Los gritos de Gaufred, que se había plantado de repente en la cocina, asustaron a sor Regina y con su gesto descontrolado volcó en el suelo el contenido de la cesta. Antes de recoger las setas calabaza y los rebozuelos recién cogidos, la monja puso los brazos en jarras y, con una actitud enfurruñada muy poco creíble, recriminó al muchacho…
—¿Cómo tengo que decirte que esas no son maneras…?
—¡La mujer! —exclamó el chico con la respiración agitada.
—¿Qué intentas decir? ¡Quieres hacer el favor de tranquilizarte! ¿De qué mujer hablas?
—¡La mujer! —repitió con premura—. La que dormía, la que no tiene nombre…
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué le pasa? ¡Habla de una vez! —lo conminó la monja pelirroja mientras lo sacudía—. ¡Di! ¿Ha pedido agua? ¿Acaso ha abierto los ojos?
Sor Regina salió como alma que lleva el diablo y subió los escalones de dos en dos hasta llegar a la celda; durante mucho tiempo nadie había tenido acceso a ella por tratarse del dormitorio de la madre superiora. Solo detuvo su carrera en el umbral de la puerta. Entonces se mordió el labio inferior y se volvió en redondo.
—¡Gaufred, sube el botijo de agua! ¡Ah, y ve a buscar a sor Hugueta! ¡Corre! Y no me salgas de nuevo con que no puedes hacer dos cosas al mismo tiempo.
Tras casi tres semanas sin ningún cambio que hiciera pensar en una mejoría, las esperanzas de cuantos rodeaban a la desconocida se habían ido desvaneciendo. Únicamente sor Regina tenía la absoluta certeza de que tarde o temprano se produciría el milagro.
—¡Alabado sea Dios! —dijo al ver que se había sentado en la cama—. Pero ¿qué hacéis? ¡Esperad, no podéis moveros!
La monja se plantó a la cabecera del lecho y acompañó el cuerpo frágil de la mujer hasta que este descansó de nuevo sobre el jergón. Entonces se sentó a su lado y le dedicó su mejor sonrisa, pero no obtuvo respuesta. La expresión del rostro que tantas noches había velado en silencio no mostraba agradecimiento. Al contrario, apretó las mandíbulas y soltó un resoplido.
—¿Qué hago aquí? ¿Quién sois vos?
Durante unos instantes repasó a la monja de arriba abajo y su mirada fue de la sorpresa al desdén. Luego se concentró en la pequeña estancia y en las prendas sencillas que cubrían su cuerpo. Al darse cuenta de que llevaba la pierna entablillada abrió desmesuradamente los ojos, como si no se reconociera a sí misma y todo aquello le produjera una angustia difícil de controlar.
—¿Qué me ha ocurrido? —preguntó ya más tranquila, si bien por la voz que ponía saltaba a la vista que podía echarse a llorar en cualquier momento.
—Tuvisteis un accidente… —respondió la monja, dudando de si le había dado la respuesta más correcta.
La llegada de sor Hugueta puso fin a la conversación y la joven monja cedió el protagonismo a la priora, manteniéndose en un segundo plano.
—Me han dicho que habéis pedido agua, ¡eso es muy buena señal! Tal vez si nos dijerais vuestro nombre… —dijo acercándole el botijo que Gaufred había traído diligentemente.
La desconocida esbozó el gesto de cogerlo entre las manos, pero antes de tocar aquel barro tan frío se las llevó a la cabeza y se dejó caer pesadamente sobre la almohada. Alarmada, sor Regina recorrió los pasos que antes había retrocedido y, con dulce ademán, volvió a cubrirle el cuerpo con la manta.
—No se preocupe, hermana, aún está demasiado débil, pero me parece que estamos ante una mujer de mucho carácter. Sin duda eso la ayudará a restablecerse. Si antes no acaba con nuestra paciencia y con mis riñones —rezongó la priora.
Durante tres días consecutivos todavía alternó períodos de vigilia y desvanecimiento. Débiles gritos de dolor y otros que recordaban el bramido de un animal herido. En todas las circunstancias sor Regina permaneció a su lado, enjugándole el sudor, dándole a beber caldos que ella misma preparaba, infusiones de plantas medicinales que cultivaba en un trocito de tierra detrás del convento. Cuando la fiebre la hacía delirar y los escalofríos la sacudían de pies a cabeza, la protegía con su propio cuerpo hasta que se calmaba, y entonces la monja rezaba en silencio para que se recuperase lo antes posible.
Quien tampoco se mostró indiferente ante aquel éxito fue el abad del monasterio de Sant Pere. En cuanto se enteró de la noticia de que la joven había despertado, se plantó en Sant Nicolau y después no dejó de visitarla ni un solo día. A veces lo acompañaba el sacerdote que tanto había corrido de boca en boca de los lugareños debido a las circunstancias del hallazgo.
Su manera de actuar, el abad Pere lo sabía muy bien, provocó desconcierto entre los monjes de la comunidad, así como algunas habladurías malintencionadas. Y se dijo que solo Marc, poco dado a las murmuraciones en las que iba degenerando todo suceso acontecido en la villa, podía mantenerse al margen.
No fue sino cuatro días más tarde cuando la joven volvió a abrir los ojos sin mostrar aquella expresión de no hallarse del todo presente. Cuando lo hizo, Marc también estaba allí y la primera mirada se clavó en su persona. En un primer momento la mujer no dijo nada, se habría dicho que sonreía, pero el movimiento de las comisuras de sus labios fue tan sutil que nadie se habría atrevido a afirmarlo sin correr el riesgo de equivocarse. Durante unos segundos el silencio reinó en la habitación, y finalmente el abad tomó la palabra…
—Hija querida en Cristo, damos gracias al Todopoderoso por haber escuchado nuestras oraciones. Soy Pere de Sadaval, abad del monasterio de Sant Pere, y os encontráis en la ciudad de Camprodon —dijo recalcando cada palabra y mirándola fijamente a los ojos.
Sin embargo, la reacción de la joven no fue la esperada por aquel hombre de iglesia. Tras fruncir el ceño hizo un gesto de indiferencia con los hombros y su atención se dirigió de nuevo a Marc.
—Entiendo que todavía estéis desorientada, hija mía, ya tendremos tiempo para hablar de ello —dijo el abad con media risita para disimular su decepción. Acto seguido, al ver que la joven no prestaba atención a ninguna de sus palabras, añadió—: El sacerdote que me acompaña es el padre Marc Roselló, de hecho podríamos decir que se trata de vuestro ángel de la guarda.
En ese preciso momento el rostro de la mujer perdió toda tirantez y la incertidumbre se evaporó de su mirada. El abad empezó un discurso para justificar las palabras pronunciadas, pero ella no parecía oír nada ni a nadie. Hacía rato que sor Hugueta se mordía los labios para no intervenir, mas finalmente puso punto final a la situación.
—Sin querer faltaros al respeto, padre abad, tal vez aún es demasiado pronto para…
—Muy cierto, muy cierto… Dejémosla descansar. Mañana será otro día. Si necesitáis algo, si…
—Os lo haré saber con la máxima diligencia, perded cuidado. Habéis depositado vuestra confianza en la persona adecuada.
Sor Regina no quiso quedarse atrás y besó la mano del abad. Entonces vio como este, acompañado de la superiora, se alejaba con un semblante más triste, más meditabundo del que mostraba al llegar.
Todo indicaba que la mujer por quien el abad Pere estaba tan preocupado ya se encontraba fuera de peligro, y el monasterio ultimaba los preparativos para la llegada del predicador. Marc había dormido poco; hacía tiempo que las noches se le habían convertido en tiempo de vigilia, donde se mezclaban pensamientos y ensoñaciones. La costumbre de Pere de Sadaval de hacer una visita todas las mañanas a la desconocida añadía una inquietud más a su alma. Intentaba despertar al alba por si el abad llamaba a la puerta para que lo acompañase. No obstante, cabe decir que no siempre sucedía así.
Haber contemplado con sus propios ojos que la mujer se iba recuperando volvió a Marc más alegre, incluso olvidó en buena medida el propósito personal por el que había elegido Sant Pere de Camprodon para aquel período de calma. Le habían llegado noticias de que el monasterio disponía de algunas copias de poetas occitanos y desde entonces había decidido aquel destino.
Se había hecho el firme propósito de llegar al corazón del abad Pere, convencerlo de que para consolidar su formación le vendría bien consultarlos, pero el religioso cuidaba aquellos manuscritos con especial esmero. Justo cuando empezaba a trazar otros planes, que incluían métodos no demasiado ortodoxos, había aparecido la desconocida alterando las vidas de todos. Marc no contaba con eso. Despertaba en su espíritu antiguos anhelos, le hacía dudar de si la vida que había escogido se correspondía con las ideas que había ido trenzando durante su primera juventud. ¿Quizá debía confiar en las señales que Dios le había puesto delante las últimas semanas?
Había pactado con el obispo de Vic que, a fin de completar sus estudios, partiría para una larga estancia en las universidades de París y Florencia. Así pues, estaba escrito que sus días en Camprodon supondrían tan solo un paso previo para hacer acopio de fuerzas y poder enfrentarse a los estudios superiores con la limpieza de cuerpo y alma que merecían. Después lo esperaban hitos aún más elevados, que resultarían trascendentales para llevar a cabo el plan que entre su padre y su amigo el obispo de Vic habían elaborado con sumo cuidado.
El padre de Marc, Lluís Roselló, era un pequeño señor rural de los alrededores de Manresa, pero se había enriquecido a raíz de una firme amistad con el obispo Jordi d’Ornós y, a través de este, con el propio rey Alfonso. Había comprendido de inmediato que un hijo en la Curia significaba poder y que tenía a la persona adecuada para dicha tarea. Sabía que Marc era listo, que se las arreglaba muy bien en las relaciones mundanas. Según su punto de vista, no necesitaba nada más si quería tener éxito en su ministerio.
El dinero de Roselló había conseguido abreviar la duración de la carrera eclesiástica y Marc había respondido a las expectativas. Su padre ya soñaba con cierta influencia en la corte y, más adelante, quién sabe si en la misma Roma. Ahora bien, antes había que cumplir las tradiciones. Su hijo debía completar los estudios de Teología, ver mundo y entender de una vez para siempre qué significaba ascender dentro de la Iglesia. El obispo D’Ornós había estudiado Artes en Perpinyà y, pese a las prisas del progenitor de Marc, no solo confiaba en una firme preparación, sino también en la necesidad de conocer de cerca los ambientes donde se tomaban las decisiones.
Lo cierto es que Marc Roselló entendió muy bien todos aquellos aspectos del camino que le habían trazado. Aceptaba la ambición de su padre y las continuas intervenciones del obispo D’Ornós para matizar el rumbo que había tomado; pero, sobre todo, se había dado cuenta de que instalarse en el seno de la Iglesia se avenía muy bien con sus otros intereses.
Desde muy pequeño había sido un niño distinto de los demás. Se emocionaba ante una puesta de sol o un hermoso gesto. Y muy pronto se vio buscando en la reducida biblioteca de su padre indicios que confirmasen su singularidad.
No se trataba de una decisión fácil en los tiempos que corrían. Ser consciente de su pasión por la belleza, descubrir su afición a los libros gracias a la lectura del Libro de horas, que siempre llevaba encima su tío Ermengol, regalo de su enamorada… Todo aquel periplo pertenecía al pasado, pero le había dejado una huella muy profunda. De hecho, cuando su padre le propuso tomar los votos, un paso imprescindible, había dicho, para situar a la familia en la posición social que merecía, Marc era ya un hombre de letras que quería profundizar en los textos de los poetas occitanos.
Marc contaba con la trayectoria de sus hermanos como ejemplo. Hombres de armas, futuros soldados de su señor, formados en la dureza de espíritu que el ejército requería. Ser testigo de aquellas trayectorias solo podía llevarlo a pensar cuán diferente era su camino. Todo el mundo se había desentendido de él, empezando por su madre, que se limitaba a cotillear y a sentarse al lado de su marido durante las fiestas.
Cuando Roselló le planteó su futuro, Marc temió que le resultaría cada vez más difícil llevar adelante sus obsesiones. En el caserón de Sant Fruitós de Bages, donde vivía con su familia, era fácil escabullirse, sobre todo siendo un joven amo sin demasiadas obligaciones. Ahora bien, todos decían que, de puertas adentro, en la Iglesia reinaba una férrea disciplina, que, en último término, por muchos privilegios que pudieras conseguir, se trataba de consagrarse a una vida de renuncias.
No tardó en darse cuenta de que, si bien aquellos rumores eran ciertos, las catedrales y los monasterios constituían los refugios donde el mundo iba dejando las huellas de otros tiempos. Aparte de que amar los libros y la escritura no suponía ningún descrédito, sobre todo si orientaba su vocación al servicio de Dios. Reparó con placer en que la biblioteca del obispo se hallaba bien provista. Y no solo de volúmenes dedicados a cantar las alabanzas de Nuestro Señor.
El convencimiento definitivo de que había acertado al aceptar la vida que otros habían proyectado para él le llegó un día de primavera de tres años atrás, poco después de llegar a Vic procedente de Sant Fruitós de Bages. Marc deambulaba por la plaza del Mercat, admirándose ahora de los intensos colores de las frutas y verduras, ahora de las texturas cremosas de los quesos que los campesinos bajaban de las montañas. La influencia de Roselló, a quien el obispo veía como a un hombre rico e ignorante, había conseguido que su hijo gozara de gran libertad.
Aquel día descubrió a un nuevo vendedor entre los puestos. Había improvisado una mesa pequeña con diversas cajas y, sobre un paño de hilo, podían verse útiles de escritura y diversos legajos. Marc, maravillado porque podría conjugar la costumbre de observar a la gente en sus quehaceres diarios con la intensa pasión que sentía por los libros, se acercó decidido.
Al hombre del puesto no le pasaron desapercibidos ni la figura ni el interés del religioso. El aspecto físico de Marc, con su poco habitual estatura y sus angulosas facciones, no respondía al modelo de campesino o simple ciudadano. Más bien parecía un noble o un hombre de armas, aunque las manos, pulcras y sin callosidades, reafirmaban en principio su dedicación a Dios.
—Sois nuevo en la plaza… —dijo Marc, si bien más que una pregunta era una celebración.
—Sí, ya veo que me encuentro ante un buen observador. Alguien me dijo que en el mercado de Vic no ofrecían este tipo de artículos y, finalmente, me he decidido a instalar mi propio puesto.
El comerciante no dijo nada más. Se concentró en una mujer que miraba las plumas de ave y volcaba los tinteros, por suerte sin tinta; saltaba a la vista que solo quería curiosear. Marc, entre tanto, descubrió que entre los legajos había un cancionero. Confiaba en que aquel hombre no diría nada si lo examinaba de arriba abajo, mas no fue así.
—¿Acaso os interesa la poesía?
—Es posible —respondió Marc con cautela ante aquella pregunta tan directa—. ¿Tenéis más?
—Podéis disponer de los más completos cancioneros, desde luego. Incluso de copias de los últimos libros de nuestros poetas o, si deseáis ir más al sur, de los principales trovadores de nuestro tiempo, como Ausiàs March o Jordi de Sant Jordi.
El sacerdote miró a uno y otro lado, como si lo hubieran pillado en falta, y se agachó lo suficiente para tener el rostro del vendedor a la altura del suyo. Su comentario fue casi un susurro…
—¡Cobraréis un precio exorbitante, si tenéis que viajar hasta tan lejos para complacerme!
—Nada de eso —dijo el hombre en tono triunfal—. En Vic tenemos un poeta lo bastante importante para que pueda conseguir copias con facilidad… Sin embargo, ¡no iréis a decirme que queréis ese tipo de lectura! Puedo hacerme con ella, por supuesto, aunque tendría que ser con el máximo secreto…
El rostro de Marc se sonrojó. No sabía a qué tipo de textos se refería el hombre del puesto, pero por su expresión se lo imaginaba. Debía deshacer aquel malentendido lo antes posible.
—¿Quién es el poeta que os suministra? ¡Se me antoja difícil que en esta ciudad pueda encontrarse nada más allá de misales y libros de iglesia!
—Ahora seré yo quien os haga una confidencia —musitó el hombre, pero aunque hizo un notable esfuerzo le fue imposible ponerse a la altura del sacerdote. Pese a dicha dificultad se lo soltó en voz muy baja, cual si le costase compartir el secreto—. ¡El mismísimo Andreu Febrer!
Marc permaneció imperturbable ante aquel nombre y el librero puso cara de sorpresa. Se le presentaba una buena ocasión para poner en práctica una de las facetas más logradas de su carácter. Como el sacerdote supo más tarde, había enseñado en la Universidad de Perpinyà, aunque lo habían expulsado por prácticas esotéricas.
—Andreu Febrer es uno de nuestros grandes poetas. Acompañó al rey Alfonso a Córcega y durante el viaje conoció a grandes hombres de letras. La empresa más importante que ha emprendido jamás es la traducción de la Divina comedia, de Dante, y parece que ya se halla en las postrimerías. Aunque vive en Barcelona, sube con frecuencia a ver a su familia, y es entonces cuando le hago los encargos.
—Entiendo —dijo Marc, deseoso de conocer a tan ilustre personaje, aunque en el fondo no se le ocurría qué podía pedirle, fuera de su obsesión con los poetas provenzales, de los que apenas conocía fragmentos.
El sacerdote interrumpió aquellos recuerdos de su primer año en Vic al ver que el abad Pere había reparado en su presencia y caminaba en su dirección. Se encontrarían justo delante de la sala capitular, donde también se hallaba el surtidor. No se le ocurría cuál podía ser la urgencia, dado que se habían visto poco después del alba, cuando lo había acompañado a visitar a la desconocida.
—Tengo que pediros un favor —dijo el abad cuando se le puso delante.
—Vuestros deseos siempre son órdenes para mí, padre abad. ¡Contad con ello!
—Pues… lo cierto es que sigo indeciso. Me he pasado un buen rato pensando en ello y aún tengo dudas, no porque no confíe en vuestra capacidad, sino más bien porque lamentaría mucho incomodaros.
Marc, expectante, puso la mano bajo el chorro y se estremeció por la frialdad del agua. El episodio invernal había pasado, pero el ambiente era frío; la presencia del sol era escasa en el valle y en las cumbres no se había fundido la nieve. El agua de Sant Pere bajaba de las fuentes que había en las faldas de la montaña de Sant Antoni y era un buen recordatorio de que muy pronto un manto blanco volvería a cubrir el valle.
El abad dejó que se refrescara el rostro mientras se decía que él no soportaba tan bien aquellas temperaturas. Le gustaba aquel sacerdote, pese a que aún no entendía su elección. Según le había informado el obispo, estaba llamado a grandes empresas, y su modesto monasterio no parecía el lugar más adecuado como fase preparatoria.
—Pronto recibiremos la visita del predicador y querría que lo acompañaseis, que lo ayudéis en cuanto haya menester…
—¿Yo, padre abad?
—Sí, ya sé que no sois demasiado partidario de ello, eso me han dado a entender vuestras opiniones, pero el pueblo también necesita apoyo espiritual. Os prometo que intentaré repartir la comida con el mejor criterio, en contrapartida, vos seréis mi mano derecha.
Marc se dijo que si quería conservar sus privilegios no podía negar aquel favor al padre abad. A decir verdad, le sorprendía que se lo hubiera pedido, pero era su estilo, una manera de actuar que solo podía correr pareja con la bondad, y esta, como había descubierto hacía tiempo, no anidaba en todos los corazones.
—Me convertiré en su sombra —aseguró el sacerdote, aunque no las tenía todas consigo; algunos de los más exaltados del pueblo no verían con buenos ojos que se les cambiara la olla por las oraciones.
Una vez resuelta aquella dificultad que tanto alteraba la vida diaria del monasterio, y pese a que quizás había sido una injusticia cargar el peso del predicador sobre las espaldas de un sacerdote que no tenía nada que ver con el cenobio, el abad de Sant Pere de Camprodon aprovechó la primera semana de noviembre para tomar la decisión que había ido aplazando día tras día.
Se había esforzado de firme durante sus visitas diarias a Sant Nicolau. Había rescatado recuerdos perdidos, a veces incluso tenía la sensación de que se los inventaba. Pero no había conseguido confirmar sus sospechas. ¿Era o no era su sobrina aquella muchacha a la que las monjas habían acogido hacía casi seis semanas? La incertidumbre lo consumía. Y no estaban los tiempos para añadir conflictos a los ya existentes.
Se sentaba en el taburete de madera que sor Regina había instalado junto a la cama y la miraba con tanta atención, acortaba de tal manera las distancias, que finalmente se avergonzaba por volcarse de aquel modo en lo más profundo de sus ojos. ¡Como si bastara con la voluntad para leer la historia que la mujer ocultaba! En ocasiones, la convicción de que la joven era realmente Agnès de Girabent era tan firme que debía luchar con denuedo para no tomarla en sus brazos y tratarla como a la niña que habitaba sus invocaciones. No obstante, había momentos en que el abad no daba crédito a los rasgos que alimentaban su creencia; las semejanzas con su hermana, Guisla de Girabent, las atribuía a la casualidad o al engaño a que podía inducir el juego de penumbras que los acompañaba en la celda donde la habían acomodado.
A menudo, mientras rezaba de rodillas en la iglesia del monasterio, pero también cuando desempeñaba cualquiera de las numerosas responsabilidades que recaían sobre sus hombros, el galope de un jinete o el ruido de pasos de los hermanos en plena actividad lo alteraban. Habría querido que reinase un profundo silencio en Sant Pere, un silencio capaz de proporcionarle la tranquilidad de espíritu que necesitaba. Pero la vida, y esa convicción era más firme en el valle que en cualquiera de los lugares a los que viajaba, siempre quería dejar su huella, manifestarse como opción al silencio interior que, según creía, constituía la aspiración máxima de cualquier ser humano.
Había leído mil veces aquella breve misiva en presencia de la desconocida, la llevaba todos los días al hospital por si su contemplación la hacía despertar…
—Me hiciste llegar esta carta, Agnès… ¿Lo recuerdas? Agnès, por el amor de Dios…
Sin embargo, siempre obtenía el mismo resultado. Ninguna reacción, ningún brillo en los ojos, ni siquiera la suficiente atención para que tales manifestaciones fueran posibles. Si se trataba de la pequeña Agnès, ¿a qué se debía su inesperada visita? ¿Cuál era la naturaleza del secreto que necesitaba confiarle? ¿Por qué se había marchado de su casa para exponerse a los peligros del camino? Y en último término…, ¿por qué había sido él el elegido? Hacía mucho que no se preocupaba demasiado de su anterior familia. Tal vez porque le había bastado con la que la Iglesia le ofrecía, ¡incluso esta le venía algo grande! Se estremeció al pensar que quizás Agnès había huido porque algún peligro planeaba sobre la casa de los Girabent…
Nunca había congeniado con su cuñado, eso era muy cierto. El padre de Agnès era un hombre de maneras bruscas y corazón endurecido, que trataba con aspereza a los campesinos y al que solo parecía interesar su propio beneficio. Sin embargo, le costaba creer que fuera capaz de hacer daño a su propia hija. No quería darle más vueltas, esta vez se tragaría el orgullo y saldría de dudas.
Con esa intención mandó llamar al hermano Bremund…
—Necesito que os pongáis en camino mañana mismo. Preparad lo necesario para un viaje de tres o cuatro días, tal vez cinco si la nieve os dificulta el paso, pero me han informado que los caminos siguen abiertos. Iréis a la Seu d’Urgell.
—Haré lo que me ordenéis, padre abad —respondió el monje sin dudar. No obstante, instantes más tarde, al ver que el rostro de su superior se ensombrecía, añadió—: ¿Acaso se ha roto el pacto entre el obispo, el señor de la ciudad y los prohombres?
—No. Bueno, ¡al menos que yo sepa! Pero no es esa la misión que os llevará al Comtat d’Urgell…
—Os pido que no me lo tengáis en cuenta, no querría resultar indiscreto —se disculpó el monje, avergonzado por aquella desafortunada intromisión.
—Entiendo que no se trata de un cometido habitual y no querría que os sintierais obligado por vuestro voto de obediencia. El hecho es que sois joven y estáis avezado en las dificultades de los caminos. Ahora bien, debéis elegir a un compañero de viaje; no es prudente que vayáis solo. Quizá podríais llevaros a Ramon, el hombre fornido que nos ayuda con la leña. Le decís que Nuestro Señor se lo pagará con creces y nosotros cuidaremos de que a su familia no le falte comida en su ausencia.
El hermano Bremund escuchó con atención todo lo que su abad le confiaba, pero no dio con el quid de la cuestión. De hecho, tampoco había gran cosa que entender. El encargo consistía en ir a casa del señor de Girabent y decir que lo enviaba su cuñado, Pere de Sadaval. Tras presentarle sus respetos, tendría que preguntar por su hija, Agnès, y entregarle en mano una de las dos cartas que el abad había escrito.
En caso de que no encontrara a la muchacha en casa debería interesarse por su paradero. Era muy importante que no volviese sin esa información y que esta estuviera bien contrastada; en caso necesario tendría que hablar con los vecinos o conocidos. Lo cierto es que el abad Pere dudaba de cuáles eran sus deseos. Por una parte, habría preferido enterarse de que su sobrina vivía sana y salva en la casa familiar, pero, por otra, si la desconocida era realmente la Agnès que él recordaba, si tenía la oportunidad de cuidar de ella hasta que se restableciera, tal vez de una vez para siempre se enteraría de lo que estaba ocurriendo. Conociendo el carácter y las fechorías de Girabent, desde que había recibido aquella carta de Agnès la inquietud lo reconcomía.
—¿Os ha quedado claro, Bremund? Solo deberéis entregar la segunda carta a mi cuñado si Agnès hubiera partido hace un par de meses. Confío en que no se produzca la menor equivocación al respecto.
Por la manera como el monje lo miraba, Pere de Sadaval fue partícipe de sus pensamientos. No resultaba difícil relacionar aquella historia con la mujer que se recuperaba en el hospital. Ahora bien, pese a su juventud, Bremund había pasado casi toda su vida en el monasterio y era muy despierto. Sabía que a veces la gente necesita de los secretos, que no siempre puede uno fiarse de las apariencias. El hecho de que en el monasterio lo tuvieran por un poco bocazas no influyó en la decisión del abad.
El monje guardó silencio antes de dirigirse al pueblo en busca de Ramon. Tal como se había mencionado en la conversación, se trataba de una excelente compañía. Sobre todo si venían mal dadas. Una posibilidad que no se quitaba de la cabeza después de ver lo que había sucedido con los viajeros que acompañaban a la desconocida.
Aunque ya no sangraba, la mujer había caído de nuevo en un estado febril y Marc se convenció de que su vida se hallaba en manos de Dios. Se había propuesto dejar de lado la poesía por un tiempo, prestar atención a las noticias que llegaban del convento de Sant Nicolau o a las palabras de los que más sabían. De hecho, al fin y al cabo en el monasterio de Sant Pere nadie poseía más luces sobre tales asuntos que las que se limitaban a curar heridas provocadas por espadas o cuchillos.
El abad Pere le había comentado que la joven debía de ocultar algún daño interno, si era a consecuencia de su encuentro con los bandidos o no, no podían saberlo. Dicho lo cual, se encomendó al Altísimo. Su formación incluía nociones de medicina, pero en lo tocante al interior del ser humano, este únicamente pertenecía a Dios y era Él, y solo Él, quien podía decidir la curación.
Pese a rebelarse contra aquella opinión, Marc entendía al abad. Sin embargo, no podía evitar decirse que algunos herejes hablaban de otra posibilidad. Era necesario ir en busca de nuevas visiones, situar al ser humano en el lugar que le correspondía, impulsar los estudios que otros grupos humanos habían desarrollado con éxito.
De todo eso solo había oído hablar en conversaciones que no lo incluían y se le antojaba algo fuera de su alcance. Mucho más todavía en aquel monasterio, tan alejado de los que quizá podrían ayudarlo en la curación de la muchacha. No obstante, Marc, pese a su espíritu crítico, creía en Dios. Rezaba mientras ella se debatía entre la vida y la muerte. Y eso hacía que su alma se ahogara, impregnada de un enorme sentimiento de culpa.
Se dijo que a pesar de las dudas sobre su estado, la desconocida había demostrado una gran fortaleza. Sor Regina no se movía de su lado ni para dormir, y él quizá dispondría de tiempo para dedicarlo al predicador que enviaba el obispo. La tarea resultaría ardua dada la condición de dominico del fraile, al menos eso era lo que había insinuado el abad Pere…
—Los dominicos se mezclan con los pobres, se ponen de su parte… Un poco como vos —añadió con juguetona malicia—. Sin embargo, no sé si entenderá nuestros problemas. La gente tiene miedo. Temen no poder recolectar la cosecha y quedarse sin comer, que la tierra vuelva a bramar. No sé si necesitan palabras de consuelo, más bien lo que quieren es rozar la esperanza, no que les aseguren que Dios está con ellos. Es un problema de fe, lo reconozco, pero también se trata de sobrevivir a los malos tiempos.
El abad se interrumpió para santiguarse. Sabía que sus palabras rayaban en la herejía, y mientras lo escuchaba, Marc se sentía satisfecho porque rezumaban confianza en su silencio. Al fin y al cabo, también Pere de Sadaval tenía dudas sobre la mejor manera de enfrentarse a los problemas del pueblo. Y en eso coincidían, si bien la naturaleza de sus preocupaciones era muy distinta. El sacerdote, solo se atrevía a mencionarlo en sus pensamientos, era consciente de que no podría soportar la muerte de la desconocida. Con esa carga que cada día le resultaba más pesada, apresuró el paso camino del Pont Nou. Camprodon era una villa pequeña, las noticias volaban de un extremo al otro, y él sabía que la llegada del predicador no podía pasar desapercibida.
Su primera sensación al ver al fraile que se acercaba por el camino fue de extrañeza. Aquel hombre que vestía el hábito de los dominicos era muy alto, quizá más que él mismo, pero sus andares dubitativos le recordaban su propia actitud ante el mundo. No obstante, todo cambió cuando lo tuvo delante. Había algo en sus gestos, en su manera de saludarlo, con una mezcla de rigidez y santidad, que le recordaba al Marc con que él soñaba cuando se veía ejerciendo su ministerio. Parecía un hombre en paz, como si no albergase dudas, como si el mundo estuviera dispuesto a acogerlo solo con conocer la peculiaridad de su misión.
Cuando le preguntó cómo había ido el viaje, el fraile respondió con una nueva reverencia y al sacerdote no le cupo duda de que la tarea encomendada por el abad no sería fácil. Aquel hombre rezumaba una gran seguridad en sí mismo. El pueblo lo vería como a alguien distante, incapaz de ponerse en su piel desde su altura moral.
—Las numerosas ocupaciones del abad Pere, a quien habría complacido sobremanera serviros de guía, han provocado que sea yo vuestro acompañante. Confío en poder seros de ayuda —dijo el sacerdote, más que nada para romper un tanto el silencio camino del monasterio.
—Ya sé quién sois —respondió el fraile, cuyo nombre todos ignoraban, o bien el abad se había olvidado de comunicarlo—. Marc Roselló, hijo de Sant Fruitós de Bages y, según todas las lenguas, llamado a alcanzar las más altas cumbres en el seno de la Santa Madre Iglesia.
El sacerdote recibió aquella muestra de sabiduría como un insulto. El fraile no se había presentado y ya dejaba ver que estaba por encima de él en conocimientos. Algunos lugareños habían salido a la calle para atisbar el aspecto del recién llegado, pero la gran mayoría se ocultaba tras la protección de la puerta de su casa.
De todos modos, Marc se resignó a su papel secundario. Era un hombre práctico y ya le habían advertido de que no llegaría muy lejos si no acrecentaba su disposición a la tolerancia.
Hasta el dolor tiene sus límites, pensó sor Regina el día en que la desconocida despertó con la mirada limpia. No obstante, tan buena noticia incluía algunos puntos oscuros. Era cierto que ya no deliraba, que incluso se podía hablar con ella y que una sonrisa había aflorado en diversas ocasiones ante las preguntas que le dirigían. Pero en ningún momento dio la impresión de saber de qué le hablaban.
La joven había despertado, sí, y parecía fuera de peligro. El problema era que no recordaba nada, ni del ataque de los bandidos ni de su vida anterior. El alboroto armado por la joven monja en Sant Nicolau, ante aquella recuperación milagrosa, llegó poco después a oídos del propio abad Pere. De inmediato se formó una comitiva que salió en dirección al convento.
—Es como si hubiera vuelto a nacer —dijo sor Hugueta, sin que cupiese interpretar muy bien qué pensaba de dicha circunstancia.
—Sí, en efecto… —respondió el abad; no podía ocultar su decepción, ni la desazón que le provocaba el hecho de que, por una vez, no le quedaba más remedio que mostrarse de acuerdo con la priora.
Pese a todo, el abad Pere abandonó Sant Nicolau contento de haber tomado aquella iniciativa. Bremund no tardaría en volver, y entonces podrían saber algo más sobre la identidad de la mujer. Solo al llegar ante las puertas del monasterio pensó en el sacerdote. Seguro que Marc Roselló no se había enterado de aquel despertar, debía de estar encerrado en la sala del armarium, sumido en su mundo de poesía y reflexión. Tampoco le preocupó en exceso; aunque Marc fuera el último en saberlo, muy pronto no quedaría ser humano en aquel rincón del mundo al que no le hubiera llegado la noticia.
La desconocida no dio la menor señal a lo largo del día de que su recuperación fuese pasajera. En un primer momento manifestó la necesidad de ver de nuevo la luz del día, de volver a sentir el aire sobre la piel.
—Por supuesto que sí —se apresuró a decir sor Regina.
Le buscó una ropa más adecuada que aquella camisola de hilo y salieron al exterior.
De entrada los ojos de la joven se negaron a soportar la claridad que tanto anhelaba. Se agarró de las manos de la monja, que permanecían extendidas desde que habían salido del monasterio, hasta acomodarse en un tronco caído que se utilizaba como banco. Desde allí la vista del valle era diáfana. Los dos ríos bajaban caudalosos desde las montañas, los soldados montaban guardia al extremo de los puentes, la torre de la iglesia del monasterio parecía saludarlas.
Mientras la recorría una traviesa agitación, sor Regina solo pensaba que era una suerte la coincidencia de talla entre ambas. Le había prestado el vestido que guardaba desde muy joven, uno que su madre le había cosido para cuando fuese una mujer hecha y derecha.
Ajena a aquellos pensamientos de la monja, la desconocida se dio cuenta de que no todo rezumaba belleza en aquel pequeño mundo que se mostraba a sus pies cual un escenario de cuento. Poco a poco, una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado lo bastante a la claridad para fijarse en los detalles, la joven sin nombre descubrió que algunas casas estaban apuntaladas y otras presentaban grietas que incluso se distinguían desde allí arriba. No tardaría en saber asimismo que los movimientos de aquellas figuras que ocupaban el escenario no reflejaban paz sino una profunda desesperanza.
—Nada ha sido igual desde el terremoto de Olot —dijo sor Regina, respondiendo a las mudas preguntas de la muchacha, pero de inmediato se cubrió la boca con la mano, como si sus votos no le permitieran la nostalgia.
Fue mucho más tarde cuando finalmente Marc hizo acto de presencia. Tras pensárselo mucho, el abad asomó la nariz en la estancia donde se encontraba el armarium y le comunicó la mejoría de la joven. El sacerdote no se entretuvo en recoger los útiles de escritura, ni las hojas en las que estaba copiando unos versos anónimos que había encontrado en los márgenes de una Biblia. Salió disparado hacia el hospital mientras Pere de Sadaval se preguntaba si los intereses del futuro prohombre de la Iglesia no necesitaban una severa corrección.
La desconocida había vuelto a la celda y descansaba con los ojos abiertos. Su expresión reflejaba extrañeza, pero Marc no había dejado al abad Pere el tiempo suficiente para que le explicase nada respecto de su estado. Al ver la figura de aquel sacerdote tan alto que agachaba la cabeza en el umbral a fin de poder cruzarlo, la mujer soltó un grito. El efecto de la sorpresa fue aún más intenso en su visitante.
—Perdonad, no era mi intención… ¡Lamento molestaros! No pensé ni por un momento que os asustaríais…
Al oírlo, el corazón de la muchacha dio un latido más fuerte que el resto, cual si se tratara de un aviso. Durante las semanas transcurridas, apenas había tenido ocasión de oír aquella voz que hoy la trastornaba; sin embargo, no experimentó la menor sorpresa al contemplar su rostro, como si lo hubiera esperado durante mucho tiempo.
La idea la sorprendió. Si ni siquiera recordaba quién era, ¿cómo podía pensar en términos semejantes? Marc todavía esperaba a la puerta, en una postura ciertamente incómoda, pero no le dijo que se acercase. Por toda respuesta esbozó una sonrisa; acto seguido se puso de nuevo al abrigo del silencio.
—Me alegra ver que os encontráis muy recuperada —dijo el sacerdote ya dentro de la celda, si bien manteniéndose a una distancia prudencial y sin buscar los ojos de la joven en ningún momento.
—¡Oh, ya lo creo! Pronto podré arreglármelas sola —respondió la muchacha mientras se levantaba de la cama y daba un par de pasos en dirección al sacerdote para demostrarle su progreso.
Esta vez fue Marc quien pareció asustado por aquel acercamiento. Solo podía ser la desconocida quien volviera a tomar la palabra. Lo hizo conteniendo una risita nerviosa, con las manos entrelazadas a la altura del vientre.
—Me parece que no he tenido ocasión de agradecéroslo antes, pero de hecho ha sido hoy cuando he sabido con certeza lo que hicisteis. Sor Regina me ha contado con pelos y señales cómo me salvasteis de una muerte segura. Precisamente ahora me estaba preguntando si debía reclamar vuestra presencia, pero os habéis adelantado… ¡Y lo celebro!
Marc no respondió. De repente necesitaba saber qué le había contado realmente aquella monja, pero le constaba que no se atrevería a preguntarlo. Los ojos del sacerdote se fijaron en la tosquedad del crucifijo que presidía la celda de sor Hugueta, cualquier cosa antes que mirarla, pese a que la tenía tan cerca.
—¡Gracias! —reiteró la joven ante el silencio de aquel hombre que parecía querer esconderse en algún rincón de la pequeña estancia—. Como dice vuestro superior, el abad…
—¡El abad Pere! —soltó de pronto Marc, deteniendo por un instante su mirada en aquel rostro que había contemplado durante horas mientras ella dormía.
—El abad Pere, por supuesto. No tengo muy buena memoria, según parece. Pero eso sí lo recuerdo. Él dijo que vos habíais sido mi…, mi ángel de la guarda. Ignoro lo que sucedió, pero todos coinciden en decir que os debo la vida.
—Era mi obligación y sin duda en estos asuntos Dios siempre tiene la última palabra. No había llegado vuestra hora…
—No. Supongo que no. Gracias de todos modos —dijo la joven dulcificando la voz.
El religioso no pudo vencer la tentación de mirarla fijamente. La conversación los había ido acercando y ella no evitó el encuentro. Durante unos breves instantes se sintió desnuda, pero no se trataba de una desnudez carnal, más bien era como si se hubiera vuelto transparente. Una especie de vértigo que jamás había experimentado debilitó sus piernas.
—¿Os encontráis bien? —preguntó el sacerdote al ver que palidecía.
—No es nada, se me pasará en seguida. Si sois tan amable de acompañarme al refectorio…
Cuando la cogió del brazo, Marc deseó que aquella puerta no cediera al impulso de su palma, y luego que el pasillo fuera más largo y desierto, mas no fue así.
—¡Criatura! —exclamó la madre abadesa al descubrirla camino de las cocinas en compañía del sacerdote—. ¿Puede saberse dónde está Gaufred? ¡Ese bribón se ganará un buen tirón de orejas!
La joven sin nombre pasaba cada día períodos más prolongados fuera de la habitación que por misericordia divina, y sobre todo por la voluntad del abad, le había sido asignada.
Gaufred, aquel muchacho sin padres que era la alegría de la sala de los enfermos, se había convertido en su sombra y a ella le complacía su compañía. Esa mañana el sol había ganado la partida a las nubes y el cielo se abría generoso mostrando un azul brillante y limpio, como recién estrenado. Era perfecto para salir al exterior y proyectar la vista en dirección a las cumbres nevadas, mientras escuchaba el rumor del agua corriendo río abajo.
—Podría acompañarte y ayudarte a recoger los huevos. Me irá bien sentirme útil para algo —dijo la joven cuando se dio cuenta de que Gaufred se encaminaba al gallinero.
—No sé si es una buena idea —objetó el chico mirando a derecha e izquierda.
—Nadie tiene por qué saberlo, si tú no te vas de la lengua, claro está…
—¡Sin duda creéis que he perdido la chaveta! ¡Sor Hugueta me haría dormir al raso si os ocurriera algo!
—Camino mucho mejor, y tú eres el mejor de los bastones, Gaufred. ¿Sabes una cosa? Cuando me quiten el entablillado de la pierna y pueda caminar sola te echaré mucho de menos.
—¡No os libraréis de mí tan fácilmente! —dijo el chiquillo con aire picarón. Luego, en voz más baja, como si no se atreviera, preguntó—: ¿De verdad no recordáis nada?
—¡De verdad! A ti no te mentiría —respondió la muchacha mientras le revolvía el negro cabello; sin embargo, el chico tenía la cabeza en otro sitio.
—He estado pensando mucho en lo que os sucede. A mí también me gustaría…
—¡Te gustaría! ¿Qué es lo que te gustaría? ¡No seas bobo! —exclamó ella con gran seriedad mientras se paraba bruscamente y se le plantaba delante.
Gaufred, con la barbilla apuntando al suelo, no respondió. El carácter de la mujer solía despertar sus dudas; los monjes o las hermanas no tenían aquellas salidas ni eran tan directos en sus respuestas.
—¿Crees que es divertido no saber quién eres, no saber de dónde vienes y no tener un pasado? Resulta doloroso no recordar el rostro de tu madre, pensar que acaso alguien te está esperando quién sabe dónde y no ser capaz de…
—Perdonad. Yo no…
—No pasa nada, sin duda debes de tener tus motivos para decir algo tan terrible. ¡Anda! Ve a buscar los huevos y luego hablaremos de ello más tranquilos.
La joven se quedó esperando a la puerta, necesitaba recuperarse de aquel momento de debilidad. Enjugarse las lágrimas que le rodaban por las mejillas en contra de su voluntad. Cuando logró acompasar la respiración, cerró los ojos a fin de disfrutar más intensamente del calorcillo del sol en la cara y aquello se le antojó la más hermosa de las caricias. Un lejano balar de ovejas parecía responder al repique de las campanas en el monasterio de Sant Pere.
—Es el toque del ángelus. Tres badajazos de la campana grande —dijo Gaufred al reunirse de nuevo con la mujer; volvía con media docena de huevos en la cesta.
—¿Ya has terminado el trabajo? Al parecer, ¡tú sabes un poco de todo! —respondió ella, sorprendida por la rapidez del mozo.
—En este toque las campanas van lentas, entre un golpe y otro tenemos tiempo para rezar el avemaría, mi madre me lo enseñó… —Gaufred había dicho las últimas palabras con un hilo de voz; luego, tras aclararse la garganta, agregó—: Cada día ponen menos. Las pobres gallinas que quedan también pasan hambre. Sor Irene, la monja que se ocupa de la cocina, las amenaza con echarlas a la olla si no espabilan. Siempre la misma cantinela, ¡como si las gallinas pudieran entenderla y poner remedio!
—¿Hace mucho que vives aquí?
—No, no demasiado. Bueno, según se mire. Aquí, en la villa, no me dejan quedarme mucho tiempo en el mismo sitio, y en invierno es difícil que los campesinos te den trabajo. De hecho, llegué poco antes que vos, aún no había caído la primera gran nevada. A mí también me encontró el pastor, dicen que no está en sus cabales, pero de no ser por él me habría matado la sarna o algo peor.
—¡Espera un momento! Según tengo entendido a mí me encontró el sacerdote, Marc Roselló me parece que se llama —replicó la joven mientras le tiraba de la manga.
—Yo no he dicho nada. Debo de haberme confundido, no me hagáis caso —se disculpó Gaufred tratando de restar importancia a aquellas palabras, pronunciadas casi sin darse cuenta.
—¡Ya lo creo que lo has dicho! Y ahora mismo me lo cuentas todo si no quieres que dé orden de que te castiguen por embustero.
—¡Si es que siempre llevo las de perder! Ya os he dicho que yo no sé nada, además de que él me habló de una mujer diferente, de cabello oscuro…
—Está bien. ¿Y cuándo te dijo todo eso? —inquirió ella mientras pensaba cómo podía tirarle de la lengua.
—No hace mucho. Voy a verlo de vez en cuando, ¡no se lo digáis a sor Hugueta, por favor! Ella dice que el demonio habita en él, pero yo no me lo creo. El demonio es malvado y él no; Dromàs también le quiere, estoy convencido. Los animales saben mucho de esas cosas, ¿a que sí?
—Sin duda tienes razón —convino la muchacha con media sonrisa—. Será nuestro secreto, no diré ni una palabra a nadie, pero no te dejarás nada de lo que sabes en el tintero, ¿de acuerdo?
No muy dispuesto a prometer nada, el chiquillo le contó que el Loco, como lo llamaban todos en el pueblo, lo había recogido cuando nadie se atrevía a acercársele. Le había puesto ajo en las heridas para aliviar el escozor y, siempre que conseguía reunir un buen puñado de avena, lo bañaba en el abrevadero de las ovejas.
—¿Avena? —preguntó ella, llena de curiosidad.
—Sí, la echaba en el agua y me obligaba a quedarme allí un buen rato. Yo tampoco creía que eso me hiciera ningún bien, ¡como la gente del pueblo dice que está como una cabra! Pero lo cierto es que las costras ni siquiera me permitían cerrar las manos, y poco a poco fueron saltando… Escuchad, no se lo contéis a nadie, no querría que mi amigo tuviera problemas. Él no supone un peligro ni una molestia para nadie, ¡tenéis que creerme!
—¡Claro que sí! No te preocupes. ¡En boca cerrada no entran moscas! Ya te he dicho que será nuestro secreto. ¿Sabes el nombre de ese pastor?
—Dice que no tiene nombre. Ahora que lo pienso, tal vez le ocurre lo mismo que a vos.
—Me gustaría mucho conocerlo. Parece un buen hombre. ¿Me llevarás? Cuando esté un poco mejor, quiero decir…
Gaufred entornó los ojos y acto seguido la miró como pidiendo clemencia. Intuía que aquello solo podía acarrearle problemas, pero al ver la cara de súplica de la muchacha no pudo negarse. Pensándolo bien, tampoco tenía nada que perder.
Aún pasaron largo rato charlando. Gaufred le contó cómo, a la muerte de su madre, unos parientes se habían hecho cargo de él. Su «tía» hacía tiempo que no recibía ninguna visita del marido, pero aquel perdonavidas volvió para rapiñar las pocas cosas que la madre del joven había dejado en herencia. Al chiquillo lo utilizaba para sacar agua del pozo, acarrear leña… Luego le daba los mendrugos de pan seco que sobraban, y aún estos tenía que compartirlos con el burro.
Los ojos oscuros y penetrantes del muchacho se encendieron al recordar su escapada una noche de primavera, unos siete meses atrás. Fue una de esas noches en que aquel padrastro visitaba el establo donde Gaufred tendía su yacija. Siempre se enteraba de su presencia porque echaba una peste a vino que te saltaba a la nariz apenas abría la puerta. Cuando estaba borracho, reía a mandíbula batiente y murmuraba cosas horribles mientras se deshacía el nudo de la gonela. Acto seguido avanzaba apoyándose en los montones de leña a fin de no perder el equilibrio. Esa noche, al verlo desnudo, y antes de que se le echara encima, Gaufred le arrojó un puñado de paja a los ojos y huyó. No se detuvo hasta poner la suficiente distancia entre ambos. Y se prometió que, aunque tuviera que morir de hambre y de miseria, jamás volvería a aquella casa.
La voz de sor Irene, que salía de la cocina reclamando la presencia de Gaufred en tono poco amistoso, interrumpió la conversación.
El viaje de vuelta del hermano Bremund desde la Seu hasta Camprodon no estuvo exento de dificultades; en las partes más altas del camino ya había cuajado la nieve, que persistiría durante el invierno, y las mulas tenían las pezuñas castigadas por el frío. Pese a ello, apenas iniciarse el tiempo de Adviento, el monje y su acompañante, Ramon, vieron a lo lejos, con alegría, la conocida silueta del Pont Nou.
Durante las dos semanas que habían invertido en llevar a cabo la misión, las ocupaciones del abad del monasterio de Sant Pere parecieron multiplicarse, pero siempre los recordaba en sus plegarias y los encomendaba a Dios. Sobre todo le pidió que los devolviera a casa sanos y salvos, y, si esa era su santa voluntad, que lo hiciesen portadores de buenas nuevas.
Ese anochecer toda la comunidad había sido llamada a capítulo, dentro de la práctica habitual de confesar los pecados públicamente y hacer acto de contrición. Solo Marc deambulaba por el claustro, buscando las palabras más hermosas para un nuevo poema.
El sacerdote, ferviente amante de la belleza, siempre había buscado en la naturaleza su fuente de inspiración. Y el claustro le proporcionaba pájaros que venían a beber en el surtidor, flores que no temían al invierno, luces tenues que se colaban entre las columnas. Con todo, a veces salía al exterior y contemplaba aquellas montañas tan imponentes, el inigualable símbolo de la unión entre el cielo y la tierra. A menudo le recordaban pasajes bíblicos y aquellas elevadas cumbres se convertían en el Olimpo, el Horeb o el monte Tabor.
En otras ocasiones observaba el movimiento de las nubes, siguiendo embelesado su danza sensual, hipnótica. Se dejaba llevar por las sorprendentes figuras y más tarde trenzaba historias que, con la misma inconsistencia de su origen, pronto se diluían para dar paso a otras. Por poco que dejara ir sus pensamientos, las cosas del mundo formaban pequeñas alegorías, un material poético que satisfacía su sed de excelencia.
Por eso no desaprovechaba el menor motivo, y podían conmoverlo en igual medida la más hermosa puesta de sol, el agua de los arroyos que, nacidos de la nada, anunciaban el deshielo, o la transparente y perfecta arquitectura de una telaraña.
Sin embargo, desde hacía un par de meses, la imagen que no podía quitarse de la cabeza, la que lo perseguía incluso en sueños, aquella que interfería en su trabajo hasta llevarlo lejos, muy lejos de los propósitos que se había trazado, eran unos ojos del color del otoño. Un color que invitaba al reposo y, al mismo tiempo, parecía anunciar insólitas tormentas.
—Dios os guarde —dijo el hermano Bremund al darse cuenta de que el sacerdote paseaba por un lado de la iglesia pero no había reparado en su presencia—. No querría estorbar vuestras plegarias, hermano Marc. Pero sabéis si el abad…
—¡Hermano Bremund! ¡Bienvenido! No os preocupéis, solo había salido para concentrarme en la oración. ¡Hay tanta actividad detrás de los muros!
Bremund sonrió. Le caía bien aquel sacerdote; sus maneras eran muy distintas de las de los hermanos que vivían en el monasterio. Él siempre soñaba en secreto con ver mundo y a veces imaginaba que el hermano Marc llegaba muy arriba en el seno de la Iglesia. Tal vez incluso podría reclamarlo a su lado.
—¡Qué gozo da estar de nuevo en casa! —dijo el monje levantando la vista hacia la torre del monasterio; echaba de menos asimismo el toque de su campana.
—Y a mí me alegra veros. ¡También a vos, Ramon, por descontado! Pero no posterguéis el descanso por mí, seguro que el viaje os ha dejado rendidos y os apetece tomar algo caliente.
—Sin duda, pero no es urgente. Hoy hemos hecho noche en Ripoll y hemos recuperado fuerzas —respondió Bremund, un tanto sorprendido por la amabilidad del sacerdote—. Había oído hablar de cuánto había sufrido la gente de esa villa, a raíz del terremoto del pasado marzo, pero verlo de cerca me ha dado verdadero pavor. Encontrarte delante de la basílica y comprobar que la bóveda principal ya no existe ¡te produce escalofríos! Ahora hay una especie de agujero por donde se cuela la luz del exterior; y también la nieve, claro está. ¡Es como una advertencia! Hay muchas casas derrumbadas, creo que causó muchos más estragos que en Camprodon…
—Dios nos ha puesto a prueba haciéndonos vivir estos tiempos de desgracia, hermano Bremund.
El monje, sin embargo, se hallaba lejos, sus facciones se habían contraído en una mueca de dolor y le costó sustraerse a aquella visión casi apocalíptica que se esforzaba en narrar. De repente se le iluminó el rostro y buscó los ojos del sacerdote para luego agregar con voz clara:
—¡Pero Dios, en su infinita misericordia, obró el milagro!
—¿Un milagro, decís? —preguntó el sacerdote, interesado en lo que el hermano Bremund refería con tamaña pasión.
—¡Sí! Bajo los escombros de una de las casas del cenobio encontraron un tesoro escondido. Había gran cantidad de florines de oro y nadie daba crédito. El abad decidió que se utilizaría para volver a levantar todo lo que el temblor de tierra engulló. ¡Tendríais que verlo! Los habitantes de la villa trabajan de firme reconstruyendo casas y establos, los cirios arden día y noche por el perdón de los pecados y para aplacar la ira de Nuestro Señor.
—Me complace lo que contáis, hermano Bremund. Por desgracia, en Camprodon la situación es muy distinta. Hoy ha llegado el predicador que envía el obispo de Vic, fray Joan, de la orden de los dominicos. Ya tendréis ocasión de conocerlo. De hecho, si queréis pasar, el padre abad está reunido en capítulo…
—¡Oh, no! ¡No quiero interrumpirlo! ¿Seréis tan amable de decirle que lo espero en la iglesia? Creo que debo agradecer a Dios su protección en este viaje; no hemos tenido el menor sobresalto.
Marc no se atrevió a preguntar si la misión que lo había llevado a la Seu se había visto coronada por el éxito o no. Pese a que se moría de ganas de saber algo al respecto, se esforzó por mostrarse indiferente. No obstante, la tentación era demasiado grande incluso para él, de manera que, después de dar la noticia al abad, corrió a esconderse en la iglesia, bajo la bóveda de un pequeño pasillo lateral. Confiaba en que el abad no resistiría mucho rato sin ir al encuentro de Bremund.
Pese a aquella situación privilegiada, Marc no pudo seguir la conversación punto por punto. Hablaban bajito, como si se contasen un gran secreto. Sin embargo, le bastó con unos cuantos retazos.
—¿Estáis seguro de lo que decís, hermano Bremund?
—Creed que lo lamento, pero…
—¿Y no han encontrado al asesino?
El monje negó con la cabeza una y otra vez mientras el abad del monasterio de Camprodon se hacía cruces.
—He hablado con uno de los criados. Como era día de mercado, era el único que estaba en su puesto cuando sucedió todo. Me dijo que fue muy extraño; es muy cierto que Girabent, vuestro cuñado, tenía a mucha gente en su contra, pero nadie esperaba una acción semejante. ¡Y fue una semana antes de la celebración de las nuevas nupcias cuando la casa se vistió de luto!
—Pero ¿y de Agnès? ¿Qué se sabe de Agnès? —preguntó visiblemente conturbado.
—Ella hacía dos días que se había ido. Según me han dicho, está casada, y bien casada, con un hombre de Vic. Su padre lo había dispuesto meses atrás… Bien, según dicen las malas lenguas, la futura esposa de vuestro cuñado quería hacer limpieza. Ya me entendéis…
—¿Hacer limpieza, decís? ¡No, Bremund, por el amor de Dios, que no os entiendo!
—Quitarse de encima cuanto le recordara… ¡a vuestra hermana! Y me perdonaréis, padre, pero aseguran que, una vez fallecida la madre, a la nueva solo le sobraba la hija. Según parece es una mujer muy ambiciosa —añadió con voz quebradiza.
—¡Y os atrevéis a contarme cuentos de viejas!
Pere de Sadaval se puso de pie; hasta aquel momento él y el hermano Bremund habían permanecido arrodillados ante el altar, pero aquella información lo había conmocionado. Marc se ocultó instintivamente en lo más profundo del pasillo de piedra, y entonces el abad agachó la cabeza y dijo como para sí mismo:
—¡Pobre criatura! Tal vez era eso lo que quería decirme… Esta historia me resulta difícil de creer. —Tras reflexionar unos instantes, como si pensara en voz alta agregó—: Me había hecho llegar una nota, ¿sabéis? Me dijo que vendría a verme… Pero, ahora, ¡id a descansar! Sé que ha sido una travesía larga y penosa. Cuando os sintáis con fuerzas, os ruego que os dirijáis a Vic. Si no fuera por ese maldito predicador, que Dios me perdone, iría yo mismo.
—Así lo haré, perded cuidado.
—Gracias, buen amigo. Agnès es la única familia que me queda. ¿Lo entendéis?
Por toda respuesta, el monje lo miró con compasión y juntos abandonaron la capilla. Marc, sorprendido por lo que acababa de oír, se quedó todavía un rato más en su escondite, preguntándose qué podía haber pasado. Al cabo tomó conciencia de su actitud ridícula, impropia, y se sintió avergonzado. Cuando estuvo seguro de que los dos hombres se hallaban lejos y no lo verían salir, se dirigió al scriptorium, su refugio, y se encerró dentro.
A Marc Roselló no le costó mucho averiguar que el fraile dominico era John Taylor, un religioso escocés que había pasado muchos años en un convento de Lleida. Un día, el padre John, a quien todos llamaban ya Joan de Lleida, demostró una inesperada pericia como predicador.
Más de la mitad de los niños de un pueblo de la Segarra habían muerto al hundirse un puente durante una crecida. El obispo de Lleida envió a fray Joan para auxiliar a las familias, desoladas por el accidente, y entonces se produjo el milagro. Todos aquellos que escucharon las palabras del dominico se sintieron reconfortados espiritualmente, convencidos de que había soplado sobre ellos el aliento de la divinidad.
Marc había oído historias sobre los dominicos. Fray Domingo de Guzmán había extendido la palabra de Dios acentuando la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos. Creía en ello con firmeza, y el resultado fue que las primeras comunidades se instalaron en ciudades universitarias. Los frailes se convertían en alumnos, pero también en predicadores activos, mezclando vida académica y vida espiritual, tal como preconizaba el fundador de la orden.
Marc Roselló, amante del estudio y sabedor de que muy pronto pisaría la Universidad de París, había vivido los últimos días lleno de curiosidad ante la incertidumbre de cómo llevaría a cabo su tarea el fraile dominico en la remota villa de Camprodon.
Tal vez por eso el sacerdote se levantó tan temprano que fray Joan aún no había hecho acto de presencia en el refectorio. Así pues, se veía en la obligación de esperarlo; sin embargo, tras mucho cavilar dijo a uno de los hermanos que lo haría en el exterior del monasterio. Rezó un padrenuestro en la iglesia y acto seguido abrió los batientes de la puerta principal. Fuera lo recibió un día magnífico para ser noviembre, como si Dios hubiera decidido que en su primera jornada completa el dominico pudiera ver a plena luz las miserias de la villa. No obstante, el sacerdote se preguntó si sería la mejor opción, teniendo en cuenta que se trataba de un predicador de ciudad, poco habituado a aquellas comarcas. Al menos, eso era lo que decía el abad Pere.
Lejos de acechar la posible salida de fray Joan, la mirada de Marc se concentró en la pequeña cumbre que dominaba la villa. Sabía que en una celda de Sant Nicolau se encontraba la desconocida y que su estado mejoraba día tras día. La intervención de sor Hugueta días atrás solo podía interpretarse como fruto de la providencia, pero el sacerdote la recordaba con desagrado. Había impedido que indagase en el corazón de la joven, tal vez incluso que descubriera su identidad.
El chiquillo que la superiora le había asignado como compañía, un tal Gaufred al que todos utilizaban un poco a su antojo, cumpliría el encargo con dedicación, acaso con inocencia, pero también se convertiría en un duro obstáculo, dado el fervor que el muchacho profesaba a aquella mujer sin nombre.
Permaneció allí un buen rato. De vez en cuando le parecía ver en alguna sombra lejana la figura de la desconocida, pero la distancia era demasiado grande para poder asegurarlo y dudaba de que por el momento su pierna le permitiera hacer grandes desplazamientos. Absorto en su posición de observador, no fue consciente de que el dominico llevaba rato esperando a su espalda con una especie de silencio cómplice.
—Admiro vuestra capacidad para la plegaria, amigo mío —dijo fray Joan, cosa que sobresaltó a Marc—. Porque la firmeza en la mirada y la postura abierta al influjo divino que habéis mantenido todo el rato os hace merecedor de una alabanza, o tal vez de un castigo… No todo es diáfano en las señales que nos hace llegar el Señor.
—¡Fray Joan! ¡Cómo es posible que no haya percibido vuestra llegada! ¡Lo lamento! —Marc solo pretendía salir del apuro, pero se dijo que debería tener en cuenta la capacidad de observación del dominico y no volver a cometer semejante error.
Sin que mediasen más palabras, los dos religiosos se dirigieron al pueblo. Algunos ya les salieron al paso muy cerca de la iglesia. Tomàs, a quien habían cortado una pierna a raíz del terremoto y cuyos hijos eran aún demasiado pequeños para poder trabajar en el campo; Dolors, que había perdido a su marido y a sus dos hijos bajo los escombros de una de las casas derrumbadas; Quimet, a quien el techo le había caído encima y, de resultas del golpe, había perdido el juicio…
Buen número de lugareños penaban desde hacía meses por llevarse algo a la boca y solían recurrir a la limosna semanal que había organizado el abad Pere. La producción textil había bajado mucho debido a las dificultades con que tropezaban los comerciantes a la hora de vender las telas y el frágil equilibrio de los más desfavorecidos se había resentido.
Marc ignoraba cómo debía ayudar al predicador, pero el fraile tampoco parecía necesitar demasiado su colaboración. Caminaba entre los hombres y las mujeres, bendiciéndolos y dejando que tocaran su hábito.
Al llegar a la plaza de la villa la mitad de los habitantes de Camprodon ya se habían reunido a su alrededor. Fray Joan señaló el carro que Robert, uno de los cuatro comerciantes que ponían puesto los sábados, utilizaba para transportar las mercancías que conseguía para la venta. Al dominico le bastó con una mirada para que el hombre trasladase el carro al centro de la plaza y le diera la mano a fin de ayudarlo a subir.
Los lugareños deseaban situarse lo más cerca posible del predicador; hasta Dromàs, quizá sorprendido por aquella reunión inusual, había cogido sitio. Marc permaneció al acecho sin intervenir; pensaba en la joven desconocida, y al mismo tiempo se prometía dejar de hacerlo.
Fray Joan empezó hablando de la comunidad que formaban los habitantes de Camprodon, explicándoles que debían tener sumo cuidado de su cuerpo, que los brazos, las piernas, los ojos resultaban útiles para el cuerpo, pero del mismo modo y por idénticas razones…
—… los miembros vivos de una comunidad han de ser útiles a la misma. No debemos abandonarnos en la pobreza, los pobres no son útiles…
No era en absoluto lo que se había propuesto; sin embargo, al oír el cariz que tomaba aquel sermón, Marc intervino.
—¡Pero no siempre los pobres son culpables de su condición! Tal como han dicho algunos de nuestros más sabios autores, como Ramon Llull. ¿Cómo lo explicáis? ¿Cuál es vuestro consejo?
El predicador hizo una pausa. Sin duda no esperaba ninguna réplica, y mucho menos procedente de su propio hermano en Dios. Alzó los brazos cual si buscase inspiración fuera de su cuerpo y, sin mirar a Marc en ningún momento, respondió:
—Debemos recordar que por el amor que Nuestra Señora profesa a la práctica de la limosna, le agrada que haya muchos que la pidan. El resto son palabras de presuntos sabios que no comulgan con la palabra de Dios. Ese mismo autor que habéis mencionado también aconseja a los ricos que den limosna y a los pobres que la acepten con resignación.
Marc reconoció aquellas palabras, pero también pensaba que no se avenían con la situación que se vivía en la villa. Tal vez en otras comarcas los ricos tenían a bien mantener a los más pobres con sus donaciones, con frecuencia tan solo migajas de lo que les sobraba, pero en el valle solo disponía de dinero quien se relacionaba directamente con el textil. A raíz del terremoto todo el mundo había perdido algo y los que tenían pequeños negocios a duras penas salían adelante.
—¿Y quiénes son los ricos de Camprodon, los clérigos?
Quien había hecho aquella pregunta era el pastor al que todos llamaban el Loco. Ningún otro se habría atrevido a plantearla, pero suscitó algunos comentarios entre los presentes. También Dromàs ladraba, uniéndose a la algarabía.
De repente Marc entendió lo perjudiciales que resultaban sus palabras para el predicador. Lo había dicho casi sin pensar, pero él no era así, no tenía por costumbre dar rienda suelta a sus sentimientos sin ningún tipo de control. ¿Qué le ocurría?
Entre los lugareños que habían ido a escuchar al dominico empezaron a oírse murmullos, discusiones, réplicas y contrarréplicas… Fray Joan hizo un intento de seguir con su discurso, pero dos o tres de los allí reunidos, animados por el Loco, se manifestaron abiertamente en contra. La gente los miraba mientras a su vez debatían de nuevo con quien tenían más cerca sobre lo que estaba pasando. El barullo impedía que los convencidos pudieran oír al religioso.
Cuando algunos de los que se habían mostrado más tranquilos empezaron a señalar a fray Joan, Marc pensó que no era buena idea seguir en la plaza por más tiempo. Se dirigió hacia el carro con decisión e hizo que aquel hombre volviera a pisar el suelo de la plaza. Los murmullos iban en aumento, y se convirtieron en una algarada cuando una masa sin forma golpeó el hábito del predicador.
—Más vale que nos marchemos, padre. Ya proseguirá otro día su tarea, cuando se calmen los ánimos —dijo Marc mientras arrastraba a fray Joan en dirección al monasterio—. Hay unos cuantos que hace meses que ven como sus hijos pasan hambre; tal vez no sea el mejor momento…
—Sobre todo después de vuestra intervención —dijo el dominico, que había perdido su talante beatífico.
—Reconozco mi falta y os prometo que me someteré a la penitencia que me impongáis, pero ahora debemos dirigirnos al monasterio.
Fray Joan, con el estupor reflejado en sus facciones, se dejó arrastrar. En la plaza ya gritaban abiertamente en contra suya mientras Robert, el comerciante, se apresuraba a retirar el carro por si la furia de los presentes pasaba a mayores. Dromàs se quedó a medio camino, dudando si le convenía más la bulla de los seglares o la huida apresurada de los religiosos. No obstante, finalmente se decidió por volver a la plaza, donde encontró un trozo de pan seco entre los objetos que habían arrojado al predicador.
De haber podido pensar en semejantes términos, quizás aquel perro habría creído en la misericordia divina.
Tras la incertidumbre que le habían provocado las noticias de Bremund, lo que más necesitaba el abad Pere era apaciguar la pequeña rebelión provocada por fray Joan y el hermano Marc. Tuvo que salir en persona para que los congregados ante el monasterio se fueran a casa, y solo lo hicieron después de que les prometiera una comida extraordinaria para esa noche.
—De ese modo celebraremos que fray Joan ha venido a la villa para ayudarnos y que sin duda cuidará de nuestro espíritu en unos tiempos tan terribles…
La algarada ya no era, ni de lejos, la inicial; tan solo el Loco y algunos otros seguían insistiendo, si bien cada vez con menor intensidad. Al abad no le pareció extraña su resignación; nadie tenía las fuerzas suficientes para iniciar una revuelta. No obstante, ese pensamiento lo llevó a otro: la falta de habilidad de Marc y del dominico debía de haber sido enorme.
Los monjes, guiados por un Bremund apresurado, habían llevado a fray Joan a la celda que ocupaba el sacerdote para que descansara un rato después del sobresalto. Al quitarle el hábito descubrieron que un cilicio de hierro le envolvía el cuerpo; sangraba por algunas de aquellas heridas y otras habían cicatrizado, pero las púas se habían quedado dentro. El hermano Bremund, indignado por una manifestación de piedad que siempre había desaprobado, salió al claustro para inspirar aire. Marc estaba muy cerca del surtidor, preocupado por cómo iría la conversación con el abad Pere. Al ver a aquel monje juicioso y fiel, se le acercó. Había algo que lo preocupaba en extremo.
—¡Creía que ya estaríais camino de Vic, hermano Bremund!
—¿Habéis visto eso? —dijo el monje, todavía tan conmocionado por las llagas del dominico que no se había dado cuenta del patinazo de Marc; era evidente que él no podía saber nada de aquel viaje.
—A veces resulta difícil entender a nuestros semejantes —respondió el sacerdote, sin saber muy bien a qué se refería, pero feliz de poder escabullirse.
Pese a todo, la cabeza de Bremund era demasiado lúcida para dejar sin respuesta una pregunta semejante.
—Supongo que os han informado de mi futuro viaje. Lo que ocurre es que Ramon me pidió un día para estar con su familia y, pese a conocer el interés del abad en que cumpla su encargo, he decidido concedérselo. Espero que no le sepa mal a nadie.
—Seguro que vuestro criterio es el más adecuado. Pero os habéis quedado blanco; me sorprende. ¡No sois precisamente un hombre de aspecto enfermizo! Hay algo del viaje a la Seu que no habéis compartido.
—No es eso. —El hermano Bremund, pese a la naturalidad con que Marc había formulado la pregunta implícita, se quedó pensativo—. La verdad es que fray Joan debe de ser un santo o un loco. Y que Dios me perdone por lo que digo, pero deberíais ver cómo tiene el cuerpo, es una pura llaga. El abad Pere siempre nos ha advertido contra los excesos de fe…
—Siempre hay religiosos que llevan sus creencias al extremo. Vos sois un buen lector de los libros sagrados y deberíais saberlo.
—Pero el cuerpo es un bien de Dios y, si lo maltratamos de ese modo, ¡atentamos contra su legado!
—Es un pensamiento que os honra, hermano Bremund. Sin embargo, dudo que seamos nosotros quienes podamos cambiar ahora la manera de entender la fe que demuestra ese hombre.
Ambos guardaron silencio durante unos instantes. Los monjes iban de acá para allá, hasta el abad pasó cerca de ellos un par de veces, pero parecía demasiado absorto para prestar atención a aquella conversación, tan poco adecuada, por otra parte, cuando todos andaban atareados con la preparación de la cena prometida. Las reservas del monasterio no eran ilimitadas, pese a que algunos lugareños pensaran lo contrario.
—¿Os parece que será mucha molestia si recojo algunas cosas de mi celda? —preguntó Marc con timidez.
—¡Oh, es verdad! Lamento haberla utilizado de ese modo, pero era la primera que teníamos a mano y lo he visto muy apurado.
—Lo entiendo perfectamente, hermano Bremund.
—Entrad a buscar lo que necesitéis. El hermano Josep se ha quedado curándole las heridas. Supongo que el dominico no tardará en ponerse bien; parece tener una voluntad de hierro.
Poco después Bremund se retiró. Dijo que necesitaba meditar y que se disculpaba por haberlo hecho partícipe de pensamientos tan poco piadosos. El sacerdote no perdió ni un instante. El poema que había escrito la noche anterior aún debía de estar sobre la mesita de la celda. Sin duda se le podría acusar del pecado de soberbia, dada la poca maña que se daba a la hora de proteger sus secretos.
Apenas abrir la puerta vio a Pere de Sadaval. Estaba de pie junto a la mesa, y en lugar de atender a la salud del predicador, tenía en las manos el poema en el que Marc estaba trabajando.
—¡Sois vos! —dijo el abad cual si le sorprendiera, pero su actitud no era tan amistosa como en otras ocasiones—. ¡Acompañadme! Hemos de hablar con urgencia.
Salieron al claustro y el abad Pere echó a andar mientras le pedía con un gesto que lo acompañase. Mar lo siguió, pero no conseguía ponerse a su altura.
—Todo lo que me han dicho hasta ahora sobre vos…, es más, lo que yo mismo he podido comprobar desde que estáis en el monasterio, debería tranquilizarme, y sin embargo cada vez me siento más intranquilo —dijo el abad volviéndose.
—Lamento importunaros, yo…
—No soy quién para aconsejaros, ni para reprender un comportamiento que no me parece digno de un sacerdote. Y no lo haré, pero sí que os pediré que abreviéis vuestra estancia en Camprodon.
—¡Padre abad! —Marc se puso en guardia; no esperaba esa petición, no estaba acostumbrado a que lo juzgaran, de hecho no recordaba que lo hubiera hecho nadie, aparte del propio obispo—. ¡Tan solo son poemas! Sabéis que me gusta escribir, que algún día quiero traducir los libros sagrados.
—¡Poemas! —exclamó el abad dejando traslucir el reproche en su tono—. Creéis que no sé distinguir la debilidad humana, pero yo fui un gran pecador y no me dejo engañar. De momento os prohíbo que visitéis a mi…, bien, a la mujer que rescatasteis de la muerte.
—No me habéis contado nada de las noticias que ha traído Bremund de la Seu d’Urgell. Yo mismo podía haberlo acompañado —comentó Marc, a quien, según su criterio, solo le quedaba la baza de jugar fuerte; no obstante, se guardó mucho de mencionar nada sobre Vic.
—Esa información no es de vuestra incumbencia.
—Lamento haberos decepcionado. Pero quiero que sepáis la admiración y el respeto que siento por vos, padre abad.
—Palabras, palabras… ¿Y por Dios? ¿Sentís respeto por Dios? ¡Albergo grandes dudas al respecto!
El abad Pere había alzado tanto la voz que miró a uno y otro lado, pero nadie parecía haberse percatado de la discusión que tenía lugar en el claustro. Marc permanecía ante él, cabizbajo, hurgando en su alma por si descubría cómo recuperar la confianza de aquel hombre, que, si bien no podía decirse que pudiera perjudicarlo, era tan apreciado por su protector, el obispo de Vic.
—Y no os preguntaré qué ha pasado con el predicador. Esperaba mayor juicio por vuestra parte. Sé que las relaciones con los lugareños no son fáciles, pero la pregunta que le habéis hecho era innecesaria. Habéis puesto en peligro su ministerio en Camprodon y, por lo tanto, quedáis relevado de la tarea encomendada. Será alguno de los otros monjes quien lo acompañe.
Marc se quedó en la misma postura imperturbable mientras el abad se retiraba hacia el interior de las cocinas. No era un reflejo de lo que le corría por dentro. Lamentaba sobremanera aquel enfrentamiento, pero a la vez se sentía aliviado por no tener que cuidar del dominico. Ahora bien, lo que más lo preocupaba era la prohibición. Se dio cuenta de que se volvería loco si no podía ver a la mujer sin nombre.
Quebró la inmovilidad que mantenía y se dirigió de nuevo a su celda. Por suerte ya habían trasladado a fray Joan y el abad había dejado sus papeles sobre la mesita. Los cogió para leerlos con atención. Sabía que era un poema sobre las bondades del invierno y que en él daba gracias a Dios por su misericordia, pero no recordaba cuál de sus partes podía haber llevado a Pere de Sadaval a sacar aquellas conclusiones.
Mientras en el monasterio se iban sucediendo las idas y venidas de unos y otros, y los espíritus trastornados de los monjes buscaban la paz de la mejor manera que sabían, la joven desconocida ya trastabillaba por el hospital sin que ninguna tablilla le sujetase la pierna. Sor Regina le preparaba baños con raíces de consuelda para curar las cicatrices, pero resultó imposible convencerla de que el reposo era imprescindible si quería recuperar la movilidad.
La mujer solo se entregaba al descanso durante breves períodos de letargo. Como cuando vigilaba el sinuoso camino que partía del hospital en dirección contraria a la villa y se bifurcaba en estrechos senderos que la mirada ya no podía distinguir. Su actitud hierática impresionaba de veras. Nadie habría sido capaz de adivinar por su expresión si esperaba confiada o acaso temía la aparición de alguna figura anónima acercándose al lugar donde había hallado refugio aquel cuerpo sin memoria en que se había convertido.
Por orden de su superiora, las seis monjas de la pequeña comunidad de agustinas no interferían en sus idas y venidas. De hecho, aparte de sor Regina, se mantenían alejadas de ella, dado que a menudo su presencia incomodaba. Ahora bien, a lo que no daban crédito, y les causaba a un tiempo inquietud y admiración, era a la destreza que mostraba en el cuidado de las heridas, a los conocimientos que se revelaban por sorpresa, también para ella misma, en la curación de aquella gente que, por una cruel paradoja, había sido dejada de la mano de Dios en su casa.
La decena de pobres, tullidos y enfermos a los que daba cobijo aquel techo destartalado requerían humildemente su presencia, y confiaban en sus diestras manos cual si se tratase de una santa. Su forma de actuar suscitó habladurías y desconfianza, pero ella se desentendía y se entregaba a la tarea siempre que era menester. Lo hacía en cuerpo y alma, y nada en su conducta revelaba soberbia, más bien al contrario.
Aquel día de diciembre, de buena mañana, la joven desconocida y sor Regina se levantaron muy temprano. La tormenta desencadenada durante la noche las había mantenido expectantes por los daños que hubiera podido ocasionar en el huerto de plantas medicinales que tanto les había costado poner a cubierto. El huerto estaba rebosante de plantas de toda clase que empleaban en la elaboración de ungüentos, emplastos, infusiones y todo tipo de remedios.
Se protegieron el cuerpo con una pieza de abrigo de arpillera basta y salieron al exterior. La atmósfera, limpia, diáfana, teñía algunos de los árboles del verde más puro, mientras que otros se debatían entre los ocres y los marrones de finales del otoño. Pinceladas de retama se dejaban ver tímidamente aquí y allá, pero el barro dificultaba cada paso, empeñado en atrapar los pies descalzos de las mujeres. Pese a ello, la lluvia abundante había impedido que helase, de lo cual se congratulaban.
Al llegar a la empalizada que tanto les había costado construir con ramas y telas viejas, la desolación ensombreció sus rostros. Instantes después se miraron y, sin cruzar palabra, pasaron a la acción.
El romero se había salvado, pero de la salvia solo quedaba un brote nadando en un charco fangoso. Cuidaron de la albahaca y del hinojo mientras comprobaban entristecidas que no quedaba ni rastro de la zamarrilla ni tampoco del perejil.
—Hay algo que siempre he querido saber y estoy segura de que conocéis la respuesta —dijo la joven, dando caza a una raíz de tomillo.
—Si puedo serviros en algo, lo haré de buen grado. Pero eso ya lo sabéis, no os cogerá de nuevas —respondió sor Regina, un tanto asustada porque quizás había sido demasiado sincera.
—Cuando llegué al convento mi pobre pierna estaba casi destrozada, ¿verdad?
La monja asintió con la cabeza, sin dejar de apartar las piedras que el agua había arrastrado hasta el huerto.
—Me pregunto… —prosiguió la muchacha—, me pregunto a qué ángel debo el privilegio de conservarla.
—Al ángel de la guarda, imagino —respondió la monja con traviesa expresión.
—Me gustaría que me lo contarais…
—No hay nada que contar. Intentamos ayudar en todo lo que podemos.
—Sor Regina, tal como tenía la pierna, lo más indicado, lo que cualquiera habría hecho, era amputar. ¿A que sí?
—Bien… No teníamos a ningún hombre lo bastante fuerte a nuestro alcance, ni las herramientas necesarias para hacerlo…
—Os oí, sor Regina —dijo la joven con voz firme mientras se quitaba el barro de las manos.
—No sé de qué me habláis… —balbuceó la monja mientras hacía un alto en su tarea.
—Sor Hugueta os advirtió muy severamente. Si la infección se extendía, mi muerte caería sobre vuestra conciencia, y pese a todo aceptasteis correr el riesgo. Debo decir que las palabras me llegaban como en sueños, ni siquiera podía pensar que era de mi pierna de la que hablabais. Lo entendí más tarde y, creedme, me horroricé al pensar en ello. Fuisteis valiente, sor Regina, y sin duda vuestra madre os aleccionó muy bien.
—Yo… Fue la voluntad de Dios. Dejad de hablar de mi madre. Cuanto menos la mencionéis en el convento, mejor para todos.
—A Él ya le he dado las gracias, ahora quiero dároslas a vos si me lo permitís.
Por un momento las pecas que salpicaban el rostro de la monja desaparecieron bajo el rubor y, por toda respuesta, esbozó una sonrisa dulce, inocente. Acto seguido respondió:
—Estoy convencida de que, de haber sido al revés, habríais hecho lo mismo.
—No lo sé, hermana, no lo sé. De un tiempo a esta parte me mueven más los actos que las reflexiones. A veces miro lo que mis manos llevan a cabo y tengo la sensación de que no me pertenecen. Hay momentos en que me parece que una extraña se ha apoderado de mi cuerpo, que morí allí, durante el asalto de los bandidos, con ella…
—¿Con ella, decís? —preguntó la monja abriendo unos ojos como platos.
La mujer se quedó estupefacta, inmóvil. Era cierto que había dicho aquellas palabras, las había oído de su boca, que aún permanecía abierta como si un nombre esperase ser pronunciado. Un nombre que se ahogó entre sus labios, otro agujero oscuro que le provocaba vértigo e intensa confusión.
—¿Os encontráis bien? —preguntó sor Regina mientras iba a su encuentro.
Pero ella no respondió. Se acurrucó sobre el barro y se tapó la cara con las manos.
—¡Cogeréis frío! Vayamos dentro, os lo ruego.
—Necesito recordar. ¡Necesito recordar! —repetía la muchacha doblada sobre el vientre con un balanceo como quien duerme a una criatura.
Al cabo de un rato sor Regina fue capaz de hacer entrar en razón a la desconocida. Una vez a cobijo, la llevó al brasero y reavivó las brasas de un fuego mortecino. A continuación se dirigió a la cocina y puso agua a hervir en unas calderas de cobre. Cuando el baño estuvo preparado, echó un buen puñado de albahaca.
Fue en un día de niebla cuando la casualidad propició el encuentro entre el sacerdote y la mujer sin nombre.
Él, apretando en una mano una especie de azada curva, de hoja afilada, y en la otra un pequeño cuenco de madera, se había dirigido al bosque en busca de resina. No era la mejor época para hacerlo, pero con aquella sustancia pretendía engrasar la rueda del organistrum caído en desuso en la bodega del monasterio. Aunque el instrumento se hallaba en mal estado, conservaba intacta la caja de madera en forma de pera, y el sacerdote estaba convencido de que sustituir las cuerdas no sería tarea difícil.
Había pensado pedir al abad Pere que le permitiera llevárselo cuando llegase la hora de abandonar aquel lugar; una hora que, tal como se desarrollaban los acontecimientos, cada vez veía más próxima. La energía que era capaz de transmitir aquella especie de laúd con teclas y manivela le tenía robado el corazón desde que lo oyera en su infancia acompañando el canto de los monjes.
Recordaba, cual si estuviera ocurriendo en aquel preciso instante, que primero lo había conmocionado, pero muy rápidamente había sentido la necesidad de buscar el origen de la voz profunda que recorría el aire, el origen del escalofrío que parecía subirle por la espina dorsal. Acto seguido se llevó las manos al vientre y cerró los ojos; allí era donde descansaba el rugido antes de extenderse por todo su cuerpo.
Marc deseaba repetir el gesto, pero en vez de eso levantó el azadón y clavó la hoja metálica en el tronco de un pino que no habría podido abarcar con los brazos. Luego le arrancó la corteza con un movimiento descendente. Lo hizo un par de veces más, hasta que la herida fue lo bastante grande para que el pino sangrase. Ante él, la madera empezaba a exudar un líquido transparente y denso. Pese a la violencia inicial del acto, pasaría un buen rato hasta que se formasen los regueros, y solo varios días más tarde estos acabarían dentro del cuenco que había colgado del árbol. El sacerdote dio las gracias por aquel presente y aspiró el aroma pegajoso y dulce.
—Diría que os habéis anticipado a mis propósitos.
Marc dejó de respirar momentáneamente. No necesitaba volverse para saber que aquella voz surgía de unos labios conocidos. Unos labios que habría podido dibujar con los ojos cerrados. Su textura recordaba la de las moras maduras que se encuentran en las márgenes de los caminos.
—¡No esperaba que frecuentaseis estos lugares! ¿No estáis demasiado lejos del convento de las agustinas? En vuestro estado… —dijo con un leve temblor en la voz; luego se aclaró la garganta y la miró.
Pese a que la intensa humedad, casi de pleno invierno, impedía que las hojas crepitaran bajo sus pies, le extrañó no haber oído los pasos de la joven aproximándose. ¡Aquella mujer sin nombre era tan hermosa! Llevaba un pañuelo verde claro en la cabeza e irradiaba una luz tibia y cálida.
—Es cierto que las asusta que me adentre en el bosque y no sepa volver al hospital, por eso no dejan que me aleje demasiado —replicó ella con una sonrisa forzada—. Pero ya sabéis que no es este el camino en que me perdí.
—¿Y no os asusta encontraros de nuevo con vuestros…? Quiero decir, con los hombres que os atacaron.
—¿Podéis creer que tampoco me acuerdo de eso?
A estas palabras siguió un silencio que se prolongó unos instantes. Finalmente, la muchacha, que había estado mirando fijamente a Marc, cruzó los brazos sobre el pecho y agachó la cabeza.
—¿Tenéis frío? Si me lo permitís…
La mujer interrumpió el gesto del sacerdote, dispuesto a cubrirle los hombros con la capa que él llevaba sobre los suyos.
—Os lo ruego, no es necesario. De verdad que me encuentro bien. —Acto seguido se quedó pensando y una tonalidad rojiza se instaló en sus mejillas—. Esto… Ese gesto de protección ya lo hicisteis una vez y, según parece, os ha acarreado no pocos reproches…
—Yo…
Marc proyectó la mirada en algún punto más allá de los hombros de la joven, en la lejanía de cumbres y sierras, que en ocasiones daban la impresión de impedir el paso de los habitantes del valle al resto del mundo.
El sacerdote se trasladó de nuevo a aquel día de principios del otoño, en el camino de Llanars. Le sucedía a menudo, lo de turbarse con el recuerdo de la desnudez de la muchacha; sabía que sus ojos no se habían apartado del cuerpo femenino, sin hacer caso en ningún momento a lo que ordenaban las reglas. Ahora la tenía delante, podía tocarla solo con alargar el brazo, y el sacerdote no sabía adónde mirar ni qué hacer con las manos, tragaba saliva y acto seguido volvía a hacerlo, en un intento infructuoso de humedecerse la seca garganta.
—Veo que recogéis resina —dijo ella poniendo fin a una situación incómoda para ambos.
—Sí, en efecto, eso hacía. Y vos, ¿cómo es que habéis acabado tan lejos del convento? ¿Ya os encontráis mejor?
—No lo sé con certeza… Tal vez sí —respondió ella como si acabara de descubrirlo—. ¿Por qué no habéis venido a verme hoy?
Más que curiosidad, su pregunta ocultaba una súplica. La distancia que los separaba, y que durante aquel tiempo tan breve había quedado reducida al sonido de las palabras, empezaba a aumentar. Algo en su interior se resistía a aceptarlo.
El sacerdote dudó. Deseaba responder a la pregunta, pero no sabía cómo. Se dijo que quizá bastaría con un gesto. La cogió de las manos y ella se acercó de nuevo. Entonces le pasó la herramienta que servía para quebrar la corteza y ella se aferró al mango con fuerza.
Instantes después ya levantaba la piel del árbol con destreza. Era exactamente como si cada acción diera paso a otra nueva que ninguno de los dos podía evitar. El rumbo que emprendieron en aquellos instantes era antiguo; hasta en los libros sagrados existían abundantes referencias, sobre todo advertencias, que el ser humano siempre acababa pasando por alto. Con todo, eran conscientes de que, sin lanzarse al camino, no encontrarían nada capaz de alimentar su alma. Y también de que había momentos entre un hombre y una mujer en que las renuncias devenían imposibles.
—¿Tenéis una podadera? —preguntó ella sin interrumpir la acción, mientras todo estallaba entre ellos.
—Temo que no.
Marc estaba paralizado a la espalda de la joven. Incluso había olvidado el recipiente que descansaba a los pies del árbol, detrás del tronco.
Sin embargo, tampoco esa respuesta la desanimó. Rompió las ramas con las manos, dificultosamente pero también con decisión, y acto seguido sacó un cuchillo del zurrón que llevaba colgado. Poco a poco fue ultimando el trabajo. Entre tanto, el sacerdote la contemplaba. Tenía las manos de la mujer al alcance de la vista, pero la nuca, cruzada por un rizo rebelde que se le había escapado, suponía una barrera infranqueable en la que la mirada no podía sino demorarse.
Con un enorme esfuerzo de voluntad avanzó hasta situarse al lado de la desconocida. Descubrió de nuevo el cuenco, cual si hubiera olvidado su existencia, y lo levantó del suelo. Pese a la turbación no pasaba por alto ningún detalle de sus movimientos, ni el más pequeño gesto. Y entonces vio su rostro. Solo tenía fuerzas para grabar en su memoria el modo en que se mordía el labio inferior al hacer un esfuerzo, cómo apoyaba el peso en la pierna derecha a fin de no sobrecargar la que aún la obligaba a cojear ligeramente. Retenía cada curva que el viento ponía de manifiesto al contornearle el cuerpo, cada jadeo de su pecho. Se habría pasado así todo el día, toda la noche, toda la vida, quizá.
Dando por finalizada la tarea, ella resopló por el esfuerzo y observó complacida el resultado.
—¡Necesitaremos más cuencos!
Tal vez fue el intenso olor del elixir que el pino les regalaba, o la niebla baja que los abrazó en silencio. Ninguno de los dos fue consciente de dar el primer paso en dirección al otro, pero sus bocas se encontraron a medio camino y supieron con certeza que por vivir lo que estaban experimentando habrían dado la vida.
Cuando Marc abrió los ojos, mientras se palpaban el rostro como solo lo hacen los ciegos y repasaban con las yemas de los dedos los contornos de orejas, nariz, mejillas, él depositó un beso en los párpados cerrados de la muchacha. La desconocida adquirió la certeza de lo inevitable al sentir que el aliento de Marc quemaba más que el sol de plena canícula. Agnès regresó de su viaje a tan dulces tinieblas y, en la breve distancia, cada uno profundizó en la mirada del otro. Pese a que ambos percibieron en ella un abismo sin fondo, pasaron mucho rato cayendo por él, solo por el placer de encontrarse de nuevo, como si el génesis estuviera condenado a un eterno retorno.
—Mi nombre será el que tú quieras ponerme. ¿Me oyes? Me trae sin cuidado que sea el de una prostituta o el de una virgen, que resulte feo a oídos de los demás, que tenga la oscuridad de un pozo del que nadie ha vuelto jamás… Tanto da quién haya sido antes. Si recogía coles vestida con harapos, si lucía los collares reservados a las princesas… No quiero saber nada de eso. ¡Nada! No quiero hurgar en mis recuerdos. Si alguna vez existieron, ya no me sirven. Este será el primero. El primero de todos.
Al sacerdote se le anegaron los ojos. El latido de su corazón en las sienes era demasiado fuerte para detenerlo, la sangre hervía incapaz de apaciguar el ardor, la piel de su cuerpo perdió la textura del rastrojo y la sintió lozana, como la de un campo sembrado. No fue capaz de establecer los límites entre alegría y dolor al hacerla suya, y ella se le entregó, tal como hace la escarcha cuando se funde lentamente con los primeros rayos del sol.
Sor Regina escogió las palabras más amables para hacer saber a la joven sin nombre que debía abandonar la celda que ocupaba desde hacía semanas. Esa misma noche sor Hugueta volvería a tomar posesión de aquella pequeña estancia que le pertenecía por jerarquía.
—¡No estéis pesarosa, sor Regina! No hay ningún problema por mi parte. Al final resulta muy incómodo disfrutar de un privilegio que no te corresponde. De hecho, ¡tal vez incluso resulta injusto! —proclamó ante el cuerpo tenso de la monja; seguía plantada ante ella, sin resignarse del todo a la tarea que le habían encomendado, acompañarla a una yacija improvisada en la sala de acogida de los enfermos.
Si la muchacha no hubiera estado poseída por una felicidad que la desbordaba, tal vez habría sido capaz de relacionar aquella decisión con la visita que el abad había llevado a cabo apenas unas horas atrás. Si aquel hecho se hubiera producido un solo día antes de su encuentro en el bosque, la joven habría podido pensar con la claridad que le era tan propia. Entonces se habría dado cuenta de que había algo extraño en aquel cambio.
—¿Os encontráis bien? —insistió sor Regina al observar un rictus ausente en el rostro de aquella mujer; era como si, pese a tenerla delante, no estuviera del todo presente.
—¡Diría que nunca me he encontrado mejor!
Tras aquella respuesta, la desconocida le dedicó una ancha sonrisa y le rogó que la acompañase a la puerta. Junto al umbral había una planta que lucía una única flor amarilla.
—¡Obra portentos! La llaman maravilla silvestre.
—¿Cómo sabéis eso? ¿De dónde la habéis sacado?
—Hacéis demasiadas preguntas —respondió pellizcándole una mejilla—. ¿Sabíais que es muy lista?
—¿Os referís a la flor?
—¡Sí, claro! Es una flor especial. Si se abre por completo de buena mañana, significa que el día será claro; si, por el contrario, se nos muestra a medio abrir o tiene aspecto triste, la lluvia o el mal tiempo no tardarán en llegar.
Al margen del aspecto radiante que mostraba aquella flor capaz de adaptarse a todos los terrenos, de crecer y revivir todos los meses del año, al margen de la inquietud de Marc y la desconocida al reconocer lo que estaba pasando entre ellos, en los establos del monasterio de Sant Pere se había marchitado una esperanza apenas alborear el día…
—Hermano Bremund, he venido a vuestro encuentro porque ya no podía soportar más la incertidumbre. Decidme, ¿la habéis visto? —inquirió el abad con la vista clavada en el hombre que acababa de apearse de la mula con evidentes signos de cansancio.
—No exactamente.
—¿Cómo es eso? ¡Explicaos, os lo ruego! —ordenó el abad Pere dando un paso al frente.
—Vuestra sobrina goza de buena salud, hace un mes escaso que se celebraron las nupcias y no he podido verla porque hace días que viaja en compañía de su esposo. Por lo que he creído entender, el señor Alemany se desplaza con frecuencia a sus otras propiedades, que son numerosas y, según dicen, se encuentran esparcidas por doquier. Tanto es así que nadie en la casa pudo asegurarme cuál era el lugar adecuado donde ir a buscarlo.
—Pero ¿cómo podéis estar tan seguro de que la mujer de que me habláis es Agnès, mi sobrina? ¿Quién os ha informado en ese sentido?
—La propia hermana del señor, una tal Pelegrina Alemany. No me brindó un amable recibimiento, si queréis que os sea sincero. Pese a mis intenciones de asegurarme al máximo planteándole una serie de preguntas, finalmente fue ella quien me sometió a un interrogatorio que resultó molesto.
—¿Un interrogatorio, decís? No acabo de entenderlo. ¿Con qué propósito?
—No podría deciros con certeza. Se trata de una mujer extraña, de ojos pequeños, vidriosos; me dio la impresión de que hacía de la desconfianza su modo de vivir, si se me permite el comentario.
—No es ella quien más me interesa. Pero ¿qué quería saber exactamente?
—¡Todo! ¡Quería saberlo todo! El porqué de mi visita, cuáles eran en realidad las intenciones del abad de Camprodon respecto de aquella casa, incluso los detalles de la repentina muerte del padre de la muchacha…
—¿Y vos qué le habéis contado? —quiso saber el abad Pere, cada vez más intranquilo.
El monje enmudeció de repente y, avergonzado, bajó la mirada, dejando que se posara en la paja sucia que cubría el suelo.
—¡Por el amor de Dios, hablad! ¿Acaso hay algo que no me habéis dicho? —insistió el abad.
—Necesito que me escuchéis en confesión, padre.
—Tan grande es vuestra culpa que…
—He mentido —lo interrumpió el hermano Bremund—. Me perdonaréis, pero no sabía qué decir ni qué hacer. Esa mujer de carnes magras y labios resecos preguntaba y preguntaba sin parar y yo no sabía si vos, si yo… Le he dicho que era un pariente lejano de la familia que estaba de paso, que el monasterio de Sant Pere era mi casa, pero que vos no teníais nada que ver con mi interés. Me ha parecido lo más juicioso, mas sin duda no se ajusta al espíritu que debe regir los actos de un religioso.
—Tal como lo referís, tengo la sensación de que habéis hecho lo que debíais, querido hermano en Cristo. Me alegra saber que mi sobrina se encuentra bien de salud, mis ganas de verla me han obcecado. Yo mismo la visitaré cuando tenga ocasión. Tal vez le haga llegar unas letras —dijo el abad, de nuevo con voz más serena.
Mientras una suave brisa agitaba las ramillas más delgadas de la leña amontonada en el exterior de los establos, un silencio que precedía a la resignación se instaló en el ánimo del monje. Cabría describirlo como un vacío, que, paradójicamente, lo colmó. En él anidaba una mezcla de esperanza y tristeza que lo llevó a inclinar la frente hacia el suelo.
Esta vez Marc no había oído la conversación. Nadie en el monasterio le había advertido del regreso de Bremund, pero huelga decir que sus pensamientos se hallaban impregnados de otras preocupaciones. Por primera vez había entendido la fuerza del goce y el deleite, y cómo, sin que la persona humana se lo propusiera, propiciaba el terrible privilegio de contemplarse en el abismo.
La joven sin nombre volvió al lugar donde se había encontrado con Marc todos y cada uno de los días siguientes hasta el final de aquella semana, pero el sacerdote en ningún momento hizo acto de presencia. Tampoco había vuelto al hospital, al igual que no lo había hecho el abad Pere de Sadaval, sin que nadie acertase a darle ninguna explicación. Sor Regina parecía tan desorientada como ella y a sor Hugueta no quería darle la oportunidad de responder que no era asunto suyo.
Ella justificaba su ausencia pensando que durante las fiestas de preparación para el Adviento el trabajo se multiplicaba en el monasterio. Que quizá le había surgido un encargo o, sencillamente, no coincidían. Pese a todo, depositaba una flor en el cuenco medio lleno de resina confiando en que él lo entendiese si llegaba a verla y también dejara alguna señal. Marc la había devuelto a la vida, pero ahora parecía ser él quien había perdido la memoria.
En el hospital también faltaban manos, últimamente había llegado un anciano y dos mujeres en estado muy lastimero. Pedir limosna a las puertas del invierno era tarea inútil. Las calles se hallaban desiertas y las pocas personas que salían al campo o se hacían cargo del ganado apenas disponían de lo necesario para alimentar a sus familias.
Tras sumergir una nueva flor en la sustancia de color miel, la joven se encaminó al hospital. El trayecto de vuelta siempre se le hacía más corto, dado que la pendiente ayudaba, pero ella lo recorría con pesado caminar, el que imponía la añoranza.
Al atravesar entre los últimos árboles, antes de salir a campo abierto, un roce entre las ramas la puso alerta. Por un momento estuvo a punto de pronunciar el nombre del sacerdote, pero la aparición, justo delante de ella, de la figura de un desconocido hizo que guardara silencio mientras su anhelo se hacía añicos.
—Perdonad, me habéis asustado —dijo para justificar su palidez.
Sin embargo, el hombre no respondió. No parecía viejo, tampoco muy joven. Le faltaban buena parte de los dientes, y los tres que mostraba al esbozar una mueca de significado impreciso eran de color tierra.
—Vengo del bosque, necesitaba unas semillas…
Otro ruido cercano interrumpió sus palabras. La joven se volvió en dirección a los matorrales que tenía a su espalda. Al principio pensó que podía tratarse de un conejo, pero fue Dromàs quien les salió al encuentro. El perro olfateó al hombre y saltó sobre él haciéndole todo tipo de fiestas. Fue al asistir a la escena cuando a la muchacha se le abrieron los ojos.
—¿Vos no seréis el…?
—¿El Loco? —replicó él, congelando la caricia al lomo del animal.
—¡Oh, no! Quería decir el pastor. Gaufred me ha hablado muy bien de vos. Os está muy agradecido por cuanto hicisteis por él.
—La chiquillería es buena… hasta que la corrompen… —manifestó él.
—¿Cómo decís?
—Tanto da, dejadlo correr. ¿Cómo va vuestra pierna? —se interesó mientras se sacaba un mendrugo de pan seco de la zamarra y lo ofrecía a su compañero de juegos.
—La pierna va bien, gracias. —La desconocida dudaba, pero aquella era su oportunidad, no podía dejarla pasar—. Hay algo que me gustaría saber, que pensaba preguntaros cuando os encontrara… —La joven hizo una pausa, pero ante la indiferencia del pastor decidió llegar hasta el final—. ¿Realmente fuisteis vos quien me encontró? Quiero decir aquel día, cuando nos asaltaron los bandidos.
—¡No sé de qué estáis hablando! —replicó él frunciendo el ceño y levantando la voz.
Pero la muchacha no se echó atrás, muy al contrario. Tras sostenerle la mirada unos instantes insistió:
—Cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que fuisteis vos quien enviasteis a Dromàs en busca de ayuda —afirmó con voz clara y contundente.
—¡Vaya, vaya! ¿No te enseñaron de pequeña que no debías hablar con desconocidos? —dijo el hombre tuteándola—. Tal vez no sepas que estoy como un cencerro y podría hacerte daño. ¡Lárgate antes de que me vuelva tarumba!
—¡A mí no me engañáis! No puedo saber por qué os comportáis así, pero Gaufred me ha contado lo que hicisteis para curarlo, cómo…
—Ese chiquillo tiene la lengua demasiado larga y tú también —la atajó, dando por finalizada la conversación.
—¡Esperad! ¿No lo entendéis? ¡Necesito saber lo que pasó!
—¡Eres tú la que no me entiende, jovencita! Pero cómo vas a entenderme si en realidad ni siquiera sabes lo que quieres. ¿No querías olvidar, eh? ¿No era eso lo que querías? Entonces, ¿por qué me haces esa clase de preguntas?
Mientras hablaba la miró de manera inquietante, casi retándola. Y ella pudo leer claramente en aquellos ojos grises que lo sabía todo, lo había visto todo, incluso su encuentro con el sacerdote.
—¡No tenéis ningún derecho! —gritó tras expulsar el aire como lo haría un animal furioso.
Al ver que su ira no producía el menor efecto en el pastor, se le arrojó encima y le golpeó los hombros con los puños cerrados. Él se dejó hacer y Dromàs se puso a ladrar. Cuando la joven, tras liberar gran parte de su rabia, prorrumpió en sollozos, el hombre tomó la palabra. Lo hizo como si fuera otro, como si ni siquiera fuese la misma voz la que contaba aquellas cosas.
—No te preocupes, soy una tumba. Si tuviera que revelar todo lo que mis ojos han visto a lo largo de los años, las pocas piedras que quedan en pie saldrían rodando. ¿De verdad quieres saber lo que sucedió aquel día?
—Me parece que sí —dijo ella balbuceando.
El pastor le relató que una mujer bien vestida había irrumpido en el lugar donde él apacentaba al ganado. Debía de llevar mucho rato escondida al amparo de alguna cueva, o quién sabe dónde, porque llevaba la ropa rasgada y sucia de barro. Le pidió protección con un sollozo casi ininteligible. Sin embargo, antes de que él pudiera entender qué pasaba, reemprendió su frenética huida.
—Imagino que pensó, como todos, que se había tropezado con un loco. Alguien que no estaba en sus cabales, ya me entiendes.
—¿Cómo era? —se apresuró a preguntar la muchacha.
—No era como las de aquí… Tenía más o menos tu misma edad; pero su cabello era más oscuro.
—¿La seguisteis? Decidme, ¿fuisteis tras ella?
—No. Dromàs lo hizo durante un rato y luego volvió con un pañuelo en la boca. Fue él quien me llevó al lugar donde te encontraron.
—¿Y no visteis nada más?
El hombre negó con la cabeza sin demasiada convicción. No era necesario dar más detalles. Dentro de la cabeza de la joven tomó cuerpo la terrible escena y, abriendo desmesuradamente los ojos, gritó una única palabra…
—¡Nialó!