Camprodon, 2 de febrero de 1428
Hacía mucho que el sueño de Agnès se había vuelto ligero como el aire. Ni siquiera el frío de aquel invierno inclemente, que parecía haberse instalado de por vida en el valle, conseguía que disfrutara del calor que le proporcionaban las mantas de lana.
La joven se pasaba buena parte del día en la cima de la pequeña colina donde se encontraba el convento de Sant Nicolau, entornando los ojos para ver si distinguía en la distancia la figura del padre Marc.
Habían discutido el plan para su huida innumerables veces, pero entre tanto… La propuesta del sacerdote de que no hicieran evidente la relación que mantenían la sacaba de quicio, ella lo habría proclamado a los cuatro vientos. Estaba dispuesta a pagar el precio, fuera cual fuese, que implicaba desafiar todas las normas. Porque eso era lo que hacían, pensaba Agnès.
—Debemos ser prudentes. Más vale que no provoquemos demasiados comentarios hasta que podamos irnos, que nos veamos en presencia de testigos —había dicho Marc mientras la abrazaba con fuerza y le pedía que tuviera paciencia; debían esperar un poco todavía, hasta que la nieve y el hielo desaparecieran de los caminos.
Lo cierto es que la confianza de Agnès había ido en aumento. Valoraba el esfuerzo que había hecho Marc por lanzarse a una vida diferente de la establecida por su familia y sus hermanos en Cristo, pero algunos recuerdos le impedían disfrutar de una tranquilidad completa, sobre todo la tristeza que en ocasiones, cuando creía que ella no lo veía, impregnaba los ojos del sacerdote.
Así pues, había certezas, pero también dudas, y la muchacha había perdido la capacidad de abandonarse al sueño. Se quedaba mirando al techo y revivía una y otra vez todo lo que habían hablado. Cómo cruzarían las montañas y buscarían la manera de empezar una nueva vida más al norte, lo más lejos posible, donde nadie tuviera la menor noticia de quiénes eran Marc Roselló y Agnès Girabent.
Tal era su actitud, cuando de pronto sintió que la tierra temblaba. El vaso de barro con agua que sor Regina le dejaba todas las noches se movió de un lado a otro sobre el taburete, aunque sin mayores consecuencias. Pasado el primer sobresalto, Agnès ni siquiera se levantó para salir al exterior, tal como la madre priora había aconsejado a todas las hermanas.
Las réplicas del terremoto que había asolado Olot se dejaban sentir desde el año anterior, pero nadie les concedía mayor importancia. Aquel invierno era de los más crudos que se recordaban y costaba abandonar el abrigo de la cama. Ella debía de ser de los pocos habitantes de Camprodon que se alegraban de ver las primeras luces del alba. Eso significaba que había pasado otro día; cada vez quedaba más cerca el desenlace de aquella historia, de su historia.
Durante un rato que se le antojó muy largo, Agnès fijó la vista en las grietas que había producido el anterior terremoto. Cruzaban una de las paredes de la celda, y en algunos puntos se podían introducir los dedos. Se dijo que ya era hora de levantarse, pero se sentía extrañamente serena y hacía mucho que no la embargaba esa sensación de abandono, como si todo estuviera en orden.
Cuando la tierra tembló de nuevo, el vaso saltó del taburete y se estrelló contra el suelo. Acto seguido, como si paredes y techo fuesen de papel y estuvieran a merced de algún gigante invisible, la sacudida se dejó sentir por doquier. Agnès se aferró a los travesaños de la cama con el rostro desencajado y ojos despavoridos. Una de las vigas de la techumbre se rajó sobre su cabeza y el crujido de la madera le arrancó un grito. Cegada durante unos instantes por el polvo y las astillas, al ver de nuevo se dio cuenta de que uno de los extremos de la viga apuntaba amenazador hacia su cuerpo. Temerosa, con la garganta seca y el corazón desbocado, se arrastró hasta los pies del lecho e intentó ponerse de pie.
Sin perder de vista la madera carcomida, tanteó con las manos en busca de la pared mientras sus pies descalzos hacían equilibrios sobre la pila de escombros. A su derecha, la puerta de la celda se abrió de par en par sin que ninguna mano la empujase. El golpe sonó seco, rotundo.
Agnès esperó unos segundos para ir en busca de la salida. Mientras dudaba, la parte central del techo cedió y la viga se clavó en la cabecera de la cama. Ella se quedó encajada en el ángulo formado por la pared de la saetera; tenía cerrado el paso. Solo había una rendija por la que podía escapar, dando la vuelta a aquel amasijo de troncos y argamasa que ocupaba todo el centro de la habitación.
La nube de polvo la hizo toser, pero sobrevivir a aquella trampa era su único propósito. Casi a tientas rodeó los cascotes provocados por el desprendimiento, sin hacer caso de los salientes que le arañaban los brazos y le rasgaban la túnica. Durante unos instantes, mientras se esforzaba por acompasar su agitada respiración, el silencio fue absoluto. Después le pareció oír gritos en el exterior. Entre los lamentos y el griterío, una voz más clara voceaba su nombre.
—¡Agnès! ¿Dónde estáis?
—¡Estoy aquí, sor Regina! ¿Me oís? ¡Me encuentro bien! Me parece que me encuentro bien… ¡Ayudadme a salir!
Lo dijo maquinalmente antes de echarse a llorar. Luego, recuperando la firmeza, se miró el cuerpo de arriba abajo por primera vez. Como si no diera crédito a lo que acababa de decir, se repasó las manos, los brazos, las piernas… Era cierto que no había sufrido ningún daño importante y dio gracias a Dios por ello. El suelo ya no temblaba, pero el horror de pensar que solo se trataba de una tregua, que el fragor volvería a manifestarse, condujo sus pasos hasta la parte central del claustro. Tenía dificultades para ver más allá del polvo, se frotó los ojos, le escocían. La nieve virginal que hasta hacía una hora cubría el interior del recinto ya solo asomaba en forma de placas entre las pilas de escombros.
Sor Regina apareció y la abrazó con fuerza. Gimoteaba, pero la fortaleza que la caracterizaba parecía negar el miedo. Cuando tuvo la seguridad de que Agnès estaba bien, sus pensamientos se dirigieron hacia otra sección del convento.
—¡La sala de los enfermos! ¡Dios mío!
—¡Id! No perdáis más tiempo —respondió Agnès mientras las dudas empezaban a invadirla.
—¿No venís conmigo?
—No puedo, sor Regina. Seguro que lo entendéis… Yo…
La mano de la monja se retiró, como si con la posibilidad de perder su compañía le flaquearan las fuerzas. Fue entonces cuando le leyó el pensamiento y, al buscarle los ojos, lo comprendió. La joven le ofreció una leve sonrisa antes de que sor Regina diera la vuelta al claustro saltando entre los cascotes.
En ese momento Agnès fue consciente de la poca ropa que llevaba. Moriría de frío después de salvarse de aquella viga rajada si no encontraba algo que ponerse. También los zapatos se habían quedado dentro de la celda, bajo el techo hundido. Ni por un instante se planteó volver a ella y coger lo que necesitaba. Entonces pensó en la celda de sor Hugueta. Estaba muy cerca, seguro que allí encontraría alguna prenda de abrigo. Ya solo la espoleaba un pensamiento, saber cómo se encontraba Marc.
Se acercó decidida a la puerta de la celda y no hizo demasiado caso de cómo se había abombado hacia fuera. Agarró el picaporte para abrirla mientras un chirrido espeluznante salía de los goznes antes de que estos cedieran. A Agnès le cayó encima el cuerpo de sor Hugueta, cual si fuera una pared vencida por un rayo. Las dos mujeres acabaron en el suelo del claustro; la muchacha quedó encarada a aquel rostro que parecía pedir ayuda desde el más allá.
Se liberó del cuerpo con premura y ahogó un grito en su garganta, mezcla de asco y dolor. Escupiendo los restos de escombros que no se había tragado, miró a la monja por última vez. La priora tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si hubiera visto al mismo diablo. Agnès se los cerró antes de cogerle la capa y los zuecos.
—A vos ya no os harán ninguna falta. Descansad en paz. Como veis, al fin y al cabo parece que el Señor ha querido brindarme una segunda oportunidad. Aunque, quién sabe, tal vez ha sido el santo al que venera mi amado. San Valentín debe de haberse apiadado de nosotros.
No perdió ni un instante más en explicaciones, y tampoco se entretuvo en atender a las voces que pedían auxilio. ¡Por supuesto que las oía! Surgían por todas partes, gimiendo, implorando una mano que los sacara de aquel infierno. Pero su fijación tenía un nombre, un solo rostro y unos ojos oscuros que buceaban en su interior hasta vaciarla de su ser.
Todos sus esfuerzos se centraron en salir al exterior y bajar al monasterio. De manera que no miró atrás. Corrió hasta encontrar el camino que descendía por la pequeña colina. Al tener la villa al alcance de sus ojos, se dio cuenta de que una maldición había caído sobre Camprodon.
Apenas permaneció unos instantes ante aquel espectáculo de destrucción, pero bastaron para que el alma se le inundara de una profunda tristeza. El fuego se extendía por la villa, y desde la distancia no era posible distinguir ninguna de las casas. No solo se habían convertido en ruinas, sino que un manto de residuos planeaba en el aire y gritos de socorro atravesaban la polvareda y subían por la colina hasta donde ella se encontraba.
Había mujeres que gritaban el nombre de sus hijos, niños que lloraban desconsoladamente porque habían perdido de vista a sus padres. También ancianos con los brazos alzados al cielo, implorando el perdón, y otros que blasfemaban junto a los cadáveres de sus seres queridos. Por un momento se compadeció, pero ni siquiera la compasión hizo que detuviera su carrera en dirección a Sant Pere.
Agnès se dio cuenta de que el monasterio se hallaba cubierto por una espesa niebla. No obstante, en el centro sobresalía la aguja del campanario. Esperanzada, corrió camino abajo, al menos cuanto se lo permitieron los zuecos de sor Hugueta, que, una vez calzados, le quedaban grandes.
Dromàs le salió al encuentro justo antes de entrar en el pueblo. Tenía sangre en la cabeza y Agnès se arrodilló para examinarlo, llegando a la conclusión de que no era suya, que se encontraba sano y salvo. El perro le soltó un ladrido, como de agradecimiento, y la dejó ir. Atravesaba ya la pasarela, cuando una mujer mayor la reclamó desde el fondo de lo que había sido una casa. La joven deseaba ignorar aquella llamada, pero cedió a la tentación de mirar hacia el lugar de donde provenía.
La visión hizo que se cubriera la cara con las manos. Era la mujer que proporcionaba la leche al convento todas las mañanas y llevaba a su hija en brazos. La pequeña mostraba un gran agujero en la frente, el líquido rojo le bañaba todo el rostro, y Agnès se horripiló. Con las manos extendidas y negando con la cabeza, le suplicó sin palabras que la dejara proseguir su camino, pero la mujer, por toda respuesta, se aferró a sus tobillos. Ante la negativa de la muchacha, había dejado a la niña a sus pies.
Agnès, agotada, se agachó. El llanto sacudía su cuerpo abatido y se entregó a él durante un rato. Ya no pensaba, solo tenía fuerzas para acariciar el rostro ensangrentado de la chiquilla, que, ahora lo sabía, había perdido la vida. Olvidó que no tenía noticias de Marc, que podía estar muerto en algún rincón del monasterio, como aquella criatura. Aquel intenso olor a chamusquina y cenizas, aquel hedor acre, doblegaron finalmente su voluntad.
Tan solo oía a lo lejos a alguien que interpretaba una canción. La voz era dulce, e introducía una pizca de esperanza entre tanta desolación. Se dijo que soñaba, tal vez también ella había muerto como tantos otros, porque le pareció que se trataba de los versos finales del Canto de la Sibila.
Pere de Sadaval acostumbraba a dormir poco. Las numerosas cuestiones que lo ocupaban como abad del monasterio hacían muy difícil el descanso. A pesar de ello, el invierno en Camprodon era demasiado inclemente para permitirle sus paseos matutinos, aquellos instantes del día en que salía al exterior y se admiraba de la magnitud de las montañas, de cómo la claridad del nuevo día iba subiendo desde la parte más baja del valle.
Así pues, en invierno se veía reducido a instalarse en el campanario de la iglesia. Cogía una buena manta, se la echaba sobre los hombros y subía peldaño a peldaño la escalera que, pasando por la linterna, conducía hasta el segundo piso de la única torre. No lo hacía siempre, pero aquel día de la Candelaria no pudo resistir la tentación pese al frío reinante, tan intenso que podía sentir cómo se le metía sin piedad por debajo de la ropa.
Llevaba días reflexionando sobre su comportamiento con la joven que aseguraba llamarse Agnès, igual que su sobrina. Cuantas más vueltas le daba, más lo asaltaban las dudas. ¿Tal vez debería haber dejado que se explicara, ya que afirmaba que podía demostrarlo? Sin embargo, no lo había hecho en ningún momento, y ahora se decía que era una actitud muy poco digna de su condición.
Confiaba plenamente en el hermano Bremund, aunque ningún mortal podía ser infalible. De hecho, el enviado tampoco había tenido la oportunidad de ver con sus propios ojos a Agnès, porque la muchacha se encontraba de viaje con su marido. ¿Podía haberse dado tal cúmulo de casualidades como para que su sobrina hubiera ido a parar a Camprodon? La incertidumbre lo ahogaba, y aquellos ojos salpicados del mismo gris que los del esposo de su hermana dominaban los recuerdos, no siempre agradables.
De todos modos, la mezcla de colores en el iris no constituía una prueba irrefutable. Recordaba que en la Seu d’Urgell había otra niña que los tenía parecidos, la hija de una de las criadas. Aunque a lo largo de sus viajes no se había encontrado nunca a nadie con aquella mirada enigmática. ¿Quién podía conocer los designios del Señor para con sus criaturas?
El cielo se hallaba cubierto por una enorme capa que atenuaba los colores. Ni siquiera los poderosos sauces que se extendían por la orilla del Ter mostraban los verdes intensos habituales en ellos, y solo brillaba la nieve que se acumulaba en las ramas más frondosas.
Pere de Sadaval ocultó todavía más las manos entre sus ropas mientras rememoraba aquellos tiempos. Él era un joven lleno de ilusiones, orgulloso y acostumbrado a conseguir cuanto quería, sin importarle las consecuencias. Los años de ministerio en Camprodon lo habían cambiado. Ya no suspiraba por ver mundo, ya no le dominaba la obsesión de ascender lo más posible en el seno de la Iglesia. Eso quedaba para hombres como Marc Roselló. ¡Ellos eran el futuro!
Siempre lo había defendido en esos términos, pero en vista de los acontecimientos de los últimos días, el abad ya no lo veía tan claro. Dudaba que el padre Marc acabara siguiendo la senda correcta. Tal vez porque se estaba haciendo viejo, porque su tarea al frente del monasterio le impedía poner en práctica sus ideas, profundizar en los estudios que tanto le habían interesado en otras épocas, la retórica, la astronomía… El camino de Dios era una renuncia que nos ayudaba a alcanzar un bien mayor, el mayor de todos, la felicidad más allá de esta vida. ¿Tal vez no era eso lo que realmente importaba?
Ante Dios, el abad Pere se había confesado íntimamente numerosas veces. Sentía envidia de aquel joven que aún tenía toda la vida por delante, que podía encauzarla por el camino que escogiese. Quizá siempre era igual, quizás el padre Marc acabaría pensando lo mismo algún día. El tiempo te obligaba a elegir; durante la juventud, en cambio, te veías capaz de perseguir todos tus sueños.
Cuando notó la primera sacudida, el abad sacó las manos de los pliegues de su ropa y se sujetó a los hierros empotrados en la piedra que sostenían la campana. No fue solo aquel frío contacto lo que le estremeció. Recordó anteriores terremotos; si bien los daños materiales no habían sido irreparables como había sucedido en Olot, los lugareños se acordaban a cada nueva réplica y su miedo afloraba de nuevo, alimentado por las historias que llegaban de otros lugares de la comarca.
Una vez pasado el pánico, vio como algunos lugareños habían abandonado atemorizados su cálido lecho para salir a la calle y mirar al cielo. Siempre lo había interpretado como una muestra de fe; el temblor procedía de las profundidades de la tierra, pero ellos miraban al cielo, como si solo Dios tuviera una respuesta.
Pese a que ya se acercaba la hora tercia, y albergaba el deseo de celebrar la festividad de la Virgen de la Candelaria con los hermanos y los feligreses que acudieran a la iglesia, aún permaneció un buen rato en el punto más elevado del campanario atendiendo los ruegos de algunos lugareños que lo interrogaban con gestos desde la distancia. Él respondía mostrando las manos vacías y señalándoles el camino de sus casas, diciéndose que, al fin y a la postre, Dios los protegería.
Al cabo de un rato, la mayoría decidió ponerse a cobijo, el frío les había entumecido brazos y piernas. Fue justo entonces, mientras unos y otros regresaban a casa, cuando se desató la tragedia de la segunda sacudida. Pere de Sadaval percibió cómo la torre se tambaleaba bajo sus pies, vio las figuras que se movían a un ritmo frenético en la distancia, pero sobre todo oyó aquel ruido.
Era más fuerte que un trueno, más intenso que un derrumbamiento. La tierra rugía y su fragor lo rodeaba. Se aferró de nuevo a los hierros de la campana, pero esta inició un desaforado tañido, intensificando la sensación de apocalipsis que ya había invadido al abad. Los gritos parecían lanzas capaces de llegar al lugar privilegiado que ocupaba, pero fallaban en su objetivo de herirlo porque también la iglesia parecía tener la textura de la leche cuajada al verterla en el plato.
Cuando la calma volvió poco a poco, Pere de Sadaval había quedado ensordecido por el repicar de la campana. Pese a todo, agradeció a Dios que hubiera mantenido la integridad de la torre al tiempo que rezaba por los lugareños que corrían de acá para allá sin rumbo. Entonces vio cómo a lo largo de la calle de Santa Maria salía humo de algunos tejados. Las velas o las lámparas de aceite debían de haberse volcado, y si no ponían remedio, el fuego se extendería por la villa. El polvo saturaba el aire, salía por los costados de las casas a causa del hundimiento de las techumbres, que habían arrastrado consigo los pisos inferiores. Solo cuando el polvo ya había invadido la calle se expandía por doquier, si bien manteniendo su pesadez.
Ante tanta destrucción, Pere de Sadaval perdió por unos instantes la capacidad de reacción que a ojos de sus monjes lo caracterizaba. Pensaba en mil cosas a la vez, pero se había quedado paralizado, como si solo le fuera posible rezar para que Dios dejase de abatir desgracias sobre el valle. Aunque tenía el convencimiento de que en aquellos instantes no bastaba con las plegarias.
No vio cómo Agnès, a quien él deseaba conceder una oportunidad, cruzaba la pasarela de madera que habían extendido cerca del monasterio con el fin de que no fuese necesario ir al Pont Vell para cruzar el Ritort. Ni siquiera advirtió que Bremund había abandonado sus obligaciones hacia los hermanos heridos para entonar por las calles el Canto de la Sibila.
Durante el tiempo que aún permaneció en el campanario, las lágrimas que brotaban de sus ojos formaban cercos húmedos en su ropa polvorienta. Y eso sucedía poco antes de que recuperase la iniciativa y decidiera bajar la escalera de la torre.
Solo fue aquel tramo, ya muy cerca de la linterna, pasado el primer piso, pero los designios de Dios hicieron que los pasos de Pere de Sadaval, abad del monasterio de Camprodon, coincidieran justo con el vacío que los peldaños habían dejado al hundirse.
Sin duda los monjes buscaban con desesperación a su abad entre los escombros del claustro, pero hasta transcurrido mucho rato nadie cayó en la cuenta de su afición a subir a la torre.
Bajo los cascotes de la escalera, el abad yacía malherido justo en el centro de la linterna de su monasterio.
Sor Hugueta jamás habría aceptado que cuestionasen su fe. Pensaba que era una buena monja y, sobre todo, se sentía capaz de llevar las riendas de aquel convento pese a las invectivas del abad del monasterio de Sant Pere. Ahora bien, en realidad sus dudas eran muy profundas y se manifestaban de resultas de las pequeñas licencias que se permitía, a menudo acompañadas de una sonrisa maliciosa, como las que repartía a diestro y siniestro cuando era la joven más feliz de la Seu d’Urgell.
En instantes como aquel, que podían surgir en cualquier momento del día o de la noche, la Regla pasaba a un segundo plano y sor Hugueta se abandonaba a sus ensoñaciones. Si le ocurría durante sus oraciones, dejaba descansar a Dios, tal como ella decía, y repasaba sus recuerdos, incluso los momentos más lascivos de la relación que por entonces, cuando ambos eran tan jóvenes, mantenía con Pere de Sadaval.
Con todo, la priora no solo rememoraba tales hechos, también evocaba sus años de infancia, las travesuras, los juegos, la felicidad de sentirse querida por una madre que siempre la ponía como ejemplo.
Sabía, no obstante, que su defecto más acusado era la falta de firmeza. Deseaba mostrarse como una persona dura e inflexible, conseguir el respeto de la comunidad, y pese a ello, cuando se trataba de aplicar las normas, de hacer valer su magisterio, nunca hallaba la fuerza suficiente para imponerse como a ella le habría gustado. El mal humor fruto de esa debilidad acababa descargándolo sobre las hermanas, con la toma de decisiones arbitrarias que no satisfacían a nadie.
Pese a los problemas que le generaba dicha actitud, sor Hugueta era feliz a su manera. Sus evasiones alimentaban la idea de que quizá no era la más indicada para ser la priora de Sant Nicolau, pero estaba convencida de que el objetivo de su ministerio era administrar de la manera más adecuada el convento, así como de que sus «pecadillos» ya los conocía Dios cuando consintió que la nombrasen para el cargo.
Ahora bien, la llegada de Agnès había conseguido que el equilibrio en que se mantenían posturas tan opuestas se fuese al garete. La joven no solo había despertado en sor Regina, con mucho la hermana más eficiente, un pasado de rebeldía y pequeñas herejías, sino que también había provocado la furia de la priora al ver que ante sus ojos tomaba cuerpo una historia de amor que presentaba grandes similitudes con la suya propia. Al menos, eso era lo que pensaba.
Desde que había sonsacado a sor Regina algunas confidencias plagadas de ingenuidad, la priora había comprendido con claridad que Agnès y el sacerdote no solo estaban enamorados, sino que planeaban asimismo algo que no tendría vuelta atrás. Y, de hecho, aunque habría supuesto una traición a la confianza de la hermana, podría haber puesto aquella información en manos del abad de Sant Pere. Seguro que los habrían castigado.
Sor Hugueta era un mar de contradicciones. Para atajar aquella historia debía contar con el hombre que la había rechazado, que la había negado. Con el hombre que además había contribuido a crear un ambiente irrespirable entre las dos comunidades religiosas, tal como habían hecho ya sus antecesores. ¡De sobra sabía que siempre era así! Las envidias entre conventos y monasterios, el poder que desplegaban los obispos y los abades en su intento de atesorar bienes, las donaciones testamentarias de los feligreses a cambio de favores y plegarias por la salvación de las almas, todo ello acababa por enrarecer las relaciones entre los que solo debían vivir para complacer a Dios. No obstante, el despecho de la priora del convento de Sant Nicolau obedecía a razones más íntimas y profundas.
Con Agnès, la priora lo tenía muy difícil. Podía pedirle que mientras permaneciese entre las paredes del convento se atuviera a unas normas, pero era una muchacha decidida y el resultado habría sido perderla de vista sin posibilidades reales de atajar aquella relación. Además de que todo el mundo solicitaba sus remedios; se había vuelto imprescindible para todos y cada uno de los que compartían aquel techo. Si la cosa seguía igual, pronto vendrían desde la villa, o desde pueblos cercanos… No podía consentir que eso ocurriera, pero tampoco sabía cómo evitarlo. Prohibir no era su actitud habitual, tal vez por eso tenía la certeza de que no era una buena priora.
Había también otra cuestión no menos importante. Sor Hugueta sentía una envidia enorme, enfermiza, que al mismo tiempo le permitía soñar con otras épocas, cuando ella vivía apasionadamente su propia historia de amor.
No obstante, desde que el sacerdote había llevado a Agnès a Camprodon ya no pensaba tanto en aquellos momentos de juventud. Sus cavilaciones, sus evasiones, como ella las llamaba, se centraban en el abad, en un futuro hipotético marcado por el deseo y el cumplimiento de sus sueños. La priora se imaginaba lejos del valle, en su compañía, viajando por villas y ciudades en busca de un lugar donde instalarse. La pesadilla surgía cuando se hacía presente otra realidad. Seguía viéndose a su lado, pero por enésima vez dejaban atrás aquel lugar que habían creído definitivo. Partir de nuevo para proseguir aquella huida hacia ninguna parte.
La mañana del día de la Candelaria, sor Hugueta despertó empapada en sudor y con una sonrisa lánguida en el rostro. Al darse cuenta de que su sexo estaba húmedo recordó el sueño. Se abandonó a él todavía unos instantes, pero después, arrepentida, se impuso una severa penitencia. ¡Ayunaría! Castigaría aquel cuerpo lascivo hasta debilitarlo.
Se arrodilló ante el Cristo que presidía su celda y se puso a rezar compulsivamente. Unos golpes en la puerta interrumpieron la ferviente oración, pero no tardó en deshacerse de sor Regina mientras le pedía que preparase a los que estuvieran en condiciones de caminar para ir a Santa Maria. Los oficios del día de la Candelaria eran muy esperados por todos y las monjas de Sant Nicolau tenían por costumbre oír misa en la iglesia rival del monasterio, circunstancia que agradaba a sor Hugueta.
Apenas se hubo marchado sor Regina, volvió a la plegaria, esta vez con los brazos en cruz. Completamente abstraída, la priora apenas notó la primera sacudida, pero sus pupilas se movieron tras los párpados cerrados.
Después todo siguió igual. Permaneció arrodillada, con aquella apariencia de devoción digna de elogio. Sin embargo, las apariencias pocas veces son correctas, y sin duda sor Hugueta se había recordado que el espíritu es débil para justificar que el diablo la había tentado otra vez.
En esta nueva evasión llegaba con el abad a una hermosa planicie donde los hombres y las mujeres siempre sonreían. Pere se mostraba sorprendido, pero ella se limitaba a decirle que era el lugar adecuado, que lo había visto en sus sueños y que allí serían felices.
Era su oportunidad, le decía, y Dios se la ponía en el camino, aunque hubieran renunciado a sus votos y el resto de los seres humanos sobre la tierra quisieran impedirles empezar una nueva vida.
Pero entonces el exabad se volvía hacia ella con semblante serio, con la expresión de no entender lo que le decía, de no entender ni siquiera qué hacía allí, en una ciudad improbable, con una mujer a la que no amaba, que solo había supuesto un pasatiempo.
El primer golpe del terremoto lo sintió en el pecho y debería haberla devuelto a la realidad, pero la priora aún estaba confundida por la expresión que Pere de Sadaval le había mostrado. Por unos instantes, sor Hugueta no supo discernir dónde se encontraba realmente; deseaba quedarse dentro de su sueño, convencer al abad de que era el lugar al que estaban destinados. Y de pronto una inquietud creciente la devolvía a la realidad, a su celda de Sant Nicolau de Camprodon.
—¡Perdonadme, Señor, porque he pecado! —exclamó con la vista clavada en la talla del Cristo.
Sin embargo, el suelo tembló de nuevo durante su confesión, el arrepentimiento parecía conllevar sacudidas cada vez más fuertes. Había muchos terremotos en aquella parte de los Pirineos, sobre todo desde el año anterior, pero siempre eran de baja intensidad, como si Dios los enviara para que los fieles temiesen su justicia. No obstante, nunca le habían saltado las rodillas del reclinatorio como si estuvieran articuladas, ni había visto cómo las paredes se iban acercando, las dos a la vez, en una progresión constante.
—¡Hacedme encontrar el camino de la virtud y la perfección, oh, Señor! Y del mismo modo que el pastor conduce a su rebaño con amor y rectitud, ¡apiadaos de esta oveja descarriada! ¡Admitidme de nuevo a vuestro lado!
Una nueva sacudida agrietó la pared de arriba abajo y el techo crujió sobre su cabeza, pero la monja no dedicó ni un segundo de su tiempo a valorar los desperfectos. Solo se fijó de nuevo en la mirada del Cristo clavado en la cruz y fue bajando hasta concentrarse en el costado traspasado por la lanza.
—Por vuestras santas llagas, protegedme del malvado. Porque me hallo en las tinieblas, acosada por lobos, ¡sin protección ni del cielo ni de la tierra!
Justo al pronunciar las últimas palabras, la tosca talla del Cristo se estrelló contra el suelo y la priora la miró horrorizada.
Sor Hugueta se puso de pie y, sin perder de vista aquel rostro de madera ensangrentado, retrocedió cuanto le permitían las reducidas dimensiones del habitáculo. Un instante más tarde, las paredes se cerraron todavía más y ella se dirigió hacia la puerta.
Aquella mañana no se había alejado demasiado con las cabras. De haber sido decisión suya, el pastor, el Loco, cuyo nombre verdadero nadie recordaba, se habría perdido por donde ellas lo llevasen, como solía hacer cuando era más joven. Pero la edad lo había vuelto más precavido. Las montañas habían acumulado mucha nieve, incluso a media altura, por donde transcurría su ruta habitual, que en ocasiones llegaba al collado de Ares. Era demasiado trayecto para recorrerlo en un día y además las bajas temperaturas desaconsejaban quedarse a dormir allí.
A menudo deseaba ir más allá de las cumbres que cerraban el valle. Tenía la suficiente experiencia para enfrentarse a aquel reto y, aunque solo fuera un juego en respuesta a todos aquellos que le demostraban gran animadversión, no tenía la menor duda de que sobreviviría. Era un buen cazador, tenía un perro listo y valiente. ¿Por qué seguía soportando el odio y el rechazo de los habitantes de Camprodon? La libertad se hallaba a su alcance, vivir lejos de todos, sin tener que sufrir las decisiones injustas de los poderosos, sin depender de un trabajo mal pagado que, así y todo, solo le permitían hacer porque nadie era tan desgraciado como para querer pasar la mayor parte de su tiempo entre animales.
El perro se había alejado demasiado y lo llamó. No tenía duda alguna sobre su valía, pero el hielo y la nieve debilitaban sobremanera sus capacidades olfativas, pese a que tan solo habían subido a la montaña de Sant Antoni y les bastaba con salir un poco del bosque para distinguir la villa y poder orientarse. Los pastos no eran demasiado abundantes, pero las cabras necesitaban desfogarse y el pastor disfrutaba de lo lindo cuando las veía saltar y correr ante él, aunque ya no le era posible seguir su ritmo.
Una vez que hubieron dejado atrás los últimos campos cultivados y se fueron adentrando en lo más profundo de la montaña, la nieve había alterado el paisaje. Muchos de los árboles tenían ramas rotas por el peso acumulado, y también el camino habitual se volvía difícil por momentos. El pastor deseaba subir hasta el refugio que él mismo había construido, muy cerca de la cumbre, pero tenía sus dudas. Tal vez sería mejor volver pronto a la villa y dirigirse al monasterio, más para poder ver a Gaufred, el muchacho que le tenía robado el corazón, que para la celebración de la Candelaria. Hacía tiempo que había perdido la fe en la Iglesia, aunque todavía miraba al cielo cuando estaba en la montaña. A menudo llegaba a la conclusión de que tanta maravilla debía de haber tenido un principio, un origen que se le escapaba.
Había participado activamente en el rechazo de aquel predicador, pese a que hacía tiempo que intentaba no ponerse demasiado en evidencia. En ocasiones iba más allá de lo que cabía considerar prudente, su cabeza contenía un punto de no retorno que le costaba dominar. Pero también era injusto que no le diesen la menor oportunidad, que fuera por siempre jamás el Loco, y que también emparejarse con alguna de las mujeres de la villa le estuviera vedado, incluso con las viudas o las tullidas.
Sí, había mantenido alguna relación esporádica, pero casi siempre con mujeres de paso que venían al mercado o con la de una masía lejana a la que todos tenían por hechicera. Desde siempre lo había salvado la compañía de su perro, pero últimamente se preocupaba por Gaufred. Sor Regina lo trataba bien y era capaz de llevarlo por el buen camino. Otra cosa era la priora del convento, a la que a menudo, por propia observación y por lo que le contaba la monja, consideraba más loca que él.
Vio que en algunas zonas de la montaña el hielo ya no tenía la misma consistencia que en enero, lo cual era una buena señal. Pronto el agua correría libre por los canales habituales o formando fuentes y arroyos que apenas durarían unas cuantas semanas. Entonces volvería a las cumbres más altas y las flores más tempranas brotarían con fuerza. De nuevo olvidaría que era el Loco de Camprodon porque pasaría poco tiempo en la villa, pero dudaba mucho de que le permitiesen llevar a cabo su plan.
Este no era otro que llevarse a Gaufred a la montaña, a fin de que aprendiera el oficio y en algún momento pudiera sustituirlo. Habría quien diría que no era un muchacho del pueblo, otros someterían a debate la conveniencia de que pasara tanto tiempo con el pastor, un hombre que a las primeras de cambio podía complicarte la vida, quién sabe si incluso ponerla en peligro.
Finalmente, el pastor se refugió en una cueva cerca de la cumbre de Sant Antoni para encender un pequeño fuego. Empezaba a no notarse los dedos y sabía por experiencia que dejarse arrastrar por esa sensación no era lo más inteligente. Su perro esperó paciente mientras el hombre intentaba que los troncos allí reservados por él prendieran. La humedad del aire era muy alta, pero sabía cómo preservar la leña, cubriéndola con una mezcla de tierra y ramas más delgadas. Por si no bastaba con eso, jamás olvidaba llevar en el zurrón un poco de paja para avivar las llamas.
Hacía rato que los dedos le habían entrado en calor cuando notó que las rocas a su alrededor rugían. No había prestado demasiada atención a la primera advertencia. Pero aquella parecía muy distinta. La cueva era pequeña, poco profunda, y pese a ello daba la impresión de que lo llamaba con todas sus fuerzas. En seguida entendió que debía salir al exterior. Al hacerlo se encontró al perro, que, harto de permanecer junto al fuego, ya se había largado para perseguir a las cabras más rebeldes, principalmente a aquella de barbas blancas a la que tenía auténtica tirria.
La montaña temblaba con furia y algunos árboles castigados por la nieve empezaban a caer, arrancados de cuajo como bajo las garras de un enorme animal. La dificultad para desplazarse no impidió que el pastor llegase a un saliente de las rocas, si bien no se arriesgó a caminar hasta la punta que colgaba sobre el valle.
La villa de Camprodon se recortaba al fondo, pero se veía demasiado diminuta para saber cuál era su estado. Solo la silueta del Ritort le quedaba lo bastante cerca; advirtió que algunos árboles habían caído al lecho del río; tal vez habían quebrado el hielo y dado paso al agua. En algunos puntos parecía que las riberas se habían ensanchado, y entonces oyó aquel otro fragor.
La sacudida principal ya había pasado, pero el ruido que llegaba del pie de la montaña asustó aún más al pastor. Recorrió el valle con la mirada y no tardó en ver aquella masa de troncos, ramas y agua que bajaba encrespada por el río. Si llegaba hasta el pueblo podría hacer mucho daño a los puentes, como había ocurrido otras veces en épocas de crecida. Aquel amasijo de madera, tierra, plantas y pequeñas rocas taponaría los ojos del Pont Vell y quién sabe si la fuerza del agua lo derribaría.
Cuando dirigió de nuevo la vista hacia la villa las primeras columnas de humo se distinguían con claridad. El pastor no se lo pensó dos veces. Llamó a su perro con un silbido y, sin esperar a las cabras, que se iban quedando atrás, sorprendidas por la repentina reacción de su guía, echó a correr montaña abajo.
También del convento de Sant Nicolau salía humo, y una capa gris empezaba a cubrir la villa. Solo podía ser por efecto de los derrumbamientos, pero confiaba en que Gaufred se hubiera despertado temprano, tal como él le había enseñado durante los meses que lo había tenido a su cargo, antes de que se lo arrancasen literalmente de las manos, porque, según dijo el alcalde…, ¿cómo podía el loco del pastor hacerse cargo de un chiquillo?
Sor Regina se estremecía de frío bajo las dos mantas que le cubrían el cuerpo. Habría necesitado dos más, dado que era muy friolera, pero los acogidos utilizaban en invierno toda la ropa disponible del convento. Después, ya bien entrada la primavera, era muy difícil recuperarla; había que tener la valentía de luchar contra piojos tan grandes como moscas, y entonces, el tiempo más cálido empezaba a negar la añoranza.
Pese a todo, se decía que era afortunada. La propia sor Hugueta solo tenía una manta en la cama. No le importaba pasar frío si alguien se beneficiaba de su sacrificio. En otras cosas, la priora era arbitraria y mandona, las decisiones que tomaba podían ser de una claridad meridiana o sumir al convento en el caos más extremo.
Sor Regina había acabado por acostumbrarse. Además de que aquella mujer se ausentaba cada vez con más frecuencia. No se trataba de ausencias buscadas, ni reconocidas. Sencillamente se encerraba en su celda y no salía hasta el día siguiente, sin que tuviera el menor problema en no comer nada, al menos aparentemente. Más tarde ni siquiera se acordaba de ello o, lo que para sor Regina era mucho más grave, negaba en redondo aquellas veleidades.
Pese a la rabia que en ocasiones la ahogaba, la generosidad de la priora la había llevado a habilitar una pequeña estancia cerca de su celda para albergar a Agnès, tal vez convencida de que la compañía de la joven no era nada aconsejable para las monjas o quizá pensando que el abad Pere no hablaba en serio cuando dijo que se le retirasen los privilegios a la supuesta sobrina. Sor Hugueta era así, como si intentara adivinar tu siguiente pensamiento y después no supiera qué hacer con esa información.
La monja de cara pecosa pensaba que la priora había tenido miedo de la influencia que pudiera ejercer la intrusa. Durante los pocos días que la muchacha pasó en el dormitorio comunitario, sor Hugueta siempre estaba al acecho. En más de una ocasión la habían sorprendido observando mientras Agnès formaba corro con el resto de la comunidad. Las monjas escuchaban, con fingido espanto y curiosidad manifiesta, historias mundanas que tenían a la Seu d’Urgell como escenario.
Para sor Regina, los días en que la máxima representante de la congregación no se encontraba disponible eran como un paréntesis de felicidad. A menudo preparaba más comida de la permitida para los enfermos o iba a la celda de Agnès y metía la mano bajo el jergón para buscar el trozo de cristal que utilizaba como espejo siempre que quedaba con el padre Marc. La monja incluso había llegado a quitarse la toca y soltarse el rojo cabello, que llevaba bastante largo, más de lo que aconsejaba la Regla.
Sor Hugueta no había concedido nunca mayor importancia a ese tipo de cosas y sus órdenes y recomendaciones no pasaban de ser palabras que el viento del valle se llevaba de inmediato.
No era extraño que sor Regina se hubiera convertido en la confesora de la joven desconocida, a la que iba conociendo cada vez mejor. Tenían más o menos la misma edad y compartían la afición por las plantas; tanto una como otra rememoraban a través de ellas su infancia feliz y también las enseñanzas de las personas a las que más habían querido. Remedios y fórmulas magistrales, ungüentos, pócimas… Agnès no olvidaba la cara de los pacientes de su abuela; cómo salían con aquella sonrisa de felicidad, ya fuese por la esperanza que les había transmitido o por la ausencia de dolor.
¡Sor Regina y la joven eran las mejores confidentes! Precisamente por eso, la monja se arrastraba hasta la cama de Agnès, en busca del espejito, o escuchaba boquiabierta los problemas de la mujer con el padre Marc, aunque a menudo debía hacer un gran esfuerzo para entender algo. A veces pensaba que la joven forzaba con su belleza y juventud la voluntad del sacerdote. Pero al mismo tiempo también se preguntaba si ella, Regina Tomé, hija de un curtidor de pieles de la Cerdanya, sería capaz de provocar la misma pasión en un hombre.
Cuando se produjo la primera sacudida sor Regina aún no se había levantado. El día anterior la priora había tenido una de sus ausencias y todo indicaba que sería larga. Nada parecía tan urgente como para abandonar el lecho antes de hora. Gracias al hecho de que Gaufred se ocupaba de las pequeñas necesidades de los enfermos, ella ya no se quedaba con tanta frecuencia a pasar la noche con ellos.
Observó cómo algunas de las hermanas se removían bajo las mantas o abrían los ojos y miraban hacia la saetera. Todas ellas habían desarrollado un profundo conocimiento de la intensidad de la luz que se filtraba por ella y eran capaces de adivinar cuánto tiempo faltaba para levantarse, pese a que la claridad fuera cambiando según la época del año.
Insensibles a aquel movimiento suave, siguieron durmiendo. No obstante, sor Regina ya se había desvelado y pensaba si Agnès estaría en su habitación. La noche anterior le había mencionado una conversación muy importante con el sacerdote, pero no habían encontrado el momento de hablar de ello.
La curiosidad hacía brillar los ojos de la joven monja, aún medio adormilada, mientras trenzaba sus cavilaciones. Y justo entonces la cama de madera crujió y se desplazó de un lado a otro del dormitorio comunitario; unas veces hacia la derecha, donde se encontraban el resto de las monjas, y otras hacia la izquierda, donde la pared, de ladrillo y adobe, no resistiría mucho tiempo el embate de los temblores. Cabe decir que a sor Regina los gritos no le impedían pensar. El miedo nunca la paralizaba, más bien la impulsaba a actuar.
Salió del dormitorio poco antes de que la pared lateral se derrumbase sobre su cama y atravesó parte del claustro del convento a buen paso en dirección a la celda de su amiga. Sin embargo, el polvo que había provocado el hundimiento de la sala y de otras estancias cercanas lo invadía todo, cegándola y obligándola a cubrirse la cara con la camisola si quería respirar.
Durante unos instantes no la vio, pero seguía oyendo los gritos de las monjas; entre ellos su propia voz, que gritaba el nombre de Agnès, podía parecer lejana o perdida. Solo cuando el polvo se dispersó un tanto logró distinguir a aquella figura descalza y asustada, con la ropa rasgada y las manos temblorosas. Sor Regina no pensó ni por un instante que ella mostraba el mismo aspecto.
Las dos mujeres se abrazaron en medio de los cascotes, pero su abrazo no duró demasiado. Agnès tenía prisa y la monja entendía su desasosiego. De hecho solo había querido averiguar si la persona que representaba su contrario se encontraba bien, como si, en caso de sucederle algo, sor Regina tuviera que sentirse incompleta el resto de sus días.
Durante la liturgia de la festividad de la Candelaria era prescriptivo leer el Evangelio de San Lucas. Sobre todo el capítulo dos y los versículos veintidós a cuarenta. Eran los que hacían referencia a la presentación de Jesús en el templo.
No obstante, Marc Roselló iba mucho más allá en sus cavilaciones. Todo parecía coincidir, y cuantas más vueltas le daba, más claro lo veía. Sin duda se trataba de una premonición y necesitaba atribuirle un significado. Como estudioso, sabía que en la antigua Roma aquella fiesta recibía la denominación de Lupercales.
En aquel tiempo un grupo de adolescentes escogidos se reunían en la gruta del Lupercal. Allí, a la sombra de una venerable higuera, la Ruminalis, celebraban el sacrificio de dos animales que consideraban impuros, un perro y un macho cabrío. Poco después se los ungía con la sangre del sacrificio para eliminarla más tarde con una vedija impregnada en leche de cabra.
Ese era el momento en que los lupercos estallaban en una risa ritual y cortaban en tiras la piel de los animales sacrificados. Entonces salían por los alrededores de la montaña Palatino, cubiertos únicamente con las tiras de piel, y golpeaban a cuantos hallaban a su paso. Más que una vejación, para los azotados equivalía a un acto de purificación, aunque también se creía que favorecía la fertilidad de las mujeres.
Marc había imaginado en numerosas ocasiones ese ritual pagano que en el año 494 el papa Gelasio I había prohibido y condenado. Lo más curioso era que, al querer cristianizar la festividad, la trasladó al 14 de febrero, fecha en que murió martirizado, corría el año 270, un cristiano llamado Valentín. ¡Su querido san Valentín!
Camprodon celebraba la tradicional procesión de cirios, candelas y antorchas a fin de solicitar, con cánticos y letanías, la misma protección contra la muerte y la misma fertilidad que procuraba Luperco en los comienzos del cristianismo. La iglesia de Santa Maria acogía a la gran mayoría de los lugareños, y también se celebraría en el monasterio, con mayor recogimiento, la fiesta de la luz.
Unas horas antes de la ceremonia, el padre Marc se sentía conmocionado, el sentimiento que albergaba su corazón le invadía el cerebro y, como si no pudiera hacer nada más para aliviar la desazón, se puso a escribir. Pensaba en el ardor de aquellos adolescentes del bosque, en la pasión y la avidez que los hacía correr y reír.
¡Reír! ¿Cuándo lo había hecho por última vez? A veces se decía que era víctima del papel que él mismo se había atribuido, que todo el esfuerzo empleado por conseguir llegar a lo más alto en el seno de la Iglesia lo estaba convirtiendo en un ser gris. Tal vez no a ojos de los demás, pero si miraba en su interior…
—¡No sé lo que me digo! Ni siquiera sé si es sacrílego pensar así. Voy y vengo, me pierdo… ¿Quién sino vos, honorable san Valentín, puede poner luz en esta maraña de emociones? ¡La amo! La amo y no me está permitido. ¿Por qué se me impone un precio tan alto?
Marc miraba cómo la pluma de oca iba vertiendo de nuevo su contenido en el tintero, hecho que se repetía una y otra vez cuando no afloraban las palabras. Prosiguió su reflexión, incapaz de dar con ningún contenido merecedor de adornar aquella superficie con sus trazos.
—Es muy cierto que los discípulos de Jesús tenían familia. Al llegar a casa encontraban el cuerpo tibio de su esposa, y así se curaban sus heridas, las del cuerpo y las del espíritu. Vos mismo, admirado san Valentín, ibais a menudo en contra de las órdenes reales. Durante mucho tiempo casasteis a los jóvenes, santificando su amor antes de que los soldados partieran al campo de batalla, pese a que con tanta frecuencia el resultado era una legión de criaturas sin padre. Inspirad mis versos y haced que la celebración de hoy devenga reveladora, ayudadme a través de ella a caminar con paso firme. Disipad mis miedos, santo custodio del amor.
El fervor con que se había entregado a la súplica iluminó el poema, un poema íntimo que nadie habría aprobado, palabras que exaltaban la belleza de su amada. Con todo, el sacerdote preñaba sus escritos de metáforas y alegorías sutiles, casi de elevación mística. En el decurso de la segunda estrofa la letra se le desdibujó bajo la pluma y segundos más tarde el tintero rebosante de tinta se volcó sobre el papel. Marc intentó salvar las palabras que no habían quedado ennegrecidas y se aferró a la mesa. Sin más aspavientos, la calma se instauró poco después.
El sacerdote necesitaba aire y fue a buscarlo al claustro. Era un lugar que desde siempre le había procurado una gran paz de espíritu, y aquellos recorridos circulares le ayudaban a templar el ánimo. Solo el hermano cocinero, el más anciano de la comunidad de Sant Pere, había abandonado el dormitorio comunitario con la primera sacudida, cual si dudase de la firmeza de aquellas piedras que lo habían visto envejecer. Aquella figura encorvada y frágil conmovió al sacerdote, y solo después de infundirle los ánimos que él mismo necesitaba, lo vio alejarse con paso inseguro en dirección a la cocina, donde debían dar comienzo los quehaceres del día a día.
Hacía frío y daba la impresión de que ese día el cielo no estrenaría azul. Marc se frotó los brazos enérgicamente para entrar en calor y se situó junto a la fuente, delante de la puerta que conducía a la iglesia. Poco a poco la bóveda celeste se fue cubriendo de una claridad brumosa y el perfil cambiante de las nubes parecía incendiarse dulcemente.
Marc Roselló retrocedió de nuevo hasta sentarse al pie de uno de los arcos del claustro y apoyó la cabeza en la columna. Deseaba recorrer el perfil huidizo de aquellas formas redondeadas que se movían al ritmo de una melodía misteriosa. Pedía que le fuera concedida una señal, esperaba poder leer un mensaje sobre aquel pergamino celeste y se esforzaba por encontrar sentido a cada movimiento.
Sin embargo, pese a la atención extrema de su mirada, nada le fue revelado. Figuras que se desvanecían antes de formarse, rostros sin rasgos, cuerpos encabalgados que no eran susceptibles de interpretación. Marc recorría el fragmento de cielo recortado y echaba de menos tener alas para acercarse más, garras para rasgar las telarañas que no lo dejaban ver, valor para desentrañar el significado de todo ello.
La primera sacudida le confortó. La voz del trueno parecía la respuesta anhelada. Solo transcurridos unos instantes se dio cuenta de que era la tierra la que bramaba. Ni siquiera hizo el intento de ponerse de pie. Cielo y tierra se abrieron al mismo tiempo y él era un espectador de excepción. Si aquello era el fin del mundo, también sería el de su martirio y lo aceptaba de buen grado.
Fijó la vista en el capitel que tenía más cerca y la figura de un macho cabrío esculpida en la piedra lo llevó de nuevo a la fiesta de las Lupercales. Después cerró los ojos y se abandonó a sentir la batalla que tenía lugar debajo de él, a su sórdida caricia. Una sola vez se aferró con fuerza a la piedra, justo antes de que un punto de luz atravesara sus párpados cerrados.
Y luego se hizo el silencio, que poco a poco se convirtió en un eco denso y pesado. Lo sintieron por dentro, como si fuera capaz de captar lo imposible. El llanto de una criatura fue lo primero en reducir a añicos aquella abrumadora extensión de la nada. Entonces, todos se sumaron, enloquecidos.
Agnès reemprendió su frenética carrera hasta el monasterio y se detuvo delante de la puerta. Un cuadral de grandes dimensiones obstruía la entrada, y el cuerpo inerte de un monje parecía cerrarle el paso desde el más allá. Voceó el nombre de su amado con todas las fuerzas de que disponía, pero el griterío general de los lugareños y el lastimero canto del hermano Bremund absorbieron su chillido.
La hija de Berenguer de Girabent y Guisla de Sadaval supo que no podría trepar por aquella piedra desnuda. Desesperada, echó una ojeada en derredor. Una rata pasó en ese momento por encima de sus zuecos, sin que acertase a darle un puntapié antes de ver cómo se escabullía por un agujero, justo en la esquina de la derecha. La joven escudriñó el lugar con decisión. Se dejó la piel apartando piedras y cuadrales, pero finalmente un posible acceso se reveló a su mirada. Reventó de una pedrada la madera de la puerta, ya muy deteriorada, y penetró en el interior de Sant Pere, como un gato que vuelve de su paseo nocturno.
Pese a que Marc le había descrito con detenimiento el interior del monasterio, le resultaba difícil orientarse. Del claustro solo quedaban en pie un par de columnas aisladas y el surtidor estaba sepultado bajo los escombros. De repente, al pasar cerca de una estancia que no se había derrumbado por completo, le dio la impresión de que olía a libros, a pergamino curado por el paso del tiempo. Había reconocido el olor porque era como el de la biblioteca de su padre, donde se ocultaba cuando él se hallaba ausente para leerlo todo.
«Tal vez me conduzca hasta Marc», pensó mientras recorría un poco a tientas aquel espacio. Después tropezó con una escalera y la subió a gatas. ¿Habría una puerta al final del último peldaño? Sin resuello, obligada a seguir un rastro del que no había señal alguna, musitaba el nombre de su amante una y otra vez. Tal vez ansiaba disipar el miedo, invocar la esperanza.
—¡Que esté abierta, si hay una puerta, que esté abierta! —decía o deliraba, le era imposible discernirlo.
Aquella era la única súplica, y se dio cuenta de que al expresarla en voz alta quebraba una especie de letanía encadenada. Era suya, la repetía a media voz desde que había entrado en el monasterio. Sin embargo, nadie la oía, y un nuevo muro de cascotes se alzaba entre ella y su objetivo.
Se despellejó los nudillos golpeando la áspera superficie, pero fue el azar, solo el azar, el que la condujo hasta una grieta abierta por el terremoto. Una de las piedras se movía y poco después comprobó que había una segunda piedra mal encajada. Apenas un pequeño esfuerzo y rodó muy cerca de sus pies.
Agnès no se detuvo hasta introducir el cuerpo por aquel agujero y cruzar al otro lado. ¿Por qué buscaba allí a Marc tan decidida? ¿Qué o quién la guiaba?
Pero no encontró nada. Aparte de unos cuantos libros viejos y restos de madera de lo que debía de haber sido el armarium. Bajó de nuevo al claustro, recorrió otros espacios desconocidos mientras se libraba de los pocos monjes que le salían al paso. Antes los sacudía con la esperanza de que tuvieran alguna noticia de Marc. Mas nadie lo había visto.
Los gritos de un hombre guiaron sus pasos hasta detrás del surtidor. Justo donde los estragos del terremoto resultaban más evidentes. Las columnas habían cedido al temblor de tierra y yacían hechas trizas al lado de los capiteles que las coronaban desde siglos atrás. Vio que el cuerpo de su amante también yacía allí, muy cerca, medio enterrado bajo los escombros. El monje que había llamado su atención había desaparecido.
Agnès contuvo la respiración para poco después soltar el aire. Fue un aullido sostenido, casi animal. Mientras trepaba entre piedras y maderas sintió una fuerte punzada en el tobillo; el pie izquierdo le había quedado atrapado entre unas losas destrozadas. La sangre, provocada por la arista de un sarcófago, empezó a manchar los cascotes, pero Agnès, ajena al dolor, luchó hasta liberarse.
Pese a que el zueco tomado prestado a sor Hugueta había quedado preso en la brecha, Agnès no pensaba renunciar. Con el pie descalzo y herido avanzó hasta que Marc quedó a su alcance. Todo había sucedido en un instante, el polvo le invadía los pulmones y se oía el llanto y las carreras de los hermanos. Sofocada, se desprendió de la capa, aunque no sentía nada desde hacía rato. Únicamente había obedecido al impulso de llegar hasta donde se encontraba el sacerdote, su amado.
Al reducir la distancia que los separaba fue consciente de la inutilidad de su esfuerzo. Intentar mover los restos de la arcada sola era una locura. Llamó a Marc varias veces, pero el hombre permanecía inmóvil. Pese a ello, su aspecto era sereno, tenía los ojos cerrados y la piel fría. En el centro del patio, la nieve aún cubría el olmo, pero la sacudida había limpiado la copa y las hojas aparecían brillantes, como recién pulidas.
—¡Ayudadme, por favor! ¡Ayudadme! —gritó con los brazos abiertos y el cuerpo en tensión, mientras escudriñaba a su alrededor con la mirada turbia.
Nadie fue a su encuentro. Delirante, intentó calzar el cascote más grande con una viga, hacer palanca, desplazar la piedra… Pero no lo consiguió.
—¿Es que nadie me oye? Por el amor de Dios, por lo más sagrado, necesito ayuda…
Un inmenso sollozo ahogó en su garganta las últimas palabras y Agnès se entregó a un llanto convulsivo, fruto de una desesperanza sin límites, de la impotencia que puede llegar a sentir quien lo ha perdido todo irremediablemente.
—¿Hay alguien? ¿Quién pide auxilio? —preguntó una voz en la lejanía.
—¡Ayudadme! ¡Estoy aquí, en el claustro! ¡Hay un hombre… herido! No puedo, sola no puedo…
Al ver la figura del hermano hostelero, Agnès levantó los brazos para indicarle dónde estaban. Luego se enjugó las lágrimas con la manga de la camisola y esperó a que el hombre llegara. Al verlo de cerca le alegró comprobar que era de complexión fuerte y con cara de buena persona.
—¡Es…, es el padre Marc! —exclamó. A continuación, con voz casi inaudible, añadió—: ¿Está muerto?
—¡No! ¡No puede haber muerto! ¿No lo entendéis? ¡Ayudadme!
Necesitaron todas sus fuerzas para desenterrar aquel cuerpo, que seguía sin dar señales de vida. Cuando lo liberaron, el monje se agachó sobre él y, encomendándose a Dios, inició la fórmula de la extremaunción, pero la joven, en un acceso de cólera, lo apartó bruscamente.
—¿Qué hacéis? ¿Os habéis vuelto loco? ¡Ayudadme a incorporarlo, deprisa!
—Señora…
—¡He dicho que me ayudéis!
El hermano Bartomeu no tuvo valor para negarse a aquella orden y recostó el cuerpo contra una de las paredes. Se situó a una distancia prudencial para observar cómo la joven lo sacudía con fuerza y fundía nieve en su cabeza para que despertase de un sueño que parecía eterno. Lo besaba una y otra vez, rogándole que no la dejara sola. Después comprobó si el milagro se había producido y un latido, por débil que fuese, confirmaba que ella tenía razón.
—Será mejor que… —intervino el monje con un hilo de voz.
Pero ella no lo escuchó, no habría escuchado nada aparte de la voz de aquel hombre que ahora tenía los labios cerrados. Tras un último intento, Agnès se puso de pie. El hermano hostelero sintió un profundo escalofrío al ver los ojos de la muchacha inyectados en sangre, la rabia la dominaba.
Delante de él, tanteó un lugar firme donde plantarse e inclinó la cabeza hasta que la barbilla quedó apuntada contra el cielo. Entonces todos los músculos de su cuerpo se tensaron como las cuerdas de un arpa y con los dientes apretados profirió:
—¿Qué clase de Dios eres que no tienes misericordia de los que te imploran? ¿De este modo demuestras tu grandeza? ¿Es así como nos castigas? Dicen que eres el Dios del amor…, ¡pero mienten!
La joven solo cesó en sus blasfemias para tomar de nuevo impulso. El hermano Bartomeu tenía los ojos cerrados y las manos juntas en actitud de plegaria.
—Muy bien. ¡Tú ganas! —exclamó Agnès sin dejar de mirar al cielo en actitud desafiante. Luego, con la expresión vencida del que se siente derrotado, agregó—: Era tuyo, bien lo sé… ¡Aquí lo tienes, te lo devuelvo! ¿Me oyes? Quédatelo, pero no le arrebates la vida. Yo fui la única culpable, solo yo. Te juro por lo más sagrado que me alejaré de él. No seré ningún estorbo para su carrera, para la misión que le has encomendado. Tú que estás en todas partes, ¿puedes oírme?
Solo una exclamación del hermano Bartomeu la hizo volver a la realidad. El monje había congelado el gesto y, con la boca abierta, miraba en dirección al sacerdote. Agnès no se sobresaltó ante los ojos entreabiertos de Marc. Era exactamente como si no pudiera suceder de otro modo.
Sin cortar el paso a una lágrima tibia que se le depositó en la comisura, la joven besó los labios del hombre. El contacto fue tan leve como el de una mariposa sobre la flor elegida. Después, se alejó en silencio mientras el hermano observaba la escena sin dar crédito a lo que habían visto sus ojos.