8
El lunes resultó ser mucho más ajetreado de lo esperado. Cuando fui al trabajo para pasar lo que creía que serían cuatro horas, me dijeron que uno de los bibliotecarios había cogido un resfriado de verano —«El peor que se puede coger», aseguraban los demás compañeros sabiamente, meneando la cabeza. Yo pensaba que cualquier resfriado era de los peores—. El director de la biblioteca, Sam Clerrick, me preguntó si podría echar las ocho horas y, tras dudarlo un poco, accedí. Me sentía muy generosa, ya que ahora tenía el poder económico (bueno, casi) para dejar de trabajar del todo. No hay nada como darse a una misma palmadas en la espalda para darte energía; trabajé felizmente durante toda la mañana, leyendo para un círculo de preescolares y respondiendo preguntas.
Sí que me sentí justificada para tomarme unos minutos extra durante mi pausa del café para llamar a la compañía telefónica y preguntar si el número de mi adosado podía ser también el de la casa de Jane, al menos durante un tiempo. Aunque no fuese posible, deseaba volver a conectar su línea. Para mi alegría, era posible asignar mi número a la línea de Jane, y me aseguraron que estaría operativo dentro de los dos próximos días.
Lillian Schmidt se acercó a mí mientras colgaba. Lillian es una de esas personas desagradables que, aun así, cuentan con cualidades que las redimen, de modo que no puedes tacharlas del todo de tu lista, aunque ganas no faltasen. Además, era compañera de trabajo, así que me interesaba mantener la paz con ella. Era de mente obtusa y le gustaba chismorrear, pero también era justa; una madre y esposa devota, pero hablaba tanto de su marido y de su hija que acababas deseando que se los tragase un terremoto; conocía su oficio y lo ejercía con diligencia, pero, entre tantas quejas y gruñidos sobre detalles nimios, te entraban ganas de darle una bofetada. Cuando reaccionaba ante ella, parecía una comunista con los ojos desbocados, una incurable Pollyanna y una defensora del sexo libre.
—Hace tanto calor fuera que me daría otra ducha —dijo a modo de saludo. Su frente estaba salpicada de sudor. Sacó un pañuelo de la caja sobre la mesa de café y se secó la cara—. He oído que has tenido un golpe de fortuna —continuó, arrojando el pañuelo a la papelera y fallando el tiro. Con un profundo suspiro, Lillian se inclinó para recogerlo. Pero sus ojos se alzaron para captar mi reacción.
—Sí —asentí con una amplia sonrisa.
Lillian aguardó a que desarrollara la respuesta. Me miró torcidamente cuando vio que no lo hacía.
—No sabía que Jane Engle y tú fueseis tan buenas amigas.
Sopesé varias respuestas posibles mientras sonreía.
—Éramos amigas.
Lillian agitó la cabeza lentamente.
—Yo también era amiga de Jane, pero no me dejó ninguna casa.
¿Qué podía decir? Me encogí de hombros. Si Jane y Lillian habían mantenido cualquier tipo de relación personal, ciertamente yo no la recordaba.
—¿Sabías que —prosiguió Lillian, cambiando de tema— Bubba Sewell se presentará a diputado del Estado este otoño?
—En serio. —No era realmente una pregunta.
Lillian comprobó que había causado impresión.
—Sí, su secretaria es mi cuñada, así que me lo contó incluso antes del anuncio oficial, que será mañana. Sabía que te interesaría, ya que te vi hablando con él en el funeral de Jane. Está intentando poner orden en su casa, por así decirlo, porque no quiere el mínimo asomo de duda si alguien escarbara en su pasado. Se presenta contra Carl Underwood, y Carl ha ocupado el puesto durante tres legislaturas.
Lillian me había proporcionado una información con la que no contaba y eso le hizo feliz. Al cabo de un par de quejas más sobre la insensibilidad del sistema escolar acerca de las alergias de su hija, salió disparada para trabajar un poco.
Me quedé sentada en la dura silla de la diminuta sala de espera, pensando en Bubba Sewell. ¡No me extrañaba que no quisiera indagar más sobre lo que hubiera oculto en casa de Jane! Tampoco que la hubiese atendido con tanto afán. No dejaba de ser buena propaganda que se supiera hasta dónde era capaz de llegar por su pobre y anciana cliente, sobre todo habida cuenta de que no ganaba nada de su testamento, a excepción de la tarifa habitual por gestionarlo.
Si le contase a Bubba Sewell lo de la calavera, me odiaría para el resto de su vida. Y era el primer marido de Carey Osland, ¿y quizá implicado de alguna manera en la desaparición del segundo?
Mientras lavaba la taza en la pequeña pila y la depositaba en el escurridor, desestimé cualquier necesidad que hubiese sentido por hacer confidencias al abogado. Estaba de campaña; era ambicioso; no podía confiar en él. Una suma bastante pesimista para alguien que podría ser elegido como diputado en el Congreso del Estado. Suspiré y me dirigí hasta el mostrador de préstamos para colocar algunos libros devueltos.
***
Durante mi hora del almuerzo, fui rápidamente a la casa de Jane para dejar salir a la gata y comprobar el estado de las crías. Compré una hamburguesa y un refresco en un autoservicio.
Al girar por Faith, vi que un equipo de trabajo municipal estaba despejando una madreselva y una hiedra venenosa cerca de la señal de «Callejón sin salida», al final de la calle. Les llevaría horas. La broza y las enredaderas se habían apoderado de una pequeña zona que evidentemente nadie había tocado durante años, enroscándose en la propia señal y luego atacando la valla de la casa que daba a la parte de atrás de la calle. El camión estaba aparcado justo en medio de la calle, cerca de la casa de Macon Turner.
Por primera vez desde que heredé la casa de Jane, vi al editor del periódico, quizá también de vuelta a casa para comer. El pelo marrón canoso en recesión del editor estaba largo y lo llevaba peinado cruzándole el cráneo para cubrirlo de alguna manera. Tenía una expresión inteligente, afilada y de labios finos, y llevaba trajes que siempre parecían necesitar una visita a la tintorería; de hecho, Macon siempre daba la impresión de no saber cuidarse. Su pelo siempre requería un corte, sus prendas un planchado, siempre parecía cansado y en todo momento parecía un paso por detrás de su agenda. Me llamó mientras sacaba unas cartas de su buzón, lanzándome una sonrisa que llevaba una buena dosis de encanto. Macon era el único hombre con el que había salido mi madre que me parecía realmente atractivo.
Aguardé, de pie en el camino privado, con mi bolsa de papel con el almuerzo en una mano y las llaves de casa en la otra, mientras Macon avanzaba hacia mí. Su corbata estaba torcida y llevaba la chaqueta del traje, ligera y de color caqui, casi arrastrando por el suelo. Me preguntaba si Carey Osland, cuya casa no era precisamente un modelo de pulcritud, era consciente de lo que tenía.
—¡Me alegro de verte, Roe! ¿Qué tal tu madre y su nuevo marido? —preguntó Macon antes de acercarse del todo. Los chicos de la limpieza, dos jóvenes afroamericanos vigilados por otro mayor, se volvieron para echarnos un vistazo.
Era uno de esos momentos que luego siempre recuerdas sin razón aparente. Hacía un calor terrible, el sol brillante en un cielo impoluto. Los tres trabajadores lucían grandes manchas oscuras en sus camisetas y uno de los más jóvenes se había cubierto la cabeza con un pañuelo rojo. El viejo camión del vertedero municipal estaba pintado de un naranja oscuro. La condensación del vaso que contenía mi refresco estaba humedeciendo la bolsa de papel; empecé a preocuparme por su integridad. Me alegré de ver a Macon, pero me sentía impaciente por entrar al frescor de la casa, comer mi almuerzo y comprobar la prole de Madeleine. Noté una gota de sudor recorrer mi piel bajo el vestido de rayas verdes y blancas, abriéndose camino a través de mi cintura hasta las caderas. Me enganché el bolso al hombro para tener una mano libre con la que recogerme el pelo en una vana esperanza de notar algo de brisa en el cuello; no había tenido tiempo de recogérmelo esa mañana. Bajé la mirada, vi una grieta en el camino y me pregunté cómo repararla. Las malas hierbas crecían en ella en una abundancia poco atractiva.
Estaba pensando que me alegraba de que mi madre se hubiese casado con John Queensland, que me parecía una persona digna, pero a menudo aburrida, en vez de con Macon, cuya expresión era desconcertantemente atractiva gracias a su inteligencia, cuando uno de los trabajadores lanzó un grito que quedó prendido en la densidad del tórrido aire. Los tres hombres se quedaron petrificados. Macon giró la cabeza a medio paso y se quedó quieto en cuanto el pie tocó el suelo. Todo movimiento entonces pareció deliberado. Fui consciente de volver ligeramente la cabeza para ver mejor lo que el hombre del pañuelo rojo estaba levantando del suelo. El contraste de su piel negra con la blancura del hueso era sobrecogedor.
—¡Dios Todopoderoso! ¡Es un cadáver! —chilló el otro trabajador, y la cámara lenta se aceleró hasta convertirse en una sucesión de movimientos tan rápidos que no sería capaz de reproducir más adelante.
***
Ese día decidí que el cadáver no podía ser el hijo de Macon Turner; o, al menos, si lo era, no lo había matado el propio Macon. Su rostro nunca presentó el mínimo atisbo de que el hallazgo tuviera alguna relación con él. Estaba ajetreado e interesado, y casi derribó la puerta de su casa para llamar a la policía.
Lynn salió de su casa cuando apareció el coche de policía. Tenía un aspecto pálido y miserable. Su vientre la precedía como un remolcador que tirase de ella.
—¿Qué es este jaleo? —preguntó, haciendo un gesto con la cabeza hacia el equipo de trabajo, que estaba relatando su hallazgo con exclamaciones y gestos mientras el agente de uniforme revisaba los densos rastrojos y las enredaderas que estrangulaban la base de la señal.
—Un esqueleto, creo —dije cautelosamente. Estaba segura de que le faltaba una parte.
Lynn se quedó impasible.
—Seguro que es un gran danés o cualquier otro tipo de perro grande. Puede que hasta sean huesos de vaca o ciervo dejados aquí después de una matanza doméstica.
—Podría ser —contesté. Alcé la mirada hacia Lynn, cuya mano masajeaba ausentemente su barriga—. ¿Cómo te encuentras?
—Me siento… —Hizo una pausa para pensarlo—. Me siento como si me inclinase y el bebé estuviese tan bajo que pudiera cogerle con las manos…
—Oh —dije. Torcí el gesto intentando imaginarlo.
—Nunca has estado embarazada —señaló Lynn, mencionando un club al que yo nunca había pertenecido—. No es tan fácil como parece, teniendo en cuenta que las mujeres llevan haciéndolo desde hace millones de años.
En ese momento, Lynn estaba mucho más interesada en su propio cuerpo que en el que habían encontrado al final de la calle.
—¿Ya no trabajas? —le pregunté sin despegar un ojo del agente, que ahora estaba hablando por su radio. El trabajador se había calmado y se había refugiado bajo la sombra de un árbol del jardín delantero de Macon. Este desapareció en su casa para reaparecer con una cámara y un cuaderno.
—No. Mi médico me ha dicho que tengo que dejar de trabajar y mantener los pies en alto todo el tiempo que pueda, durante todos los días que me sea posible. Como ya hemos desembalado todas las cajas y la habitación está lista, me limito a hacer labores domésticas un par de horas al día, y el resto del tiempo —dijo lóbregamente— me limito a esperar.
Ese comportamiento era tan impropio de Lynn.
—¿Estás emocionada? —le pregunté, dubitativa.
—Me siento demasiado incómoda como para estar emocionada. Además, Arthur está emocionado por los dos.
Eso era algo que me costaba imaginar.
—Ya no te importa, ¿verdad? —preguntó Lynn de repente.
—No.
—¿Sales con alguien?
—Más o menos. Pero ya no me importa.
Afortunadamente Lynn lo dejó ahí, ya que no tenía ninguna intención de añadir nada más al respecto.
—¿Crees que te quedarás con la casa?
—Ni idea. —Casi le pregunté si le molestaría que así fuese, pero luego me di cuenta de que no querría saber la respuesta.
—¿Irás a esa fiesta? —preguntó Lynn al cabo de un rato.
—Sí.
—Nosotros también, supongo, aunque no estoy para muchas fiestas. Esa Marcia Rideout me miró como si nunca hubiese visto a una embarazada cuando vino a dejarme la invitación. Hizo que me sintiera como un dirigible de Goodyear y una cama sin hacer a la vez.
Podía llegar a entenderlo, con el agresivo acicalamiento de Marcia.
—Será mejor que vuelva a ver cómo están los gatitos —le dije. La situación al final de la calle se había tranquilizado. El agente de uniforme estaba apoyado en su coche, al parecer esperando que apareciera alguien más. Macon estaba al final de la acera, contemplando los huesos. Los trabajadores estaban fumando y tomando unos refrescos.
—Oh, ¿tienes gatos? ¿Puedo verlos? —Lynn parecía animada por primera vez.
—Claro —contesté, algo sorprendida. Entonces me di cuenta de que Lynn estaba por la labor de ver cualquier cosa que estuviese en sintonía con recién nacidos.
Hoy, los gatitos estaban más activos. Estaban unos encima de otros, los ojos aún cerrados, y Madeleine los vigilaba con regio orgullo. Uno era negro como el carbón, los otros de tono mermelada y blanco, como la madre. Pronto, su energía se fue disipando y se pusieron a mamar, quedándose dormidos justo después. Lynn se había inclinado cuidadosamente sobre el suelo y había observado en silencio, el rostro inescrutable. Fui a la cocina para reponer la comida y el agua de Madeleine, cambiando la arena de la caja de paso. Tras lavarme las manos, dar un trago a mi refresco y comerme la mayor parte de la hamburguesa, regresé al dormitorio, donde Lynn seguía absorta en su observación.
—¿Los viste nacer? —preguntó.
—Sí.
—¿Te dio la sensación de que le dolió?
—Me dio la sensación de que cuesta trabajo —dije con tacto.
Suspiró pesadamente.
—Bueno, es de esperar —respondió, intentando imprimir una inflexión filosófica a sus palabras.
—¿Has estado en Lamaze?
—Oh, sí. Hacemos allí nuestros ejercicios respiratorios cada noche —dijo sin demasiado entusiasmo.
—¿No crees que vayan a funcionar?
—No tengo ni idea. ¿Sabes lo que da miedo de verdad?
—¿Qué?
—Que nadie te lo dice.
—¿Como quién?
—Nadie. Es lo peor. De veras quiero saber a qué me enfrento. Se lo pregunté a mi mejor amiga, que ha tenido dos hijos. Me dijo: «Oh, cuando veas lo que tienes verás que ha merecido la pena». Esa fue su respuesta, ¿qué te parece? Así que le pregunté a otra persona que no usó anestesia, y me dijo: «Oh, te olvidarás de todo cuando veas al bebé». Esa tampoco era la respuesta que iba buscando. Y mi madre se desmayó, al viejo estilo, cuando me tuvo. Así que no puede decirme nada, y creo que probablemente tampoco lo haría. Es una especie de conspiración de las madres.
Le di vueltas.
—Bueno, lo que está claro es que yo sí que no puedo responder a esas preguntas, pero te diría la verdad si pudiera.
—Espero —contestó Lynn— poder decírtelo, y pronto.
***
Cuando salí de casa para volver a la biblioteca, vi que había dos coches de la policía aparcados en el camino privado de Macon Turner y el camión municipal había desaparecido. Me sentí muy aliviada por el hallazgo del resto del esqueleto. Ahora, la policía se pondría a investigar de quién se trataba. ¿Bastarían los huesos hallados? Si era así, me prometí mentalmente que daría a la calavera un entierro decente.
Era consciente, desde la culpabilidad, que no estaba adoptando ninguna postura moralmente firme.
Esa noche, el timbre sonó justo cuando me quitaba los zapatos y las medias. Acabé de quitarme estas apresuradamente, las dejé bajo un sillón y metí los pies descalzos en los zapatos. Me sentía hecha un desastre, arrugada y acalorada con problemas de conciencia.
El sargento Jack Burns acaparaba el umbral de la entrada cuando abrí la puerta. Sus prendas siempre abundaban en poliéster y lucía unas largas patillas al estilo Elvis, pero nada era capaz de distraerme del aire amenazante que rezumaba su quietud. Estaba tan acostumbrado a proyectarlo que creo que se habría sorprendido si alguien le hubiese comentado algo al respecto.
—¿Puedo pasar? —preguntó amablemente.
—Oh, por supuesto —accedí, apartándome a un lado.
—Vengo a hacerte unas preguntas sobre los huesos que se han hallado hoy en Honor Street —dijo formalmente.
—Siéntate, por favor.
—Gracias, llevo todo el día de pie —respondió cortésmente. Se sentó en el sofá y yo hice lo propio frente a él, en mi sillón favorito.
—¿Acabas de volver del trabajo?
—Así es.
—Pero estuviste en la casa de Jane Engle, en Honor Street, hoy cuando el equipo de trabajadores encontró el esqueleto.
—Sí, fui durante mi hora del almuerzo para dar de comer a la gata.
Me aguantó la mirada sin decir nada. Eso se le daba mejor que a mí.
—La gata de Jane. Eh…, se escapó de la casa de Parnell y Leah Engle y volvió a su vieja casa; ha parido en el armario. En el dormitorio de Jane.
—¿Sabes? Siempre estás donde pasa algo, para ser una ciudadana respetuosa de la ley, señorita Teagarden. Parece que nunca hay un homicidio en Lawrenceton sin que estés tú cerca. Me parece sumamente extraño.
—Yo no diría que heredar una casa en la misma calle pueda considerarse «sumamente extraño», sargento Burns —dije con valentía.
—Bueno, pues piénsalo —sugirió con voz razonable—. El año pasado, cuando se produjeron todas esas muertes, también estabas implicada. Cuando detuvimos a los culpables, estabas allí.
«A punto de morir en sus manos», estuve a punto de decir, pero al sargento Jack Burns no se le interrumpe.
—Y, cuando muere la señora Engle, allí estás el mismo día que encontramos un esqueleto entre los matorrales, en una calle con un sospechoso número de allanamientos denunciados, incluido uno en la casa que acabas de heredar.
—¿Un sospechoso número de allanamientos? ¿Quieres decir que hay más gente, aparte de mí, que ha denunciado intrusiones?
—Precisamente, señorita Teagarden.
—¿Y no se han llevado nada?
—Nada que ningún propietario haya admitido. Puede que el ladrón se llevara algunos álbumes fotográficos o cualquier otra cosa que sonrojara al dueño si lo denunciara.
—Estoy segura de que no había nada así en casa de Jane —dije, indignada. Solo una vieja calavera con algunos agujeros—. Si falta algo, no tengo manera de saberlo. La primera vez que entré en la casa fue después del allanamiento. Ah, ¿quién más ha denunciado asaltos?
Jack Burns pareció sorprendido antes de que la suspicacia se hiciera con su expresión.
—Todo el mundo. Salvo esa pareja anciana de la casa del final, al otro lado de la calle. ¿Sabes algo de los huesos que hemos encontrado hoy?
—Oh, no. Simplemente estaba allí cuando los descubrieron. Verás, solo he estado en la casa unas cuantas veces, y nunca me he quedado demasiado tiempo. Durante los dos últimos años apenas visitaba a Jane. Antes de que se la llevaran al hospital.
—Creo —dijo Jack Burns pesada e injustamente— que este es uno de esos misterios de los que puede encargarse el departamento de policía, señorita Teagarden. Mantén tu curiosa naricita fuera.
—Oh —exclamé airada—, descuida, sargento. —Cuando me levanté para indicarle la salida, mi tacón dio con la media hecha un ovillo que estaba debajo del sillón y la sacó a la vista de Burns.
Le lanzó una mirada de desprecio, como si fueran accesorios sexuales de mal gusto, y se marchó con su horrible majestuosidad intacta. Si se hubiese reído, habría creído que era humano.