Capítulo VIII

HE tenido que gastarme cuarenta dólares —dijo Lulú, sin más preámbulos.

Impasible, Staynn sacó dos billetes de cincuenta y los puso disimuladamente sobre el mostrador.

—Habla —pidió.

—Ciento veintiséis Oeste, ochocientos treinta, tercero, letra D.

—¿Estará él ahora en casa, Lulú?

La dueña del local se encogió de hombros.

—Si no está, tendrás que esperarle —repuso.

—Gracias.

Staynn se dispuso a marcharme, pero Lulú movió ligeramente una mano.

—Aguarda. Hay algo más.

El la miró inquisitivamente. Lulú se acodó en el mostrador y bajó la voz.

—Aquí sucede algo raro —murmuró—, ¿Recuerdas? Me preguntaste por Sally la Candente. Murió y un hombre estuvo con ella y, seguramente, la vio morir, lo cual no quiere decir que la matase.

—De acuerdo. ¿Qué más?

—El hombre era Morris. Hace dos días, Morris estuvo hablando con un tal Abe Kopff, prestamista de la calle Ciento diecinueve. Kopff ha muerto también.

—¿Supones que Morris es el causante de las dos muertes?

—No supongo nada. Te lo digo para que saques tus propias conclusiones.

—¿Qué hacía Kopff?

—Era prestamista. La policía encontró abierta su caja fuerte. Faltaba una importante suma de dinero.

—¿Sabe la policía algo de Morris?

—No lo creo. Averígualo tú.

Staynn hizo un gesto afirmativo y palmeó una de las manos de la mujer.

—Gracias, Lulú.

Salió del bar y se colgó un cigarrillo de los labios. Una rubia, estrepitosamente pintada, se le acercó, con gran contoneo de caderas. Staynn hizo chasquear un fósforo y arrimó la llama al cigarrillo. Ella se lo quitó con dos dedos.

—Estás aburrido, buen mozo —dijo, echándole el humo a la cara—. ¿Por qué no vienes un rato conmigo? Conozco muchas formas de distraer a un hombre.

—¿Admites tarjetas de crédito? —preguntó Staynn.

La rubia contestó una procacidad y se alejó. Staynn encendió otro cigarrillo. Profundamente pensativo, echó a andar a lo largo de la calle, diciéndose que lo mejor sería aguardar a Morris en su propia casa.

Una extraña cadena, se dijo. Primero había muerto Edgar Ambrose. Zeke Dovan, el ladrón de la joya, había sido la siguiente víctima. El número tres de aquella fatídica cadena de muertes correspondía a Sally Britt. A Kopff le había tocado el cuatro. ¿Habría más muertes antes de que consiguiera recuperar el medallón?

Pero aún había otro enigma mucho más intrigante. Si el veneno primitivo había perdido su eficacia al cabo de cuatrocientos cincuenta años, ¿quién había puesto un veneno «fresco» en el medallón? ¿Y con qué objeto?

Sería cosa de hablar con Melissa Vaughan y preguntárselo directamente. De pronto, tuvo la sensación de que Melissa sabía mucho más de lo que le había dado a entender en su primera entrevista.

* * *

A grandes pasos, muy nervioso, mirando continua y furtivamente en todas direcciones, Morris caminaba hacia su casa, lleno de aprensiones, aunque, por otra parte, sumamente contento por haberse echado al bolsillo un buen puñado de dólares.

Por el momento, se decía, tenía su vida resuelta. Más adelante, cuando se acabase el dinero que había conseguido en la tienda de Kopff, vería de vender el medallón a alguien que le pagase un buen precio.

El medallón estaba en el bolsillo derecho de su chaqueta. Morris no se fiaba de la gente que vivía en su misma casa; conocía demasiado bien a la vecindad para no saber que corría el riesgo de ser robado cuando menos podía imaginárselo. El apartamento que había alquilado tenía las paredes de papel y no había un sitio medianamente decente para poder esconder la joya.

Incluso llevaba el dinero consigo. Se había comprado un cinturón monedero y los billetes estaban en el forro interior, pegados al cuerpo. A menos que le asaltasen durante el sueño… Pero también tenía una pistola y sabía manejarla como el mejor.

De pronto, al pasar por un oscuro callejón, sintió unas manos que tiraban de él, asiéndole por el brazo izquierdo. Antes de que pudiera reaccionar, se encontró sumido en las tinieblas.

Una navaja se apoyó en su cuello. El asaltante habló con voz amenazadora:

—Rock, dame la «pasta» o te degüello.

Morris respingó. Forzó la vista y consiguió distinguir algunos rasgos de la cara de su atacante. Aquellos ojos saltones…

—Maldición, Rana —dijo—. Tenías que ser tú…

La punta de la navaja aumentó su presión.

—Sí, soy El Rana. ¿Y qué? Sé que estuviste con Kopff y que vaciaste su caja fuerte. Nunca tenía allí menos de veinte mil pavos. Te llevaste la mitad, por lo menos. Dame la «pasta» o me chivaré a la «poli».

—¿Serías capaz?

—¿Lo dudas, Grajo?

Morris inspiró con fuerza. Dan Culp, alias el Rana, tenía la navaja como arma intimidatoria, simplemente. No era hombre capaz de «pincharle», aunque, por supuesto, no pensaba correr ningún riesgo. El cebo del dinero era harto tentador como para que El Rana no pudiera cambiar por una vez sus hábitos.

—Está bien, está bien —dijo al cabo—. Te daré la «pasta»… La tengo aquí, en el bolsillo…

—Eso ya está mejor —dijo Culp, satisfecho.

Morris metió la mano en el bolsillo y tanteó suavemente para coger el medallón en la forma apropiada. Ahora ya sabía cuál era el secreto de la joya. Si Culp no hubiese mencionado a la policía, habría buscado la forma de zafarse de él, mediante el halago o tal vez con unos cientos de dólares…; pero no podía correr el riesgo de que Culp se «chivase», cuando hubiese acabado el dinero que solicitaba.

Sacó la mano y golpeó con todas sus fuerzas la mejilla del asaltante, a la vez que se echaba a un lado. Culp lanzó una blasfemia, a la vez que se tocaba la región afectada por el pinchazo.

—¡Cerdo! ¿Qué me has hecho? —preguntó.

Morris echó a correr hacia la oscuridad. Era un gesto deliberado. No quería que nadie viese caer a Culp en una zona iluminada. El Rana cayó en la trampa y corrió tras él, blandiendo la navaja ominosamente.

—Espera, condenado hijo de perra…

De pronto, pareció tropezar con algo y cayó de rodillas al suelo.

—Rock, me arde la cara… —gimió.

Situado en el rincón más oscuro del callejón, Morris contempló fríamente la breve agonía de su atacante. Dan Culp dejó de moverse muy pronto.

Entonces, Morris hizo una profunda inspiración. Con gran cuidado, volvió el medallón al bolsillo, procurando que la parte más abombada quedase hacia el exterior. Dio unos pasos, rodeó el inmóvil cuerpo de Culp, se ajustó mecánicamente la chaqueta y, silbando entre dientes una vieja melodía, salió a la luz.

En aquel momento, tomó una decisión. Inmediatamente, abandonaría el apartamento y se buscaría otro alojamiento. Se había hecho demasiado conocido en la zona y era preciso evitar inconvenientes en lo sucesivo.

Morris caminó, ahora con paso firme, sin darse cuenta de que alguien, convertido en una sombra apenas visible, seguía todos sus movimientos.

* * *

De repente, cuando ya estaba a una manzana de su punto de destino, Staynn oyó un agudo chillido:

—Está muerto; ¡Muerto!

Staynn se detuvo en el acto. Una mujer, gritando como una loca, salió del callejón inmediato. Varios clientes de un bar cercano salieron en el acto y corrieron hacia el lugar indicado por la mujer.

La mano de Staynn se disparó y atenazó el brazo femenino. El joven presentía algo nada favorable para sus intereses.

—¿Quién es el que está muerto? —preguntó.

Ella le miró con ojos extraviados.

—El Rana… Está ahí, caído… Yo había ido a tirar unos zapatos viejos a uno de los cubos de la basura y vi el bulto caído en el suelo… Encendí un fósforo y…

—Ha debido de darle un ataque al corazón —gritó alguien en el interior del callejón.

—¿No le habrán roto la cabeza? —dijo otro—. El Rana era muy aficionado a meter a la gente en sitios oscuros, para robarles a punta de navaja… Algunos dan muchos chascos…

—Yo le vi siguiendo a Morris —añadió un tercero—.

A Morris le sobraba la «pasta» estos días, pero es un tío con muy malas pulgas.

Staynn soltó inmediatamente a la mujer, que aprovechó para escapar como perseguida por el demonio. El nombre de Morris había atraído inmediatamente su atención.

Entró en el callejón, con un cigarrillo colgado descuidadamente de los labios. Alguien había encendido un fósforo. Staynn pudo apreciar el rostro del sujeto, caído boca arriba. En el lado izquierdo de la cara, sobre el pómulo, se advertía la roja gotita de sangre que había brotado tras el pinchazo.

Discretamente, dio media vuelta y se alejó, cuando ya se percibía el ululante sonido de una sirena policial. Con el cigarrillo humeante y las manos en los bolsillos, se encaminó hacia la casa de Morris.

«Otro muerto más. Ese medallón es una especie de asesino viajero», pensó. Tendría que quitárselo a Morris como fuese, se propuso firmemente.

* * *

Con febriles movimientos, Morris arrojó algunas prendas de ropa a la maleta que tenía abierta encima de la cama. Luego fue al baño y recogió apresuradamente algunos costosos elementos de aseo que había comprado aquella misma mañana. No tenía por qué perder la flamante maquinilla de afeitar, ni la loción italiana, ni…

De pronto, creyó oír ruido de pasos en la sala. Alarmado, volvió la cabeza y alargó el cuello.

Escuchó durante unos segundos. Luego rió entre dientes. Había sido una ilusión suya. Estaba demasiado nervioso, se dijo, mientras reanudaba la operación.

Con las manos llenas de objetos, volvió al dormitorio. Entonces fue cuando vio al sujeto parado en el umbral de la puerta que comunicaba con la sala.

El individuo vestía cazadora de cuero negro y pantalones del mismo color, con grandes gafas oscuras. En la mano tenía una pistola con silenciador.

—¿Qué…, qué quiere usted? —preguntó Morris, sintiendo la boca repentinamente seca. —Tienes algo que me interesa —dijo el desconocido.

—No…, no sé de qué me está hablando. —Morris emitió una risita forzada—. Soy pobre…

Interiormente, maldecía por no poder sacar el revólver. Pero sabía que el otro no le daría tiempo.

—Lo sabes demasiado, pero no se lo dirás a nadie —habló el sujeto con glacial acento.

De pronto, la pistola escupió un tenue chispazo. Morris dio un salto hacia atrás y lanzó a lo alto todos los objetos de tocador. Cayó sentado junto a la cama y se llevó maquinalmente la mano al bolsillo derecho de la chaqueta.

El asesino hizo fuego de nuevo. Morris sufrió una terrible convulsión y quedó tendido de costado.

La pistola desapareció en el interior de la cazadora. Luego el sujeto se acercó a Morris, se arrodilló a su lado y, con las manos enguantadas, registró cuidadosamente sus ropas.

El medallón apareció bien pronto. Saltó un par de veces en la mano del sujeto y luego quedó oculto en un bolsillo de la cazadora. Pero el individuo no se sentía aún satisfecho.

Momentos después, examinaba el cinturón monedero. Una sonrisa de satisfacción distendió sus delgados labios.

—Ha sido un día bien aprovechado —comentó para sí.