Más tarde, cuando la policía se la hubo llevado, Poirot encontró a Ruth Lake y a su esposo en el jardín.

—¿Pensó usted realmente que había sido yo, señor Poirot? —le preguntó ella en tono de reto.

—Madame, supe que usted no podría haberlo hecho por las margaritas.

—¿Las margaritas? No comprendo.

—Madame, sólo había cuatro huellas en la hierba. Dos que iban y dos que venían. Si hubiera estado cortando flores tendría que haber dejado muchas más. Lo cual significaba que entre su primera visita y la segunda alguien había borrado las demás. Cosa que sólo pudo hacerla el culpable, y puesto que sus huellas no fueron borradas, no era usted la culpable. Quedaba automáticamente eliminada.

El rostro de Ruth se iluminó.

—Oh, ya comprendo. Supongo que le parecerá a usted extraño, pero siento compasión por esa pobre mujer. Al fin y al cabo, confesó para evitar que me detuvieran a mí o por lo menos eso he creído. Eso fue... noble, en cierto sentido. Me disgusta pensar que va a ser juzgada por un crimen.

Poirot dijo en tono amable:

—No se preocupe. No llegarán a juzgarla. El doctor me ha dicho que está muy enferma del corazón y que no vivirá muchas semanas.

—Lo celebro —Ruth arrancó una flor de azafrán v la acercó a su mejilla.

—Pobre mujer. Quisiera saber por qué lo hizo.