XII. Qurtuba

Desde el alminar de la mezquita mayor, la llamada a la oración del mu’addin recorrió la adormecida ciudad, y alcanzó el palacio califal, escalando altas murallas y deslizándose por los suelos de mármoles jaspeados. Suavemente, entre los arcos encabalgados del salón de audiencias hasta las íntimas cámaras del haram de las mujeres, el lamento del almuédano resonó por la galería cubierta que abrazaba el jardín, donde los naranjos se peleaban con los jazmines por perfumar el atardecer. En el centro, una fuente gorgoteaba apacible, y su frescor combatía el bochorno de la tarde. En una jaula de cobre primorosamente decorada con piedras de amatista, descansaba una hermosa ave blanca, quieta y silenciosa.

Al otro lado de la celosía, cuyos arabescos imitaban el follaje de la hiedra, dos personas estaban jugando al ajedrez. Reclinados en suaves cojines de sedas verdes, rojas y azules, con borlas de oro y de plata, contemplaban con intensidad las delicadas piezas de cristal negro y blanco que ocupaban el tablero, como si pudieran moverlas con la mirada. Hazim trazó una diagonal con el alfil, amenazando el rey blanco de Aalis. La joven desbarató el torpe intento de jaque avanzando un peón.

—No sé cómo puedes estar tan tranquila —dijo Hazim mientras meditaba cómo atravesar la barrera infranqueable de peones con la que Aalis había defendido su rey.

—Este juego es el único espacio donde todavía soy libre —respondió Aalis—. Cada vez que muevo un caballo me imagino que Auxerre viene a rescatarnos.

—Aunque no se está tan mal aquí, en comparación con el viaje —dijo el árabe. Llevó una mano a su alfil pero cambió de opinión antes de moverlo. Se frotó el hombro, dolorido por la herida que aún cicatrizaba—. El lecho es cómodo, nos alimentan bien y tenemos tiempo para jugar al ajedrez. —Hizo retroceder el alfil.

—Estamos presos, Hazim —le espetó Aalis—. En una jaula dorada, pero presos al fin y al cabo, y tu rey —añadió avanzando su reina— está muerto. Jaque mate.

Se levantó y se acercó hasta la reja desde la que llegaba el dulce manar de la fuente del jardín. Puso sus manos en los hierros enlazados, como si ese mero hecho pudiera derribarlos. Al otro lado, el sol lucía más dorado y más brillante. Aún frente al tablero, Hazim preguntó:

—Entonces, ¿por qué no intentamos escapar? Nací en esta ciudad, y creo que podría encontrar un buen escondrijo donde ocultarnos, si logramos huir de aquí.

Aalis se giró y miró a las dos figuras erguidas, inmóviles como si fueran estatuas de ébano, de los guardias del califa que protegían las puertas de la cámara. Aun si pudieran superarlos y avanzar por los amplios pasillos de palacio sin ser descubiertos, jamás podrían cruzar las pesadas puertas que custodiaban el recinto del Al-Qasr, el palacio de Abu Ya’qub Yusuf, y aspirar el aire libre de las calles de Córdoba. Quizá Hazim, si lograra ganar la calle y estuviera solo, podría mezclarse con la muchedumbre, pero una cristiana como ella terminaría de nuevo presa antes de que pudiera doblar la esquina. Dijo, sin volverse:

—Casi te cortan un brazo cuando tratamos de huir la última vez. Y ahora, entre estas murallas, ¿qué piensas hacer? ¿Irte volando? Porque no se me ocurre ninguna otra forma de salir de aquí. Al menos, no los dos solos —añadió.