—No, pero sí he tenido el honor de conocer a Enrique el Joven —repuso Évrard con sencillez.
Walter puso ambas manos sobre la mesa como si se dispusiera a levantarse, pero guardó silencio. Sus pupilas brillaban, y en su rostro se dibujaron los huesos de la mandíbula, como si estuviera apretando los dientes. Aalis miró sucesivamente a uno y a otro, y por fin exclamó, sin poder evitarlo:
—Hablad, caballero, nos tenéis en ascuas. ¿En qué circunstancias conocisteis al príncipe?
Acto seguido enrojeció hasta la raíz del pelo, cuando Évrard le dedicó una mirada escrutadora, como si tratara de descifrar algo. Éste se encogió de hombros, y repuso:
—No puedo decir que fuera un miembro de su partida, aunque me hubiera honrado mucho serlo. Veréis, mi familia no posee muchas tierras. Apenas unas leguas de árboles frutales y un pobre pozo que se seca un verano sí y otro también. Mi padre me envió con un tío segundo cuando tuve edad para ser escudero, y me instó a que hiciera de mi espada mi fortuna. —En su voz asomaba la añoranza, como si esa infancia quedara tan atrás que sólo el recordarla pudiera volver a traerla de vuelta a su memoria—. Mi tío, Dios lo tenga en su gloria, trató de enseñarme a ser un buen caballero. Creo que lo consiguió, porque desde que él murió y tuve que mantenerme por mis propios medios he ido de torneo en torneo, participando en las justas y los combates que allí se celebran, y no me ha ido mal. Poseo mi propio caballo, una mula vieja y fiel que rescaté de un carnicero, y el año pasado un contendiente me ofreció a Hazim a cambio de que yo no me cobrara su deuda en monedas. Tengo con qué pagarme un pan y una jarra de cerveza, y suficiente para dar limosna el día del Señor, y así hacerme perdonar mis pecados. No, no puedo quejarme. —Tenía la vista perdida, y una suave expresión de satisfacción en el rostro. Parpadeó, y miró a Aalis como si no recordara qué lo había llevado a contar su vida a dos extraños. Su sonrisa se hizo más grande y exclamó—: ¡Pardiez, señores, tenéis que excusarme! Llevo muchos días y noches solo, sin más compañía que Hazim, que quizá por ser buen criado es poco hablador, y la cerveza y el cansancio han desatado mi lengua.
—Pero aún no hemos oído la historia de vuestra amistad con el joven Enrique —dijo Walter, sorbiendo de su jarra.
—El príncipe siempre fue muy aficionado a los torneos. Él y Felipe de Flandes, junto con sus mesnadas, suelen participar en todas las justas que se celebran por la región de Lagny —respondió Évrard—. Es ocioso explicaros que cuando la sangre real tiene ganas de diversión, el oro fluye con más generosidad. En esos torneos, aunque no se obtengan victorias en ningún enfrentamiento, siempre se puede contar con una buena cena caliente, e incluso algún espectáculo agradable con el que terminar la noche. —Aalis sonrió con animación, esperando a que prosiguiera su narración, fascinada por las aventuras del desconocido. De repente, el caballero abrió la boca y carraspeó, como si acabara de recordar que estaba hablando con dos monjes, uno de ellos en edad muy impresionable. Fue su turno de enrojecer, y añadió, levantándose atropelladamente—: Bien, señores, ya es muy tarde. Buenas noches. Hazim y yo dormimos fuera, cerca de los establos. Nos veremos al amanecer.
Y el caballero Évrard salió de la posada a grandes zancadas, seguido por su criado. Walter hizo una seña a la posadera y murmuró a Aalis:
—Mientras la Fortuna siga sonriéndonos de este modo, no podemos tener queja. —Ella lo miró sin comprender, y el fraile añadió—: Señal de que el Señor nos protege, ¿no os parece, amigo Sylva? Bien, es hora de recogernos.
La posadera se acercó, tomó las monedas que Walter le tendía y señaló las camas del fondo de la casa.
—En el rincón. Procurad no tropezar con la chimenea si tenéis que salir fuera. ¡Que tengáis un buen descanso! —Y se alejó, recogiendo a su paso los platos de madera y las jarras vacías que estaban repartidas por doquier. El sol se había puesto ya, dejando que la oscuridad invadiera sus dominios. Sólo el fuego de la chimenea, cuidadosamente avivado por el hijo de la matrona, alumbraba a las figuras que se acomodaban en los rincones o en las camas, según el precio que hubieran pagado por pasar la noche a cubierto y cerca del calor de la leña.
Walter se levantó, bostezando, y atravesó la sala hasta llegar al camastro. Aalis lo siguió, repentinamente agotada. El cansancio acumulado durante los dos días de viaje desde que salieran del bosque de Mortagne empezó a pesar en su ánimo, y nada le resultaba más apetecible que tenderse en una superficie mullida, en lugar de los duros suelos cubiertos de hojas y animales que su espalda había probado últimamente. Las cuatro camas privilegiadas, las más próximas al fuego, estaban vacías. Aalis esperó respetuosamente sin darse la vuelta, mientras el clérigo se despojaba de su manto y su sobreveste, y se quitaba los escarpines. Walter se tendió cuan largo era sobre la cama, y se tapó con la manta, acurrucándose. Aalis se quedó de pie, y se disponía a tenderse en la cama contigua, cuando la posadera apareció, airada, y exclamó:
—¡Eh! ¿Qué hacéis? Sólo habéis pagado una cama.
—¿Cómo? —balbuceó Aalis, dando un paso hacia atrás y tropezando con el camastro donde el clérigo empezaba a roncar plácidamente.
La mujer se llevó las manos a la cintura, y respondió:
—Pero bueno, ¿de dónde salís? Cuando mi hijo se vaya a dormir y el fuego se apague, se os helará hasta la lengua si no os juntáis pie contra pie, chiquillo. —Y añadió, más desafiante—: Bueno, a menos que tengáis otro denario.
La voz soñolienta de Walter llegó desde el camastro:
—Vamos, Sylva, ¿qué barullo es ése? Meteos de una vez en la cama y durmamos en paz.
Aalis miraba incrédula alternativamente a la posadera, que aún la vigilaba desconfiada, y a Walter. Éste se incorporó, frotándose los ojos. Llevaba una túnica que había sido blanca en sus orígenes, sin duda, pero ahora mostraba grandes lamparones de sudor bajo las axilas y en el pecho, y algún desgarrón en la manga. La joven tragó saliva y apartó la vista. Jamás se le había ocurrido que tendría que enfrentarse tan pronto a la realidad de que, a los ojos del mundo, no era ninguna mujer, sino un viajero más de los que poblaban los caminos, acostumbrado a viajar y a hospedarse en las condiciones habituales. Por supuesto, sabía que su padre y su madre, y más tarde Jeanne, recordó con una punzada de dolor, compartían lecho, como correspondía al sacramento del matrimonio. Y también que la mesnada de Sainte-Noire, soldados todos hechos y derechos, solían dormir igual que luchaban y reían, hombro con hombro, pues no había jergones suficientes para todos, y mediante el calor de los cuerpos cercanos se pasaba mejor el crudo frío del invierno. Todo eso lo recordaba, pero en ningún momento había caído en la cuenta de que, llegada la hora, también ella tendría que actuar como si ser dos en un mismo lecho no le resultara algo inaudito, e incluso rayano en el pecado. Durante las noches pasadas en el bosque, la leña ardiendo en una modesta hoguera, alrededor de la cual se tendían Aalis y Walter, había bastado para entrar en calor. Ahora, en pie frente a la enfadada posadera y al cada vez más extrañado clérigo, Aalis comprendió que su única posibilidad de escapar con éxito era desempeñar su papel lo mejor posible, en cualquier circunstancia, incluida aquélla. Rápidamente, se despojó de su capa y de sus sandalias y se quedó con la camisa puesta. Afortunadamente, el fuego había empezado a morir ya, y las brasas apenas lanzaban reflejos anaranjados en las paredes de la posada; sus caderas y su pecho quedaban ocultos en la penumbra. Se tendió en la cama y, tímidamente, tomó el borde de la manta para taparse lo mejor que pudo. Walter se quedó mirándola un instante, y luego rezongó algo ininteligible y se dio la vuelta. El pequeño alboroto había atraído la atención indisimulada de algunos rezagados, pero poco tardaron en perder el interés en la pareja de monjes. Aalis exhaló un suspiro de alivio y, al cabo de un rato cayó en un profundo sueño.
Raoul abrió los ojos, sobresaltado, cuando su caballo se detuvo de repente. El avanzar pausado y rítmico del animal lo había adormecido, y no tenía ni idea de adonde lo había conducido. Se pasó la mano por la cara, y miró a su alrededor. Frente a él, el ancho Eure fluía con calma engañosa, y los cascos del caballo quedaban apenas a unos pies de la orilla.
—Bien hecho —dijo, pasando la mano por el cuello tenso de su montura.
Desmontó lentamente, y ató las riendas a un tronco. Llevaba varios días siguiendo el camino principal, con la esperanza de que en un punto u otro lograría alcanzar a Aalis, pero era obvio que se había equivocado. La muchacha no había tomado esa vía. Raoul se acuclilló en la hierba y trató de concentrarse. La otra posibilidad era la montaña, que él había descartado inicialmente porque pensó que Aalis no se habría atrevido a lanzarse, sola y de noche, a un terreno abrupto en el que podía desorientarse con facilidad. Era obvio que había preferido eso a dejarse atrapar de nuevo por sus perseguidores. Debía de estar desesperada, pensó Raoul, tanto como él tendría que estarlo si permitía que todo lo que había dejado atrás lo acuciara en ese momento. Gimió sin darse cuenta. Era demasiado tarde; la faz del abad acudió a su mente, y en sus imaginados ojos azules se leía asombro, incredulidad y decepción. Todas las esperanzas que su padrino había depositado en él, las proezas futuras que Raoul había de realizar en Tierra Santa en nombre de Hughes, el honor del templario retirado que éste le había legado, y que le había permitido ser admitido como novicio en el Temple, todo estaba perdido, barrido como si una escoba hubiera pasado por encima de su futuro. Así era la vida, sin duda: en un instante, el sol brilla y hay pan tierno en la mesa y un lugar donde dormir; y en otro, no queda nada de esa paz, sólo el recuerdo y la admiración de lo bueno que fue ese momento pasado. Raoul irguió la cabeza. No servía de nada pensar en lo fácil que había sido su vida protegida bajo el ala del abad Hughes, ni en lamentarse por su pérdida. A fuer de sincero, demasiadas veces se había descubierto cavilando sobre el porqué de las acciones que le mandaban, cansado de plegar su voluntad al criterio de su protector. Sin duda, había sido un yugo suave, pero yugo al fin y al cabo. Quizá su espíritu no estaba hecho para la obediencia que requería un hermano del Temple, ni siquiera la de un simple monje. Aspiró el aire fresco que soplaba en la orilla. Su misión era otra, muy distinta, mucho más elevada. La dulce figura encapuchada que había visto en Sainte-Noire se le apareció, como si estuviera soñando con los ojos abiertos. Jamás había visto nada igual. Admiraba su valiente oposición al destino que los demás habían tejido para ella, pero era más que eso. Por primera vez comprendía. Se persignó, temblando. Era la encarnación de las letanías profundas de los salmos y los rezos que recitaba de memoria; en su frágil cuerpo latía el alma pura y entregada de las vírgenes mártires, y su huida era la de los mil esclavos que Cristo había liberado. Después de la noche tan lejana en que había irrumpido en su dormitorio, y con su espada había decantado la balanza de la lucha que pretendía someterla a los repugnantes designios de Souillers, Raoul había rezado en silencio durante días. Al principio para apartar de sí la tentación de abandonar al abad y el monasterio y huir, como ella había hecho, mientras la exaltación que había sentido durante el incidente aún corriera ferozmente por sus venas, como si una sangre embriagadora se hubiera introducido en su espíritu. Más tarde, cuando las plegarias sólo secaban sus labios, empezó a rezar para tener fuerzas, para hacer acopio de valor, pero sin saber para qué. Aun así, su alma flaqueaba; cada vez que el abad lo miraba con sus ojos penetrantes, Raoul creía que todas las dudas de su fe quedaban expuestas, claras como la luz del día para el sabio anciano. Sonrió irónico; no fueron los rezos, no bastaron las noches en vela pensando sin cesar. Fue ver a Aalis dispuesta a emprender aún otro vuelo, como un pájaro que desconoce su destino pero sabe que no está en la tierra, sino en el aire, y Raoul supo que la decisión había sido tomada por él. Sólo tuvo que dejarse llevar por esa mano alzada, la señal que había estado esperando. Él sólo pudo obedecer.
Le preocupaban, claro estaba, los cuatro jinetes. Por sus largas capas los había reconocido como hermanos templarios, probablemente enviados tras él por el abad. Hughes no había perdido el tiempo, ni le había temblado la mano, a la hora de denunciar su marcha sin permiso. Raoul sabía bien que había cometido una grave falta, pues ningún hermano podía abandonar la cadena de mando, ni la provincia de una orden, sin dar explicaciones. Como rezaba la regla, cuando un hombre profesaba dejaba de tener voluntad y si su deseo era estar en tierra, tenía que saber que se le enviaría al mar; si tenía apetito, que pasaría hambre, y si ansiaba dormir bajo techo, que se vería obligado a aguantar noches al raso. Sin embargo, Raoul también sabía que la orden se desplegaría para evitar que su huida traspasara los muros silenciosos del Temple; después de todo, sólo los hermanos podían juzgar a los hermanos. Se estremeció. Aunque tuviera que pasar cien días de ayuno y penitencia, valdría la pena si lograba alcanzar a Aalis. Levantó la cabeza y sonrió hacia el cielo. El mundo se había convertido en un lugar más sencillo; Dios le había abierto los ojos.
Tomó las riendas y guió el caballo a lo largo de la orilla, buscando un lugar desde donde cruzar el río.
—Madre, los caballos ya están abrevados —dijo el muchacho, secándose las manos en la camisa—. ¿Me pongo al fuego?
—No. Corta queso para los del rincón —respondió su madre, señalando hacia el grupo de cuatro hombres que ocupaba el banco más alejado de la posada—. Luego atiende la chimenea. ¡Y ni se te ocurra mirarlos a la cara!
Como si fuera capaz de oírla, uno de ellos giró la cabeza y escrutó a madre e hijo con ojos de águila, aunque pronto se concentró en lo que bisbiseaba uno de sus acompañantes. El chico asintió, asustado, y se acercó al mostrador alto donde su madre guardaba los alimentos. Estiró los brazos para coger el enorme queso redondo, envuelto en un paño de algodón, pero la superficie grasienta resbaló de sus dedos y el queso cayó al suelo con un ruido sordo. Echó un vistazo hacia su madre; estaba enfrascada preparando la sopa caliente para los recién llegados, aquellos cuyas monturas acababa de limpiar. A toda prisa cargó con el queso y lo colocó encima de una mesa, donde había preparada una tabla de madera y un cuchillo. Empezó a cortar cuatro gruesas lonchas mientras trataba de obedecer a su madre y no mirar hacia el rincón. Había sido una semana muy intensa en la posada. Primero fueron los dos frailes, y luego el grupo de templarios que había helado la sangre de todos los presentes, incluida la suya propia, cuando sus figuras blancas aparecieron recortadas en el umbral de la casa. No eran los primeros soldados que veía, pero sus blancas capas y sus rostros inexpresivos eran más aterradores que las afiladas espadas de los viajeros que reposaban bajo el techo de su madre. Terminó la tarea y, haciendo acopio de todo su valor, se acercó a la mesa con la tabla y las lonchas de queso.
—Me pregunto por qué no han buscado una casa templaría para pasar la noche —murmuró Auxerre mientras observaba al muchacho sirviendo al grupo del rincón.
L'Archevêque asintió, compartiendo su preocupación, y bebió un trago de vino aguado. Bastante difíciles estaban las cosas, después de varios días de trayecto sin encontrar ni rastro de Aalis, como para ir a darse de bruces con una cuadrilla de soldados en tránsito, y hermanos templarios, por si fuera poco. Sorprendentemente, Warin no había resultado ningún problema. A pesar de que estaba claro que cada legua que lo alejaba de Nogent-le-Rotrou le irritaba, el germano permanecía callado y taciturno y, por el momento, aún no había causado ningún incidente ni retraso a la partida. Cuando su camino se cruzaba con el de Auxerre, el siniestro ojo azul optaba por mirar en otra dirección y, por toda ocupación, se limitaba a cuidar concienzudamente de su caballo y de su hacha. Al llegar a la posada, siguiendo su costumbre de evitar el contacto con los de Sainte-Noire todo lo posible, Warin se había instalado en los establos, después de beberse de un trago una pinta de cerveza francesa, con una obvia mueca de desagrado. Gauthier era la otra cara de la moneda. Durante el viaje rodeando las montañas, su aspecto se había ido pareciendo cada vez más al de un irascible gato a punto de saltar, y ahora miraba alternativamente a Auxerre y a Louis, esforzándose por evitar a los templarios. Desde el principio había exhibido una confianza desmesurada en que encontrarían a Aalis rápidamente, desfallecida al borde del camino, y que podrían volver a Souillers en un par de días. Sin embargo, la muchacha se había desvanecido como por ensalmo, y ninguno de los campesinos que se habían cruzado por el camino había sabido reconocer la descripción de la joven. Cada día que pasaba aumentaba la zozobra de Gauthier, y ésta se reflejaba en su delgado rostro. Retorciéndose las manos nerviosamente, exclamó:
—¡Lo que debemos hacer es encontrar a esa endemoniada, y no meternos en los asuntos de los demás!
Bruscamente, el capitán Auxerre dejó su jarra y replicó ferozmente:
—Pensad dos veces antes de hablar así de Aalis, Gauthier, o pronto no tendréis lengua con la que repetir el error. No me hagáis perder la paciencia. —Fijó la mirada en el de Souillers, y éste palideció. Por fin el capitán se echó hacia atrás, y añadió—: Además, sois un necio. La presencia de soldados, sean de Cristo o del Infierno, siempre es un problema añadido. Rezad porque sus asuntos no terminen por ser los nuestros.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Gauthier.
—No lo sé —respondió con franqueza el capitán, mirando a su alrededor—. Pero reflexionad: estamos en una posada que no está en ningún cruce de caminos, más bien al contrario y, no obstante, este lugar está tan concurrido como una taberna parisina. Me da mala espina, eso es todo. —Se encogió de hombros y prosiguió—: Ya veremos. Louis, llama a la mujer. Tenemos que averiguar si ha visto a alguien parecido a Aalis.
—¡Llámala tú, haragán! —dijo Louis, al tiempo que levantaba el brazo en dirección a la matrona.
—Pensaba dejarte ese privilegio. Así esta noche tendrías algo caliente a lo que arrimarte —replicó Auxerre muy serio, y añadió—: Pero ya veo que prefieres a tu caballo.
En respuesta a la seña de L'Archevêque, la mujer se aproximó con gesto malhumorado.
—¿Más bebida? —preguntó.
—No, señora —dijo Louis, con su sonrisa más encantadora. Se arrimó a la mujer—. ¿Tenéis siempre tanta gente? Se me hacía que estas partes de la región no eran las más populares, a pesar de la belleza de los paisajes, que salta a la vista.
—Si no queréis nada más, tengo mucho que hacer y pocas ganas de charlar —lo interrumpió ella, sin miramientos—. ¿Queréis ya la sopa?
—Pues sí, precisamente eso queríamos —dijo Auxerre, disimulando su hilaridad debido al palmo de narices con que acababa de quedarse Louis. Y añadió, inclinándose hacia ella—: Eso, y haceros algunas preguntas con tranquilidad.
—Mi tiempo cuesta dinero —replicó la posadera, sosteniendo la mirada de Auxerre. El capitán asintió y, sin decir palabra, sacó dos monedas de su bolsa, depositándolas encima de la mesa. La mujer las tomó, se las guardó en el bolsillo y se quedó en pie—. ¿Y bien?
—Vamos en busca de una persona —empezó Auxerre, vacilante—. Una joven que tiene la mente confundida y ha tomado el camino equivocado.
—¿Una fugitiva? —preguntó la posadera, con tono de sospecha.
—Nada que tenga que preocupar a la justicia del rey ni de Dios. Por eso la familia nos envía a nosotros. —Hizo un gesto en dirección al resto del grupo, sonriendo—. Somos personas de confianza, amigos que se han ofrecido a traerla de vuelta para ahorrarles un deshonor público. Es un asunto desagradable.
La posadera emitió un murmullo de comprensión. Sin duda, una muchacha que se había fugado con el primer llegado, para consternación de sus padres. No era la primera vez, ni tampoco sería la última. Lo raro era que se tomaran tantas molestias por recuperarla. Recorrió a los tres caballeros con la mirada, escrutando con aire suspicaz al intranquilo Gauthier y a Louis, que le ofrecía su mejor sonrisa pese al reciente desplante. Por último volvió a observar a Auxerre, en cuya expresión había una mezcla indefinible de esperanza y cansancio. Respondió, encogiéndose de hombros:
—Me hago cargo de vuestro problema, señores, pero siento deciros que por aquí no ha pasado ninguna joven, ni sola ni acompañada.
Gauthier soltó un puñetazo en la mesa y las tazas temblaron. Uno de los templarios se dio la vuelta, interesado por el alboroto, y la posadera se quedó mirándolo, extrañada. Antes de que pudiera decir nada, L'Archevêque intervino, señalando a Gauthier, en tono compungido:
—Era el novio. Comprenderéis su desilusión. Tranquilízate, amigo —añadió, sirviéndole más vino y dándole golpecitos en la espalda.
La mujer contuvo el improperio que tenía en la punta de la lengua, pero se cruzó de brazos, impaciente. El capitán aprovechó para insistir:
—Así, ¿estáis segura de que no ha venido nadie desconocido en los últimos días?
—Yo no he dicho eso —objetó la posadera. Auxerre contuvo la respiración y Louis se dejó caer de nuevo en la silla. Los tres hombres fijaron sus miradas expectantes en el rostro de la mujer. Ésta continuó—: He tenido un par de huéspedes inhabituales. Hasta que no se celebran las ferias de setiembre no suele venir demasiada gente, pero la semana pasada llegó un caballero con su criado.
—Un caballero —repitió Auxerre. Miró a Louis, y los dos agitaron la cabeza negativamente—. No, no es lo que buscamos.
—¿Y el criado? —interrumpió Gauthier, con una luz malévola en la mirada—. ¿Cómo era? ¿Le visteis bien la cara?
La posadera volvió a titubear, y Gauthier se levantó de la silla con impaciencia, como si estuviera dispuesto a arrancarle las palabras una por una. Auxerre echó una mirada preocupada por la estancia. Si volvían a atraer la atención de los templarios, aquello podía tener un mal final. La milicia de Cristo quizá sólo había empezado como defensora de los peregrinos en Tierra Santa, pero su poder e influencia habían crecido hasta tal punto que se arrogaban el derecho y el deber de mantener el orden allá donde fueran, y de hacer suyos los asuntos de los demás, sin importar su voluntad. Con brazo de hierro, Auxerre agarró la manga de Gauthier y lo obligó a sentarse de nuevo, susurrándole con fiereza al oído:
—¡Insensato! Cerrad la boca y dejadnos las preguntas.
Gauthier apretó los labios en una fina línea y se frotó el brazo dolorido. Afortunadamente, el breve intercambio había pasado desapercibido para todos, y la posadera estaba charlando animadamente con Louis. Éste se volvió hacia Auxerre con cara festiva y dijo con intención:
—Figúrate que esta buena señora tuvo la generosidad de acoger a un moro bajo su techo. Pero ¡lo más increíble es que era el criado de ese caballero! ¿Dónde se ha visto tal cosa? ¡Un cristiano viajando con un infiel!
—Y no acaba aquí —dijo la mujer, obviamente ansiosa de compartir las maravillas que se habían producido en su posada.
—¿No? —preguntó Louis, admirado—. Decid, decid.
—¡Los dos frailes se fueron con ellos! —exclamó la mujer—. ¿Os lo imagináis? Cuando los vi llegar pensé que tendría problemas, y que me pedirían que echara al moro y a su amo. Pero todo lo contrario, se fueron los cuatro alegremente. No es raro que la gente que recala aquí decida formar una partida de viaje por seguridad y para ahorrarse gastos, pero ¡dos frailes y un moro compartiendo camino! Eso sí fue raro. —Se calló de repente cuando se dio cuenta de que sus tres interlocutores se habían quedado mudos y la estaban mirando como si hablara en un dialecto extraño. Louis fue el primero en recuperarse.
—Ciertamente, creo que jamás había oído nada parecido. ¿Dos frailes, decís? Quizá extranjeros que ignoraban...
—No, señor —atajó ella—. Eran de por aquí, y sabían perfectamente de qué iba el asunto. El más mayor estuvo escuchando al caballero durante largo rato, y el más joven tenía los ojos como platos y miraba a su alrededor como si jamás hubiera puesto los pies en el mundo. —Entornó los ojos al acordarse y murmuró con un deje de malevolencia—: Vamos, si hasta le dio apuro tener que compartir la cama con su maestro clérigo. Seguro que en su monasterio tenía una propia, ¡o quizá veía venir algo peor! —Y terminó con una estrepitosa carcajada, de la que Louis se apresuró a hacerse eco. Los ojos del capitán estaban clavados en el rostro sonrojado de la posadera. Se obligó a no pensar en lo que estaba oyendo; aún no habían obtenido la información esencial.
—¿Y adonde se dirigía esa curiosa partida? —preguntó, tratando de controlar el apremio en su voz.
—A Chartres —respondió la mujer aún sonriendo, secándose las lágrimas de los ojos—. Todos los caminos importantes que pasan por aquí llevan hacia el puente del Eure y, cruzándolo, se llega a la ciudad de Nuestra Señora. Por eso tengo tantos clientes.
—¡Mentís! —exclamó Louis, tomando el borde del vestido de la posadera y depositando un beso. Cuando levantó la vista, comprobó que había causado el efecto deseado, y prosiguió, enardecido—: Protesto y os exijo que rectifiquéis. Sin duda vienen sabedores del tesoro que encontrarán entre estas paredes.
La llegada de su hijo le ahorró a la confundida matrona tener que dar una respuesta al encendido discurso de L'Archevêque. Con una torpe reverencia, la mujer se alejó, no sin antes darse la vuelta y obsequiar con una coqueta sonrisa a su interlocutor. El chico le señaló la mesa de los templarios y hacia allí se encaminó la posadera.
—¿Qué le habéis dicho para que soltara su lengua de ese modo? —preguntó Gauthier, presa de la curiosidad a su pesar.
—Es un secreto entre la posadera y yo —respondió Louis satisfecho. Se volvió hacia Auxerre y dijo—: Han cambiado un poco las cosas, ¿cierto?
—Así es —convino sombrío el capitán—. Vamos en busca de dos frailes, un caballero y su criado moro. Al menos nos queda el consuelo de que no será difícil identificarlos.
—En una ciudad como Chartres también será fácil perderlos —apuntó Louis.
—Tienes razón. No podemos demorarnos un instante —saltó Auxerre, levantándose y reuniendo sus cosas—. Paga lo que debamos a la posadera y vámonos.
—¡Auxerre! —exclamó el otro, consternado.
—¿Qué pasa? —preguntó el capitán, sin comprender.
Louis hizo un gesto con el mentón hacia la mujer, que estaba limpiando el mostrador. Ella levantó la vista y, al notar la mirada de L'Archevêque, sonrió ampliamente y sin disimulo. Éste se volvió hacia el capitán, casi implorando. Auxerre agitó negativamente la cabeza, riendo entre dientes.
—Lo siento, Louis. Tenemos que irnos.
Sin una palabra más, el capitán salió de la posada y se dirigió hacia los establos. Dejó sus bártulos a la puerta, y se acercó a su caballo. Aún sonreía, pensando en el chasco de Louis y su conquista, cuando el significado de las palabras de la posadera hizo mella en él. ¡Estaba viva! Por fin habían encontrado el rastro de Aalis, y la sola idea de que su cuerpo no estuviera pudriéndose al sol, o devorado por los lobos que poblaban aquellos bosques, llenaba su pecho con una alegría que no podía negar. Al fin y al cabo, la única razón que le permitía estar al lado de Gauthier y Warin, y compartir con ellos el mismo objetivo sin sentir un absoluto desprecio por sí mismo, era repetirse en su fuero interno que cabalgaba únicamente para encontrar a Aalis con vida. Fugitiva, entre extraños y oculta bajo un atuendo impropio de su sexo: todo eso no importaba, no podría importar hasta que la viera de nuevo. No pensaba más allá, ni quería detenerse en lo que sucedería si tenía éxito. Ese día llegaría y entonces él tendría que lidiar con las consecuencias que vendrían después de la captura de la muchacha. Pero antes, era imprescindible saber que estaba sana y salva. Si los acontecimientos de Sainte-Noire la hubieran empujado a la muerte, o a una vida de exilio lejos de los suyos, jamás se lo hubiera perdonado. Y sobre todo, se confesó, lejos de él. Bajó la cabeza, pensativo, mientras acariciaba a su caballo. El simple reconocimiento de que, si Aalis moría, una parte de su vida, que era cálida y dulce como ninguna otra de las que guardaba recuerdo, también perecería, lo impulsaba sin más a la persecución, igual que el odio y la sed de venganza eran lo que alimentaba al desgraciado de Gauthier. Cuando había luchado por la liberación de los reinos cristianos, había creído ciegamente que los infieles eran una plaga que debía exterminarse. Quedaban lejos los días en que las palabras equivalían a la verdad, ni siquiera las que pronunciaban los obispos ni los monjes, pues desde que era mozo había aprendido que no todo era blanco como las capas templarías, ni negro como la piel de los honorables combatientes con los que había cruzado sables y cimitarras. Y lo que le debía a Sainte-Noire, lo que sentía cuando pensaba en Aalis no estaba en el claroscuro de la realidad; pertenecía al reino de las certezas, expresadas no con falsas palabras, sino construidas como columnas de mármol inamovibles, en torres de firme piedra como las que protegían los castillos y ciudades que no caían ni después de cien ataques. La pura verdad era sencilla y se le clavaba, dolorosamente, en mitad del pecho, y Auxerre tenía que plegarse a sus dictados. Por ahora, el único modo de asegurarse de que Aalis sobreviviera había sido convertirse en su perseguidor, y algún día, cuando todo quedara atrás, ya le pediría perdón por ello.
—Vuestro amigo dice que vamos a Chartres —oyó a sus espaldas. Auxerre se dio la vuelta. Warin estaba de pie, preparando la silla de su caballo. El ojo azul estaba absorto atando las cinchas, como si no esperara respuesta, y Auxerre esperó a que el germano siguiera hablando—: Eso está muy lejos de las tierras de mi señor. Espero que la encontremos pronto.
—¿Qué queréis decir, maldito demonio? —replicó el capitán, exasperado. Lo último que necesitaba oír eran las amenazas veladas del mercenario que Souillers se había procurado—. ¿Es que creéis que oculto a la chica bajo mi capa? De buena gana daría media vuelta, pero no me queda más remedio que seguir. En cambio, vos sois libre de partir cuando queráis.
Se llevó la mano a la empuñadura de la espada, como si estuviera dispuesto a invitarlo a marchar con una estocada. El germano esbozó una sonrisa lobuna y acarició el cinturón de cuero del que pendía su hacha.
—Sólo digo que no pienso cruzar medio condado para dejar escapar a mi presa —silabeó Warin, acercándose amenazadoramente a Auxerre—. Si intentáis algo...
—¡Hola! Dos viajeros conversando agradablemente bajo la luz de la luna —exclamó L'Archevêque, interponiéndose entre los dos soldados. Gauthier estaba tras él, encorvado por el cansancio y con cara de pocos amigos. Los dos tenían las monturas listas. Auxerre miró con desprecio al germano y se subió al caballo. Los demás, incluido Warin, lo imitaron y partieron al galope siguiendo el camino hacia el puente—. ¡Jamás te lo perdonaré, compaign! —gritó L'Archevêque—. ¡Esa mujer iba a ofrecerme las llaves de su despensa y de su corazón!
—¡Ya las recogerás a la vuelta! —le contestó Auxerre con ligereza. Rezaba, con el alma encogida, porque su predicción se cumpliera, y pronto pudieran volver a cruzar ese río. Con Aalis.
La matrona contempló a los cuatro jinetes perdiéndose en el camino, y esperó hasta que la polvareda se hubo disipado para volver a entrar en la posada. Se volvió, dándose de bruces contra un hombre que estaba de pie a sus espaldas, en silencio. Ella soltó un grito, sorprendida.
—Disculpad si os he asustado, señora —murmuró el templario con amabilidad—. He oído decir que habéis recibido la visita de unos frailes, y me preguntaba si serían hermanos de nuestra congregación. ¿Podríais decirme qué aspecto tenían?
El monje se inclinó hacia ella, y la posadera sólo pudo asentir, aterrada.
—Vamos, Walter, no os hagáis de rogar —exclamó Aalis, risueña. Se volvió hacia Hazim, que caminaba tras la mula. Évrard abría la procesión a lomos de su caballo, mientras Walter se turnaba con la joven—. Os aseguro que es un magnífico contador de historias, pero parece que sólo cuando le apetece.
—Más bien prefiero guardar mi aliento para cuando estemos frente a una hoguera o un buen plato de carne —dijo Walter, con una sonrisa bonachona, halagado a su pesar—. No estaré tranquilo hasta que no crucemos el río.
—Tiene razón, Sylva —intervino Évrard—. Hasta ahora nos hemos limitado a seguir el camino, pero lo más duro está por venir. El Eure baja cargado de agua helada del norte, y más nos vale estar preparados si queremos alcanzar la otra orilla.
Aalis guardó silencio, compungida. En realidad, no era el río lo que la preocupaba. Desde que dejaran atrás la posada, casi había logrado olvidar el motivo de su viaje, convenciéndose de que era un joven llamado Sylva, que casualmente acompañaba al clérigo Walter en su recorrido por las bibliotecas del reino, al menos hasta Chartres. Había descubierto que no había nada mejor para creerse una mentira que repetirla incansablemente frente a los demás, y Évrard y Hazim se habían convertido en un público atento y discreto, hasta tal punto de que varias veces Aalis había llegado a alzar la mano para retirar la capucha que caía sobre su rostro; por fortuna, cuando sus dedos rozaban su pelo todavía muy corto, recordaba que esa tela era lo único que ocultaba su sexo, y se contenía. La mención de las penalidades a las que aún tendrían que enfrentarse le hizo recordar la última imagen de la torre de Sainte-Noire, erguida en el horizonte del amanecer, y con ella todas las preocupaciones y angustias que guardaba encerradas bajo su capa de fraile. ¿Qué estaría sucediendo en Sainte-Noire? Quizá Raoul se había apiadado de ella y no había dado el aviso de su huida hasta mucho más tarde. Eso explicaría por qué aún no la habían alcanzado. O ni siquiera se habían dado cuenta, o no les importaba. Se encogió de hombros. Nada quedaba entre aquellos muros para ella, ahora que su padre había muerto. El nombre que antes la llenaba de orgullo ahora teñía sus labios de amargura. Recordó la noche horrenda durante la que creyó morir, atrapada en el calabozo de su propio castillo, y las mil humillaciones por las que había tenido que pasar, y de repente le pareció oír la cálida voz de Auxerre abriéndose paso hasta el suelo en el que estaba enterrada. Se estremeció, agotada, y musitó una plegaria en voz baja. Jamás podría volver, o de lo contrario terminaría casada con el repugnante Souillers. Una noche, que de tan lejana pertenecía al pasado de otra persona distinta, se había jurado morir en lugar de ceder. Y después de todo, había descubierto que amaba la vida. Las palabras de Walter tejían un mundo prodigioso del que ansiaba formar parte. Si para ello tenía que atravesar cien ríos y mil montañas, no dudaría en hacerlo.
En el mismo instante en que así discurrían sus pensamientos, Aalis oyó un insistente murmullo, que progresivamente creció hasta convertirse en el sonido de un abundante caudal. La tierra que pisaban era más blanda y húmeda, y los matorrales que bordeaban el camino, más exuberantes; el propio sendero se estrechaba hasta que tuvieron que colocarse en fila de uno, en lugar de a dos. Cuando Évrard alzó la mano, la comitiva se detuvo, y Aalis vislumbró por encima del hombro del caballero, a unos cuantos pies de distancia, un tumultuoso precipitarse de aguas, troncos caídos y hierbas enredadas en la orilla.
—Os presento el Eure —dijo Évrard, desmontando.
Los demás callaron, impresionados frente al salvaje avance del río, que en algún tramo incluso había invadido la orilla, anegando los sauces que crecían en el borde y convirtiéndolos en marionetas de su corriente. Finalmente, Walter hizo la pregunta que estaba en la mente de todos:
—¿Cómo vamos a cruzarlo? No hay ningún puente.
Évrard estaba hurgando en su bolsa. Sacó una larga soga de cáñamo enrollada y respondió:
—Efectivamente, el puente queda un poco más arriba y, sobre todo, queda para el que puede permitirse pagar por cruzarlo. Nosotros lo haremos como los pobres: encomendándonos a Dios.
Mientras hablaba, ató un extremo de la soga al tronco del árbol más fuerte y más cercano a la orilla. Luego, enrolló la otra punta alrededor de la cintura de Hazim, cuya tranquilidad daba a entender que no era la primera vez que era testigo y actor de tales manejos. Évrard le dio una palmada en el hombro, y el muchacho se adentró en el río sin pestañear, para horror de Walter y Aalis. El primero exclamó:
—¡Estáis loco! He visto sogas de río, pero hacen falta varios hombres para asegurarlas, y mucho más fuertes que vuestro criado.
—Pues preparaos para asistir a un milagro, fraile, porque nadie gana a Hazim en esto —repuso Évrard jocosamente. El caballero se acercó al árbol, y con las dos manos sujetó el extremo de la cuerda que permanecía atado al tronco, para que Hazim no se viera excesivamente sacudido por los embates de la corriente. El chico avanzaba con lentitud, tratando de evitar los troncos que se precipitaban por el cauce. De vez en cuando se detenía, y el agua lo rodeaba de tal modo que parecía devorarlo, pero pronto reemprendía la trabajosa marcha. Le faltaban ya unos pocos codos para ponerse a salvo, cuando de repente su delgada figura se hundió como si un remolino lo hubiera arrastrado al lecho del río. Aalis miró a Évrard y se dio cuenta de que, a pesar de sus anteriores palabras, la preocupación se pintaba en su rostro. Walter se apostó al otro lado del tronco para ayudarlo a mantener la estabilidad de la cuerda, y los dos hombres tiraron con fuerza, hasta volverse blancos sus nudillos. Hazim reemergió de un torbellino de madera y burbujas y, arrastrándose con pies y manos, logró alcanzar la otra orilla de un salto. Los demás vitorearon su hazaña con alegría y no poco alivio, mientras el sonriente héroe afianzaba su extremo de la soga al árbol más cercano, hasta tensar la cuerda de tal modo que cualquiera pudiera cruzar el río, agarrado a la provisional pasarela.
El primero en hacerlo fue Walter, a indicación de Évrard. El clérigo se recogió las faldas lo mejor que pudo y, rezando una breve plegaria a san Pedro, avanzó paso a paso por las aguas hasta poner el pie en tierra con grandes bufidos. Luego, Évrard llevó a la muía cargada con los fardos hasta mitad del río, y allí Hazim le tomó el relevo, guiando al aterrorizado animal hasta la orilla. Aalis era la siguiente. Al entrar en el agua, la corriente la cubrió de inmediato hasta la cintura, y comprendió que terminaría empapada de la cabeza a los pies por mucho que se esforzara, y que su servicial capucha no le sería de ninguna utilidad chorreando sobre su cabeza. Miró al otro lado, donde Walter y Hazim la esperaban, y se dio la vuelta sólo para encontrarse con la mirada impaciente del caballero, que esperaba con su montura al lado. De repente, Aalis tuvo una idea. Tanteando con el pie, halló lo que necesitaba y de un golpe decidido hundió la planta en una piedra afilada. Soltó un grito de dolor.
—¿Qué sucede? —preguntó Évrard.
—¡Me he hecho daño en el pie! —exclamó ella torciendo el gesto—. Con una piedra, en el fondo del lecho.
Retrocedió cojeando y, con cuidado, procurando que el agua no ciñera las ropas a su figura. Évrard la observaba con una sombra de duda, pero cuando Aalis le mostró el pie, un firme hilillo de sangre salía de su planta. El caballero estudió la herida y dictaminó:
—No es demasiado profunda, pero no podréis cruzar a pie. Tendréis que subiros a mi caballo.
Sin perder tiempo, Évrard procedió a internarse en los remolinos del río, tirando de las riendas de su caballo, con Aalis a horcajadas a lomos del animal. Walter y Hazim esperaban de pie al otro lado, oteando con expresión ansiosa el primero, y mudo el segundo, el lento avance del caballero y su carga. Afortunadamente, el caballo debía de estar hecho a tales avatares, pues no se alteró ni siquiera cuando un enorme tronco se interpuso en su camino, aunque relinchó nervioso. Aalis se agarró instintivamente a la crin oscura del caballo, por si éste se encabritaba, cosa que no sucedió. Al contrario, el animal se detuvo dócilmente mientras Évrard empujaba el trozo de madera lo más lejos que podía con la mano que le quedaba libre. Por fin, los cascos del animal hollaron la tierra húmeda de la orilla y Évrard se dejó caer, agotado por el esfuerzo. Hazim se acercó para hacerse con las riendas del caballo, y tendió el brazo para ayudar a Aalis a desmontar. La joven puso el pie herido en los estribos, con tan mala fortuna que hizo presión en el rasguño y, con un gesto de dolor, retiró la pierna, resbalando hacia el muchacho árabe. Éste atinó a sostenerla con ambos brazos, sujetándola por las axilas. Aalis murmuró una frase de agradecimiento, pero cuando levantó la cabeza y vio el rostro atónito de Hazim, comprendió que había descubierto su secreto. Desesperada, juntó las manos como si rezara, en una muda súplica de complicidad. El muchacho asintió imperceptiblemente, pero dominado por el asombro no podía dejar de mirarla, y Aalis temió que la delatara no ya con un grito de alarma, sino por su actitud de mayúscula extrañeza. Miró a su alrededor. Walter andaba atareado comprobando el estado y la conservación del contenido de su bolsa. Évrard, de espaldas y absolutamente ajeno al pasmo de su criado, observaba el profundo bosque de robles que aún los separaba de su destino. Aalis agitó su magra bolsa, para indicarle al muchacho que sabría agradecer su silencio con el poco dinero que tenía. El árabe negó vigorosamente con la cabeza, y antes de que Aalis pudiera añadir nada más, Hazim le dio la espalda y se concentró en sus tareas. La joven no supo si acababa de cometer un terrible error o de ganarse un amigo.
—Creo que si recorremos la orilla, hallaremos una cueva donde resguardarnos esta noche —dijo Évrard volviéndose hacia el grupo—. Será mejor que lanzarnos sin más al bosque. ¿Estáis de acuerdo?
Walter se levantó, satisfecho. Todas sus pertenencias habían aguantado sin mojarse el cruce del río, protegidas en los fardos a lomos de la mula, y si lograba reposar cerca de un fuego en las próximas horas, podría decir casi lo mismo de su persona. Respondió:
—Sois un buen guía, caballero Évrard. Si es menester meternos en una cueva, no dudo de que encontraréis la más acogedora de toda la región.
—A cambio, ¿nos haréis la noche más llevadera con alguna de vuestras historias? —dijo el caballero, avanzando entre las plantas de río y los troncos bajos que nacían en la orilla. Lanzó una mirada hacia atrás y añadió—: Ese silencioso compañero que traéis jura y perjura que se pasan rápido los días en vuestra compañía. Y a fe que por el aspecto alicaído que presenta no le hará mal oír alguna buena vida de santo.
Walter lo siguió, ayudándose con el bastón, y empezó a decir, animado:
—Bien, bien. Dejad que me concentre. Creo recordar la historia de un escocés de sangre airada que quizá nos entretenga.
Unos ruidos de voces enfrentadas llegaron desde la distancia. Auxerre tensó las riendas del caballo cuando avistó el puente, custodiado por un cobrador. Los demás se detuvieron también, y la comitiva ralentizó su paso. El guardián estaba discutiendo con dos viajeros de aspecto acomodado.
—¡Os digo que soy un peregrino! —chillaba el más mayor, blandiendo su bastón hacia el hombre—. No puedo permitirme nada, ni pan ni leche, y ¡vos queréis que os pague dos sueldos!
—Jamás he visto peregrinos con fardos de telas —dijo imperturbable el vigilante, señalando con el mentón hacia las bolsas reforzadas con las que cargaba el acompañante del primero.
—Son para tendernos encima, y protegernos del frío —respondió el otro, con los ojillos inquietos, mientras su interlocutor se aproximaba al cargamento. El guardián levantó la ceja, escéptico, y deshizo las cuerdas que sostenían uno de los fardos. Al abrirse, una cascada blanca y suave estuvo a punto de caer a tierra, de no ser por el viajante más joven, que se lanzó a por ella.
—Pues ni la corte del rey podría compararse con el lujo de estas pieles del norte, señores —exclamó el vigilante, con una sonrisa feroz—. ¡Dos sueldos u os confisco la carga!
El comerciante que había llevado la voz cantante rezongó para sí mientras sacaba de su bolsa las monedas exigidas. Auxerre se aproximó al guardián mientras éste extendía la palma de la mano y el otro pagaba la tasa. Antes de que Auxerre pudiera abrir la boca, el guardián masculló:
—Cuatro sueldos.
—No somos comerciantes, amigo —replicó suavemente Auxerre. Su afirmación fue saludada con sendas risotadas: las del custodio del puente y las del recientemente trasquilado vendedor de pieles, que se plantó con las piernas abiertas dispuesto a disfrutar de la misma escena que él acababa de sufrir en carne propia. El cancerbero echó un vistazo a la partida, y chasqueó la lengua.
—Cierto, pues no lleváis más carga que vuestras espadas. —Hizo una breve pausa y prosiguió—: Cuatro sueldos. Sólo los peregrinos tienen descuento en este puente.
—Somos gente humilde, amigo —repuso Auxerre.
—No soy amigo vuestro, soldado —dijo el hombre sin pestañear—. Y me las he visto con toda clase de chusma. Cuatro sueldos u os juro que termináis en el agua.
Auxerre contempló al guardián, que medía más de seis pies y cuyos brazos se veían capaces de derribar un toro a tierra; éste levantó la barbilla y el desafío relampagueó en su mirada. Atemorizados, el comerciante y su compañero se retiraron unos pasos, pero la curiosidad les impedía dejar atrás el predecible enfrentamiento que iba a producirse entre el vigilante y los recién llegados. Sin embargo, nada sucedió; al menos nada que ver con una refriega cuerpo a cuerpo. Antes de que nadie pudiera mover una ceja, un ruido metálico silbó en el aire, y de inmediato el guardián lanzó un aullido desgarrador mientras levantaba la palma de su mano. Un puñal del tamaño de medio codo se le había clavado en el centro; de la herida manaba un chorro de sangre que teñía de ocre la camisa del desgraciado. Auxerre se dio la vuelta, y vio el ojo azul de Warin de Lonray resplandeciente de satisfacción. Sin dudarlo, Auxerre desenvainó su espada y de un salto ya había desmontado al germano y puesto su garganta contra el filo de su espada. Warin emitió un sonido gutural al tiempo que trataba de desasirse, pero la garra del capitán era firme y el acero inflexible.
—¡Maldita bestia! —exclamó Auxerre, controlando su ira a duras penas—. Ya tenemos bastantes problemas como para dejar funcionarios del rey malheridos a nuestro paso.
Soltó el cuello inflado del germano y empujó a éste al suelo. La furia pintada en su rostro enrojecido anunciaba la sed de sangre que palpitaba en su alma. Por el momento, Warin se frotó las magulladuras y se puso en pie. Mientras, Auxerre se dirigió hacia los comerciantes. L'Archevêque estaba ya atendiendo al guardián lo mejor que podía, limpiando el enorme boquete de la herida con agua; el puñal yacía en la fresca hierba, aún ensangrentado.
—Señores... —empezó el soldado, estudiando el semblante demudado del comerciante que parecía el propietario de los bienes.
—¡Fascinante! —lo interrumpió éste, entre el azoramiento y la admiración—. Jamás había visto algo parecido.
—No lo dudo, y nada más lejos de nuestra intención crear altercados —dijo Auxerre, echando una mirada de reojo al resultado del incidente, que gemía descompuesto.
El comerciante agitó una mano con negligencia y se inclinó hacia Auxerre murmurando:
—Un sicario que no sabe distinguir entre caballeros y rufianes no merece otra cosa, pues salta a la vista que vuestro grupo no lo componen mercenarios sino señores de categoría. —Carraspeó, mirando a Warin con una sombra de duda. Esbozó una ancha sonrisa, y prosiguió—: Tengo que haceros una proposición.
El capitán asintió, intrigado.
—Ved la triste situación de mi carga y de mi ayudante —dijo, señalando a ambos—. Mi nombre es Renaud de Ferrat. Me dirijo a las ferias, y mi intención era pasar por Chartres antes, pues me dicen que el mercado de la catedral es interesante para un honrado vendedor como yo, que abomina de la repugnante práctica de la usura. Pero vos habéis sido testigo de mi lastimosa indefensión, y de cuan necesario y beneficioso sería para mí contar con la protección que vos y vuestros amigos podríais proporcionarme. —Bajó la voz para añadir—: Sin duda sabréis entender mi propuesta y no os ofenderéis si no os corresponde aceptarla.
—Chartres —repitió Auxerre.
La faz redonda del comerciante se iluminó como el sol, adivinando que había sabido tentar al jefe del grupo. El capitán frunció el ceño mientras cavilaba. Gauthier graznó, desde la silla de su caballo:
—Nada se nos ha perdido con estos mercaderes, Auxerre. ¡Tenemos nuestros propios asuntos que atender!
El comerciante mudó su expresión al oír las objeciones del otro, y escrutó el semblante del capitán. Ansioso por convencerlos, empezó a parlotear con viveza:
—Os aseguro que a mí también me urge llegar pronto: las festividades de Nuestra Señora del Velo, la patrona de la catedral, empiezan en dos noches, y tengo apalabrada una habitación en la posada mejor situada de Chartres, que perderé si no me presento a tiempo. ¡Soy viejo amigo del dueño, y os garantizo que tendréis buen precio si vais de mi parte! Y si eso no os convence, tened por seguro que os he de conducir allí donde vuestros propósitos os requieran, pues conozco esa ciudad como la palma de mi mano, al igual que todas las que tienen mercado en el norte de este reino. —Bajó la voz, señalando con prudencia hacia Warin—. Os diré, por ejemplo, que los germanos no son muy bien vistos por esos lares y tienen fama de ruidosos y pendencieros, aunque a fe que vuestro amigo es silencioso y mortífero y no parece amigo de la jarana.
Auxerre hizo caso omiso de sus observaciones. Se ató con fuerza la cinta de su capa y, sin perder de vista el rostro de su interlocutor, dijo:
—Louis, ¿has terminado con ese desgraciado?
—Diría que sí, compaign. —respondió desde atrás L'Archevêque.
—Aceptamos vuestra gentil oferta —exclamó Auxerre, dirigiéndose hacia su caballo. Y añadió, sin detenerse y susurrando frente a Gauthier—: No hagáis ninguna tontería. ¿O es que pensáis que llegaremos a las puertas de Chartres y pasaremos desapercibidos entre comerciantes y peregrinos? Ese hombre nos servirá de protección y de guía, al menos hasta que podamos descubrir adonde van a dar con sus huesos los monjes que llegan a la ciudad.
Capítulo diez
Rotrou du Perche se inclinó, doblando el espinazo hasta que los bordes de su manto barrieron el suelo de piedra. Las pieles que cubrían los peldaños que ascendían hasta el sillón que ocupaba Enrique eran menos lujosas que las que había visto en las cortes de su familia política. En lugar de pieles de osos blancos del norte, o finos curtidos de ciervo, el rey de Inglaterra forraba su corte con retazos cosidos de todos los pelajes imaginables; hasta gatos y perros, a juzgar por el color parduzco que tomaba la peculiar alfombra, según le cayera encima el fulgor de las antorchas. Cuando se incorporó, tras demostrar con el prolongado momento de cortesía el respeto que sentía por el hombre que tenía ante sí, Rotrou se esforzó por impedir que su rostro trasluciera nada excepto la mejor disposición a servirle. De reojo y con disimulo estudió la firme mandíbula del rey, el ceño instalado en su frente y su actitud de perpetuo movimiento, aun cuando, como en ese momento, reposara sentado tras un viaje urgente para tratar de prevenir que la incipiente rebelión se extendiera por sus dominios en Normandía. A pesar de la fuerza que aún emanaba de su persona, Enrique había envejecido desde la última vez que se vieran, en su corte inglesa. Pese a que su poder crecía con cada territorio que ganaba para sí, los escándalos que habían salpicado su reinado habían terminado por cobrarse su precio, y éste aparecía bien claro en el rictus amargo que se dibujaba en sus labios carnosos, otrora siempre joviales. La ira que debió de comerle las entrañas cuando su canciller más cercano se atrevió a enfrentarse con él había dejado surcos en su frente, y las comprometidas circunstancias de la muerte de Thomas Beckett tampoco habían pasado de balde por su espíritu. Debió de haber sido un verdadero tormento para un hombre como Enrique verse obligado a hacer penitencia frente a toda la cristiandad por ese crimen, aun si no había sido su mano la que había cercenado el cuello de Thomas; pero ni siquiera entonces, transcurridos tres años, podía vivir en paz. Y precisamente que el mal no procediera de enemigos extraños, sino que la hidra venenosa hubiera nacido de sus propios hijos, alimentada por la mujer que un día deseó tanto, era sin duda la peor de las torturas. Al lado de los problemas que asolaban a Enrique, la cuestión que Rotrou y él debían tratar era como un juego de niños, excepto que lo que se apostaban eran reinos. El rey apretó los labios. Sus dedos tamborileaban disgustados en el antebrazo del sillón, y Rotrou adivinaba que el orgullo del rey pronto cedería, por lo mucho que necesitaba afianzar su alianza con el conde de Le Perche. En los ojos de Rotrou brillaba el futuro. Por fin había dejado de ser el hospedero de los poderosos, para convertirse en su mano derecha. El destino le había sido favorable, y la oportunidad de la que ahora gozaba no se le volvería a presentar, de eso estaba seguro. Por una vez, haría honor al nombre de su padre, y todos se verían obligados a reconocer que la valía formaba parte de su estirpe, y que no pertenecía solamente a Rotrou el Grande. Cuando llegó la señal de que se le permitía hablar, su voz no tembló:
—Sire, es un honor recibiros en mis tierras, y estoy a vuestro servicio.
—Es bueno volver a estar entre amigos, conde Rotrou —replicó Enrique con la mirada centelleante y haciendo hincapié en el título de su interlocutor. Tras una imperceptible pausa, su tono se hizo más jovial—. Sin duda, sabréis que, en estos tiempos, no dudo en recompensar la lealtad bien entendida. No me ando con rodeos, no doy vueltas como una peonza, a diferencia de los buenos frailes que nos acompañan. —Señaló hacia el rincón, donde los hábitos se removieron inquietos. Hughes de Marcy no movió un músculo—. Vuestras tierras me convienen. Pero no las quiero comprometidas en absurdas luchas intestinas, sino libres y abiertas a mis tropas de brabanzones; y, del mismo modo, cerradas para todos mis enemigos y agrestes para sus soldados. ¿Podéis garantizarme ese milagro? ¿Puedo contar con Le Perche para mantener a raya a los traidores, Rotrou?
El eco del nombre, cuidadosamente recordado y pronunciado, permaneció un instante flotando en el silencio que de inmediato rodeó a los dos hombres, y que se hizo más denso, como si los monjes y el resto de los funcionarios reales hubieran dejado de respirar mientras Enrique estudiaba el semblante de su vasallo y esperaba la respuesta, que no se hizo esperar.
—Os juro por el honor de mi familia que así es —profirió Rotrou, inclinando la cabeza.
Si Rotrou esperaba que el alivio recorriera las filas de los presentes, quedó decepcionado. Imperturbables, todos volvieron la vista hacia el monarca, en espera de su reacción. Sólo cuando vislumbraran una señal de por dónde apuntaban los humores de Enrique se atreverían los cortesanos a exhibir ningún favor o desagrado hacia el señor de provincias que ocupaba el centro de la sala. Después de un momento que a Rotrou se le hizo interminable, Enrique se levantó y descendió los peldaños de la tarima de madera.
—Por ese honor espero recompensaros algún día —dijo clavando sus ojos en el rostro del conde y poniendo su mano en el hombro de éste.
La familiaridad del gesto llenó de orgullo a Rotrou, mientras, ahora sí, los murmullos de aprobación acariciaban sus oídos, fascinado por el poder del hombre que le dispensaba ese trato. La sensación duró poco, sin embargo, pues Enrique se dio la vuelta y, sin una palabra más, abandonó la sala, seguido por cuatro caballeros. Rotrou se quedó inmóvil, aún embriagado por la experiencia, y sólo cuando se le acercó el abad de Mont-Froid, el conde parpadeó como si despertara de un bellísimo sueño. Para ocultar su confusión, proclamó:
—Un rey que no duda es doblemente sabio.
—Apreciaríais más la duda si vuestro cuello dependiera de ella, conde —repuso inocentemente Hughes de Marcy.
—Vuestros acertijos me aburren, abad —exclamó Rotrou, exaltado aún—. ¿Es que no habéis visto que cuento con la confianza de un gran hombre? ¿Acaso dudáis de su palabra?
—Estimado amigo, jamás dudo de la verdad cuando es un rey quien la sostiene —respondió Hughes con un deje de ironía, aunque su mirada era grave—. Lo que me preocupa, si he de ser sincero, es vuestra parte de la verdad.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Rotrou de mala gana.
—Aún ha de llegar la hora en que podáis llamar a Sainte-Noire vuestro, y menos decidir quién recorre sus caminos y quién no —respondió el abad, impertérrito—. No es buena política mentirle a un rey, y menos a uno como Enrique.
—No seréis vos quien vaya a contarle esas menudencias, Hughes —silabeó el conde de Le Perche, acariciando el puño de su espada—. Además, todo se resolverá pronto. Me encargaré de buscarle a la viuda un buen esposo, de mi mayor confianza, alguien que me obedezca ciegamente y del que no tenga que preocuparme. Los Souillers jamás estuvieron a la altura de este asunto —terminó, mascullando—. En suma, abad: cumpliré la palabra dada al rey, de una forma u otra.
—Ya veo —dijo lacónico Hughes—. ¿Y en cuanto a la muchacha...?
—¿Qué muchacha?
—Aalis de Sainte-Noire, la heredera de esas tierras que os disponéis a administrar —replicó Hughes.
—Veréis, abad. Yo lo veo así. —Rotrou se acercó a Hughes, complaciéndose en repetir el gesto de Enrique, y dejando reposar su mano en la manga del hábito color crudo del abad—. Nadie sabe dónde para esa endemoniada, y quizá jamás la encuentren. Dios tenga piedad de su alma.
—¿Sois el abad de Mont-Froid? —les interrumpió un caballero con el escudo del rey Enrique cosido en su pecho. Hughes asintió y el otro anunció—: Os esperan en los aposentos del rey.
Señaló la puerta por la que había salido Enrique. El abad evitó mirar a Rotrou, y siguió obediente al caballero.
Enrique II estaba sentado en un sillón de madera al lado de los ventanales, de espaldas a la puerta, cuando el abad Hughes entró en la estancia precedido por su escolta. Alrededor del rey sólo había dos o tres caballeros, de pie y a prudente distancia del rey. El acompañante de Hughes hizo una seña, indicándole que se acercara. El abad obedeció, pero antes de que pudiera hablar, Enrique murmuró:
—Si por cada juramento falso Dios me concediera un pedazo de tierra, mañana mismo sería dueño de Francia. —Se inclinó hacia adelante, buscando la mirada del abad, y exclamó—: ¿No estáis de acuerdo conmigo, Hughes?
—Tenéis el don de ver el alma de las gentes, sire —repuso el abad.
La respuesta no satisfizo al monarca, cuyo rostro se ensombreció antes de proferir con voz acerada:
—Creía que sólo Dios gozaba de tal privilegio, abad.
—En tanto que su instrumento, sin duda vos contáis también con su sabiduría —recitó Hughes, con la mirada centelleante—. La voluntad divina extiende sus bendiciones entre sus servidores. Es así, y no de otro modo, cómo la espada espiritual de Dios y la espada carnal del monarca avanzan unidas en una misma dirección.
Enrique II se irguió y todos sus caballeros se inclinaron en una profunda reverencia. Hughes de Marcy bajó la vista y se retiró dos pasos hacia atrás. En la sala nadie se atrevía a respirar siquiera. El ceño fruncido del monarca se acentuó hasta que sus cejas fueron una única línea de furia. Por fin, tronó su voz, y sus palabras llegaron hasta el último recoveco de la sala:
—¡No os he hecho venir para discutir las doctrinas de la Iglesia, abad! No aprecio vuestra diligencia en ese aspecto y os conmino a que guardéis silencio sobre espadas, providencias divinas y demás zarandajas que tanto impresionan a vuestro pío rey Luis. Tenéis delante a uno que sólo sabe de caza y de lealtad. ¡Y si por ello no me queda más remedio que morir maldito, os juro que así lo haré! —Y se dejó caer de nuevo en el sillón, con un resoplido final. Hubo una pausa, que Hughes tuvo buen cuidado de no interrumpir, mientras se apaciguaba la ira de Enrique. Ambos sabían que, efectivamente, el abad no había sido llevado a su presencia para debates doctrinales, pero tampoco para ser testigo de los habituales arranques del rey de Inglaterra. Al cabo de un momento, éste prosiguió, como si nada hubiera roto la calma de su conversación con el abad—: Tenéis mi agradecimiento por responder a mi llamada, Hughes. Sé bien que no suelo favorecer a vuestra orden, por las razones que conocéis, pero en esta ocasión era menester que nos viéramos.
—Vuestra generosidad me abruma, sire —dijo Hughes.
Los caballeros que estaban lo suficientemente cerca como para oír el intercambio se removieron, inquietos. Ciertamente todos recordaban —¿cómo olvidarla?— la cólera de Enrique cuando supo que la orden del Císter había dado cobijo en Francia a su arzobispo fugitivo, y nada menos que en Pontigny, una de las abadías directamente fundadas por voluntad de la casa madre de Clairvaux, y por lo tanto, una de las más importantes. Finalmente, hasta los piadosos monjes habían optado por expulsar a Thomas para congraciarse con el rey, pero Enrique jamás lo había olvidado, y desde entonces solía destinar sus donativos a la orden de Grandmont, mucho más dócil y maleable. Sin embargo, los monjes blancos habían conservado su sólida influencia en el entorno del rey Luis VII y mantenían estrechas relaciones con el Temple en Ultramar, y era forzoso contar con ellos para los asuntos continentales, como la rebelión en la que el propio hijo primogénito de Enrique conspiraba para invadir sus dominios en Normandía y Bretaña. El rey volvió los ojos hacia el abad y con alivio comprobó que tenía ante sí al hombre que recordaba, tal como lo había conocido cuando aún ambos frecuentaban los círculos del monarca francés, Enrique como joven príncipe inglés y Hughes de Marcy como clérigo al servicio de la corte. El abad de Mont-Froid seguía siendo un hombre cabal, cuyo único deber era para con la paz, y que daba la bienvenida a cualquier método a tal fin, sin preocuparse de leyes humanas e, incluso, Enrique juraría, divinas.
—¿Qué puedo esperar de Rotrou, abad? —preguntó a bocajarro Enrique.
—Lo que vuestra sabiduría ya adivina, sire —replicó el otro sin parpadear—. Como su padre y tantos otros, sirve al amo que más le conviene en cada momento, y en el actual, afirma él que sois vos. Pero no es su respeto a la alianza lo que debe preocuparos, sino el valor real de ésta.
—Seguid —indicó Enrique, absorto.
—Rotrou no controla todos los territorios que os ofrece. Sus soldados le garantizan el dominio físico de los castillos de su condado, pero en cualquier momento las tornas pueden cambiar —afirmó el abad—. No está clara la sucesión en Sainte-Noire.
Enrique levantó la cabeza, alarmado. Conocía bien los nombres de todas las fortificaciones castrenses que recorrían el condado de Le Perche, pues daban entrada a su Vexin normando y desde cualquiera podía partir la vanguardia de un ataque. Sainte-Noire no era el mayor pero sí el más cercano a su frontera; la noticia era grave. Hughes de Marcy prosiguió, eligiendo las palabras con extremo cuidado:
—El patriarca Philippe murió, y su linaje directo ha desaparecido. La incertidumbre se ha apoderado de la región. Rotrou reclama las tierras, pero la viuda aún vive allí, y es dama joven. Cualquiera podría pretenderla y ganarla para sus intereses. Y aun después de eso, si reaparecen los herederos... —Dejó la frase en el aire.
—¿Qué queréis decir con que los descendientes han desaparecido? ¿Es que se los ha tragado la tierra? ¡Pues que sigan ahí! —Enrique dio un golpe en el antebrazo de su sillón, malhumorado—. En cuanto a esa viuda, ignoro por qué no está ya casada con un vasallo de Rotrou. ¡Maldita sea! Si pudiera viajar a esas tierras yo mismo en lugar de verme forzado a confiar en inútiles. —Contempló la vasta extensión de campos que se vislumbraba desde la ventana; ese territorio hostil en el que penetrar podría costarle más que la vida: su corona. Suspiró, recapacitando, y se dio la vuelta para enfrentar los ojos azules y serenos del abad de Mont-Froid—. Pero vos, Hughes, jamás habéis sido de esa clase de ineptos. Sé que no desvelaríais un conflicto sin tener al menos, en esas buenas mangas vuestras de lana cruda, un par de soluciones y algún buen proverbio con el cual ganaros a vuestro interlocutor.
—Seguís cubriéndome de halagos inmerecidos —repuso Hughes.
—En absoluto —zanjó Enrique, y el abad inclinó la cabeza. El rey escrutó el rostro del monje, y continuó—: He equivocado mi pregunta, lo veo, cuando me dirigí a vos hace un rato. En lugar de inquirir por Rotrou, debí haberme interesado por lo que vos podéis ofrecerme; ése ha sido el motivo de vuestra visita a mi corte.
—Antes de seguir, debéis jurar que mis palabras quedarán prisioneras de estos muros —dijo el abad—. Mi vida corre peligro desde que puse pie en este lugar.
—Sabéis que así será —replicó Enrique—. Hablad, pues.
—Os traeré la llave de la paz, pero a condición de que sólo la uséis para mantener la guerra fuera de los campos de Francia. Jamás, oíd, jamás para abrir la puerta del Infierno de nuevo —dijo Hughes, con vehemencia—. Hace años que asisto impotente a las riñas entre señores de menor y mayor rango, y todas terminan como matanzas que me recuerdan a las que vi cuando llevaba la roja cruz. Sangre, lamentos y pobreza; y las tierras cambian de dueño cada año, pero nada más cambia. Sé que la voluntad del Señor ha de respetarse, y no he de pronunciar palabra en su contra. No sueño ya con salvar a todos los peregrinos, sino sólo a las escasas almas que se arremolinan bajo los cielos de Mont-Froid y sus alrededores. —Calló un instante, turbado, pero se rehizo y prosiguió—: Hace apenas unos días celebraba con Philippe de Sainte-Noire en mi monasterio el fin de las hostilidades que, tras largo tiempo y arduas negociaciones, se avecinaban; hoy, de aquello no queda nada, pero me he jurado dedicar mis últimas energías a evitar que de una desgracia humana brote una guerra entre reyes. Si podéis esperar, confiad en mí. Os traeré la verdadera respuesta, la única vía para aseguraros que Sainte-Noire no será un peligro para vos. Tendréis la lealtad del dueño de ese castillo. A cambio, lo que os he pedido: paz, por caridad.
Calló, exhausto, y en verdad parecía que de su cuerpo hubiera manado la vida, impregnando sus palabras de ansiedad pero privándolo de fuerzas, y tiñendo su rostro moreno de palidez. Enrique reflexionó durante largo rato, y respondió:
—Tenéis mi respeto, abad. Sé que la preocupación por el bien de Mont-Froid es el único aliento que impulsa vuestras palabras. Pero yo soy rey de muchos hombres, y me debo a ellos tanto o más; y eso también pesa en mi ánimo. Mi hijo me acosa como un aguilucho hambriento, azuzado por la arpía de mi esposa. Afortunadamente, la suerte, o la inopinada gracia de Dios, me ha servido en bandeja a Leonor cuando trataba de escapar hacia Inglaterra, y a fe que la guardaré bajo siete llaves antes de permitir que con su aliento vuelva a fomentar el estado de rebelión en el que se encuentran mis tierras, y contra el que me bato cada día. Sin embargo, la llama indómita de la traición ha prendido ya, y corre el riesgo de devorarme; y debo protegerme, pues mi reino vive en mi persona. Sé que cuando yo muera destrozarán todo aquello por lo que yo he luchado. —Su voz se quebró, y después del silencio Enrique II, rey de Inglaterra, Irlanda y Bretaña y duque de Normandía y Aquitania, miró al abad y prosiguió, con el rostro pétreo—: Decidme qué diferencia vuestra oferta de la de Rotrou. Y no mencionéis la paz. Llevo toda la vida tratando de hacerme con ella, y es doncella arisca. Jamás la he conocido.
Lejos de dar muestras de desaliento, el abad Hughes asintió para sus adentros, como si ésa y no otra fuera la reacción esperada, debida, de Enrique. Cuando el monje respondió, su voz también era de hielo, y mostró sus manos vacías:
—Nada más tengo, excepto a Dios.
Enrique se acercó al abad y tomó un extremo de su manga, besándola. Luego, aproximando sus labios al oído de Hughes, murmuró, sin ocultar su curiosidad:
—Y los hilos que teje vuestra Iglesia. ¿Cómo vivís con vuestra fe, Hughes?
El abad clavó sus ojos en el rey, mientras respondía a su pregunta entre susurros y sin pestañear. Por toda respuesta, el monarca se echó a reír a carcajadas, y los cortesanos se apresuraron a corear la alegría de Enrique con prudentes risas de complicidad. El buen humor de su señor prometía un magnífico banquete aquella noche. Lo siguieron cuando éste se retiró, y una vez todos hubieron abandonado la sala, Hughes de Marcy se quedó a solas, pensativo. Tenía una labor gigantesca por delante: localizar una aguja en un pajar, y depositarla a los pies de un rey. Durante los últimos días, salvar a esa frágil y terca muchacha que había visto nacer en Sainte-Noire se había convertido en sinónimo de su lealtad hacia la vida. Como si en un único cuerpo confluyeran, como ríos en busca de manantial, todas las preguntas y las dudas que habían torturado a Hughes de Marcy desde que abandonara las arenas de Jerusalén. Por eso había podido responderle a Enrique, con la honestidad escrita en los ojos: «Igual que vos vivís sin fe, sire.»
—Declaro que esa historia es increíble, hermano Walter —dijo Évrard mientras masticaba un tallo de hierba y disponía unos pedruscos para encender un buen fuego—. ¿Una reina tan celosa que prefiere la muerte de su caballero cuando éste le niega favor?
Aalis se aproximó, tambaleándose bajo una pila de ramas y troncos secos que había recogido por los alrededores. Hazim se apresuró a ayudarla, librándola de una parte de la carga y evitando mirarla. Por su parte, Walter reía entre dientes mientras golpeaba con insistencia el pedernal para arrancar una chispa con la que encender la hoguera.
—Sois un incrédulo, Évrard. ¿Es que no concebís que la pasión de una dama pueda tener efectos devastadores, cuando no es correspondida?
—Desde luego que no. Sólo he tenido la desgracia de prendarme de corazones helados —respondió Évrard, jocoso—. Ojalá me hubiera topado con esa persistente reina de vuestra historia. Sin duda, ella hubiera procurado para que no me viera, desgraciado y sin fortuna bajo el techo de las estrellas.
—Al contrario, soldado. —Walter se inclinó hacia el caballero, mientras seguía buscando la chispa del pedernal—. Aprended esto: si alguna vez os encontráis frente a una mujer poderosa y sus anhelos, huid con lo puesto, o responded con vuestro cuello.
—Parece que habléis por boca de vuestra experiencia y no de vuestras Escrituras —dijo Évrard, apilando los leños.
Walter se abstuvo de responder, concentrado en su labor. Por fin el pedernal dio su fruto y Hazim y Aalis palmotearon, regocijados ante la perspectiva del benéfico calor. Todos se acomodaron lo mejor posible y Hazim colocó una segunda hilera de piedras rodeando el fuego. Encima, envueltas en hojas de viña, colocó las dos truchas que horas antes había pescado, trabajosamente y con sus manos desnudas, en el río. Al cabo de un rato, Hazim echó un vistazo a las escamas plateadas del pescado y decretó que ya estaba listo. Repartió los filetes como buenamente pudo, cuidando de no escaldarse las manos. El olor del alimento despertó el apetito, de por sí aguzado, de los presentes, y durante unos minutos no hubo más ruido que el crepitar del fuego, el masticar de dientes y los crujidos de las criaturas que recorrían el anochecer que ya caía sobre el bosque. Cuando por fin hubieron saciado su hambre, Évrard tomó un sorbo de agua del morral. Aalis, para no quedarse a solas con Hazim, prestó toda su atención al intercambio entre el caballero y Walter. Ya pensaría en algún modo de asegurar el silencio del árabe, que por lo demás no parecía ansioso por descubrirla.
—Admitidlo, señor: de algún lugar nace vuestra animadversión hacia las damas —aguijoneaba Évrard.
—Es cierto que tengo poca estima por las hijas de Eva —afirmó Walter, mientras se limpiaba los dedos en los bordes de su hábito—. En la corte sólo sobreviven los que medran, sin importar su sexo; pero cuando las mujeres gozan de poder se desatan los demonios de su interior y, ya sea para atraer daño o para atraerse un amante, conspiran sin cesar y su aliento de hiel recorre los pasillos hasta envenenar a los amigos más sinceros.
Évrard soltó una carcajada ante el discurso del monje, exclamando:
—Sostengo lo dicho: no es en la escuela catedralicia donde habéis aprendido de amantes y hiel.
Aalis guardaba singular silencio. Las palabras de Walter la habían llevado a pensar en Jeanne, y el recuerdo de la crueldad de su madrastra la impulsaba a darle la razón al monje. Sin embargo, la garra amarga sólo se clavó a medias en su corazón. En medio del torrente de dolor, la dulce faz de su madre atrajo lágrimas a sus ojos y calidez a sus labios. A bocajarro y sin darse cuenta, exclamó con emoción, al tiempo que en su mente flotaban los repugnantes rostros de Richer y Gauthier de Souillers:
—¿Acaso no envenenan los hombres pérfidos? ¿Es que no hay traiciones entre los que tienen almas podridas, sin importar el cuerpo que las alberga? No adjudiquéis a las mujeres tanta vileza, señor. Reconoced que el honor anda escaso en los dos bandos.
Calló tan repentinamente como había estallado, y al instante se dio cuenta de lo insólito de su intervención, a tenor del silencio con que fue acogida. Walter la estudiaba con curiosidad, como si de repente viera mucho más que a su inofensivo compañero de viaje.
—Amigo Sylva, tendréis que explicarme algún día vuestra breve vida —dijo el monje despreocupadamente y entrecerrando los ojos—. Tanta pasión sin duda mana de una historia que merece ser contada.
Aalis apretó los labios firmemente, arrepentida y atemorizada. Évrard aprovechó la pausa para insistir, divertido:
—Vamos, hermano Walter. Es de justicia que nos contéis la verdad. Además, Sylva es joven y fogoso; no hay en él ningún misterio. Sin duda anda atolondrado por causa de alguna muchachita, a pesar de su hábito, y por eso quiere romperse los dientes defendiendo el honor de las damas. Y he de admitir que de los hombres contra los que he luchado, sólo la mitad se han portado con la entereza de un caballero, aunque todos contaban con blasones y armas.
Terminó, y a las claras se veía que bromeaba, y que su único fin era alargar la velada con algo de charla y un poco de calor, pues la perspectiva de echarse a dormir en la noche y dejar que el fuego se consumiera no era muy halagüeña. Walter miró a ambos de hito en hito. Évrard le sonrió ampliamente, mientras Aalis, aún cabizbaja, lo miró por el rabillo del ojo, claramente interesada en escucharlos. Al fin, como si se rindiera tras fatigosa resistencia, pero con expresión halagada, Walter suspiró y empezó a declamar:
—Habéis de entender que la corte, amigos, no es como ningún sitio de esta tierra, ni como el Cielo ni el Purgatorio; es un Infierno por donde vagan las almas condenadas, y se engañan pensando que han alcanzado el lugar terrenal más alto que pueda existir. Al contrario, el séquito de un rey es la colección más deleznable de sabandijas y ratas que pueda habitar bajo el sol, y sólo le va a la zaga la casa de un arzobispo o la de un obispo. Excuso decir que las mesnadas de condes, duques y condestables son pálidas imitaciones del desfile real que inunda los vericuetos del pobre castillo que recibe a dicho catálogo de serpientes. —Se detuvo y contempló las expresiones asombradas de su auditorio. Sin duda, jamás habían oído calificar de tal guisa a una corte real, y de no estar en mitad del bosque, con dos extraños que apenas lo conocían, Walter quizá no estaría hablando con tal libertad. Sonrió con regocijo; tenía ante sí la oportunidad de describir, con absoluta honestidad y tal como su aguzada mente lo conocía, el pozo de iniquidad que era la corte, sin ser desleal al rey Enrique. Prosiguió—: Entenderéis, pues, que la piedad, la honestidad, la humildad, la contención y todas las demás virtudes que el Señor nos enseñó son lecciones perdidas entre esa muchedumbre de afanosos; la modestia y la prudencia de la dulce Virgen María son ridiculizadas por los coloretes que pueblan las mejillas excitadas de las damas, y sus ropas ceñidas apenas cubren la piel nívea con la que tientan a los pobres desgraciados a los que someten. Allí, la reina pasa los días catando golosinas y corazones, y repartiendo prebendas, y el rey anda demasiado ocupado como para poner orden, pues bastante tiene con llevar las riendas de sus dominios. Ved que si las dos luces que marcan el destino de los súbditos se debilitan de tal modo, el comportamiento de sus cortesanos se relaja en consecuencia. Así se transforma el círculo del poder terrenal y del saber eclesiástico en una hoguera infernal donde todos bailan endemoniados. —Walter se había transfigurado—. Incluso yo mismo no puedo fingir que no formo parte de esa orgía; predico las bondades divinas, pero he caído presa de las tentaciones como el más vil cerdo del corral. Cuando una reina es blanca como el alba, y su risa está tejida de oro y perlas, ¿qué hombre puede negarle la vida? Y después sólo queda la vergüenza de haber adorado un ídolo, una imitación de la pureza. —Abrió las manos, como para mostrar lo vacías que estaban—. No puedo vencer mi repugnancia hacia un sexo capaz de crear tamaña ficción, engaño tan cruel. Sólo me queda amor por la Virgen y los mártires de la fe.
De su alegre expresión no quedaba rastro; Walter estaba pensativo. Los demás no se atrevieron a interrumpir su abatimiento, hasta que levantó la mirada y se encogió de hombros, como si se excusara por el manto de melancolía que había caído en el grupo. Aalis murmuró:
—Quizá tenéis razón, Walter, y la mentira anida en el rostro de las mujeres. —Tragó saliva y añadió—: Pero digo que también florece en la lengua de algunos hombres.
—Ea, callad los dos —intervino Évrard, despreocupado. El atardecer se había convertido en noche, y la gravedad de la conversación no iba con su carácter—. Démonos la mano como amigos y acordemos admirar la belleza de lejos, si tan dañina es.
Así lo hicieron los tres; Walter con los ojos tristes y Aalis con un nudo en la garganta. Acto seguido, Évrard se tendió en el suelo y, al poco rato, sólo llegaban ronquidos de su rincón. Aalis, sin embargo, no podía conciliar el sueño. Las duras palabras de Walter aún flotaban en su mente, y el miedo pasado durante la tarde atenazaba su lengua. El corazón se movía en su pecho como una liebre, y un sudor frío mojaba su frente. En medio de la noche viva en el bosque, su cabeza empezó a bullir con mil congojas: tenía que llegar a Chartres sin levantar más sospechas, y allí buscar refugio o quizá huir, y seguir huyendo siempre. Rezó por que Souillers no hubiera mandado a nadie en su busca, y también en silencio le pidió a la Virgen que la ayudara y le diera fuerzas. Su plegaria fue débil; con cada día que pasaba entre hombres y en camino, comprendía que tenía que extraer fuerza de su alma, y que la figura benevolente de Nuestra Señora sólo estaría a su lado, como una dulce nube, si ella era su propia torre de fe. Una sonrisa incierta se pintó en sus labios. Llegaría a Chartres, alcanzaría un lugar seguro. Y, después, desaparecería, se desprendería de su nombre y de su pasado, y se mezclaría con ese mundo repleto de historias y de gentes que sólo ahora comenzaba a vislumbrar. Walter hablaba de cortes y reinas, y Évrard viajaba por toda Francia participando en los torneos más famosos; Aalis dejó vagar sus sueños y pronto cayó rendida. Dormía en anchas tiendas cubiertas por las más finas sedas, atendida por damas amables y caballeros silentes. La despertó una mano oscura sobre sus labios, que sofocó el grito que brotaba de su garganta.
—¡Shhh! —susurró Hazim enérgicamente, mientras Aalis se debatía—. No temáis. Y no gritéis. Mi amo tiene el oído agudo, y no nos conviene su presencia. Ahora apartaré mi mano, pero tenéis que prometer que no haréis nada que nos ponga en peligro.
Aalis asintió, temblando, pero cuando Hazim cumplió su palabra, se apartó de un salto lo más lejos posible del muchacho. Éste no hizo nada por impedírselo.
—¿Qué quieres? —espetó ella.
—Mi libertad, igual que tú —replicó Hazim, centelleantes las pupilas. No era mucho mayor que Aalis, pero su decisión estaba esculpida en sus facciones. Mostró los dientes al puntualizar—: Señora.
—¡Cállate! —susurró Aalis, mirando de reojo a las dos figuras que dormían unos pasos más allá—. Te lo repito: ¿qué quieres de mí? Tengo un poco de dinero... —terminó débilmente.
Las escasas monedas que poseía no serían suficiente para comprar todos los silencios que necesitaría durante el resto de su vida, si quería ser libre. Como si Hazim supiera lo que estaba pensando, agitó la cabeza negativamente y dijo:
—No se trata de dinero. Yo también quiero escoger mi camino en lugar de seguir el de otro. Évrard ha sido un buen amo, pero yo no soy ningún esclavo. —Su expresión no cambió; enunciaba un simple hecho, sin rencor ninguno—. Quiero volver al sur, en busca de mi familia.
—¿Qué te detiene? —preguntó Aalis, fascinada a su pesar.
Se daba cuenta de que nada era lo que parecía en ese mundo que empezaba a descubrir, donde todos ocultaban una historia bajo la piel; ese pensamiento, extrañamente, la reconfortó. Hazim respondió:
—No puedo viajar solo. Terminaría muerto, o en manos de un dueño mucho peor. En cambio, dos viajeros no despiertan sospechas. Nos ocultaríamos con hábitos, pasando como monjes. ¿O me dirás que es imposible?
Aalis permaneció callada, bajo la mirada inquisitiva de Hazim. Negó con la cabeza, aún sin decir nada. El joven insistió:
—No sé de qué escapas, ni me importa. Pero necesito que huyamos juntos. —Como siguiera sin obtener respuesta, añadió—: Puedo esperar hasta llegar a la ciudad. Pero una vez allí tendrás que decidirte.
—¿Y si no? —preguntó Aalis, alarmada por el tono de su voz.
—Ignoro cuál es el castigo para una mujer que suplanta a un monje, pero si sé algo de los cristianos, es que practican poco esa caridad de la que tanto hablan —repuso Hazim, observando la expresión asustada de Aalis—. Piensa bien tu respuesta. Mañana, cuando lleguemos a Chartres, volveremos a hablar.
Y se dio la vuelta, para echarse junto al fuego. Aalis se deslizó hacia el suelo, como si las piernas le fallaran, y se quedó inmóvil un buen rato. El frío se le coló en los huesos y finalmente se obligó a levantarse y acercarse a las brasas que aún ardían. Se acuclilló, abrazándose las rodillas con las manos. Contempló el brillo rojizo reflejado en el anillo de Sainte-Noire, y por su cabeza desfilaron mil angustias, hasta que no pudo más y cayó rendida, con el cuerpo aún encogido, como si tratara de protegerse de una tormenta por venir.
Capítulo once
Chartres surgía orgullosa, entre viñedos repletos de apetitosos racimos de uvas y campos sembrados de trigo, más allá de los prados que el Eure recorría perezoso, como la promesa de un lugar santo, bendecido por la abundancia divina. Los bosques que rodeaban el valle se hacían menos profundos a medida que los viajeros avanzaban por el camino que los acercaba a una de las siete puertas que daban acceso a la ciudad. Parecía como si el mismo Dios hubiera escogido una cuna de montañas y árboles para una de las maravillas de la cristiandad: la catedral erigida en honor de la Virgen María, con la torre sur, recién construida, irguiéndose al lado de su gemela del norte desde la elevación de la Haute Ville, la parte alta de la ciudad. De todos era sabido que los condes de Champagne repartían su justicia con equidad por todas sus tierras, pero de igual modo nadie ignoraba que Enrique, hijo del gran Thibault y actual conde de Champagne, sentía debilidad por la catedral que acogía la reliquia de la Virgen, el Sagrado Velo traído desde Tierra Santa. En voz más baja se rumoreaba que la influencia benéfica procedía sobre todo de su esposa, María, hija del primer matrimonio del rey Luis con Leonor de Aquitania, y que la piadosa devoción de Enrique el Liberal hacia Nuestra Señora del Velo era en realidad un mudo homenaje de amor a su condesa; sospecha que algunos destacados miembros de la Iglesia se veían obligados a callar, por temor a enemistarse con los condes. Eran tiempos de poder para la casa de Blois y Chartres: la reina de Francia, Adela, era hermana del conde Enrique, y su otro hermano, Guillermo de las Blancas Manos, había dedicado su vida a la Iglesia y ocupaba simultáneamente el arzobispado de Marcy y el obispado de Chartres, a pesar de las admoniciones del papa Alejandro III, que había prohibido tal acumulación de poder y riqueza en un solo hombre. Por su parte, el pío rey de Francia ningún mal veía en la gloria de Dios, y aún menos en la de su familia política, siempre que ésta fuera su aliada contra el rey inglés que poseía en Francia un territorio más extenso que el suyo propio. Así crecía Chartres y su catedral, bajo el abrigo de reyes, condes y obispos, cada vez más hermosa y próspera.
Ya se vislumbraba la Porte Guillaume y sus dos firmes torres redondas, coronadas por sendos balcones circulares desde donde los vigías controlaban la entrada de los forasteros. Una larga hilera doble de solicitantes pedían ser admitidos, por asuntos de piedad o de comercio, entre los muros de Chartres. Los peregrinos avanzaban resignados, en grupos o en solitario, hasta la entrada custodiada por la guardia del conde, que los examinaban someramente (pues estaban exentos de los derechos de paso y ningún interés tenían para los cancerberos), mientras que los mercaderes desfilaban en otra columna, y atendían a las preguntas de los guardias respecto a sus mercancías, al tiempo que éstos solicitaban sus salvoconductos comerciales y les cobraban una tasa de entrada en la ciudad, pero menor que a los viajeros regulares. De vez en cuando estallaba un pequeño tumulto cuando algún comerciante desprevenido se quejaba de la cuantía del pago, o uno de los guardias descubría que los peregrinos que tenía delante no eran tales, sino buhoneros y vendedores ambulantes que pretendían escabullirse del peaje. En medio del bullicio, y del ruido de los animales de carga, tales incidentes pasaban desapercibidos, y el río continuo de almas y bienes transcurría apaciblemente.
Aalis lo observaba todo con ojos ávidos, ansiosa por empaparse de cada escena que se desarrollaba a su alrededor: desde los colores rojos, azules y amarillos de las sayas de las mujeres que transportaban cestos llenos de olores y hortalizas distintos, hasta el perpetuo relinchar de las monturas, obligadas a esperar antes de llegar a su abrevadero, en alguna fonda de la ciudad. Más adelante, un par de peregrinos habían recibido permiso para entrar, y apretaban el paso; sus sandalias eran dos trozos de madera atados con un paño anudado, y sus mantos estaban agujereados, pero la alegría de su caminar daba a entender que la perspectiva de un jergón era más que bienvenida. A su lado, en la hilera de los vendedores, un hombre barbudo que acarreaba una cesta de mimbre con cebollas escupió, mientras sostenía entre sus dedos oscurecidos por la mugre una bolsa exigua, igualmente sucia, que tintineaba débilmente. Cuando se dio cuenta de que Aalis lo miraba, la obsequió con una sonrisa desdentada y le guiñó un ojo, como si pudiera ver a través de su hábito, hasta el fondo de su corazón palpitante y emocionado. La joven apartó la vista, avergonzada, pero sólo para volver a fijarla en otro punto: la discusión que Walter y Évrard mantenían, entre susurros. El caballero agitaba la cabeza, nervioso.
—Os digo que más vale que nos separemos: vos y Sylva no tendréis problemas, pero si nos cuentan como grupo, nos cobrarán dos sueldos por cabeza. —Echó un vistazo a su criado—. Hazim igual nos cuesta el doble.
—Y yo repito que no os preocupéis —repuso Walter, mirando tranquilo hacia adelante.
Évrard dio un resoplido por lo bajo, para no despertar las sospechas de los guardias, y tiró de las riendas de su caballo. Aalis inclinó la cabeza, inquieta. Évrard no se preocuparía tanto por la cantidad a la que ascendería el derecho de paso si supiera que tenía como compañera de trayecto a una fugitiva que se hacía pasar por monje; no había tasa que pudiera pagar ese delito. Se encogió aún más en su hábito, rezando por que no tuvieran problemas. Levantó los ojos hacia el cielo y, desde la ciudad elevada, vislumbró las torres majestuosas del templo de Nuestra Señora. Si lograban salir del paso, se prometió rezar cinco avemarías frente a la efigie de la Virgen. Hazim caminaba tras ellos, cerrando la comitiva, y aguantaba las mofas de los campesinos que lo seguían, para quienes su piel oscura constituía una novedad, más propia de la obra del diablo que de la del Señor. Cuando por fin llegaron ante el guarda, éste bajó el brazo de inmediato, y un grueso poste de madera cayó también con gran estruendo. Estaba sostenido por un mecanismo de cuerdas, y quedó atravesado frente a los portones de la Porte Guillaume, como si hubiera obedecido su gesto mágicamente. El soldado se rascó la barbilla, y dijo:
—Bien, bien, ¿qué tenemos aquí? Un par de monjes, un muerto de hambre y un demonio. ¡Valiente conjunto! Tendréis que convencerme de que vuestros propósitos son honorables. Los monjes que conozco no suelen viajar con compañía tan singular.
—Sólo queremos postrarnos frente a la Virgen —respondió Évrard, con los ojos centelleantes, antes de que Walter pudiera intervenir.
—¿Y ése también? —replicó el otro, señalando a Hazim con una risotada—. Vamos, padre, buscaos otro lugar donde convertir a estos desgraciados. Aquí ya tenemos nuestros propios ladrones.
—¿Negáis la entrada a un siervo de Dios? —tronó el clérigo, para que todo el mundo los oyera. Se hizo un perceptible círculo a su alrededor, y el guarda enarcó las cejas. No estaba acostumbrado a que los que llamaban a su puerta, pues así consideraba la Porte Guillaume, fueran tan orgullosos. Y menos si traían porquería morisca a cuestas.
—A menos que me demostréis que tenéis asuntos de Dios en Chartres, así es —contestó el guardia, enfrentándose a Walter. Aalis miró a Évrard, nerviosa. El caballero estaba furioso, y su mano se había posado amenazadoramente en la empuñadura de su espada. Las monturas relinchaban, nerviosas. Hazim se apretujaba entre ambos, mientras a sus espaldas crecía el murmullo de la multitud. Aalis se volvió hacia el clérigo, tratando de no fijarse en los rostros macilentos y curiosos que no les quitaban ojo de encima. Walter estaba rebuscando pausadamente en su bolsa. Finalmente sacó un legajo, atado con un hilo de seda roja, del que colgaban varios hilos entretejidos, también de color rojo, que olían a cera vieja. Sin soltarlo, Walter lo extendió frente a los ojos del guardia.
—¿Sabéis a quién pertenecen estos sellos?
El hombre parpadeó, extrañado. Estiró la mano para agarrar el pequeño pedazo de manuscrito, pero Walter lo apartó con firmeza, sin dejar de mostrárselo. El guardia apretó los labios y tragó saliva. A continuación, levantó la mano y las puertas se abrieron a su señal, ruidosas. El gentío emitió un quedo rumor de asombro. Una avenida embarrada, repleta de gente, ascendía hacia la parte alta de Chartres. Sin perder un instante, Évrard tomó a Hazim del jubón y agarró a Aalis por un brazo, arrastrándolos para dejar atrás la Porte Guillaume. Walter Map abría paso, satisfecho. Afortunadamente, las armas del papa eran conocidas por todos los reinos cristianos. Alejandro III se había resistido un poco; pero el rey Enrique necesitaba protección para su embajador, y cuando el monarca inglés quería algo, ni siquiera la mano derecha de Dios podía negárselo.
—Malditos farsantes. ¿Qué negocio se trae un legado papal con un moro? —farfulló el guardia, para disimular su confusión.
En la hilera de peregrinos, unos ojos entrenados para observar no habían perdido detalle de lo sucedido. Cuatro hombres con un manto oscuro que cubría sus hábitos blancos avanzaron hacia la Porte Guillaume.
Auxerre hizo una señal a L'Archevêque, y éste desmontó frente a la casa de huéspedes. Gauthier y Warin hicieron lo mismo, con gesto adusto el primero y curioso el segundo. El mercader de pieles y su criado los habían conducido hasta allí por las angostas callejuelas que partían de la Porte Saint-Michel, la que más cerca estaba de la catedral y del distrito comercial nacido a su sombra. A pesar de eso, habían tenido que recorrer un largo trecho: desde la rue du Vin, donde los tenderos desplegaban sobre largos tablones cubiertos por toldos que habían sido blancos hacía muchos años cántaros rebosantes de apreciado vino de Beauce, pasando por la rue Percheronne, que aún olía a los magníficos caballos y monturas de carga que los vendedores allí exhibían, hasta llegar por fin al claustro de la catedral, y a las calles adyacentes al templo, que pertenecían a la jurisdicción del obispo de Chartres, y que gracias a su protección se llenaban de comerciantes al llegar las festividades religiosas que celebraban a la Virgen. Aunque aún faltaban varios días para la Septembrina, la gran feria que conmemoraba el nacimiento de Nuestra Señora, la ciudad se engalanaba ajena a los rumores de guerra que desde el norte traían los refugiados. Unos decían que el rey Enrique había arrasado una ciudad entera, quemando a los primogénitos frente a sus padres; otros aseguraban que era el propio rey Luis el que había prendido fuego a las iglesias y las casas de Verneuil. Todo el mundo convenía en que no era bueno para los negocios que los monarcas cristianos combatieran entre sí en lugar de expulsar a los sarracenos de Tierra Santa. Y, al final, se brindaba con vino y se compraban estatuillas de plomo de la Virgen del Velo para rezar por la salvación del país. En suma, la ciudad hervía de vida y muerte.
—Tenemos que deshacernos de estos dos —murmuró Auxerre, de forma que sólo Louis le oyera.
Éste lo miró intrigado y, con una sombra de sonrisa, replicó, en tono igualmente bajo:
—Demonio, compaign. Llevamos días con esas sabandijas a rastras ¡y hasta hoy no se te ocurre cortarles el pescuezo! Podríamos haberlo hecho en el bosque, limpiamente, pero no, el señor tiene que esperar a que estemos en la segunda ciudad más importante de Francia.
—Contén tu sed de sangre, Louis —contestó Auxerre con buen humor—. Quería decir que hemos de escabullimos. No podremos pasar desapercibidos por estos lares con ese par al lado.
—Es cierto que Warin no deja a nadie indiferente —concedió Louis.
—Los deja temblando, más bien. ¿Quién soltará la lengua para sincerarse, con esa bestia a nuestro lado? —preguntó el capitán, volviéndose hacia los comerciantes y las gentes que recorrían el claustro. Se los quedó mirando, con expresión frustrada.
Los muros densos de la catedral parecían erigirse entre él y su objetivo fantasma. Recorrió las estatuas talladas en piedra, las expresiones sufrientes y las escenas que representaban a Cristo impartiendo sus enseñanzas. Los justos se arrodillaban frente a Él. De repente, su rostro se iluminó, y se frotó la barba, satisfecho. Se volvió hacia Louis, lo miró significativamente y, volviéndose hacia Gauthier y Warin, anunció:
—Vamos a confesarnos.
Louis permaneció impertérrito, y se limitó a asentir, mientras los otros dos cruzaban una mirada y guardaban silencio. Auxerre se dio la vuelta y, mientras les daba la espalda, añadió:
—Nos veremos en la posada.
Warin de Lonray acarició el borde de su hacha, como si quisiera despertarla.
Cuatro semblantes taciturnos esperaron a que el muchacho que les llevaba el pan, el queso y el vino caliente se marchara. Se encontraban en una de las tantas casas que rodeaban el recinto de la catedral, donde las dueñas se ganaban unos sueldos alimentando a los peregrinos y prestándoles un lugar de reposo ocasional. A pesar de que habían alcanzado por fin la ciudad, el ambiente que pesaba sobre los comensales era de inexplicable desazón, como si no hubieran anticipado que llegaría ese momento. Las animadas conversaciones de los viandantes, acompañadas por el avance regular de las monturas que transitaban por la calle, se colaban por los huecos de las ventanas y, por contraste, el grupo parecía un velatorio. Al final, el caballero Évrard se decidió a romper el incómodo silencio, sirviéndose un vaso de vino, y brindó en voz alta:
—¡Aquí estamos! No creí que el camino fuera tan corto. Por mis veloces compañeros de viaje. —Y después de una ligera vacilación, añadió—: Bien, ¿y adonde pensáis ir desde aquí?
Aalis se contuvo para no mirar al monje. Ella también se había estado haciendo esa misma pregunta desde que cruzaran la Porte Guillaume.
—Dios señalará el camino —repuso Walter, acercándose el queso. Y esbozó una media sonrisa—. O al menos así lo espero.
—Sois discreto como una tumba —replicó Évrard.
—Si no lo fuera, sin duda terminaría sepultado en una.
—Así sea. Pero no me diréis que contáis con un salvoconducto —y bajó la voz para seguir— del papa para viajar por placer.
—Efectivamente —dijo Walter, enfrentando la mirada inquisitiva de Évrard—. No os lo diré.
—Es vuestro derecho —asintió Évrard, sin dar muestras de sentirse molesto por la imperturbabilidad del monje—. Por mi parte, no me importa deciros que Hazim y yo seguramente seguiremos hacia el norte, quizá Lagny, ¿verdad, chico? —Miró despreocupado a su criado, que le respondió con una señal afirmativa, sin despegar los labios—. La feria fría de enero ya se ha terminado, pero siempre habrá quien nos diga dónde se celebran los torneos que la Iglesia prohíbe y sin los que yo no tendría qué comer.
—Os deseo mucha suerte —dijo impulsivamente Aalis. El caballero Évrard levantó la mirada, sorprendido, y observó el rostro apenado de la joven. Una sombra de turbación pasó por sus ojos, pero se encogió de hombros, como alguien resignado a dejar atrás a gentes y ciudades. No cabía la tristeza en el mundo de Évrard.
—Vuestro discípulo no sigue vuestros pasos, Walter —exclamó jocosamente—. Se atreve a contradecir los edictos papales contra los torneos.
—Es libre de hacerlo, puesto que no soy su maestro, ni sé tampoco en qué lugar detendrá su camino esta noche —dijo Walter, observando a Aalis por primera vez desde que entraran en la posada—. ¿O quizá ni siquiera vos lo sabéis, Sylva?
Al escuchar la cálida voz del clérigo, una oleada de desesperación anegó el ánimo de la muchacha. Allí estaban: cuatro seres que habían compartido días de viaje, cruzado ríos y dormido bajo un mismo techo estrellado, al abrigo del frío y de la soledad. El camino los había unido. Y, sin embargo, pronto se dejarían atrás, y con suerte recordarían sus nombres y poco más. Aalis se dio cuenta de que hacía tiempo que no se sentía desvalida, o en peligro. Sus compañeros, pues no podía llamarlos de otro modo, habían obrado ese milagro, y ahora también a ellos los perdería, igual que todo lo que había abandonado al cruzar las puertas de Sainte-Noire. Walter apenas había mencionado su vaga misión de explorar las bibliotecas catedralicias desde que llegaran a Chartres, y su ceño fruncido cuando Évrard propuso que terminaran la noche tomando unos vasos de vino indicaba que tenía prisa por separarse del caballero y de su criado, y quizá también de Aalis. Por su parte, Hazim no la perdía de vista, y los ojos negros del muchacho, clavados en su blanco rostro, le recordaban que pronto debería decidirse. Pero ¿qué? ¿Cabía escoger entre la soledad absoluta y una huida sin sentido que la alejaría más de lo poco que aún consideraba suyo? Se mordió el labio inferior, tragándose la pena que afloraba a su garganta, y musitó:
—Tenéis razón, Walter. Ni yo sé adonde ir. —Se irguió en la silla, orgullosamente, y añadió—: Pero algo encontraré.
—No lo dudo, sobre todo si me acompañáis —replicó Walter, levantándose. Aalis lo miró, confusa—. ¿O preferís dar con vuestros huesos sanos en el hospital de San Juan de Dios, donde acogen a los leprosos y otras desgraciadas criaturas del Señor? Vamos, Sylva. —Aunque su expresión era de indiferencia, los ojos bondadosos de Walter brillaban, comprensivos—. No puedo aseguraros qué pasará mañana, pero hoy nos procuraremos un catre aunque sea a los pies del Portal Real.
—Jamás he visto un portal real —atinó a responder Aalis.
—Pues no perdamos tiempo —dijo el clérigo. A continuación extendió la mano hacia el caballero Évrard, que la tomó solemnemente. Hazim contemplaba la escena con angustia, y se acercó subrepticiamente a Aalis. El árabe se inclinó al oído de la muchacha y murmuró unas palabras apresuradas, mientras Évrard seguía despidiéndose de Walter. Aalis asintió, y una ancha sonrisa se extendió por la cara del mozo.
Cuando Walter y Aalis dejaron atrás la posada, y se adentraron en la calle, la noche de Chartres los acogió con toda suerte de ruidos y olores: un riachuelo de aguas embarradas se deslizaba hacia la Basse Ville, y los perros husmeaban los restos de hortalizas y la sangre de las matanzas que se escurría también hacia abajo. Tendidos a varios pies por encima de sus cabezas, en cuerdas atadas de parte a parte de las casas, pendían camisas y manteles recién lavados que las matronas ponían a secar. Empezaba a anochecer. Erguida en el centro de la ciudad, la catedral y sus dos torres que apuntaban hacia el cielo lo dominaban todo.
—Creí que esta noche nos despediríamos —dijo Aalis, cuando hubieron recorrido un trecho.
—Eso pensé. Tenéis mala memoria para ser tan joven.
—¿Qué queréis decir?
—No me olvido de que en el bosque de Mortaigne me libré de un mal trago gracias a vos. ¿Me creéis capaz de olvidar eso? No pensaba irme sin estar seguro de que os dejaba a salvo —rezongó Walter—. A veces no sé de dónde habéis salido, Sylva. No he conocido nunca a un monje tan extraño. Y puedo aseguraros que he visto unos cuantos.
—¿En la corte? —preguntó Aalis, apresuradamente, evitando responder a la pregunta implícita en las palabras de Walter.
Éste asintió.
—Sí, allí y en otros lugares. Castillos cuyas paredes están cubiertas de rico terciopelo, y palacios con escalones de mármol tan blanco que el rostro de uno se refleja en el suelo. —Aalis bebía sus palabras, admirada. El clérigo la miró de reojo, y no pudo evitar sonreír—. Pero pronto veréis una maravilla digna de un rey, Sylva.
—¿Cuál? —inquirió la joven.
Walter Map señaló hacia adelante. Frente a ellos, resplandecían las antorchas que mantenían la entrada de la catedral de Nuestra Señora de Chartres iluminada a todas horas, aun cuando los rayos del sol ya se habían retirado. El Portal Real emergía en el centro de los tres enormes pórticos esculpidos que, impresionantes, abrían sus oscuras bocas para acoger a los fieles. Las figuras alargadas que vestían sus columnas surgían de la piedra con brazos, manos y facciones apacibles: sabios venerables sosteniendo anchos manuscritos entre sus interminables ropajes. En el tímpano central, Cristo en su trono estaba rodeado de hombre, águila, león y toro, y a sus pies los apóstoles difundían la Palabra. La piedra, cálida gracias a las llamas del fuego que iluminaba la escalera, cobraba vida frente a Aalis. De nuevo desde que saliera de su hogar, tenía que plegarse ante una belleza como jamás había podido imaginar. Con torres más altas que las blancas columnas del monasterio de Mont-Froid, la construcción que Walter señalaba como si le estuviera ofreciendo un regalo (y en verdad así era) prometía la salvación del pecado a quienquiera que cruzara los altos portones ornamentados con cobre. Las lágrimas nublaron su vista, emocionada por la historia que contaban las estatuas mudas del Portal Real, y ansiosa por conocer los otros mil significados que encerraban las efigies que no eran del Señor ni de la Virgen. Un grupo de estatuas parecía inclinado hacia el conocimiento, en otro aparecían signos del zodíaco. Hasta los rostros contorsionados de los condenados rezumaban vida. Brillantes los ojos, Aalis se volvió hacia el clérigo.
—¡Es lo más hermoso que he visto nunca! Tenéis razón. Es el palacio de un rey.
Walter se limitó a asentir, benévolo. No podía compartir la despreocupada admiración de Sylva: conocía demasiado bien la realidad de los reinos del Cielo y la Tierra como para olvidarlos y abandonarse a la contemplación extática de la pura belleza de un templo erigido por la voluntad del hombre para la gloria de Dios. Sin embargo, envidiaba esa misma inocencia que alguna vez también él debió de compartir. Observando la faz emocionada de Sylva, tuvo que admitir para sus adentros que una de las razones que lo había impulsado a llevarlo a la catedral era mostrarle esas bellezas, revivir de nuevo esa cálida oleada de felicidad que invade al ser humano cuando está frente a una obra divina, y se siente divino a su vez por la gracia de la contemplación.
Aalis se volvió de nuevo, y se acercó a las esculturas, con el corazón latiéndole en el pecho. No podía dejar de admirar los delicados pliegues de las ropas de los ángeles, la beatitud de la propia Virgen en su trono. La paz que impregnaba toda la obra era tal que deseó arrodillarse para rezar y dejarse arropar por la majestad del Cielo allí representado. Extendió una mano, anhelante.
—Entremos —dijo el clérigo a sus espaldas—. De noche, ni las calles adyacentes a la catedral son seguras.
Sin esperar la respuesta de Aalis, subió la escalera y cruzó las puertas de la catedral. La joven se mordió el labio inferior para disimular su exultante alegría; se le hacía que si atravesaba las puertas de la casa de Dios en la Tierra con una ancha sonrisa de satisfacción, los severos custodios del templo la reconvendrían, y lo último que quería era atraer la atención. No sabía por cuánto tiempo gozaría de la protección de Walter, pero cada momento era un tesoro que no estaba dispuesta a desperdiciar. Temblando de frío y de anticipación, dejó que el olor a incienso la envolviera. Bajo los inmensos arcos del templo, sus ojos hambrientos recorrieron las intrincadas vidrieras que pintaban de colores la oscuridad de la nave. Abrió la boca para decir algo, pero no tuvo tiempo. Una voz a sus espaldas tronó:
—¡Deteneos!
Instintivamente, Aalis se agarró al brazo de Walter y bajó la cabeza, sin moverse. El clérigo respondió a su vez con una presión tranquilizadora, e inclinó la cabeza para saludar al recién llegado. Éste tendió una mano blanca como la nieve, en la que relucía un soberbio anillo incrustado de rubíes. Walter se inclinó para besarlo.
—Excelencia.
—Efectivamente, mis ojos no me han engañado. —Éstos los miraban protegidos por pesados párpados y largas pestañas, enmarcados por un rostro de piel sonrosada y clara. Los labios se fruncían en una expresión de bienvenida, no sin una sombra de extrañeza—. Sois maese Walter Map y, si no recuerdo mal, la última que nos vimos...
—Acababais de lanzar un interdicto contra el reino de Inglaterra —repuso Walter con voz átona.
—Así es. —Guillermo de Champagne observó gravemente a su interlocutor y, sin dejar de asentir con la cabeza, añadió—: Bien es cierto que vuestro monarca había ordenado la muerte de un hombre santo a sangre fría.
—Enrique cumplió con su penitencia —replicó Walter, sosteniendo la mirada del otro—. Y es mi convencimiento que cada día purga su pecado en las desgracias que le sobrevienen.
—Ah, sí. Esa familia tan singular, esos vástagos siempre airados —contestó, complacido por la respuesta, el de Champagne—. Dicen que jamás habrá paz en esa progenie.
—Todos pugnamos porque no se cumplan esos malos augurios.
—Loado sea Dios. Decidme, ¿qué os trae por estas tierras tan poco normandas, maese Walter? —preguntó Guillermo, clavando sus pupilas en el clérigo.
—Mi señor me ha encargado la recopilación de los manuscritos más preciados de la cristiandad —replicó Walter impertérrito.
Sin inmutarse, Guillermo de Champagne hizo una leve seña, y de las sombras surgieron un fraile y dos soldados con las armas de su dueño, azul con una banda de plata y dos cotas de oro entrecruzadas, que se acercaron al grupo. En la oscuridad de la catedral, alumbrada por la luz frágil de lámparas de aceite y llamas quebradizas, la plata que cruzaba sus pechos relucía amenazadora. Aalis se persignó y sus labios empezaron a formular una silente oración. La expresión de Guillermo se suavizó y, señalando a la joven, dijo:
—Vuestro compañero de viaje no está tan avezado como vos y yo a la dura vida de los hombres de Iglesia. Será mejor que lo dejemos a cargo de uno de mis canónigos mientras conversamos.
Walter se dio la vuelta y en voz baja susurró:
—No os preocupéis. Aquí no tenéis nada que temer. ¿Me comprendéis?
Aalis asintió vigorosamente, y un fraile de la catedral dio un paso hacia ella para indicarle que lo siguiera. Así lo hizo; para su alivio, los dos soldados se quedaron atrás. Cuando el fraile y Aalis hubieron desaparecido tras las inmensas columnas que ascendían hasta el cielo de piedra, Guillermo se inclinó hacia Walter y preguntó:
—Decidme, maese, ¿es que me tomáis por un imbécil?
—¿Queréis decir que os dejó con la palabra en la boca? —exclamó L'Archevêque, escandalizado, mientras servía otra ronda de vino entre los que estaban sentados a la mesa—. Pero, buen hombre, ¡sois el guardián de la paz de esta ciudad! No queda respeto por nada ni nadie —terminó, agitando la cabeza.
—Lo sé, lo sé —asintió su interlocutor, mostrando las gruesas llaves de hierro con las que cerraba cada noche la Porte Guillaume—. Así es la vida. Hoy vale más un sello de cera que el buen juicio de un hombre sensato y cabal.
No cabía duda de que se refería a sí mismo. Louis sonrió por lo bajo, mientras Auxerre se inclinaba hacia el guardián y replicaba, con el rostro encendido por el vino:
—Bah, seguro que os pagaron bien. Lo que pasa es que no queréis contárnoslo, porque sino tendréis que pagar esta ronda, ¿no es así? —Fijó sus oscuros ojos en el otro, mientras esbozaba una mueca de complicidad.
—¡Os juro que no me han pagado ni un céntimo! —El hombre negó repetidamente con la cabeza, desconsolado—. Sencillamente, ese estúpido clérigo se limitó a agitar su maldito sello papal frente a mis narices y tuve que dejarlo pasar. —Louis y Auxerre acogieron la revelación con bocas abiertas y profusión de exclamaciones admiradas. El guardián, animado, prosiguió, en voz más baja—: Dios sabe qué asuntos tendrá ese sacerdote entre manos: viajaba con un moro, un monje más joven y un mercenario que los protegía.
—Curioso séquito, ciertamente —convino Louis, desdeñoso. Auxerre sólo tenía oídos para el parloteo del vigilante. Éste soltó una risotada y le dio un codazo al capitán.
—Si no fuera porque soy buen cristiano, diría que ese monje tiene muchos pecados de los que responder ante su papa. —Guiñó un ojo y añadió—: El moro tenía ojos de hurí, oscuros como la noche, y el otro chicuelo, la piel blanca y labios brillantes. No sé si me entendéis...
—Os explicáis con claridad meridiana —replicó Auxerre, en tono acerado.
—Sois un orador dotado, maese Guibert —añadió Louis, elevando obsequiosamente su copa para brindar. Intercambió una mirada de advertencia hacia su compañero, y prosiguió—: Pero sin duda no habrá muchos lugares que acojan este desfile de iniquidades, en esta santa ciudad.
El guardián se rascó la cabeza, dubitativo.
—Bueno, las posadas siempre tienen puertas abiertas para los extranjeros. Y luego también hay matronas que alquilan habitaciones sueltas, aunque no a los viajeros con montura. —De repente, se dio un golpe en la frente, y exclamó, con amargura—: Esos visitantes no necesitarán alquilar techo, amigos. Ese sello, sea falso o verdadero, les garantiza un camastro a expensas de la diócesis.
—¡Escandaloso! —profirió Louis—. Así que ese monje fornicador y sus donceles dormirán...
—Bajo la protección del obispo de Chartres —terminó el guardián—. En la catedral, en algún lugar del claustro.
Se hizo un súbito silencio, aún más obvio a causa del griterío del resto de grupos que ocupaban aquella noche la taberna Viento del Norte. Louis y Auxerre nada hicieron por disipar la inquietud que se abrió paso en la nublada mente del otro. El guardián carraspeó, incómodo, y se levantó lo más dignamente que pudo, tambaleándose notablemente a causa del vino ingerido.
—Gracias por la compañía. Ahora debo regresar a mi puesto.
—¡Ha sido un honor! Escasean los hombres como vos.
Louis se irguió como un resorte y tomó la mano de Guibert, estrechándola con fuerza. El guardián inclinó la cabeza, echó un vistazo a Auxerre y salió dando tumbos por la puerta. Cuando hubo desaparecido, las facciones de los dos hombres mudaron como por ensalmo. Louis puso una mano sobre el hombro de Auxerre.
—Falta poco, compaign.
El capitán asintió en silencio. Cuando levantó el rostro, una mirada endiablada saludó a Louis.
—Gracias a Dios que hemos encontrado a ese idiota. Si hubiéramos tenido que recorrer todas las tabernas de esta ciudad, la mañana nos hubiera encontrado con los intestinos abiertos en algún rincón.
—Habla por ti —replicó Louis—. Mi gaznate puede con todo el vino de este país.
—No es eso. —Auxerre se encaminó hacia la salida—. Digo que las borracheras en tabernas desconocidas suelen terminar en pelea.
Un gigante de pelo rubio se interpuso entre el capitán y el aire fresco de la noche chartrense. Un solo ojo azul observó a los dos amigos.
—¿Os habéis perdido? —tronó la voz burlona de Warin—. La última vez que hablamos andabais desesperados por encontrar un confesionario.
—Es sólo una parada en el camino —informó Auxerre, sin dilación—. De hecho íbamos hacia la catedral, si queréis sumaros a nuestra partida.
—¿Qué dices? —susurró Louis.
—Más vale que lo llevemos pegado a la manga en lugar de a diez pasos de nuestros talones, ¿no te parece? —replicó Auxerre en voz igualmente baja—. Este mastín no nos dejará ni a sol ni a sombra.
—¿A estas horas? —preguntó insidiosamente Warin—. Curioso momento para visitar una iglesia.
—Cualquier hora es buena, hermano Warin —replicó alegremente L'Archevêque—. Cualquier hora es buena.
Auxerre se ciñó la espada y salió de la taberna en dos zancadas, seguido por Louis. El taciturno germano los imitó.
La cripta era inmensa, como atestiguaban los anchos pasadizos que se bifurcaban en incontables arcos. A partir de la estructura romana, que a su vez se edificó sobre un templo galo, los encargados de dotar a Chartres de un lugar de culto digno de la ciudad habían creado una intrincada red de salas que respondían a distintas funciones: la galería sur, nombrada la de San Juan Bautista, acogía naturalmente el baptisterio, y la de San Lupino era favorita entre los fieles que rendían veneración al obispo que un día, durante la misa, había recogido una lluvia de piedras preciosas en su cáliz. Pero sin lugar a dudas el lugar más frecuentado era la iglesia baja de San Fulberto, que rodeaba las criptas antiguas con alargadas galerías en forma de U, proporcionaba un techo a los peregrinos y hacía las veces de espacio procesional para éstos. No era ajeno a su popularidad el hecho de que sus paredes acogiesen la efigie de Nuestra Señora de Bajo Tierra en su trono de madera oscura, frente a la cual los penitentes se arrodillaban y rezaban por su salvación. Se decía que el aire gélido que soplaba por los pasillos y corredores helaba la sangre de los culpables pero refrescaba la frente de los inocentes, y que el beso de la Virgen flotaba en esas brisas, en busca de estos últimos.
Raoul ignoraba si había sido besado o no por la Virgen, pero su frente ardía. Los días se habían encadenado a las noches mientras atravesaba tierra, río y murallas, hasta alcanzar la ciudad. Por primera vez en mucho tiempo, dudaba, y la incertidumbre siempre corroía su espíritu. Había seguido los pasos de Aalis; en las ramas rotas y en las hogueras muertas creía descubrir sus huellas. Cuando se echaba para descansar, los ruidos nocturnos de la Naturaleza susurraban el nombre de la fugitiva, y al levantarse por la mañana éste quedaba en sus labios. Todo lo había llevado hasta Chartres, como si una fuerza más allá de su voluntad lo empujase a aquel lugar. Sin embargo, una parte de él temía equivocarse, haber arrojado toda su vida al mismo río que había cruzado días atrás. Odiaba su propio miedo, despreciaba la debilidad que se instalaba, cómoda, en sus entrañas. Unos días antes, saludaba al mundo satisfecho y confiando lograr lo que se propusiera, igual que había dejado atrás toda una vida dedicada a Dios. Ahora, después de las largas horas de soledad, en esa ausencia de compañía que sólo los eremitas conocían bien, no cesaba de dar vueltas a lo que había sucedido en esos últimos días, y ya nada parecía inmutable ni seguro. Ni siquiera lo que sentía cuando pensaba en Aalis; hasta el nombre de ese sentimiento había perdido por el camino. Levantó la vista, desesperado, buscando en el rostro de la Virgen una respuesta, como todos los que allí acudían. Quizá la mañana traería la paz; era el último consuelo que le quedaba. Raoul avanzó arrodillado hasta besar el borde de piedra del pedestal que acogía a Nuestra Señora.
El canónigo se impacientaba. Aalis murmuró una disculpa y apretó el paso. Avanzaban por el centro de la nave. No era culpa suya si cada una de las bóvedas descubría un nuevo tesoro por admirar, una vidriera teñida de rojo, verde y amarillo, o el manto de la Virgen pintado de un azul tan deslumbrante que el cielo palidecía a su lado. Las figuras representadas en los ventanales capturaban su mirada y no podía dejar de contemplarlas, fascinada. Imágenes que quedarían fijadas para siempre en los marcos de piedra y en el plomo que unía las delicadas piezas de vidrio, e igualmente conservadas en su memoria. De nuevo se detuvo al percibir una pintura de forma circular que se extendía por todo el suelo de piedra. Como una larga serpiente plegada sobre sí misma, el motivo en el interior de la figura giraba interminablemente. Cada uno de los vericuetos era estrecho, con el espacio justo para que un hombre adulto avanzara por ellos. Aalis ralentizó la marcha y se inclinó para estudiar el dibujo.
—¿Queréis daros prisa? —exclamó el canónigo—. No tengo toda la noche.
—Os ruego me perdonéis —dijo Aalis. Y sin dejar de mirar al suelo, añadió, señalando con el índice—: Es que jamás había visto algo así.
—¿Jamás habéis visto un laberinto? —preguntó el otro, extrañado.
Aalis enrojeció, y balbuceó rápidamente:
—No es costumbre en las iglesias de donde yo procedo. ¿Un laberinto, decís?
—Efectivamente. —El canónigo suspiró al ver que no le quedaba más remedio que satisfacer la devoradora curiosidad del joven—. Nuestros peregrinos más pobres, los que jamás podrán hacer el viaje a Jerusalén o a Santiago, suelen venir aquí para recorrerlo hasta que llegan al centro, y hallan a Dios. Algunos andan, otros se arrastran de rodillas. Depende de lo negras que sean sus almas. Al nuestro lo llaman «la Legua», porque se tarda lo mismo en completarlo que en andar una legua. —Se encogió de hombros. Aalis seguía clavada en el suelo de la nave, como sí no hubiera oído las palabras del canónigo, o quizá éstas la habían llevado a otro lugar. El otro chasqueó la lengua, y dijo—: Escuchad, tengo que ir a la capilla. Quedaos en la nave cuanto deseéis, y cuando queráis dormir, la puerta del fondo os llevará al dormitorio de los peregrinos. Allí no faltan camastros y mantas para pasar la noche.
Aalis asintió mecánicamente, como si su cuello se moviera al margen de su voluntad. Sus ojos estaban cegados por la luz transformada de las vidrieras, y su cuerpo cansado se rendía bajo el firmamento de piedra y de antorchas que se erguía sobre su cabeza. Vagamente se dio cuenta de que se había quedado sola, cuando el último de los rápidos pasos del canónigo se apagó en el silencio de la nave. El silbido del aire entre los troncos de piedra era su única compañía. Examinó su alma: quizá no tenía nada que expiar, pero se sentía una peregrina, como el que busca en el destino de su viaje borrar todo mal y purificarse, hacer las paces con el Ser Supremo y por ende consigo mismo. La única diferencia era que los peregrinos regresaban a sus lugares de partida regocijados y felices; y ella no tenía intención de volver a pisar Sainte-Noire. Inspiró el aire frío del recinto. Por fin disponía de unos preciados momentos a solas, una pequeña paz otorgada por el azar para reflexionar sobre su situación. Tenía que decidirse: Walter no siempre estaría a su lado, como el padre que tanto echaba de menos, para indicarle el camino y orientarla. Hazim no la había dejado ir sin antes hacerle prometer entre susurros que se reunirían al día siguiente, al amanecer. No tuvo necesidad de recordarle su amenaza. Juntó las manos, angustiada. Había tratado de no pensar en eso; su disfraz era tan cómodo, y la revestía de una libertad tan inimaginable, que a ratos lo olvidaba. Pero la propuesta del muchacho árabe no hacía más que recordarle que su ardid era mucho más que una simple superchería: si la descubrían, terminaría encarcelada o, peor, de vuelta al horrendo punto de partida del que había huido. «Si no fuera —musitó—, si no fuera por los que habían quedado atrás.» Por mucho que se esforzara, cuando cerraba los párpados, en su mente, que guardaba como un manuscrito interminable todos los recuerdos de los últimos días, el pasado se liberaba una y otra vez. Era insoportable cuando, como ahora, el torrente de voces y rostros la acechaba a voluntad, sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo. El dolor venía de la mano de muchas caras, pero el más agudo procedía de una que conocía bien. Una voz malévola susurraba en su cabeza que el capitán jamás vendría, que poco le importaba si vivía o moría. Un coro de serpientes silbaba que era una estúpida por pensar en eso; y, finalmente, el semblante callado pero lleno de reproches de Auxerre surgía ante los ojos de su mente. No veía todos sus rasgos como si lo tuviera delante, apenas los suficientes para probar la amargura de que no fuera así. Agitó la cabeza, maldijo su suerte.
Miró hacia abajo y buscó el principio del círculo. Llegaría hasta el final. Cada prueba que superaba le demostraba que nada era imposible, que únicamente su voluntad había de ser el timón de su vida, o que ésta se convertiría en una nave conducida por otros, a merced de los temporales. En la casa de Dios, se arrodilló para encontrar la respuesta de su laberinto.
Capítulo doce
—Así que decidme, Walter —repitió Guillermo de Champagne—. Decidme qué habéis venido a hacer en mi diócesis.
—Sin duda, sabéis que el rey Enrique está acuciado por muchos problemas —respondió cautamente Walter—. Yo sólo estoy aquí para buscar soluciones.
El arzobispo de Sens y obispo de Chartres se dio la vuelta para ponderar la respuesta de Walter Map. A sus espaldas, un hermoso tapiz bordado representaba el Jardín del Edén. El escritorio del prelado estaba cubierto de cartas y mensajes, repletos de finas y apretadas letras. En un recipiente, la tinta empleada para redactar donaciones y resolver disputas brillaba, al lado de una pluma de ganso. El clérigo inglés no ignoraba que desde el despacho de Guillermo de Champagne partían misivas dirigidas al papa y a los obispos ingleses que sin duda perjudicaban al rey Enrique. Pero Walter tampoco olvidaba que el arzobispo había sido uno de los grandes defensores de la reconciliación entre Beckett y Enrique, en contra de los que preferían una ruptura total, y para ellos provechosa, entre el rey inglés y la Iglesia católica. La muerte de Beckett había sido un duro golpe para un hombre que estaba comprometido con la paz, y que había respetado la palabra de Enrique de que el arzobispo rebelde no sufriría ningún daño. Walter no estaba orgulloso de muchos de los actos de su rey, pero le debía lealtad. Sólo esperaba que ésta no le costara la vida. Guillermo de Champagne habló por fin:
—El principal problema de Enrique, y vos lo sabéis bien, es Enrique.
—Difícil será entonces hallarle solución, excelencia.
—Y en cuanto a las rebeliones de su ingrata descendencia, tampoco veo qué milagros podéis obrar vos que Dios no tenga ya en preparación —prosiguió el arzobispo. Al ver la singular expresión de Walter, añadió benévolamente—: Oh, sí, nada me impide ver que es un acto contrario a la Naturaleza que los hijos traten de arrancarle la corona al padre, aunque éste se haya ganado un asiento en los infiernos. Pero al fin y al cabo, los muchachos crecen y se hacen hombres, y si son cachorros de rey, alimentan ansias de poder y codician el cetro del patriarca. Qué mala suerte para Enrique no haber nacido lechero. —Juntó las puntas de los dedos en un gesto de interrogación—. Sigo sin ver en qué podéis alterar esta triste situación visitando estas tierras.
Walter estudió al prelado durante un momento, y se decidió. Al fin y al cabo, de una forma u otra estaba en sus manos.
—Excelencia, el rey Enrique confía en la fidelidad de sus servidores en el continente. Sin embargo, circunstancias como las presentes pueden cambiar el signo del viento, y éste mueve las velas más firmes. El rey me ha encargado encarecidamente que transmita sus mejores deseos a varios de sus vasallos y amigos con la mayor celeridad.
—En resumen: que corráis de puerta en puerta en busca de ayuda —zanjó el arzobispo, casi divertido—. Desde luego ese hombre tiene agallas. Y decidme, ¿habéis tenido éxito, maese Walter? ¿Vuestras súplicas han sido escuchadas?
—Si la respuesta fuera afirmativa, dos ejércitos no se estarían enfrentando al norte de esta ciudad —replicó Walter, abatido.
—Y Verneuil seguiría en pie. Dios acoja esas almas en su seno —murmuró Guillermo, recordando apenado la desgraciada masacre que el propio rey de Francia había perpetrado contra una ciudad en rebeldía—. Así que habéis fracasado.
—Todos reclaman dinero, excelencia —dijo el clérigo, apenas controlando su indignación—. Y yo sólo tengo palabras, algunas buenas intenciones y unas pocas tierras con las que negociar.
—Magras piezas os ha dado vuestro monarca —respondió el arzobispo fríamente—. Debería haber sido más generoso.
—Quizá pensó que nadie lucharía bajo la bandera de unos hijos renegados —espetó Walter—. En lugar de eso, todos los señores de Francia han seguido gozosos al santo rey Luis. ¿Quién puede negarse a luchar con tan valiente compañía?
Cuando levantó la vista hacia el rostro del arzobispo, comprendió que se había excedido. Después de todo, la actual esposa del rey era hermana de Guillermo, y aunque era muy comentada la falta de destreza militar del monarca francés, en parte gracias a las despreciativas chanzas propagadas por la propia reina Leonor durante su primer matrimonio con él, burlarse de ello no había sido un movimiento hábil. Transcurrieron unos instantes antes de que Guillermo de Champagne retomara la palabra.
—Podría entregaros al rey esta misma noche. —El arzobispo dejó pasar un suspiro antes de seguir—: Y vuestro amo no es santo de mi devoción. Pero eso no es motivo para permitir que dos grandes reinos se enfrenten, y perezcan inocentes. No tenéis una misión envidiable, maese Walter. Seguid con ella lo mejor que sepáis.
—Su excelencia es un hombre misericordioso. —El clérigo se inclinó y se dio la vuelta para dirigirse a la puerta.
—Esperad.
La orden resonó en el despacho como un látigo. Walter Map se detuvo y miró al arzobispo de Sens. La blanca mano del prelado estaba extendida, y el clérigo murmuró una disculpa, acercándose para el besamanos. Entonces, Guillermo añadió:
—Deberíais visitar a mi hermano. Estoy seguro de que tendréis mucho de que hablar.
—¿Excelencia? —preguntó Walter.
El arzobispo chasqueó la lengua y señaló la salida. Los dos guardias que esperaban en el exterior entraron en la estancia, como si supieran que todo había terminado. El inglés los siguió, sumido en una mezcla de esperanza e incredulidad. Cuando se hubo cerrado la puerta y Guillermo de Champagne estuvo seguro de que nadie lo observaba, se situó frente al tapiz de brillantes colores que adornaba la pared de la sala y dijo:
—Podéis salir.
Los ojos azules de un anciano cuya piel era morena como la de un árabe contemplaron al arzobispo con satisfacción.
Auxerre empujó la pesada puerta del Portal Real. Tras él, L'Archevêque y Warin se adentraron en la apacible oscuridad de la catedral. Las pesadas botas y las espadas colgadas del cinto de los tres soldados rompían la calma que inundaba el recinto. Auxerre tomó una de las antorchas suspendidas en una columna para alumbrar el camino.
—Es extraño que nadie nos haya impedido el paso —rezongó Warin—. No me gusta.
—Los peregrinos han invadido la ciudad por la Septembrina —apuntó Louis—. Quizá los canónigos andan demasiado atareados como para llevar la cuenta de los que entran en la catedral.
—No tardarán en descubrirnos si seguís charlando por los codos —les hizo callar Auxerre—.Vamos hacia los laterales, Louis. Miraremos dentro de las capillas. Warin, tú sigue por el centro.
—No —dijo Warin, plantándose cuan alto era—. No pienso separarme de vosotros hasta que regresemos a la posada.
—Tendrías que habernos prevenido de que necesitabas una ama —soltó Auxerre, sin inmutarse—. Lo único que me faltaba era un bárbaro que tiene miedo a la oscuridad.
—Sabes perfectamente que no me fío de vuestros pellejos traidores.
—Qué lástima —intervino Louis—. Nosotros que tanto confiamos en ti.
—¡Callad! —susurró Auxerre—. Hay alguien ahí delante.
Los tres se detuvieron como si les hubiera alcanzado un rayo. Efectivamente, había una figura inclinada en la parte más cercana al altar, que resplandecía cubierto de una rica tela de terciopelo laboriosamente bordada con oro y gemas, sin duda una donación de los ricos patronos de Chartres. El tejido pardo y sencillo que vestía el penitente contrastaba con la magnificencia de lo que los rodeaba. El ovillo humano se movía imperceptiblemente, avanzando de rodillas y en círculo hacia un punto indeterminado, que sólo él podía ver.
—¡Santa Madre de Dios! —murmuró L'Archevêque—. ¿Qué hace ese desgraciado?
El único sonido que interrumpía la noche era el roce áspero de las rodillas recubiertas de tela contra la piedra del pavimento de la nave. Auxerre avanzó vacilante hacia el fraile, con la antorcha en ristre. Los otros dos se quedaron atrás, inmóviles. Cuando estuvo frente al joven, se inclinó hacia él y dijo respetuosamente:
—Hermano, disculpadme.
La figura encapuchada levantó el rostro como si lo hubieran despertado de un sueño profundo, y cuando vio al soldado se llevó las manos a la cara. Auxerre exclamó:
—¡Dios mío! —Y bajó al instante la antorcha, sumiendo el corredor en la penumbra.
—¿Qué sucede? —preguntó Warin, dando un paso hacia adelante.
—Detente —ordenó Auxerre. Señaló al fraile que seguía arrodillado y, con los labios, formuló la terrible palabra—: Lepra.
Warin miró con repugnancia al infortunado, que temblaba de pavor. A pesar de su ojo tuerto, de sus mil cicatrices y de las heridas que estaba acostumbrado a causar en combate con su hacha, la podredumbre blanca que se cebaba misteriosamente en la carne sana le producía la misma repulsión irreprimible que a los demás hombres. Dio varios pasos hacia atrás, en dirección al portal, a trompicones.
—Montaré guardia en la entrada —afirmó presuroso, con el ojo aún fijo en el fraile encorvado y sus sandalias de cordero, por las que le asomaban las plantas de los pies. En lugar de dedos y uñas tendría muñones; Warin sintió náuseas. Rápidamente se volvió y, a los pocos instantes, respiraba el aire helado de la noche de Chartres. Escupió para limpiar su boca de los humores viciados que sin duda habría respirado. ¿A quién se le ocurría dejar entrar a un apestado en el recinto sacro?
—¿Un leproso? —preguntó Louis, incrédulo—. ¿En medio de la catedral?
Auxerre se dirigió hacia su amigo y le entregó la antorcha.
—Vigílalo. No dejes que vuelva a entrar —dijo, sin más explicaciones.
L'Archevêque se quedó mirando de hito en hito al capitán, hasta que un velo de comprensión iluminó su rostro. Su boca empezó a dibujar una sonrisa de asombro, pero Auxerre le advirtió, taciturno:
—Aún no es tiempo de alegrarse, compaign. Hay mucho que hacer.
Mientras Louis se dirigía presuroso a la puerta, Auxerre volvió al lado de Aalis. El terror que el cuerpo de la joven expresaba no era fingido: en cuanto había oído la fría voz de Warin de Lonray retumbando en el espacio sagrado, pensó que todo estaba perdido. Estaba agotada tras pasar toda la noche arrastrando sus dudas por el suelo de la iglesia, pero a pesar de su aturdimiento y del cansancio, no acertaba a entender qué hacía Auxerre acompañado del germano. Y, sin embargo, el propio capitán había alejado el peligro y ahora tomaba su brazo para ayudarla a incorporarse. Ambos pisaban el centro del laberinto, la cruz que era la recompensa del peregrino.
—Es la segunda vez que me encuentras —murmuró Aalis.
—Te prometo que no habrá una tercera vez —dijo entre dientes Auxerre mientras levantaba el frágil cuerpo en sus brazos.
Cruzó el altar a grandes zancadas y empujó con el hombro la puerta que conducía a las criptas. Los anchos pasillos por los que ululaba la fría corriente estaban desiertos, y las antorchas escaseaban; sólo había una cada cuarenta pasos. A lado y lado surgía algún rumor en alguno de los arcos ocupados por los inquilinos ocasionales de la espaciosa catedral: las toses de un peregrino enfermo, el quejido de otro herido, y los ronquidos de un tercero. Auxerre seguía avanzando casi a ciegas, en busca de una cripta en donde ocultarse. Y tan lejos de Warin de Lonray como fuera posible, se dijo. Por fin, al torcer por un recodo fue a dar con un rincón singularmente silencioso que había quedado vacío. En cuanto dio dos pasos al frente, Auxerre supo por qué: la estatua de Nuestra Señora lo observaba desde las sombras. Maldijo para sus adentros. El lugar de reposo de la Virgen no era el mejor escondite para un par de fugitivos, pues los frailes aparecerían por allí al amanecer, pero no le quedaba más remedio. Los brazos empezaban a pesarle, y temía que Aalis estuviera demasiado débil para andar. Desde hacía varios minutos, apenas podía oír su respiración. La depositó lentamente en el suelo, y cubrió sus pies helados con su capa. Al fondo de la sala, un gorgoteo rítmico le hizo aguzar el oído. Se acercó al origen del ruido, y comprobó que la sala también contaba con un pozo. En el borde, un gran cuenco de barro atado con una soga indicaba que estaba en uso. No era desacostumbrado que los templos tuvieran su propia fuente de agua, pero resultaba extraño que no estuviera en el jardín del claustro, o en medio de la plaza que la catedral presidía. Auxerre encogió de hombros y volvió al lado de la joven. Aalis abrió los ojos y tendió su mano hacia el hombro del capitán. Auxerre no esperó más para besarla. El silencio en la cripta duró unos preciosos instantes.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Aalis, al fin.
—Por ti —repuso Auxerre en voz baja—. ¿Es que no lo sabes?
Aalis buscaba en los ojos del hombre que estaba arrodillado frente a ella. La presencia del capitán inyectaba una energía prodigiosa en su cuerpo aterido de frío, como los cálidos rayos del sol cuidan de la planta helada. Sólo quería saber si podía abandonar por fin el miedo permanente que atenazaba su garganta. Repitió:
—¿A qué has venido? ¿Por qué estaba contigo ese animal?
—Olvídate de él —ordenó el capitán, preocupado. Lo cierto es que no estaría tranquilo hasta cruzar las murallas de Chartres con Aalis a su lado. Pero eso no importaba ahora, aún no—. Me las arreglaré para que no te descubra. Al fin y al cabo —añadió con una sombra de melancolía, apartando con la punta de sus yemas la capucha del hábito y descubriendo las mechas de pelo oscuro que volvían a crecer alrededor del blanco rostro—, tú has sabido esconderte bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, a la defensiva. Recordó a Walter y se inquietó. Tendría que encontrarlo para decirle que no le había sucedido nada.
—Sé que has recorrido el camino hasta Chartres en compañía de un grupo. Me alegro de que no estuvieras sola —dijo simplemente Auxerre.
—Estaba sola cuando me fui de Sainte-Noire —replicó Aalis, sin disimular su amargura—. Sin nadie a quien recurrir.
—No digas eso —pidió Auxerre con pena.
—¡Es la verdad! —La muchacha indefensa que había emprendido la huida se había transformado durante el camino. Auxerre tenía delante a una mujer valiente y sin temor a hablar; después de todo, el capitán tenía que admitir que las palabras que desgranaba no eran sino el reflejo de los reproches que él mismo se había repetido durante todo el viaje. En sus labios eran aún más dolorosos, y Aalis proseguía—: Si no hubiera escapado, a estas horas ya estaría casada con Souillers, o quizá me hubiera quitado la vida. De cualquier modo, mi alma estaría condenada. Y ahora apareces de repente, y de nuevo estoy en peligro. —Aalis luchó por mantener su voz firme y templada—. Dime, ¿por qué habría de confiar en ti? La última vez que te vi estabas a las órdenes de los que querían enterrarme en vida.
—Te juro que... —Auxerre se detuvo, incapaz de encontrar una fórmula solemne que expresara la verdadera determinación que lo había movido a lanzarse en su busca: protegerla como hubiera debido hacerlo desde el primer instante. Reparar su falta, expiar su pecado de omisión. Esperar que no fuera demasiado tarde, desear que la Fortuna se apiadase de él. Murmuró—: Doussa...
La dulce expresión quebró de improviso las defensas de la joven. Dame Françoise también solía llamarla así, con esa mezcla de ternura y compasión, de resignación y de súplica. Aalis bajó la cabeza para no demostrar sus sentimientos, pero no importaba cómo los escondiera. El capitán no era un enemigo, por mucho que el viaje le hubiera enseñado a ver peligros en cada recodo. No podía negarse a reconocer quizá la única verdad que le quedaba. Aalis volvió a cobrar conciencia de que era una mujer, a pesar del hábito que aún cubría su piel y de todo lo que la separaba de aquel hombre, cuando sintió el calor que invadía sus mejillas al verlo de nuevo frente a ella. Le bastaba con dejarse envolver por las pupilas brillantes, por el rostro cálido y familiar del capitán, para comprender. Amaba a aquel hombre, pura y simplemente. La revelación por la que tanto había rezado en el laberinto había llegado, y también el dolor. Le costaría más ser fiel a todo lo que había soñado durante el viaje, pero tenía que intentarlo.
Auxerre esperaba en silencio, impasible y constante, el mismo que desde siempre había acompañado a la hija de su señor. Aalis inspiró profundamente y dijo:
—Tendré que irme.
—¿Qué? —dijo Auxerre, atónito—. Espera...
—No pienso volver a Sainte-Noire —declaró Aalis—. Cuando viniste en mi busca, ¿qué pensabas hacer si me encontrabas?
—No lo sé —respondió con sinceridad Auxerre—. Necesitaba saber que seguías viva, que estabas a salvo. Tenía un miedo atroz de que te hubiera pasado algo. —Y añadió con fiereza—: No voy a obligarte a regresar. Jamás lo haría. ¿Por quién me tomas?
—No pensabas así hace un tiempo —dijo con suavidad Aalis—. Decías...
—Olvida lo que dije —respondió Auxerre simplemente—. No soy hombre de palabras, doussa. Hablo otro lenguaje, y tú has sabido responderme. Rechazas lo que otras tomarían con los ojos cerrados. Te arrastras y sufres lo indecible antes que ceder a un matrimonio que te repugna. En Sainte-Noire pensé que hablaba una niña sin conocimiento; hoy sé que eres la mujer a la que amaré hasta mi último aliento. —Clavó sus ojos oscuros en el suelo—. Y si dices que debes irte sola, así lo harás, aunque debes saber que yo quisiera no dejar jamás tu sombra.
—Auxerre.
No era la primera vez que pronunciaba su nombre, pero Aalis enrojeció, como si las letras que lo componían fueran una lluvia de caricias que descendía por su boca. Sin esperar más, se fundieron en un largo beso. Un ruido llegó desde el rincón del pozo.
—Estáis en el santuario de la Virgen —murmuró una voz cansada, mientras una espada plana golpeaba a Auxerre en la cabeza, antes de que éste pudiera reaccionar. El capitán cayó de bruces contra el duro suelo de piedra. Aalis gritó, asustada, y la figura misteriosa emergió desde las sombras.
—¡Raoul! —exclamó Aalis, sin comprender—. ¿Qué hacéis aquí? —Como el otro no respondiera, y su mirada siguiera clavada en Aalis, ésta repitió, más lentamente—: ¿Qué hacéis aquí?
—Vine por vos —dijo Raoul, avanzando.
—¿Qué decís? —La joven se esforzó por recuperar la calma. No sabía qué hacía el novicio en la cripta, ni quién lo había enviado. Eso no importaba ahora; sólo sabía que tenía que hacerle frente y escapar de allí, una vez más. Colgando de su cintura, atada con un trozo de soga, pendía la preciada daga que había traído desde Sainte-Noire. El frío metal había golpeado su cadera durante todo el camino, como una suerte de testigo mudo de las dificultades que la acechaban, y una promesa de que podría defenderla de todo mal. No la había necesitado, hasta ese momento. Estiró la mano tanto como le fue posible para asir el puño de la daga, y al mismo tiempo dio un paso hacia atrás, lentamente. Al notar el cuerpo de Auxerre que yacía a sus pies, se estremeció. Un hilo de sangre caía desde la parte superior de la cabeza y se deslizaba por la mejilla del capitán. Aalis sintió la ira crecer dentro de sí; contra el pasado que jamás la dejaría en paz, ni siquiera para vivir un sueño que durante unos instantes había sido el más dulce del mundo, y contra la encarnación de la fatalidad, el demacrado joven que aún sostenía la espada con la que había atacado a Auxerre. La muchacha tragó saliva y afirmó fríamente—: Estáis loco.
Raoul se apartó, como si las palabras de Aalis fueran bofetadas en lugar de sonidos. Aun así, su respuesta mordió el aire:
—¿No vais a entrar en ningún convento? ¿No entregaréis vuestro cuerpo a Dios? Decíais que preferíais morir a casaros. Yo creí en vos... —Con la cabeza hizo una seña hacia el capitán—. Y os encuentro aquí, en este lugar sagrado, a punto de...
—¡Basta! No sabéis lo que decís —gritó Aalis—. Os digo que estáis loco, o endemoniado. ¡Dejadme!
Raoul dio otro paso adelante, con la espada apuntando hacia el pecho de la joven. Ladeó la cabeza.
—Estos últimos días sólo he podido acordarme de vuestra mirada blanca, la noche que os fuisteis de Sainte-Noire —silabeó—. Estabais recortada contra el alba. Desaparecisteis, y desde entonces he seguido vuestra luz. No pude hacer otra cosa. Pensé que erais pura como un ángel. Ahora veo que es el pecado el manto que os adorna.
—Vuestros sentidos os traicionaron —murmuró Aalis—. Jamás os pedí que vinierais, ni os di esperanza alguna.
—Es cierto. No me habéis dado ninguna —convino Raoul, encogiéndose de hombros, decepcionado. La normalidad del gesto aún resaltaba más el brillo febril en los ojos del novicio, y su respiración agitada. Éste prosiguió—: Hubiera dado mi vida porque así fuera. —Hizo una breve pausa, y añadió—: He dado mi vida para que así sea.
—¿Qué decís? —preguntó Aalis—. ¿Qué habéis hecho?
El novicio guardó silencio. Estaba absorto en sí mismo, observando un vacío que únicamente él podía ver, aunque sus ojos no habían dejado de mirar en dirección a Aalis. Aprovechando la pausa, la joven dobló el codo lo más suavemente posible, y por fin alcanzó el puño de la daga con la punta de los dedos. El contacto con el arma la tranquilizó; estaba casi segura de que el novicio no se había percatado de sus movimientos, ocultos bajo el hábito.
—Me fui —respondió Raoul al cabo de un rato—. Dejé la orden.
—¡No todo está perdido! Quizá si regresáis... —aventuró Aalis, para distraer la atención del otro. Tenía que mantenerlo ocupado para ganar tiempo. Trató de no pensar en el cuerpo de Auxerre, que seguía sin dar señales de vida.
—Nada importa el castigo ni la muerte cuando se ha visto a Dios —respondió Raoul—. ¿No es así? Creí haberlo visto... —Contempló la expresión atemorizada de Aalis. Chasqueó la lengua y en su rostro se dibujó una mueca amarga—. Creí demasiado, y pagaré caro mi error. Pero antes, un milagro.
Sin tiempo para que la muchacha reaccionase, saltó sobre Aalis con la espada en alto, y cayó sobre ella con la hoja pegada al fino cuello de la muchacha. El aliento alterado del novicio olía a hierbas y a barro; Aalis y Raoul forcejearon en medio del silencio de la cripta. La muchacha sólo podía rechazarlo con una sola mano, pues en la otra conservaba la daga. Cada vez que trataba de alcanzar los ojos y la cara de su oponente, el filo de la espada se interponía, implacable.
—Es inútil —susurró Raoul muy cerca de su oído—. Tengo la fuerza del Señor de mi parte, y vos habéis deshonrado a la Virgen. Os juro que vos también veréis a Dios.
—¡Maldito seáis! —exclamó Aalis, angustiada. El peso de la espada oprimía su cuello, y no podía siquiera respirar. La mano que sostenía la daga estaba prácticamente inmovilizada bajo el peso de Raoul, pero aun así, logró girar la muñeca y, a ciegas, hundió la hoja en el cuerpo del novicio, que aulló de dolor. Aalis se concentró en la lección aprendida de los soldados de su padre y del propio Auxerre: no dejar jamás la hoja clavada, pues eso significa que se ha perdido el control del arma. Retiró la daga, y vio que lo había herido en la pierna. Raoul se había apartado instintivamente, pero la presión de su espada en el cuello de la muchacha no había cedido. Desesperada, Aalis volvió a asestar una puñalada con todas sus fuerzas. El novicio gruñó y golpeó brutalmente el brazo que sostenía la daga. El arma voló por los aires, y desapareció en la oscuridad.
—¿Es así como respetáis a Dios? —exclamó Aalis, aún luchando denodadamente a pesar de que empezaba a notar el cansancio trepando por sus huesos.
—El pecado inunda vuestra alma. Tenéis que lavaros —dijo Raoul apretando los dientes.
Se levantó trabajosamente, sosteniendo el filo de la espada contra el cuello palpitante de Aalis. La obligó a ponerse en pie a su vez, y la arrastró hacia el fondo de la cripta. Allí se erguía el pozo de la antigua iglesia. Raoul empujó a Aalis hasta el borde, y con la espada la instó a que se inclinara a mirar. La soga enrollada que sujetaba el cántaro mediría unos cuarenta codos, y sólo la humedad del agua alteraba la superficie negra del fondo.
—Los antiguos habitantes de la región utilizaban este pozo como lugar de sacrificio —empezó Raoul, como si estuviera dictando una lección y Aalis fuera su auditorio, sólo que el maestro portaba una espada y la pupila temblaba de agotamiento—. Cuando la Santa Iglesia lo descubrió prohibió esas prácticas bárbaras y construyó un templo en el mismo emplazamiento. Pero se sigue utilizando para los juicios de Dios. Si un culpable contempla con fijeza ese pozo, caerá o se arrojará a él, atraído por el abismo, que es el mismo que alienta su alma podrida. Sólo los santos más fuertes resisten; por eso se llama pozo de los Saints-Forts. Ahora va a ser el lugar donde sufriréis vuestra ordalía. Mirad. —Pronunció la orden, tajante, y, para refrendar sus palabras, empujó violentamente el cántaro y la cuerda que lo sostenía al fondo de la abertura. El ruido de la vasija chocando contra el agua tardó una eternidad en ascender—. ¡Mirad! —repitió.
Aalis se volvió hacia Raoul, impotente. Los ojos del novicio no tenían fondo, o habían perdido cualquier atisbo de piedad. Inspirando profundamente, la muchacha se inclinó sobre el reborde de piedras grises, mientras luchaba por afianzar sus piernas contra el murete del pozo. De la misteriosa profundidad ascendía un olor fuerte y desagradable, una mezcla antigua de tierra, agua y sangre que le dio náuseas. La capucha del hábito cayó sobre su nuca como un sudario y, por primera vez en mucho tiempo, el desaliento se hizo un hueco en su espíritu; quizá había llegado su hora, después de todo. El medallón que Gilles le había regalado pendía de su cuello y la fina correa de cuero se hincaba en su carne, tirando de ella hacia abajo. Con la presión de la espada de Raoul a sus espaldas, y medio cuerpo abocado a la más completa oscuridad, ¿por qué no?, se dijo Aalis. Lo más sencillo sería inclinarse del todo, dejar que el peso de sus brazos hiciera lo demás, e ir al encuentro de la tumba líquida que ni siquiera podía escudriñar, tan negra era. Entonces todo sería paz y su alma descansaría. Entrecerró los párpados, casi entregándose. El frescor de la corriente de aire y agua que llegaba desde el fondo golpeó su rostro, vivificándola. Si todo terminaba, junto con la paz vendrían el silencio, el vacío y la frialdad. La fe sostenía que Dios la esperaría al final de ese camino, y hasta quizá le perdonase sus pecados; pero esa quietud absoluta, esa tentación de reposo, tenía un precio, y era peor que una condena. Sacrificar todo cuanto había aprendido a querer desde hacía apenas unos días: su frágil ilusión de libertad. Y a Auxerre, susurró ansiosa una vocecilla en su interior. Y a Auxerre tendido en la cripta, herido o tal vez muerto. La rabia corrió por sus venas, la impotencia se encabritó, transformándose en renovadas energías. Abrió los ojos. Tenía que luchar, siempre. Su padre así lo hubiera querido, y Aalis obedeció la llamada silenciosa de todas las voces que la conminaban a vivir. Movió las manos palpando las paredes del pozo, mojadas y resbaladizas. Deslizó los dedos por cada resquicio y grieta a su alcance. Un codo más abajo, dos ganchos de hierro, por los que se deslizaba la cuerda del cubo, sobresalían, hundidos en la piedra. Se concentró en uno solo y, tomándolo con las dos manos, empujó hacia un lado y otro. Afortunadamente, el gancho no estaba clavado en seco, sino que se encontraba en una juntura de los bloques de piedra. Aalis notaba la herrumbre mordiendo sus uñas cada vez que arrancaba un trozo más. La voz de Raoul llegó, implacable, desde arriba:
—Vuestros pecados os llaman. ¡Aceptadlos! —El grito del novicio terminó con un rugido inhumano. Casi al mismo tiempo, la espada cayó con un ruido seco, y el peso de Raoul sobre ella se incrementó. La joven se echó aún más hacia adelante, con la cintura todavía aprisionada. Una de sus rodillas sangraba, a causa del roce contra la pared exterior del muro. No importaba: había conseguido arrancar el gancho, y lo tenía entre el índice y el pulgar. Con sumo cuidado, lo sostuvo con firmeza en la palma de la mano temblorosa y helada. De repente, Raoul se estremeció como si un rayo hubiera caído sobre su cabeza. Aalis se levantó rauda y se dio la vuelta, con el gancho alzado a la altura del rostro de su captor.
—Doussa, he de reconocer que no dejas de sorprenderme.
El semblante cansado de Auxerre estaba teñido de sangre reseca. Aalis se lanzó en los brazos del capitán, sin contener las lágrimas. El gancho cayó al suelo.
—Pensé que todo había terminado... Que habías muerto.
Auxerre acarició con suavidad el pelo de Aalis, y sus ojos compartían su alivio aunque su voz sonara jovial:
—No negaré que me hubiera gustado ahorrarme ese golpe. Pero hace falta un poco más para acabar con mi dura piel. —Se frotó la nuca, y añadió, mirando hacia el rincón donde había caído Raoul, como un ovillo—: Debemos asegurarnos de que no nos delate, al menos hasta pasadas unas horas.
—Si puede, nos denunciará —dijo Aalis, recordando la expresión extraviada del novicio—. Tendremos que atarlo y amordazarlo. En esta cripta lo encontrarán en seguida, cuando vengan a buscar agua del pozo, y, mientras, nosotros habremos ganado tiempo.
—Has aprendido mucho —dijo Auxerre, observando singularmente a la muchacha—. Eres distinta, como el ciervo del bosque que ya sabe distinguir al cazador furtivo de los pastores.
—No he cambiado tanto —replicó ella, levantando la barbilla—. Si así fuera, nada me importaría dejarlo todo atrás. Y sabes bien que no es así. Crucé las puertas de Sainte-Noire con un peso en el corazón.
Auxerre avanzó un paso hacia Aalis, como si quisiera atraerla hacia sí. Se limitó a decir:
—Debió de ser el mío propio, que te llevaste al partir.
—Te libero de tu préstamo, capitán —respondió ella, dulcemente—. No quisiera que quedaran entre nosotros cuentas por saldar.
—Si quisiera besar a un banquero, me buscaría uno —repuso Auxerre, muy serio. Aalis no pudo evitar echarse a reír, y las carcajadas de la muchacha retumbaron, extraños cascabeles en la solemnidad de la cripta. Las paredes excavadas en la roca y las enormes losas pulimentadas, traídas de las mejores canteras de la región, actuaron de eco, y por los pasillos, el son de una risa de mujer se multiplicó, como si la propia Virgen quisiera celebrar la vida repartiendo su regocijo entre los peregrinos que habían acudido a adorarla. En un instante, el miedo se pintó en la cara de Aalis. Auxerre trató de tranquilizarla—: A estas horas todos estarán dormidos. No te preocupes, en cuanto nos aseguremos de que Raoul no pueda... —Se detuvo cuando Aalis señaló, callada, un punto a sus espaldas. El capitán se dio la vuelta cautamente, con la mano en la empuñadura de su espada.
El novicio se había incorporado y estaba de pie, tapándose con una mano la herida que Auxerre le había infligido en el cuello, y que sangraba abundantemente. Con expresión desorbitada, empezó a avanzar hacia la pareja. La voz debilitada de Raoul musitaba:
—Dios mío, perdóname...
—No deis un paso más —advirtió Auxerre.
Raoul hizo caso omiso del capitán, como si lo empujara una visión que ninguno de los presentes excepto él compartía.
—O Maria, virginei flos honoris, vite via lux fidei pax amoris. —El muchacho prosiguió con la letanía casi inaudible, mientras se acercaba sin vacilar hasta donde permanecían el capitán y Aalis.
Se enfrentó a los ojos claros de la joven y el rostro pétreo del soldado. El semblante del novicio estaba surcado por una inmensa desolación. El momento duró apenas un suspiro y, antes de que pudieran impedírselo, Raoul corrió en dirección a Auxerre, que sostenía la espada en alto y, sin tiempo a que el capitán pudiera reaccionar, el novicio se clavó medio codo de filo en el estómago. Auxerre se apartó, persignándose, pero ya era demasiado tarde. Raoul, ensangrentado, dio un alarido y se lanzó hacia el pozo. El capitán se abalanzó tras el novicio y trató de distinguir el fondo, pero sólo se percibía un silencio sepulcral, como si cada una de las piedras del recinto poseyera la conciencia de que se habían convertido en la tumba de una alma atormentada, y éstas guardaran el luto debido al espíritu que venía a sumarse a sus siglos de soledad. Auxerre esperó, y puso su mano en el hombro de Aalis, murmurando:
—Debemos irnos. Este lugar ya no es seguro.
—Dios se apiade de su alma —dijo la muchacha, temblando.
Se limpió el rostro, sucio de barro, sangre y lágrimas, y se cubrió la cabeza con la capucha. Los dos emprendieron el camino de regreso hacia la nave de la catedral, recorriendo los pasadizos en el mayor de los silencios. Aalis miró de reojo al capitán. En su perfil estaba esculpida la decisión, y sus ojos no dejaban ningún rincón sin registrar, como si temiera que al girar el siguiente recodo los atrapara el fantasma del pasado, o del desgraciado novicio. Una cálida sensación de seguridad envolvió a la joven, pero a pesar de eso seguía intranquila. Lo cierto es que no le faltaban motivos: Walter se estaría preguntando dónde paraba su compañero de viaje, y Hazim había prometido que la perseguiría por toda la ciudad para asegurarse de que no faltaba a su pacto de huir con él hacia Troyes. De otro modo, la denunciaría a las autoridades eclesiásticas. Ahora que Auxerre estaba con ella, todo era mucho más sencillo, y a la vez más complicado: ninguna de las angustias que anidaba en su ánimo había desaparecido, sino más bien al contrario. Las enormes columnas de la nave proyectaron sus sombras alargadas sobre el suelo, erguidas como los troncos de un bosque de piedra. La luz nocturna, coloreada por las vidrieras, inundó de nuevo sus sentidos. Estaba desgarrada entre el deseo de quedarse para siempre allí, arropada en el silencio y la belleza de la catedral, y el pavor a ser descubierta, que la impulsaba a huir, siempre, una vez más. Miró al capitán, y éste apretó su brazo para indicarle que faltaba poco. Las puertas de madera del Portal Real estaban a pocos pasos, y una vez en el exterior de la catedral sólo tendrían que perderse por el barrio de comerciantes para convertirse en dos peregrinos más. La anticipación por saborear el aire de la noche se agazapó en su estómago; cuando por fin empujaron las enormes hojas de madera, éstas crujieron como si fueran las puertas del mismísimo Cielo.
—¡Por fin! —La voz que los saludó no pertenecía a nadie que pudiera sentarse a la derecha de Dios, ni siquiera a los pies de san Pedro. La sonrisa de hiena de Gauthier de Souillers brilló a la luz de las antorchas de los guardas catedralicios, mientras señalaba acusadoramente a la pareja—. Los dos amantes abandonan la catedral después de su sacrilegio. ¡Apresadlos!
—Sois un perro fiel, Warin —dijo Auxerre con calma—. Os dejé en la puerta, y aquí seguís. Pero os habéis traído compañía.
—No me satisfacía la que me tocó —replicó el germano, con un ademán hacia Louis, que estaba tendido en la escalera, gimiendo débilmente—. Y vuestro amigo era muy reticente a dejarme cruzar las puertas de la catedral. Me cansé de esperar.
—Una bestia como tú no merece entrar dos veces en la casa de Nuestra Señora —replicó Auxerre, colérico.
Aalis se acercó al herido y, con la manga de su hábito, limpió la sangre que corría por su rostro entumecido. Louis miró a la joven y esbozó una sonrisa animosa, señalándose la nariz rota.
—Jamás me gustó. .
—¡Callaos! —chilló Gauthier, impaciente—. No hacéis más que hablar. ¡Guardias!, apresad a estos blasfemos. Ella es una bruja que se hace pasar por monje, y los demás son sus esbirros. Tengo órdenes de llevármelos para que sean juzgados en el tribunal de Le Perche.
—¿Una bruja, nada menos? —Una figura emergió del interior de la catedral. Gauthier dio un paso atrás y Aalis contuvo un grito de alegría. La mirada plácida y los ojos azules del abad de Mont-Froid los contemplaban—. Los viejos amigos como nosotros no deberían precipitarse. ¿Estáis seguro de lo que decís, Gauthier?
El de Souillers balbuceó, incapaz de responder. Estaba desconcertado y furioso por la inesperada intervención de Hughes de Marcy. Warin de Lonray empuñó su hacha, sin descubrirla aún, y Auxerre se preparó para enzarzarse en un combate contra el germano. Antes de que nadie pudiera reaccionar, cuatro hombres aparecieron como fantasmas: vestían hábitos blancos, con la cruz roja cosida en el hombro, y se movían con la disciplina de un ejército. Uno de ellos se inclinó frente al abad, tocándose la cruz, y después de besar su mano susurró algo en su oído. La conversación duró una eternidad. Una sombra de terrible dolor alteró la expresión de Hughes de Marcy, y tuvo que apoyarse en el brazo del soldado, que le sostuvo con respeto. El abad inclinó el mentón y murmuró una plegaria. Luego, descendió los escalones de piedra hasta donde se encontraban Auxerre, Aalis y Louis, custodiados por Warin y Gauthier. Los dos vigilantes de la catedral asistían indecisos a la escena, poco acostumbrados al cruce de acusaciones al que acababan de asistir. Todo lo más, se encargaban de asegurarse de que los peregrinos no despojaban a la catedral de sus telas y tapices, ansiosos por llevarse un fragmento de reliquias de la Virgen. Cuando el abad hizo una seña de que desaparecieran, lo obedecieron sin perder tiempo y sin ocultar su alivio.
—¿Qué hacéis? —interpeló Gauthier, irritado—. Esos guardas debían custodiar a mis prisioneros hasta que pueda garantizar su transporte hasta Le Perche.
—Dejad de gimotear. Os he oído la primera vez. Hermanos, escoltad al señor de Souillers y a su acompañante. Tengo algo que dirimir con el capitán Auxerre —cortó Hughes de Marcy sin miramientos. Gauthier apretó los labios y desapareció, seguido por Warin. El abad se volvió hacia Auxerre. A una indicación, el capitán siguió al abad en un aparte y éste clavó su mirada grave en Auxerre—. Decidme, ¿os siguió alguien desde Sainte-Noire?
Elevó las manos juntas, como si rogara por la respuesta.
—Creo que ya sabéis que así es —repuso Auxerre cautamente.
—Entonces vos también sabréis que Raoul ha sido hallado muerto —respondió Hughes, con un ligero temblor en la voz—. Y de los sueños que construí para él, sólo me queda rezar para que Dios acoja su alma. ¿Tenéis algo que confesar, hijo mío?
Volvió a fallarle la voz cuando pronunció esas palabras. El capitán negó con la cabeza, la mirada clara y apenada.
—Lo siento por vos —murmuró Auxerre—. Pero si me hacéis el honor de confiar en mi palabra, os diré lo que sé: que su propia voluntad actuó de ejecutor.
—¿Raoul se quitó la vida? —preguntó veloz Hughes. Alzó la mano y añadió severamente—: Los que han hallado su cuerpo hablan de señales de lucha. ¿Sostenéis lo dicho?
Auxerre se puso en guardia. Demasiadas veces había sido testigo de la angustia de los vivos, incapaces de admitir que el desaparecido ya no se encuentra entre ellos, y que sólo la perspectiva de la otra vida se los devolverá. Para unos era suficiente, pero siempre había lugar para una semilla de rebelión en el ánimo. Le sorprendía que Hughes de Marcy, abad de Mont-Froid, no se consolara con la voluntad divina, pero tampoco sería la primera vez que un hombre de Iglesia no practicaba lo que predicaba. Arrugas de ansiedad surcaban la frente del anciano. No era venganza lo que buscaba, sino una respuesta sincera. El capitán apretó el puño de su espada, recordando la escaramuza que habían mantenido en la cripta, y cómo Aalis estuvo a punto de perecer a manos del enloquecido novicio.
—Raoul vino en pos de Aalis. Hubo un enfrentamiento en la cripta de Nuestra Señora —confesó el capitán, escogiendo con cuidado sus palabras—. Luego, Raoul eligió morir.
El abad meditó, cabizbajo. Habría tenido que darse cuenta antes de la tormenta que se fraguaba en su ahijado; no había querido ver el sentimiento que se había apoderado de su novicio desde que conociera a la joven Sainte-Noire, y que finalmente había sido su perdición. Si él hubiera tenido ojos para algo más que la partida de los grandes, el juego entre reyes que se avecinaba, tal vez no le hubiera pasado desapercibido que Raoul se había apartado del camino del Señor y del buen juicio. Y para reparar su falta, en lugar de acoger a la oveja descarriada en su seno, Hughes había optado por ceñirse a las reglas del Temple y denunciar la desobediencia de Raoul, lanzando a los soldados en su busca, a los cazadores tras su presa, empujando a Raoul aún más al borde del precipicio en que se había convertido su mente.
—Ojalá .... —Hughes ahogó un sollozo, impotente.
Auxerre lo abrazó, reconfortándolo. Los escasos días que había compartido con el abad habían sido los más largos de su vida, y se le antojaba que habían transcurrido mil vidas desde que hablaran de Aalis, aquella noche en Sainte-Noire en que había creído que su alma se quebraba para siempre. Hoy, esa nueva noche, era la primera vez que lo veía flaquear, y la visión lo turbaba. El anciano cruzado hizo honor a su carácter y se rehizo, no sin esfuerzo. Sin duda, era la voluntad de Dios, como todo lo que los rodeaba. Y sin embargo, ¿tenía que ser siempre tan cruel? El abad hizo una pausa y escrutó las facciones del capitán, que a duras penas acertaba a disimular su preocupación. Aseveró:
—Calláis más de lo que decís. Y creo que os debo agradecimiento por ese silencio, y también la memoria de Raoul.
El capitán se limitó a inclinar la cabeza en señal de respeto y de confirmación. No podía decirle la verdad al viejo abad, ni tampoco mentiría innecesariamente. Hughes de Marcy levantó la cabeza e inspiró el aire frío de la plaza de la catedral. Los cuatro templarios regresaron del interior de la nave, y uno de ellos se adelantó, respetuoso.
—El cuerpo os espera.
El abad asintió y los soldados desaparecieron en la catedral. Hughes ofreció su mano a Auxerre, que la estrechó con emoción mientras el anciano se despedía:
—Llegué a Chartres armado de certezas y atrincherado en mis creencias. —Se detuvo para sonreír tristemente—. Sólo me queda el cuerpo sin vida de Raoul, y llorar su muerte. No tengo consejos para vos, Auxerre, pero sí un ruego: venid por la mañana, con Aalis, a verme a la catedral. Tenemos que convencer a esa muchacha para que vuelva a su hogar, y devolverle su puesto en Sainte-Noire, por el bien de dos reinos. ¿Me lo prometéis?
Auxerre no pudo sino asentir, aunque sabía para sus adentros que jamás volvería a torcer el sentimiento que tenía por Aalis en nombre del deber de los demás. La voz del anciano no temblaba, pero su semblante era grave y estaba teñido de ansiedad. El abad de Mont-Froid se dio la vuelta y, encorvado, ascendió la escalera hasta el Portal Real, que lo engulló como una más de sus estatuas. En la plaza, cinco almas quedaron a merced de la oscuridad.
—A la posada —dijo Auxerre, ayudando a L'Archevêque a levantarse. Gauthier y Warin cruzaron una mirada de sospecha, pero el capitán repitió—: A la posada, os digo. Mañana arreglaremos nuestro pleito.
Sus palabras resonaron en la mente de Aalis, al ritmo de sus pasos, como campanadas de difuntos durante todo el camino.
Walter Map espoleó a la perezosa mula que los establos del capítulo de Chartres le habían proporcionado. Era mejor que caminar, y tenía por delante un largo trecho. El mapa de la comarca que le había entregado el arzobispo era mucho más preciso que los burdos trazados que habían preparado en la cancillería del rey Enrique, y no podía permitirse el lujo de rechazar la blanca mano tendida de un grande de Francia como Guillermo de Champagne. El remordimiento le había causado no pocas vacilaciones, pues ignoraba el paradero de Sylva desde que se separaran en la catedral; pero su mente práctica pronto le había recordado que estaba al servicio del rey y que su misión no era hacer de niñera de un monje misterioso, por mucho que le hubiera salvado la bolsa y la vida. Al fin y al cabo, Walter se había ocupado de dejarlo en buenas manos, entre los muros sagrados de la catedral, donde hasta el peregrino más pobre era digno de un cuenco de sopa caliente y de un rincón donde echarse a dormir. Se encogió de hombros. Así era la vida. Caras que venían e iban como un molino de viento impulsado por el capricho de un niño aburrido. Aun así, una punzada de culpabilidad se dejó sentir en su ánimo.
Capítulo trece
Louis se dio la vuelta y apretó la mandíbula mientras el barbero aplicaba la cataplasma verde sobre su hombro derecho y su espalda magullada. La olorosa combinación de romero y tomillo purificaría sus heridas, a buen seguro, pero la aplicación escocía como el demonio.
—¿Estáis seguro de que no necesito vino caliente? —insistió.
—Por última vez, ¡no! Esto calmará el dolor y adormecerá vuestra sangre —dijo enérgicamente el otro mientras se cercioraba de que no había ningún hueso roto, palpando las articulaciones—. Sólo os han dado una buena paliza, pero no hay señales de bilis ni humores excesivos.
—Eso es porque no lo habéis visto furioso —intervino Auxerre, de pie al lado del camastro donde se retorcía Louis.
Habían alquilado la estancia apresuradamente, en una de las pocas casas de huéspedes de la ciudad que aceptaba clientes más tarde de las doce, para atender a L'Archevêque en privado, lejos de las inquisitivas preguntas que hubiera despertado su estado en el hospital que estaba a cargo de los canónigos de la catedral. Un poco más allá, Aalis estaba atareada hirviendo el contenido de una jarra de vino en la caldera del fuego, para reducirlo y añadirle las cuatro preciadas medidas de miel que habían adquirido a precio de oro a la dueña de la casa. Removió con energía el preparado y, una vez hubo obtenido el dulce líquido, lo repartió en cuatro vasos de madera, a razón de dos dedos por cabeza. Gauthier de Souillers la observaba con un rictus de disgusto, mientras que Warin de Lonray aceptó el recipiente sin despegar los labios; su único ojo se limitó a sobrevolar el semblante impasible de la muchacha. Aalis le devolvió la mirada, sin pestañear. Auxerre tomó a su vez un sorbo de su vaso. El barbero se incorporó y se limpió las manos en la camisa.
—Bien. Esto ya está. Si por la mañana siguen los dolores, dejad pasar un par de días más. —Sonrió ampliamente—. Y después, sólo si se encuentra mejor, dadle el vino caliente.
—¡Os he oído! —exclamó Louis indignado.
—Descuidad, maese —dijo Auxerre—. Así lo haremos.
El herido bufó rabioso, mientras el capitán pagaba los cinco sueldos al barbero, que se despidió raudo de la partida que había solicitado sus servicios. No sabía qué le daba peor espina: si el tuerto y su hacha o el otro par de silenciosos compañeros que iban con los dos soldados. Uno tenía cara de pepino, y probablemente sufría de mal aliento o de abscesos estomacales, a juzgar por su aspecto de sempiterna incomodidad. En cambio, el monje mudo tenía buen color, rosado y sano, pero lo había mirado con una expresión curiosa cuando desplegó su botica de remedios, como si jamás hubiera visto a un herborista. Satisfecho, chasqueó la lengua, haciendo sonar su bolsa al bajar los escalones que conducían al hogar y a la puerta que daba a la calle. Los ronquidos de los demás huéspedes lo saludaron al salir.
—No ha sido buena idea venir aquí —dijo Louis, en cuanto el herborista cerró la puerta.
—Verás, es que dejarte tirado en la plaza, lamentablemente, no era posible —replicó Auxerre, terminando su bebida.
—Seguro que no te hubiera costado convencer a esos dos —señaló hacia el rincón donde estaban Warin y Gauthier, que murmuraban amenazadoramente—. Me apuesto un caballo árabe a que intentarán degollarnos durante la noche.
—Tú jamás has tenido un caballo árabe. Y también ellos deberían temer por su gaznate. Bueno, haremos guardias —respondió distraído Auxerre. Echó un vistazo hacia el fuego, donde Aalis aún atendía las brasas. Estaba inclinada, con las mangas del hábito subidas para no quemárselas, y en la piel blanca de sus brazos se reflejaba la luz de las llamas. El perfil del capitán también brilló, a causa del sudor. Le dolía la cabeza, como si una losa estuviera cayendo sobre sus párpados. Se pasó la mano por la frente.
—En fin, que nadie dormirá demasiado esta noche —apostilló Louis irónico, volviéndose hacia el otro lado. No obtuvo respuesta del capitán.
A pesar de sus refunfuños, L'Archevêque sabía que alejarse de la catedral era la mejor decisión posible, y pasar desapercibidos la estrategia más prudente. Después de todo, Gauthier de Souillers había sido hombre de Iglesia, y quién sabía con qué viejos amigos hubiera podido toparse, que gustosamente le hubieran prestado ese calabozo en el que tanto ansiaba arrojarlos. En cambio, era más inofensivo como uno más de la partida que había ido a dar con sus huesos a aquella casa. Louis se removió, inquieto. Warin era harina de otro costal, mucho más dañino e imprevisible tanto si estaba en suelo sacro como en una taberna. Era un animal sin dueño; dudaba mucho de que Gauthier fuera capaz de contenerlo en el momento en que se le antojara cruzar su acero con ellos. Y por si fuera poco, la pobre niña Sainte-Noire estaba atrapada en medio del desastre. Pero lo cierto es que no parecía preocupada por la situación. La observó. Aalis daba la impresión de moverse con un aire de madurez desconocida. No le había pasado por alto a Louis la forma en que se había encargado de preparar el vino, de cuidar de él y al mismo tiempo mantenerse discretamente aparte, y alejada de los otros dos. Auxerre tampoco le había perdido ojo, y Louis había visto suficiente a lo largo de su vida, y desde que conociera a Auxerre, como para saber que de lo sucedido en la cripta no era necesario hablar. Entre Aalis y el capitán había una corriente sin palabras, que fluía entre los dos con gestos imperceptibles y miradas prudentes, y que constituía el lenguaje de sus acuerdos. Le sorprendía, no podía negarlo, que hubiera surgido un entendimiento tan perfecto y nítido entre dos almas que apenas acababan de descubrirse la una a la otra. Rectificó rápidamente su propia aseveración recordando que, cuando llega la cosecha, el campesino no olvida todo el tiempo que ha empleado su campo en germinar, desde que la primera semilla se deposita en la tierra hasta que llega el fruto de la siembra. Quizá los corazones también necesitaban un período de reposo, y otro para florecer. Se alegraba por su compañero; llevaba demasiado tiempo penando por la muchacha. Un dolor agudo en la espalda le recordó que no estaba en ninguna corte, y que no era el momento de abandonarse a la poesía. Maldijo entre dientes. Si al menos Auxerre se hubiera quedado a su lado en lugar de irse hacia el fuego, ahora estarían enfrascados en una partida de dados y con un siete se le pasarían los males en un santiamén. Sin duda, el capitán había ido en busca de juegos más atractivos, y ¿quién podría culparlo? Louis aguzó el oído, pero sólo distinguió el más absoluto de los silencios. En la habitación no se oía nada, excepto algún ronquido sobresaltado, y un coro de respiraciones acompasadas. Extrañado, se incorporó con dificultad y miró hacia el otro lado.
Gauthier de Souillers y Warin se habían derrumbado sobre la mesa, y de no ser porque respiraban pesadamente, cualquiera hubiera creído que los habían derribado a golpes. Con la cara de lado, y los brazos como almohada, estaban profundamente dormidos. El germano tenía la mano extendida, y aún sostenía entre los dedos su vaso de vino. Louis se incorporó del todo, y se sentó en la cama, inquieto. No era normal que los dos hubieran decidido prescindir de los colchones rellenos de paja que se alineaban frente al fuego. Auxerre sí había llegado hasta allí, pero tampoco se había despojado de su capa para taparse con ella, como era su costumbre. Su espada seguía ceñida a su cintura. También era muy inusual que no la desenvainara para colocarla a su lado, para el caso de tener que recurrir a ella durante la noche. Pero lo que más preocupó a Louis fue que no se hubiera quedado despierto, haciendo guardia, tal como le había prometido. Quizá había confiado en que Gauthier y Warin no los molestarían en toda la noche, pero no era propio de Auxerre. Y había algo más. Aalis estaba de pie, en un rincón, con una de las alforjas de cuero de Warin colgada del hombro, observando a Louis. En la mano sostenía un vaso, con los restos del vino dulce.
—Vaya. El cansancio ha hecho estragos entre los soldados —dijo L'Archevêque, tratando de bromear. No alcanzó a distinguir la expresión de la joven hasta que ésta avanzó hacia él, y la luz del hogar descubrió su rostro apenado.
—No quiero que sufra, Louis —dijo Aalis—. Así es más sencillo. Decidle... No —admitió—. Me voy ahora porque no tengo valor para despedirme de él, y no puedo esperar a que lo hagáis por mí.
—Huir se está convirtiendo en una mala costumbre —le reprochó Louis, afable—. ¿No sería mejor que dejarais que el alba os aconseje? La noche siempre lo cubre todo con un velo lúgubre y desesperanzador.
—Es una decisión que no he tomado a la ligera —repuso Aalis. Miró recelosa hacia la mesa, donde roncaban Gauthier y Warin—. No hay otro modo de romper el nudo que me ata a esas bestias.
—Auxerre no dejará que os pase nada —dijo Louis.
—Y, sin embargo, con él han llegado también los que me quieren mal —replicó ella, y añadió—: Nadie puede mirar siempre con miedo a sus espaldas, y vivir en paz.
—¿Y por qué no volver? —dijo Louis—. Os espera una herencia, si regresáis. Tierras y rentas que pueden cambiar el modo en que veis las cosas. El dinero allana el camino más empedrado.
—Es precisamente ésa herencia lo que ha atraído mi desgracia. Y la arpía de Jeanne no dejaría que pasaran dos noches sin tratar de venderme al mejor postor, o me asesinaría con sus propias manos. Además, no quiero nada de lo que hay en Sainte-Noire —dijo ella, desafiante. La voz le tembló al recordar—Jamás veré la tumba de mi padre, pero tampoco obtendré ganancia de su muerte.
Guardó silencio, cabizbaja. Louis persistió en su empeño:
—No es sólo eso. Es vuestro derecho, y Philippe no querría ver a su única hija privada de sus rentas y convertida en una fugitiva.
—Ni en una cautiva —replicó veloz Aalis—. Escuchad, Louis. Sé que vuestra intención es buena, pero es mi voluntad. No es solamente la tumba que me espera allí; es todo lo que no he conocido aún, el mundo que me llama y que jamás veré si no me voy esta noche. —Se acercó a Louis, y prosiguió, vehemente—: Vos deberíais saber a qué me refiero: lugares remotos e imposibles de describir, belleza y horror, gentes distintas, que hablan lenguas extrañas. He mirado de frente el lado más cruel de la Fortuna, y no quiero privarme de conocer su rostro amable, si es que existe.
—Os entiendo —repuso Louis—. Pero cometéis una injusticia con Auxerre al marchar, pues él también sabría entender. Pensáis que no conoce el deseo de libertad, y nada más lejos. Lleva años en una prisión mucho más cruel: su alma atada a otra, sin posibilidad de liberarse, ni tampoco de hacerla completamente suya.
—Sois un amigo leal —dijo Aalis—. Y os creo.
—Entonces...
La joven bajó la mirada, y dijo:
—Os lo ruego, Louis, bebed este vino. Contiene unas hierbas relajantes e inofensivas que provocan un profundo sueño. Les diréis que os lo ofrecí para poder escapar, y nadie os culpará.
Extendió el brazo y le entregó el recipiente a Louis, que tomó el vaso y lo contempló, pensativo. Desde el rincón de Warin llegó un sonoro ronquido.
—Daos prisa. ¡Ellos jamás me dejarán marchar! —le conminó Aalis, desesperada—. Tened piedad y cubrid mi huida. ¡Bebed!
El soldado asintió lentamente y levantó el vaso, hasta que el borde rozó sus labios. Los ojos de Louis quedaron a la altura de los de la muchacha, y una inmensa tristeza estaba pintada en los de ambos. Si perder tiempo, Aalis se caló la capucha, ajustó la banda de la alforja de cuero y salió precipitadamente de la habitación. En cuanto se apagaron los pasos de la muchacha bajando la escalera, Louis volcó el vaso y vació su contenido en el suelo. Sus años de combate en los escuadrones de Dios y la compañía de mercenarios de lo más variopinto le habían enseñado varios trucos: aprender a beber más y mejor sin las temidas migrañas del día siguiente, y también a fingir que comía o bebía cuando no era así, para evitar caer víctima de un veneno. La media luna se asomaba por la ventana de la habitación. Louis ponderó brevemente lo sucedido. De un modo u otro, no podía ser éste el final del camino que habían emprendido hacía semanas. Decidido, con el vaso en la mano, apuntó un par de veces y, a la tercera, lo lanzó por los aires y fue a dar con envidiable puntería en la cabeza de Auxerre, que profirió un juramento. El capitán gruñó y se frotó el lugar donde el vaso había impactado, miró a su alrededor y vio a su amigo incorporado en la cama. Le bastó un instante para darse cuenta de lo que había pasado y se levantó tambaleándose. No perdió el tiempo con recriminaciones.
—¿Cuánto hace? —preguntó, cruzando la estancia en cuatro zancadas.
—Ahora mismo —dijo Louis—. Aún puedes alcanzarla. ¡Yo te sigo!
Auxerre ya se había precipitado por la escalera de la posada. Louis salió de la cama, se vistió y se calzó a pesar de sus magulladuras y fue tras el capitán. En la mesa, Warin de Lonray se irguió trabajosamente y desenfundó su hacha. Esa noche había llegado la hora de probar sangre.
Hacía fresco en el recinto de la iglesia de Saint-André. Sentado en el murete de piedra que rodeaba el cuidado jardín, Hazim se envolvió firmemente con la manta que le había robado a Évrard y permaneció recostado en las sombras. No estaba orgulloso de haber hurtado la prenda al caballero, pero lo que le había dicho a Aalis era cierto: no sentía lealtad hacia él. Lo había tratado bien, mejor que muchos dueños con sus criados conversos. Hazim recordaba que en el sur su familia era rica y respetada por sus negocios, y que su madre sabía recitar hermosas canciones. Él no quería ser sirviente de nadie; sólo quería regresar a su país, en busca de los suyos. Tosió, nervioso. En la taberna, Aalis había aceptado en silencio el encuentro en la plaza de Saint-André, en las afueras de Chartres, para unir fuerzas y huir juntos. Si no cumplía su palabra, Hazim se vería en un apuro. No habría vuelta atrás para él, pues Évrard lo echaría de menos al despertarse, si no antes, y ninguna excusa lo salvaría de una buena tunda. A sus espaldas, Saint-André arrojaba una larga sombra. Sólo la clara luna le permitía distinguir las formas que pululaban por entre los parterres de hierbas y árboles frutales: gatos hambrientos husmeando en busca de ratas, y bisbiseos que tanto podían pertenecer a serpientes como a bandas de ladrones. Hazim se encogió aún más, deseando fundirse con la oscuridad. Sonaron unas pisadas acercándose por el camino de gravilla que conducía a la entrada de Saint-André.
Aalis apretó el paso para evitar la pestilencia de la rue de la Boucherie. Los desperdicios y las mollejas que los carniceros y los comerciantes no habían podido aprovechar estaban amontonados por los recodos, mezclados con la sangre estancada y el barro. Aquí y allá, entre las vísceras, sobresalía algún pescuezo de gallina. No era una de las vías más concurridas de Chartres después de las horas de mercado, y por eso Hazim le había indicado que la siguiera, pero aun así Aalis se topó con varias mujeres envueltas en harapos y con los pies desnudos que hurgaban entre los montones y se guardaban algún pedazo de intestino con avidez. Estaban tan atareadas buscando que ni siquiera parecían molestarse en mirar la figura del monje que se esforzaba por no resbalar sobre el repugnante cúmulo de porquería que se deslizaba lentamente hacia el río. Una vez lo alcanzara, Aalis tenía que tomar el camino paralelo al afluente, en dirección al norte, hasta llegar a la iglesia. Faltaba poco, pues el aire estaba cada vez menos cargado de muerte. La brisa del valle era una caricia bendita después del insoportable hedor que acababa de atravesar. Se dispuso a seguir, tratando de no pensar en Auxerre. El murmullo del agua calmó sus sentidos.
La rue des Changes estaba desierta, como correspondía al lugar que los cambistas abandonaban una vez obtenidos sus pingües beneficios. Rodeaba el palacio condal, y era uno de los pasajes más privilegiados de Chartres, pues se encontraba bajo la protección directa de los guardias del conde. No podía ser de otro modo: los negocios que allí se cerraban eran mucho más delicados que las compraventas de caballos de la calle de atrás. Precisamente a causa de la vigilancia que rodeaba el distrito, Auxerre estaba casi seguro de que Aalis habría evitado cruzarlo. Como todos los fugitivos, iría dando un rodeo hacia las murallas exteriores en busca del campo abierto. Quizá hubiera sido más prudente buscar un cobijo para la noche y esperar a que fuera de día para mezclarse con las riadas de peregrinos que abandonaban la ciudad, pero el capitán llevaba persiguiendo a la muchacha lo suficiente como para adivinar que su primer movimiento no sería esconderse. Al contrario, no querría perder un segundo. Tampoco él pensaba hacerlo. Casi sin aliento, Auxerre descendió por el callejón, hacia el río. Desde allí podría rodear la ciudad y, de ser necesario, patrullar durante toda la noche por los muros de Chartres hasta encontrar a la joven. No podía concebir una nueva huida de Aalis, con su tormento de noches en vela y días sin luz. Y si tenía que recorrer todas las calles de aquella maldita ciudad para evitarlo, así lo haría. Un crujido se hizo eco de su determinación. Auxerre volvió la cabeza y echó un vistazo a sus espaldas. Aunque al caer la noche las rondas de vigilancia menguaban, se podían oír las llamadas al orden de los guardas que custodiaban los alrededores del palacio. Pero el «Alto ahí» que detuvo a Auxerre no procedía de ningún soldado del conde. Bastó que la luna rozara el hacha con sus rayos para que el capitán se pusiera en guardia. Warin de Lonray había aparecido, entre las sombras, y su expresión no dejaba lugar a dudas.
—¿No podíais esperar, Warin? —exclamó Auxerre—. Sabía que no nos despediríamos sin cruzar nuestros hierros, pero de todas las noches habéis escogido la peor.
—Al contrario. Vuestra mente está partida en dos. —El bárbaro mostró los dientes—. Jamás seréis tan débil como ahora. Y llevo demasiado tiempo esperando.
Y con estas palabras, asestó el primer golpe. El filo del hacha mordió el hombro de Auxerre, pero éste se apartó a tiempo. Su espada estaba ya desenvainada, y Warin esquivó las dos primeras estocadas.
—No sois rival para mí, cobarde —escupió el capitán.
—Viviré más que un loco como vos. Sois de los que cometen errores —respondió Warin, golpeando con el codo en la cara a Auxerre. Dándole con el canto plano de su hacha en la espinilla, lo derribó. Acto seguido, descargó otro golpe de canto en las piernas del capitán. Warin sonrió satisfecho, y levantó su arma para abatirle de una vez por todas, pero el capitán logró rodar por el suelo y se irguió ayudándose con su espada. La nariz le sangraba abundantemente, y las rodillas apenas podían sostenerlo.
—Prefiero mil veces eso que vuestra vida de rata.
—Así sea —sentenció Warin, furioso—. Moriréis, y después os juro que esa maldita bruja también tendrá que enfrentarse al juicio del diablo.
Auxerre lo esperaba, erguido en el callejón, con su espada dispuesta, mientras el germano avanzaba hacia él balanceando su hacha. De improviso, el capitán rugió y se abalanzó contra su adversario, tomándolo por sorpresa. Al mismo tiempo, un ruido tambaleante se aproximaba: de repente, apareció un enorme barril rodando hacia ellos. Los dos se dieron la vuelta, sorprendidos. Warin se apartó, aunque sin perder el equilibrio, pero Auxerre aprovechó la fracción de segundo para clavar su hoja en el estómago del germano.
—Vete al infierno. Allí nos veremos, Warin —espetó con desprecio.
El rojo líquido empezó a manar a borbotones de la herida, empapando las ropas de los dos contendientes y derramándose en el barro de la calle. Warin se aferró a la camisa de Auxerre, teñida de su propia sangre, con su ojo azul fijo en la enorme luna que dominaba el cielo nocturno. Un terrible estertor marcó su último suspiro. El capitán esperó unos momentos para cerrarle el párpado y deshacerse de las manos agarrotadas del germano. Tardó un buen rato en poder levantarse. Estaba agotado.
—Pensaba que estabas confesándole, compaign —exclamó Louis.
—Ni un milagro hubiera podido limpiar su alma negra —dijo Auxerre. Se volvió hacia su compañero, y admitió—: La guadaña me ha rozado de cerca esta vez.
—Me hubiera gustado intervenir más caballerosamente —interrumpió Louis, señalando su espada—. Pero por el momento sólo hace las veces de bastón, y aún me bailan algunos huesos de la espalda.
—Gracias —repitió Auxerre—. Y ahora, vamos. Quizá estemos a tiempo.
—¿Qué? —preguntó incrédulo Louis—. No pretenderás alcanzarla. ¿Y Gauthier?
—¡Al diablo con Gauthier y que el demonio se lleve a los Souillers! —estalló el capitán—. Le hice una promesa a su padre, y otra a un anciano que acaba de perder a su pupilo. Son demasiados juramentos como para incumplirlos. —A continuación añadió, con una expresión más suave—: Y, además, Aalis y yo tenemos una conversación pendiente, y no hay manera de que nos dejen concluirla en paz, pero por Dios que no pienso permitir que se me escape de entre los dedos otra vez. Por cierto, compaign, vuelve a contarme cómo huyó.
—No lo he hecho —dijo Louis, carraspeando.
—Ya lo se. —Auxerre sonrió, mientras se limpiaba la sangre y emprendía el camino hacia el río—. Ahora tenemos tiempo.
—Todo fue culpa del vino —adujo Louis con poca convicción.
Auxerre se echó a reír. No sabía por qué, pero esta vez estaba seguro de que Aalis sería capaz de arreglárselas sola hasta que él pudiera encontrarla. Y, entonces, ninguna ley humana ni divina podría separarlos.
Hazim y Aalis avanzaban con brío, ambos con la incertidumbre pintada en la cara. A pesar de que llevaba horas esperando a la muchacha, Hazim había abierto la boca, sorprendido, al verla emerger de la noche y plantarse frente a él en el jardín de Saint-André, tal como habían acordado. Por su parte, Aalis trataba de no pensar en las últimas horas, y en lo que dejaba atrás, pues de un momento a otro sus piernas y su valor flaquearían, obligándola a emprender el camino de vuelta. Afortunadamente, a un centenar de pies empezó a dibujarse el perfil de la Porte Drouaise, situada más al norte de la ciudad y una de las menos frecuentadas. Hazim se detuvo bruscamente y agarró el brazo de Aalis con firmeza.
—Ahora, cierra los ojos —cuchicheó. Sacó una estrecha banda de tela blanca y la colocó sobre los ojos de Aalis, atándosela por detrás. Luego, dejó caer la capucha sobre su cabeza—. Pase lo que pase, no te la quites ni digas nada.
—¿Por qué? —quiso saber ella.
—¡Confía en mí! —ordenó el muchacho—. Yo te guiaré.
Aalis obedeció. No era momento de dudas, y Hazim quería desaparecer y alejarse de Chartres tanto y tan rápidamente como ella. Durante un tramo interminable, Hazim la condujo por el camino, advirtiéndole de las piedras y obstáculos que debía sortear, o de la inclinación que se avecinaba en la ruta hacia las puertas de la ciudad. Entonces, se detuvieron. Hazim presionó el codo de Aalis, y ésta oyó al muchacho exclamar:
—¡Ah de los guardias!
Tras escucharse unos tremendos ruidos de goznes, una fuerte corriente de aire golpeó el rostro de Aalis. Levantó la cabeza, bebiendo el olor a campos y hierba que prometían libertad. También le llegó una mezcla de sudor, suciedad y cerveza, cuando otra voz gruñó:
—¿Qué demonios se os ha perdido fuera de la ciudad? La gente decente está durmiendo en sus casas a estas horas.
—Tengo que llevarla a Saint-Julien —dijo Hazim.
—¿A ésta? —Una mano grasienta tomó a Aalis de la barbilla, retirando ligeramente la capucha—. Qué lástima. No tiene mal aspecto. ¿Qué le ha pasado?
Aalis apartó la cara, asqueada. Aun sin poder verlo, el hombre que tenía delante le inspiraba repugnancia. Hazim respondió, con humildad:
—Un terrible accidente. Soy criado en la casa de su padre, y esta noche ha venido un vendedor de ungüentos. La señora ha comprado cremas para ella y para su hija. Cuando se las han aplicado, las dos se han llevado las manos a los ojos, gritando de dolor. Mi dueña ha salido mejor parada, pero ella ha quedado ciega.
Aalis bajó la cabeza, como si recordarlo le produjera una terrible pena.
—No es nada fea —repitió el guardia. Y bajó la voz para añadir—: Y sé de muchos a los que no les importaría nada este defecto.
—Mañana podréis hablar con su padre. Ahora me esperan las monjas de Saint-Julien, y luego debo regresar o me echarán de menos —replicó Hazim, rápidamente.
—Es una pena —rezongó el otro, señalando la puerta—. Me refiero a lo de que esté ciega.
Cuando pasó frente al guardia para cruzar el portón, Aalis se estremeció. Transcurrió un buen rato durante el que caminaron en silencio los dos, la joven aún guiada por el delgado brazo del árabe, hasta que Hazim por fin le retiró la tela.
—Ya estamos a salvo.
Aalis abrió los ojos, entumecidos por la noche helada y por el miedo que había pasado. Sonrió al muchacho.
—Hay que reconocer que no te falta ingenio.
—No es mérito mío. Aprendes a sobrevivir. —Hazim se encogió de hombros, aunque estaba claro que el comentario de ella no le había disgustado. Soplaba un viento gélido por el camino. A ambos lados, los campos de trigo y de pasto se extendían hasta el horizonte, sin ninguna edificación a la vista. Aalis se ajustó la capucha, y cruzó los brazos para protegerse del frío, mientras Hazim se tapaba lo mejor posible con la manta. Nubarrones oscuros presagiaban una noche de tormenta.
—Deberíamos encontrar un lugar a cubierto —dijo Aalis—. Y quizá un caballo.
—¿Es que no ves dónde estamos? ¿Cómo vamos a hacernos con un caballo? —replicó Hazim—. Aquí no hay nada, excepto tierra y cielo. Hay que ponerse en marcha y avanzar lo más rápido posible.
—Estoy de acuerdo, pero jamás lograremos escapar si vamos a pie —objetó Aalis—. Nos atraparían en un par de días.
—¿En tanto aprecio te tienen los que te persiguen? —preguntó Hazim, entre dudoso y burlón—. Évrard se lamentará un par de días para sacarle unas cervezas de balde a los taberneros, y luego se buscará otro criado. En una semana se habrá olvidado de mí.
—Pues tienes suerte —repuso Aalis, gravemente—. De mí no se olvidarán ni mis enemigos ni los que me quieren bien. Ojalá pudiera decir lo mismo que tú, y que siete días bastaran para borrarles mi nombre de la mente.
—Dices eso porque jamás te han olvidado —dijo en voz baja Hazim. Y añadió, compungido—: Quizá tienes razón. Hubiera tenido que hacerme con un caballo en Chartres, pero sólo podía robarlo, y tenía miedo de que me detuvieran. No quise llevarme el de Évrard.
La joven asintió, comprensiva:
—No te preocupes, saldremos de ésta. —Pero ni su propia voz sonaba convincente. Transcurrió un instante, en el que sólo se oía el ulular del viento y el sonido de las bestias de la noche. Aalis frunció el ceño, y exclamó—: ¡Espera! Podríamos llegar hasta Saint-Julien. Allí acogen a ciegos, pobres y miserables, ¿no es cierto? Bien, pues eso seremos. Puedo volver a ser ciega, y hasta muda si hace falta. Al menos nos darán alimento y un lugar donde pasar la noche. No está lejos, ¿verdad?
Hazim la miró, sorprendido. Replicó:
—No es mala idea. Está a menos de una hora andando. Podemos turnarnos y yo seré el ciego esta vez.
—Mejor que sigas siendo mi criado —dijo Aalis con voz engolada y estirando el cuello. Ambos rieron, saludando a la noche y al peligro con la inagotable esperanza de la juventud. Sus carcajadas se deslizaron por los campos, como habitantes inopinados de la serena quietud. De común acuerdo, los dos echaron a andar, con renovados ánimos, siguiendo el curso del río.
Aalis levantó la mirada hacia la luna. En algún lugar de Chartres, Auxerre quizá estaría contemplando el mismo astro, tal vez en ese momento. Desde que cruzaran sus miradas en la cripta, Aalis no había podido apartar al capitán de su mente. En realidad no pensaba en él, pues ni siquiera tenía que recordarlo; su nombre estaba en sus labios, sus ojos en la mirada con la que recorría el mundo. Lo respiraba, lo sentía, con la misma inconsciencia que movía sus párpados o llenaba de aire su pecho. Era un regalo, y al mismo tiempo una maldición, pues aunque lograra huir y librarse de sus perseguidores, presentía ya que jamás podría desprenderse de ese sentimiento. Le había abierto las puertas de su alma sin dudarlo, como al único inquilino allí bienvenido.
De pronto, notó en su cuello la áspera caricia del medallón de madera y oro, en el que aún guardaba una parte de su pasado, tan lejano que pertenecía a una extraña. El anillo de Sainte-Noire tintineaba contra la madera. La alegría que había paladeado al salir de Chartres se disolvió en su lengua como un dulce amargo. Ya fuera a causa de la luna de plata, o porque el aire frío le infundía valor y miedo al mismo tiempo, el peso del colgante se le hizo insoportable. Aalis tomó la cajita pulida y tiró firmemente de ella, rompiendo la fina correa de cuero que la mantenía atada a su cuello. Arrojó el colgante al suelo, decidida, y no miró atrás.
Capítulo catorce
El capitán cargó su montura al hombro con un gesto de determinación. Sus profundas ojeras eran el testimonio de la larga noche pasada recorriendo las murallas de la ciudad en busca de la joven. Ni él ni L'Archevêque habían pegado ojo, y el amanecer los había sorprendido con las manos vacías. Habían regresado a la habitación de alquiler con los huesos molidos y las heridas de la noche anterior aún frescas. Louis se aplicó un paño humedecido en las sienes.
—Esto no me gusta —rezongó.
—Ya te he oído —replicó el capitán.
—Esa rata ha desaparecido como por arte de magia. —Señaló la estancia vacía con un ademán—. ¿Cómo sabemos que no ha ido en busca de la guardia del conde? ¿O a lloriquear en el regazo de algún antiguo protector? Nos traerá problemas.
Auxerre, de espaldas, dejó caer la silla y las cinchas con gran estruendo y se dio la vuelta. Cuando habló, el tono de su voz denotaba un profundo cansancio:
—No quiero perder un momento buscando a Gauthier. El verdadero peligro era Warin, y ya no hay de qué preocuparnos. Por de pronto, tenemos que recorrer de nuevo la muralla. —Detuvo las protestas de Louis—. ¡Ya sé que ayer no había ni rastro de ella! Pero no puede haberse desvanecido en el aire. De día, seguro que damos con algún indicio.
—Es una locura, Auxerre —dijo en voz baja Louis—. Podría estar a horas de viaje en cualquier dirección. Jamás la encontraremos.
—Tenemos las mismas posibilidades que cuando salimos de Sainte-Noire. Más aún, porque las puertas de esta ciudad tienen guardias con ojos y buena memoria, si sabemos hablarles bien y pagarles mejor —respondió el capitán. Y añadió, de mejor humor—: Seguro que serán mucho más charlatanes que los árboles del bosque de Mortagne. Vamos, Louis. ¡Es la primera vez que tengo que arengarte para que tengas fe!
—Me sobra fe, pero no tengo ganas de terminar en la cruz —replicó Louis, serio—. Y es la primera vez que te juegas nuestros cuellos, y no solamente el tuyo, sin consultarme.
El capitán miró de hito en hito a L'Archevêque, y ponderó largamente las palabras de su amigo. Finalmente, sentenció:
—Eres un embustero. —Puso la mano en el hombro de Louis y prosiguió, amable—: Nos hemos jugado la vida por mucho menos, y sin tantos debates. Pero tienes razón. Esa alimaña nos puede traer problemas, y mientras buscamos a Aalis nada nos impide preguntar discretamente por Gauthier.
—Ara t'escoti. Cuando seas un anciano me lo agradecerás —suspiró Louis, aliviado—. Y en cuanto a Warin, yo no diría que un fiambre tirado en plena calle pase desapercibido, y menos un extranjero. Esto no es Marsella, al fin y al cabo.
—Deja de preocuparte: a estas horas no debe de quedar ni un jirón de ropa sobre su cuerpo que lo identifique. Terminará en la fosa común antes de que suenen vísperas, como el resto de borrachos que han tenido una mala caída esta noche —vaticinó Auxerre, mientras se dirigía hacia la puerta abierta—. Más tarde pagaremos una misa para apaciguar nuestras conciencias, si es menester. Aunque por librarnos de un demonio como Warin, creo que nos deben una a nosotros.
—Dios te oiga —apostilló Louis no sin piedad, cargado con sus enseres.
Los dos amigos descendieron por la escalera, sin percatarse de que un par de ojos no dejaba de observarlos desde el quicio de la habitación de al lado, hasta que sus sombras desaparecieron por el recodo. Cuando el ruido de sus pasos se hubo apagado, Gauthier emergió como un fantasma de su escondite, su rostro blanco, teñido por la rabia.
La hermana Agnès, venerable encargada de mañana en Saint-Julien, vaciló ante el joven árabe plantado frente a sus puertas. Jamás había visto a un hombre pintado, en los quince años que llevaba al servicio de la orden. Ciegos, mancos y tullidos, devorados por las fiebres y faltos de ojos, pies y dientes, eso sí: era el pan de cada día. Pero de los moros sólo había oído hablar a los veteranos que regresaban de Ultramar, perdidos en sus delirios y en sus maldiciones. Todos repetían horrendas historias de desprecio a la Vera Cruz, y de la esclavitud y crueldades reservadas para los cristianos capturados. Por ese motivo, cuando abrió la mirilla profirió una sonora, y muy pecaminosa, exclamación. Era la primera visita del día y el hospital estaba en silencio, a pesar de que la mañana casi había concluido. Agnès observó a la muchacha que lo acompañaba: llevaba un vendaje sobre los ojos, y se cubría con un hábito ajado y maltrecho, demasiado grande para ella. Se apoyaba confiada en el brazo del chico. La morena faz seguía esperando, pacientemente. Los peregrinos que abandonaban Chartres no solían llegar hasta la noche, pero ambos temblaban de frío, como todos los que iban a Saint-Julien. La hermana reconoció las señales, y la fantasiosa estampa de un moro sediento de sangre cedió frente a la realidad de los dos necesitados. Corrió el cerrojo para abrir la puerta, y dijo:
—Bien venidos a Saint-Julien. Seguidme, por favor.
Hazim inclinó la cabeza con agradecimiento, y estiró del brazo de Aalis con suavidad, tras los pasos de la hermana. Agnès enfiló el corredor derecho, hacia la sala de admisiones. Los dos jóvenes la siguieron dócilmente, hasta llegar a un amplio espacio donde los ventanales recordaban los de una catedral, por su altura y amplitud, excepto que la luz derramada era blanca y clara, en lugar de multicolor. Largas vigas de madera sostenían una techumbre recia y sólida, y sendas hileras de camas estaban situadas contra las paredes. En un extremo de la amplia estancia, un hogar en el que crepitaban anchos troncos prometía calor y bienestar. Al fondo, varias alacenas custodiaban las vendas y las jarras que se utilizaban para el cuidado de los enfermos, cuya presencia era el único elemento que impregnaba de tristeza y lamentos la luminosa sala. Hazim no parpadeó, acostumbrado a la visión de la miseria humana, pero Aalis tuvo que hacer un esfuerzo por dominarse. A pesar de que no podía ver, pues sus ojos seguían cubiertos por el vendaje, o quizá precisamente por eso, los gemidos que llegaban desde todos los rincones eran como un coro de ángeles caídos, mortificados por la tortura. Las voces no tenían edad, porque las tenían todas: viejas gargantas temblorosas y desdentadas, que ya no podían articular su dolor y se limitaban a estremecerse y estremecer al que las oyera, y también jóvenes sollozos, de niños o adolescentes que aún no habían aprendido a hablar pero ya sabían suplicar por agua. Mujeres y hombres, mezclados en la tragedia de sus cuerpos desvalidos, y de fondo el siseo de las hermanas hablando entre ellas, o el rozar de sus hábitos mientras se atareaban preparando alguna cura. Desde un rincón surgió un chillido, que se deshizo en un susurro enloquecedor. Hazim enarcó una ceja.
—Es una amputación —aclaró Agnès.
—Creí que la orden sólo acogía a ciegos —dijo el chico.
—Así empezamos —afirmó la hermana—. Pero poco a poco la fama del hospital se fue extendiendo, y todos los infortunados de la región venían a dar aquí, sin que nuestra conciencia nos permitiera elegir entre los que debían ser aceptados y los que no. Terminamos por ofrecer consuelo a todo el que lo necesite, desde viajeros de paso hasta heridos graves y convalecientes.
—No os apuréis por nosotros —dijo Hazim rápidamente—. Sólo necesitamos un rincón para descansar y media hogaza de pan si os sobra.
—Pronto será la hora de la comida, y las hermanas repartirán sopa caliente y agua —respondió Agnès—. Espero que sea suficiente.
Ambos asintieron respetuosamente, aunque en su fuero interno Aalis hubiera pagado oro, de tenerlo, por un pedazo de carne o una cesta de manzanas. La hermana les hizo una seña para que se acercaran a la alacena, y sacó una plumilla tallada en madera y una lámina de cera. Apoyó la tablilla en la alacena y dijo:
—Por favor, decidme vuestros nombres y destino. —Y añadió—: Es para nuestro registro diario.
Hazim abrió la boca, desprevenido ante lo inesperado de la pregunta. La hermana esperó pacientemente y, como sólo obtuviera silencio por respuesta, estudió a los dos jóvenes con una mirada de interrogación. Aalis se dio cuenta de que algo iba mal, pues el silencio se prolongaba insoportable, y exclamó:
—Sylva es mi nombre, y este muchacho es mi criado. No recuerda nada de su infancia. De hecho hasta hace poco era mudo. —Se calló de repente, abrumada por el estallido de mentiras que había brotado de su boca.
La hermana escribió laboriosamente el nombre de la joven, aunque su expresión denotaba un cierto escepticismo. Agnès había oído muchas historias durante sus interminables guardias, y las pérdidas repentinas de memoria frente al registro no eran nada infrecuentes. Se irguió con dignidad y les indicó una cama.
—Pues ahora habla muy bien. ¿Queréis que examine vuestros ojos? —dijo, estirando el brazo hacia la venda de Aalis.
—¡No! —intervino Hazim. Y prosiguió precipitadamente—: La herida es muy reciente, y debe descansar. Eso dijo el boticario.
—Ya —dijo Agnès—. Bien, hasta pronto.
Y sin añadir nada más, la hermana los dejó solos. En cuanto se hubo alejado lo suficiente, Aalis se sentó en el borde de la cama más cercana, mientras Hazim amontonaba sus enseres en un rincón. Evitando mirar a su alrededor, se acurrucaron en sus camas y trataron de descansar. De repente, un relincho resonó cerca, y Hazim levantó la cabeza, alarmado. Se levantó y miró por la ventana. Aalis preguntó:
—¿Qué sucede?
—Estamos cerca de los establos —respondió el chico pensativamente—. Y, por lo visto, las hermanas tienen caballos.
—¿Desaparecida? —exclamó—. ¿Y tampoco sabéis qué se ha hecho de Warin y Gauthier? Pero en nombre del Cielo, ¿qué demonios ha sucedido?
El abad de Mont-Froid siguió mirando a Auxerre y a Louis, incrédulo. La noche pasada en vela, rezando por el alma de Raoul, estaba pintada en sus ojos, más cansados que de costumbre. Sin embargo, después de reconciliarse con la voluntad del Señor, la viveza de su expresión volvía a ser la misma de siempre, y había saludado a los dos soldados con afecto cuando se presentaron en las dependencias de la catedral a la mañana siguiente. Ahora, al escuchar las noticias que traían, Hughes de Marcy empezaba a dudar de que su empresa llegara a buen término: si Dios disponía una y otra vez que la muchacha se desvaneciera, quizá no estaba escrito que Aalis desempeñara el papel que todos le atribuían. Se corrigió: no era el capricho ni el gusto irreflexivo lo que le habían impelido a unirse a la tropa de perseguidores de la joven, sino el hecho de que fuera la heredera legítima de unas tierras que podían cambiar la suerte de la contienda. A pesar de los acontecimientos recientes, y del doloroso final de su apreciado novicio, Hughes abrigaba la firme convicción de que su misión era justa, y haría todo lo que estuviera en su mano por conducir a la joven hasta el rey Enrique. Pero eso tendría que esperar. Estudió a los dos hombres, que permanecían callados. Auxerre tenía la vista fija en la pared que estaba a espaldas del abad, mientras que Louis se interesaba por el crucifijo que pendía encima de la puerta. Hughes no pudo evitar sonreír para sus adentros. En los soldados, el silencio no siempre equivalía a obediencia.
—Tendréis que explicarme bien lo sucedido —dijo, benevolente—. Soy un hombre anciano y los misterios me desconciertan. Veamos: ayer, Aalis estaba con vosotros, y durante la noche desapareció. —En seguida precisó con intención—: Huyó.
—Así es —repuso Auxerre, lacónico.
—Sin más. No hubo ningún indicio que os hiciera sospechar.
—No.
—Cuando disteis con ella, ¿aceptó regresar a Sainte-Noire de buen grado? —apuntó el abad, acercándose a Auxerre.
El capitán guardó silencio. Se le apareció el dulce rostro blanco de Aalis, y volvió a probar la paz que había sentido en el momento en que sus labios se habían unido en la cripta. Todo acudía en tropel a su mente para atormentarlo. Al fin, frunciendo el ceño, dijo:
—Apenas hubo tiempo para hablar. Raoul apareció casi al instante, y luego todo sucedió muy rápidamente.
—Cierto. La noche de ayer estuvo cargada de excesos y desgracias —aceptó el abad. Sus ojos centellearon cuando prosiguió—: Sin embargo, cuando la vi no me pareció que estuviera retenida contra su voluntad.
—No lo estaba —dijo el capitán, impasible.
—¿Y a pesar de eso, a la mañana siguiente, sin una palabra, escapó? —preguntó Hughes, insistente.
—Así es —replicó Auxerre, inexpresivo. La aseveración le dolió profundamente. Nada de lo que se había dicho era tan cierto como que Aalis había optado por huir sin más, en lugar de buscarle y confiar en él. Era incapaz de reprochárselo después de todo lo que había sucedido, pero si volvía a tener la fortuna de encontrarla, vencería el miedo y la desconfianza que habían crecido en el ánimo de la joven, igual que había aprendido a doblegar sus propias dudas y remordimientos. Prefería romper mil veces un pacto manchado de codicia y crueldad, por muy sancionado que estuviera por Iglesia y familia, que renegar de la promesa que le había hecho a la joven.
Presintiendo que el capitán ya no era el mismo hombre que había dejado en Sainte-Noire, el abad de Mont-Froid frunció el ceño y alzó la voz:
—Se me hace que mentís, capitán —dijo—. Y no me queda más remedio que apelar a vuestro sentido del deber para que confeséis la verdad. Recordad la misión que se os encomendó, y decidme: ¿afirmáis no saber dónde se encuentra Aalis? ¿Pretendéis convencerme de que una mozuela ha vuelto a burlaros? —Esperó un instante para proferir, con suavidad calculada—: O quizá os espera en alguna posada segura, a que vayáis en su busca tal como habéis acordado...
—Abad. —El tratamiento resonó como un latigazo por la sala, y Auxerre sostuvo la mirada de Hughes, que por fin obtenía lo que había buscado durante su bizantino interrogatorio: quebrar el impenetrable silencio del capitán. Éste no lo ignoraba, pero aun así sus palabras, medidas y a la vez desafiantes, salían de su boca como el restallido del metal—: Lo que más me importaba al principio del viaje era encontrar a Aalis viva, sana y salva. No he dormido en paz ni una sola noche, temiendo que cayera presa de bandidos, o devorada por una bestia salvaje. Cuando la vi arrodillada en el suelo de la catedral, comprendí que nada en este mundo es más preciado para mí. —Y añadió, hablando más despacio—: Oídme bien: he dejado que las cosas se sucedieran tal como debían, según ley y orden. Llevé las riendas de la misión con lealtad y honor. Pero os advierto que, de ahora en adelante, no pondré en manos ajenas el destino de Aalis. Con una sola vez he tenido suficiente.