—¿Ni siquiera en las de Dios? —preguntó Hughes, severo.

—¡Sabéis bien que no fue Dios el que dispuso su matrimonio! Denigráis a vuestro amo si lo tacháis de casamentero —explotó Auxerre—. Una vez escuché vuestros razonamientos y acaté la voluntad de su padre, y le he sido leal hasta la extenuación, hasta olvidar que también debía respetar a la hija. No hice bien al no escuchar sus súplicas, y no volveré a cometer el mismo error.

—Está bien, capitán —dijo el abad. Su voz denotaba una resignada comprensión, y no parecía molesto por la diatriba de Auxerre—. Era consciente de lo que os pedía, y habéis cumplido con creces. No esperaba menos, ni tengo derecho a exigiros más —terminó con un elocuente silencio, que el propio capitán se encargó de completar.

—Y, sin embargo, así lo haréis.

—Conocéis demasiado bien a este pobre anciano. —El abad abrió las manos, como si mostrando las palmas también quedara expuesta la pureza de sus intenciones—. Escuchadme y juzgad si lo que os propongo es justo o no.

Auxerre inclinó la cabeza, expectante. Hughes de Marcy, en lugar de lanzar un nuevo discurso, empezó preguntando:

—¿Estáis de acuerdo conmigo en que el regreso de Aalis es primordial para la continuidad de la estirpe Sainte-Noire y la paz de la región?

—No necesariamente —objetó Auxerre—. Dame Jeanne podría tomar nuevo marido. La nueva pareja gobernaría el castillo y garantizaría la estabilidad que tanto os preocupa.

—Bajo la amenaza constante de todos los pretendientes de sexto, quinto y cuarto grado de parentesco que quisieran enfrentarse a los derechos de una viuda cuyo origen está lejos de ser noble —replicó el abad—. Por no mencionar a los de Souillers.

—Quizá podría casarse con algún barón fuerte y provisto de dinero, que pudiera resistir esas presiones —aventuró el capitán. Y añadió, con acidez—: O incluso tomar a un Souillers como esposo.

—Tal vez —dijo Hughes—. Pero convendréis conmigo en que, si Aalis volviera a sus tierras, nadie discutiría su derecho de rango y de sangre.

—Es obvio que así es —concedió Auxerre, de mala gana.

—Bien. En estos momentos, es necesario un dueño incontestable en Sainte-Noire, una mano que pueda decantar la balanza de la guerra a favor de unos u otros, o simplemente cerrarle el paso y ponerle fin. Pero no pienso hablaros de paz. Es tarde ya para eso. —Hughes se acercó a Auxerre, y el soldado de Ultramar reemplazó al abad. Su voz se intensificó como si llegara impulsada por los cálidos y despiadados vientos del desierto—: Poco importa el matrimonio de una joven, ni la estabilidad ni la tregua de Dios ni las ambiciones de los grandes. Os hablaré con las armas de la realidad, de desgracias tangibles y evitables. El castillo y los campos de Sainte-Noire están en juego, y allí quizá terminará librándose la batalla entre dos reyes. La herencia de Aalis saldría maltrecha de una guerra prolongada en ese territorio. Pensad en los ejércitos cayendo como langostas en los graneros, los saqueos sistemáticos de pueblos y mercados, los reclutamientos obligatorios que sangrarán a jóvenes y mayores, dejando a las mujeres solas para resistir, y recibir, al resto de las tropas que se derramen por la provincia como una putrefacción que todo lo consuma. ¿Es eso lo que jurasteis proteger para la descendiente de Philippe? —Y añadió, con intención—: Es una ironía, pues al huir y renegar de su herencia, Aalis pone en peligro su única carta de libertad: sus tierras.

—También se podría decir que estas tierras son en realidad las cadenas que la mantienen prisionera —replicó Auxerre—. Que desea alejarse de su legado porque le pesa como una losa al cuello.

—Sois un guerrero. ¿Me estáis diciendo que es preferible huir que luchar? —preguntó Hughes.

—¡Aalis no es un soldado! —exclamó el capitán.

—Todos somos soldados, en estos tiempos —dijo el abad con un hilo de voz, como si la discusión lo hubiera agotado súbitamente.

Un denso silencio los envolvió cuando las palabras del abad terminaron de resonar entre las paredes de la celda. Por el único hueco de la estancia empezaron a llegar los ruidos de la ciudad despertándose. Los crujidos, las carcajadas groseras y las llamadas de los comerciantes ambulantes en busca de clientes tejían un tapiz contra el que se recortaban las figuras de los tres presentes. Al cabo de un rato, Auxerre dijo, pensativo:

—No puedo prometeros nada. Pero no os ocultaré que mi intención será solamente asegurarme de su bienestar, allí donde esté. —La frase suscitó un amago de exclamación en el abad, y el capitán se apresuró a añadir con firmeza—: Haré lo posible por transmitirle vuestros consejos, eso es todo. Si no desea volver, nada haré por convencerla.

—Está bien —aceptó Hughes. Los años le habían enseñado a percibir cuándo una decisión era definitiva, y a no obstinarse en contra de lo irremediable, al menos por un tiempo prudencial—. ¿Necesitáis algo de mí? ¿Dinero, caballos?

—No —respondió Auxerre—. Contamos con suficientes reservas, y nuestras monturas están saciadas y nos esperan en la posada. Rodearemos las murallas durante el día de hoy en busca de Aalis, o de alguien que pudiera verla partir. Después, no sé en qué dirección iremos.

—Entonces, sólo me queda desearos que Dios bendiga vuestro camino. —Hughes de Marcy extendió su mano. El capitán y Louis la estrecharon por turnos y, cruzando la celda, desaparecieron en la nave de la catedral.

 

 

Gauthier estaba de pie, temblando. Tragó saliva, mientras una criada remojaba con agua fría la frente arrugada y el cuello del viejo, que permanecía postrado en la cama. Aun a pesar de que el patriarca estaba impedido, y que su voz no era más que un estertor, su cara seguía siendo una máscara de odio, rematada por el fulgor de una alma negra que se sabe a dos pasos de la condenación eterna. Richer de Souillers se aferraba a la vida, no porque amara la fruta fresca de una primavera fértil, o el recuerdo de la carne de las mujeres que había forzado a lo largo de su vida impía, sino porque sabía que nada podía esperar: san Pedro no querría saber de él, y tampoco el Infierno le abriría sus puertas. Escupió la flema que corroía sus pulmones en la blanca vasija de porcelana que sostenía sobre sus rodillas inermes. La muchacha tomó el recipiente y salió de la sala, dejándolos solos.

—Maldito inútil. —Las primeras palabras del anciano resonaron en las orejas enrojecidas de Gauthier, no por esperadas menos hirientes—. Te di la oportunidad de volver a ser un hombre, de empuñar una espada en lugar de un relicario, y ¿qué haces? ¡Me deshonras, me cubres de vergüenza!

—Padre...

—¡Cierra la boca! ¿Y qué le diré al conde cuando pregunte por su precioso mercenario? —Richer tosió, la ira ahogándolo más que la dolencia que lo consumía—. Me hará pagar su peso en plata. ¡Inútil!

—Jamás tuvimos una oportunidad. Todo fue una trampa. —Gauthier silabeó por fin cuando el viejo terminó su diatriba—. Auxerre nunca tuvo intención de devolver a la joven. Tengo suerte de haber salido bien parado de ese nido de víboras.

—Ah. Es cierto, aquí estás, vivo y coleando. —Los ojillos malévolos de Richer se posaron en el semblante de su hijo—. Y dime, ¿qué debo hacer ahora que has regresado?

—Existe otro modo de coronar nuestras ambiciones. —Gauthier hizo acopio del poco valor que le quedaba. No todo estaba perdido, si el viejo se avenía a su plan. Durante la cabalgada de regreso a Souillers, había tenido tiempo para pensar; valía más olvidarse de la moza rebelde, enterrar esos días perdidos en busca de la fugitiva, relegarlos al baúl del tiempo desperdiciado. Recuperaría Sainte-Noire para su padre y para Souillers por otra vía. Otros labios más dispuestos, una mano más dócil serviría igual—. Dame Jeanne, la viuda de Philippe de Sainte-Noire, podría sustituir a la hija. No es sangre directa, pero si se une a Souillers en matrimonio nadie osará levantar la voz.

Desde la cama se oyeron unos ruidos entrecortados, como si una sierra cayera sobre un tronco joven. La boca desdentada de Richer estaba abierta, y un hilo de baba le pendía por la barbilla. El viejo se apoyó en el codo para incorporarse e indicó a su hijo que se acercara a la cama. Cuando lo tuvo arrodillado frente a él, como una zarpa, su mano cayó sobre el hombro de Gauthier.

—Y dime, querido hijo. —Paladeó la pregunta—: ¿Crees que esa viuda me complacerá tanto como lo hubiera hecho la joven Sainte-Noire?

—Padre... —balbuceó Gauthier—. Con todos los respetos, pensaba desposarla yo. Al fin y al cabo, hay que garantizar la continuidad de la familia... Dame Jeanne y yo hablamos de todo esto antes de mi partida. Estoy seguro de que la idea le resulta agradable, y de ese modo el conde de Le Perche recibirá el homenaje que necesita por parte del castellano de Sainte-Noire.

Su largo discurso, ensayado durante su viaje a caballo, cayó en un vacío cargado de ominosos significados. Gauthier miró a su padre; el viejo se relamía los labios, como si apenas pudiera esperar a que el otro terminara. Cuando Richer por fin empezó a hablar, Gauthier se dio cuenta de que tenía la frente cubierta de sudor frío. Se limpió con su guante de montar, a pesar de que el olor de cuero mojado le resultaba desagradable.

—Has estado fuera demasiado tiempo; a veces basta una hora para cambiarlo todo. —Antes de proseguir, el patriarca observó la cara de su único hijo. Un velo de algo lejanamente emparentado con la piedad cubrió sus ojos durante un instante. Luego, Richer dijo lentamente—: Jamás debí apartarte del camino eclesiástico. Fue un error del que me arrepiento y al que pondré remedio. Volverás al servicio del arzobispo. No estás hecho de la materia necesaria para abrirte paso en el mundo.

—Pero... pero ¿qué será de nuestra familia? —graznó Gauthier, incrédulo, a medio alzar—. ¡Soy vuestro único heredero!

—Tomaré a dame Jeanne como esposa —replicó Richer. Escupió en el suelo, a falta de vasija—. Ella me dará descendencia.

Las risotadas de Gauthier estallaron como una lluvia de flechas, ciegas y desesperadas. Gritó:

—¡Estáis loco! No podéis pretender creer que aún tenéis la fuerza necesaria como para engendrar un hijo. ¡Miraos! Sois un cadáver, y los gusanos acechan vuestra muerte para infestarse con vuestra carne.

—Cierto. Ese hijo no será mío. Pero llevará mi nombre, y el conde Rotrou du Perche se cuidará de que su bastardo haga fortuna. Sangre nueva para una estirpe vieja. —La mueca sonriente de Richer erizó el cabello de Gauthier—. Has estado fuera demasiado tiempo, y dame Jeanne es una mujer lista. ¡Bah!, te olvidarás de todo en cuanto vuelvas con esos que llamas hermanos. Ése es tu verdadero sitio.

Richer se dejó caer, exhausto por el esfuerzo. Gauthier estaba completamente erguido, estrujando entre sus manos el guante sucio. Su cara había adquirido una palidez de ultratumba, como si el moribundo fuera él, y no el cuerpo carcomido que desde la cama se burlaba de su suerte. Las noticias se arremolinaban en su mente, arrastrándolo alternativamente hacia la ira, la autocompasión, los celos y la impotencia, como eternos compañeros del baile infernal que era su vida. Una única imagen se abría paso, repugnante, entre todas las demás: Jeanne, en brazos del conde, y luego en el lecho de su padre, mujer de todos menos de él, de Gauthier. La sangre le hervía, y rugió sin palabras, ciego de blanca furia, cayendo sobre la cama. A horcajadas sobre el pecho roto del viejo, abatió una y otra vez el guante sobre el rostro de su padre, fustigándolo como si cada golpe fuera un desafío contra la figura que lo había castrado una vez condenándolo a ser clérigo, y que ahora quería privarlo de nuevo de su hombría. No sabía cuánto tiempo pasó así, azotando la boca del viejo, hasta que notó un líquido caliente manchando sus manos, y la carne abotargada de Richer de Souillers contraída en una última expresión desgarrada de odio y de sorpresa.

Gauthier se apartó del cuerpo con asco repentino. Sin embargo, cuanto más contemplaba la sangrienta efigie clavada en la cama, más crecía en su interior un frío convencimiento. Apenas un momento antes, su vida parecía condenada a pudrirse entre las paredes del arzobispado; ahora, todo podía suceder. Efectivamente, tenía razón su padre cuando había dicho que el mundo podía cambiar en una hora. Se oyó un ruido de porcelana rota a sus espaldas. La criada estaba de pie, temblando, con la vasija hecha añicos a sus pies. Gauthier saboreó su miedo. Se dio la vuelta, y ordenó:

—Haz venir un mensajero, ¡rápido! —Antes de que la joven pudiera escabullirse, Gauthier le puso la mano en el hombro, pasándose la lengua por los labios resecos—. Y no te olvides de volver.

 

 

Rotrou parpadeó. El día de audiencias no estaba resultando nada satisfactorio. La muerte de Warin era una molesta noticia, y la ausencia de la maldita hija de Philippe de Sainte-Noire empezaba a estropearle seriamente la digestión. No le había costado nada ganarse los afectos de la viuda Jeanne, pero era consciente del escaso valor que tenía el bastardo que estaba en camino, a menos que lograse la aquiescencia de un barón de la región. Ahora, el pacto que había establecido con Richer quedaba invalidado con la muerte del viejo. Todo su cuidadoso plan se desvanecía bajo el soplo de la inflexible realidad. El conde hizo un gesto, y el otro mensajero dio un paso adelante, entregándole una misiva con un sello de cera rojo. Cuando Rotrou puso sus ojos sobre las armas reales que encabezaban el rollo, su furia se apaciguó.

—Gauthier de Souillers solicita vuestra gracia —anunció un soldado.

Rotrou ladeó la cabeza, una señal inequívoca de buen humor. Decididamente, las cosas empezaban a ir mejor.

 

 

Cuando Auxerre empujó la puerta de la posada, un aullido de dolor saludó su entrada. L'Archevêque lo siguió, estirando el cuello, para no perderse detalle de la escena. El comerciante de pieles estaba muy ocupado, pues con sendas manos sostenía una tabla de fregar de dos codos de ancho, con la que propinaba, o así lo intentaba, una paliza a su joven ayudante.

—¡Maldito desagradecido! —Resopló, agotado por el esfuerzo, y se apoyó en la tabla—. Así me pagas que te haya sacado de esa pocilga que llamabas hogar.

—¡Piedad, amo! Yo no quería.... —lloriqueaba el muchacho, hecho un ovillo en un rincón y tratando de protegerse de la lluvia de palos con las manos.

El resto de la concurrencia contemplaba el incidente con feroz diversión, regándolo con bebida y alguna chanza, pero sin darle más importancia que a un combate entre gallos o canes, como los que solían organizarse en días feriados en la plaza de la catedral. La presencia de Auxerre y Louis no alteró un ápice la rabia del orondo mercader, que las emprendía de nuevo contra su víctima. El capitán se acercó al primero e intervino:

—¿Qué sucede, señor?

El otro le respondió, sin soltar el arma improvisada y señalando indignado hacia el rincón donde seguía refugiado su objetivo:

—Ese advenedizo, ese hijo de todas las furias, desgracia de su familia y vergüenza de su linaje, se merece que le rompa todos los huesos del cuerpo.

—¿Podríais tratar de ser más concreto? —preguntó inocentemente Louis.

El mercader lo obsequió con una mirada furibunda, y repuso, rojo como la grana:

—Ha extraviado uno de mis caballos. —Y se volvió hacia el joven, que estaba temblando como una hoja, dispuesto a seguir con la tunda.

—¡Decidlo todo, amigo! —gritó uno de los presentes, echándose a reír. El que había hablado añadió, dirigiéndose a Auxerre y a Louis—: Este tacaño no ha llevado sus animales al abrevadero del conde, para evitarse el impuesto. Se escabullía de noche para llevarlos al río y darles de beber sin pagar un centavo. Bueno, más bien mandaba a ese pobre. Y esta noche ha vuelto con una sola bestia en lugar de los dos caballos con los que ha salido. —Y añadió, dándose una palmada en el muslo—: Pero ¡al menos os habéis ahorrado los dos sueldos que costaba una medida de agua!

Un coro de risotadas acogió su última frase. El mercader apretó la mandíbula y se aproximó amenazador hacia su ayudante.

—¿Y cómo sé yo que no has vendido a mi querido Poil Noir por un puñado de monedas? ¡Judas! —escupió.

—Vamos, vamos. —L'Archevêque trató de apaciguar al mercader.

—Por favor, amo, ¡por favor! —suplicó el muchacho, estirando los brazos. Su rostro, sucio y magullado, estaba surcado por las lágrimas y el miedo. Desesperado, temblándole los dedos, mostró el pequeño crucifijo de madera que colgaba de su cuello y se escudó tras él—. ¡Piedad, misericordia!

El mercader hizo respetuosamente la señal de la cruz, y acto seguido dio un paso adelante con el tablón en ristre. Entre dientes, dijo:

—Prepárate, ladronzuelo.

La concurrencia que, divertida, había jaleado al dueño del caballo se disolvió rápidamente, como si percibiera que había llegado el momento de la verdad, en que el muchacho terminaría molido a palos y ya no había lugar para bromas. Las miradas seguían aún al mercader, pero eran huidizas, blandas y sin vigor: demasiadas veces habían visto lo que se avecinaba, un siervo castigado por su dueño, como para interesarse por el resultado. Si el muchacho era fuerte, sus huesos resistirían. De lo contrario, daría con su pellejo en algún agujero olvidado, y mañana sería otro día. L'Archevêque y Auxerre eran la excepción: ambos permanecían clavados al lado del mercader, sin dar por cerrada la cuestión. Louis esperaba la señal del capitán para actuar, de ser necesario (y en verdad así lo parecía, pues el desventurado estaba rezando ya con la cabeza inclinada, su cruz pendida del cuello junto con el resto de sus pobres abalorios), pero Auxerre no se movía, como si un rayo invisible lo hubiera convertido en estatua. El mercader alzó la tabla y, cuan larga era, la descargó sobre la cerviz del muchacho, o así lo intentó, pues en el instante en que la madera iba a darle en la cabeza, la espada de Auxerre se interpuso y partió la madera en dos. Los dos pedazos cayeron al suelo y el agresor trastabilló, perdiendo el equilibrio y cayendo de rodillas al lado de su criado. Dueño y siervo levantaron la vista hacia el capitán, el primero indignado y el segundo incrédulo por su cambio de suerte. Habló el mercader, mientras el muchacho se apresuraba a murmurar un Ave María:

—¿Qué os pasa? ¿Por qué os entrometéis?

—Podéis hacer lo que se os antoje con el rapaz —dijo Auxerre—. Pero antes tengo mis propios asuntos con él.

Louis miró intrigado a su compañero. Su extrañeza persistió cuando el capitán apuntó a la yugular del muchacho, pero el semblante de L'Archevêque mudó de expresión cuando un hábil movimiento de muñeca de Auxerre reveló el hermoso medallón que pendía del cuello del siervo, arrancándoselo de un tirón. El muchacho lanzó una exclamación de dolor, mientras Auxerre se guardaba el colgante con reverencia. Escrutó la cara aterrada del chico, y preguntó sin dejar de empuñar su espada:

—¿De dónde has sacado esta joya? —Y añadió, acercándose al rostro del sirviente—: Si mientes, dejaré que ese de ahí muela tus huesos a placer. Y luego me encargaré de que no te entierren, para que los buitres y las bestias carroñeras tengan qué comer esta noche. Te doy mi palabra.

—¡Por caridad, señor, no soy un ladrón! —farfulló el chico, tragando saliva. Y prosiguió atropelladamente—: Estaba tirada entre la hierba. Relucía a la luz de la luna, y era lo más hermoso que he visto jamás. —Bajó la cabeza, entristecido.

—¡Así fue como perdiste mi caballo! Te distraes con el vuelo de un pájaro, ¡haragán! —exclamó el mercader, repuesto de la sorpresa y creyendo que podría contar con un aliado en la venganza contra su criado si jugaba bien sus cartas—. ¡No sólo eres mi perdición, sino que también has ofendido a este noble caballero!

—Te recompensaré bien si me dices la verdad —dijo Auxerre haciendo caso omiso del borbotón de palabras del mercader y sin dejar de mirar al siervo—. ¿En qué lugar hallaste el medallón?

—Cerca del camino a Saint-Julien, al lado del río.

El capitán asintió, y sacó de su bolsa dos deniers de plata. Los puso en las manos del chico, que los contempló atónito.

—Si me has mentido, también cumpliré mi palabra. —El muchacho negaba vigorosamente con la cabeza, pero Auxerre y Louis ya habían desaparecido por la puerta, y se oían los cascos de sus caballos alejándose entre el tumulto de la ciudad.

 

 

Corría un aire fresco y cargado de olor a menta fresca, laurel y tomillo. Dejaron atrás el jardín del hospital y la herboristería donde se almacenaban los frutos de la labor de las hermanas y se escurrieron por la puerta del establo.

—No deberíamos estar aquí —murmuró Aalis, con la nariz tapada para no aspirar el hedor de paja seca, piel húmeda y orines que reinaba en el ambiente.

Hazim se encogió de hombros y avanzó con cautela. Sin volverse, preguntó:

—¿Qué prefieres, ir a pie por los caminos o cómodamente, a caballo?

—Prefiero que no me acusen de robar en un hospital de caridad —respondió Aalis—. Y no me importa caminar.

—Pues hasta que no pongamos tierra de por medio, yo no estaré tranquilo —dijo Hazim—. Évrard quizá me olvide pronto, o tal vez no. Todo depende de su humor y del dinero que haya en su bolsa. Y en cuanto a ti, sabrás mejor que yo si te conviene alejarte pronto de Chartres, o si puedes pasearte por los alrededores a placer.

Se calló de repente al oír un crujido cerca de la puerta del establo. Los dos se acuclillaron velozmente, ocultándose tras un abrevadero lleno de un líquido parduzco y maloliente. Los insectos que habían acudido atraídos por la humedad flotaban en la superficie. Aalis preguntó, susurrando:

—¿Queda muy lejos Troyes?

—Sin caballo, mula o asno, tal vez un mes.

Aalis ponderó la respuesta, y tuvo que reconocer la verdad de las razones de Hazim. Llevaban casi toda la tarde discutiendo, pero lo cierto era que ninguno de los dos podía permitirse el lujo de perder su preciosa y recién ganada libertad; y para eso, era esencial no dejar ningún rastro. Un caballo les permitiría prescindir de las posadas, y ocultarse mejor, pues podrían dormir al raso, protegidos por el calor del animal, sin temer al frío de las noches de otoño. Tampoco sería más costoso, porque podrían alimentarlo con la hierba de los campos que atravesaran y, una vez en la ciudad, venderlo para obtener ingresos. Era un pecado más, sin duda, en la larga lista que Aalis arrastraba desde que partiera de Sainte-Noire. Algún día, cuando alcanzara un lugar seguro, depositaría la carga de su alma en una larga confesión. Por el momento no podía hacer nada, excepto sobrellevarla y esperar la clemencia de la Virgen. Le estaba resultando difícil abrirse paso en el mundo real, fuera de los muros de su hogar, sin romper una y otra vez los preceptos de la Santa Madre Iglesia.

—Está bien —repuso—. ¿Cuál te parece mejor?

—Ese de ahí tiene buen aspecto. —El animal que Hazim señalaba estaba en el extremo del establo, y tenía un brillante pelo negro y buenos cascos. Aalis se acercó y alargó la mano para acariciarle la crin. El caballo relinchó suavemente, mientras la muchacha tomaba la cuerda que lo ataba al poste y tiraba de ella.

 

Capítulo quince

En la tienda del monarca hacía frío, a pesar de que el suelo estaba forrado de gruesos tapices y de hierba fresca, recién esparcida. El fresco otoñal se abría paso entre las costuras de las telas, y eso no contribuía a mejorar el humor de Enrique. El rey agarró un muslo de pollo y lo mordió con ferocidad. El abad de Mont-Froid lo observaba impertérrito.

—De modo que habéis fracasado. —El monarca de Inglaterra escupió un hueso y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Podría decirse así, sire. Pero la derrota sólo llega cuando hay una victoria, y de momento nadie se ha hecho con el trofeo —repuso el abad.

—Es lo que sucede cuando se caza una maldita peonza en lugar de un ciervo —puntualizó Enrique maliciosamente—. A fe que pase lo que pase, esa heredera vuestra ha sabido burlaros. ¿O es que tenéis esperanzas de recuperar su rastro?

—Un hombre como yo jamás pierde la fe —repuso Hughes, aunque su ánimo era más escéptico de lo que quería dejar entrever. Lo cierto era que, con la abrupta partida de Auxerre y la desgraciada muerte de Raoul, se había quedado prácticamente sin nadie a quien recurrir para localizar a Aalis de Sainte-Noire. El Temple no era una alternativa bienvenida: los soldados de Dios eran eficaces, pero también implacables, y Hughes dudaba de que una vez localizada Aalis, éstos se avinieran a entregarle a la muchacha sin más si sospechaban que había una ganancia en juego. No le quedaba otro remedio que encomendarse a Dios y, para mayor seguridad, ponerse él mismo manos a la obra. Afortunadamente aún contaba con buenos amigos esparcidos por toda la región, puertas a las que llamar y favores que reclamar. Era esencial, no obstante, que Enrique bendijera sus propósitos. Sin la aquiescencia del rey, no tenía sentido tratar de contener la marea de la guerra que pronto se extendería desde Normandía hacia el norte de Francia. Sólo la voluntad de Enrique podía doblegar el desastre que se avecinaba. Un ligero escalofrío recorrió la espalda del abad, como si el soplo divino le advirtiera de un mal augurio. La expresión del rey de Inglaterra, y duque de Normandía y Aquitania, no presagiaba nada bueno; como si la tormenta de su reino le hubiera transformado la faz, oscureciéndole las pupilas y torciendo su boca en un rictus. Cuando habló, su voz también nació teñida de ferocidad:

—Yo no puedo descansar en ese lecho de fe y paciencia tan dulce, abad. Tengo que salir al amanecer, batirme para conservar el hálito de un solo día, y prescindir de los escrúpulos. —Ante el silencio de Hughes, añadió—: Podéis olvidaros de vuestra heredera. He cerrado un trato con Rotrou.

—Entiendo —repuso simplemente el abad. El mundo frágil, futuro, que había tratado de construir se tambaleaba bajo el peso de la realidad, siempre más rápida y cruel que todas las estrategias.

—Él presenta las garantías que vos sólo me prometéis. Y pasea a su lado a una supuesta castellana de Sainte-Noire que obedece sus indicaciones —añadió Enrique. Como el abad siguiera en silencio, el monarca enarcó las cejas—. ¿Es que nada tenéis que decir?

—No es mi cometido calificar las sentencias de un rey —dijo Hughes.

—¡Pues hacedlo! —estalló Enrique, la sangre agolpada en sus mejillas, la ira hirviendo en sus venas. Sabía que había pactado con hienas; cada día miraba su escudo, soñaba con un león rampante cuya fuerza le evitara el contacto con las realidades más bajas de gobernar. Y cada mañana, el pulido espejo de plata reflejaba un semblante harto de luchar entre víboras, cansado de ser un rey contra todos pero incapaz, a la vez, de dejar de serlo. Había sellado una alianza con Rotrou, y volvería a hacerlo si eso le garantizaba la protección de Normandía. Pero el silencio cargado del abad de Mont-Froid, sus azules pupilas clavadas en el suelo, le devolvían la imagen de un león arrodillado y asaeteado de flechas ponzoñosas. Y no le gustaba—. Hacedlo, abad. Me habéis escuchado sin reparos, y ahora quiero pagar vuestra cortesía. Al fin y al cabo, no tengo muchas oportunidades de oír la verdad de boca de mis consejeros.

La nostalgia se pintó en la cara de Enrique, y la brisa que soplaba sin pausa pareció susurrar el nombre del antiguo canciller del rey. Hughes de Marcy no se dejó engañar por la súbita melancolía de su interlocutor; sin duda echaba de menos al compañero de fiestas y celebraciones, al sabio gobernante que había gestionado su reinado con mano firme. Ahora bien, era difícil olvidar el sangriento final que tuvo Thomas Beckett, precisamente por no complacer la terca voluntad de su amo; por no mencionar a la apasionada esposa que robó a Luis VII, y que ahora se pudría en una reclusión forzada en algún lugar del inmenso reino del Plantagenet. No era buena política oponerse a Enrique; ni siquiera cuando el propio Enrique así lo ordenaba.

—Ved mi dilema —empezó Hughes, inocentemente—. Lo que habéis decidido, hecho está, y no está en mi mano ni es mi derecho ponerle reparos. Sin embargo...

—Hablad —ordenó el rey.

—Se me ocurre que demostráis mucha generosidad con Rotrou —apuntó el abad—. Al fin y al cabo, desde hace años el conde de Le Perche se presta a proteger a vuestros enemigos, y cede el paso a las ratas que mordisquean la fértil Normandía cada vez que les volvéis la espalda. Su familia política está ahora mismo compartiendo el barro del camino con los que saquean vuestro reino. ¿Esperáis honor de alguien que os ha demostrado cien veces que sólo defiende su provecho?

—Me baso en su codicia para asegurarme su lealtad —interrumpió el rey—. Porque le pagaré bien, sé que no me traicionará. —Y añadió, con una sonrisa cansada—: Si tuviera que limitarme a escoger aliados entre los puros de corazón, abad, tendría bien pocos amigos.

—Pero fieles hasta la muerte —replicó Hughes.

—Sí. Hasta en la muerte, fieles.

Un silencio pesado como una losa se interpuso entre los dos hombres, roto por fin cuando el abad murmuró:

—¿Qué haréis, pues? ¿Recibiréis vasallaje de Rotrou por Sainte-Noire?

—Al parecer, es más complicado que eso. —Enrique cerró el tema con un gesto de la mano. Tampoco tenía intención de desvelar su partida de ajedrez al abad; albergaba la sospecha de que éste guardaba uno o dos alfiles bajo su manga de clérigo—. Por el momento, me dirigiré a Rouen. Me exaspera el sitio que sufre la ciudad y me propongo ponerle fin. Cuando regrese a estas tierras, convocaré a todos los que quieran oírme hablar del final de la guerra. Espero tener una nutrida audiencia entre los barones del reino —terminó con una cierta sorna.

—Así pues, aún habría tiempo.... —Hughes fingió vacilar.

—¿De qué? —Enrique frunció el ceño. No le gustaban las ideas a medio expresar. Lo obligaban a sentirse interesado por las palabras de los demás, y retrasaban la velocidad de sus decisiones.

—De encontrar a la heredera —repuso plácidamente el abad.

El de Plantagenet se echó a reír a mandíbula batiente. La tozudez del anciano le agradaba; reconocía en él algunos de sus propios rasgos, precisamente aquellos que consideraba virtudes.

—¿Os obcecáis en esta empresa? ¿Me prometéis una vez más a la castellana fantasma de Sainte-Noire? Desde luego, a estas alturas, pagaría por ver su dedo meñique. —Se dio una palmada en el muslo, y tomó un pedazo de carne. Se le había abierto el apetito.

—Digamos que seré vuestra mano izquierda; no es necesario que sepáis lo que estoy haciendo. Pero si, Dios no lo quiera, una fatalidad aconteciera, y vuestra mano derecha os fallara, sabéis que podréis acudir a mí.

—Decidme, abad: ¿qué fuego endemoniado mantiene viva esa llama vuestra? Os envidio profundamente —declaró Enrique, plantado frente al abad—. Y no me digáis que es la fe.

—Os confieso que Dios es un misterio que no logro desentrañar, y su aliento apenas me da fuerzas —dijo Hughes, su mirada azul anegada en dolor—. Pero en poco más de un mes he tenido que enterrar a un antiguo amigo, y a uno joven; he animado a una muchacha a condenar su alma en brazos de un viejo depravado, y hasta me las arreglé para convencer a un soldado que se hubiera cortado el brazo por ella de que su misión era arrastrarla de nuevo a un destino que a ambos les repugnaba. Comprenderéis que las alianzas con hienas y víboras no me resulten nada ajeno; entenderéis también que, por una vez, mi última vez, quisiera que los amigos fieles y los puros de corazón fueran la respuesta a nuestras cuitas. —Inspiró profundamente y concluyó—: Dios me perdone: creo que trato de hacer lo correcto.

—Entonces os deseo que la dama Fortuna os sonría —replicó Enrique—. Pues sin duda habéis escogido el camino más largo y difícil.

El abad se limitó a inclinarse frente al rey y salió de la tienda sin decir nada.

 

 

María de Champagne bostezó, deslizando la mirada por la inmensa sala engalanada para la celebración del inicio de las ferias frías de Troyes, una ocasión para comerciantes y compradores de cerrar provechosos negocios; y aún mejor negocio para los condes de Champagne, pues del río de ganancias que se generaba en los mercados recibían también su parte. La enorme estancia era el corazón de la residencia que los condes poseían en Troyes. A lo largo de más de cuarenta pies de largo, vistiendo el ancho muro, pendían tapices azules y plateados, del color de las armas del conde, en los que se representaban escenas de la vida en la corte. A María le gustaba particularmente su última adquisición, recién traída de los talleres de Limoges: una hermosa estampa ribeteada en oro en la que un corro de damas bailaba en un jardín al son de la música y el canto de los trovadores. Se detuvo a admirarlo, tanto por su bello acabado como por la secreta complacencia que le producía contemplar una imagen en la que no había espacio para la guerra ni para las conmemoraciones heroicas, sino que era un jardín donde las victorias eran patrimonio de las damas. Desde que tenía uso de razón, María había querido que su propia corte rebosara el mismo espíritu de risas y bailes que le recordaba a su madre, la reina Leonor. Cuando apenas era una niña, la hermosa faz enmarcada con preciosos tocados desapareció de su vida y, entre los severos clérigos que aconsejaban a su padre, el rey Luis VII, y las tediosas horas de aprendizaje de las labores propias de una joven princesa, María se repetía una y otra vez que, cuando fuera mayor y dueña de un castillo, jamás se olvidaría de llenarlo de risas, fiestas y entretenimientos. Suspiró. Esa hora había llegado, y no estaba descontenta del marido que su padre le había asignado: Enrique el Liberal, como se lo conocía por todo Champagne, a causa de su generosidad y su sabio gobierno, que había llevado la prosperidad a la región. Era un buen hombre, ecuánime y paciente; María le había dicho que quería ser mecenas de artistas y poetas, y mantener una corte tan rica como la de reyes y obispos. Enrique había asentido, consciente de que la princesa que había desposado era también una mujer fuerte, capaz y ansiosa de volcarse no solamente en la descendencia que ya le había asegurado, ni en las interminables donaciones y prebendas a los monasterios y ávidas órdenes de frailes que siempre llamaban a la puerta de los condes, sino que también anhelaba ser recordada por las canciones de los trovadores que, al igual que su bisabuelo Guillermo de Aquitania, alabarían su gracia para que las generaciones venideras supieran de María, condesa de Champagne, y su corte de ensueño. Acarició el suave tapiz, y su ágil mente empezó a enumerar lo que aún debía hacerse para preparar las fiestas que amenizarían las ferias frías. Por de pronto, mandaría a buscar más juglares, actores, músicos, malabaristas y trovadores; que los sacaran de las plazas, de entre el hormigueo de gentes que poblaba el escaso espacio libre entre los puestos de telas, sal, pescado, pimienta y cera. A sus poetas residentes no les agradaba que la condesa abriera las puertas del castillo a los juglares que viajaban con las ferias. Primero, porque acusaban a los truhanes de la calle de utilizar trucos vergonzosos, pues se envolvían en telas púrpura y usaban de pinturas y pelucas hechas con colas de caballos, y vestían sus recitados con esos y otros malabarismos. Pero la verdadera razón, que no se le escapaba a María de Champagne, era que cada nueva oleada de trovadores competía por un lugar al abrigo de la cálida corte, desplazando en ocasiones a los favoritos de la condesa. Esbozó un mohín de satisfacción. En realidad, parte del placer que le aportarían los recién llegados procedía de esa atmósfera de inquietud e incertidumbre que se extendería por el castillo, después de la primera noche de actuaciones, cuando nadie pudiera contar con la seguridad de su favor. Más tarde, el poder de la condesa se plasmaría en caídas en desgracia y generosos regalos para los afortunados.

—Sonreís como un gato se relame al ver un cuenco de leche, cuñada —dijo Guillermo de las Blancas Manos, entrando en la sala y tendiéndole su anillo.

La expresión de la condesa cuando se acercó a saludar al arzobispo de Chartres no podía ser más seráfica.

—Dejad que una dama se complazca en sus juegos inocentes, amigo mío.

—Sois afortunada al poder abandonaros a vuestros divertimientos en medio de las angustias que asolan el país.

—No habréis venido a sermonearme. —María le dio la espalda, negligente.

—Creedme que no es mi intención —se disculpó el arzobispo—. No quiero entreteneros. He venido para ver a Enrique. Debo tratar con él de un asunto de la máxima importancia.

—Id, pues —replicó impaciente la condesa—. Está en la colegiata, supervisando las obras de la capilla. Si podéis sacarlo de ahí, recordadle que esta noche su dama lo espera en la cabecera del banquete.

—Señora.

Guillermo había sido testigo de suficientes enfados femeninos, aun desde su condición de clérigo, como para saber que era hora de retirarse. El arzobispo cruzó la sala, la rica tela de su hábito rojo, una mancha violenta en el mundo de dulces colores con los que la condesa de Champagne había forrado las paredes de su castillo. Cuando el último crujido de la seda se hubo apagado, María hizo una seña. Uno de los criados que permanecía de pie, inmóvil, guardando la entrada, se acercó.

—Manda a la guardia al mercado. Que traigan a los trovadores, a los actores, a los artistas. —Frunció el ceño, dando un ligero golpe con su delicado borceguí en el suelo encerado de terracota—. ¡De prisa! ¡Traedlos a tiempo! Esta noche empiezan las fiestas de la Saint-Remi.

Antes de que hubiera terminado la frase, el criado ya salía por la puerta como alma que lleva el Diablo.

 

 

Gauthier de Souillers caminó decidido hacia el centro de la sala. Si había reparado en la figura femenina recostada a un lado, cerca de Rotrou, nada en sus facciones lo delataba. Dame Jeanne le devolvió el desaire con una mueca de desprecio. El conde de Le Perche asistía divertido al reencuentro del caballero burlado y la preciosa viuda. Era un buen título para una canción picante; tenía que recordarlo, para pedirle a su juglar que pergeñara una. Gauthier se arrodilló y pidió venia para hablar. Rotrou le concedió permiso. Las palabras que salían de los labios de Gauthier tuvieron dos efectos: la sangre de las mejillas de dame Jeanne huyó, tiñéndolas de blanco, y la sonrisa de Rotrou se hizo más y más grande a medida que las escuchaba. Cuando hubo terminado, la mujer apenas podía contener lágrimas de rabia, y el de Souillers empezaba a saborear su demorada venganza.

 

 

Enrique de Champagne midió meticulosamente, con la palma de su mano y una cuerda, la longitud del capitel.

—Es exacto —anunció.

El maestro arquitecto exhaló un suspiro de alivio. La cuadrilla de artesanos que esperaba con paciencia, armados con picos de madera y sus delicadas agujas de esculpir, también se relajaron visiblemente. El conde se deslizó ágilmente por la escalera, y se dejó caer en el suelo, plantando sus pies con firmeza. Al levantar la mirada, su rostro se iluminó:

—¡Guillermo! —Intercambió un abrazo con el arzobispo—. Me alegra verte. ¿Has llegado hace poco?

—Acabo de dejar mi caballo en tus establos —confirmó el otro.

—¡Cómo! ¿Mi delicado hermano, cabalgando campo a través? —El conde enarcó las cejas, limpiándose las mangas, que habían quedado cubiertas por una fina capa de polvo de mármol.

—No me quedó más remedio —repuso el arzobispo—. Tenía que verte.

Enrique se detuvo y escrutó el semblante de su hermano. La mirada grave de Guillermo cambió su talante en un momento. Apretó el paso. Cruzaron el patio aún a medio ajardinar de la colegiata, y subió la escalera que comunicaba la nave de la iglesia con las estancias privadas de los condes. Aquella edificación había ocupado buena parte de los últimos veinte años de la vida de Enrique: su propio mausoleo, una iglesia catedralicia dentro de los muros de su palacio de Troyes, al servicio de los condes de Champagne y de sus almas. Pronto podría celebrar allí una misa digna de un rey. En la planta superior, un criado había dejado preparada una tinaja llena de agua y una jarra con vino. Enrique se lavó cara y cuello someramente, tomó un trago rápido y se volvió hacia su hermano.

—¿Qué ocurre?

—¿Y tú me lo preguntas? Llevas más de un año cruzado de brazos, permitiendo que tus vasallos se sumen a la conspiración contra el rey inglés, y oigo noticias de que poco te falta para hacerte a la guerra tú también. Esto no puede seguir así, Enrique.

—No puedo creerlo —interrumpió el de Champagne—. ¿Es que pretendes irrumpir en mi casa y ordenarme lo que debo hacer? No estás en tu diócesis. Ni siquiera el papa tiene derecho a mandar en mi política. —Calló, al ver la expresión contrita del otro, y añadió, más conciliador—: Además, deberías estar satisfecho. Me esfuerzo por permanecer al margen, por no prestar oído a las incesantes súplicas de Felipe de Flandes, ni a las bravuconadas de esos cachorros ingleses que tantas ganas tienen de desahuciar a su padre. De vez en cuando finjo no ver un batallón de Flandes desfilando por mis caminos, es cierto; y otras tengo que cerrar los ojos cuando mi suegro el rey saquea los graneros de mi comarca para persistir en sus inútiles sitios. Me cuesta, Guillermo, pero lo intento. Tú deberías conocerme mejor.

—Te creo —dijo al fin el arzobispo, más calmado—. Pero muéstrame entonces una prueba palpable de esa buena voluntad. ¿Has hablado con el enviado del rey Enrique? Hace más de una semana que salió de Chartres hacia aquí. ¿Qué habéis concluido?

—¿Y qué sabes tú de ese enviado? —interrumpió Enrique, inquieto.

—Yo le indiqué que viniera a conferenciar contigo —confesó Guillermo.

—Veo que no te aburres en Chartres —señaló irónico su hermano.

—Sabes que no siento ninguna simpatía por el rey Enrique. Pero eso no quiere decir que desee ver la sangre de ambos bandos regar los campos de este país —sentenció el arzobispo.

—Está bien, no te falta razón. —Enrique se encogió de hombros. Finalmente, admitió—: Walter Map está aquí, como huésped mío. No me resulta fácil tener a un espía inglés bajo mi techo, pero ahí tienes la prueba que buscabas. ¡Y anda libre, sin grilletes!

Guillermo de las Blancas Manos miró decepcionado a su hermano. A veces se le escapaba el sentido del humor de Enrique y otras lo exasperaba.

—¿Y traía un mensaje satisfactorio? —insistió.

—Ofrecía mucho, como es costumbre en el rey de Inglaterra —dijo Enrique. Se volvió hacia su hermano con una expresión de impotencia—. Pero ése no es el problema. Vamos, Guillermo. Sabes bien que nuestra familia siempre ha estado al lado de los monarcas de Francia. Y más ahora, cuando una hermana nuestra reina al lado de Luis VII. ¿Cómo podría presentarme en París después de beneficiar al Plantagenet? Pues así es como se vería un gesto como el que solicitaba maese Map.

—¿Qué te pidió? —preguntó Guillermo.

—Quería que se redactase una acta por la cual me comprometiese a expulsar cualquier tropa de mis tierras. ¡Con mi sello condal! —respondió Enrique, con tono de incredulidad—. Eso equivaldría a atraerme la furia de todos los que ya están en guerra contra el rey Enrique. Y tampoco le resultaría útil, por otro lado. Si quiere mi neutralidad, tendrá que conformarse con este difícil equilibrio, que ya me está costando bastante mantener. Nuestro hermano Thibault no cesa de azuzarme a través de sus vasallos para que me implique en la contienda. Me anuncia la visita del conde de Le Perche dentro de unos días, supuestamente para conferenciar sobre este mismo asunto. —El conde exhaló un bufido—. Como si no tuviera suficientes problemas, con ese maldito inglés paseándose por mi corte.

—Rotrou no es más que un vasallo de rango inferior —replicó Guillermo—. Nada puedes temer de él.

—¿Es que no me has oído? —estalló el conde—. ¡Me preocupan todos, porque con ellos traen también sus endemoniadas conspiraciones! Esta telaraña en la que vivimos no me permite ni un segundo de tranquilidad.

—Lo siento, hermano —repuso Guillermo—. No era mi intención añadir más peso a tus inquietudes. Pero realmente creí que estabas en situación de hacer algo para evitar una contienda prolongada. Quizá pequé de ingenuo.

El conde de Champagne contempló a su hermano el clérigo con afecto. Guillermo siempre había sido un bálsamo para las tensiones, capaz de hacer negociar hasta a los más enfrentados enemigos. Sospechaba que si de algo pecaba Guillermo, aparte de una obvia tendencia a la gula, era del secreto placer que le proporcionaba que lo considerasen el único capaz de apaciguar una lucha entre leones. Sólo que, esta vez, probablemente ni Jesucristo reencarnado hubiera tenido éxito. Trató de animar a su hermano:

—Vamos, Guillermo. Olvidemos este desagradable asunto y trata de disfrutar de unos días de descanso. Troyes está hermosa como una novia de invierno.

El obispo de Chartres asintió, sin decir nada. Quizá Enrique tuviera razón, después de todo. Aunque desearía poder contar con el consejo del abad de Mont-Froid. Él, sin duda, sabría cuál era el mejor curso a seguir.

 

 

Cuando la hermana Hélène oyó el galopar de los dos jinetes a las puertas del hospital de Saint-Julien, supo, sin necesidad de que se lo dijeran, que venían tras los pasos de la misteriosa pareja que durante la noche se había esfumado, llevándose uno de los caballos del establo. De ordinario, ese robo hubiera soliviantado los ánimos de la monja, pero se daba la circunstancia de que el animal no pertenecía a la manada propiedad de la orden, sino que, igual que los dos jóvenes, había llegado desde los campos, trotando y cansado, buscando refugio en el hospital. Así pues, un singular equilibrio se había restablecido en el mundo, pues un caballo había encontrado amo y dos viajeros necesitados disfrutaban de una montura. Ningún mal se había hecho, y todos habían salido con bien. Ahora, al escrutar el rostro de los dos hombres que descabalgaban, la hermana Hélène dudó acerca de cuánto debía callar, y de si responder a las preguntas que le harían traería consecuencias nefastas para los dos fugitivos. Como si estuviera respondiendo a una pregunta muda, uno de los dos jinetes se adelantó; de su cuello pendía un medallón labrado. Lo llevaba como si fuera una losa y, a la vez, el objeto más precioso del universo.

—¿Podéis darme razón de una pareja de peregrinos? Venían de Chartres, y buscamos su rastro. —Como la hermana guardara silencio, el hombre añadió—: No les deseamos mal alguno. Os lo juro.

La mujer se quedó en silencio, contemplando al caballero que ostentaba el medallón. Sus ojos eran páginas de un libro escrito con fuego, agua y dolor. La hermana Hélène empezó a hablar.

 

 

Walter Map se inclinó sobre el códice, estudiándolo atentamente. Los demás monjes de la biblioteca lo observaron a él, a su vez. El clérigo era consciente de que desde que había puesto pie en la corte del conde de Champagne, una nube de suspicacia lo había seguido por doquier. Por educación, los cortesanos enarcaban una ceja cuando lo oían hablar de los maravillosos manuscritos que había podido examinar durante sus viajes, pero Walter no ignoraba que su coartada se volvía más endeble a medida que pasaban los días y llegaban noticias de los mil combates que Enrique se veía obligado a librar contra sus hijos y otros enemigos. Apenas hacía dos días un mensajero había anunciado el fin del sitio de Rouen, con una vergonzosa derrota más para el rey Luis. Los asistentes al banquete en que se había leído la proclama prorrumpieron en vituperios contra Enrique de Plantagenet, pues la condesa de Champagne era hija del rey de Francia. Alrededor de Walter se había hecho un despreocupado silencio. Si el conde acogía a ese misterioso clérigo en su casa, el conde sabría por qué. La política era su terreno, y nadie se inmiscuía en él. Los demás sólo se ocupaban de reír, cantar y celebrar las gestas de sus héroes, entre los que no se encontraba el monarca inglés. Pero eso no significaba que no pudieran convivir en paz con maese Map. Le habían dado la oportunidad de visitar la rica biblioteca de los condes, y Walter había aceptado. Pronto dejaría atrás la placentera vida de la corte de Troyes.

—Un ejemplar único —anunció, irguiéndose—. Desearía estudiarlo con más detenimiento.

Los monjes murmuraron, escépticos. Walter Map los contemplaba con una expresión seráfica. Desde el fondo de la sala dos figuras se aproximaron al corro de clérigos. Walter reconoció a uno de ellos, e inclinó la cabeza respetuosamente. Los demás volvieron la vista hacia los dos recién llegados y se apresuraron a imitarlo. Guillermo de las Blancas Manos sonrió, negligente, y dijo:

—Maese Map, permitidme que os presente a un buen amigo.

Walter mostró su semblante más indescifrable. Ignoraba a quién consideraba como amigo el obispo de Chartres, pero no estaba seguro de que lo fuera también suyo. El abad de Mont-Froid dijo:

—Tenemos mucho de qué hablar, vos y yo.

 

 

Auxerre y L'Archevêque cruzaron la puerta de Troyes a trote ligero. El fuerte viento que soplaba entreabría la capa del capitán y, de vez en cuando, su mano reposaba un segundo en el pequeño receptáculo de madera que golpeaba su pecho, para volver rápidamente a la brida, como si fuera un gesto inconsciente, igual que espoleaba su caballo o vigilaba las caras borrosas de los que se cruzaban en su camino, por si una de ellas fuera el óvalo blanco que buscaba. Desde que alcanzaran el hospital de Saint-Julien, la suerte los había sonreído, o al menos la esperanza no los había abandonado en ningún momento. En cada humilde posada, en cada abrevadero, se detenían, sólo para confirmar que la pareja de peregrinos y su negro caballo habían pasado antes por allí. No resultaba extraño que los recordaran entre los innumerables visitantes que recorrían el camino hacia las ferias de Troyes. A pesar de la mescolanza de naciones y mercaderes que transitaban por los caminos de Champagne, un árabe seguía llamando la atención, primero por lo desacostumbrado de su piel y segundo por el hecho de que viajara en compañía amigable de un cristiano.

—¿De dónde habrá sacado a un moro? —preguntó L'Archevêque, distraídamente—. No se puede decir que sea un movimiento inteligente. Es como ir envuelto en un paño rojo en plena celebración del Albis. En fin, mejor para nosotros. Será más fácil encontrarla.

—Espero que alguna vez se cumplan tus predicciones —replicó Auxerre—. Porque hasta ahora no hemos tenido mucho éxito.

—Su padre supo criarla bien —reconoció L'Archevêque—. Hizo de ella una verdadera luchadora, digna descendiente suya.

—No sólo él —cortó Auxerre—. Aalis es hija de una dama que valía un imperio de Oriente. Una flor trasplantada a nuestra tierra de rocas, y que dio a luz una piedra preciosa, dura y a la vez resplandeciente.

—¡Demonio! Tu vena poética ha resucitado —exclamó Louis—. Deberías advertirme antes de abandonarte a tales explosiones de pasión.

Aunque su tono era de chanza, estiró el brazo para poner una mano en el hombro de su amigo. Auxerre asintió, como si con ese gesto se hubieran transmitido mil palabras más.

 

 

Capítulo dieciséis

El flautista emitió una finísima nota sostenida, que se deslizó como un hilo entre la concurrencia, capturando la atención de los paseantes, y hasta logró que un vendedor de leche ambulante volviera la cabeza, derramando un poco de su preciada mercancía. Al punto, dos gatos se abalanzaron sobre el charco de líquido blanco, lamiéndolo con fruición. Las maldiciones del vendedor aún no se habían apagado, y cuando parecía que se iba a reanudar el ajetreo habitual que caracterizaba cualquier rincón del mercado de Troyes, otro sonido cautivó a los asistentes, un canto nacido de garganta humana, pero tan dulce como si descendiera del coro de ángeles de la Virgen. El jovencísimo cantor se lanzó a tejer una melodía. Durante una pausa eterna el tiempo quedó suspendido, los negociantes se turbaron, hechizados, y el dinero fue incapaz de cambiar de manos, pues nadie osaría cerrar un trato ante una aparición divina, o durante una misa solemne. Terminó, y una sensación de desconsuelo invadió a los presentes, la misma que se tiene al tener que abandonar el cálido cobijo de una manta en pleno invierno. Otro sonido reemplazó la canción, uno mucho más prosaico y desacostumbrado, a pesar de las riquezas que fluían por aquellas calles: el tintineo de las monedas en el platillo de madera que llevaba la pareja para recoger los donativos de la gente. El espigado músico y su compañero recibían su recompensa sin dejar de ejecutar extravagantes reverencias que arrancaban carcajadas al grupo de caminantes que se había distraído con ellos. En un poste cercano, un hermoso caballo negro piafaba, intranquilo a causa del río de seres, animales, bolsas y paquetes que se arrastraba hacia la feria.

—No sabía que supieras cantar —cuchicheó Hazim mientras volcaba el tintineante contenido del plato en las alforjas que pendían del animal.

—Solamente tonadas que me enseñó mi madre —repuso Aalis—. Jamás se me había ocurrido cantarlas delante de nadie.

—Pues ve refrescando tu memoria. Gracias a ellas podremos comer caliente y hasta buscar un rincón donde dormir frente a un fuego —declaró Hazim satisfecho, después de contar lo recaudado.

Aalis trató de corresponder a la alegría del muchacho. Les había costado mucho llegar a Troyes, a pesar de la montura que se llevaran de Saint-Julien. Aalis no quería ni pensar lo que hubiera sido el viaje a pie; pero lo cierto era que, aun con un caballo, el trayecto había sido caro y extenuante, y había consumido sus últimas reservas de dinero, de modo que, al cruzar las murallas de la ciudad, se encontraban a la cuarta pregunta y sin posibilidad de reponerse del viaje en una posada, o de alimentarse con algún mendrugo de pan remojado en sopa caliente. El primer día habían merodeado por turnos por los barrios comerciales, en busca de alguna tarea que les permitiera sobrevivir. Uno de los dos tenía que quedarse con el caballo, ya que no podían permitirse un establo, y de momento el animal era su bien más preciado. Primero probó suerte Aalis, de común acuerdo, bajo la sospecha de que un cristiano se ganaría antes la confianza de los tenderos que un muchacho árabe. Y así había sido, pero a las pocas horas de recorrer el distrito de Saint-Remi Aalis se dio cuenta de que por cada trabajo había diez mendigos o desgraciados tan necesitados como ella o más, y lo único que consiguió fue un par de monedas después de limpiar, más mal que bien, cuatro piezas de piel recién desollada, en uno de los establecimientos de la rué de la Grande Tannerie, donde el insoportable hedor de los curtidores ahuyentaba hasta a los más desesperados. Cuando regresó, agotada y maltrecha, al cabo del día, Hazim dijo, tapándose la nariz:

—Mañana probaré yo.

Y había desaparecido al amanecer para regresar a mediodía, con las manos vacías excepto por una flauta, bellamente decorada. Aalis se abstuvo de preguntarle nada respecto al origen del instrumento; al fin y al cabo, el ojo morado que ostentaba, visible aun a pesar de su piel oscura, era suficiente explicación. Llevaban un día y medio instalados en un cruce de la Grande Rue, y no les había ido nada mal: habían obtenido lo suficiente para alejar el fantasma del hambre, y para proporcionarle forraje al caballo. La primera vez que Hazim empezó a tocar, al principio tímidas notas y más tarde toda una melodía de reminiscencias exóticas, Aalis se limitó a dar palmadas al ritmo de la música para animar a los paseantes. Pasaron las horas, y Hazim tuvo que ponerse de cuclillas para descansar. Mientras el muchacho reposaba, bebiendo cortos tragos de agua traída del canal Trévois, antes de emprender una nueva actuación, Aalis tatareaba canciones sin letra que acudían a sus labios, desde el fondo de su memoria. Poco a poco llegaban también las palabras que iban de la mano de la tonada, encajando con una perfección que sólo ella recordaba. Una suavidad familiar la envolvió, reconfortándola, en mitad del tráfico de gentes que pasaban sin reparar en ellos.

 

No sap chantar qui so non di

ni vers trobar qui motz no fa,

ni conois de rima co's va

si razo non enten en si.

Mas lo mieus chans comens'aissi,

cora pluz l'auziretz, mais valra, a, a.

 

Cuando terminó la primera estrofa, y el ruido del mercadeo volvió a llenar sus sentidos, Aalis se sintió en paz, como si acabara de sumergirse en un estanque de pureza y las manchas de barro y dolor que arrastraba en el alma también hubieran quedado atrás. Abrió los ojos, pues los había cerrado; Hazim la observaba con curiosidad y una mezcla de incredulidad, y le mostraba la palma de la mano. Varias monedas de sou relucían, alegres como la risa del árabe.

 

 

Renaud de Ferrat caminaba con la alegría de un hombre que acaba de ganar una pequeña fortuna: a grandes zancadas, con una hilera de dientes asomando a modo de sonrisa, y con las manos sosteniendo su bolsa firmemente. Las pieles que tanto le había costado transportar hasta Troyes por fin le habían dado un beneficio. Unos proveedores del obispo las habían sopesado y manoseado, incansables, buscando una tara, una mancha, algún agujero por el cual obtener un precio a la baja. Habían dado su brazo a torcer hacia sextas; a esa hora, la mitad de los demás comerciantes de pieles ya no tendría género, y cuanto más tiempo perdieran, más menguaban sus posibilidades de adquirir el material a buen coste. Y no había pieles tan inmaculadas en la feria como las que llevaba Ferrat, fruto de sus denuedos con los bárbaros cazadores del norte. Paseando entre la algarabía que se desbordaba por las calles de Troyes, se dirigía a la casa que los mercaderes venecianos poseían en la ciudad, para reunirse con su criado y cerrar cuentas. Saludó benevolente a un par de cantineras de turgentes pechos que salían a captar clientes, y se dijo que por la noche bien se merecía una placentera visita por esos andurriales. Su viaje había tenido éxito, aunque no había empezado de forma tan halagüeña. El percance de Chartres le había costado un disgusto, pues el extravío de un caballo no era asunto de poca monta: se había visto obligado a alquilar una mula para poder transportar todo su género, y a pesar de que molía a palos a su criado con regularidad, en concepto de castigos atrasados, la pasajera satisfacción que eso le producía no conseguía atenuar la pérdida del caballo. Un animal de pelo oscuro, prácticamente árabe (o así se lo habían vendido), capaz de pasar días comiendo hierba seca y bebiendo agua embarrada. Un ejemplar digno de un rey: le parecía verlo aún, relinchando con orgullo, sus fuertes patas golpeando el suelo. Renaud se detuvo súbitamente. Cerró los ojos, volvió a abrirlos y los cerró otra vez. No era un sueño. Allí, atado a un poste, manso como un corderito, estaba su añorada posesión. Apretó el paso hacia la esquina, y se plantó frente al animal.

—¡Milagro! —exclamó con fervor.

Alargó la mano para tomar las riendas del caballo.

—Excusad —interpeló una voz a sus espaldas—. ¿Qué estáis haciendo?

 

 

Gui soltó un juramento, cansado. Las expediciones en busca de artistas callejeros para la corte de la condesa estaban a la orden del día en época de ferias, pero cada vez era más difícil contentar el caprichoso carácter de la dama. Cuando llevaban malabaristas, quería juglares, y si alguno desafinaba o tocaba con once dedos, entonces pedía actores y poetas, que terminaban por aburrirla con largos versos sobre la historia de los héroes de la Antigüedad. Sin embargo, sabía bien que no podía volver al castillo sin un par de voluntarios; la condesa no lo hubiera permitido. Afortunadamente, había siempre nuevos candidatos que, al distinguir la enseña plateada y azul de Champagne que pendía de su silla, se lanzaban desenfrenadamente a ejercer sus artes, con la esperanza de que el guardia del castillo se detuviera y les hiciera una seña para reclutarlos.

Gui observó detenidamente a dos malabaristas que hacían voltear pesadas mazas de madera en el aire, en el centro de un corro. El espectáculo era vistoso, pues los dos artistas se habían esmerado con sus trajes: en los habituales colores verdes, rojos y amarillos, habían bordado aquí y allá unos pocos y finísimos hilos plateados, que brillaban al sol y conferían originalidad al conjunto. Sin embargo, Gui sabía que a la condesa no le complacían en exceso las actuaciones físicas —recordaba sus bostezos de la temporada anterior, frente a dos esforzados bailarines del norte que, a pesar de sus prodigiosas piruetas, pronto fueron despedidos de palacio— y que en cambio favorecía a los que declamaban poesía o componían melodías. Soltó un bufido. Estaba cansado de recorrer Troyes arriba y abajo. No era fácil encontrar juglares ingeniosos o buenos poetas: si así fuera, los obispos y los príncipes no pagarían tan buenos sueldos para que los mejores trovadores se quedaran en sus cortes, y disfrutar de su hábil ingenio. Unas palabras bien trenzadas o una dulce tonada podían convertir una cena ordinaria en una velada memorable, teñida con el recuerdo de las gestas heroicas de un Alejandro, o los amores desgraciados de un caballero y su dama. Pero por cada diez acróbatas, saltadores o trapecistas que Gui encontraba a puñados en los aledaños de la Grande Rue, sólo lograba dar con uno o dos buenos trovadores. Y, a menudo, ni siquiera ésos estaban a la altura de los poetas residentes de la condesa. Se dio la vuelta y reemprendió la marcha, ascendiendo por la vía principal de la ciudad. Tocaron nonas, y aceleró el paso. Pronto tendría que regresar al castillo, y volver con las manos vacías representaría perder un día entero. A medida que se acercaba a la iglesia de Saint-Jean-au-Marché, crecía su intranquilidad. Poco a poco, sin embargo, su ánimo fue calmándose como por ensalmo. Por encima del griterío de humanos y animales, se abría paso una suave pieza, un poema a medias entonado y narrado, con la única música de una flauta por todo acompañamiento. Era como una lluvia fresca cayendo sobre la tierra y a la vez emergiendo de ella. Una ancha sonrisa se extendió por el rostro de Gui, y avanzó decidido hacia el origen del son.

 

 

—Este caballo me pertenece —afirmó Ferrat, indignado—. ¿De dónde lo habéis sacado?

Hazim y Aalis intercambiaron una mirada, inquietos. El hombre que los interpelaba no tenía aspecto de ser un fullero tratando de aprovecharse de dos recién llegados; al contrario, sus ropas estaban limpias y eran de buen paño, y su oronda panza era prueba palpable de que no pasaba penurias. Colgaba de su cintura una bolsa que, a juzgar por su peso, le daría buenos rendimientos durante el invierno. Tenía, en definitiva, la apariencia de un mercader. No había ningún motivo para que iniciara un altercado por el caballo de unos artistas ambulantes, a menos que realmente fuera el suyo. Por otra parte, hasta que no reunieran una cantidad suficiente, el animal era la única seguridad con la que podían contar, pues si menguaba la generosidad de los viandantes, siempre les quedaría la opción de venderlo. No les hizo falta formular estos pensamientos en voz alta: los dos sabían ya lo que era el hambre y el frío, y las dificultades a las que se verían enfrentados si perdían el caballo. Les bastó una mirada para decidirse. Mientras Aalis se recogía apresuradamente los faldones del hábito y se izaba sobre el caballo con agilidad, Hazim exclamaba con una amplia sonrisa:

—Sin duda os confundís, maese. Venimos de un largo viaje, y este animal es una herencia familiar. ¡Que tengáis un buen día!

Y desatando las riendas del caballo, hizo ademán de alejarse como si tal cosa. Sin embargo, Ferrat descargó su mano en el hombro de Hazim, deteniéndole:

—No tan de prisa, ladronzuelo. —Y acto seguido, a pleno pulmón, gritó—: ¡A mí la guardia de ferias! ¡Al ladrón! ¡Mi caballo!

La febril actividad de las calles comerciales de Troyes no se detenía por cualquier nimiedad. Un robo capturaba siempre el interés de las comadres y los vendedores, pues nada hay más fascinante que asistir a los forcejeos de los demás, pero en un solo día se oían cien alarmas similares de desprevenidos visitantes que descubrían la mano larga y los dedos aún más largos de los profesionales del robo que solían acudir a las ferias como moscas a la miel. Así, bolsas de monedas, paños, pieles y hasta sacos de grano y algún que otro animal de granja desaparecían de la vista de sus legítimos propietarios sin que éstos pudieran hacer nada, excepto quejarse al conde y recuperar una parte del valor de su mercancía. Sin embargo, era más escasa la oportunidad en que el hurto se descubriera cuando el ladrón aún estaba manos a la obra. Y, por si fuera poco, en este caso el objeto en cuestión no era pequeño, ni de poca importancia: un caballo, nada más y nada menos. La llamada de Ferrat atraería pronto a los guardias de la feria, que apenas ese mismo año el conde de Champagne había nombrado para mantener el orden y garantizar la seguridad de las transacciones. Los dueños de las tiendas cercanas se acodaron en sus ventanas, dispuestos a no perderse detalle. Algunos paseantes buscaron un hueco donde acomodarse para asistir al desenlace, y una matrona sacó una zanahoria de su cesta, mordiéndola con apetito. Una pandilla de chiquillos rodearon a la pareja y a su acusador, sumándose al bullicio de los perros famélicos que ladraban, como si se añadieran al espectáculo. Ferrat agarraba las riendas del caballo y, al mismo tiempo, sujetaba a Hazim, que se debatía en vano. El caballo relinchaba, nervioso por la algarabía, mientras Aalis trataba de apaciguarlo, sin éxito.

De repente, el corro de gente que asistía a la escena se esponjó y se alborotó, como un nido de hormigas en el que empiezan a caer gotas de lluvia. Con paso firme, seis guardias de feria se abrieron paso a empellones, avanzando con sus picas en alto. Los guardias enmurallaron rápidamente a Ferrat y a los dos jóvenes, y a un grito del jefe de la patrulla, se detuvieron como estatuas de piedra. Un murmullo recorrió a los curiosos, cuya agitación se apagó con la pregunta del guardia de feria:

—¿Qué sucede?

—¡Este caballo es de mi propiedad! —exclamó Ferrat, asiendo aún las riendas.

—¿Es cierto eso? —El guardia se volvió hacia Aalis y Hazim.

—Nos lo encontramos sin dueño —respondió Aalis, prudente.

378

 

—Pues tiene uno, y soy yo —refrendó Ferrat.

—¡Eso habrá que verlo! —intervino Hazim—. ¿Quién nos demuestra que no mentís?

—Rata endemoniada, ¿cómo te atreves a insultarme? —explotó Ferrat—. Tendrías que estar agradecido de que estas buenas gentes no te hayan degollado aún.

—¡Basta! —intervino el jefe de la patrulla. Estudió el rostro congestionado de Ferrat, la expresión inquieta de Aalis y la desafiante actitud de Hazim. Finalmente, dijo—: Como quiera que todo se reduce a demostrar la propiedad del caballo, o bien alguno de vosotros aporta una prueba o bien acordáis una compensación para el que se vaya con las manos vacías. Ésa es la ley de la feria.

—¡Compensación! —farfulló Ferrat, al borde de la congestión—. ¡Me roban el caballo y además tengo que recompensarlos!

—No he dicho eso —atajó el guardia, sombrío—. Pero tenéis que arreglaros aquí y ahora, o tendré que escoltaros hasta las mazmorras del conde. No puedo permitir este alboroto en la Grande Rue.

—Mi caballo no tiene precio —declaró Ferrat.

—Tampoco tenemos dinero para pagar a este hombre —protestó Aalis—. Aunque quisiéramos aceptar ese arreglo, no tenemos con qué.

—Entonces, ya está decidido —zanjó el guardia. Uno de los soldados de la patrulla tomó las riendas del caballo. El animal relinchó nerviosamente y el hombre estiró de las bridas con violencia. Un par de niños correteaban cerca de los soldados, y uno de ellos se escurrió entre las patas del caballo. Al percatarse, el soldado trató de apartar a la criatura, infructuosamente. Aalis se deslizó entre las patas y empujó al niño a un lado; en ese momento, el animal se encabritó y, lo último que vio la muchacha, fue uno de los negros cascos a punto de golpearle la frente. Con todas sus fuerzas se lanzó rodando a un lado, antes de perder el conocimiento.

El barullo se había disipado. La gente había continuado con sus quehaceres después del entretenimiento momentáneo. Dos soldados habían logrado calmar al animal. Ferrat seguía plantado al lado de su caballo, mientras Hazim se inclinaba sobre Aalis, tratando de que recobrara la conciencia y cubriendo su rostro lo mejor que podía. No era el mejor momento para que se descubriera que viajaba con ropas de hombre.

—¡Maldita sea!

El jefe de la patrulla masculló para sí. Lo último que quería era causar heridos en una disputa callejera. Aún cavilaba sobre lo que debía hacer cuando le saludó una voz harto conocida:

—¡Eh! ¿Qué es este alboroto? —preguntó Gui.

—Un mal asunto —contestó resignado el guardia a su compañero, con el que había compartido muchas noches en vela en las torres de vigilancia que salpicaban las murallas de Troyes—. Una acusación de robo; pero ahora tengo a uno de los supuestos ladrones herido. No sé si enviarlo al hospital de Dieu o llevármelo al castillo. O dejarlo aquí, claro está.

Gui echó un vistazo distraído. No era el primer desgraciado que terminaba con un hueso roto, o la bolsa vacía, a causa de un mal encontronazo. Sin embargo, en cuanto reparó en la figura tendida en el suelo y su compañero moreno, maldijo su mala suerte por lo bajo.

—¿Es grave? —preguntó.

—No creo. El golpe sólo le ha rozado —repuso el guardia—. ¿Por qué?

Su amigo frunció el ceño y guardó silencio. Al cabo de un instante, una sonrisa iluminó su cara.

—Hazme un favor —pidió—. No pierdas de vista a este par. Si tienes que meterlos entre rejas, hazlo. Pero sobre todo no los sueltes.

—¿Por qué? —preguntó, curioso, el otro—. ¿Es que sabes a ciencia cierta que son ladrones?

—¿Ladrones? ¡Qué me importa a mí si son ladrones! ¡Como si son los mismísimos hijos de Satán! —exclamó Gui de buen humor—. Gracias a ellos, me ganaré la gracia de nuestra condesa. Avísame en cuanto pueda hablar con ellos, ¿de acuerdo?

—Como quieras.

El jefe de patrulla se encogió de hombros. Hizo una seña a sus hombres y dos de ellos cargaron el cuerpo de Aalis sobre el caballo. Otros dos se situaron a ambos lados de Hazim y Ferrat y, con una ligera presión de sus picas, los instaron a caminar. El comerciante protestó, con grandes gritos:

—¡No tenéis derecho! ¡Soltadme!

La comitiva empezó a avanzar atropelladamente por la Grande Rue.

 

 

—¿Sabes, compaign, que el tiempo pesa cada día más sobre mi ánimo? —suspiró L'Archevêque, pensativo. Los dos soldados caminaban por el mercado de Saint-Jean, después de dejar sus monturas en unos establos cercanos. Auxerre le echó un vistazo, escéptico, para volver a concentrarse en las siluetas y los rostros que le venían al paso. En la abigarrada vía era difícil discernir quién se ocultaba, con la testa baja y el paso rápido, o quién sencillamente corría de recado en recado, para llegar al hogar antes de que cayera la noche, y con ella sus peligros. Louis se detuvo frente a una parada de frutas y tomó una manzana, lanzando una moneda de cobre a la tendera. La mordió con apetito, y prosiguió, como si el otro le hubiera contestado—: Es cierto, te lo aseguro. Ha llegado por fin el momento en que esto —e hizo un gesto que abarcaba toda la vida desbordante de la cour de la Rencontre, la plaza a la que acababan de llegar— me parece un lugar donde ya he estado, y que nada nuevo ha de ofrecerme. Pero tengo un buen presentimiento con esta ciudad.

Auxerre se volvió hacia el otro, cruzándose de brazos. L'Archevêque hizo caso omiso de la impaciencia del capitán, y prosiguió:

—Estos últimos tiempos he reflexionado mucho. Cuando todo esto acabe, para mí se habrán terminado también los días despreocupados. Estoy cansado de mujeres fáciles y de tener siempre la bolsa vacía. —El soldado exhaló un profundo suspiro—. Necesito una heredera dócil y paciente, que me acoja en su hogar y en su seno. Preferiblemente primero en este último, porque tampoco quiero una urraca por señora, si hemos de envejecer juntos.

—Louis. —El capitán le interrumpió, al borde de la exasperación—. Escucharé todas tus cavilaciones frente a una jarra de cerveza. Pero de momento, por lo que más quieras, ¡ahórramelas!

—Está bien, está bien —refunfuñó L'Archevêque. El resto de sus protestas se confundió con un ensordecedor griterío, y el ruido de cascos y de pasos inundó repentinamente la cour. Una patrulla de guardias del conde avanzaba por el cruce de la Grande Rue, seguida por una pandilla de mocosos que jaleaba a los soldados. Un hermoso caballo negro abría el paso, y arrastraba un cuerpo inerte, que reposaba sobre dos estrechas tablas de madera sujetadas con cuerdas a las cinchas del animal. Dos perros macilentos acompañaban a la patrulla, sin cesar de ladrar. A un lado, desfilaba un muchacho de piel oscura y al otro, contrito y lamentándose, un hombretón grueso, ambos con las manos atadas a la espalda. El grupo se alejó por un recodo y se perdió de vista, pero no antes de que L'Archevêque pudiera vislumbrar el rostro de uno de los prisioneros.

—¡Ferrat! Ese hombre es el mercader de pieles que nos acompañó hasta Chartres —exclamó—. ¿En qué desaguisado se habrá metido ahora? Si ése es el caballo que perdió...

Se volvió hacia el capitán. El otro tardó un momento en responderle y, cuando lo hizo, su voz procedía de un lugar lejano, donde entrañas y esperanza se fundían en un dolor ciego:

—No lo sé, ni me importa. —Apretó los dientes y dijo—: En esa litera he visto a Aalis. No sé si viva o muerta, pero tengo que ir por ella.

Hizo ademán de partir en la dirección por la que había desaparecido la patrulla. Louis lo detuvo:

—¡Espera! ¿Qué harás? ¿Pelearte con los soldados, en medio de toda esa gente? No vas a conseguir nada, y además....

—¡Te digo que no me importa! —rugió Auxerre, zafándose de su amigo—. ¡Déjame pasar!

—¡Piensa, maldita sea, piensa! —gritó Louis, desesperado.

El semblante ceñudo de Auxerre no presagiaba nada bueno: la piel morena por los días pasados cabalgando al sol oscurecía aún más su expresión, y hacía mucho que Louis no veía los ojos del capitán, habitualmente tranquilo, despidiendo furia y tormento a partes iguales. Sin embargo, en lugar de abandonarse al impulso de empujar a su compañero e ir en pos de los soldados, Auxerre descargó su frustración a golpes contra un barril desvencijado, que quedó hecho trizas en un rincón. Luego, inspiró profundamente y sentenció:

—Nadie se molesta en transportar un cadáver.

—Exacto —confirmó L'Archevêque.

—Por lo tanto, aún vive. Y por algún motivo, está presa —continuó Auxerre, más calmado.

—Debemos averiguar por qué —asintió Louis.

—No —dijo Auxerre, tajante—. Debemos liberarla.

 

 

El abad de Mont-Froid salió de la cámara en dirección a la sala de audiencias, y el cansancio se hizo dolorosamente presente en sus huesos. Apenas había tenido tiempo de recuperarse del intenso viaje hasta el campamento de Enrique II, y desde allí había partido hacia la corte del conde de Champagne. Los últimos meses se le antojaban un desfilar de caras y súplicas, negociaciones infructuosas y resultados descorazonadores. Y el último fracaso, como le había informado la noche anterior Guillermo de las Blancas Manos, un antiguo compañero de la escuela catedralicia y a quien le unía una buena amistad que mantenían viva gracias a una rica correspondencia. Era él quien había sugerido la visita de Walter Map, el correo del rey inglés, a Champagne, con la esperanza de que las sutiles palabras del clérigo, o tal vez la rica bolsa del monarca Plantagenet, convencieran a su hermano el conde de poner su prestigio y su poder al lado del atribulado rey de Inglaterra, decantando así decisivamente el litigio que enfrentaba a éste con sus díscolos hijos. Por lo que Guillermo le había dicho al ponerlo en antecedentes de la situación, Walter Map no había tenido éxito, antes bien al contrario, pues su presencia en la corte incomodaba al conde Enrique, y el clérigo inglés le había expresado a Guillermo su convencimiento de que más le valía abandonar aquel lugar antes de que el desagrado del conde se tradujera en una consecuencia menos deseable. Ahora, el abad se apresuraba para aprovechar lo que quizá fuera la última oportunidad de que dispondrían antes de la conferencia que Enrique II organizaría en Gisors. Allí se decidiría el destino de los dos reinos, la paz o la guerra, la vida o la muerte; y por primera vez en mucho tiempo, Hughes de Marcy no sabía qué iba a suceder. Atravesó la gran sala del palacio condal sin apenas ver las hermosas guirnaldas de rosas blancas que decoraban la estancia para el festín de la noche. En el otro extremo, tres hombres esperaban al abad.

 

 

Jehan, el carcelero, se rascó la barba, dubitativo. Los guardias se miraron, nerviosos.

—No sé dónde voy a meterlo. Hoy, las mazmorras están al completo.

—¡Pues tendrás que buscarle un hueco! —exclamó uno.

Los tres se volvieron para mirar al prisionero, que seguía taciturno, ajeno al problema que su presencia causaba en la cárcel. Había recibido un fuerte golpe en la frente, y aún tenía un poco de sangre reseca en la sien y en la barbilla, pero todavía no había abierto la boca. Tenía las manos atadas con una cuerda.

—Estará loco. Mandadlo al hospital de Dieu, o expulsadlo de la ciudad.

—¡No! El arzobispo ha exigido que lo pusiéramos entre rejas —explicó una vez más el soldado—. Piensa pedirle una compensación. Al parecer, el criado era un regalo del conde.

—Ese de ahí no es ningún criado —dijo el carcelero, suspicaz—. He visto muchos, y todos lloriquean y suplican en cuanto los pillan.

—Sea como sea, nosotros no podemos quedárnoslo —quiso zanjar el soldado.

—¡Ni yo tampoco! —replicó Jehan.

No le gustaba que vinieran de fuera a mandar en su cárcel. Era su pequeño territorio, y allí decidía y deshacía solamente él. Las ferias solían ser una época habitualmente intensa, pues las cuatro mazmorras con las que contaba la prisión condal se llenaban pronto de rateros, alborotadores y mendigos que alteraban el orden. Afortunadamente solían salir igual de rápido, gracias a la somera justicia que se repartía en audiencia pública o privada, según el caso, frente al propio conde de Champagne. Sin embargo, esa tarde todo parecía conspirar para que su cárcel no fuera el oasis que Jehan estaba acostumbrado a gobernar. Echó un vistazo hacia sus habituales: un mendigo que tenía la mala costumbre de escupir a los paseantes y un incorregible ladrón que jamás lograba salirse con la suya, pues su cojera le impedía huir a tiempo, estaban encadenados en un rincón. En la celda que habían construido hacía poco, con impenetrables y costosas barras de hierro, estaba el extraño trío que había llegado a mediodía: un moro, un hombre que decía ser mercader y no cesaba de lamentarse de su suerte (hasta el punto que Jehan se inclinaba por soltarlo, aunque sólo fuera para dejar de oír sus quejidos) y un muchacho que aún no se había movido desde que lo depositaran en el suelo, inconsciente. Chasqueó la lengua. Prefería mil veces un asesino confeso o un ladrón. Con ésos sabía uno a qué atenerse. El soldado insistió, más nervioso:

—Venga, Jehan. En esa celda cabe uno más.

—Esto es muy raro —declaró el carcelero, acusador—. Me estáis ocultando algo.

Los soldados intercambiaron una mirada y, finalmente, uno de ellos se encogió de hombros y confesó, refunfuñando:

—Está bien, maldito viejo. No se te escapa nada. —Rebuscó y sacó cinco deniers, que entregó a Jehan—. El arzobispo ha sido generoso. Aquí tienes tu parte.

El carcelero se guardó las monedas en la bolsa. Levantó la cabeza y estudió al prisionero una vez más. El otro seguía sin despegar los labios.

—Sigue sin gustarme —dijo—. Pero un arzobispo es un arzobispo.

Los otros dos soltaron un suspiro, satisfechos, y dieron media vuelta. Jehan hizo una señal a su ayudante, que descorrió el cerrojo y empujó al prisionero al interior de la celda. El moro y el mercader miraron con curiosidad al recién llegado, que había caído de rodillas al lado del tercer prisionero y, como él, tampoco se movía.

Desde la esquina, Louis observó a los dos soldados saliendo de la prisión. Por el momento habían tenido suerte. Ahora, sólo quedaba esperar.

 

 

—No puedo hacer nada —declaró el conde de Champagne, irritado. Le disgustaba tener que negarse a la petición de su hermano, pero no le quedaba más remedio—. Tened presente, señores, que mi esposa es hija del rey de Francia. Por mucho que me repugne la lamentable discordia que acosa a Enrique de Plantagenet, ya me he comprometido demasiado al no expulsar a su mensajero de mis tierras.

Walter Map guardó un prudente silencio. Su momento de hablar ya había pasado, con escaso éxito, y estaba en manos de otros la decisión que había de dictar sus pasos. El arzobispo de Reims se armó de paciencia.

—Enrique, eres el señor más poderoso del norte de Francia, y si tú lo ordenaras, Sainte-Noire sería el bastión de paz que impediría un conflicto más largo. Ninguna enseña ondearía allí, ninguna tropa cruzaría esa tierra en dirección a Normandía o París. Nadie puede negarse a obedecerte.

—Tus ansias de paz te ciegan, Guillermo —replicó el conde—. No creo que a nuestro hermano Thibault le complazca que me inmiscuya en los asuntos de sus vasallos. Le Perche le rinde homenaje, y tal como están las cosas, es Rotrou quien posee la ventaja y el derecho a decidir con quién se alinea.

—Permitidme, sire —intervino el abad de Mont-Froid, que se había mantenido al margen hasta entonces. Una sospecha atenazaba su garganta, pero antes de desesperar debía confirmarla—. Me sorprende oíros decir eso. En todo caso, es el castellano de Sainte-Noire quien debe afirmarlo. Aunque un vasallo debe obediencia a su señor, existen dudas acerca de que Rotrou du Perche haya recibido ese homenaje del dueño de Sainte-Noire, por la sencilla razón de que aún no se ha localizado a la verdadera...

—Sí, estoy enterado de esa historia —atajó el conde—. Pero debéis saber que yo mismo he sido testigo de esa ceremonia de vasallaje.

Un silencio pesado como el plomo cayó sobre los tres hombres. El abad meditó un instante antes de hablar:

—He de entender que os referís a la viuda de Sainte-Noire, dame Jeanne.

—Estáis mal informado. Dame Jeanne ya no es viuda; ha contraído nuevas nupcias con Gauthier de Souillers —respondió Enrique—. Ambos besaron las manos del conde de Le Perche, en esta misma sala, hace apenas dos días. Después de eso, Rotrou me comunicó su intención de ceder el paso por sus tierras a los ejércitos del rey de Francia, y partió de inmediato hacia el sitio de Rouen. Como veis, tengo las manos atadas. —Se volvió hacia su hermano y exclamó—: Maldita sea, Guillermo. No debería estar revelando nada de esto delante del enviado del Plantagenet. Sabes tan bien como yo que la paz y la prosperidad de mi provincia se sostienen gracias a que nadie me considera su enemigo. De mí depende conservar esa independencia, y cualquier solución que no me obligue a decantarme por ningún bando es la mejor para Champagne.

—Te equivocas —objetó Guillermo—. Esta vez, lo mejor para ti y tus vasallos hubiera sido que no dejaras esa decisión en manos de otro. Tenías que haber esperado, Enrique.

—¿A qué? —le recriminó el conde—. ¿A tener al rey inglés a las puertas de mis ciudades, como le sucede a Luis? O peor aún, exponerme al desagrado del rey y de nuestros parientes de Blois. No, hermano. Mientras Rotrou controle Sainte-Noire, repito que nada puedo hacer.

Guillermo no respondió. Sabía bien cuándo su hermano había dicho la última palabra, y lo desaconsejable que era tratar de contradecirle. Miró a su amigo Hughes. El abad de Mont-Froid bajó la cabeza, desanimado. Allí se detenían todas sus esperanzas, los deseos que habían alimentado sus acciones desde que, hacía una eternidad, Philippe de Sainte-Noire se había sentado en su refectorio para hablar del futuro. Rotrou había sabido jugar bien la carta de dame Jeanne, pues dado que él no podía convertirla en su esposa, nada más fácil que organizar una unión entre la viuda y algún caballero de su confianza. El golpe de genio había sido utilizar al vástago Souillers, reforzando así la posición de Rotrou como señor de los dos vasallos a la vez. Era una victoria indiscutible, y como tal debía reconocerse.

El ominoso silencio que cayó sobre los cuatro hombres se prolongó durante un buen rato. A pesar de que todo se había dicho, era como si los participantes del encuentro presintieran que, al dar por cerrada la reunión, las palabras no podrían retirarse, los hechos tendrían que ser aceptados, y ya no habría posibilidad de dar vuelta atrás: la losa de la realidad aplastaría los sueños de paz que habían erigido antes de llegar a ese punto. El propio conde, aun convencido de que la decisión que había tomado era la única vía para asegurar el bienestar de los habitantes de Champagne, no podía apartar de su ánimo la incómoda sensación de que su hermano, y los dos clérigos que lo secundaban, tenían razón: que las puertas de la paz se habían cerrado del todo, y que era su mano la que sostenía la llave que podía volver a abrirlas. Se dio la vuelta hacia los demás, y trató de imprimir una cierta despreocupación en su voz:

—Señores, no dejemos que esto empañe vuestro recuerdo de Champagne. Os conmino a que disfrutéis al menos del banquete de esta noche. —Se dirigió a Walter—: En cuanto a vos, no os oculto que celebraré vuestra partida cuanto antes, pero no por ello os privaría de una digna despedida. No permitiré que la hospitalidad de mi corte se vea mermada por las desgraciadas circunstancias que rodean vuestra visita.

Walter Map asintió. Estaba de acuerdo: no podía quedarse por más tiempo. Su visita había consumido demasiadas energías, y lejos de dar frutos, su presencia allí comprometía al rey Enrique, y también al conde.

—Agradezco vuestra gentileza, sire. Mañana al alba ensillaré mi caballo, pero esta noche será un placer asistir a los festejos.

—¡Espléndido! —exclamó el conde—. Allí nos veremos, pues.

Los otros tres se inclinaron respetuosamente, hasta que desapareció tras las cortinas de su recámara. En cuanto se quedaron a solas, el abad de Mont-Froid dijo:

—Todo está perdido.

Walter Map no pudo encontrar ningún motivo para contradecirle.

 

 

—Estarás complacido. —El desprecio impregnaba la voz de dame Jeanne. El agua del barreño se agitó como si la furia de su usuaria se transmitiera a su contenido. Se frotó cuello y hombros con un paño humedecido, sosteniendo la mirada de Gauthier, desafiante—. Todo ha salido según calculabas.

—Las mujeres decentes llevan una túnica cuando se bañan —dijo éste, por toda respuesta.

—Y sólo los cerdos se quedan a mirarlas —espetó Jeanne, levantándose bruscamente y saliendo de la tinaja.

Gauthier la odiaba. Le repelía el ardor que sentía en las venas cuando contemplaba la piel suave de la que ahora era su esposa. Se arrepentía de haber albergado cualquier sentimiento respetuoso hacia una mujer que en nada le había correspondido, excepto con excusas y largas; sobre todo porque otro hombre se le había adelantado, con menos miramientos y más viveza, poniéndolo en ridículo y burlándose de su hombría. Rotrou había llegado a Sainte-Noire, con sus soldados y su despliegue de poder, y Jeanne no había dudado un momento en convertirse en su amante, olvidando todas las promesas y los planes que había hecho junto a Gauthier. La repugnancia que despertaba en él convivía con el deseo de humillarla; y por eso la había desposado. Pensaba hacerle pagar su ridículo, con creces, cada día que le quedara de vida. No pasaría una hora en la que Jeanne no lamentara haberlo engañado. Pero tenía que ir con cuidado, y no excederse: no quería que ella llegara a huir y escapar de su yugo. Al fin y al cabo, Sainte-Noire bien merecía paciencia, y quizá algún día no muy lejano el dulce rostro de Jeanne terminaría deformado, como el de su padre.

—Date prisa —se limitó a decir, mientras salía—. No podemos hacer esperar a los condes.

Jeanne no se dignó volverse hasta que oyó los pasos de su marido perdiéndose por el corredor. Se enfundó una camisa larga, tomó un peine de marfil finamente trabajado, y empezó a desenredarse el pelo. El hermoso objeto había sido un regalo de Rotrou, uno de los primeros, con los que se había ganado su favor. Lágrimas de rabia acudieron a sus ojos. Tantas cosas habían sucedido desde que despidiera a Gauthier cuando partió en busca de la maldita hija de Philippe: primero, la incertidumbre al no recibir noticias. Luego, la llegada de Rotrou du Perche, que lo había cambiado todo. Comprendía ahora que para el señor de Le Perche ella no había sido más que una distracción en plena campaña, un agradable interludio combinado con el atractivo estratégico de las tierras de Sainte-Noire. En realidad, no se había hecho ilusiones, ni había habido engaño cuando Rotrou le había vertido palabras de miel en el oído, pues los hombres de su rango, y por añadidura casados, sólo prometen momentos y los adornan con obsequios. Pero Jeanne sí había creído en la posibilidad de ser la única entre sus amantes, la primera de las segundas, pero incluso ese pálido privilegio había quedado atrás, perdido en un camino salpicado de mala fortuna que la había llevado hasta el lugar en que se encontraba entonces. Reflexionó, dejando que las púas se deslizaran por entre sus mechones. Después de todo, ella había jugado sus cartas lo mejor que había podido. El niño que crecía en su vientre, el hijo de Philippe, le había servido para ganarse la protección de Rotrou más allá de la primera noche de pasión. El de Le Perche no la había creído, Jeanne lo sabía, cuando le dio la pretendida nueva; pero al fin y al cabo a cualquier hombre le halaga saber que le basta con yacer una sola vez para preñar a una mujer. Jeanne observó el silencio de Rotrou como una ave de presa, hasta que detectó en el conde una sombra de satisfacción, una marea de orgullo que terminó de borrar cualquier duda. Sin embargo, Jeanne maldecía cada noche el único error de su cuidadoso plan. No había previsto que Rotrou querría dar un nombre legítimo a su vástago, y que el único modo de hacerlo era darla en matrimonio, como si fuera una res que hubiera que aparear y cuya voluntad no contaba. A cambio, seguiría conservando el título de castellana de Sainte-Noire, y tendría derecho a ser respetada como tal, pero estaba atada sin remedio a un hombre que la aborrecía y la deseaba a partes iguales. Con el tiempo, esperaba convertir también eso en una ventaja. Jeanne dejó el peine encima del delicado tocador de roble y probó el tacto de la rica madera. Estaba hecha para vivir entre lujos, y por Dios que así sería. Lo primero que haría al regresar sería instalarse en el castillo de Souillers. No quería volver a pisar jamás el suelo de Sainte-Noire.

 

 

Ferrat estaba desconsolado. Su satisfactoria mañana había quedado horriblemente truncada, y sólo daba gracias al Señor de que no le hubieran arrebatado la bolsa de monedas, que no había soltado desde que pusiera el pie en la cárcel. Al menos con su contenido podría comprar las decisiones de jueces, alguaciles o guardias, si se terciaba. Cualquier cosa, excepto pasar una noche en aquel horrendo agujero. Un alboroto interrumpió el torrente de conmiseración al que Ferrat se estaba abandonando. El muchacho árabe y el prisionero recién llegado se habían enzarzado en una discusión.

—¡Os digo que no podéis acercaros! —susurraba furiosamente Hazim.

—No sois nadie para prohibirme eso —replicó el otro, y apartó al muchacho con firmeza. Se inclinó sobre la figura tendida y murmuró, como si recitara una plegaria—: Aalis, despierta. Háblame, ma doussa...

—Auxerre. —Los labios de la joven estaban resecos, pero el solo paso del nombre amado bastaba para reconfortarla. Abrió los ojos, tratando de convencerse, en la oscuridad—. ¿Es cierto, o sueño? ¿Eres tú, estás a mi lado?

—Siempre —contestó el capitán, besando con suavidad la mano de la joven—. Aquí, siempre. —Sonó una nota de metálico dolor en la voz de Auxerre.

—No quería irme —dijo Aalis, llorando quedamente, entre el cansancio y el alivio—. Pero no vi otro modo. Creía que era la única forma de liberarme. ¡Lo siento muchísimo, Auxerre! Nunca he querido hacerte sufrir.

—Lo sé, doussa. —Auxerre tomó a Aalis en sus brazos con dulzura—. Yo tampoco te ayudé cuando debía, pero no dejaré que vuelva a suceder. Lo primero que haremos es sacarte de aquí.

—Disculpadme que interrumpa este reencuentro —dijo Hazim, carraspeando—. Pero no quiero quedarme fuera de ninguna conversación que incluya la mención de una huida.

—¡Hazim! —exclamó Aalis, volviéndose hacia Auxerre—. Viajamos juntos desde Chartres hasta aquí, y me ha ayudado a permanecer oculta. —Bajó la voz, mirando hacia el rincón de Ferrat. El comerciante tenía los ojos cerrados y parecía dormido.

—Os lo agradezco, Hazim —dijo el capitán—. No tenéis idea de cuánto.

—Habéis hablado de escapar —insistió el muchacho.

Ferrat aprovechó el momento para intervenir, haciendo tintinear su bolsa.

—¿He oído fuga? —El mercader agitó frenéticamente las monedas, hasta el punto de que el vigilante golpeó con su pica las barras de hierro para que dejaran de hacer ruido—. Señores, apiadaos de mí, que soy sólo un pobre negociante con mujer y cinco hijos.

—¡No estaríamos aquí de no ser por vos! —exclamó Aalis.

—¿Es eso cierto? —preguntó Auxerre, amenazador.

—No iba a dejarlos escapar con mi caballo —chilló Ferrat. Se volvió hacia Auxerre, para suplicar al recién llegado que no le dejara atrás. Cuando lo vio, se santiguó, exclamando—: ¡Alabado sea el Señor! Vos me conocéis, hemos recorrido juntos el trecho hasta Chartres, y habéis de saber que esto es una injusticia. Por un milagro de nuestra Virgen, logro recuperar mi hermoso caballo, pero estos dos se niegan a reconocer que me pertenece. Decidme, ¿qué he de hacer, cuál es mi única alternativa? Y a pesar de que soy un respetable comerciante, termino entre rejas, junto con los que me han despojado de mis bienes.

—Os está bien empleado —apostilló Hazim.

—De todos modos es cierto que el caballo le pertenece —concedió Aalis—. Y no seria justo que nosotros escapáramos y él quedara atrás.

—No os preocupéis. Si hemos de salir todos, así será —dijo Auxerre, volviéndose hacia Aalis—. Louis tiene indicaciones de venir a por nosotros más tarde, cuando todo el palacio esté volcado en las fiestas de Saint-Remi. —Señaló al tembloroso Ferrat—. Gracias a nuestro generoso pagador, sólo tendremos que ponernos de acuerdo con el guardia, y pagar el precio que pida. De ese modo evitaremos riesgos.

—¿Y si no acepta? —preguntó Aalis.

—Entonces, siempre nos quedan las armas —contestó Auxerre.

Antes de que nadie pudiera responder, se oyó un ruido de goznes. Aalis volvió a cubrirse rápidamente con la capucha del hábito. La puerta de entrada del edificio se abrió, y una patrulla de cuatro guardias se plantó frente a la celda. Jehan abrió la celda con gran ceremonia. El cabecilla del grupo puso un pie dentro, y observó a los prisioneros hasta identificar sus objetivos.

—El moro y el chico —dijo, señalándolos. Uno de los guardias soltó una grosera risotada. Gui se volvió y le propinó una bofetada—. ¡Silencio! Haced lo que os he dicho.

Dos guardias empezaron a arrastrar a Hazim y a Aalis fuera de la celda.

—¡Esperad! —exclamó Auxerre, tratando de impedirlo—. ¿Qué hacéis? ¿Adonde los lleváis?

—Jehan, menuda cosecha tienes hoy —dijo Gui, con una sonrisa de genuina diversión—. ¡Un preso que exige explicaciones! —Hizo un gesto—. Encargaos de él.

—¡No! —gritó Auxerre, forcejeando contra los soldados—. ¡Dejadme, malditos seáis!

La lucha se alargaba cuando de repente uno sacó una pequeña estaca de madera y golpeó al capitán en la cabeza. Éste cayó derrumbado e inconsciente.

—¡Auxerre! —sollozó Aalis, mientras la patrulla seguía empujándolos hacia el exterior.

 

 

En la gran sala humeaba una olla al fuego que despedía un envolvente olor a limpio. Dos criadas removían el agua y echaban jabón por turnos. Encima de una larga mesa había varias fuentes dispuestas, con queso, frutas, hogazas de pan tierno y mantequilla. Gui había despedido a la patrulla y había tomado asiento en una butaca. Aalis y Hazim permanecían quietos, sin saber a qué atenerse. El hombre que los había sacado de la cárcel los estudió durante unos instantes, y por fin habló.

—Tenéis la ocasión de purgar los pecados que os han llevado a la cárcel, y de ganaros además un buen dinero. —Se detuvo para comprobar el efecto de sus palabras. El moro parecía interesado, pero la expresión del otro era dura como la roca—. Decidme vuestros nombres.

—Hazim y Sylva, para serviros —dijo el árabe.

—Yo no sirvo a nadie —dijo Aalis.

—Pues cometes un error, y es un lujo que no puedes permitirte, insolente —espetó Gui.

Le había costado un poco convencer a la condesa de que en una de las cárceles condales se escondían unos artistas dignos de su espectáculo, y no quería arriesgarse a decepcionar a la patrona. Se incorporó y se plantó frente a ellos. El moro parecía tranquilo. Desvergonzado, y probablemente acostumbrado a las palizas, pero sin nada que ocultar. Sin embargo, el otro tenía la mirada huidiza, y estaba inmóvil como una estatua de piedra. Gui se acercó a él; sólo un palmo de distancia lo separaba de la cara del chico, y escudriñó sus ojos en busca de la respuesta al enigma. Gui sabía que se le escapaba algo, y su cometido era descubrir el qué. Quizá el chico tuviera la lepra, y tendría que olvidarse entonces de su dulce cantar. O tal vez sólo era tímido, o de pocas entendederas. Pero cuando por fin vio la verdad en la suave curva de los labios, en las finas cejas y párpados, en el color delicadamente rosado de las mejillas de aquel rostro femenino, se pellizcó el brazo al tiempo que se felicitaba por su buena suerte. Se echó a reír a carcajadas, y empezó a dar palmadas de alegría. Hazim y Aalis lo miraban como si estuviera loco.

—¡Una mujer! ¡Qué buena suerte! —exclamó al fin Gui, complacido.

—Puedo explicarlo —dijo Aalis, con toda la sangre fría de que fue capaz—. Soy una buena cristiana y respeto los preceptos de la Iglesia.

—Por mí como si sois hija de Mahoma, querida —dijo Gui, de buen humor—. Os hice venir a palacio porque tuve la oportunidad de oír vuestra representación en la calle. Durante Saint-Remi, todos los que deseen probar fortuna frente a la condesa y actuar en su corte pueden hacerlo. —Gui se interrumpió con una sonrisa, corrigiéndose—: Todos los que estén a la altura, claro está. Creo que vuestros cantos y música serán del agrado de mi señora, pero el hecho de que pertenezcáis a su sexo la complacerá aún más. Es una gran defensora de las damas, y si lográis vencer a sus poetas habréis ganado vuestra fortuna para siempre. O, al menos, hasta cuando ella desee pagarla.

—¿Nos estáis pidiendo que actuemos para la condesa de Champagne? —preguntó Hazim, incrédulo.

—No —dijo Gui—. Os lo estoy ordenando. Además, después de todo, ¿es que tenéis algún sitio mejor donde pasar la noche? —La mirada de Aalis se endureció—. Me doy cuenta de que en esa celda habéis dejado atrás algo más que rejas y grilletes, y os prometo que si participáis en las festividades, vuestros amigos también serán liberados. Me ocuparé de hablar con la condesa.

Aalis contempló el rostro afable de Gui. No parecía mentir, pero demasiadas veces se había encontrado frente a frente con la doblez más artera. De todas formas, no le faltaba razón: no tenían ningún sitio adonde ir, excepto de regreso a la celda, y allí poca ayuda podrían prestarle a Auxerre, e incluso al desventurado Ferrat. Hazim la miraba, esperando su decisión.

—Que sea lo que Dios quiera —aceptó Aalis, preguntándose si en el futuro lo lamentaría.

 

 

Jehan soñaba que una ninfa venía a por él, y que tras ella traía una hilera de apetecibles criadas cargadas de muslos de perdiz en un lecho de frutas pintadas con dulce miel. Estaba a punto de hincarle el diente a un delicioso muslo, cuando lo despertó un zarandeo impertinente. Abrió los ojos, malhumorado, para ver a un hombre envuelto en una rica capa carmesí, ribeteada con una franja de piel blanca moteada. Llevaba un bastón de madera, en cuyo pomo relucía una piedra de color ámbar.

—Soy el arzobispo de Padua y vengo a por mi criado —anunció el extraño, agitando su bastón.

Sus manos estaban enfundadas en unos finos guantes de piel de cordero, pero aun así ostentaba una opulenta sortija en el dedo índice. Jehan no daba crédito a su buena fortuna. En un solo día, dos sobornos que sin duda le permitirían comprar la compañía de alguna mujer bien formada y abundante vino con que regar la noche. Si no era exactamente lo que había soñado, era lo más parecido. Se pasó la lengua por los labios, y dijo:

—¿A cuál de los dos os referís, señor?

Señaló hacia la celda, donde seguían el mercader y el alborotador, que ya se había recuperado. Este último se acercó a las rejas, y el arzobispo indicó, con displicencia:

—A ese desgraciado. Por muy mal criado que sea, peor es pasar sin ninguno. —Algo le llamó la atención, pues se aproximó a las rejas, aunque con disgusto—. Dios mío, esas ratas son más grandes que los gatos de mi cocina. ¡Haragán! Ven aquí y humíllate, porque de otro modo purgarás tus pecados en esta cárcel hasta que te pudras tú con ellos.

—No te pases, Louis —dijo Auxerre, en voz baja—. Y date prisa. Han vuelto a llevarse a Aalis, creo que a palacio por el aspecto del que lo ordenó.

—¿A palacio? ¿En plena temporada de fiestas? —dijo Louis—. ¿Para qué crees...?

—No lo sé, y eso es lo que me inquieta —respondió Auxerre—. Al fin y al cabo, nada sabemos de Gauthier, y pudiera ser que hubiera venido a pleitear el caso en la corte del conde. Como quiera que sea, esta noche tenemos que entrar en el palacio.

—Y ¿cómo sugieres que lo hagamos? —preguntó Louis, con la mirada centelleante, y susurrando frenéticamente.

—Ya se nos ocurrirá algo —dijo con tono despreocupado su amigo—. Al fin y al cabo, todas las puertas se abren para los arzobispos. —Sonreía, sin embargo, consciente de la dificultad.

—¡Espléndido! Cada vez más divertido, compaign —suspiró L'Archevêque—. No sólo tengo que sacarte de la cárcel, sino que ahora debemos colarnos en la corte de Champagne. Espero que no se te ocurra nada más, porque....

—De hecho, sí: también tenemos que llevarnos a ese de ahí —dijo Auxerre, volviendo la cabeza hacia Ferrat—. No sería justo que lo dejáramos atrás, y gracias a su caballo hemos vuelto a encontrar a Aalis. —Louis lo miraba, entre incrédulo y resignado. Auxerre añadió—: Es un poco largo de explicar, pero tiene una ventaja: posee una bolsa bien surtida, y está dispuesto a utilizarla para liberarnos. —E hizo una seña a Ferrat, el cual desató el cordel de su preciada bolsa y se la entregó, temblando, a L'Archevêque.

Jehan llevaba un buen rato pendiente del arzobispo y de su criado. Tal como su instinto le decía, el supuesto sirviente no estaba encorvado, ni hablaba con la mirada baja, ni desplegaba ninguna de las actitudes propias de un inferior; más bien parecía que estuviera dándole órdenes a su amo. Sus sospechas se vieron incrementadas cuando a ellos se les unió el tercer prisionero, y la confirmación llegó cuando vio a éste entregándole algo al arzobispo. No necesitaba nada más.

—¡Señor! —exclamó—. Apartaos de ahí y mostradme vuestra mano.

—¡Esto es un ultraje! —declaró teatralmente L'Archevêque, ocultando la bolsa a sus espaldas—. No sois quién para ofenderme.

—Esta es mi cárcel, y aquí mando en nombre del conde —dijo Jehan, suspicaz—. ¡Haced lo que os digo o por Dios que terminaréis compartiendo celda con vuestro criado, si tal es!

L'Archevêque retrocedió hasta dar con la espalda contra las rejas, y dijo:

—Si ponéis un dedo sobre mi persona, os excomulgaré personalmente.

Jehan hizo caso omiso de la amenaza. Tomó una ristra de pesadas cadenas que colgaban de un clavo y empezó a avanzar lentamente. Cuando estuvo frente a L'Archevêque, levantó un extremo con el puño y empezó a voltearlas en el aire. El zumbido crecía como una nube de avispas rabiosas acercándose a un panal, y Jehan exhaló un rugido antes de dejarlas caer. No pudo hacerlo, pues Louis se le adelantó, asiendo el bastón con ambas manos y descargando un fuerte golpe en las rodillas del carcelero, que cayó doblado con un quejido de dolor. Al punto, Auxerre estiró los brazos por entre las rejas y aprisionó a Jehan por el cuello, mientras Louis seguía dándole bastonazos y evitando sus patadas. Por fin, el carcelero perdió el conocimiento. Auxerre lo soltó, mientras Louis se hacía con la llave y abría el cerrojo de la celda. El capitán y Ferrat se apresuraron a salir y, junto con L'Archevêque, alcanzaron la salida. Los guardias apenas prestaron atención a la comitiva encabezada por el arzobispo, aunque no pudieron evitar darse cuenta de que llevaba prisa. Al girar el primer recodo, en un rincón entre dos callejuelas, Louis se despojó del llamativo atavío de arzobispo y guardó joyas y bastón en un gran pañuelo, que ató por las cuatro puntas y se colgó al hombro. Ferrat tosió discretamente, y dijo:

—Señores, mi gratitud por vuestra piedad no conoce límites. —Los miró con timidez y preguntó—: ¿Seríais tan amables de devolverme mi bolsa de monedas?

A lo cual Auxerre y Louis se miraron, y el capitán respondió con otra pregunta:

—Ferrat, ¿os gustaría visitar la corte?

 

Capítulo diecisiete

Las antorchas, untadas de grasa, despedían tanta luz que, a pesar del cálido atardecer de Troyes, parecía que el sol también hubiera decidido asistir a la cita. Afortunadamente, las guirnaldas de rosas blancas habían sido suficientes para decorar los ventanales de la sala del palacio; en algún lugar de la despensa, los lirios y crisantemos sobrantes esperaban su turno, por si los cocineros necesitaran algún aderezo de pétalos, o los poetas quisieran tejer una corona floral. Durante toda la mañana, huestes de criados habían sacudido las alfombras y pieles más ricas de los baúles de la condesa, traídas desde Oriente y Limoges, de las fábricas de Flandes e Inglaterra, hasta arrancarles la última mota de polvo, y ahora cubrían la inmensa estancia que acogería el banquete. El único espacio que había quedado descubierto era el de los espectáculos, en medio de las cuatro largas mesas donde se sentarían los invitados, delante de la que presidía la escena. Y aun allí, hierbas frescas rodeaban el círculo donde aparecerían los artistas. Sobre los manteles de hilo bordados con las armas de los condes, que caían hasta rozar el suelo alfombrado, ya reposaban las copas, todas de cristal con pie de plata, a cual de color más bello: verdes, azules, rojos y amarillos refulgían como un arco iris. Recorriendo las mesas como una serpiente perezosa, flores y frutas trenzadas, vasijas de plata llenas de agua, en las que flotaban menta y laurel, y cuchillos pulidos como espejos esperaban la llegada de los comensales. Cuatro sirvientes se ocupaban de espantar a las moscas, mientras los gatos se revolcaban alborozados en las mullidas alfombras. En la mesa de los condes, instalada encima de una tarima, dos tronos de madera y oro, ambos idénticos, desde los cuales se podía avistar cualquier rincón de la sala. Un grupo de músicos afinaba sus instrumentos cerca de la chimenea, en el rincón donde tocarían para amenizar los entrantes. Desde primera hora de la tarde se había ido congregando un grupo de elegantes cortesanos en el patio del palacio, temerosos de llegar los últimos, pues ése era un privilegio que sólo correspondía a los condes. Cada año, las fiestas que celebraba María de Champagne tanto con motivo de las ferias frías como de las caldas, eran la ocasión idónea para que las mujeres de rango sacaran sus sedas y paños más preciados, las diademas y los zarcillos a juego, y recogieran sus cabellos en trenzas para mostrar la blancura de su cuello y brazos. Competirían entre sí por la atención de los poetas y para ser las más admiradas, siempre por detrás de la condesa. Y los hombres, por su parte, aprovecharían para enterarse de las últimas novedades acerca de la contienda entre el rey de Francia y el Plantagenet, y jurarían por la Virgen que sus damas eran las más bellas de la cristiandad.

—No soporto la espera —murmuró uno de los poetas—. Los nervios me matan.

El variopinto grupo estaba reunido en una sala adyacente, tras unos cortinajes de terciopelo, hasta que llegara el momento de su entrada. Gui permanecía de pie, al lado del arco, y contemplaba al nutrido reparto que había logrado reunir para la ocasión. Los malabaristas y atletas siempre ocupaban más espacio, mientras practicaban sus complicadas proezas, subidos a hombros de compañeros y arrojándose mazas a una velocidad increíble. Luego estaban las bailarinas, generalmente muchachas jóvenes y bien formadas, que tendrían que esperar hasta última hora, cuando el vino hubiera remojado suficiente las gargantas y su aparición fuera saludada con gritos de alborozo. No sonreían, para no estropear la capa de polvos y yeso blanco que pintaba su rostro, y parecían aburridas en medio del jolgorio de los músicos y los poetas. Los primeros emitían todo tipo de sonidos, probando las notas más difíciles y ensayando las tonadas hasta la saciedad. Entre los segundos había varias clases, y a Gui le divertía distinguirlos: estaban los consagrados, aquellos que el resto del año residían en la corte y que se sentían humillados por compartir con aprendices y cazafortunas los momentos previos a la actuación. El más callado era Chrétien, que no gustaba de verse exhibido como un animal de feria. Salía y empezaba a recitar, y del taciturno clérigo que aparecía incómodo frente a la concurrencia no quedaba ni rastro al cabo de cuatro estrofas: se transformaba en la historia, y con sus poesías le bastaba para encandilar al público. Era el único que no pedía efectos artificiales: ni troncos con hojas atadas para representar los profundos bosques donde sus héroes se perdían, ni ciervos pintados de blanco como encarnaciones de la Reina de las Hadas, ni criados agitando rojizos retales que imitaran al fuego de los infiernos. El favorito de la condesa construía mundos fantásticos con las manos vacías, y sin más piedras que las palabras. El polo opuesto era Andreas, su más directo competidor por los dineros y afectos de la patrona. También era canónigo, como muchos de los poetas letrados de la corte, pero como solía decir para escándalo de Adam de Perseigne, confesor de la condesa, no ejercía. Sus composiciones no eran tan inspiradas, aunque habría retado a duelo a cualquiera que lo afirmara en voz alta. En contrapartida, era más maleable a los deseos de la condesa, y declaraba que quien pagaba su plato de comida tenía todo el derecho a fijar los límites de sus obras, pues así era con todos los trovadores de bien. De este modo, había aceptado de buen grado redactar las reglas de la corte del amor, ese lugar de fantasía en donde las damas dictaban las reglas y celebraban juicios, y que tanto había complacido a la condesa María, principal inspiradora de la creación, hasta el punto de que, durante la primavera y el verano, se organizaban tales juicios, para diversión de las damas. Andreas actuaba como alguacil de la corte, y se plegaba a los deseos de todo el que le pedía un verso para tal o cual dama. En ese punto, Chrétien también era especial: no le gustaba anunciar el tema de las poesías en las que trabajaba (sobre todo de noche, consumiendo velas para desesperación del tesorero de la corte, que lo instaba a escribir de día para aprovechar la luz natural), y tampoco atendía con agrado las peticiones en uno u otro sentido. Es decir, que si alguien quería escuchar una historia de hadas, optaba por la aventura del caballero de la carreta, que levantaba grandes debates, porque unos decían que un caballero que aceptaba subirse a tan infamante medio de transporte, propio de ladrones y de ahorcados, no merecía ningún honor; y los defensores del anónimo héroe decían que sí, puesto que se había deshonrado por amor, y ésa era la mejor razón de todas. Tal era la indecisión respecto al tema, que el poeta llevaba años puliendo ese romance, reelaborando versos una y otra vez con la esperanza de lograr ese perfecto poema que a todos encandilaría. Y, por el contrario, cuando los cortesanos clamaban por la narración de un torneo, Chrétien volvía la cabeza y procedía a desgranar la historia de Erec y su esposa Enide. Porque otra particularidad del de Troyes era que jamás, jamás, recitaba poemas que no fueran suyos, y eso enfurecía al resto de trovadores que convivían en la corte de Champagne, y que sentían celos de su prolífica producción. Así eran los dos poetas principales, tan distintos como el día y la noche, y también en la espera diferían: mientras Chrétien guardaba silencio absoluto, y hasta cerraba los ojos, Andreas recitaba largos parlamentos, calentando su garganta con tisana de tomillo con miel.

Aalis y Hazim permanecían en el extremo más apartado de la sala. El colorido y la riqueza de los hermosos atuendos que vestían los artistas era deslumbrante, y más aún después de la oscuridad de la celda y las penurias pasadas. El muchacho árabe se sentía cómodo, pues por primera vez la gente que lo rodeaba era perfectamente ajena a su presencia y al color de su piel, y no lo miraban dos veces con curiosidad morbosa. Por su parte, Aalis estaba sentada de cuclillas, recostada contra la pared y absorta. Tenía miedo, y a la vez por sus venas corrían liebres, que llegaban hasta su pecho y tamborileaban sus sienes. Estaba enfadada consigo misma, furiosa por su ingenuidad al pensar que, por el mero hecho de tomar una decisión, todas las dificultades se doblarían como juncos para, como mínimo, dejarla existir con el destino escogido. Al salir de Chartres había creído dejar atrás el pasado: ahora, entre extraños, se veía obligada a revivir su infancia de paz y de cantos al lado de su madre para satisfacer un capricho de cortesano y obtener su libertad. Y no sólo la suya, sino la de Hazim y Auxerre. Sainte-Noire y todos sus fantasmas de felicidad, que tan lejos quedaban y que tanto se había esforzado por olvidar, volvían en tropel para recordarle la miseria y la oscuridad de su vida errante, tan distinta de como se la había representado. Quizá todo estribaba en irse aún más lejos, en poner tierras y campos y ríos por medio. De cualquier modo, ya pensaría más tarde en el futuro. El instante presente reclamaba su atención, la asfixiaba con su urgencia, como un amante impaciente. Lágrimas que no deseaba, que la avergonzaban, anegaron sus ojos. Se limpió con el borde de la túnica que Gui le había proporcionado. Era de hilo blanco, e iba ceñida con una hermosa cinta de cuero oscuro, a la manera griega. Le caía hasta los pies, y Aalis la acarició con suavidad, pues era la primera pieza de ropa fina que tocaba desde hacía mucho tiempo. Era una ironía, una crueldad salir ataviada de ese modo a entonar palabras de amor y melodías de miel; a enfrentarse a un auditorio que había ido a gozar y a reírse, cuando estaba desgarrada a partes iguales por el temor y la alegría de haberse reencontrado con Auxerre.

Trató de calmarse. Ahora, lo único que debía preocuparle era la esperanza de salir airosa y lograr la ansiada libertad.

—Es vuestra primera corte —dijo una voz.

Aalis levantó la vista. Frente a ella, un hombre de aspecto joven pero en cuyo pelo se veían canas, quizá prematuras, la observaba, con un brillo amable en la mirada. A diferencia del resto de artistas, su capa no era de telas finas ni con ribetes de oro: era de lana teñida, sin ningún lujo. No había hecho una pregunta, sino más bien una afirmación. Por algún motivo, a pesar de su expresión afable, Aalis no quiso responder a lo preguntado. No le gustaba pensar que el miedo que se agitaba en su estómago era tan obvio, ni su estado tan transparente. Negó con la cabeza. El otro se acomodó a su lado y, al cabo de un rato de silencio, dijo:

—No sois bailarina, ni tocáis instrumento. ¿Cuál es vuestro arte?

—¿Cómo sabéis que no hago ninguna de esas cosas? —preguntó Aalis, ligeramente molesta.

—Las que danzan tienen las piernas duras como piedras, ya han perdido suavidad en sus carnes. No es vuestro caso. Y no estáis practicando con ninguna viola o flauta o lira, como el resto de músicos. De hecho, habéis venido acompañada de un curioso comparsa —dijo señalando a Hazim—. No suelen verse parejas como la vuestra por aquí, ni aun en esta corte que no cesa de acoger a recién llegados. Así pues, ¿cuál es vuestro arte? —Aalis apretó los labios firmemente, y su interlocutor prosiguió, como si ese gesto fuera la confirmación esperada—: Suponía que la poesía. El silencio y sus ausencias son lo único que nos queda a los que no contamos con otra habilidad. Y a pesar de lo que digan los padres de la Iglesia, es una hermosa combinación: el don de la palabra y la dulce voz de una mujer.

Aalis se volvió a mirarlo, tratando de adivinar las intenciones del desconocido. No parecía que estuviera cortejándola, en absoluto. Aquel extraño, más bien desprendía franqueza, compañerismo y calidez. La joven se dio cuenta de que agradecía la oportunidad de hablar con alguien que no quería conseguir nada de ella, que nada le reclamaba, ni amor ni tierras ni obediencia.

—En realidad, sí es mi primera actuación —confesó—. Jamás he estado delante de tanta gente, ni soy trovadora. Y esta corte es lo más hermoso que he visto jamás.

—Los fastos son el marco, sólo eso. Están para deslumbrar a los invitados, son un despliegue de poder. No debéis preocuparos.

—Gracias por vuestra gentileza con una extraña —respondió con sinceridad Aalis—. Es que... temo que cuando me oigan no vean más que mis temblores, y no ser capaz de revelar la verdadera belleza de las canciones.

El otro asintió, comprensivo.

—Todos hemos conocido ese miedo alguna vez. Concentraos en las palabras y la música, dejaos envolver por ellas. Os acompañarán allá donde tengáis que ir. Recordad los besos más dulces mientras cantéis al amor, y atormentad vuestro espíritu si tenéis que narrar tristes hechos. —Mientras se levantaba, añadió—: En vuestros ojos se ve que habéis conocido ambas cosas; nada más necesitáis.

—¿Por qué me dais estas indicaciones? —preguntó impulsiva Aalis.

—Quizá porque me habéis recordado a alguien —repuso el otro, alejándose—. Os deseo suerte...

Hazim se acercó a Aalis, siguiendo al desconocido con la mirada.

—¿Con quién hablabas?

—No lo sé —respondió simplemente la joven—. Pero tiene buen corazón.

—Esperemos que haya muchos como él en el auditorio —exclamó el chico—. ¿Has pensado ya qué recitarás? Tenemos que fijar una melodía para acompañarla.

—No, aunque tengo varias en mente —dijo Aalis, más animada. Recorrió con la vista la sala que momentos antes se le echaba encima con todo el peso de sus columnas y capiteles, y de repente vio las risas que desgranaban los payasos, oyó los acordes tentativos de los músicos formando una melodía propia, hasta se dejó embriagar por el perfume que se aplicaban las bailarinas; pudo por fin paladear la belleza caótica que impregnaba el lugar. Brillantes los ojos, se volvió hacia Hazim, y los nombres empezaron a brotar de sus labios como cascabeles:

—Está la canción del olifanz, la de los chantars, la de Persevaus....

—¡Detente! —se rió Hazim—. No conozco todas esas canciones; tendrás que decirme si quieres notas dulces o de baile. —Calló un momento y, vacilante, añadió—: Me alegra verte más animada.

—No sé por qué, pero siento como si mi alma se hubiera zambullido en un lago de aguas mágicas, y al emerger se hubieran borrado todo el cansancio y la tristeza que la lastraban desde hacía tiempo —reconoció Aalis—. Ojalá siga así lo suficiente como para obtener nuestra libertad.

—Pronto lo sabremos —dijo Hazim.

En cuanto calló, se oyó el repicar de las campanas de la colegiata de Saint-Étienne anunciando el fin de la misa, y la inminente llegada de los condes de Champagne.

 

 

Ferrat sudaba a mares. La larga capa que Louis había colocado sobre sus hombros tenía cuello de piel de oso blanco, y era de buena lana inglesa. Pese a la corriente que azotaba los corredores de palacio, el mercader estaba sofocado. No sólo se había visto mezclado en el desagradable asunto del robo de su caballo, sino que, a pesar de haber podido escapar de la cárcel, ahora volvía a poner su pescuezo en peligro poniendo el pie en el mismísimo palacio condal. No sabía cómo se había dejado convencer, pero tenía la firme sospecha de que las espadas envainadas de sus dos acompañantes habían jugado un sibilino papel. Y, por supuesto, el hecho de que su bolsa de monedas siguiera en poder del más descarado de los dos, el supuesto arzobispo; porque, sin ese dinero, no había forma humana ni divina de que pudiera volver a su casa. ¿Cómo les explicaría a sus hermanos que lo habían despojado del beneficio de dos meses de viaje? Por no hablar de su amante. Antes prefería morir o terminar encarcelado.

—Y eso es lo que va a pasar —se dijo en voz baja.

—¿Qué murmuráis? —preguntó Louis—. Vamos, amigo mío, levantad vuestro espíritu. —Había recuperado su atuendo de arzobispo para la ocasión, y las sortijas y el bastón relucían a la luz de las antorchas, a pesar de que eran piedras de cristal de roca. Eso sí, talladas por los más hábiles orfebres, podían pasar por ámbar y rubíes. Auxerre era el que iba más austeramente vestido, pero su espada era prueba de que no se trataba de un criado, y cualquier señor de comarca hubiera envidiado su capa de terciopelo negro con bordados de Córdoba, aun si las vivencias de los últimos días la habían dejado un poco maltrecha. Los tres se habían mezclado entre los cortesanos que, como perros de caza atentos a la orden, esperaban el momento de aposentarse en mesas y banquetas y dar buena cuenta de los manjares que la condesa de Champagne había dispuesto para sus comensales. Auxerre y Louis mantenían la cabeza baja, mientras que Ferrat trató de engañar a sus nervios contando las teselas que formaban los mosaicos del suelo. Casi gritó aterrorizado cuando una voz sonó a sus espaldas:

—Me asombra vuestra ubicuidad, capitán. —La serena frase había sido pronunciada por el abad de Mont-Froid. Su expresión sólo denotaba complacencia ante el reencuentro, pero su mente trataba de descifrar a toda velocidad qué significado tenía que Auxerre estuviera allí, bajo el mismo techo que él, esperando para entrar en la recepción—. Unos días ha abandonabais Chartres sin destino conocido, igual que yo. Y ahora, aquí estamos ambos.

—Tenía asuntos que atender en la feria —dijo impertérrito el capitán.

—Nuestro buen amigo Ferrat nos propuso un negocio de pieles que no podíamos rechazar... —apuntó Louis, empujando al mercader hacia adelante. Éste se inclinó, y una gruesa gota de sudor resbaló por su frente.

—Ya veo —dijo el abad, irónico—. Y yo que creía que sólo os concernía un asunto y sólo uno. Qué fugaz ha sido vuestro compromiso con el bienestar de Sainte-Noire.

—El tiempo borra muchas cosas —afirmó Auxerre.

—Muy cierto —convino Hughes.

El capitán esperó. Ni por un momento creía que el abad se dejara burlar por su subterfugio. En el mundo que les había tocado en gracia vivir no existían las casualidades, y promesas como la del capitán sólo se rompían con la muerte. Auxerre guardó silencio mientras el monje cavilaba; tampoco a él se le escapaba que, a su vez, la presencia del abad de Mont-Froid tan lejos de su rebaño debía de tener un poderoso motivo. Como si confirmara sus pensamientos, el abad prosiguió:

—Y aunque no tengáis interés en la muchacha, sin duda será bienvenida la ocasión de reencontraros con el resto de la familia: dame Jeanne y su nuevo esposo.

—¿Dame Jeanne, aquí? —intervino L'Archevêque, incrédulo—. ¿Y quién es el incauto que ha tomado por marido y, por ende, cornudo?

—Un viejo conocido nuestro —respondió el abad, sin dejar de mirar a Auxerre—. Gauthier de Souillers, nuevo señor de sus tierras de resultas de la muerte de su pobre padre, que en paz descanse.

—Eso no sucederá hasta que el Infierno lo vomite de vuelta —exclamó Louis.

Auxerre no despegaba los labios. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo, pero no tenía motivos para dudar del abad, y las implicaciones eran terribles. Si Gauthier y Jeanne se habían aliado, si sus respectivas maldades estaban unidas y consagradas por el lazo del matrimonio, más que nunca Aalis corría peligro y era imperioso que no la descubrieran. Era como si Sainte-Noire y la marea de sus desgracias extendiera sus tentáculos más allá de sus fronteras, hasta alcanzar la rica corte de Champagne. Ni allí estaban a salvo. Hughes esperaba plácidamente, como si estuviera leyendo sus pensamientos. El capitán no se molestó en levantar la vista. Sabía que el abad estaba pendiente de su reacción.

—Me estáis contando esto por una razón.

—Efectivamente. Por muy interesantes que sean los negocios de este amigo vuestro —dijo, señalando con un gesto a Ferrat—, la única explicación de vuestra presencia aquí es que Aalis está cerca. Y creedme si os digo que ésta es la última oportunidad que Dios nos concede para salvar a la muchacha, recuperar su herencia e impedir una guerra abierta.

—¿Por ese orden, abad? —preguntó Auxerre.

—Os imploro que me ayudéis —insistió Hughes—. Esta noche aún habrá tiempo, pero mañana todo saldrá según los planes de Gauthier si no me decís dónde para Aalis.

—Aunque quisiera, os repito que mi deber es para con ella solamente —dijo el capitán—. Pero no quiero engañaros: ignoro dónde está.

—Y, sin embargo, sabéis que está viva. No se tienen deberes hacia los muertos —interrumpió el abad—. Aunque algún día vos jurasteis algunos hacia su padre. —La expresión de Auxerre se hizo de hierro, y Hughes comprendió que se había excedido. No estaba en posición de hacer ningún reproche—. ¡Esperad! Retiro lo dicho. Debéis entender que veros hoy, aquí, esta noche, ha dado alas de nuevo a mis esperanzas, y temo que vuelvan a estrellarse.

Auxerre escudriñó el semblante ansioso del abad, y finalmente asintió.

—Está bien, no tengo por qué ocultaros que la he visto hace poco. Hasta donde yo sé, está sana y salva. Pero es cierto que no sé su paradero.

—Entonces...

La respuesta del abad quedó interrumpida por el estruendo de varios tambores. Los corros de caballeros y damas se abrieron como el mar Rojo, en sendas filas, para dejar paso al cortejo de los condes. María de Champagne resplandecía vestida de plata y azul. Una diadema ornamentada con gemas y lapislázuli adornaba su pelo, y el colgante que lucía en su cuello era de fina plata ribeteada de azul. También de ese color eran las dos rosas que llevaba atadas a la cadena que le ceñía la cintura, y era prodigioso ver la delicada obra de los floristas, que habían sumergido sendas rosas blancas en una cocción de piedras turquesas hasta que los pétalos adquirieron el tono apropiado. A su lado, el conde Enrique se había cubierto con una larga capa de piel curtida, oscura como la noche, cortada de una sola pieza sin pliegues ni hendiduras, ribeteada con colas de zorro blanco. La túnica que llevaba era de hilo blanco con bordados de plata, y en el pecho ostentaba sus armas, una franja de plata entre dos azules. Ambos formaban una digna y hermosa pareja. Una vez hubieron entrado en la sala, seguidos del hermano del conde, los presentes desfilaron a su vez. Se oían alborozadas exclamaciones por parte de las damas al ver las mesas y ventanas bellamente decoradas, y los vítores de apetito de los caballeros, pues por otra puerta que comunicaba con la cocina, situada en el piso inferior, ya aparecían los criados con los entrantes del festín. Parejas de dos y hasta a veces cuatro criados eran necesarios para transportar las inmensas fuentes, algunas recién retiradas del fuego y humeantes, por lo que tenían que sostenerlas con las manos enrolladas en paños húmedos para no quemarse, como las ollas de caldos de carne y verduras del tiempo, o las piernas de cordero al laurel, acompañadas de salsa de almendras y compota de manzanas, peras y ciruelas. Los que llevaban los entremeses, fantasías de flores caramelizadas, lonchas de quesos de Brie calientes y derretidas sobre hogazas de pan, picadillo de hígado con cebolla y judías salteadas, anguilas untadas en manteca y fritas en aceite de pescado y frambuesas en salsa de menta para refrescar el aliento, habían llegado y partido ya: los comensales daban buena cuenta del festín, pero sin apresurarse, ni olvidar que sus anfitriones eran los señores más poderosos en muchas millas a la redonda, y que por lo tanto era la ocasión para hacer gala de las mejores maneras. La conversación se mantenía discretamente, sin gritos ni algarabías. Ya habría tiempo, más adelante, cuando el excelente vino de Beauvais y de La Rochelle especialmente comprado para la ocasión hiciera su efecto y llegasen las deliciosas bailarinas, de dar rienda suelta a la fiesta con las mejillas coloreadas y los ojos vivaces a causa de los tintos, los claretes y los vinos de garnacha. Por el momento, aún se podía escuchar sin necesidad de aguzar el oído la delicada polifonía que flauta, viola, laúd componían, acompañando el recital de dos nuevos poetas que cantaban las alabanzas de Eneas, el hijo de Troya. Los perros del conde andaban demasiado ocupados mendigando huesos y sobras por entre las mesas como para armar ruido con sus ladridos.

Gui observaba la sala sin perderse un detalle, pues su función era coordinar la entrada de alimentos y también asegurarse de que no se producía ningún incidente. La última vez, una dama se había atragantado con un hueso de pollo, y se había visto en apuros para evitar una desgracia. De momento todo había ido bien, a juzgar por el semblante complacido de su señora María de Champagne, quien, desde su trono elevado, contemplaba la sala como una madre mira a sus pequeñuelos, con una mezcla de tolerancia y afecto no exenta de benevolencia. La condesa conocía bien a sus cortesanos, sus virtudes y defectos, y llevaba ya muchos años viviendo en Champagne, que había aprendido a amar. Además, su esposo le había dado una libertad absoluta para convertir un país de costumbres ya de por sí refinadas en la máxima expresión de la cortesía y la belleza, o al menos tan parecido al ideal como fuera posible. Sin embargo, esa noche Enrique estaba sentado a su lado con aspecto preocupado, contestando a los demás comensales con monosílabos y frases cortas, y sorbiendo de su copa de vino, pensativo. María puso su mano en el brazo de su marido, diciendo con suavidad:

—Dime cómo disipar las nubes que cubren tu frente, esposo. Hoy nada parece de tu gusto, y nuestros invitados creerán que te aburres con su conversación o, peor aún, en mi compañía. —Sonreía al decir eso, anticipando la respuesta de su marido.

—Sabéis que no es así, señora —respondió el conde, apretando la mano de su esposa—. Soy yo quien debería excusarse, por traer hasta aquí las preocupaciones del día. Pero corren tiempos difíciles y comprometidos. Vuestro padre sigue empeñado en esa disputa contra el rey inglés, y empiezo a temer los amaneceres, porque cada uno alumbra nuevos problemas.

—Y, sin embargo, cada día encontráis fuerzas para luchar y hacerles frente —repuso María afectuosamente—. Sólo que cuando viene la noche y el momento de gozar de lo que tan arduamente defendéis, las cicatrices aún os escuecen, como si en lugar de vino tomarais sal.

—Porque ni aun en mi propio palacio puedo estar seguro —respondió Enrique, levantando la vista hacia la concurrencia. Se pasó la mano por la frente. Esforzándose por no inquietar a su esposa, besó su mano con gallardía y dijo—: Pero aún tengo ojos para la belleza.

—Entonces espero que disfrutéis del espectáculo. —María de Champagne hizo una seña a Gui—. Me dicen que habrá una sorpresa digna de las cortes mágicas del rey Arturo.

Obedeciendo a la señal, los dos comedores de fuego que habían ocupado el círculo de las actuaciones se retiraron, mientras dos sirvientes recorrían la sala, apagando una de cada dos antorchas. La suave penumbra que cayó repentinamente despertó la curiosidad de los invitados. Se oyeron algunas risas y exclamaciones aisladas, proferidas por alguna dama cuyo caballero se había enardecido merced al vino y a la oscuridad. Dos figuras aparecieron por entre los cortinajes que ocultaban la entrada de la sala adyacente, uno sosteniendo una flauta y llevando una capa negra; su compañero iba con las manos vacías, también encapuchado, aunque tocado de blanco.

Cuando Hazim se echó hacia atrás y aplicó sus labios al instrumento, un rumor recorrió las mesas, pues a pesar de la luz débil de las llamas su piel morena, sus profundos ojos negros y los rasgos árabes de su rostro eran visibles. Las damas situadas en las mesas más alejadas estiraban el cuello para verlo mejor; los caballeros permanecían sentados, algunos de ellos erguidos con escepticismo, sobre todo aquellos que jamás habían cruzado las fronteras de Champagne para ir a las Cruzadas, ni viajado hacia el sur. En cuanto procedió a arrancar notas como vuelos de ruiseñor, los asistentes dejaron de agitarse, y se rindieron al influjo apaciguador de la música, una tonada quebradiza y embrujadora. El último quejido de la flauta fue acogido con aclamaciones de admiración. Hazim sonreía, mostrando una blanca hilera de dientes, acalorado por el esfuerzo. A su lado, Aalis permaneció quieta hasta que el coro de elogios perdió vigor. Los asistentes se dieron la vuelta, concentrándose de nuevo en las carnes frías que seguían en las mesas. Entonces, Aalis dio un paso adelante y, manteniendo su perfil oculto, tal como Gui le había indicado, empezó a cantar reproduciendo la última nota de la melodía de Hazim, al tiempo que éste volvía a engarzarla desde el principio. La voz de la joven se elevaba con un ligero temblor, pero tras unos momentos tomó fuerza y desgranó los versos de una dulce chansó.

 

Chantars no pot gaire valer,

si d'ins dal cor no mou lo chatis;

ni chans no pot dal cor mover,

si no i es fin'amors coraus.

Per so es mos chantars cabaus

qu'en joi d'amor ai et enten

la boch'e·ls olhs e·l cor e·l sen.

 

Ja Deus no·m don aquel poder

que d'amor no·m prenda talans.

Si ja re no·n sabi'aver,

mas chascun jorn m'en vengues maus,

totz tems n'aurai bo cor sivaus;

e n'ai mout mais de jauzimen,

car n'ai bo cor, e m'i aten.

 

Amor blasmen per no-saber,

fola gens; mas leis no·n es dans,

c'amors no·n pot ges dechazer,

si non es amors comunaus.

Aisso non es amors; aitaus

no·n a mas lo nom e·l parven,

que re non ama si no pren!

 

Los acentos de la langue d'oc revolotearon por la gran sala, flirteando con las llamas de las antorchas, depositando dulzura en labios y oídos, hasta llegar a la propia condesa María, que asistía emocionada a la bella interpretación de las canciones que su madre y ella tanto amaban. No era la primera chansó que resonaba entre aquellas paredes, pero la pureza del timbre y la intensidad que emanaba de la figura blanca se conjugaban para evocar a las legendarias hadas que desde los lagos y las olas tentaban a los caballeros con sus poesías de agua y luz. Cuando se apagó la última estrofa, hubo un silencio. Después, como si despertaran renuentes de un grato sueño, todos los asistentes prorrumpieron en clamorosas alabanzas, palmas y repiques de botas contra el suelo, hasta el punto de que el palacio entero parecía temblar deshaciéndose en elogios. Gui había permanecido apartado, al lado del arco y, en ese momento, avanzó hacia la pareja de intérpretes y declamó:

—Señores, la honorable condesa de Champagne os trae la noche y el día, el sol y la luna: ¡ved hasta qué punto son opuestos sus rayos! —Y a estas palabras, Aalis se despojó de la capa blanca, quedando envuelta en su túnica de seda, que ceñía sus formas de mujer. Las exclamaciones de sorpresa se redoblaron: los caballeros reían al descubrir que el cantor era una dama, y disfrutaban del extraño encanto de la joven que, orgullosa, contemplaba la sala con una mezcla de desafío y temor. Por su parte, las cortesanas estaban complacidas, pues una vez más la fiesta de la condesa de Champagne volvía a superar el listón de cada año, obsequiándolos esta vez con un espectáculo digno de las cortes del amor: una mujer trenzando poesía en lugar de limitarse a ser su inspiración. Todos los ojos estaban puestos en la muchacha y el árabe. De todos los que contemplaban a la pareja, entre sorprendidos y gozosos, había seis comensales cuyos sentimientos se veían turbados por una miríada de sensaciones a cuál más intensa, que iban desde la más delirante de las alegrías hasta la ira más concentrada, pasando por la incredulidad. Auxerre no participaba de esta última, pues había ido a palacio consciente de que en alguno de sus recodos hallaría a Aalis, así tuviera que registrar piedra sobre piedra. Lo que ni él ni Louis esperaban, ni en sus especulaciones más desatadas, era encontrar a la joven convertida en el número más destacado del festín, ni mucho menos en una trovadora. Pero, sin duda, su sorpresa no podía ni compararse con la de Walter Map, que se frotaba los ojos una y otra vez a riesgo de quedarse sin párpados: primero había creído reencontrarse con Sylva, su compañero de viaje, y en cuanto se había repuesto de la buena nueva (pues guardaba en un rincón de su mente un cierto arrepentimiento por haberlo dejado atrás en Chartres sin preocuparse de él), descubría que no era tal compañero, y que había pasado días y noches al lado de una jovencita que apenas tendría más de diecisiete primaveras. A fe que sus dotes de observación habían quedado en evidencia si ni tan sólo compartiendo lecho y fonda con la muchacha había descubierto su condición. Con su singular sentido del humor, sintió ganas de echarse a reír a carcajadas, pero se contuvo. A diferencia de Walter, para el abad de Mont-Froid la teatral aparición de Aalis no era una sorpresa, pues sabía que en algún momento ésta había viajado con guisa de hombre, y él había cerrado los ojos al sacrilegio, en bien de sus propósitos, como a tantas otras cosas. Pero verla viva sí constituyó una ráfaga de aire nuevo que revigorizó su espíritu decaído: no todo estaba perdido, y sólo necesitaba unas horas más y la ayuda de Dios para obrar un pequeño gran milagro. Aalis de Sainte-Noire seguía viva, se repetía el abad, viva como la posibilidad de echar por tierra los planes de Gauthier. Bastaba con que la muchacha quisiera colaborar. Por su parte, en un rincón alejado de la sala, donde se sentaban los vasallos de menor rango, Gauthier y Jeanne ardían, se consumían devorados por llamas de temor, incertidumbre, frustración, celos y odio. Hacía tiempo que Jeanne no tenía delante a la hija de su marido muerto, y las horas pasadas habían borrado la imagen de la joven. Ahora, al verla de nuevo, rodeada de los mismos lujos que a ella tanto le había costado alcanzar, admirada por todos y, sin duda, bajo la protección de un poderoso si osaba presentarse travestida de hombre, Jeanne sintió revivir las ansias de aplastar a la criatura de Sainte-Noire, de convertirla de nuevo en un fantasma como el que había sido los pasados meses. Quería verla muerta. En ese punto su esposo no difería; Gauthier creía que los caminos de Francia habían engullido a la causante de todas sus desgracias, y en lugar de eso allí estaba, respirando el mismo aire de la corte. Él también quería verla muerta; lo único que lo distinguía de su mujer era que, mientras Jeanne sólo dejaba que el furor recorriera sus venas, Gauthier pensaba ya en cómo acabar con ella.

María de Champagne se levantó, y todos sus cortesanos la imitaron. Con su paso de digna princesa, se acercó a Hazim y Aalis. Gui propinó un ligero empujón a los dos jóvenes, y ambos hicieron una reverencia. La condesa dijo:

—Amigos, os agradezco vuestra delicada poesía, ya que yo también soy una ardiente defensora del amor contra los que aseguran que sólo trae males y desgracias. Y según es costumbre en estas fiestas, otorgamos coronas de laurel a los más dulces poetas. —Sonrió, acallando los vítores que se oían en la sala—. Sin embargo, no sólo cuento con mi juicio para estos menesteres, sino que reclamo la sabiduría de mis trovadores, que me dirán si de entre todos los espectáculos que aquí hemos visto merecéis el honor de la victoria. ¡Chrétien, Andreas! —La condesa se rió—. ¿Dónde os escondéis? ¿Acaso teméis perder vuestros privilegios en favor de los recién llegados?

—Si así fuera vuestro deseo —dijo Andreas, galante e inclinándose hasta rozar con su capa el suelo.

—Y, sin embargo, dudo que lo sea —apostilló otra voz, mientras Chrétien de Troyes se abría paso entre el corro de damas y caballeros que se había formado. Aalis abrió la boca, incapaz de fingir que no estaba sorprendida, e incluso abrumada: el hombre que había respondido a la condesa no era otro que el misterioso consejero que había tenido a bien pasar unos minutos a su lado, tranquilizándola, antes de salir a recitar.

—Sois un deslenguado, amigo mío. —La censura de la condesa estuvo acompañada de un mohín tan encantador que nadie podía dudar del favor con que contaba Chrétien. Por su parte, Andreas carraspeó, incómodo como siempre que la atención no estaba centrada en él.

—¿El humo de las antorchas ha estropeado vuestra delicada garganta? —preguntó inocentemente Chrétien.

Andreas enrojeció; la corte entera hacía chanzas acerca de los mil y un cuidados que se prodigaba, desde hacerse frotar las uñas de manos y pies con cera hasta rizar sus mechones con hierros candentes. Repuso, en tono seco:

—Estoy bien, gracias. —Se dio cuenta de que Aalis disimulaba una sonrisa, y continuó, molesto—: Es que no estoy acostumbrado a encontrarme frente a un artista tan cumplido, tan cargado de virtudes, como esta jovencita. Dime, ¿en qué corte has pulido tus artes?

Chrétien reprimió una exclamación y se cruzó de brazos, dejando que Aalis contestara, vacilante:

—En ninguna, señor.

—¡Ah! El talento en estado puro. —Andreas hizo una complicada reverencia. De repente, todo el mundo guardaba silencio, pues en el Capellán, como se lo conocía, el despliegue de modales no siempre presagiaba lo mejor. La condesa se había retirado discretamente para observar el intercambio—. Así pues, ¿de dónde han salido esas palabras tan suaves, esos versos inspirados por Apolo?

—Son canciones que mi madre me cantaba... —empezó Aalis.

—No sigáis. —Andreas exudaba satisfacción. Se dio la vuelta, declamando hacia el auditorio—. ¡Canciones de cuna! Nada más tierno ni más apropiado para esta corte. Como niños de teta habéis caído bajo su influjo, y no es de extrañar, pues son canciones pensadas para adormecer, hiladas para anular los sentidos, destinadas a criaturas que aún no han probado ni el vino ni los alimentos sólidos, que no conocen la hermosa facultad de la razón ni usan de sus beneficios. ¡Canciones de cuna para la corte de Champagne! A fe que las merecéis.

Y con estas palabras dio la espalda a los congregados y ejecutó una reverencia frente a la condesa, que lo estudiaba pensativa. Aalis no sabía qué decir, ni por qué aquel desconocido vertía tal cantidad de ataques contra ella. En cualquier caso, se sintió obligada a responder, pues algunas caras de los asistentes no parecían tan amigables como antes, y ni ella ni Hazim podían permitirse perder la ventaja obtenida con el éxito de su actuación. Además, hubiera aceptado de buena gana que un poeta dictaminara que el recitado había sido modesto, o que le había faltado precisión y maestría, o que los versos eran defectuosos porque eran largos o cortos. Pero la diatriba de aquel al que llamaban Andreas la había indignado, había pulsado su instinto contra la injusticia: su crítica había sido gratuita y mezquina. Protestó:

—Señor, tratáis con severidad estas poesías, quizá yo no he sabido cantarlas bien; pero pese a que mi madre me acunaba con ellas —y miró desafiante a su alrededor—, siguen siendo hermosas canciones.

—No podéis decir otra cosa —replicó desdeñoso el otro.

—Ciertamente; es difícil decir otra cosa que la verdad. —Chrétien dio un paso adelante, poniendo gentilmente una mano en el hombro de Aalis, como si recogiera de ella el testigo de la defensa. Andreas enarcó una ceja, pero su oponente prosiguió, sereno—: No es su origen ni las circunstancias en que se ejecutan lo que ha de juzgarse, si no entiendo mal; es la belleza de lo dicho, y la gracia de la música y la recitación. En cuanto a si llegan de mano de la razón, o envueltas en la nube de un hermoso sueño, eso sólo es el camino que han tomado para alcanzar al espíritu que las acoge y las escucha. Que si este último se conmueve, no ha de atender a más razones que las del corazón alborotado, y del placer que recorre las venas.

—Amigo Chrétien, disipado queda el misterio de por qué estos dos aprendices de juglares —interrumpió Andreas, malévolo— se han abierto paso hasta la corte de nuestra dignísima señora. ¿Por ventura uno de ellos, o los dos, calienta tu cama este invierno? Bueno, sea cual sea el caso, me alegro por ti, pero por Dios, ¡no nos inflijas su palabrería!

Se oyeron algunas risas por la sala, aunque ninguna carcajada o burla abierta: los cortesanos eran demasiado prudentes como para exteriorizar opiniones antes de que la condesa se hubiera manifestado. Chrétien no dio señales de sentirse ofendido por las groseras acusaciones de Andreas, pues sin duda estaba acostumbrado al estilo de su oponente; pero en las mejillas de Aalis dos manchas rojas habían aparecido, y su ceño estaba fruncido. Sin embargo, el de Troyes prosiguió como si hubiera oído caer la lluvia:

—Jamás había visto a ninguno antes de hoy, pero no puedo decir lo mismo de su poesía. —Chrétien dejó pasar unos instantes antes de continuar—: ¿O me dirás, Andreas, que ignorabas que lo recitado pertenece a la pluma del de Ventadorn, reconocido en todas las cortes desde Poitiers hasta Narbona? Creo incluso, si no me equivoco, que la propia reina Leonor lo tuvo en la más alta estima, tiempo ha. —Y ejecutó una reverencia en dirección a la condesa María—. Únicamente por eso deberíamos respetar sus canciones.

Un murmullo recorrió las filas de los asistentes. No se solía hablar en voz alta de los hombres a los que la reina Leonor, madre de la condesa, había distinguido con su afecto y que no eran sus maridos. Para eso ya estaban los predicadores biliosos y los redactores de panfletos a sueldo del rey Enrique. Sin embargo, la condesa no parecía molesta por el comentario de Chrétien; al fin y al cabo, era cierto que su madre había distribuido sus querencias con liberalidad y sin preocuparse de las apariencias. Y si bien María de Champagne procuraba no hablar en voz alta de su madre, en silencio reverenciaba la sombra volátil y embriagadora que Leonor había proyectado allá donde fuera, desde los puertos de Antioquía hasta las lóbregas estancias de Saint-Denis. Andreas había enmudecido, y a la tenue luz de las antorchas sus pupilas brillaban. La condesa avanzó hasta situarse en el centro del corro, lentamente, dejando arrastrar los bordes de armiño de su vestido. Se volvió hacia Chrétien y, con una mirada de complicidad, le tendió su mano. El poeta la besó, tomándose su tiempo, y no sin antes obsequiar a Andreas con un expresivo guiño. El otro, por su parte, se encogió de hombros y procedió a inclinarse frente a su oponente. Por esta vez, una más, Chrétien ganaba la partida, y a Andreas no le tocaba otra que aceptarlo. Aalis contemplaba la escena, admirada. Sentía que frente a ella se había desarrollado un combate, un verdadero duelo de mentes, acostumbradas a esquivarse los lances y también a hacer las paces después de tantearse. Pero después de la refriega, toda la violencia contenida en las acusaciones y réplicas se había disipado, como si las palabras hubieran actuado igual que escudos y yelmos, destinados a preservar el ambiente festivo y a mantener la concordia por encima de todo. Y se daba cuenta de que era la mano discreta de la condesa la que conducía, firme y sin vacilaciones, aquel intrincado barco a buen puerto. Era una corte en verdad digna de ser llamada mágica, una corte en la que Aalis podría soñar día y noche y olvidar la maldad que quedaba a las puertas, sin duda prohibido su paso para que no infectara la belleza de noches de poesía como la que acababa de vivir.

María de Champagne hizo una seña, y Gui apareció con la corona de laurel que premiaba a los poetas itinerantes. La condesa la tomó con gran ceremonia y la depositó, primero en la cabeza de Aalis y luego en la de Hazim, para significar que era un premio compartido. Los dos cayeron arrodillados frente a la gran señora, y la corte entera volvió a aplaudir, rendidos ante el ritual homenaje. La alegría que pintaba la boca de Aalis era pura, y desconocida; hacía tiempo que no gozaba de un momento tan feliz.

—¡Dejadme pasar! ¡Abridme paso! —Los gritos se oían desde el fondo de la sala, primero débiles y luego resonando por todos los rincones. Por fin, Gauthier de Souillers se plantó delante de Aalis, enfurecido. Sus ojos habían adquirido el mismo tono rojo y repugnante de su padre. A la joven, la cabeza le dio vueltas, como si alguien le hubiera dado un mazazo. Atinó a ver también a Jeanne, a espaldas de Gauthier, hermosa y adornada pero sin color, casi como si la sangre de sus venas se hubiera tornado gris. Sonreía con los mismos dientes afilados de siempre y, sin embargo, era un fantasma de la joven campesina, rolliza y rosada, que un día había sido.

La condesa contempló estupefacta a los dos invitados, que después del alboroto creado permanecían clavados frente a la joven, pero no decían nada.

—Exijo una explicación, señor —dijo severamente—. O que abandonéis mi castillo, pues estas maneras no se toleran en mi presencia.

Ante estas palabras, el corro de cortesanos curiosos se dispersó, al menos en apariencia. Cuando María de Champagne desplegaba su genio, no era prudente estar cerca. No obstante, a pesar de las caras vueltas en otras direcciones, y de las conversaciones que ahora se abrían, como nuevos barriles de vino, todos los oídos estaban pendientes del intercambio que se producía entre la condesa y el recién llegado, así como del objeto de la discordia, la misteriosa poeta que tan entretenida había resultado, aunque no solamente a causa de sus versos.

—Disculpadme, señora. —Gauthier sabía atar su lengua cuando convenía, y aquél no era momento de dar rienda suelta al veneno que inundaba su boca. Su primer instinto al ver a Aalis había sido sanguinario; se había contenido al presenciar el favor otorgado por la condesa a la joven. Ahora, su mente calculaba desesperadamente cuál era el curso más conveniente a seguir. De algún lugar recóndito y lleno de telarañas, allí donde Gauthier guardaba enclaustrados todos los sentimientos que jamás habría de usar sino para el engaño, sonó su voz teñida de dulzura—: Es la emoción que me ha embargado al reencontrarme de nuevo con la hijastra de mi esposa. Estaba perdida, su ausencia oscurecía nuestros días, y es una bendición que aparezca aquí, de vuestra divina mano. Somos su única familia. Gauthier de Souillers, para serviros a vos y al conde.

Aalis palideció superada por la mendacidad de Gauthier. Aterrorizada, empezó a negar con la cabeza, incapaz de hallar las palabras adecuadas para expresar su horror. Por fin, exclamó, ahogadamente:

—¡No! No creáis a este hombre. Sólo me quiere mal, sólo busca mi desgracia. —Desesperada, tomó las manos de la condesa, y suplicó—: Os lo ruego, señora, por lo más sagrado. Tuve que huir para evitar...

—Un beneficioso matrimonio con mi padre —terminó Gauthier, afablemente—. Recuerdo vuestra negativa como si fuera ayer. Sin embargo, os perdono, querida. Tanto es así que, para aliviar las desgracias que sobrevinieron a las tierras de Sainte-Noire cuando vuestro padre murió de pena y de deshonra, me avine a tomar por esposa a Jeanne, su viuda, para no quebrar la alianza planeada entre nuestras casas. Pero todo esto ya pasó, Aalis. Ahora podéis volver con los vuestros: Jeanne y yo os recibiremos con los brazos abiertos.

—¡Jamás! —gritó Aalis—. No he llegado hasta aquí para que me arrastréis de nuevo al pozo de vuestra negra alma. Os juro, Gauthier, que si no me dejáis ir habréis de lamentarlo para siempre.

—¿No serán amenazas eso que oigo de vuestros labios, verdad? —dijo mordaz Gauthier—. Mi corazón sangra ante vuestra ingratitud.

—Y el mío clama, Gauthier, frente a vuestro descaro —tronó Auxerre, apareciendo de improviso. Empuñaba su espada, y forzó el brazo de Gauthier hasta retorcerlo. Éste chilló de dolor—. No volveréis a ofenderla, así tenga que desollaros vivo aquí mismo para impedíroslo.

—¡Basta! —exclamó el conde de Champagne, que al ver relumbrar el metal se había apresurado a intervenir, interponiéndose entre el incidente y su esposa. A su vez, poetas y alguaciles habían formado una barrera para proteger a la condesa María. Los guardias de palacio no tardaron en rodear a Auxerre y Gauthier, armados de largas picas con punta de hierro. Los dos hombres se separaron, entre mutuos empujones. Auxerre tenía la mirada negra, mientras a su lado L'Archevêque guardaba sus espaldas. Gauthier se frotaba el dolorido brazo, el mismo que el capitán había herido hacía ya tanto tiempo—. Entiendo que aquí hay mucho que explicar —prosiguió el conde.

Se volvió hacia Aalis y, a bocajarro, preguntó:

—¿Es cierto que tu nombre es Aalis de Sainte-Noire?

—Así me llamo —repuso ella.

—Ya veo —dijo el conde, volviéndose para enfrentar el semblante impasible de Gauthier—. Ciertamente os ha de llenar de sorpresa ver a esta joven viva, cuando ayer asegurabais delante de mí que estaba muerta, tan fenecida como san Sebastián mártir. Sea como sea, no es el momento ni el lugar de dirimir estas cuentas. Mañana celebraré una audiencia, y allí escucharé todo cuanto tengáis que decir. —Levantó la mano para detener cualquier protesta—. Esta noche, retiraos a descansar o gozad de la fiesta. Y al primero que desenvaine un arma, se le cortará una mano.

Con estas palabras, tomó el brazo de su dama y se dirigió a la mesa principal. De camino, susurró en el oído de María:

—Desde luego, querida, no volveré a poner en duda tu palabra cuando me anuncies un espectáculo inolvidable.

—No te burles de mí. —La condesa estaba contrita. Su mágica noche de poesía se había echado a perder. Aborrecía las reyertas violentas, pero éstas se las arreglaban para derribar las puertas de su palacio e introducirse hasta en sus festivales de armonía—. Quería distraer tu mente de preocupaciones, y mira lo que ha sucedido.

—Esposa mía, nada tienes que lamentar —dijo Enrique suavemente—. Y te aseguro que sí has contribuido a apaciguar mi espíritu.

El conde de Champagne intercambió una mirada con uno de los comensales, el más frugal y callado de los que había gozado del honor de compartir su mesa. Sus ojos azules relucían misteriosos; pero Enrique no sabía si de alegría o de preocupación.

 

 

—Espero que paséis una noche tranquila —exclamó Gui, observando a la joven con curiosidad.

—Gracias por todo —repuso Aalis. Se volvió hacia Chrétien, que había acompañado a la escolta—. Y a vos también. Habéis sido muy generoso con una desconocida.

—Siempre es un aliciente ver poesía en labios que la merezcan —replicó galante el poeta.

Auxerre no dijo palabra, pero se cruzó de brazos. Chrétien lo estudió y el otro le sostuvo la mirada. Al fin, el primero sonrió ligeramente, inclinó la cabeza sin añadir nada más y salió de la sala.

—Bueno, no es exactamente la mejor cámara del palacio, pero tampoco son los establos —dijo Louis, ahuecando el colchón de paja para acostarse.

—Siempre tan optimista —dijo Aalis con afecto—. Te he echado de menos, Archevêque.

—Y nosotros hemos removido cielo y tierra, niña —repuso éste, mirando a Auxerre de reojo. La joven y el capitán aún no habían tenido oportunidad de decirse nada. Louis alzó la voz, y exclamó—: Pero veo que, mientras, os habéis hecho con un acompañante. ¡Hola! ¿De qué madriguera de sarracenos os ha rescatado mi señora?

—De la misma en la que tú te pudrirás muy pronto —replicó Hazim, entre molesto y divertido.

—Cuéntame tu triste historia, muchacho. Seguro que me hará reír —invitó Louis, encendiendo una de las velas que había al pie de los camastros.

 

 

El abad de Mont-Froid daba vueltas en su cama, inquieto como la noche antes de que lo ordenaran sacerdote. No podía creer en el vuelco de fortuna que había presenciado. Desde luego, la presencia de Gauthier dificultaba las cosas, pues el vástago de Souillers no dejaría escapar el botín de Sainte-Noire tan fácilmente. Después de todo, a su nombre habían quedado esas tierras, así como el juramento de vasallaje prestado a Rotrou; lucharía como una serpiente antes que perder tales privilegios. Si estuviera solo, pensó Hughes, si al menos no contara con dame Jeanne a su lado, como el trofeo viviente sobre Philippe de Sainte-Noire, su viuda convertida en su esposa. Y ojalá la niña Aalis entrara en razón e hiciera valer sus derechos. Si ella no reclamaba sus tierras, la partida estaría perdida desde el principio. Demasiados síes: y si el humor del conde no se inclinaba por ellos, y si aun con las cartas ganadoras, los lazos familiares del conde con Rotrou pesaban más que nada... Exhaló un suspiro.

—Hughes. —La voz cansada de Walter Map surgió desde la oscuridad. El clérigo se había acomodado en el camastro contiguo, compartiendo celda con el abad—. Por Arturo que si no dejáis de moveros me subiré en mi mula y anunciaré al rey que la única solución es invadir vuestro monasterio.

—Lo siento —se disculpó el abad—. Es que no logro conciliar el sueño. La audiencia de mañana es demasiado importante. Lo sabéis mejor que nadie.

—En efecto, pero sin duda vuestra asistencia se verá más realzada si lográis manteneros despierto —replicó Walter—. O, al menos, así desearía presentarme yo frente al conde de Champagne: despejado y lúcido.

—Lo siento —repitió Hughes—. Intentaré recitar los Salmos. Eso siempre me ayuda a dormir.

—Alabado sea Dios —respondió Walter. Se dio la vuelta y clavó los ojos en la pared, abiertos de par en par. A pesar de sus palabras, tampoco a él le resultaría fácil conciliar el sueño. No mientras el destino de dos reinos dependiera de la partida que habían de jugar a la mañana siguiente.

 

 

En el jardín de la colegiata de Saint-Étienne, los obreros habían dejado apiladas las semillas que habrían de plantar al día siguiente. Los montones perfumados de raíces, flores y simientes llenaron de paz la mente de Aalis. En un rincón, dos astutos petirrojos picoteaban en busca de alimento. El mármol pulido y las esculturas de piedra de los capiteles convertían el claustro de la colegiata en un paraíso inanimado, similar al del monasterio de Mont-Froid, pero más exuberante y lujoso, pues Saint-Étienne era la iglesia de un conde principal. En los elaborados relieves, los artistas habían narrado la historia de la familia de Champagne y Blois, y también las tradicionales escenas de la Biblia. Aalis deslizó los dedos por los delicados perfiles de los ángeles.

—Me gustaría tener alas, y echar a volar cuando hubiera peligro.

—Huir no siempre es la mejor solución —repuso Auxerre, que hasta entonces había guardado silencio.

La joven asintió, como si recordara una verdad muy antigua.

—Quizá sólo se trataba de encontrar mi verdadero sitio —musitó.

—Pensaba que ya existía ese lugar —dijo el capitán, tomando la mano de Aalis entre las suyas. El anillo plateado que antaño había pertenecido a su padre relucía de nuevo en su dedo. El sello estaba vuelto hacia abajo, oculto, como si su dueña no quisiera verlo.

—Sainte-Noire ya no es mi hogar —negó ella.

—No me refería a Sainte-Noire —dijo Auxerre, bajando la cabeza y dejando ir a la joven. Uno de los petirrojos levantó el pico, inquieto.

—Lo siento —dijo Aalis.

De pie, Auxerre apoyó el puño en una de las columnas, y guardó silencio, dándole la espalda. Aalis puso la mano en su hombro.

—Sé que has tratado de ayudarme cuando te ha sido posible. Te lo agradezco. —Una de las esculturas resplandecía, cubierta de luz plateada. Las hermosas yedras empezaban a ondear por entre la baranda, buscando el cielo. Aalis añadió—: Esta vez no me iré sin mirar atrás, sin decirte que te recordaré siempre.

—Eso suena a despedida, doussa —respondió Auxerre, aún sin volverse.

—He tenido mucho tiempo para reflexionar, en los bosques callados de Mortagne y en la cripta de Chartres. También aquí, envuelta en esta fantasía. —Aalis señaló la colegiata, el soplo fresco de la luna, los ojos ciegos de las estatuas—. Si volviera a Sainte-Noire, sería como enterrarme con los recuerdos que me atan allí. Y también los últimos meses, esta pesadilla horrible, yacerían conmigo.

—De modo que para evitarlo vas a ceder —sentenció Auxerre con vehemencia—. Perderás tus derechos y un lugar en el mundo al que regresar cuando los caminos te hayan golpeado lo suficiente. Créeme, he visto en mi vida más de lo que querría y debería. No hay nada que se pueda comparar al sentimiento de saber tuyos los campos y los ríos que recorres; y no porque sean de tu propiedad, sino porque uno mismo pertenece a ellos. —Guardó silencio. Su espalda, cubierta por la capa negra de terciopelo, se fundía con la noche.

—Pero Sainte-Noire ya no significa eso para mí —repuso Aalis.

—Volverás a sentirlo así, y será demasiado tarde —vaticinó Auxerre—. Habrás perdido algo que era tuyo. Querrás recuperarlo, y ya no estará a tu alcance. —Se dio la vuelta y, recostándose en la piedra, estiró un brazo y rozó la mejilla de Aalis—. Y maldecirás cada día que dejaste morir sin aferrarte a ello.

—Entiendes mejor que yo el valor de esas tierras. Quizá deberías ser tú el que regresase —murmuró Aalis, volviendo la cabeza—. Incluso podrías ponerte al servicio de los nuevos dueños.

—Podría —asintió el capitán. La joven levantó la vista, alarmada. Auxerre esbozó una media sonrisa—. Pero a estas alturas deberías conocerme mejor que eso.

—Entonces, ¿qué harás? —Aalis ganaba tiempo, no sabía contra qué. A pesar de que el capitán apenas se movía, todos sus ademanes transpiraban urgencia, como si el mero palpitar de su sangre estuviera llamándola—. Habrá muchas plazas donde puedas ganarte un buen sueldo sin poner en peligro tu vida.

—Así es —volvió a asentir Auxerre. Se aproximó lentamente a la joven, como si no quisiera asustarla con un gesto brusco. Luego murmuró—: Dios dirá dónde estaré mañana. Pero no será lejos de ti.

—Esta noche debo despedirme de ti, Auxerre —susurró Aalis.

—Despidámonos entonces. Ven, déjame decirte adiós. Pero te juro que mañana volveremos a encontrarnos. —Auxerre atrajo a la joven contra sí. Aalis se dejó mecer unos instantes por la noche y el silencio. Auxerre buscó sus labios, primero acariciando su frente, luego besando las mejillas cubiertas de lágrimas. Hasta mucho rato después Aalis no se apartó, y en ese gesto tuvo que invertir todas sus entrañas, pues le costaba tanto como separar un brazo de su tronco, o arrancarse los ojos de las cuencas.

—No lo hagas más difícil —suplicó.

Auxerre murmuró:

—Es lo único que no me puedes pedir.

Y volvió a retenerla a su lado, como dos estatuas más de la columnata, enlazadas y resplandecientes, tal que esculpidas en mármol. Aalis quería morirse en esos labios, y a la vez escapar hacia un lugar donde los sentimientos no fueran tan intensos que amenazaran con desbordar su pecho y convertirla en pura carne. Poco a poco, el manto de besos de Auxerre apagó sus dudas, anegándola en una locura cálida, hecha de lágrimas y del perfume de las flores de Saint-Étienne.

 

 

Gauthier esperó hasta que una de las dos figuras se levantó sigilosamente y ascendió por la escalinata hasta los corredores de palacio. La escena que acababa de presenciar seguía impresa en su retina, y alteraba su pulso. Había salido de su alcoba, harto de la noche, ansioso por que llegara la mañana, y el balcón que sobrevolaba la colegiata era un lugar tan bueno como otro para soñar con la caída de todos sus enemigos. Unos ruidos inopinados atrajeron su atención y, al descubrir la identidad de los amantes, se debatió entre ir a por su espada y caer sobre ambos, o quedarse oculto en la sombra y observar. No le costó mucho abandonarse al placer de ver sin ser visto, de gozar a su manera de la piel que compartían los dos cuerpos. Había olvidado que, además de por su herencia, Richer había deseado casarse con Aalis porque era apetecible y su piel blanca competía con el armiño más suave. Se encogió más y más, hasta acabar arrodillado y con las manos aferradas a la baranda, conteniendo su aliento y la sangre martilleándole todo el cuerpo. Cuando por fin Aalis llegó al corredor y estuvo a su altura, tendió el brazo y apretó el cuello de la joven con una garra de hierro.

—Debería matarte aquí mismo —susurró.

—¡Apártate, bestia! —acertó a proferir Aalis.

—Tú eres la que has estado retozando como un animal. —Gauthier acercó su rostro al de Aalis, y husmeó su cuello. La joven se debatió, desesperada. La faz de Gauthier estaba enrojecida y sus manos huesudas seguían atenazándola. Prosiguió, haciendo un esfuerzo por controlarse—: Pero no es eso lo que quiero. Óyeme bien: olvídate de Sainte-Noire. Si alguna vez vuelves por allí, o reclamas esas tierras, te juro que no te olvidarás de mí mientras vivas...

Sonrió, separando los dientes como las hienas antes de atacar. Se inclinó sobre ella, y una de sus manos se deslizó por la cintura de la chica, rozándole los pechos. Gauthier exhaló un ligero gemido. Aalis le escupió, al tiempo que lo arañó hincándole las uñas con ferocidad. El hombre se llevó una mano a la cara; cuatro pálidos surcos de color rosado aparecieron cruzándole la mejilla, sangrando ligeramente. Antes de que pudiera reaccionar, Aalis juntó las manos en un puño y le dio un golpe con todas sus fuerzas en el bajo abdomen. El de Souillers cayó de rodillas, con la faz contorsionada de dolor.

—¡No vuelvas a amenazarme, maldito! —dijo Aalis. Con su cinturón de cuerda rodeó el cuello de Gauthier y apretó hasta que sus nudillos quedaron blancos. El otro abrió la boca en busca de aire; su lengua se tornaba oscura por momentos. Sin embargo, logró ponerse en pie, y Aalis no podía seguir conteniéndolo por mucho tiempo. Al fin tuvo que soltarlo, y Gauthier se dejó caer en el suelo hecho un ovillo. Aalis echó a correr y, hasta que se hubo tendido en el camastro, al lado de los de Hazim y Louis, no se dio cuenta de que estaba temblando.

 

Capítulo dieciocho

Ningún rastro quedaba de la espléndida fiesta del día anterior. Un ejército de criados había recorrido la sala principal del palacio al amanecer, cuando los más rezagados aún dormían sobre las alfombras, en sus dedos aún sujetas las preciadas copas de cristal. Los restos de la comida yacían ahora en los cuencos de los mastines, en la cocina, o bien esperaban a ser reutilizados en algún caldo. Las alfombras reposaban en los arcones, y de las guirnaldas de flores que habían convertido la estancia en un jardín de ensueño nadie se acordaba. Los muros volvían a presentar su faz más gris y taciturna, como era preceptivo para las solemnes ceremonias públicas y privadas que allí se celebraban. Tal vez la única señal de que la noche había sido larga eran los rostros preocupados y las ojeras que asomaban aquí y allá. Sin ir más lejos, el propio conde había pedido a los sirvientes que se colgasen cortinas de hilo frente a los ventanales, para evitar el fuerte sol que hería sus ojos, gesto que tanto Walter Map como el abad de Mont-Froid agradecieron. Ninguno de los dos había podido conciliar el sueño, y al sonar la prima ya estaban dispuestos, pese a que aún faltaban tres horas para la audiencia que el conde había convocado. Habían empleado ese tiempo en incesantes paseos fuera y dentro de la celda, sin cruzar palabra. Por su parte, Guillermo de las Blancas Manos, haciendo uso de sus privilegios de hermano del conde, ocupaba su lugar en una butaca a la diestra de éste, en la tarima elevada. Los demás permanecían de pie, ambos bandos claramente distanciados: Gauthier y Jeanne a un lado, y Aalis, flanqueada por Auxerre y L'Archevêque, en el otro.

—Señores, os agradezco vuestra presencia —empezó el conde—. Esta audiencia se ha convocado para esclarecer el estado del feudo de Sainte-Noire. Todos los presentes tenéis parte y derecho a intervenir en los parlamentos. Os conmino a hacerlo con palabras justas y sabedores de que os corresponderé del mismo modo.

—Si me permitís, sire, no veo cuál es el objeto de esta reunión —declaró Gauthier—. Mi señor Rotrou du Perche recibió mi vasallaje y el de mi esposa por esas tierras, y ese asunto está cerrado.

Al decir esto, empujó a su mujer con brusquedad, y ésta ejecutó una torpe reverencia. Antes de que nadie pudiera intervenir, Aalis dijo sin apartar la vista del suelo:

—Podéis quedaros con Sainte-Noire si así os place.

El conde enarcó una ceja, y cruzó una mirada con el abad de Mont-Froid. Hughes de Marcy apretó los labios y trató de dominar el nudo de angustia que se estaba formando en la boca de su estómago. Se confirmaba la derrota, inapelable y sin posibilidades. Aunque era consciente de que aquel desenlace era el más previsible desde el principio, el último resquicio de su ser que aún confiaba en la Providencia divina había mantenido viva la llama. Ahora, las palabras tajantes de Aalis eran un jarro de agua fría que todo lo sentenciaba. No se sentía con fuerzas para intervenir; no, después de ver la determinación de la joven. Observó a Walter Map. El clérigo no daba muestras de verse afectado por el desarrollo de los acontecimientos. Al fin y al cabo, Walter estaba ya acostumbrado a recibir negativas y a oír malos augurios en sus misiones, pues en tanto que emisario del rey Enrique no pocos señores se habían mofado de sus propuestas, y otros lo habían arrojado de sus tierras sin más miramientos, y hasta con peligro para su pescuezo. Sin embargo, tenía una espina que llevaría consigo durante largo tiempo: haber tenido al alcance de su mano la llave de la paz, sin saberlo.

Aalis permanecía cabizbaja. Como nadie más hablara, Enrique de Champagne se levantó, y declaró con voz átona:

—Mi corazón se regocija al ver un acuerdo tan veloz. Partid, pues, con Dios. Os deseo a todos un pacífico regreso a vuestros hogares.

Gauthier parpadeó. En unos instantes, había logrado imponerse a la voluntad de todos los allí presentes —pues estaba casi seguro de que el conde Enrique tampoco estaba satisfecho con el resultado, a pesar de su declaración—. Se cumplía su venganza, obtenía lo que tantas penurias le había costado. Se había resarcido de todas sus humillaciones. Observó al abad mientras se acercaba a Aalis y a Auxerre, y una punzada de odio le sacudió el cuerpo. Todos partirían, en efecto, tal como había dicho el conde; y la endemoniada muchacha Sainte-Noire también. Se había quedado con sus tierras, y la mujer que estaba a su lado había pertenecido a su padre. Pero aquella maldita había logrado escapar, en definitiva, del destino que tendría que haberse cumplido para ella: una boda con Souillers. Se iría, libre de toda carga, con su amante Auxerre, y cada risa que saliera de su garganta, Gauthier estaba seguro, resonaría por toda Francia y llegaría hasta él, recluido en el recinto de su odio, reconcomiéndole las entrañas. Empezó a sudar pensando en el cuerpo joven de Aalis, y en las muchas horas de goce que lo esperaban, mientras que él estaría condenado para siempre, hurtando caricias de las criadas y emborrachándose para poder pasar la noche con Jeanne e imaginarla otra. No tenía por qué ser así. Tenía la garganta seca, pero atinó a pronunciar la frase que se había formado en su cerebro. ¿Acaso le negarían algo, ahora que la Fortuna le sonreía y lo acogía con los brazos abiertos?

—Esperad.

Si alguien preveía que pudiera producirse una interrupción o una protesta, sin duda nadie hubiera predicho que su origen sería Gauthier. Éste trató de imprimir un tono afable a su voz, pero sólo consiguió hablar con un fallido falsete:

—Sí queda algo por dirimir. La feliz noticia de que mi hijastra —se volvió a mirar a Aalis, que no pudo evitar estremecerse— está viva plantea la cuestión de quién ha de custodiarla hasta que tome esposo. Para esa tarea me ofrezco, así como mi muy querida Jeanne.

—No es posible que habléis en serio —exclamó Auxerre—. Jamás.

—Dudo de que podáis hablar en nombre de vuestra amante —escupió Gauthier—. A pesar de que os hayáis revolcado juntos en el fango, sigue estando fuera de vuestro alcance.

Auxerre se lanzó sin vacilar contra Gauthier, desenvainando su espada.

—¡En nombre de Dios! —se interpuso el abad de Mont-Froid—. Teneos, Auxerre. Recordad dónde estamos. En cuanto a vos, Gauthier, no acierto a entender cuál es vuestro propósito. Desde el momento en que Aalis de Sainte-Noire renuncia a su herencia, vuestros asuntos con ella terminan.

—No todos. —Gauthier disfrutaba de cada palabra, sentía renacer el poder en sus venas. La partida no había terminado, no acabaría hasta que aplastara a la insolente joven. Tenía que volver a sentir su miedo, como si fuera un vino delicioso sin el cual sus días no tendrían sabor.

—¿Qué pretendéis? —preguntó Aalis, acercándose hasta situarse frente a frente con Gauthier—. Os he cedido mis tierras. ¡Dejadme en paz!

Gauthier sonrió. La proximidad de la muchacha era embriagadora. Se volvió hacia el conde y dijo en voz alta:

—Sólo exijo que se compense el perjuicio que hemos sufrido en Souillers a causa del incumplimiento del pacto. Propongo un pago adecuado. —Dio unos pasos por la sala, como si reflexionara profundamente. Cuando levantó la cabeza, lanzó el guante—: Digamos que cien libras. Eso, o el derecho a gestionar su matrimonio. De esa forma, su futuro y sin duda desgraciado esposo tendría que abonarme el coste de los esponsales a mí.

Un silencio incrédulo acogió su propuesta. El abad de Mont-Froid intervino una vez más:

—Gauthier, vuestro pleito no se sustenta. Cualquier tribunal dictaminará que al haber tomado posesión de la herencia de Aalis está satisfecha la deuda, si tal hubiera.

—Quizá. Pero en el ínterin solicitaré la custodia de la muchacha. No quiero perderla de vista ni un minuto —dijo Gauthier, acercándose al trono donde seguía sentado el conde de Champagne. Enrique se removió, incómodo, en su butaca. Conocía bien los intrincados vericuetos de las cortes y tribunales como para desechar sin más la reclamación de Gauthier de Souillers. Por descabellada que fuera, si invertía suficiente oro en los funcionarios adecuados, podían pasar años antes de que el asunto se diera por terminado. Al conde no le gustaba la maniobra, pero Gauthier no había sido secretario de un arzobispo en balde. Podía ser cobarde y rastrero, pero en esos momentos conocía el terreno que pisaba, y manejaba la corrupción y la manipulación como espadas de doble filo. El señor de Souillers seguía hablando—: Imaginad que huye. No sería la primera vez, y yo me quedaría desprovisto de cualquier posibilidad de lavar mi honor.

—Tú no tienes honor —dijo Aalis, serenamente. Hubo algo en su actitud que hizo que todos se volviesen a mirarla. Su voz era más profunda, como si a través de ella hablara toda una estirpe, encarnándose los sucesivos dueños de una misma tierra en su persona—. Y tampoco tienes derecho a pisar Sainte-Noire como su señor. —Hizo una genuflexión frente al conde de Champagne y continuó—: Solicito vuestra protección en este pleito, y reclamo mis derechos como dueña de Sainte-Noire y única heredera legítima del señor del castillo. —Elevó la mano hasta mostrar el anillo en su dedo índice, una simple banda de metal. Con un movimiento, le dio la vuelta y descubrió la parte que había quedado oculta de la joya. Era el sello de Sainte-Noire, la torre tallada en la plata—. Aquí tengo el sello de nuestra familia, que mi padre me entregó en su lecho de muerte, el único válido para confirmar actas de vasallaje. No sé qué pergamino habréis conformado, sire, pero dudo de que vuestro honor os permita dotar de legalidad un documento sin base.

El conde de Champagne se levantó y se inclinó para estudiar el anillo. Observó largamente la faz seria de Aalis, que esperaba pacientemente su veredicto, y recorrió la sala con una mirada. El abad de Mont-Froid y Walter Map estaban inmóviles, pero una tensión controlada recorría sus semblantes, como si no se atrevieran ni a respirar por temor a romper el frágil hilo que aún podía conducirlos al resultado anhelado. Auxerre y L'Archevêque se habían arrodillado dos pasos por detrás de Aalis, en un mudo gesto de respaldo. Por su parte, Gauthier guardaba silencio, y solamente un ligero fruncimiento en su frente denotaba su disgusto, y también su sorpresa. Creía firmemente que Aalis jamás tendría el valor de enfrentarse a él. Aún no estaba preocupado, a pesar de que si el conde de Champagne se decantaba por ayudarla, su partida sería mucho más ardua. Enrique habló por fin, y se dirigió a la persona que aún no había dicho nada:

Dame Jeanne, vuestro esposo insiste en defender vuestros derechos. Permitidme oír de vuestra boca que efectivamente os oponéis a la reclamación de Aalis de Sainte-Noire.

Gauthier sonrió, satisfecho. El escollo más importante, que Jeanne fuera tenida en cuenta en la línea de sucesión de Philippe a pesar de sus orígenes humildes, quedaría atrás fácilmente. Esperó la respuesta de Jeanne, pero ésta no decía nada. Tomó su mano y la besó, animándola con el gesto. Dame Jeanne lo miró, y sus ojos estaban vacíos de todo sentimiento. Gauthier se estremeció de asco. Lo primero que dijo Jeanne le heló la sangre:

—¿Por qué habéis solicitado la custodia de esa mocosa?

—Esposa mía, los perjuicios que nos ha causado su conducta... —empezó Gauthier.

—Dejaos de palabrería —atajó Jeanne. Sus pupilas brillaron de repente como si una antorcha se hubiera prendido dentro. Había tenido que guardar silencio durante demasiado tiempo. Como una moneda había pasado de mano en mano, de Rotrou a Gauthier, sin posibilidad de escoger, todo por Sainte-Noire y sus grises murallas. Ya le pesaba el castillo, esa familia, y todo lo relacionado con Aalis, como una losa al cuello. Hasta su hijo había cambiado de padre, según dictaban los vientos de la conveniencia, y Jeanne tenía pesadillas en las que la criatura recién nacida tenía tres rostros deformados, los de Philippe, Rotrou y Gauthier unidos en una masa repugnante de narices, ojos y bocas. Lo había soportado todo: las humillaciones de Gauthier, que sólo gozaba hiriéndola, y el helado desprecio de Rotrou. Y ahora, cuando estaban a punto de triunfar, cuando casi tocaba lo que sólo había podido imaginar, una vida tranquila, salpicada de lujos y visitas a la corte, aunque fuera con Gauthier a su lado, aquel imbécil lo había estropeado todo al solicitar la custodia de la chica. Jeanne había creído perder el conocimiento al oír su petición. Ante ella desfiló su futuro, hecho de días y días de pesadilla, con Aalis presente en el castillo, como el fantasma de su madre y de su padre, mezclándose en la fantasía tan deseada que Jeanne se había ganado a base de ahínco y desaires. Repitió su pregunta. Las aletas de su nariz se abrían como si fueran a expulsar fuego—. ¿Para qué queréis tenerla allí? ¿Vigilaréis su alcoba por las noches, como un buen padre? ¡Depravado! ¡Maldito bastardo!

La sonora bofetada que Jeanne le propinó al de Souillers recorrió todos los rincones de la estancia, casi como un eco. La sangre acudió a la mejilla de Gauthier, que levantó un brazo con intención de devolverle el golpe. El conde de Champagne se adelantó:

—¡Os prohibo que toquéis a esa mujer! —Se acercó a dame Jeanne y preguntó—: ¿Entendéis la pregunta que os he hecho? Debéis darme una respuesta, señora.

Jeanne no contestó. En lugar de eso, se aproximó a donde estaba Aalis, y contempló a la muchacha con expresión desafiante. Se inclinó para susurrar algo en su oído, inaudible para el resto. Luego, se volvió hacia el conde y, con una inclinación, dijo:

—Abandono toda reclamación sobre Sainte-Noire.

—¡Maldita desagradecida! ¡Te mataré! —gritó Gauthier, blanco de ira. Se hubiera abalanzado sobre Jeanne si a una seña del conde dos guardias de palacio no lo hubieran reducido. Aún pataleaba como un poseso cuando lo arrastraron fuera de la sala.

—Llevadlo a su alcoba y custodiadlo hasta que recupere el buen sentido —ordenó el conde. Miró a su hermano Guillermo, y dijo—: En cuanto a nosotros, tenemos trabajo. Debemos levantar un acta de vasallaje. Sainte-Noire estará bajo mi protección y dominio. Ya veremos cómo le doy la noticia a Rotrou.

Estaba de buen humor. Al fin y al cabo, no era frecuente que un día que empezaba con negras perspectivas terminara con tan grato resultado: nuevas tierras que extenderían su influencia hacia el norte; y no le producía menor satisfacción la ocasión de ver la expresión de Rotrou du Perche cuando descubriera que se había quedado sin su preciado botín de la noche a la mañana. Se volvió para contemplar al abad de Mont-Froid. Hughes de Marcy se apresuraba a salir de la estancia, en pos de Aalis y los dos soldados. Enrique sonrió para sus adentros. El abad no perdía un minuto en ceremonias. El emisario inglés seguía frente a él, en silencio. El conde de Champagne tomó asiento en su butaca, al lado de su hermano Guillermo.

—Ahora, maese Map, sí podemos hablar de paz.

Walter inclinó la cabeza.

 

 

DameJeanne se quedó frente a la puerta de la recámara de Gauthier. Oía sus gritos camuflados por los esfuerzos de los guardias, y adivinaba que de su boca pútrida saldrían hilillos de babas rabiosas, y que sus labios estarían hinchados de sangre hirviente. No podía regresar a su lado: había quemado todos sus puentes. A pesar de eso, no sentía remordimientos, ni siquiera preocupación por el hijo que esperaba. Demasiado tiempo había aguantado, siempre dependiendo de unos u otros. Con Philippe, había sido distinto, porque era un hombre gentil. Pero desde su muerte, sólo había conocido lascivia y ni un ápice de respeto, y la suciedad que sentía en su alma no se limpiaba como el barro de los vestidos. Borraría las muecas repugnantes de Gauthier cuando resoplaba encima de ella, y el sutil desprecio de Rotrou que le negaba siempre un sitio digno a su lado. La corte de Champagne le había abierto los ojos: todo un mundo esperaba ahí fuera, hombres incautos y mujeres estúpidas. Ella se burlaría de todos, tomaría lo que era suyo y también lo que no lo era. Haría su fortuna al lado de quien se le antojara. Y dejaría atrás Sainte-Noire y sus mil sueños desvanecidos de riqueza y poder. No debía de ser tan difícil conocer hombres adinerados y con buenas maneras en aquel lugar y, cuando viniera el niño, ya se encargaría de darle un nuevo padre. Se encogió de hombros, y sonrió con un punto de amargura, satisfecha de su decisión. Al darse la vuelta, se dio de bruces con una figura oronda. El caballero empezó a deshacerse en excusas. Dame Jeanne lo estudió discretamente; una panza bien llena garantizaba unos ingresos aceptables, y aunque desde luego no pertenecía a la orden de la caballería, pues no portaba espada, las cuidadas manos del desconocido competían con las suyas propias. El manto que lo cubría era de buen paño, y Jeanne creyó oír un halagüeño tintineo colgando de su cintura. Con su semblante más dulce, se inclinó generosamente en una reverencia. El suspiro de su interlocutor ante la vista desplegada para su beneficio fue prácticamente audible.

—Decidme, señor, ¿vuestro nombre?

—Ferrat para serviros —se apresuró a responder el otro. Y añadió galante—: El vuestro, sin duda, tiene que ser Angélica.

—¡Qué maravilla! Es un prodigio, señor, vuestra agudeza, pues habéis acertado —repuso Jeanne riendo complacida—. Precisamente así me llamo.

 

 

—¿Qué pensáis hacer ahora? —preguntó Hughes.

En el patio del castillo, Hazim ajustaba las bolsas del abad a la mula. Tres caballos de las cuadras del conde esperaban, pertrechados con todo lo necesario para partir. El joven árabe y Walter Map se acercaron para escuchar la respuesta de Aalis.

—Dejaré a alguien a cargo de Sainte-Noire. No quiero volver allí, al menos por el momento. —Aalis jugueteaba con el anillo de su padre.

—Entiendo —dijo Hughes—. Bien, confío en vuestro juicio.

—¿De veras, abad? —replicó Aalis con ironía—. Sería la primera vez.

—Confieso que he errado, incrédulo como santo Tomás —dijo plácidamente el abad—. Pero reconozco mi falta, y os prometo que no volverá a suceder. Mi monasterio siempre será vuestro hogar cuando lo necesitéis. —Y añadió, poniendo una mano en el hombro de la joven—: Creo que vuestro padre estaría orgulloso de vos.

—Gracias —dijo Aalis de corazón.

Walter se acercó, y el abad se retiró a un lado.

—Dejé a mi amigo Sylva solo en la catedral, y de ese bosque abandonado nació una mariposa deslumbrante. —El clérigo bajó la cabeza—. Lamento que no pudiéramos despedirnos entonces, pero sin duda nos habéis demostrado que sabéis cuidaros sola. Gracias a vos se ha disipado la nube de guerra que acechaba nuestras naciones.

—Me ayudasteis cuando no sabía qué hacer ni a quién recurrir, Walter, y tendré una deuda de gratitud con vos hasta el fin de mis días —dijo Aalis, abrazando al clérigo.

—Y yo me preciaré de tener el honor de contar con la amistad de una castellana del reino de Francia, verdadera extravagancia entre mis colegas normandos —respondió Walter con una sonrisa—. Cuando queráis ver tierras inglesas, escribidme y haré que el rey Enrique os rinda el homenaje debido en persona, y no solamente a través de mi humilde voz.

Los caballos relincharon inquietos, como si presintieran que el momento de los adioses había terminado, y que el silencio de los jinetes era señal de que se aprestaban a partir. Uno y otro subieron en sus monturas, y las figuras del abad de Mont-Froid y Walter Map se perdieron tras las puertas del castillo condal de Troyes, saludados por los estandartes ondeantes de las armas plata y azul de Champagne. Louis y Hazim se habían recostado sobre un barril, apurando la última jarra de vino de Beauvais mientras repartían unas tajadas de carne de cerdo curada procedente de la generosa despensa de los condes.

—No has respondido a la pregunta del abad —dijo Auxerre.

—Le he dicho que no regresaría a Sainte-Noire —repuso Aalis. Entrelazó las manos, como si reflexionara, y dijo abruptamente—: La condesa María me ha ofrecido un estipendio si me quedo un tiempo en su corte.

—Entiendo. —Auxerre alzó la cabeza, contemplando las telas plateadas mecidas por los aires del valle de Champagne—. ¿Y piensas aceptar?

—¿Por qué no? No me desagradaría esta vida —dijo Aalis, enarcando las cejas y plantándose frente a él, desafiante. Llevaba un bliaut de seda verde, ribeteado de plata, que realzaba el fuego de sus ojos y ceñía su cintura con un fino cordón de hilos trenzados, también de plata y verde. Su hermosa cabellera negra había vuelto a crecer hasta rozar sus hombros, y hacía resplandecer aún más intensamente la blanca piel de su cuello, que Auxerre había cubierto de besos la noche anterior. El mero recuerdo le dolió como una cuchillada en el estómago. Había cruzado media Francia para encontrar y proteger a Aalis, y en el ínterin había descubierto hasta qué punto era inútil negarse a sí mismo que adoraba a la muchacha que había visto crecer; y que seguiría amándola hasta que expulsara el último aliento de vida de su cuerpo. Al verla allí de pie, erguida y orgullosa, aún la amaba más. Ya no era una joven asustada. Ahora era una dama, la dueña de un castillo y de su propio destino, educada para la vida en la corte. En una vida donde no habría lugar para él.

—Desde luego, debes hacer lo que te plazca —dijo él, volviéndose hacia su caballo, mientras aseguraba cinchas y riendas—. Te has ganado ese derecho con creces.

—Sin duda —asintió Aalis, siguiéndolo—. Aunque no hubiera podido hacerlo sin ti.

—Te dije una vez que no quería tu agradecimiento —replicó Auxerre, volviéndose hacia ella, furioso consigo mismo—. Guárdalo para Louis, o para Hazim. ¿Y qué piensas hacer con Sainte-Noire? Alguien debería velar por esas tierras por ti, o el primero que pase se hará con el castillo y te despojará de tu propiedad.

—Tal vez tú quieras ese puesto —le respondió Aalis, la mirada llameante—. Fuiste el hombre de confianza de mi padre, y no hay nadie en el mundo en quien más confíe yo.

—Busca a otro —espetó Auxerre, atándose la espada al cinto—. Alguien dócil, a quien puedas dar órdenes a tu antojo.

—¿Por qué? ¿Adonde piensas ir tú? —preguntó la muchacha, haciendo caso omiso del ceño fruncido del capitán, de sus hombros tensos y de su cortante respuesta.

—¡Al Infierno! —exclamó él, perdiendo los estribos—. Después de todo, allí van las almas condenadas, y no hay peor penitencia que sentirme tan imbécil. —Se acercó a Aalis hasta que sus rostros sólo estuvieron a un palmo y, sin tocarla, puso sus dedos encima de los labios de ella y dijo en voz baja—: Ayer pensé que había conocido el paraíso.

Se apartó, como si se hubiera quemado en algún fuego invisible, y empezaba a subirse a su silla cuando Aalis lo detuvo, posando la mano en su hombro:

—Hazim tiene intención de ir en busca de su familia a los reinos mozárabes —dijo Aalis—. Al sur.

—Le deseo suerte —dijo entre dientes Auxerre—. ¡Espléndido destino!

—Había pensado en hacer parte del camino con él, pero no es necesario que vengas si no quieres —dijo Aalis y, mientras tanto, Auxerre daba ya grandes zancadas, enfadado y absorto.

—Una tierra infestada de cataros, ni más ni menos, y de milicias furibundas que queman y asuelan pueblos a la menor señal de herejía. ¿O tal vez quieres ir más al sur aún, hasta las costas de Al-Andalus, donde se destripan diariamente cientos de moros y cristianos? ¡Vamos! ¿Y por qué no a Jerusalén? Se dice que ese Saladino está reuniendo tropas en Egipto y que cualquier día caerá sobre la Ciudad Santa. ¡Será divertido verlo, sin duda!

Hazim y Louis observaban a la pareja a una distancia prudente, el primero de brazos cruzados y el segundo cómodamente recostado en las ancas traseras de uno de los caballos. Se miraron sin decir nada, y como un solo hombre intervinieron:

—Todo gente de lo más atrayente —exclamó Louis, festivo.

—Y al menos contáis con un buen intérprete para lidiar con los que quieran cortaros la lengua —intervino Hazim.

—Pero tendrás que perdonarme, compaign, porque yo no pienso ser tu niñera —dijo L'Archevêque, arreglándose los puños de la camisa—. Me han ofrecido un espléndido puesto: senescal de un castillo de ensueño, una pequeña joya rodeada de bosques y riachuelos. La dueña no quiere quedarse, pero tampoco desea perder sus tierras. Y claro, nadie mejor que yo para administrar una herencia. Mi honestidad proverbial es bien conocida, especialmente en las parroquias de Padua...

El capitán se volvió hacia los dos y clavó su furibunda mirada en ambos. Ni uno ni otro se inmutaron, y empezaron a reírse a carcajadas. Hazim se daba palmadas en el muslo, tratando de conservar el equilibrio, mientras Louis señalaba a Auxerre con el dedo y se retorcía de risa, hasta doblarse cuan largo era. Auxerre inspiró profundamente, y se volvió hacia Aalis. Su semblante estaba más calmado; una ligera sonrisa apuntaba en las comisuras de su boca. Se miró los pies y, cuando levantó la cabeza, dijo:

—¿He de entender que vas a poner tus bienes en manos de ese loco?

—Sí. —Aalis sonreía abiertamente—. Me pareció que tenía más inclinación que tú a la vida contemplativa.

—¡Eh! ¿A quién llamáis loco? —intervino Louis, fingiéndose ofendido.

—Y si no entiendo mal —prosiguió Auxerre como si nada hubiera oído—, ¿me estás pidiendo que te acompañe?

—Así es. Quiero tratar de encontrar a mi madre, si es cierto que aún vive —repuso Aalis. Y añadió, resplandeciente, lanzándose en sus brazos—: Y te será difícil hacerme olvidar que, por un instante, lo has dudado.

 

 

Epílogo

El rey Enrique tenía apetito, como siempre que se disponía a dictar cartas, y pidió que le trajeran otro pollo más. Bebió un largo trago de vino para remojarse la garganta. Se había pasado toda la mañana con Walter, discurriendo la mejor manera de proceder ante el espléndido giro que habían dado los acontecimientos. De nuevo, volvía a sentir que Dios estaba de su lado. O que, de no ser así, al menos no disponía nada en su contra. Sobre todo, disfrutaba de nuevo del poder: no solamente del que procedía de la conquista de los territorios, sino del más sutil y, preciso era confesarlo, más reposado, de las misivas que saldrían al amanecer desde su improvisado campamento de Gisors, en tres direcciones distintas. Tenía que medir bien sus palabras, para que cada destinatario supiera que la partida había acabado, y cómo. Un enorme peso cayó sobre sus hombros de repente, como si sobre él descendiera el recuerdo de Leonor y de sus hijos rebeldes. ¿Había ganado, realmente?

Sire.

Walter tosió discretamente, y Enrique de Plantagenet se dejó caer en su butaca y empezó a dictar:

—Al conde Rotrou du Perche, al abad de Mont-Froid y al rey Luis VII —Después de una corta reflexión, prosiguió—: Mi corazón rebosa de gozo al confirmaros que la paz reina de nuevo entre los hermanos y el padre, y que el León vuelve a ser uno.