capítulo IX

Aquella tarde, Poirot había dirigido a Susana Cardwell sólo una mirada superficial, y ahora la examinó con más atención. Tenía un rostro inteligente, no demasiado hermoso, pero con un atractivo que hubiera envidiado más de una muchacha bonita. Sus cabellos eran magníficos, e iba hábilmente maquillada. Pensó que sus ojos eran observadores.

Después de algunas preguntas preliminares, el mayor Riddle dijo:

—Ignoro lo íntimamente que usted conoce a la familia, señorita Cardwell...

—No les conozco en absoluto. Hugo consiguió que me invitaran.

—Entonces, ¿es usted amiga de Hugo Trent?

—Sí, ésa es mi posición exacta. Amiga de Hugo —Susana Cardwell sonrió al pronunciar estas últimas palabras.

—¿Le conoce desde hace mucho tiempo?

—¡Oh, no!, hará sólo cosa de un mes.

Hizo una pausa antes de agregar:

—Voy camino de convertirme en su prometida.

—¿Y la trajo aquí para presentarle a su familia?

—No, nada de eso. Lo llevamos muy en secreto. Sólo vine para explorar el terreno. Hugo me dijo que esto era como una casa de locos, y creí conveniente verlo por mí misma. Hugo, el pobrecillo, es un encanto, pero no tiene cerebro. Comprenda, la posición era bastante crítica. Ni Hugo ni yo tenemos dinero, y al viejo sir Gervasio, que era la principal esperanza de Hugo, se le había metido en la cabeza casarlo con Ruth. Hugo es un poco débil. Pudiera haberse avenido a contraer ese matrimonio con idea de separarse más tarde.

—¿Y esa idea no le parecía bien a usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Desde luego que no. Ruth pudiera haberse negado luego a divorciarse, o algo por el estilo. Y me mantuve firme. No iría a la iglesia de Saint Paul hasta que pudiera hacerlo con un ramo de lirios.

—¿De modo que vino a estudiar la situación por sí misma?

—Sí.

Eh bien! —exclamó Poirot.

—Pues, desde luego, Hugo tenía razón. ¡Todos están locos!, excepto Ruth, que parece muy razonable. Tiene novio y es tan contraria a ese matrimonio como yo.

—¿Se refiere al señor Burrows?

—¿Burrows? Desde luego que no. Ruth no se enamoraría de una persona tan falsa como él.

—¿Entonces quién es el afortunado mortal?

Susana Cardwell hizo una pausa que empleó en encender un pitillo, y luego agregó:

—Será mejor que se lo pregunten a ella. Después de todo no es asunto mío.

El mayor Riddle preguntó:

—¿Cuándo fue la última vez que vio a sir Gervasio?

—A la hora del té.

—¿Le sorprendió su estado de ánimo?

La muchacha encogióse de hombros.

—No más que de costumbre.

—¿Qué hizo usted después del té?

—Estuve jugando al billar con Hugo.

—¿No volvió a ver a sir Gervasio?

—No.

—¿Y qué me dice del disparo?

—Eso fue bastante extraño. Creí que había sonado el primer batintín, y por eso acabé de vestirme precipitadamente, y al salir de mi habitación creí oír el segundo batintín y me apresuré a bajar la escalera. La primera noche había llegado a cenar con un minuto de retraso y Hugo me dijo que estuve a punto de echar a pique nuestras esperanzas para convencer al viejo, de modo que casi corría. Hugo iba delante de mí y entonces sonó una extraña detonación y Hugo dijo que había sido el corcho de una botella de champaña, pero Snell replicó: «No», y de todas formas no creo que sonara en el comedor. La señorita Lingard creyó que el ruido venía de arriba, pero todos estuvimos de acuerdo en que debió ser una falsa explosión y entramos en el salón sin pensar más en ello.

—¿No se le ocurrió ni por un momento que sir Gervasio pudo haberse pegado un tiro? —preguntó Poirot.

—Y yo le pregunto: ¿por qué iba a pensar semejante cosa? El viejo parecía disfrutar bastante de la vida. Nunca hubiese imaginado que hiciera una cosa así. Ni puedo imaginar por qué lo hizo, aunque supongo que porque estaba loco.

—Una infortunada ocurrencia.

—Mucho... para Hugo y para mí. Supongo que no le habrá dejado nada, o casi nada.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Hugo lo supo por el viejo Forbes.

—Bien, señorita Cardwell —El mayor Riddle hizo una pequeña pausa—. Creo que eso es todo. ¿Cree que la señorita Chevenix-Gore se encontrará dispuesta a bajar para hablar con nosotros?

—Creo que sí. Iré a decírselo.

Poirot intervino.

—Un momento, mademoiselle. ¿Ha visto esto antes?

Le mostró el lapicero en forma de bala.

—Oh, sí, lo vi esta tarde cuando jugábamos al bridge. Creo que pertenece al coronel Bury.

—¿Se lo llevó al terminar el juego?

—No tengo la menor idea.

—Gracias, mademoiselle. Eso es todo.

—Bien, avisaré a Ruth.

Ruth Chevenix-Gore entró en la habitación como una reina. Sus colores eran vivos y llevaba la cabeza ligeramente erguida, pero sus ojos, igual que los de Susana Cardwell, eran observadores. Su vestido era el mismo que le vio Poirot a su llegada... de un tono melocotón muy pálido. En el hombro llevaba prendida una rosa color salmón que antes estaba fresca y lozana y ahora comenzaba a marchitarse.

—¿Y bien? —dijo Ruth.

—Siento muchísimo molestarla —comenzó a decir el mayor Riddle.

—Claro que tiene que molestarme. Igual que a todo el mundo. Aunque yo no puedo ayudarle. No tengo la más ligera idea de por qué se mató el viejo. Todo lo que puedo decirles es que nunca hubiera esperado de él semejante cosa.

—¿Observó algo anormal en él? ¿Estaba deprimido, extremadamente excitado, algo que se saliera de lo normal?

—No creo. No me fijé...

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—A la hora del té.

—¿No fue a su despacho... más tarde? —preguntó Poirot.

—No. La última vez que le vi fue en esta habitación. Ahí, sentado.

Indicó una silla.

—Ya. ¿Ha visto alguna vez este lápiz, mademoiselle?

—Es del coronel Bury.

—¿Lo ha visto últimamente?

—La verdad, no recuerdo.

—¿Sabe usted si hubo algún... desacuerdo entre sir Gervasio y el coronel Bury?
—¿Se refiere acerca de la Compañía de Sucedáneo de la Goma?

—Sí.

—Creo que sí. ¡Estaba furioso por esa cuestión!

—¿Tal vez creía que le habían estafado?

Ruth encogióse de hombros.

—No entendía nada de negocios.

Poirot dijo:

—¿Puedo hacerle una pregunta, mademoiselle..., una pregunta un tanto impertinente?

—Desde luego.

—Es ésta: ¿siente usted que... su padre haya muerto?

—Claro que sí —Le miró extrañada—. No me gusta llorar, pero le echaré de menos... Quería al Viejo. Así es como le llamamos Hugo y yo. El «Viejo»... ¿sabe?... como en las antiguas tribus patriarcales. Suena un tanto irrespetuoso, pero, en realidad, tras esa palabra se esconde mucho afecto. ¡Claro que era el ser más testarudo e insoportable que ha existido nunca!

—Me interesan sus palabras, mademoiselle.

—¡El «Viejo» tenía el cerebro de un mosquito! Siento tener que decirlo, pero es cierto. Era incapaz de realizar ningún trabajo cerebral. Aparte de esto, era todo un carácter. ¡Valiente como el que más! Capaz de ir al Polo, o batirse en duelo. Siempre pensé que se pavoneaba tanto porque sabía que no tenía inteligencia. Cualquiera podía engañarle.

Poirot sacó la carta de su bolsillo:

—Lea esto, mademoiselle.

Ella obedeció y luego se la devolvió.

—¡De modo que es esto lo que le ha traído aquí!

—¿Le sugiere alguna cosa?

—No —Meneó la cabeza—. Probablemente es bien cierto. Cualquiera pudo robarle. Johnny dice que el último encargado que hubo antes que él, le manejaba como un monigote. Comprendan. ¡El Viejo era tan grande y magnífico que nunca descendía a comprobar los pequeños detalles! Era una tentación para los bribones.

—Usted le pinta de una manera muy distinta a la opinión general, mademoiselle.

—¡Oh!, bueno... tenía un buen camuflaje. Vanda, mi madre, le respaldaba en todo. Él era tan feliz creyéndose un Ser Todopoderoso. Por eso, en cierto sentido, me alegro de que haya muerto. Ha sido lo mejor para él.

—No lo comprendo, mademoiselle.

—Cada día estaba peor —dijo Ruth con pesar—. Hubieran tenido que acabar por encerrarle... La gente comenzaba a hablar de ello.

—¿Sabía usted que estaba preparando un testamento según el cual usted sólo heredaría su dinero de casarse con el señor Trent?

Ruth exclamó:

—¡Eso es absurdo! De todas formas, creo que no sería aceptado por la ley... Estoy segura de que no se puede obligar a la gente a casarse con quien uno disponga.

—¿Si hubiera llegado a firmar ese testamento, habría usted cumplido las condiciones, mademoiselle?

La muchacha se sobresaltó.

—Yo..., yo...

Se interrumpió, y por espacio de un par de minutos permaneció contemplando su zapato oscilante, del que se desprendió una pequeña porción de barro seco, que cayó sobre la alfombra.

De pronto Ruth Chevenix-Gore dijo:

—¡Esperen!

Y salió corriendo de la habitación, regresando casi inmediatamente con el capitán Lake.

—De todas maneras iban a descubrirlo... —dijo casi sin aliento—. Será mejor que lo sepan desde ahora. John y yo nos casamos en Londres hace tres semanas.