de lo que lo recordaba. Se alegró de sentirse protegida por él una vez más, como cuando eran pequeños y Grego corría siempre en su auxilio.

—Disculpa que te haya llamado, pero no sabía qué hacer. Se trata de mi marido. Se desmayó. Está ardiendo de fiebre.

Gregorio subió las escaleras detrás de Clara, sin sacarle los ojos de encima.

Por muy doloroso que le resultara reconocerlo, su amiga estaba hermosa. Era evidente que el matrimonio le había sentado de maravillas.

¡Lástima!

Todavía le dolía que Clara fuera la mujer de otro. ¡Y qué otro! Aunque ella lo ignorara, Grego y su esposo habían coincidido en más de una materia en la facultad de medicina. Desde un principio todo había sido competencia entre los dos, odiándose en silencio desde ese entonces. Por eso Gregorio se había negado a ir al casamiento de Clara. Dolía confesarlo, pero con esa boda no sólo estaba perdiendo a la mujer que había adorado en silencio durante doce años, sino que la perdía a manos de su peor enemigo. El mismo tipo al que ahora venía a atender.

—Desnúdalo, por favor. Necesito revisarlo.

La muchacha echó una mirada asustada a su antiguo amigo. Parecía incómoda.

—Es tu marido. ¡No voy a desnudarlo yo! Me imagino que no será la primera vez que lo ves sin ropa.

—Por supuesto —murmuró ella sin mucho convencimiento.

Y comenzó a desvestirlo. Su cuerpo sudoroso ardía de fiebre. Le sacó los zapatos, las medias... Desabrochó su camisa... Y miró a Gregorio en busca de clemencia.

Pero él no la tuvo.

—Sácale también el pantalón. Tiene que estar lo más fresco posible, y además voy a tener que inyectarle un antitérmico.

Lentamente y con vergüenza Clarita comenzó a desabrochar el pantalón de su propio marido, sólo para descubrir que no llevaba ropa interior. No la usaba o la había dejado olvidada en lo de alguna amante. Lo cierto es que allí estaba ella, deslizando los pantalones de Ignacio, tan cerca de su sexo dormido como no lo había estado jamás del de ningún varón adulto.

Al terminar con su tarea Clarita se alejó, todavía con las mejillas alborotadas, centrando la mirada en su amigo Gregorio.

Él, en cambio, manejaba la situación con soltura.

—Tiene un virus —sentenció—. Es el tercer paciente así que veo esta semana. Diez días de fiebre altísima, y si no se cuida termina en neumonía. El que tu marido fume tampoco ayuda. ¿Sigue fumando como una bestia, no?

Clarita lo miró extrañada. —¿Lo conocías de antes?

—De la facultad. Pero no demasiado. Sólo lo suficiente —aclaró en forma enigmática—. Ahora voy a inyectarle un antitérmico, pero hasta que baje la fiebre deberás ponerle paños fríos en la frente, axilas, y en la ingle. Ni bien logre ponerse de pie será bueno que tome baños con agua tibia, hasta que se enfríe. Y por supuesto nada de aire acondicionado... Mañana lo veré de nuevo.

—¿Puede pasarle algo?— preguntó ella, angustiada.

—Si se cuida, no. Diez días de fiebre y nada más. Pero igual vengo mañana. Así, de paso, podremos charlar un poco tú y yo.

Clarita lo acompañó hasta la puerta. Se sentía algo culpable por recurrir a él luego de tantos años de silencio. Estaban distanciados. Pero no por su culpa, ni por un motivo en especial. O quizás sí. Quizás porque Grego y Flavio nunca habían simpatizado.

De seguro era un atrevimiento de su parte acordarse de él en la necesidad. Pero estar ahora a su lado, como siempre, la ponía de buen humor.

* * *

 

Subió al cuarto de su marido con un balde de hielo lleno de inmaculados pañuelos blancos. Cuando abrió la puerta del dormitorio volvió a sorprenderse de verlo allí totalmente desnudo. Por supuesto que la cohibía tanta proximidad, pero se lo veía tan inofensivo, tan hermoso con su masculinidad dormida, que se dejó llevar por ese sentimiento dulce que surgía entre sus piernas; un repentino cosquilleo que trepaba desde el centro mismo de su intimidad hasta sus pechos, jugueteando con sus pezones.

Se apuró a taparlo con una sábana ligera, y luego comenzó a atenderlo. A cubrir su cuerpo con paños fríos, a secar su sudor, a peinar su cabeza. Lo atendió incansablemente durante toda la noche, y al alba se quedó dormida a su lado.

Al despertar, Ignacio parecía agitado. Susurraba algo. Hablaba en inglés... Le hablaba a Kate. Le decía que la quería, que la necesitaba. Hablaba de un hijo... “My son”, clamaba.

Clarita comenzó a sentir que una extraña congoja la invadía. Estaba muy mal penetrar en el alma de su marido sin su permiso. Saber de ese hijo ¿Qué habría ocurrido con él?

Pero muy en el fondo de su corazón lo que más la lastimaba era que Ignacio no hubiera olvidado a Kate. Que la siguiera amando. Tanto, como para intentar esa farsa de matrimonio con ella, con tal de exorcizar su recuerdo.

Sintió una gran envidia de ese amor.

Pero, más que todo, sintió una gran envidia de Kate.

* * *

 

—¿Cuánto tiempo hace que no charlamos?

—Una infinidad —respondió Clarita distendida.

Se sentía a gusto con Grego. Hablar con él era muy fácil. Habían sido vecinos desde su vuelta a casa, luego de la muerte de sus padres. Y desde entonces él siempre estuvo allí para ayudarla.

La suya era una amistad extraña. Gregorio era bastante mayor que ella, pero su timidez había servido para ponerlos a la par. Iban juntos a la Parroquia y a los bailes. Eternos compañeros, sin embargo él se encargaba de espantar a todos los hombres que se interesaban en su vecina. Clarita, por el contrario, siempre tenía alguna novia para presentarle, aún a pesar del enojo de él con cada una de esas citas arregladas.

—Todavía estaba esperando que te aburrieras de Flavio, cuando me llegó la participación de tu casamiento con Roca.

—Todo fue muy rápido.

—Demasiado —respondió Gregorio, mientras pensaba en el tiempo perdido durante esos años en que la había amado en silencio.

—¿Por qué no te quedas a tomar algo? Así podríamos hacer un “upgrade” de nuestras historias.

—No, gracias, ya es tarde.

En realidad su cercanía le dolía demasiado.

—¿De verdad tienes que irte? —preguntó ella, desilusionada.

—Sí, de verdad. Ya es muy tarde.

—Entonces te acompaño hasta la puerta.

Gregorio había caminado apenas unos pasos por el sendero que llevaba hacia la calle, cuando, girando de repente sobre sus talones, le preguntó:

—¿Al menos eres feliz?

Clarita lo miró confundida, muda. De todas las preguntas del mundo, esa era de las pocas que se sentía incapaz de responder.

Gregorio sonrió en su interior.

Quizás no era tan tarde como él había pensado.

* * *

 

Cuando Ignacio despertó se sentía deliciosamente descansado, pero monstruosamente hambriento. ¿Cómo había llegado hasta su cama?

Así como estaba, a medio vestir, apenas cubierto por los pantalones de un pijama de seda, bajó a la cocina.

Dorita, la criada, casi se desmaya al verlo.

— ¡¿Qué está haciendo, señor?!

—Vine a comer algo —respondió él como si se tratara de lo más natural del mundo.

— Pero usted no puede levantarse.

— ¿Cómo que no? ¡Mira! ¡Claro que puedo!... ¿Qué te ocurre?

—¡Si lo ve la señora me mata!

Ignacio no podía entender el motivo de tanto alboroto.

—¿Dónde está la señora? —preguntó distraídamente mientras mordisqueaba un pedazo de pan casero que había encontrado sobre la mesa.

—La señora se fue a dar un... “un final”, o algo así.... Un examen de la facultad. Yo le dije que no fuera. ¡Lleva días sin dormir, la pobre! Desde que usted enfermó que no se separa de su lado.

Ignacio la miró confundido. No recordaba haber estado enfermo. Y no recordaba haber estado junto a Clara... ¿O quizás sí? Tenía una sensación tan vaga como dulce de verla dormir a su lado. Pero eso había sido sólo un sueño, ¿o no?

—¿Qué día es hoy?

—Martes.

—¡¿Dormí tres días?!

—No, señor. Durmió como diez. ¡Volaba de fiebre!... Yo le dije a la señora que contara conmigo para cuidarlo aunque fuera una noche, pero ella no quiso... ¡Y vio cómo es la señora cuando algo se le mete en la cabeza!

—No me acuerdo de nada.

—Se desmayó ahí nomás, en la entrada. Diga que entre la señora, el Horacio y la Carmen lo pudieron subir... ¡Qué susto se llevó la señora! ¡Cómo lloraba!... Menos mal que después vino el doctor Gregorio y...

—¿Gregorio?

Sí. También había soñado con Gregorio López Matto.

—Parece que es muy amigo de la señora... Y vino a la casa todos los días.

¡Increíble!, resopló Ignacio en su interior. No podía quedarse dormido, que ya tenía que estar espantando a alguien más del lado de su esposa... ¡Como si no le alcanzara con Flavio!

* * *

 

—¡Ignacio! ¿Qué haces levantado? ¡Vamos a la cama de inmediato!

—Desde nuestra noche de bodas que estoy esperando que me digas eso —replicó él con voz seductora, feliz de ver como su pequeña esposa se ruborizaba.

—Parece que te sientes bien, porque te levantaste con ganas de bromear... ¡Vamos! ¡A la cama!

Lo ayudó a acomodarse, pero era obvia su turbación.

—Bueno, ya que estás tan bien, te dejo y me voy a estudiar. Mañana tengo otro examen.

Dio media vuelta para irse, pero él la retuvo.

Quedaron enfrentados. Ignacio la miró profundamente a los ojos, y luego preguntó: —¿Fuiste tú quien me desvistió?

Clarita sintió que el piso se abría bajo sus pies.

—Volabas de fiebre —dijo a modo de excusa, bajando la mirada.

—¿Y dormiste a mi lado?

La muchacha enrojeció otro poco.

—Había que atenderte, delirabas...

El gesto de Ignacio se contrajo.

—¿Deliraba?... ¿Dije algo mientras dormía?

—Hablabas en inglés... Pero no te entendí nada —mintió ella.

Ignacio sonrió. Una vez recobrado su buen humor se apuró a buscar un cigarrillo en el cajón y llevárselo a la boca.

—¡Ni se te ocurra! —ordenó su mujer, quitándoselo con autoridad.

Entonces él la atrajo hacia sí, con tanta fuerza, que Clarita perdió el paso y terminó cayendo en la cama, justo sobre él.

Por un breve instante sus cuerpos quedaron juntos, fundidos en una inquietante proximidad.

—Si de verdad quieres que no fume, tendrás que ocupar mi boca con otra cosa —le dijo él, abstraído en la forma perfecta de sus labios.

Pero en el preciso momento en que iba a besarla, ella le respondió:

—Si así lo prefieres…

Y entre risas logró meterle un pan en la boca, mientras se ponía fuera de su alcance.

Ignacio la dejó hacer, contentándose con mordisquear el pan.

Sí, por ahora iba a tener que conformarse...

Sólo por ahora

* * *

 

Esa tarde Ignacio recibió la visita de Gregorio López Matto.

Odiaba a ese tipo. Proveniente de una larga dinastía de médicos, mejor promedio en la facultad y en la vida, le gustaba sentirse superior a los demás. Sin motivo, por supuesto, porque en verdad era apenas un ganso, que solía estar más solo que un perro. Un flacucho insignificante, con una nariz larga que sólo servía para apoyar sus anteojos inmensos.

Ese era el recuerdo que Ignacio guardaba de su condiscípulo.

Un recuerdo que nada tenía que ver con el tipo atlético y bien plantado que entraba ahora a su cuarto de la mano de su mujer.

—Estás distinto... ¿Te operaste la nariz, Gregorio? —preguntó Ignacio a modo de saludo, cuidando muy bien de empezar ese reencuentro con el pie inadecuado.

—No —contestó el otro, mientras hervía por dentro, pero incapaz de rebatirle con gracia.

Al ver el tono ríspido de esa reunión, Clarita prefirió hacerse a un lado.

—Bueno, los dejo…

Si su marido y su mejor amigo iban a tratarse mal, ella prefería ignorarlo.

Y, en efecto, las palabras ácidas aumentaron con su ausencia.

—Me enteré que te convertiste en un gran médico —dijo con sorna Ignacio.

—Y yo me enteré que tú te convertiste en un gran millonario —respondió el otro.

—No presumas conmigo. Lo tuyo también es heredado.

—Sabía que no ibas a llegar a ningún sitio, Roca. La medicina es una vocación.

—¿Cómo que no llegué a ningún sitio? Estoy aquí, justo en la cama de Clarita —mintió.

Pudo notar que su contrincante se retorcía de disgusto. Aprovechó entonces para insistir.

—¿Hace mucho que la conoces?

—Mucho antes que tú.

—¡Que raro! Nunca te mencionó.

—No te preocupes. Tampoco me habló de ti hasta que se te ocurrió agarrarte un virus... ¡Pobrecita! Se nota que le das vergüenza.

—Entiendo: te apuraste a venir, a ver si le facilitabas el trámite de volverse viuda.

—Es lo menos que podía hacer por ella. ¡No la mereces!

—Pero la tengo. ¡Es mi mujer!

Pudo ver el odio en los ojos de su enemigo. Pero no era solamente su vieja rivalidad. En esa mirada había mucho más. Y entonces, a boca de jarro, le preguntó.

—¿Estás enamorado de ella, no?

—¡Sí! —contestó Gregorio, enfrentándolo.

—¡Uno más!... Será mejor que te pongas en la fila. —replicó Ignacio con desprecio, dándole la espalda.

Pero Gregorio volvió a enfrentarlo: —¿Y tú? ¿También estás enamorado de ella?

Por un momento los dos hombres se miraron a los ojos.

— Sí —respondió Ignacio con seguridad.

Y entonces sus piernas comenzaron a temblar.

* * *

 

Ya hacía dos semanas que Gregorio se había vuelto un asiduo concurrente a la misa dominical en la pequeña Iglesia de Martínez. Llegaba temprano, sólo para quedarse esperando a Clarita en la entrada. Se sentaba junto a ella y a la hora del “saludo de la paz” le daba un ardiente beso en la mejilla. A la salida insistía en llevarla a casa.

Tanta proximidad comenzaba a inquietar a la muchacha. Y es que nunca antes, ni siquiera cuando eran mejores amigos, Grego había intentado tocarla. Ahora, en cambio, con cualquier excusa la tomaba largamente de la mano; o la abrazaba al menor intento de ella por escapar de su cercanía. Era como si, al considerarla una mujer madura, se sintiera más libre de expresar esos sentimientos que, ahora resultaba evidente, siempre había albergado. Clarita no quería lastimarlo, pero su presencia estaba comenzando a incomodarla.

Nada raro. Siempre le ocurría lo mismo cuando un hombre se interesaba en ella.

* * *

 

A pesar de ser apenas las doce del mediodía, el cielo de ese domingo de otoño era de un azul acerado.

—¿Te llevo a casa? —preguntó Gregorio sólo por cortesía, mientras arrastraba a Clarita hacia su auto.

Pero ella no era una mujer fácil de arrastrar.

—No. Mejor hoy no. Tengo que comprar pastas. No está la cocinera y pienso preparar el almuerzo. Además mi marido me espera y…

“Su marido”... Había puesto especial acento en esas palabras.

—Está por llover.

Gregorio tampoco parecía dispuesto a ceder tan fácilmente.

—Tengo paraguas —replicó ella sin amilanarse.

La insistencia de su amigo estaba comenzando a molestarla.

— Es una tontería que...

Gregorio no pudo terminar la frase. Para su sorpresa, de la nada apareció el mismísimo Ignacio, que ahora saludaba con un beso en la boca a su esposa. ¡Y qué beso! No como esos que se daban en presencia de extraños, sino uno mucho más íntimo. Uno que servía para “marcar territorio” entre esos dos leones enfurecidos.

Y aún a pesar de ese beso, (o quizás por él), Clarita se sintió aliviada por la oportuna presencia de su esposo.

—¿Por qué saliste de la casa con este mal tiempo? —le reprochó, sin embargo—. ¡Sabes que no tienes que enfriarte! —dijo con auténtica preocupación.

—¿Has visto cómo me cuida? —se regodeó Ignacio ante su oponente, mientras aprovechaba para abrazarla—. ¡No sabes cómo me ha atendido en estos días! Desayuno en la cama, mis comidas favoritas...

—Bueno, también te he puesto a trabajar bastante —replicó, divertida. Y dirigiéndose a Gregorio, añadió: —Me ha estado ayudando con algunos parciales domiciliarios. No sé qué tan bueno sería en medicina, pero en letras es fantástico.

—Eso lo explica todo —respondió su interlocutor, asqueado de tanta felicidad, que para colmo de males parecía auténtica—. Queda claro que te equivocaste de carrera, Roca— agregó a modo de venganza.

Ambos hombres cruzaron miradas llenas de antiguos reproches. Las palabras de Gregorio le habían dolido a Ignacio más de lo que estaba dispuesto a aceptar. Pero supo de inmediato cómo vengarse: tomó a su mujer fuertemente de la cintura, y sin siquiera saludar, emprendió junto a ella el camino de regreso.

—Vamos a casa —le dijo—. Ya te he extrañado demasiado.

* * *

 

Una vez convenientemente alejados de la Iglesia, Clarita se soltó del abrazo de su marido.

—De verdad, ¿qué has venido a hacer aquí?

—Vine a comprar cigarrillos y te vi. Está claro que no puedo darme vuelta sin que estés con otro hombre —le reprochó en tono de burla—. Aunque soy injusto: ¡Gregorio no es un hombre!

—No sé por qué no se soportan, pero tal parece que es mutuo.

—Entre otras cosas tu amiguito me odia porque me casé contigo. ¿O no te has dado cuenta de que el muy estúpido está enamorado de ti?

—¿Y por qué lo odias tú a él?

Ignacio tardó en responder.

—Porque se cree un gran médico.

—Es un gran médico.

—Se cree el mejor.

—¿Mejor que tú?

La charla había tomado un rumbo perturbador, así que Ignacio aprovechó la caída de las primeras gotas para cambiar el tema.

—¿Por qué no abres el paraguas? Me estoy mojando.

—¿Y el tuyo? ¡¿Vas a decirme que saliste en un día como éste sin paraguas?!

—¿Para qué quiero un paraguas? Si llueve poco, no lo necesito. Y si llueve mucho, me mojo igual.

—Esa es una filosofía estúpida —le reprochó la muchacha, mientras trataba de cubrirlo de la lluvia que comenzaba a arreciar.

Ignacio aprovechó para abrazarse a ella. Le gustaba su calor.

Durante esa semana de convalecencia, transcurrida en medio de una deliciosa intimidad con su esposa, ese deseo que ahora sentía entre las piernas le había dado una tregua. Era como si el tiempo robado a la enfermedad hubiera servido para forjar entre los dos una amistad pura, exenta de todo otro interés. Pero ahora, ya repuesto en su hombría, le bastaba con sentir así de cerca ese delicioso perfume a hembra joven que emanaba su esposa, para caer de nuevo a sus pies, subyugado.

¡Cómo necesitaba tocarla, apropiarse de su deseo, hacerla suya!

Clarita debió percibir algo en su actitud, porque al llegar a un pequeño techo de inmediato se separó de él.

—Va a ser mejor que me esperes aquí. Voy a buscar el auto y luego vendré a rescatarte de la lluvia. Y te advierto: si tienes una recaída sólo por salir a comprar unos tontos cigarrillos, será mejor que te busques a otra para que te atienda.

—No seas tonta. ¡Diluvia! ¿Crees que ese paragüitas te va a proteger? ¿Por qué no nos quedamos aquí y esperamos juntos a que pase la lluvia? —le susurró al oído, mientras intentaba retenerla.

—Porque está empezando a hacer un frío de locos, y tú apenas llevas una camisa. Además: ¡no subestimes a mi paraguas!

Diciendo esto se soltó, volvió a abrir su paraguas, y dio unos pasos fuera de la protección que le brindaba ese techo.

Pero no acababa de hacerlo cuando, para diversión de Ignacio, un auto pasó a toda marcha, salpicándola. ¡Estaba totalmente empapada!

Y todavía no lograba recuperarse de la sensación del agua fría sobre su cuerpo, cuando una ráfaga de viento helado dio vuelta su endeble paraguas, arrancándoselo de las manos.

Ignacio apenas pudo contener sus ganas de reír pero, para sorpresa de Clarita, se limitó a salir él también de su refugio. Dejó entonces que la lluvia lo empapara por completo. Luego la miró con toda la seriedad de la que fue capaz y le dijo: —Tenías razón. Tendría que haber traído un paraguas.

Los dos comenzaron a reír. Y todavía riendo corrieron por las calles inundadas, salpicándose, empujándose, burlándose el uno del otro.

Al cerrar la puerta de su casa se miraron divertidos. Con la ropa empapada adherida al cuerpo, las mejillas arrebatadas por la carrera, y todavía jadeantes, en verdad hacían una buena pareja.

Pero entonces ocurrió.

Así como ocurrían las cosas entre los dos: de forma inexplicable.

Fue un momento. Sólo bastó que su marido le susurrara con dulzura, apenas tocándola:

—¡Tienes el cabello mojado!

Todo el gesto de Clara se trastocó al escuchar esa frase. Su mirada se volvió turbia, observándolo sin verlo, envuelta en un dolor tan evidente que hizo estremecer hasta al mismo Ignacio.

Él la miró sin entender, pero ella, en vez de darle una respuesta, se limitó a correr escaleras arriba, dejándolo solo.

Más que solo.

Tardó un buen rato en regresar. Para cuando lo hizo ya se había cambiado, y su cabello estaba totalmente seco.

Él, en cambio, permanecía allí, en medio de la sala. Anhelante, tratando de entender lo inexplicable: esa terrible tormenta de su esposa había dado paso a la calma. Una calma basada en el silencio.

Un silencio que no dejaba de lastimarlo.

* * *

 

Ese miércoles por la tarde Ignacio llegó temprano. Habiendo pasado la mayor parte del día enfrascado en una biblioteca virtual, se sentía tan agotado como satisfecho. Había encontrado un millón de argumentos para rebatir la estúpida tesis que se proponía presentar Clarita para su licenciatura: “La presencia de Dios en “La Peste” de Albert Camus”. Y es que era tanta la obstinación de ella con lo religioso, que hasta quería torcer la voluntad de un tipo como Camus, (un perfecto existencialista), viendo a Dios donde nadie lo encontraba. Muchas noches se habían quedado discutiendo hasta el amanecer. Así de terca era su esposa. Y en todas esas noches él había disfrutado de esa terquedad, de su inteligencia sutil, de toda su sagacidad. Pero sobretodo había disfrutado de esa dulce proximidad que empezaba a unirlos.

Estaba sentado en un sillón para esperarla y de paso fumar el último cigarrillo del día, cuando el ruido de la puerta principal que acababa de abrirse con violencia lo sobresaltó.

Clarita, que no había advertido su presencia en la casa, corría por la sala hacia la escalera.

Sorprendido, salió a su encuentro para retenerla. Y entonces pudo notar que temblaba... Instintivamente la abrazó. Clara cerró los ojos y se hundió en ese pecho fuerte, capaz de contenerla.

—¿Te ocurre algo? —se preocupó su esposo.

Ella levantó la cabeza, asustada, y por un instante a Ignacio le pareció que estaba dispuesta a hablar. Pero de inmediato su mirada volvió a nublarse, se alejó de él, y otra vez lo golpeó con ese silencio brutal que tanto lo lastimaba.

—No. No me pasa nada —mintió.

Luego se dio la vuelta, comenzó a subir lentamente por las escaleras y se encerró en su cuarto.

En medio de la noche le pareció escucharla llorar. Pero a la mañana siguiente, al salir de su habitación, era otra vez la Clara de siempre.

La esposa perfecta.

* * *

 

Ignacio escondió la caja de cigarrillos en un bolsillo, saludó al tendero, y comenzó a caminar rumbo a su casa. Pero cuando faltaba poco para llegar se detuvo enfurecido. ¡¿Qué mierda significaba eso?! Allí, delante de sus propios ojos, estaba su mujer bajando del auto de ese idiota de Gregorio López Matto. ¡Y a las tres de la tarde!

Clara corrió hasta la casa sin notar la presencia de su marido en la calle, mientras que ese imbécil de Gregorio continuaba parado allí, fija la vista en el culo de una mujer ajena, mientras se le caía la baba. ¡Pedazo de pelotudo!

Ignacio apuró el paso. Quería enfrentarlo antes de que ese idiota se le escapara.

—¡¿Qué haces aquí?!

—Traje a Clarita del hospital.

—Si Clarita necesita que la traigan, para eso tiene marido.

—Lo sé. Pero después de lo de ayer me pareció más prudente que la pobre no anduviera sola por allí.

De inmediato Gregorio notó el desconcierto que sus palabras dibujaban en la cara de su oponente. ¿Entonces Clarita no le había dicho nada?

Saboreó el triunfo. Durante unos segundos disfrutó la cara del otro, y luego agregó:

—No, pero tienes razón. No me toca a mí el acompañarla.

Le dio la espalda dispuesto a irse, pero Ignacio lo detuvo.

—¿Por qué? ¿Qué ocurrió ayer?

Gregorio sonrió. Subió a su auto, lo puso en marcha y poco antes de arrancar le dijo:

—¿Cómo? ¿Ella no te contó nada?

Ignacio se quedó inmóvil, en medio de la calle, viéndolo partir. Estaba furioso. Se sentía miserable. No poseía nada de su mujer. No sólo no tenía su cuerpo, sino que, lo que más le dolía, tampoco podía alcanzar su alma.

No era el adecuado.

Comenzó a caminar sin rumbo, y estuvo haciéndolo así hasta que, al levantar la vista, se encontró con el hospital zonal. Sonrió entristecido. ¡Cuántas veces había ido hasta allí caminando sólo porque no le alcanzaba el dinero, pero le sobraba el orgullo como para pedírselo a sus padres!

—¡Doctor Roca!

Sintió un vacío en el estómago. Hacía ya mucho tiempo que no le decían así.

—¡Doctorcito!

Antes de que pudiera reaccionar la gruesa figura de Olguita, la enfermera, lo estaba asfixiando en un apretón amoroso.

—¡Cuánto tiempo, doctorcito!... Cuando la Mirta me contó que te habías casado con la Clarita no lo podía creer... ¡Mi doctorcito casado con ese bombón! ¡Claro! ¡¿Cómo no se iban a casar?! Son tan lindos los dos. ¡Tan buenos!... ¡Qué linda pareja! ¡Qué contenta me puse!

—Gracias, Olga. Yo también te he extrañado mucho.

—¡Pero nunca volviste a visitarme!¡Claro! Ahora no eres más un tirado. Ahora eres un señor elegante. ¡Mírate que lindo estás! Pero igual podrías venir. Si no es por nosotros, aunque sea por Clarita. ¡Con el susto que nos dio ayer! Quisimos llamarte, pero ella no nos dejó. ¡Hay que ver los cojones que tiene la niña!

Ignacio se sobresaltó.

—¿Ayer? ¿Qué ocurrió ayer?

—¿Cómo? ¿No te contó?

Sintió que esa pregunta se le atravesaba en el alma.

Por fortuna la enfermera continuó con su historia sin esperar respuesta.

—¡Claro! ¡Habrá tenido miedo de que la retaras!

—Pero, ¡¿qué fue lo que ocurrió?!

—Ayer hubo un tiroteo en la “villa”. Bueno, ayer y todos los días. ¡No sabes cómo se ha puesto esto con tanta miseria! Bueno, ayer llegó este nenito... “El Peti”... Cuatro años creo que tiene. Aunque cuando son tan pobres nunca se sabe, porque hasta desnutridos están... Tenía una bala rozándole la médula... El peruanito le hizo las primeras curaciones, y como bien sabes generalmente las balas no se sacan, pero con este pibe tenía sus dudas... Así que dio orden para que se lo dejara en terapia. Pero, no acababa de decirlo, cuando cae el padre del pibito, hecho una furia, queriéndoselo llevar. Seguramente el tipo no quería darle explicaciones a la “cana”, ¡has visto como es esa gente con la policía! El negro gritaba sin parar, y entonces el peruanito, amablemente, (¡sabes cómo es él!), le empezó a explicar... Pero el tipo no atendía razones, ¡estaba como loco! Y entonces saca “un chumbo” del tamaño de una escopeta... ¡No te miento! ¡Te lo juro por mi madre!... El tipo saca el chumbo y el peruanito, ¡te imaginas!... Así que ahí mismo comienza a arrancar todas las sondas, para llevarse al pibe... ¡No sabes cómo lloraba ese chico!...Y entonces… ¡se le cruza Clarita! ¡Y lo mira con una cara! ¿Has visto esa cara que pone ella? Como si no se asustara de nada en este mundo.

No, no la había visto.

—Y le dice que no, que el chico está a su cuidado, y que de ahí nadie lo saca... Al principio el tipo dudó, y todos nos quedamos mudos. Pero en seguida volvió a sacar el chumbo y se lo puso a tu mujer directamente en el medio de los ojos. ¡Te lo juro por mi madre! ¡Acá! —gritó, señalándose la frente—. Todos dimos un paso atrás... Pero Clarita no. ¡Qué va! Se quedó ahí como si nada... Y le dijo: “El chico está a mi cuidado. Cuando se mejore, yo misma lo llevo hasta tu casa. Pero por ahora ni tú ni nadie lo saca de aquí” ¡No sabes el susto! El tipo siguió apuntándole un rato más, pero después bajó “el chumbo” y se “rajó” antes de que llegara “la cana”... ¡La puta que tiene cojones tu mujer!

Ignacio bajó la mirada.

La enfermera comprendió en su actitud el enojo lógico de un marido que se enteraba de lo cerca que había estado de perder a su mujer.

Pero en realidad se trataba de la impotencia de un hombre que, a pesar de que lo intentara, no podía llegar a conocer a su propia esposa.

Y todo por no ser el adecuado.

* * *

 

Era obvio el nerviosismo de Clarita esa mañana. Incluso llegó a cruzar algunas palabras con Carmen, la cocinera. Ignacio mismo la vio derramar el café en su blusa, justo antes de que el chofer llegara para llevarla al hospital. Ese era el día señalado para devolver a “El Peti” con su familia, en medio de la “Villa La Cava”, la peor “villa miseria” de la Argentina. Y no era que ella tuviera miedo de entrar allí. Por el contrario, una multitud de buenos vecinos se habían habituado a esperarla los sábados a la mañana, cuando llegaba junto al cura para ayudar en el pequeño templo que habían levantado con tanto sacrificio. Y los demás, los peligrosos, toleraban con respeto el paso de ese ángel por los estrechos pasillos de calles abigarradas. Por eso para Clara no era novedad adentrarse en el mismo lugar adonde la policía retrocedía... Pero ese día era distinto. Tenía que llevar a aquel chiquito que sólo esperaba ansioso reunirse con los suyos. Se había comprometido con él a hacerlo... Y se había comprometido con su papá, un hombre desesperado. Eso le daba miedo: no era la pobreza, no era la maldad. Era la desesperación. Lo que tanto veía en esa pequeña ciudad de almas perdidas. Lo que convertía a un hombre en inestable. Lo que lo hacía rendirse ante el miedo de perder una de sus pocas posesiones... Aunque una de esas pocas posesiones fuera su propio hijo.

Eso temía Clara. Temía la mirada desesperada del padre del chico.

Tenía ropa nueva para cambiarlo y también algunos juguetes. En un bolso llevaba además algo de comida para la familia. Un auto de alquiler la acercaría a dos calles de la villa. El resto del trayecto, (otras veinte), lo iba a tener que hacer caminando.

Estaba en plena batalla con el cabello hirsuto de “El Peti”, inimaginablemente enmarañado, cuando notó que los ojos del chico se abrían con desmesura y comenzaba a sonreír. Giró la cabeza con curiosidad.

¡Era Ignacio! Y tenía una pelota de fútbol entre las manos.

Clara lo observó emocionada, sin entender. Pero él la ignoró por completo, concentrándose en el chico.

—¿River o Boca?

—Boca.

—No. Ahora ya eres un hombre... Tienes una bala de verdad adentro tuyo, y no puedes continuar siendo un blandito de Boca. No, ahora eres de River.

Le tiró la pelota y el chico, todavía con el peine en la cabeza, corrió a agarrarla. Cuando la tuvo fuertemente asida entre sus manos miró a Ignacio con tristeza: —¿Si soy de Boca no me la regalas? —le preguntó con preocupación.

—¡Bah!... Por ser tú... Y porque tienes una bala... Te la doy igual, aunque seas un sucio bostero!

—¡Gallina! —se envalentonó el chico.

—Y con mucho orgullo —replicó Ignacio, sonriente. —Porque estas gallinitas ponen huevos de oro.

El Peti comenzó a jugar con la pelota, mostrando sus habilidades a los otros chicos de la sala, los menos afortunados que todavía estaban atados a sus camas por dolorosas sondas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Clarita, sin poder ocultar su emoción.

—¿De verdad pensabas ir sola a “La Cava”?

—¿Cómo supiste que...?

Ignacio la miró con dolor. Y ella no necesitó más para comprender el reproche.

* * *

 

Clara e Ignacio comenzaron a recorrer los pasillos de la Villa La Cava. Para él tampoco era la primera vez. Recordaba haber estado allí mucho tiempo atrás, cuando era un pendejito recién recibido, y pasaba sus días arriba de una ambulancia. Pero ya nada parecía lo mismo. Ese lugar había crecido exponencialmente. Donde antes vivía una familia ahora se apiñaban decenas. Mientras que primero sus habitantes eran connacionales escapando del hambre, diezmado por malos gobiernos, ahora la mayoría era gente de países vecinos, que habían llegado en la década pasada atraídos por sueldos del primer mundo, y que ahora quedaban varados allí, a la sombra de la devaluación y el desempleo, alejados de la familia y la patria.

Clarita caminaba con decisión llevando un bolso. Muchos salían a su encuentro para saludarla. A Ignacio, en cambio, que la seguía a corta distancia cargando a “El Peti” y su pelota, lo miraban con recelo.

Al llegar a la casilla indicada Ignacio se adelantó y llamó en voz alta, anunciando su presencia. No tardó mucho en salir una mujer cargando un bebé, que al ver al niño corrió de inmediato en su búsqueda, mientras el “Peti”, igualmente emocionado, se soltaba para tirarse en sus brazos.

—¡Gracias!... ¡Gracias! —decía una y otra vez la mujer.

—Te he traído algunas cosas —se apuró a decir Clarita—. Si necesitas más, sabes que yo vengo con el padre Juanjo todos los sábados por la mañana a la Capilla. No quiero que le falte nada al niño… Y te aviso que si algo vuelve a ocurrirle al Peti…

—No. Al Peti no le va a pasar nada... —la interrumpió con voz cortante el padre del chico, que acababa de aparecer, acariciando el arma que llevaba al cinto.

Pero esta vez fue Ignacio quien se interpuso entre los dos.

—Si le pasa algo al niño yo personalmente voy a atenderlo. No me importa tener que regresar aquí, pero el Peti necesita vigilancia permanente. Mi nombre es Ignacio Roca... Dr. Ignacio Roca. Y pueden llamarme a este teléfono.

Le alargó el número al hombre, pero se quedó con la mano allí tendida. Por un momento sus miradas se cruzaron. Y entonces el padre del niño tomó el papel con recelo.

Suficiente para ellos. Ignacio y Clara se dieron la vuelta y comenzaron a caminar en silencio. Y ya habían dado algunos pasos, cuando escucharon a ese hombre fuerte decir con voz débil: — ¡Gracias!

Volvieron a girar y lo saludaron con la mano.

Y luego retomaron su camino.

Juntos.