4
De lo extravagante y lo desquiciante, mi día había pasado a lo surrealista. Anduve con unas piernas que no sentía como mías hacia los dos detectives, el bolso colgado del hombro, un bote de café en la bolsa de la mano derecha y una calavera perforada en la de la izquierda. Mis manos empezaron a sudar. Intenté forzar una expresión agradable en la cara, pero no tuve la menor idea de cuál fue el resultado.
Lo siguiente que dirían, pensé, lo siguiente que dirían sería… «¿Qué llevas en la bolsa?».
Lo único positivo de encontrarme en ese momento con la embarazadísima señora Smith era que estaba tan preocupada por la calavera que la situación personal de todos me importaba un bledo. Pero era muy consciente (demasiado) de que no iba maquillada y que solo llevaba el pelo sujeto con una cinta.
La hermosa piel de Arthur se puso roja, cosa que ocurría cuando se sentía abochornado, enfadado o… Bueno, no, no pensemos en eso. Arthur era demasiado duro como para abochornarse con facilidad, pero así se sentía en ese momento.
—¿Estás de visita? —preguntó Lynn, esperanzada.
—Jane Engle ha muerto —expliqué—. ¿Te acuerdas de Jane, Arthur?
Asintió.
—La experta en Madeleine Smith.
—Me ha dejado la casa —dije, y una parte infantil de mí quiso añadir: «Y toneladas de dinero». Pero mi parte más madura vetó el comentario, no solo porque llevaba una calavera en una bolsa y no quería prolongar el encuentro, sino porque el dinero no era un argumento válido para esgrimirlo contra Lynn por quedarse con Arthur. Mi mente moderna me decía que una mujer casada no tenía por qué mantener sus cuitas con una soltera, pero mi yo más primitivo creía firmemente que nunca saldaría la cuenta con Lynn hasta que me casase.
Era un día fragmentado en el mundo de los Teagarden.
Los Smith parecían desalentados, y no les faltaban razones. Llegan a la casa de sus sueños con el bebé de camino (muy de camino), y aparece la exnovia justo al otro lado de la calle.
—No sé si me vendré a vivir aquí —dije antes de que me preguntaran—, pero iré y volveré dentro de las dos próximas semanas para arreglar las cosas. —¿Tenía algún arreglo todo esto?
Lynn suspiró. La miré, viéndola realmente por primera vez. Su pelo moreno y corto parecía sin vida y, lejos de brillar con el embarazo, como había oído que solía pasar, su piel parecía manchada. Pero al volverse para mirar la casa, parecía feliz.
—¿Cómo te sientes, Lynn? —pregunté cortésmente.
—Muy bien. La ecografía ha mostrado que el bebé está mucho más desarrollado de lo que nos imaginábamos, puede que siete semanas, así que nos hemos dado prisa en comprar la casa para tenerlo todo preparado antes de que nazca.
En ese instante, gracias al cielo, un coche aparcó detrás de la furgoneta, y de él salieron varios hombres. Los reconocí como los compañeros del cuerpo de Arthur y Lynn; venían a ayudar a descargar la furgoneta.
Entonces me di cuenta de que el hombre al volante, un tipo corpulento unos diez años mayor que Arthur, era Jack Burns, el sargento detective y una de las pocas personas en el mundo a las que temía de verdad.
Se habían juntado al menos siete agentes de policía, incluido Jack Burns, y allí me encontraba yo con… Temía siquiera pensarlo con Jack Burns cerca. Su celo por aplicar castigo a los malhechores era tan agudo, su rabia interior ardía con tal fuerza, que sentía que podría oler el encubrimiento y la falsedad. Me empezaron a temblar las piernas. Tenía miedo de que alguien se percatase. ¿Cómo demonios se las arreglaban sus dos hijos adolescentes para tener una vida privada?
—Me alegro de haberos visto —dije abruptamente—. Espero que la jornada de mudanza se os dé muy bien.
Ellos también se sintieron aliviados por la conclusión del encuentro. Arthur me saludó como si tal cosa cuando uno de sus compañeros abrió la parte de atrás de la furgoneta y lo reclamó para el trabajo.
—Ven a visitarnos cuando te instales —me mintió Lynn cuando me despedí y me volví para irme.
—Tómatelo con calma —dije por encima de mi hombro mientras cruzaba la calle sobre unas piernas de goma.
Coloqué las bolsas con cuidado en el asiento del copiloto y me deslicé en el coche. Quería quedarme sentada temblando durante un rato, pero mayor era mi deseo de salir de allí, así que metí la llave, arranqué el motor, encendí el aire acondicionado a plena potencia y me tomé un momento para abrocharme el cinturón y darme unos toques en la cara (que estaba anegada en sudor) con un pañuelo; cualquier cosa con tal de calmarme un poco antes de ponerme a conducir. Salí marcha atrás por un camino privado que no me era nada familiar, la furgoneta de mudanzas aparcada justo enfrente, rodeada de gente que no paraba de moverse, lo que hacía que el proceso fuese aún más complicado.
Conseguí lanzar un saludo con la mano a la cuadrilla y algunos de ellos me lo devolvieron. Jack Burns se limitó a mirar; volví a pensar en su mujer e hijos, que tenían que vivir bajo esa ardiente mirada que parecía capaz de ver todos los secretos. ¿Y si la apagaba en casa? A veces, incluso los hombres bajo su mando parecían incómodos con él, según supe mientras salía con Arthur.
Conduje sin rumbo concreto durante un rato, preguntándome qué hacer con la calavera. Odiaba la idea de llevármela a casa; allí no tenía donde ocultarla. Tampoco podía tirarla hasta decidir qué hacer con ella. Mi caja de seguridad del banco no era lo bastante grande, y probablemente la de Jane tampoco; de lo contrario, seguro que la habría dejado allí desde un principio. En fin, la idea de llevar una bolsa de papel de la compra al banco era suficiente por sí misma para hacerme reír histéricamente. Lo que estaba claro era que no podía dejarla en el maletero del coche. Comprobé con una mirada que la pegatina de la inspección técnica del coche estaba en orden; sí, gracias a Dios. Pero podían pararme por cualquier infracción de tráfico en cualquier momento; no me había pasado nunca, pero, tal como me estaban yendo las cosas ese día, todo me parecía posible.
Tenía una llave de la casa de mi madre y ella estaba fuera.
Tan pronto se me pasó la idea por la cabeza, doblé en la siguiente esquina y hacia allí me dirigí. No me consolaba la idea de usar la casa de mi madre para tal propósito, pero en ese momento me pareció el mejor recurso.
El aire estaba caliente en la gran casa de mi madre, en Plantation Drive. Corrí escaleras arriba a mi antigua habitación sin pensarlo. Me detuve a recuperar el aliento delante de la puerta mientras pensaba en un buen escondite. Ya casi no quedaban cosas mías allí, y la habitación se había convertido en otro cuarto de invitados más, pero a lo mejor encontraba algo en el armario.
En efecto: una bolsa de plástico rosa con cremallera donde mi madre guardaba las mantas de las camas gemelas de esa habitación. Nadie iría a buscar una sábana con este tiempo. Saqué una banqueta de debajo del tocador, me subí encima y abrí la cremallera de la bolsa de plástico. Cogí mi bolsa de cartón, con su escalofriante contenido, y la introduje entre las mantas. La cremallera ya no volvería a cerrarse con el bulto extra.
Aquello estaba adquiriendo tintes grotescos. Bueno, más grotescos todavía.
Saqué una de las mantas y redoblé la otra en la mitad de la bolsa, dejando el resto del espacio para la calavera. Ahora la cremallera sí que cerraba y no parecía demasiado abultada, decidí. Volví a empujarla hasta el fondo de la estantería.
Ya solo tenía que encontrar un sitio para la manta. El mueble de los cajones estaba solo parcialmente lleno de objetos insignificantes; mi madre mantenía dos cajones libres para los invitados. Empujé la manta en uno de ellos, lo cerré con un golpe y volví a abrirlo. Quizá necesitase el cajón. John se traería todas sus cosas cuando volviesen de la luna de miel. Me entraron ganas de sentarme en el suelo y ponerme a llorar. Me quedé de pie, sosteniendo la manta, indecisa, pensando seriamente en quemarla o llevármela a casa conmigo. Mejor la manta que la calavera.
La cama, por supuesto. El mejor sitio para ocultar una manta es una cama.
Quité la colcha, lancé la almohada al suelo y desplegué la manta limpiamente sobre el colchón. Unos minutos más tarde, la cama tenía el mismo aspecto que antes.
Salí a toda prisa de la casa de mi madre y conduje hasta la mía. Me sentía como si llevase dos días sin dormir, cuando lo cierto era que aún faltaba un poco para la hora de comer. Al menos no tenía que ir a trabajar esa tarde.
Me serví un vaso de té helado y, por una vez, lo cargué de azúcar. Me senté en mi sillón favorito y bebí lentamente. Era hora de ponerse a pensar.
Hecho número uno: Jane Engle había dejado escondida una calavera en su casa. Puede que no le dijera a Bubba Sewell lo que había hecho, pero le había dejado la pista de que algo no estaba en orden, y que yo debía ocuparme de ello.
Pregunta: ¿cómo había llegado la calavera hasta la casa de Jane? ¿Había asesinado ella a su… propietario? ¿A su ocupante?
Pregunta: ¿dónde estaba el resto del esqueleto?
Pregunta: ¿cuánto tiempo hacía que depositaron la calavera en el asiento de la ventana?
Hecho número dos: alguien más sabía o sospechaba que la calavera estaba en casa de Jane. Podía inferir que esa persona era respetuosa con la ley, ya que el intruso no había aprovechado la ocasión para robar o destrozar nada. Una ventana rota era una minucia en comparación con lo que podría haber sido en una casa vacía. Así que la calavera era seguramente el único objeto que buscaba. A menos que Jane (pensamiento horrible) tuviese más secretos escondidos.
Pregunta: ¿lo volvería a intentar el intruso o se habría convencido de que la calavera ya no estaba en la casa? También había registrado el jardín, según Torrance Rideout. Me acordé de que debía ir al jardín trasero la próxima vez que fuese allí para ver lo que había hecho.
Hecho número tres: no sabía qué hacer. Podía guardar silencio para siempre, arrojar la calavera al río e intentar olvidar que la había visto; ese enfoque resultaba muy atractivo en ese momento. Pero también podía llevársela a la policía y decirles lo que había hecho. Ya sentía escalofríos solo al pensar en el rostro de Jack Burns, por no hablar de la incredulidad en el de Arthur. Me oí tartamudear:
—Bueno, la escondí en casa de mi madre. —¿Qué clase de excusas podría esgrimir ante unas acciones tan extrañas? Ni siquiera yo era capaz de comprender por qué había hecho lo que había hecho, salvo que había actuado impulsada por una especie de lealtad hacia Jane, influida en cierta medida por todo el dinero que me había dejado.
En ese momento descarté prácticamente acudir a la policía, a menos que surgiera otro imprevisto. Desconocía cuál era mi posición legal, pero tampoco imaginaba que lo hecho hasta el momento fuese tan malo legalmente. Otra cosa era la cuestión moral.
Lo que estaba claro era que tenía un problema entre manos.
En ese inoportuno instante sonó el timbre. Era el día de las interrupciones no deseadas. Suspiré y fui a abrir, anhelando que fuese alguien a quien me apeteciese ver. ¿Aubrey?
Pero la jornada parecía empeñada en proseguir en su inexorable precipitación cuesta abajo y sin frenos. Parnell Engle y su mujer, Leah, se encontraban en mi puerta delantera, la que nadie usa nunca porque hay que aparcar en la parte de atrás (a pocos metros de la puerta trasera) y luego rodear de nuevo toda la casa hasta la de delante. Por supuesto, eso fue lo que Parnell y Leah habían hecho.
—Señor Engle, señora Engle —saludé—, pasen, por favor.
Parnell abrió fuego sin preámbulos.
—¿Qué le hemos hecho a Jane, señorita Teagarden? ¿Le dijo a usted lo que le hicimos para ofenderla tanto como para dejarle toda su herencia a usted?
Eso era lo que menos necesitaba.
—No empiece —repliqué con dureza—. Le ruego que no vaya por ahí. Hoy no es un buen día. Tiene un coche, tiene algo de dinero y tiene a Madeleine, la gata. Alégrese y déjeme en paz.
—Llevamos la misma sangre que Jane…
—No me venga con esas —restallé. La línea de la cortesía se me había quedado ya muy atrás—. No sé por qué me lo dejó todo, pero en este momento no me siento precisamente afortunada, créame.
—Nos damos cuenta —dijo él, recuperando un poco de su dignidad— de que Jane expresó sus verdaderos deseos en su testamento. Sabemos que estuvo en sus cabales hasta el final y que tomó una decisión plenamente consciente. No vamos a impugnar el testamento. Es solo que no lo comprendemos.
—Bueno, señor Engle, pues yo tampoco. —Parnell habría llevado la calavera a la policía en menos tiempo del que lleva hablar de ella. Pero aliviaba ver que no eran tan obtusos como para impugnar el testamento y provocar así un fastidio y un daño interminables. Yo sabía cómo era Lawrenceton. La gente de mente ociosa empezaría a preguntar por qué Jane Engle le dejó todo a una joven a la que ni siquiera conocía muy bien. La especulación aumentaría desenfrenadamente; ni siquiera era capaz de imaginar las justificaciones que se inventaría la gente para explicar un legado tan inexplicable. La gente hablaría de todos modos, pero cualquier disputa sobre el testamento daría un feo giro a la discusión.
Al contemplar a Parnell Engle y su silenciosa esposa, con sus quejas y ropas desaliñadas, de repente me pregunté si no habría recibido todo ese dinero por la inconveniencia de tener que lidiar con la calavera. Lo que Jane le había dicho a Bubba Sewell podría haber sido una pantalla de humo. Pudo haber leído en mi carácter de manera exhaustiva, sobrenaturalmente exhaustiva, y saber que guardaría el secreto.
—Adiós —les despedí amablemente, antes de cerrar lentamente la puerta delantera para que no pudieran decir que se la había cerrado en las narices. Eché el pestillo meticulosamente y me dirigí hasta el teléfono. Busqué el número de Bubba Sewell y lo marqué. Para mi sorpresa, estaba disponible.
—¿Cómo van las cosas, señorita Teagarden? —preguntó, arrastrando las palabras.
—Un poco accidentadas, señor Sewell.
—Lamento oír eso. ¿En qué puedo ayudarla?
—¿Dejó Jane alguna carta?
—¿Cómo?
—Una carta, señor Sewell. ¿Me dejó alguna carta, algo que debiera recibir al mes de tener su casa, o algo parecido?
—No, señorita Teagarden.
—¿Ni una cinta? ¿Una grabación de cualquier tipo?
—No, señorita.
—¿Ha visto algo parecido en la caja de seguridad?
—No, no puedo decir que así haya sido. Lo cierto es que volví a alquilar esa caja cuando Jane empeoró en su enfermedad para depositar sus alhajas.
—¿Y nunca le contó qué había en la casa? —pregunté con cautela.
—Señorita Teagarden, no tengo la menor idea de lo que hay en la casa de la señora Engle —dijo, tajante. Muy tajante.
Lo dejé ahí. Me sentía desubicada. Bubba Sewell no quería saber nada. Si se lo decía, quizá debería hacer algo al respecto, y aún no había decidido qué.
—Gracias —contesté, desamparada—. Oh, por cierto… —Y le conté lo de la visita de Parnell y Leah.
—¿Está segura de que dijo que no quería impugnar el testamento?
—Dijo que sabía que Jane estaba en sus cabales cuando lo redactó, pero que solo querían saber por qué había dejado las cosas así.
—¿No especificó nada de ir a los tribunales o de implicar a su abogado?
—No.
—Esperemos que hablara en serio cuando dijo saber que Jane estaba cuerda al redactar el testamento.
Y con esa feliz noticia nos despedimos.
Volví a mi sillón e intenté recuperar el hilo de mis razonamientos. No tardé en darme cuenta de que había llegado tan lejos como me era posible.
Tenía la impresión de que si averiguaba a quién perteneció la calavera, se me abrirían nuevas alternativas. Podría empezar averiguando durante cuánto tiempo estuvo la calavera en el asiento de la ventana. Si Jane había conservado la factura de quienes le pusieron la moqueta, obtendría una fecha exacta, ya que no cabía duda alguna de que la calavera ya estaba dentro cuando la pusieron. Y nadie había abierto aquello desde entonces.
Eso implicaba que tenía que regresar a casa de Jane.
Lancé un profundo suspiro.
También podía almorzar algo, recoger algunas cajas e ir a trabajar a la casa, tal como había planeado originalmente.
A esas mismas horas del día anterior era una mujer con un futuro feliz; ahora era una mujer con un secreto, y era tan extraño y macabro que me daba la sensación de tener la palabra «Culpable» escrita en la frente.
***
Aún estaban descargando al otro lado de la calle. Vi que metían una gran caja de cartón etiquetada con la imagen de una cuna y casi lloré. Pero hoy tenía más cosas que hacer que fustigarme por haber perdido a Arthur. Era un dolor añejo y preocupado.
Tenía que ordenar el dormitorio de Jane antes de plantearme encontrar un solo papel. Metí mis cajas, encontré la cafetera y preparé un café (que había traído de vuelta, ya que me lo había llevado esa mañana) para animarme. La casa estaba tan fría y silenciosa que casi me adormecí. Encendí la radio de la mesilla de Jane. Agh, estaba en la emisora de música ligera. Busqué en el dial la cadena pública al cabo de un segundo y empecé a empaquetar ropa con Beethoven de fondo. Registré cada prenda antes de meterla en la caja, por si encontraba cualquier cosa que explicase la presencia de la calavera oculta. No podía creer que Jane me hubiese dejado un problema como ese sin una explicación.
¿Sería que pensó que nunca la encontraría?
No, Jane pensó que la encontraría tarde o temprano. Puede que no tan pronto, pero sí en algún momento. Quizá, si no hubiese sido por el allanamiento y los agujeros del jardín (me acordé otra vez de que tenía que echarles un vistazo), no me habría preocupado, por muy misteriosos que hubiesen sido algunos de los comentarios de Bubba Sewell.
De repente me vino a la cabeza el viejo dicho: «A caballo regalado, no se le mira el dentado». Recordé la sonrisa de la calavera con meridiana nitidez y empecé a reírme.
Empaquetar la ropa de Jane no me llevó tanto tiempo como esperaba. Si algo me hubiese llamado la atención, no me habría importado quedármelo; Jane era una mujer sobria y, en cierto modo, yo también. Pero no vi nada que me hubiese gustado quedarme, salvo una o dos chaquetas de punto, tan discretas que no estaría todo el tiempo pensando que llevaba una prenda de Jane. Así que todos los vestidos y las blusas, las chaquetas, los zapatos y las faldas que habían ocupado el armario ya estaban escrupulosamente empaquetadas con destino a la beneficencia, con la fastidiosa excepción de una bata que se había caído de la percha y se había quedado en el suelo. Todas las cajas estaban llenas hasta arriba, así que la dejé donde estaba. Metí las cajas en el maletero de mi coche y decidí darme un respiro e ir al jardín trasero para ver los daños que había hecho el intruso.
El jardín trasero de Jane estaba bien mantenido. Tenía dos bancos de piedra, demasiado calientes para sentarse en ellos en pleno junio, situados a ambos lados de un estanque para pájaros, también de piedra, rodeado de convalarias. Me di cuenta de que las convalarias empezaban a desbordarse. Alguien debió de pensar lo mismo, porque había un puñado arrancado de raíz. Ya había lidiado con convalarias anteriormente y tuve que admirar la persistencia del desconocido jardinero. Entonces me di cuenta de que ese era uno de los puntos excavados que Torrance Rideout había arreglado. Mirando alrededor más atentamente, vi que había más huecos; todos alrededor de arbustos o debajo de los bancos. Ninguno estaba en medio del césped, lo cual me supuso un alivio. Tuve que sacudir la cabeza al ver aquello; ¿alguien había considerado seriamente que Jane excavó un agujero en su jardín para esconder una calavera? Una búsqueda bastante infructuosa después de todo el tiempo que Jane había conservado la calavera.
Aquel fue un pensamiento que me espabiló. Las personas desesperadas no son gentiles en sus formas.
Mientras exploraba el pequeño jardín, contando los agujeros junto a los arbustos que pretendían tapar la fea cerca de la escuela, fui consciente de los movimientos en el jardín trasero de los Rideout. Una mujer tomaba el sol en una enorme terraza superior, sobre una hamaca ajustable. Su figura era alta y delgada y su cuerpo, ataviado con un atractivo biquini rojo, ya había adquirido un tono tostado. Su pelo teñido de rubio pálido, que le llegaba a la barbilla, estaba recogido por una goma a juego con el biquini, e incluso las uñas parecía tenerlas pintadas del mismo tono que la prenda. Estaba elegantísima para tomar el sol en su propia terraza, suponiendo que se tratase de Marcia Rideout.
—¿Qué tal, nueva vecina? —preguntó lánguidamente, levantando con un delgado y moreno brazo un vaso de té helado y llevándoselo a la boca. Ese era el movimiento que había atisbado de reojo.
—Bien —mentí automáticamente—. ¿Y tú?
—Tirando. —Hizo otro gesto perezoso—. Acércate y así charlamos un poco.
Cuando me senté en una silla junto a ella, estiró una delgada mano y se presentó:
—Marcia Rideout.
—Aurora Teagarden —murmuré mientras le estrechaba la mano. Un gesto divertido brilló en su rostro y se desvaneció. Se quitó las gafas de sol y me lanzó una mirada directa. Sus ojos eran azul marino y estaba borracha, o al menos de camino a estarlo. Quizá dejé ver algo en mi expresión, porque enseguida se las volvió a poner. Intenté no mirar la bebida; sospechaba que no era té en absoluto, sino bourbon.
—¿Te apetece algo de beber? —ofreció Marcia Rideout.
—No, gracias —me apresuré a responder.
—Así que has heredado la casa. ¿Crees que te gustará vivir aquí?
—Aún no sé si viviré aquí —le dije, contemplando sus dedos subir y bajar por el humedecido vaso. Tomó otro sorbo.
—A veces bebo —me confesó con franqueza.
La verdad es que no sabía qué decir.
—Pero solo cuando Torrance no vuelve a casa. A veces tiene que pasar la noche en la carretera, puede que una vez cada dos semanas, más o menos. Y los días que no vuelve a casa, bebo. Muy lentamente.
—Te sentirás sola —aventuré.
Ella asintió.
—Eso creo. Ahora bien, Carey Osland, que vive al otro lado de tu casa, y Macon Turner, que vive enfrente de la mía, ellos sí que no están solos. Macon se cuela en su casa por los jardines traseros algunas noches.
—Debe de ser un tipo chapado a la antigua. —No se me ocurría ninguna razón que impidiese a Macon y a Carey disfrutar de su mutua compañía. Estaban divorciados, presumiblemente en el caso de ella, a menos que Mike Osland estuviese muerto…, lo cual me recordó la calavera, que había permanecido en el olvido, para mi alivio, durante un momento.
Mi comentario resultó gracioso para Marcia Rideout. Mientras contemplaba cómo se reía, comprobé que tenía más arrugas de las apreciables a primera vista y le subí la edad probable en siete años. Quién lo diría a la vista de su cuerpo.
—No solía tener el problema de la soledad —dijo Marcia lentamente, su diversión ya extinguida—. Solíamos tener gente alquilada en esta casa. —Hizo un gesto con la mano hacia el garaje, con su pequeña habitación construida encima—. Una vez fue una maestra del instituto, me caía bien. Le salió otro trabajo y se mudó. Luego fue Ben Greer, ese capullo que trabaja en la carnicería, ¿lo conoces?
—Sí. Es todo un capullo.
—Por eso me alegré cuando se mudó. A continuación nos vino un pintor de brocha gorda, Mark Kaplan… —Parecía que estaba perdiendo el hilo de la conversación, y tuve la sensación de que se le cerraban los ojos tras los cristales ahumados.
—¿Y qué pasó con él? —pregunté cortésmente.
—Oh, fue el único que se fue en medio de la noche sin pagar el alquiler.
—¡Dios! ¿Se largó sin más? ¿Con lo puesto? —Quizá tenía otro candidato a propietario de la calavera.
—Sí. Bueno, se llevó algunas de sus cosas. Pero nunca regresó a por el resto. ¿Estás segura de que no quieres un trago? Tengo té de verdad, ya sabes.
Marcia sonrió inesperadamente y yo le devolví el gesto.
—No, gracias. ¿Qué me estabas diciendo de tu inquilino?
—Se escapó. Y no hemos tenido a nadie más desde entonces. Torrance no quiere que le vuelva a pasar. Se ha vuelto así en los dos últimos años. Siempre le digo que tiene que ser de mediana edad. ¡Y luego esa pelea que tuvo con Jane por el árbol! —Seguí la uña roja de Marcia. Había un árbol a medio camino entre las dos casas. Curiosamente, parecía caído de un lado, visto desde la terraza de los Rideout—. Está justo en medio de la linde entre las dos propiedades —explicó Marcia. Su voz era muy profunda y pausada, muy atractiva—. Nadie en sus cabales se creería que dos adultos pudieran pelearse por un árbol.
—La gente se pelea por cualquier cosa. ¡He administrado varias casas, y la gente se pone muy quisquillosa si otro usa su aparcamiento!
—Sí, me lo creo. Bueno, como podrás ver, el árbol está un poco más cerca de la casa de Jane…, tu casa. —Marcia tomó otro trago de su bebida—. Pero Torrance odiaba esas hojas, estaba harto de barrerlas. Así que habló con Jane sobre talarlo. La verdad es que no daba sombra a ninguna de las dos casas. Bueno, a Jane le dio un ataque de histeria. Se puso como loca. Así que Torrance cortó las ramas que había sobre nuestra propiedad. Oh, Jane vino al día siguiente hecha un basilisco y le dijo: «Muy bien, Torrance Rideout, muy bonito lo que has hecho. Tenemos un asunto pendiente los dos». Me pregunto qué será. ¿Lo sabes tú?
Negué con la cabeza, fascinada con el relato y la divagación de Marcia.
—No había forma de colocar las ramas de nuevo en su sitio, estaban cortadas y bien cortadas —dijo Marcia llanamente, enfatizando su acento sureño—. De alguna manera, Torrance consiguió que Jane se calmara, pero las cosas nunca volvieron a ser las mismas entre ellos dos, aunque ella y yo seguimos hablando. Compartíamos plaza en el comité del orfanato. Me caía bien.
Me costaba imaginar a Jane tan airada. Siempre había sido una persona muy afable, incluso dulce en ocasiones, siempre educada; pero también era extremadamente consciente de su propiedad personal, muy como mi madre. Jane no tenía ni quería muchas cosas, pero lo que era suyo lo era absolutamente, y que nadie se lo tocase sin permiso. A tenor de la historia de Marcia, comprobé hasta dónde llegaba ese sentido de la propiedad. Estaba aprendiendo muchas cosas sobre ella, ahora que era tarde. No sabía que estuviera en el comité del orfanato, también llamado Casa Mortimer.
—Bueno —prosiguió Marcia lentamente—, al menos en los dos últimos años no se han llevado mal… Ella lo perdonó, supongo. Qué sueño tengo.
—Lamento que tuvierais problemas con Jane —dije, sintiendo que, de alguna manera, debía disculparme por mi benefactora—. Siempre ha sido una persona muy interesante e inteligente. —Me levanté para irme. Creía que los ojos de Marcia estaban cerrados al otro lado de las gafas.
—Qué va, sus peleas con Torrance no eran nada. Debiste ver las que tenía con Carey.
—¿Cuándo? —pregunté, intentando sonar indiferente.
Pero Marcia Rideout se había quedado dormida, su mano aún alrededor del vaso.
Volví a mis tareas, sudando bajo el sol, preocupada por que Marcia se quemase al quedarse dormida en la terraza. Pero se había embadurnado bien en aceite. Anoté mentalmente asomarme a la parte de atrás de vez en cuando para comprobar si seguía allí.
Me seguía costando imaginarme a Jane presa de la furia y lanzándose hacia alguien para dejárselo claro. Claro que yo nunca había sido propietaria de nada. Quizá ahora me comportase de la misma manera. Los vecinos pueden molestarse mucho por cosas que otros considerarían motivo de risa. Recordé a mi madre, mujer serena y elegante al estilo de Lauren Bacall, diciéndome que iba a comprar una escopeta para pegarle un tiro al perro del vecino si volvía a despertarla con sus ladridos. En vez de ello, fue a la policía y solicitó una orden judicial contra el dueño del perro después de que el comisario, un viejo amigo, fuese a su casa y se sentase en la oscuridad para escuchar los ladridos nocturnos del animal. El dueño no volvió a cruzar palabra con mi madre desde entonces, y de hecho se trasladó a otra ciudad sin que la mutua tirria disminuyese un ápice.
Me pregunté cuál sería el objeto de la disputa de Jane con Carey. No veía la relación de aquello con mi problema más inmediato, la calavera; lo que estaba claro era que no se trataba de la calavera de Carey Osland o de Torrance Rideout. No me imaginaba a Jane matando al inquilino de los Rideout, cualquiera que fuese su nombre, pero al menos tenía otro candidato a propietario de la calavera.
De vuelta en mi casa (no dejaba de practicar llamándola «mi casa»), empecé a buscar los papeles de Jane. Todo el mundo tiene un lugar donde guardar los cheques anulados, antiguos recibos, papeles del coche e impresos fiscales. Los encontré en el dormitorio de los invitados, clasificados por años en unas cajas de cartón con motivos florales. Jane lo guardaba todo desde hacía siete años, según pude ver. Suspiré, lancé un juramento y abrí la primera caja.