VII. El veneciano

El abad estaba de mal humor. La lluvia de la mañana había despertado agudos pálpitos en su pierna, el recuerdo que le había dejado una cimitarra enemiga en Tierra Santa. No podía hacer nada, lo sabía por experiencia; forzoso era rechinar los dientes y aguantar, y a ser posible sin la ayuda de vino ni licor. Su mente debía estar clara y su aliento despejado para tratar con reyes y obispos. Estaba sentado frente a una barrica de medio codo de altura, llena de agua humeante, y al lado un brasero con carbón con una espátula de hierro. Procedió a sumergir media pierna en la barrica, dejó que la piel se acostumbrara al calor y luego vertió un puñado de carbón en el agua. Apretó los dientes y dejó que la cura hiciera efecto. La puerta de su celda se abrió.

—¿Se puede saber dónde te habías metido? —preguntó el abad.

—Mi querido Hughes, los años no os hacen más sabio, al contrario de lo que establecen los cánones bíblicos, sino más agrio y severo —contestó L’Archevêque, despojándose de la capa de lana verde, aún húmeda.

—A buen seguro que me ayudaría verme libre de esta endemoniada misión, y poder regresar a mi querido monasterio. —El abad suspiró mientras su mente vagaba por las frescas praderas y las colinas que envolvían Montfroid, a tantas leguas de distancia que parecía otro mundo. El otro soltó una carcajada y dijo:

—¡Vamos, abad! Si os halláis en este brete es porque aún corre por vuestras venas esa sangre hirviente que degollaba sarracenos no hace tanto. ¡Confesadlo! De no ser así, no sólo al papa Alejandro, sino al mismísimo Jesucristo le hubierais dicho que se buscase otro.

—Eres un blasfemo. Pero al menos en el combate, el enemigo está claro y cabalga de frente —dijo Hughes—. En los tiempos que corren, la muerte vuela y los asesinos no tienen rostro. Me duelen huesos y carne, y cada amanecer me cuesta más creer que mis acciones tienen importancia, que mis palabras no se las llevan las olas para terminar hechas arena de algún mar. Fue un error aceptar la misión del papa. ¡Ni en cien mil años ni con la ayuda de todos los arcángeles de Dios podremos encontrar un rastro del que nada sabemos! —Se desesperó. El silencio de Louis le extrañó. No era precisamente un hombre parco en palabras. El abad levantó la vista y la amplia sonrisa que ostentaba su compañero de celda le irritó profundamente. Dijo—: Ignoro el motivo de tu alegría, a menos que hayas hecho una parada en la cocina y convencido a la despensera de que afloje las botas de vino y apague tu infinita sed. —Se acercó para olerle la boca, y se apartó al instante—. Lo dicho. Tu lengua pronto criará viñedos, pues no dejas de regarla con abundantes uvas.

—Me ofendéis con vuestras acusaciones. Digamos que sin tener que recurrir a la gloria divina de sus arcángeles, he visto la luz, de Dios o del Diablo. —Hughes frunció el entrecejo y el otro prosiguió, divertido—: Mientras vos esperabais a que os trajeran en bandeja a los sirvientes de D’Arcs, yo he husmeado las suelas de los queridos monjes del scriptorium del obispo, he levantado sus faldones y he…

—¡Basta! ¿Me dirás de una vez qué has descubierto? —interrumpió el abad, impaciente.

—Maravillas y prodigios, como le dijo el corsario a su mujer, y éste es el primero, y le muestra un grano de sal y dice: esto es oro blanco, y lo echa en el guiso. Es decir, nada importante o quizá la clave de nuestro aprieto. —Al ver que el abad seguía guardando silencio, descontento, Louis dijo, inclinándose hacia delante como un juglar frente a su señor—: Esperad, esperad y oídme. Como os digo, eché un vistazo por el palacio, y en un pasillo vi a Hazim, nuestro viejo compañero de aventuras en Champaña, jugando y riendo con el muchacho que ayer Alfonso mandó con el escribiente. Pelegrín de Castillazuelo, le llaman. Mi primer gesto fue abalanzarme sobre el muchacho y abrazarle, claro está, pero de repente se me ocurre que es mucha casualidad, y que quizá el criado moro que viene en nombre de D’Arcs no es otro que Hazim, y que me conviene seguirlo para deshacer el embrollo. Al cabo, Hazim se despide del cristiano y sale a la calle. Va solo, se detiene, mira a lado y lado, busca y no encuentra. De repente le veo encogerse, quieto y temblando. Está ocultándose, y también veo de quién. Un mercenario de seis pies de altura, fuerte como un toro y armado hasta los dientes con hoja sarracena. El extraño se aleja, no pasan ni dos campanadas y Hazim sale disparado como un gamo. Le sigo hasta una casa. Me meto en la taberna más cercana, pongo unos sueldos a disposición de la parroquia, y con el gaznate ya remojado, me cuentan mis nuevos amigos que allí vive un tratante de esclavos llamado D’Arcs. ¿No es poca o mucha casualidad?

—Quizá Hazim es criado de ese D’Arcs, después de todo —objetó el abad—. Nada sabemos de su vida después de que se fuera con Aalis y Auxerre. Tal vez se separaran, y ahora viva en Barcelona. Pero me preocupa lo que decís del sarraceno —añadió, pensativo.

—Y añadámosle otro grano al montón, desconfiada esposa, sigue diciendo el marinero. ¿O es que olvidáis que el canónigo señaló mi capa como hermana de otra que luce los mismos bordados árabes en sus pliegues? No me cabe duda de que es Auxerre el que venía con Hazim a por las cuentas de D’Arcs, y D’Arcs es el tratante que aloja al moro. ¿Queréis más indicios? De las dos muchachas que venían con ellos, una es cristiana y dudo que el capitán se haya separado de Aalis. La otra es mora, ¡vuestra Fátima! Ahí les tenemos, ¡a los tres! ¿Qué les ha traído a Barcelona? ¿Qué hacían en el obispado, y qué relación tienen con ese D’Arcs?

El abad arrojó más carbón a la barrica, y una columna de vapor se elevó entre ambos.

—Así que crees que Fátima puede estar en Barcelona.

—Y eso que aún falta sal, esposa mía, insiste el hombre de mar, y vuelca la mitad de media onza de sal en la olla. Pruébala ahora, le dice, y así lo hace, y ella contesta: ¡en verdad que es una maravilla ese oro blanco! En la taberna donde me senté a reposar —carraspeó discretamente— sólo hablaban de una cosa: del milagro de la plaza Sant Jaume, donde una Doncella Negra había invocado la mismísima furia de Dios contra un castigo injusto que dos moras estaban recibiendo, acusadas del asesinato de su amo. —El abad aguzó los oídos, interesado—. Pregunto el porqué del nombre, y me dicen que la santa es de piel oscura, y que por poco no la suben a rastras hasta Montserrat, de puro fervor. Pregunto dónde está la hacedora del prodigio: se la llevaron en volandas un caballero envuelto en una capa negra y una joven, blanca y de cabellos morenos. Claro que, para la cuarta ronda de vino, él era un gigante de doce pies que había desaparecido tragándoselo la tierra, y la otra era la hermana hechicera de la Doncella Negra. —Se dio una palmada en la rodilla, complacido.

—Los que huyeron con esa joven son Auxerre y Aalis, según tú —dijo el abad, pensativo.

—Y la Doncella Negra estaba con ellos en el palacio. Nosotros andamos buscando una mora y hechos extraños y portentos que intimidan al mismísimo papa. ¿No os parece que vale la pena averiguar qué hace una santa musulmana paseándose por Barcelona y acompañada de nuestros viejos amigos? Después de todo, se impone una visita de cortesía…

El abad de Montfroid sacó la pierna de la barrica y tomó un paño de algodón para envolverla. Ya fuera la cura o las noticias que acababa de escuchar, su ánimo volvía a ser el de antes. Despedían sus ojos azules el fulgor de cuando su ágil mente calculaba la mejor jugada para hacerse con la victoria. En el desierto, se trataba de adivinar cuál era el eslabón más débil de la cadena humana que avanzaba contra él y sus soldados. Con vista de águila, localizaba al guerrero más escuálido, el que la noche anterior no había sabido fortalecerse con carne ni legumbres, aquél cuyo brazo temblaba más al sostener las pesadas cimitarras o las lanzas afiladas. Y le acometía con la ferocidad del que se sabe vencedor de antemano. Era cierto, al abad no le gustaba perder y por eso el papa había confiado en él, pues no hay soldado más implacable que el que lucha por su propia gloria. Se turbó Hughes al reconocer en su alma la llama del orgullo aún viva, después de tantos años. Apartó los pensamientos que le distraían de su objetivo y dijo:

—Louis, creo que tienes toda la razón.

—Todo el secreto está en la sal, querido abad —replicó L’Archevêque, guiñando el ojo.

La Francesca era una coca de casco redondo y manga generosa. Contaba con unos veinte codos de eslora y dos palos, y estaba fondeada en el puerto, sin amarre pero al abrigo de la tormenta que caía. Con la puesta de sol, oscurecido el mar de vino y la arena de la playa dorada trocándose parduzca a causa de la lluvia, y el cielo iluminado por truenos, las dos balsas en las que se repartían Auxerre, Aalis, Fátima y Hazim salieron impulsadas por cuatro esclavos de Pere que manejaban los remos, cinchados con bronce, con pericia y aplicación. Bogaban veloces, a pesar de la marejada, y a medida que el sol desaparecía en el horizonte, dejaron de verse los brazos y los torsos concentrados en la labor de remar, y sólo se oía el esfuerzo y el sudor de cada remo hincándose en el agua y el sonido del agua cayendo del cielo. Pronto llegaron cerca de la boya de madera pintada de rojo que marcaba el emplazamiento del ancla del barco. De repente apareció una fantasmal masa negra, que crujía y respiraba como si estuviera dotada de vida. Una trenza de cáñamo emergía de la espuma; en su extremo estaba una de las dos anclas que mantenían la nave en su sitio. Los ojos de Aalis se acostumbraron a la negrura y empezó a distinguir el perfil de la nave. Las planchas de madera relucían, recubiertas de resina, y algas verdinegras se mecían con el agua que lamía la quilla. En la popa, una mano hábil había pintado la efigie de una doncella alada, y el pigmento azul que teñía sus alas y sus cabellos había resistido el desgaste de los elementos con notable entereza. Los dos mástiles de la nave parecían llegar hasta el cielo, tan altos eran, y sus velas cuadradas eran rojas y estaban remendadas de lado a lado. Se fueron acercando a la proa, rodeando el barco. En el espolón, tallado en madera, un monstruo marino de dos cabezas se erguía con fauces y colmillos abiertos, y empuñaba un rayo. Tenía los ojos fieros y pintados de rojo, y el cuerpo de serpiente. Aalis jamás había visto un ser tan terrorífico: ni siquiera las gárgolas de la catedral de Chartres. En el vaivén de la mar, implacable e imposible de dominar, hasta cabía imaginar que la prodigiosa bestia pudiera desprenderse de su matriz de madera y sumergirse en las aguas, donde a buen seguro había de reinar. Se oyó un chapoteo. Aalis se estremeció. Uno de los hombres había hecho cabeza con el ancla de la balsa. Mientras, el otro trepó como un mono por la cadena de hierro del ancla mayor, cuyo extremo estaba trincado en el fraile de la proa del barco. Desde allí, soltó una escalera de cuerda desde la cubierta, por la que subieron todos. Hazim y las dos jóvenes se balancearon con la torpeza propia de los que jamás han pisado otra cosa que tierra. Auxerre se deslizó por los cabos con agilidad. Luego, los esclavos dejaron la primera balsa amarrada al barco y, sin una palabra, con la otra se alejaron tan velozmente como habían llegado. Quedaron de pie en la cubierta las cuatro figuras, que se recortaban contra el horizonte y permanecieron quietas, como la marina criatura del espolón de la nave.

Simone removió el potaje que hervía en la olla con la cuchara de madera que Ximena le había dado. La vieja criada le había encomendado la cena al comprobar que la monja sabía de pucheros y de guisos, y se había acurrucado en un rincón para echar una cabezada; roncaba como una tropa de soldados ebrios, más aún que el propio Pere, que había bajado a por más vino y terminó durmiendo la mona frente al fuego. Pero ni los ronquidos de Ximena, ni la calidez de las llamas del hogar, ni el reconfortante olor del cordero con patatas lograba borrar la expresión preocupada del rostro de la buena ama. Cuando Fátima había llegado, muda como una estatua, había aceptado todos los cuidados que le prodigó como si estuviera a muchas leguas de distancia, sin protestar ni moverse. Al principio los demás se habían resistido a contarle lo sucedido, pero Simone no estaba acostumbrada a las negativas; desde las hermanas cocineras hasta la mismísima madre Ermengarde, allá en Rocamadour, temían a la tozuda monja. También la querían, porque conocían su corazón sincero con la misma seguridad con la que temían su lengua vivaz. Así, finalmente el capitán y la joven hija de dame Françoise habían repetido palabra por palabra, mientras Hazim callaba y escuchaba como un pájaro hipnotizado, los avatares de la mañana. Simone se había santiguado varias veces, pero a diferencia de los legendarios milagros de Rocamadour, no sintió paz en su espíritu al escuchar esta historia. Auxerre había explicado los hechos desapasionadamente, observando un punto fijo en el suelo y sin mirar a nadie. La joven Sainte-Noire tampoco abría la boca. La angustia se pegó a la garganta del ama y no la soltó, ni cuando los demás abandonaron la casa para ir a refugiarse al barco. Deslizó en el guiso un manojo de hojas de laurel, dos puerros y un nabo cortado en rodajas. Se quedó pensativa. Ojalá pudiera creer que Fátima era una oveja del Señor, tocada por su luz. Pero no podía olvidar los ojos verdes de la mora, fieros y tranquilos como los de una pantera, mientras la bañaba y la secaba aquella tarde. Durante todos los años que había cuidado de la joven, en Rocamadour, jamás había visto ese fuego quemar su alma. Había visto, sí, bondad y ternura, paciencia y sacrificio. Pero ahora era distinta, como si al descender de las montañas y dejar atrás los muros de piedra y de fe del monasterio, un espíritu cautivo se hubiera liberado. Simone no sabía si para bien o para mal, pero las tormentas jamás venían solas, y solían traer desgracias; la noche que dame Françoise había muerto, la lluvia caía implacable, y todos los demonios del infierno tronaron sobre Rocamadour.

Tocaron al aldabón de la puerta de entrada, y Ximena se desperezó y se levantó a abrir. Pere se frotó los ojos. Simone oyó un rumor de conversación apresurada. Luego la voz rascada de Ximena alzándose y más bisbiseos, súplicas, pasos apresurados. La monja sintió miedo, y pensó en los sarracenos despiadados que habían violado la santidad de Rocamadour. Estaba en una ciudad extraña, grande y llena de desconocidos: cualquiera podía llamar a la puerta y luego abrirse paso por la fuerza, y Auxerre no dejaba de repetir que los atacantes pronto les buscarían en la casa D’Arcs. La monja tuvo el corazón en un puño hasta que aparecieron los dos visitantes: un niño, rubio y espigado, y Ferrat, con un brazo protector sobre los hombros del muchacho.

—¡Por favor, ayudadme! ¿Está aquí el caballero Auxerre? —suplicó el mercader.

Pere d’Arcs se pasó la mano por las greñas, tratando de recuperarse. Le dolía la cabeza como si su padre hubiera descargado el martillo de Hércules sobre su mollera. Gruñó:

—¿Qué pasa? ¿Quién sois?

Ferrat barboteó, agotado:

—¡Por piedad! Me llamo Ferrat. Ha corrido la voz de que un genovés ha matado a un pisano en los muelles. Los amigos de éste le han linchado, echándole la cuerda al cuello y cortándole las manos. Una reyerta entre borrachos, y Dios sabe si fueran realmente de Génova y de Pisa los pobres desgraciados, pero ahora cualquiera con acento itálico, como yo, corre peligro de que lo pasen a cuchillo. Temo por mi vida, y por la de mi hijo. He venido en busca de Auxerre, pues aquí se dirigía cuando nos separamos, y es el único amigo que tengo en la ciudad. ¿Dónde está?

El de D’Arcs, aún malhumorado por el rudo despertar, hizo un gesto con la mano y dijo:

—Se ha ido. Tenía asuntos que atender.

—¿Ha dicho cuándo volvería? —preguntó Ferrat, ansioso.

—¡No soy su criado! No sé de sus idas y venidas —replicó Pere.

Simone intervino, con una mirada de reproche hacia D’Arcs:

—Seguramente vuelva, pero no sabemos cuándo.

El mercader hundió la cara en sus manos y exclamó:

—¡Estoy perdido! He recorrido tabernas, hostales y hasta de las sagreras me han echado; la ciudad anda revuelta y todos buscan refugio mientras no se apacigüen las hachas. ¡Dios mío, dios mío! ¿Qué voy a hacer? —Levantó la mirada, suplicante.

D’Arcs se encogió de hombros y el mercader empezó a sollozar en silencio. Pere le contempló con fastidio: era la segunda vez en menos de dos días que su casa se convertía en una posada. Al menos los primeros visitantes le habían ofrecido un dinero por las molestias, pero esto pasaba de la raya. Empezaba a cansarse. Además, seguía malhumorado: las palabras de su padre reprochándole su comportamiento le escocían tanto o más, ahora que habían pasado unas horas, que cuando Arnau se las arrojó a la cara con desprecio. Era igual, pensó tocándose la frente con la mano, que lo de su herida. El golpe había sido duro, pero aún era peor la sal del recuerdo. Abrió la boca para despedir a Ferrat, cuando de repente el niño se le acercó, estirando la mano hacia él y dijo:

—¿Te duele mucho?

Ya fuera a causa de la voz inocente, de su mirada clara y abierta o del cansancio, Pere sintió como si su pecho fuera de piedra, y le oprimiera la garganta impidiéndole respirar. ¿Habría sido así el hijo que Guillema iba a darle? Respondió, como pudo:

—No, no es gran cosa.

El niño no pareció darse por satisfecho.

—¿Cómo te lo has hecho? ¿Jugando?

Pere sintió que enrojecía, avergonzado. Dijo:

—Algo así.

Ferrat tomó a Philippe del brazo y le amonestó, cansado:

—Ven, hijo. No molestes al señor D’Arcs. Tenemos que irnos.

El niño asintió y volvió a los brazos de su padre, que estaba levantándose. Se dirigieron a la puerta. Pere los miró irse, contrito. Le dolía el corazón como si hubiera vuelto a perder a su hijo. Simone se plantó frente a Pere y lo miró acusadoramente. Antes de darse cuenta de lo que hacía, D’Arcs exclamó:

—¡Esperad!

«Ahora sólo nos queda esperar», pensó Auxerre. Echó la vista hacia atrás y en la oscuridad distinguió el semblante tranquilo de Fátima, los ojos negros de Hazim y, más allá, Aalis ocultándose tras uno de los barriles de vino que se alineaban en una de las paredes del patio de la alhóndiga de Santa María. Habían entrado sin dificultades, pues tocaba la medianoche y la mayoría de los mercaderes estaba descansando en sus alojamientos o divirtiéndose con las barraganas que solían rondar por puertos y almacenes. El intendente de la alhóndiga apenas había levantado las cejas al ver pasar a dos hombres abrazados a sendas mujeres, y los cuatro se habían deslizado con disimulo hacia un rincón desde el cual podían observar el patio central alrededor del cual se organizaban los edificios: en dirección a Roma, la capilla y el camposanto para aquellos que perdían su vida lejos de casa, y cuyas misas se financiaban gracias a las donaciones de cada nación. Más allá, los baños, que eran nuevos y aún rezumaban olor a cal y a piedra. Los flamantes muros, forrados de planchas de mármol blanco, lisas y pulidas, eran la envidia de la ciudad y los que habían viajado a las ricas y avanzadas ciudades musulmanas comparaban las instalaciones, las duchas, las cañerías de agua fría y caliente y los pozos de vapor con los mejores baños de Al-Andalus. Al lado del almacén de grano, cada mañana dos bueyes molían trigo incansables, acumulando la masa que al amanecer se cocería para elaborar el pan tierno que cada día se repartía entre los comerciantes y viajantes de paso en la alhóndiga. La mezcla de olores —agua, tierra, pan, cielo— era embriagadora, pero por encima de todos se imponía uno: el metal. Cobre, estaño, plata, oro, y todas sus aleaciones, efigies de reyes, de emperadores, de papas y de condes, figuras autoritarias y severas empuñando espadas o a caballo, ornadas con escudos y símbolos, reinas de blandas mejillas y cabellos suaves, piezas de formas oblongas o perfectamente esféricas, algunas bellamente labradas y otras toscas, con marcas de mordeduras, muescas, herrumbre y manchas de sangre seca. Las monedas tintineaban en las bolsas de los comerciantes, cambiaban de manos, de armadores a capitanes, permanecían cuidadosamente apiladas en las mesas de los cambistas, se repartían a ganancias por cabeza, los beneficios cuidadosamente fijados según el capital invertido. El dinero y su amargo perfume de metal invadían el aire de la alhóndiga, como si una nube de oro y hiel cubriese el cielo nocturno. «Debería haber venido solo», se dijo Auxerre, ceñudo. Dos mujeres y un muchacho no eran buena compañía para un encuentro a la luz de la luna, en una ciudad extraña y por cuyas calles desconocidas campaban los secuaces moros con los que había cruzado espadas en Rocamadour. Brilló el oro de un pendiente, y Enrico Dándolo dijo:

—Sois imprudente. Si alguien reconoce a Fátima…

El capitán se irguió, malhumorado. No le gustaba oír de labios del extraño lo que no había dejado de pensar durante toda la noche. Aalis intervino:

—No hay lugar más seguro que al lado de la espada de Auxerre.

—Quizá, pero la calle hervía esta tarde con la historia de la Doncella Negra. No pasaréis desapercibidos durante mucho tiempo si no sois precavidos —sentenció Dándolo.

—¿Cómo sabéis su nombre? —preguntó Auxerre.

Los tres se quedaron mirando a Enrico Dándolo, y éste se frotó el lóbulo, pensativo.

—Vayamos a la capilla. Os lo diré todo. Pero solamente a vosotros —dijo, señalando a Aalis y Auxerre.

El capitán asintió. Recorrieron todos el patio hasta la modesta puerta de madera en la que había fijada una cruz de bronce. Los goznes rechinaron como si le arrancaran la lengua a un gato, y las sombras engulleron a las tres figuras, que se acomodaron cerca del altar, mientras Hazim y Fátima esperaban en la entrada, cerca de la pila de agua bendita.

En la entrada, el intendente de la alhóndiga oyó un ruido. Apenas tuvo tiempo de levantar la vista y llevarse la mano al tajo que la cimitarra acababa de abrirle en el cuello, y del que empezó a manar abundante sangre, empapándole pecho y camisa. Se desplomó pesadamente hacia atrás, y con los ojos vidriosos alcanzó a ver, por última vez, la luna.

—Me llamo Enrico Dándolo —dijo el veneciano—. La historia que os he de contar empieza hace muchos años, cuando yo era joven, mis brazos eran fuertes y blandían armas en nombre de mi ciudad. Mi padre Vitale me enseñó a comerciar y también a luchar; aprendí que moneda y espada son dos caras de una misma batalla. Una noche me llamó a su cuarto y me pidió que viajara a Egipto. Me tomó por los hombros y me dijo que aquél sería el viaje más importante de toda mi vida. —El veneciano agachó la cabeza—. En verdad, fue el más extraño. Por de pronto, era la primera vez que pisaba suelo africano. Mis hermanos se habían ocupado siempre de las expediciones en tierra mora. Me sentí orgulloso; pensé que mi padre por fin me consideraba un adulto. Me abrazó y le prometí que no le decepcionaría; aún hoy recuerdo su mirada triste. Cuando llegué a Alejandría, comprendí la diferencia entre dioses y hombres. El nombre del fundador de la ciudad impregnaba cada rincón de poder y de ambición. Mármol en los edificios, tierra fina y buenos suelos pavimentados en las calles. En el puerto estaba el famoso faro, alto e inmenso como Hércules, que despedía una luz cegadora gracias a diez espejos de vidrio que coronaban su cima. Las vías de la ciudad eran anchas y espaciosas, cabían tres carros atravesados, y aquí y allá sonaban mil lenguas distintas: indios, germanos, rusos, toscanos, normandos, irlandeses, andaluces, genoveses… La mismísima torre de Babel había renacido en Alejandría. Deslumbrado por el sol egipcio, por el aire perfumado de lino y de cebada, boquiabierto vi pasar elefantes, jirafas y camellos. En plena calle se vendían serpientes largas como caballos y feroces leopardos, de colmillos amarillentos y aliento apestoso a carne podrida. El calor era asfixiante, y dulce como una fruta madura. Me dirigí al barrio judío, donde moraba el que había cerrado el trato con mi padre. Pregunté por Rambam, y salió a mi encuentro un hombre de barba cuidada e hirsuta, con un turbante en la cabeza. Tenía cejas estrechas y finas, y ojos sagaces. Me presenté: «Soy el hijo de Vítale Dándolo». Se mesó la barba. «Eres muy joven», se limitó a decir. Pero se hizo a un lado, me invitó a pasar y me sentó a su mesa. Comí, bebí y sólo entonces empezó a hablar: «No sé lo que te habrá contado tu padre. Me consta que es un hombre prudente y capaz, y por esa razón confiaré en su decisión. Si estás aquí, es porque así debe ser. En la otra habitación —dijo, moviendo la cabeza en esa dirección— hay algo que debes custodiar, no con tu vida, pues muerto de nada servirías, sino con tu valor y tu ingenio. Es esencial que mantengas la mente fría y el puño firme, y por lo que más quieras, no pierdas la cabeza». Asentí, extrañado. Habíamos comprado y vendido de todo: grano, madera, pieles, joyas, especias, vino, telas. En ocasiones llevábamos la mercancía envuelta entre bolas de tela apretadas para evitar que saltara el esmaltado de un relicario especialmente delicado, o atábamos las ánforas de vino con cuerdas del grosor de un pulgar para que no se volcaran. Y más de una vez habíamos oído el grito del vigía, avistando naves enemigas contra las que tuvimos que proteger nuestra carga a dentelladas. Comprendí que aquel hombre no hablaba de eso. Se levantó y abrió la puerta. Apareció una figura envuelta en sombras. Tardé en distinguir que era una niña. Llevaba el rostro y el cuerpo totalmente cubiertos, sólo se veía una estrecha franja de piel de color miel y dos ojos verdes como el agua del Nilo. Quizá fue la intensidad que despedía su mirada, las palabras graves y los gestos medidos de mi anfitrión, la penumbra del lugar o las llamadas de los imanes al rezo, que cruzaban el cielo de Alejandría como un llanto en busca de dueño. En cuanto la vi quise arrodillarme frente a ella y poner mis armas a sus pies. Sentí fuego en mis manos y fe en mi corazón. Hubiera matado, robado y asesinado si ella me lo hubiera pedido. El judío me observaba con preocupación, sin decir nada, esperando. Recordé a mi padre y el abrazo con el que me había despedido, y también el consejo que acababa de recibir. Cerré los ojos y vi el mar, tranquilo y frío, que rodea Venecia. Desde niño aprendí a imaginar el mar cada vez que quería aislarme de todo y conservar la calma. —Brilló una media sonrisa—. Hay que tener el pulso tranquilo para sobrevivir, incluso cuando se descarga una espada. Volví a abrir los ojos. Me dolía la cabeza como si alguien la hubiera golpeado. Miré al judío y miré a la niña. El primero se mesó la barba, como si estuviera aliviado. La pequeña no se había movido; no vi en ella nada más que una criatura inofensiva. Me froté los ojos y miré al judío, y éste asintió. Volvió a abrir la puerta y la niña desapareció. «Te has portado bien. Tu padre sabe lo que se hace». Hizo una pausa y preguntó: «¿Qué sabes de Fátima?». Era la primera vez que oía ese nombre. Negué con la cabeza. «Fue una de las cuatro hijas de Mahoma, el profeta de Alá. Se dice que los califas que ahora gobiernan Egipto descienden de ella y de su sangre pura. Otros lo niegan, y las familias se rompen entre primos, hijos, padres y hermanos porque unos siguen a los de Fátima y otros la rechazan». Agitó la cabeza, entristecido. «Tuve que huir de Al-Andalus cuando los almohades se hicieron fuertes en Córdoba, a pesar de haber nacido allí y de que mi padre era un rabino respetado y querido. Aprendí que la Torah no contiene toda la verdad cuando me convertí en un refugiado, y tuve que volver a construir una vida para mí y para mi familia aquí en Egipto. Las disputas de los hombres riegan con sangre los campos y cosechan tempestades, y se avecina una que arrasará las tierras del Nilo y acabará con la vida pacífica que hemos llevado. Desde Damasco se acercan Nur-al-Din y su sobrino Saladino, y caerán sobre Alejandría y sus tesoros como aves de rapiña. Pasarán a cuchillo a todos los que se atrevan a alzar la voz en contra. Y esta niña será la primera en morir». «¿Por qué? ¿Quién es?», pregunté yo. «Será una santa o un demonio», repuso el judío Rambam, contemplando la puerta cerrada. «Suya es la morada de la guerra».

Enrico alzó la cabeza. El silencio era absoluto; las almas de la alhóndiga dormían. La luna se deslizaba por cuatro estrechas aberturas practicadas en la piedra, entre los arcos y las vigas de la pequeña capilla. Continuó.

—Partimos a la mañana siguiente. Rambam me entregó varias libras de pescado en salazón y cinco fanegas de vino, y fingimos una transacción normal. A la niña la vestí de muchacho, la embadurné de barro y le prohibí levantar los ojos. No entendía mis palabras; Dios sabe qué debió de pensar. Pero me obedeció. Supo darse cuenta de que yo era su única posibilidad de salir viva de Egipto.

—¿Qué paso cuando llegasteis a Venecia? —preguntó Aalis.

—No la llevé allí. ¿Creéis que si cruzaba el umbral de la casa de mi padre con la niña de la mano iba a pasar desapercibido? —Replicó Enrico—. Venecia, hoy y hace diez años, no es lugar para secretos. En aquel entonces, inedia ciudad espiaba para el papa y la otra media para el emperador Federico. No, mi padre me había dado otras instrucciones. Me dirigí a Tarragona. Allí me ocupé de buscar a un viejo amigo, un hombre con el que había hecho negocios, y para que me dejara usar su nombre sin hacerme preguntas.

—Arnau d’Arcs —dijo Auxerre.

El veneciano asintió:

—Le dije que la niña era la hija de una cristiana que había terminado deshonrada entre moros, y que la familia quería protegerla. Arnau d’Arcs se avino sin dudarlo, y utilizando su nombre viajé varias veces a Rocamadour. La primera, para llevar a la niña hasta la cima de la montaña y dejarla al cuidado de la madre Ermengarde. Otras veces volví para asegurarme de que se cumplía el trato, y la niña recibía una buena educación cristiana, que la alejase de sus raíces. Fui mandando dinero a Rocamadour para asegurar la manutención y la educación de la niña en la fe cristiana. La última vez, incluso conocí a dame Françoise. —Callaron todos. La noche escuchaba. Enrico siguió diciendo—: Me habló de su hija Aalis y de cuánto la echaba de menos. Quería dejarle algo que la ayudara a recordarla. También yo necesitaba dejar bienes a nombre de Fátima, por si algo me sucedía a mí, o en caso de que tuviéramos que huir rápidamente de Barcelona, sin dar explicaciones. Un barco era la mejor solución. Convencí a dame Françoise de que lo compráramos juntos. ¿Qué mal había en ello? Si todo hubiera ido bien, Fátima se habría convertido en una monja y habría llevado una vida de paz en el monasterio. Pero hace unas semanas, me llegaron nuevas que me hicieron temer lo peor. Fátima había sido descubierta por la gente de quien yo la había ocultado desde su infancia. En el mismo corazón de Rocamadour, se habían atrevido a atacarnos. Todo había fracasado, y una inocente había muerto. Dame Françoise.

—¡Mi madre está muerta! —dijo Aalis, temblando de rabia. Repitió—: Mi madre está muerta.

—Lo siento —dijo Enrico—. Jamás tuve la intención de causarle daño.

—Entonces, decidnos cuál fue vuestro objetivo. ¿Por qué corría Fátima peligro en Alejandría? ¿Quién es? ¿Decís que es una descendiente de Alá? ¡Patrañas! —preguntó Auxerre, irritado—. Solamente nos habéis contado una parte de la verdad.

—Lo que está en mi mano revelaros aquí y ahora —dijo Enrico.

—Os diré lo que creo: ni siquiera vos lo sabéis —respondió Aalis desafiante.

—Viajé con ella durante dos meses, desde Alejandría hasta Barcelona. —Enrico se giró con impaciencia hacia la joven—. ¿Que no sé quién es? Para mi desgracia, lo sé bien. Vi cómo la mitad de nuestra tripulación se peleaba por traerle la escudilla de comida hasta la puerta, día y noche. Dos de los hombres se enzarzaron en una pelea tan cruenta que uno perdió un ojo, y el otro casi la vida. Cuando llegamos a Tarragona, contraté un ama para que no saliera a la calle sola, pero al cabo de cuatro días comprendí que había cometido otro error: cuando le dije que partiríamos sin ella, empezó a llorar desconsoladamente. Los mozos que cuidaban de los caballos de carga no la dejaban ni a sol ni a sombra. Durante los preparativos del viaje a Rocamadour, se me ocurrió que sería bueno para ella asistir a la misa diaria, y acostumbrarse un poco a nuestra fe. Al tercer día dos canónigos me preguntaron por ella y se ofrecieron a enseñarle las lecciones de la Biblia. —Enrico se mesó los cabellos, como si volviera a revivir la zozobra que narraba—. Era un infierno; allí donde nos dirigíamos, la niña despertaba una mezcla infernal de curiosidad, interés y necesidad entre las gentes. No bien la conocían, querían tenerla cerca, seguirla, saber de ella. Yo trataba de pasar desapercibido, pero era como pasearme con una antorcha en una cueva. Fátima no movía un dedo, y sin embargo irradiaba un poder inmenso, que estaba más allá de mi comprensión, y eso era lo que asustaba al judío Rambam. Por eso decidimos que la única forma de protegernos era llevarla a las puertas de Dios y ponerla en manos de las santas de Rocamadour. Y luego, rezar.

—De nada os ha servido pedirle ayuda a Dios —dijo Aalis con amargura.

—No nos queda otro remedio. Los hombres no suelen responder en su lugar —dijo Enrico.

—Seguís sin decirnos quién es Fátima —intervino Auxerre.

Un rumor de pasos les interrumpió. Desde la oscuridad, una voz heló la sangre de Aalis:

—Bien dicho, amigo. Diles por qué se han jugado la vida, y por qué la van a perder.

Bloqueando la salida de la capilla, cuatro hombres armados y envueltos en oscuras capas sostenían sendas cimitarras. Otros dos se habían adelantado con espadas cristianas, y el que acababa de hablar llevaba el rostro descubierto. La misma mirada fría, la barba hirsuta y el rostro cruzado por una terrible cicatriz: el cabecilla del grupo que había asaltado Rocamadour se erguía frente a Aalis, Auxerre y Enrico. Sin tiempo de pensar, la joven estiró el brazo lentamente hacia la cimitarra que llevaba, prendida en su cintura, bajo el vestido. Se detuvo cuando vio que los mercenarios se habían hecho con Fátima y Hazim. Amordazados e inconscientes, debían de haberlos apresado antes de interrumpirles. El capitán sarraceno observó la dirección de la mirada de Aalis y la obsequió con una sonrisa lobuna. A una señal suya, dos de los soldados arrastraron los cuerpos fuera. El jefe dijo:

—Salid por vuestro propio pie, o moriréis frente a este altar.

Auxerre se adelantó y se interpuso entre Aalis y el sarraceno. El capitán no despegó los labios mientras salía de la capilla, seguido de Aalis y cerrando la fila el veneciano. En el patio de la alhóndiga, la luna seguía brillante y desvergonzada, arrojando su luz de plata sobre la escena. En un semicírculo perfecto, los seis hombres se apostaron impidiendo la huida de sus prisioneros. Aalis vio que a Fátima y Hazim los habían arrojado, atravesados como sacos de patata, sobre dos caballos. Su corazón empezó a latir más rápido. Los asesinos de su madre iban a llevarse a Fátima, y Dios sabe qué harían con Hazim; dame Françoise habría muerto para nada. Auxerre notó que Aalis daba un paso hacia delante, casi imperceptible; pero el jefe sarraceno lo vio y la miró con curiosidad y hasta complacencia. Auxerre la miró, y negó con la cabeza; la joven sólo sintió el frío contacto de la empuñadura de la cimitarra contra la palma de su mano y la lengua de hiel que había manchado su boca desde el día en que perdió a su madre. Con un rugido se abalanzó contra el cabeza de la cuadrilla, manteniendo la hoja oculta y en mano baja. El otro la estudió divertido, y alzó ambas manos para contenerla. En cuanto tuvo los flancos descubiertos, por entre la abertura lateral de su loriga, Aalis trató de hundirle el acero de la cimitarra en el costado, pero la hoja resbaló contra las anillas de metal. Aun así logró herirle, pues el jefe soltó un aullido, de sorpresa y de dolor. La derribó al suelo de una puñada.

—¡Demonio! No me esperaba esto —dijo sordamente.

Se palpó la herida y, arrancando un retal de su camisa, se vendó con la rapidez de un viejo soldado. Mientras, Auxerre se había acercado para examinar a Aalis, que había caído al suelo. La chica tenía un hilillo de sangre en el labio, allí donde el sarraceno la había golpeado. El capitán se volvió hacia el otro y en dos zancadas estuvieron a un palmo. El sarraceno dijo, con voz tranquila:

—No suelo pegar a las mujeres, excepto si me clavan un hierro entre costilla y costilla.

El capitán se quedó quieto frente a él durante un buen rato. Los ojos oscuros del cabecilla le sostuvieron la mirada. Auxerre frunció el ceño, intranquilo. Experimentó una extraña sensación de familiaridad, como si tuviera algo en común con aquel hombre. Apartó la idea con repugnancia. Al fin, el capitán respondió:

—Ella no es una mujer cualquiera.

El sarraceno miró a la joven, tendida en el suelo. Dijo, clavando sus ojos en Auxerre:

—Por eso me la llevaré.

—Entonces, os perseguiré hasta recuperarla.

Ambos desenvainaron las espadas al mismo tiempo, y se desató el infierno. Auxerre emprendía su segundo duelo con el guerrero de Alá. Cuando descargó el tercer golpe, vio con el rabillo del ojo que los otros cuatro hombres caían sobre Enrico como una lluvia de piedras sin piedad, y que el veneciano se hundía bajo brazos y piernas, patadas y puñetazos. Desesperado, el capitán siguió asestando golpe tras golpe, plana la espada, afilada la hoja, ora de frente, ora de lado.

—¡Peleáis como un león! —exclamó el sarraceno, rugiendo mientras volvía a detener una estocada. La herida que Aalis le había infligido debía de dolerle pero aún se movía veloz y alerta—. Pero yo soy el águila, ¡Al-Nasr! ¡Os arrancaré los ojos y me los comeré!

Auxerre no desperdició su aliento y arremetió contra el otro, clavándole la punta de la espada en el antebrazo. El sarraceno gimió de dolor, pero cambió de mano la cimitarra y siguió parando golpes. Los otros soldados moros se acercaban a los del duelo como lobos de una manada rodeando la presa. Aunque el sarraceno les hizo señas de no intervenir, uno de ellos sacó una maza y la soltó contra las rodillas de Auxerre. El capitán aguantó el embate, pero casi perdió el equilibrio. El sarraceno ladró, airado, y sus hombres se retiraron hacia atrás. Varios subieron en sus monturas, y uno de ellos tomó las riendas de los caballos que transportaban a Fátima y Hazim. Un tercero arrastraba a Aalis por los tobillos mientras ella seguía inconsciente. Auxerre levantó su hoja por enésima vez. La luna seguía iluminando con su fiebre blanca la noche de sangre. De repente, otra voz resonó por el patio:

—He aquí una fiesta que necesita más invitados. ¿No es así, compaign? —Auxerre giró la cabeza, incrédulo. En ese momento, un golpe por la espalda le hizo perder el mundo de vista.