Al leer este relato, en el que ella tan a menudo ocupa el primer plano de la escena, uno podría imaginarse que pasaba la mayor parte del tiempo con mi abuela. Ya he señalado que nada más lejos de esto. En realidad, la veía poco durante el tiempo que nos quedábamos en su casa.

Casi nunca desayunábamos juntos porque ella solía levantarse mucho antes que yo. Cuando bajaba en pijama, con los ojos aún hinchados por el sueño y, la mayoría de las veces, con un humor de perros, la hallaba en la cocina, vestida, peinada, impecable, feliz. Estoy convencido de que ni durante un segundo se le pasaba por la cabeza que su ejemplo pudiera servirme de lección: se trataba simplemente de su manera de estar en paz consigo misma.

Sea como fuere, solía estar demasiado dormido como para mantener la menor de las conversaciones. Una vez que me había tomado el desayuno en el más adusto de los silencios, despachaba mis deberes vacacionales tan decentemente como me era posible —punto este que ella nunca pasaba por alto— y desaparecía en el jardín.

Hijo único, me había acostumbrado muy pronto a no contar fuera del colegio con otro compañero que no fuera yo mismo y, acuciado por la necesidad, me había resignado a ser el único interlocutor en mis diálogos con el prójimo. Por tanto, la soledad me había habituado progresivamente a organizar una comunidad en estado de perpetua indivisión con los múltiples personajes de mis sueños. La pericia que, durante todas las vacaciones, había adquirido a este respecto me permitía, por momentos, transformarme de acuerdo con las necesidades de un espectáculo permanente del cual era al tiempo el autor, el director, el reparto al completo y el público: Robinson y el capitán Corcorán, John Silver y Simbad el Marino, el mosquetero Athos y el conde Roldán, Robin de los Bosques y el capitán Nemo. Igualmente, podía ser Viernes o Sherezade cuando era preciso, sin tener en cuenta todo lo que la credibilidad de la representación reclamaba de filibusteros y visires, de espadachines y escuderos, de mensajeros e infantes. En pocas palabras: sin rival e incondicionalmente, yo era el príncipe de mis deseos, y cada nueva lectura me brindaba la ocasión de construirme un reino más en mi imaginación.

Ya he citado entre mis refugios favoritos la red de senderos dispuestos en el sotobosque, los cuales se extendían entre la verja de entrada del condominio y el portillo verde manzana de nuestro jardín. Con mucho, prefería aquella logia de vegetación que compartía con Alcibiade —el gato de nuestros vecinos, que, de vez en cuando, aceptaba amablemente interpretar el papel del tigre del capitán Corcorán— a la gran morera del césped, cuya sencilla escalada ofrecía no pocas ventajas, pero que por sí misma apenas si podía representar la impenetrable inmensidad de la selva ecuatoriana.

Todavía tenía otro terreno más de aventuras cuya propia naturaleza lo reservaba para las misiones desesperadas. No me aventuraba en él sino en aquellos escasísimos días en que, empujado por alguna fiebre heroica, estimaba que una camisa maculada o un pantalón desgarrado no constituían un precio excesivo para liberar a mi prometida, tomada como rehén en el fortín de los piratas, el cual no era más que un profundo foso que separaba el fondo de nuestro jardín de un huerto de patatas cuyo agricultor era, sin que jamás llegara a saber el motivo, el enemigo íntimo de mi abuela. Invadida por cardos y malas hierbas, salpicada de madrigueras, surcada por un arroyuelo que a lo largo de todo el verano mantenía una ardiente hediondez de podredumbre vegetal y un poso de fango amarillento que los mosquitos apreciaban sobre todo al final del día, yo había bautizado aquella fosa con el nombre de «pasaje de la muerte», en recuerdo de los aterradores relatos de la guerra de trincheras de la que, en ocasiones, había escuchado hablar. Sinceramente convencido de que se trataba del reino de los cénzalos, de los helechos urticantes y de las pitones gigantes, me aventuraba a adentrarme en él sólo tras haber sacrificado mi vida y jamás sin estar provisto de un cuchillo de cortar el pan perteneciente a mi abuela que, en teoría, me serviría como machete y arma arrojadiza. Por más que en varias ocasiones invité a Alcibiade a que me acompañara, jamás consintió en hacerlo. Cuando hoy pienso en que me pasaba buena parte del día evitando ortigas, embozado en el barro hasta la nariz, con la nuca abrasada por el sol y atento a no hacer ningún ruido para no atraer la atención de los centinelas enemigos, creo que no lo hacía fuera de razón. Objetivamente, todo aquello resultaba extenuante.

El desván de la casa era también uno de mis lugares favoritos de retiro. Durante mis vagabundeos por el jardín había descubierto los dos tragaluces habilitados en las vertientes del tejado y me había preguntado si, desde allí arriba, podría vislumbrar las torres de Brujas. Asimismo, en mi fuero interno albergaba —pese a que apenas me atreviera a confesármelo— una cierta esperanza, leve, infantil y absurda, aunque tenaz, acerca del mar. Mis clases de geografía me habían enseñado que Brujas se encontraba a una docena de kilómetros de la costa. Lejos de negar que era demasiada la distancia, me obstinaba en oponer a los rigores de la evidencia un argumento en favor de mi sueño: la casa orientaba sus vistas hacia el Noroeste. A lo largo de varios centenares de metros se extendían pastos y huertos; en particular, los del enemigo de mi abuela. De todas formas, quería comprobar si mi intuición me fallaba o no. Además, aun cuando no llegara a distinguir el mar, al menos sí entrevería sus aledaños, adivinaría su inminencia y tendría atisbos de su magnitud. Los gavieros, que en las novelas de aventuras que eran mi pábulo habitual oteaban desde las alturas de la cofa el acercamiento de la tierra, poseían todo un código de señales que les revelaba su proximidad antes de que fuera realmente visible: el paso de las aves, cierto aroma a hierba en la brisa, la forma de una nube en el horizonte. Por una vez, me encontraría en la situación inversa: no era la tierra, sino el mar, lo que soñaba descubrir. ¿Acaso recibiría yo también una señal?

Por tanto, a diferencia de lo que suele suceder con la mayoría de los niños de mi edad, no fue la curiosidad por aquello que encontraría en el desván lo que me condujo hasta él, sino la imaginación de un paisaje que, a buen seguro, sólo contemplaría en sueños.

Puesto que temía una negativa por parte de mi abuela, quien en el mejor de los casos me habría dicho que esperara hasta la siguiente tormenta —«¡No se encierra uno en un desván agobiante cuando hace tan bueno fuera!»—, saqué partido de una de sus raras ausencias para subir por la estrecha escalera que conducía hacia los altillos. Confieso que estaba intranquilo: la percepción de estar infringiendo una prohibición tácita, la aprehensión de penetrar a escondidas en un terreno ignoto —ya que jamás había pasado del rellano del primer piso—, el crujido de los escalones resonando siniestramente en la casa vacía, todo esto hacía que me palpitara el corazón.

Como había presentido, fui acogido bajo las tejas con un calor de verdadero horno. Con todo, la sensación de agobio era menos desagradable que el olor que reinaba en la estancia: una suerte de tufo dulzón en el que la acritud del polvo confinado se mezclaba con el aroma seco de las vigas recalentadas por el sol.

El desván no era más que un vasto espacio diáfano donde mis abuelos habían acumulado los trastos de las doce o trece mudanzas que la Sociedad de Ferrocarriles les había impuesto a lo largo de la vida profesional de mi abuelo.

Un chamarilero podría haber abastecido su puesto tomando los objetos de toda suerte allí hacinados en pilas que alcanzaban la altura de los cabrios. Se podía encontrar prácticamente cualquier cosa: un surtido de maletas atiborradas de ropas destinadas a todas las edades posibles; dos baúles desbordantes de telas, manteles agujereados, cortinas descoloridas; varias cajas de sombreros; una caja con una vajilla desparejada; una cuna de mimbre; un cuadro de bicicleta, y una colección entera de muebles en desuso entre los cuales me llamaron la atención una cómoda con los pies rotos, bastante bonita; un sillón cuyos muelles habían agujereado el terciopelo; y, bajo un globo de vidrio aparentemente intacto, un péndulo de cobre que había perdido sus agujas.

En vista de que siempre andaba en continua busca de elementos decorativos susceptibles de aportar alguna variedad a mi vida aventurera, me prometí consagrar un atento examen a aquel cúmulo de antiguallas: tal vez hubiera allí una mina de hallazgos interesantes.

La claraboya cuyo emplazamiento había identificado se hallaba más alta de lo que había creído; si bien, subiéndome sobre la caja de la vajilla, cuya tapa me pareció capaz de soportar mi peso, logré hacerme con un puesto de vigía más que decente.

No me hacía muchas ilusiones. La abundancia de vegetación en los jardines que nos rodeaban por la parte este era desalentadora; e incluso si la altura de los árboles seguía siendo modesta, su proximidad comprometía toda esperanza seria de atisbar la ciudad. Pero la fortuna vino en mi ayuda. Justo en el eje del lucernario, un breve claro de la floresta me ofreció el espectáculo de tres torres reunidas cual racimo: Saint-Sauveur, la más imponente, se alzaba en el centro precediendo ligeramente a Notre-Dame, más altiva, más espigada y más fina; mientras que el campanile octogonal de la atalaya aparecía a la izquierda, un poco en segundo plano. Me habría gustado divisar la marejada de los tejados bajo aquella imponente arboladura que, merced a su gris suave, contrastaba con el azul del cielo de la tarde; sin embargo, la ciudad permanecía oculta tras los árboles y las casas vecinas, quedando visibles únicamente los remates de las tres torres.

Así las cosas, la escotadura azulada hundida en el verde profundo del follaje se veía con la misma nitidez que si se tratara de la pieza separada de un rompecabezas. Reprochándome no haber prestado un interés suficiente a sus palabras, pensaba en que, unas semanas antes, durante una visita al museo municipal, mi abuela había llamado mi atención sobre la delicadeza con la que los pintores primitivos detallaban los paisajes, a menudo minúsculos, que tachonaban el fondo de sus cuadros. Me había mencionado el ejemplo de El matrimonio místico de santa Catalina, una de las pinturas de Memling que alberga el hospital de Saint-Jean, así como aquel otro de Gérard David, El bautismo de Cristo, en el que, entre la columna del Espíritu Santo y la mano del Bautista, se vislumbra la ciudad con su cortejo de campanarios.

Curiosamente, al contemplar a través del cristal de aquel estuoso tragaluz el motivo de las tres torres agrupadas, formando un haz de composición tan perfecta que parecía concertada, tenía la impresión de hallar aquella misma minuciosidad amorosa en el tratamiento de las arquitecturas en lontananza, como si, en conformidad con una justicia póstuma que además hubiera constreñido a la realidad a imitar al arte, la ciudad donde Memling había erigido su obra se hubiera empeñado, cuatro siglos después de su muerte, en ofrecer a su memoria una imagen de sí misma inspirada en el estilo del pintor.

No pretendo afirmar que aquella tarde, cuando tenía once años, imaginé todo esto sobre mi caja de la vajilla. Puede que aquel día limitara mi análisis a un juicio sumario del tipo: «¡Es idéntica a la del cuadro!», mas esto no impidió que la visión que me acababa de ser concedida alertara mi sensibilidad en lo más profundo, pues un arrebato de gratitud y de amor colmó de pronto mi corazón al pensar en mi abuela.

Sin llegar a acariciar la idea de que estaba en deuda con ella por aquella felicidad que, ante la perfecta obra de arte que el conjunto de las torres sugería en mi espíritu, hacía que las lágrimas asomasen a mis ojos, creo que vagamente le estaba agradecido por entreabrirme las puertas de aquel mundo maravilloso cuya existencia comenzaba a adivinar más allá de las apariencias, así como por comportarse conmigo a la manera de las hadas buenas de mi más tierna infancia, quienes siempre concedían una oportunidad a los milagros.

En un primer momento, mi empresa no obtuvo un éxito tan brillante desde la otra vertiente del tejado. Evidentemente, no pude divisar el mar por más que fondeé aquellas fértiles tierras que se extendían hacia el Norte: en vano planeó mi mirada sobre los pastos y los terrenos cultivados sin poder fijarse en otra cosa que no fuera una granja o un campanario. Hasta extenuar mi vista, me esforcé en seguir el trazo negro de los caminos que convergían en la costa inclinando sus largas alamedas oblicuas bajo el hálito milenario de la mar prometida; así y todo, su trazado siempre acababa perdiéndose en lontananza, en la bruma de un calor que anulaba el paisaje.

Lo que, sin embargo, descubrí en el corazón del inmenso cielo azul, posado como una cubierta sobre el damero de acequias que proliferaban en aquella vastedad, fue una cadena de nubes admirables, preñadas, de un blanco níveo y lechosas como los senos de una nodriza, que dirigían su cordillera a la deriva con la lentitud majestuosa de una escuadra maniobrando. Había rogado una señal, y el cielo me brindaba un cortejo real. Decidí considerar aquel solemne desfile como una invitación: le pediría a Thérèse-Augustine que un día me iniciara en las bondades de la mar.

Aquella primera visita al desván fue seguida de otras tantas, que se produjeron fuera de toda clandestinidad, con la complicidad de la lluvia y el consentimiento de mi abuela.

Los hallazgos que allí hice colmaron mis esperanzas: mi avidez de saqueador de tumbas se vio satisfecha; mas fue la exploración que me movió a entregarme al corazón de aquel cúmulo de objetos dispares la que, a su vez, me condujo a otro descubrimiento cuyos pormenores no puedo dejar de describir.

Bajo dos maletas cargadas de telas, hallé una caja de cartón que contenía una muñeca descabezada; varias barajas de cartas incompletas; una docena de novelas polvorientas cuyas encuadernaciones en rústica estaban extenuadas por las múltiples lecturas; así como varios números de La Vie parisienne, donde preciosas jovencitas de pelo corto y sonrisa bobalicona levantaban mucho las piernas luciendo, como único atavío, un penacho y unas cuantas lentejuelas aquí y allá. Los autores de los libros me eran tan desconocidos como los títulos de los mismos. Recuerdo que estaban Las aventuras del rey Pausole y Afrodita, de Pierre Louÿs; Una amante antigua, de Barbey d’Aurevilly; dos o tres volúmenes de Zola, entre ellos Nana, y algunos otros con vocación resueltamente libertina.

Si mi instinto de lector no me hubiera insuflado la idea de hojearlos, pese a la capa de polvo que tornaba tan desagradable su manejo, es probable que mi ingenuidad me hubiera incitado a descender, a toda velocidad, por las escaleras para mostrarme orgulloso de aquel descubrimiento ante mi abuela. ¿Quién sabe si, tras haberlos remendado un poco, no le habría llegado a sugerir que los colocásemos en la estantería del salón, al lado de las Fábulas de La Fontaine y de La leyenda de los siglos?

¿Es preciso insistir en que aquellos parvos minutos de febril desciframiento en la penumbra tórrida del desván se quedaron grabados en mi memoria? Me recuerdo de rodillas en el suelo, pasando las hojas al azar, saltando a tientas de un volumen a otro, recolectando frases de aquí y de allá…

Unos momentos antes, aquellas desnudeces emplumadas de La Vie parisienne me habían dejado frío: las encontraba ridículas, sin más. No me pasó lo mismo con lo que leí en aquellos libros: antes bien, por mediocres que fueran la inspiración o el estilo de algunas de las representaciones imaginarias del amor por los cuerpos que descubría en sus páginas, ejercían en mi mente, por la sola gracia de los poderes de la invención literaria, una fuerza evocadora infinitamente más eficaz que las provocativas desvergüenzas de la revista.

A todas luces, era demasiado joven como para sentir una turbación comparable a la que, sin duda, mi abuelo, quien apenas solía leer, habría buscado procurándose aquellos libros; pero, a fuerza de sufrir así, con la brutalidad de una revelación, las meticulosas evocaciones de una realidad vagamente presentida, a la que, sin embargo, yo no había concedido hasta entonces ningún pensamiento consciente, me encontraba tan perdido que la sangre se me subió a las mejillas, viéndome obligado a cesar mi lectura de tan rápido como me latía el corazón.

En el lapso de un instante, me pregunté si mi abuela tendría conocimiento de la presencia de aquellos libros en su desván. Era visible que no habían sido abiertos desde hacía mucho tiempo. Alimenté la esperanza de que, al menos, se hubiera olvidado de su existencia.

No fue hasta muchos años después cuando, sin desagrado, abrigué la idea de que acaso mis abuelos los habían descubierto juntos.