Capítulo VII
CON gesto melodramático, pero, al mismo tiempo, de afectada indiferencia, Rock Morris lanzó el medallón sobre el mostrador, tras el cual se encontraba un sujeto de mediana edad y ojos vivaces, ocultos en parte por unas antiparras de cristales medios. Morris sacó a continuación un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo, mientras el prestamista, Abe Kopff, contemplaba la joya.
Pasado un minuto, Kopff levantó la cabeza y miró a su visitante por encima de los cristales.
—Dos mil —dijo.
Morris hizo un gesto negativo.
—No me conviene —respondió—. Dos mil es el precio de la piedra más pequeña y hay unas cuantas. Me llevaré la joya; Nick Vernon me los pagará sin rechistar…
Kopff se dio cuenta de que se le esfumaba un buen negocio y puso la mano sobre el medallón, antes de que su dueño lo recuperase.
—Vamos a mi despacho —propuso—. Allí hablaremos con más tranquilidad, Rock.
—De acuerdo, Abe, pero ten en cuenta que no me gustan las jugarretas. Tengo un «treinta y ocho» en el bolsillo, ¿entendido?
—Siempre soy honrado en mis tratos —se defendió el prestamista.
—Sí, claro; sueles pagar diez por lo que vale doscientos…
—Pero si digo diez, no doy luego nueve, como hace Vernon. Ven, sígueme.
Kopff puso el cartelito de CERRADO en la puerta de la tienda y luego se encaminó a su despacho, en donde, con un anteojo de relojero, examinó la joya atentamente. Al cabo de un buen rato, se quitó el anteojo y volvió a ponerse las antiparras.
—¿De dónde has sacado esto, Rock? —preguntó.
—Me lo dio un marciano —contestó Morris desenfadadamente.
Kopff suspiró.
—Siempre serás el mismo… Tendré que machacar el oro y hay relativamente poco. Lo que más vale son las piedras preciosas. He contado doce brillantes y quince esmeraldas. Doscientos por cada piedra y no se hable más, Rock.
—Trescientos.
—Doscientos cincuenta.
—¡Trato hecho!
Morris pensó un momento en la anterior propietaria de la joya, muerta misteriosamente, pero la visión de los casi siete mil dólares que le iba a dar el prestamista, le hizo olvidarse inmediatamente de La Candente. Conteniendo el aliento, vio a Kopff abrir su caja fuerte y sacar un enorme fajo de billetes, que empezó a contar en el acto.
—Aquí está el dinero —dijo el prestamista minutos más tarde.
—Si no te importa, comprobaré si me pagas la suma exacta.
—Claro, claro…
Morris empezó a contar los billetes. Mientras, Kopff se había provisto de un martillo de joyero y un pequeño escoplo, con el que empezó a golpear el medallón, a fin de arrancar a su engaste una de las gemas que lo adornaban.
El escoplo resbaló inesperadamente y la mano de Kopff golpeó el medallón. Kopff lanzó un pequeño grito de dolor.
—¿Qué sucede? —preguntó Morris.
—Nada, un pequeño pinchazo…
Kopff agarró el martillo nuevamente y lo levantó en alto. De pronto, torció la boca.
Morris respingó. Los ojos del prestamista bailaron en sus órbitas. El martillo y el escoplo se desprendieron de sus dedos repentinamente sin fuerza.
Unos segundos más tarde, emitió un débil quejido y se desplomó al suelo, pataleando convulsivamente. Morris dio un salto de pavor.
—Pero ¿qué diablos le pasa a este tío?
El prestamista dejó de moverse muy pronto. Morris sacó el pañuelo y se limpió el sudor de la frente.
Al cabo de unos segundos, se rehízo. Guardó los billetes en un bolsillo y se apoderó del medallón. Cuando se le acabase el dinero, pensó, iría a visitar a Nick Vernon, el otro prestamista conocido suyo. Mientras tanto, procuraría no ser relacionado con la muerte de Kopff.
—Era ya viejo y el corazón ha debido de fallarle —se dijo, cuando salía de la tienda, procurando adoptar el aire de una persona que no ha roto un plato en su vida.
* * *
Suavemente, Staynn puso las manos sobre los hombros de Mabel y la hizo sentarse en una butaca. El quedó en pie, tras un proyector cinematográfico, encarado a una pantalla de dos metros de lado y situada a la distancia conveniente. Luego apagó las luces y puso el proyector en marcha.
Harlan Penbrough apareció en la pantalla de inmediato. Mabel le vio charlando con diversas personas, en distintos lugares y siempre con una indumentaria diferente. Pero en todas las ocasiones, apreció, llevaba chaleco.
De pronto, en una de las secuencias, Penbrough se desabrochó la chaqueta y el tórax quedó al descubierto. Mabel apreció una gruesa cadena de oro que cruzaba el chaleco y de la que pendía un extraño objeto.
La cámara hizo un zoom de aproximación y el extraño objeto aumentó de tamaño hasta casi llenar la pantalla. Entonces, Staynn inmovilizó la película.
—Mabel, fíjate en eso. ¿Qué ves?
—Una llave —respondió la muchacha—. Muy extraña, de una forma sumamente rara, como nunca había visto hasta ahora.
—Sí, es muy extraña —convino él—. Y esa llave es tu objetivo.
Mabel volvió la cabeza.
—Creo que empiezo a comprender —sonrió—. Quieres que le robe la llave.
—No, lo echaríamos todo a perder. Penbrough no se separa de la llave ni siquiera en el baño. Cuando va a bañarse, se la cuelga del cuello y hasta duerme con ella.
—¿Entonces…?
—Te lo explicaré.
Staynn encendió las luces.
—Hemos sido invitados a la fiesta anual que da Penbrough y en la que, de costumbre, suele enseñar a sus huéspedes las últimas adquisiciones de obras de arte que ha hecho durante el año. Penbrough es un individuo tremendamente receloso y desconfía de todo y de todos, pero tiene un punto flaco: las mujeres hermosas.
—Dije que ibas a hacer de alcahuete para mí y no me equivoqué —se lamentó la muchacha.
—Aguarda un momento, no te precipites en tus juicios, Mabel —rogó el joven—. Sé que lo que voy a pedirte no es demasiado agradable, pero quiero que lo hagas, aunque padezcas un poco. Un día, sin embargo, comprenderás los motivos de mi petición. Hoy no puedo ser más explícito y te ruego sepas disculparme.
—Está bien, pero si no tengo que robar la llave, ¿qué es lo que debo hacer? —preguntó Mabel, desconcertada.
—Te daré un trozo de cera especial y tomarás un molde de esa llave. Sin que él se dé cuenta, por supuesto.
Ella entornó los ojos.
—Creo que entiendo —musitó.
—Lo celebro. Pero, a fin de que no falles, te entrenaré para tomar moldes de una llave bastante parecida, aunque no lo suficiente para abrir la cerradura que me interesa. —Seguramente, guarda alguna obra de arte de gran valor.
—Es la llave de un perfectísimo sistema de alarma. Sin esa llave, no se puede hacer nada —dijo Staynn.
—Oh… Pero luego habrá una caja fuerte…
—Luego hay una puerta blindada, no fácil de abrir, aunque tampoco imposible, ni mucho menos. El problema estriba en el sistema de alarma, Mabel.
Hubo un momento de silencio. Luego ella le miró intensamente.
—Frank, quiero que me digas una cosa —solicitó.
—Por supuesto —accedió él.
—Yo soy una ladrona… En fin, para qué negar la «evidancia»…
—Evidencia —sonrió Staynn.
—Déjate de «corracciones» —se sulfuró la muchacha.
—Mabel, eres profesora de Arte. Tienes que hablar educadamente, aunque sin pedantería. Se dice «evidencia» y «correcciones».
—Muy bien, como quieras. Estábamos en que soy una ladrona. Pero tú no lo eres: tienes un «Cadillac», un apartamento de ensueño, un criado… ¿Por qué quieres robar a Penbrough?
Staynn sonrió sibilinamente.
—¿Conoces el viejo refrán? «Quien roba a un ladrón…»
—¡Bah, eso son fábulas! —exclamó Mabel, muy sulfurada—. El que roba a un ladrón es otro ladrón
—Entonces, no quieres ayudarme.
Ella se encogió de hombros.
—Estoy adquiriendo cierta educación, una cultura, buenos modales… De alguna manera tengo que pagarte eso —respondió.
—Gracias, encanto.
—Pero dime una cosa. Imaginemos que tomo el molde y consigues la llave. ¿Cómo llegarás después a…, adonde sea?
—Ah, eso ya es cuenta mía. Tu labor es la ya indicada y no tienes que preocuparte de más, sino de seducir a Penbrough, al menos, durante un par de minutos.
—Ya —murmuró ella—. El día de la fiesta anual.
—Exactamente.
Mabel frunció el ceño.
—Oye, esa película te habrá costado bastante, me imagino.
—Un poco.
—¿La filmaste tú?
—Tengo otros colaboradores. Son muy discretos.
—Esa es una forma muy clara de decirme que no meta las narices donde no debo, ¿verdad?
—En lenguaje vulgar, así es, Mabel.
—¿Y… en lenguaje fino?
—Sé hermosa, pero discreta.
Ella sonrió y su rostro apareció con una nueva luz.
—¿Qué eres tú? —preguntó—. ¿Pygmalión o el doctor Frankenstein? Porque ambos crearon sendas criaturas…
—Pygmalión creó una estatua de gran belleza y Frankenstein un monstruo. Pero a ti te creó el mejor escultor del Universo.
—¿Quién es? No le conozco, Frank.
—Dios.
Los ojos de Mabel se humedecieron.
—Eres muy bueno, Frank —dijo.
Hubo un instante de silencio. El encanto fue roto inesperadamente por la aparición de Antonio.
—Señor… —El criado carraspeó—. Dispense el señor, pero una tal Lulú quiere que vaya a verle urgentemente.
Staynn volvió a la realidad.
—Sí, ahora mismo —dijo—. Mabel, tienes que disculparme; he de salir ahora mismo.
—¿No podría acompañarte? —preguntó la muchacha—. Me siento aquí «enclostrada»…
—Enclaustrada —rió él—. Pero no, no puedes; hasta que no hayamos terminado, debes seguir en casa y salir únicamente cuando yo te lo permita. ¿Antonio?
—¿Señor? —dijo el criado.
—Busca el tomo cuarto de la Historia gráfica del Arte, y dáselo a la señorita. Mabel, estudia ese libro; te conviene empaparte de su contenido para el día en que vayamos a la fiesta anual de Penbrough.
Mabel suspiró, a la vez que se llevaba la mano a la sien.
—¡A la orden, señor!