Poirot sonrió.
- Una cosa más - dijo Carbury -. No me es posible darle mucho tiempo. No puedo
retener aquí a esas personas indefinidamente.
Poirot dijo con toda tranquilidad:
- Puede retenerlos durante veinticuatro horas. Mañana por la noche tendrá la
verdad.
El coronel Carbury lo miró fijamente y con dureza.
- Está usted muy seguro de sí mismo, ¿no? - preguntó.
- Conozco mi habilidad - murmuró Poirot.
Incómodo ante esta actitud tan poco británica, el coronel Carbury miró hacia otro
lado y se tocó el descuidado bigote.
- Bueno - murmuró -, depende de usted.
- ¡Y si lo consigue, amigo mío - dijo Gerard -, es que es usted una auténtica
maravilla!
CAPÍTULO IV
Sarah King miró largamente a Hércules Poirot, con expresión interrogante. Observó
su cabeza en forma de huevo, sus gigantescos bigotes, su aspecto de dandi y la
sospechosa negrura de su cabello. Una mirada de duda asomó a sus ojos.
- Y bien, mademoiselle, ¿está usted satisfecha?
Sarah enrojeció al encontrarse con la mirada irónica y divertida del detective.
- Perdóneme, ¿cómo dice? - dijo torpemente.
- ¡Du tout! Para usar una expresión que he aprendido hace poco, está usted
pasándome revista, ¿no es cierto?
Sarah sonrió levemente.
- Bueno, de todos modos usted puede hacer lo mismo conmigo - dijo.
- Por supuesto. No he dejado de hacerlo.
Ella lo miró con aspereza. Había algo desagradable en el tono que empleaba. Pero
Poirot estaba retorciéndose los bigotes con gran complacencia y Sarah pensó (por
segunda vez): “¡Este hombre es un saltimbanqui!”.
Recuperada la confianza en sí misma, se irguió en su silla y dijo en tono inquisitivo:
- Me parece que no acabo de entender el motivo de esta entrevista.
- ¿El bueno del doctor Gerard no se lo explicó?
- No comprendo al doctor Gerard - dijo Sarah frunciendo el ceño -. Parece creer
que...
- “Algo está podrido en el reino de Dinamarca.” - citó Poirot -. Como ve, conozco a
Shakespeare.
Sarah se desentendió de Shakespeare.
- ¿A qué se debe exactamente todo este jaleo? - preguntó.
- Eh bien, todos queremos llegar a la verdad de este asunto, ¿no es así?
- ¿Se refiere usted a la muerte de la señora Boynton?
- Sí.
- ¿No le parece que es demasiado ruido para tan pocas nueces? Claro que usted es
un especialista, señor Poirot. Es natural que usted...
Poirot terminó la frase en su lugar.
- Es natural que yo sospeche que se ha cometido un crimen siempre que se me
presenta una oportunidad.
- Bueno, sí... tal vez.
- ¿A usted no le cabe ninguna duda con relación a la muerte de la señora Boynton?
Sarah se encogió de hombros.
- De verdad, señor Poirot, si hubiese usted venido a Petra se habría dado cuenta de
que el viaje hasta allí es excesivamente agotador para una anciana que tiene
problemas cardíacos.
- ¿Le parece que lo sucedido es algo perfectamente normal?
- Por supuesto. No me explico la actitud del doctor Gerard. Ni siquiera se enteró
cuando ocurrió. Estaba enfermo, con fiebre. Como es natural, yo reconocería la
superioridad de sus conocimientos médicos, pero en este caso no tiene nada en qué
apoyarse. Si no están satisfechos con mi dictamen, supongo que podrán solicitar una
autopsia en Jerusalén.
Poirot guardó silencio durante un minuto y después dijo:
- Hay un hecho, señorita King, del que usted todavía no sabe absolutamente nada.
El doctor Gerard no se lo ha contado.
- ¿De qué se trata? - preguntó Sarah.
- Una cantidad de cierta droga, digitoxín, le fue sustraída al doctor Gerard de su
botiquín de viaje.
- ¡Oh!
rápidamente, Sarah comprendió el giro que aquel nuevo dato daba al suceso. Con la
misma rapidez incidió en un punto dudoso.
- ¿Está el doctor Gerard seguro de lo que dice? - preguntó.
Poirot se encogió de hombros.
- Como usted ya debe de saber por propia experiencia, mademoiselle, un médico
acostumbra a ser muy cuidadoso con sus afirmaciones.
- Sí, desde luego. Eso es evidente. Pero en aquellos momentos, el doctor Gerard
estaba guardando cama a causa de una malaria.
- Es cierto.
- ¿Tiene alguna idea de cuándo pudieron haberle robado la droga?
- Dice que la noche de su llegada a Petra abrió el botiquín en busca de fenacetina.
Por lo visto, le dolía mucho la cabeza. Y está casi seguro de que, cuando volvió a poner
la fenacetina en su sitio, a la mañana siguiente, todas las drogas estaban intactas.
- ¿Casi seguro? - dijo Sarah.
Poirot se encogió de hombros.
- ¡Sí, hay un rastro de duda! La duda que cualquier hombre honrado tendría.
Sarah asintió.
- Sí, lo sé. Siempre hay que desconfiar de la gente que está demasiado segura de
algo. Pero de todos modos, señor Poirot, la evidencia es muy leve. En mi opinión...
Se detuvo. Poirot terminó la frase.
- En su opinión, mi investigación es improcedente.
Sarah lo miró directamente a la cara.
- Francamente, sí. ¿Está seguro de no estar fantaseando?
Poirot sonrió.
- La vida privada de una familia se ve desagradablemente turbada, sólo para que
Hércules Poirot pueda divertirse jugando a los detectives, ¿es así cómo piensa?
- No quería ofenderle, pero ¿acaso no hay algo de eso?
- Entonces, usted está del lado de la familia Boynton, señorita.
- Supongo que sí. Todos han sufrido mucho. Deberían dejarles en paz.
- Y en cuanto a la maman, era antipática, tiránica, desagradable y, sin lugar a
dudas, está mejor muerta que viva. Eso también, hein?
- Dicho de esa forma... - Sarah hizo una pausa y enrojeció -. No creo que se deba
tener eso en cuenta.
- Pero, en cualquier caso, hay alguien que lo tiene en cuenta. Mejor dicho, usted lo
tiene en cuenta. Yo... no. Para mí, da igual. La víctima podía ser una santa o un
monstruo infame. No me importa. El hecho es uno y el mismo: una vida que ha sido...
arrebatada. Siempre digo lo mismo, no apruebo el asesinato.
- ¿Asesinato? - Sarah contuvo la respiración -. ¿Pero qué pruebas hay de que sea un
asesinato? ¡Las más endebles que se puedan imaginar! ¡Ni siquiera el doctor Gerard
está totalmente seguro!
Con calma, Poirot replicó:
- Pero existen otras evidencias, mademoiselle.
- ¿Qué clase de evidencias? - su voz era áspera.
- La marca de un pinchazo en la muñeca de la mujer muerta, hecho con una aguja
hipodérmica. Y algo más. Unas palabras que yo mismo escuché por azar en Jerusalén,
una noche cuando iba a cerrar la ventana de mi cuarto. ¿Quiere saber cuáles fueron
esas palabras, señorita King? Se lo voy a decir. Escuché al señor Raymond Boynton
diciendo: “Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla”.
Observó cómo el color desaparecía del rostro de Sarah.
- ¿Escuchó usted eso? - dijo
- Sí.
La muchacha miró fijamente hacia lo lejos. Finalmente, dijo:
- ¡Tenía que ser usted quien lo oyera!
Poirot asintió.
- Sí, tuve que ser yo. Son cosas que suceden. ¿Comprende ahora por qué creo que
debe haber una investigación?
- Sí. Creo que tiene usted toda la razón - dijo Sarah quedamente.
- ¿Me ayudará?
- Claro.
Su tono era indiferente, inexpresivo. Sus ojos se encontraron con los de él en una
fría mirada.
Poirot hizo una reverencia.
- Gracias, mademoiselle. Ahora le pido que me cuente con sus propias palabras
exactamente todo lo que recuerde de ese día.
Sarah meditó un instante.
- Déjeme ver. Por la mañana fui de excursión. Ninguno de los Boynton nos
acompañó. Los vi a la hora de la comida. Estaban terminando cuando nosotros
llegamos. La señora Boynton, cosa rara, parecía estar de muy buen humor.
- Deduzco que no acostumbraba a ser amistosa.
- En absoluto - dijo Sarah con una ligera mueca.
Después describió cómo la señora Boynton había dado la tarde libre a su familia.
- ¿También eso era raro?
- Sí. Normalmente los mantenía a todos a raya a su alrededor.
- ¿Cree, tal vez, que de repente sintió remordimientos... que tuvo lo que se llama un
bon moment?
- No, no lo creo - declaró Sarah.
- Entonces, ¿qué es lo que cree?
- Estaba desconcertada. Sospeché que quería jugar al gato y al ratón.
- Si quisiera explicarse mejor, mademoiselle.
- Los gatos se divierten dejando libre al ratón, para después volver a cazarlo. La
señora Boynton tenía esa mentalidad. Pensé que estaba preparando alguna vileza.
- ¿Qué pasó después, mademoiselle?
- Los Boynton se marcharon...
- ¿Todos?
- No; la más joven, Ginebra, se quedó. Su madre le ordenó que fuera a descansar.
- ¿Y ella quería hacerlo?
- No. Pero eso no importaba. Hizo lo que le mandaron. Los otros salieron a pasear y
el doctor Gerard y yo nos reunimos con ellos.
- ¿A qué hora ocurrió eso?
- Debían de ser las tres y media.
- ¿Dónde estaba entonces la señora Boynton?
- Nadine, la joven señora Boynton, la había colocado en su silla, fuera de la cueva.
- Continúe.
- Al doblar el recodo del valle, el doctor Gerard y yo alcanzamos a los demás.
Caminamos un trecho todos juntos. Luego, el doctor Gerard regresó al campamento.
No tenía muy buen aspecto desde hacía ya un rato. Comprendí que era fiebre. Quise
acompañarle, pero no me lo permitió.
- ¿Qué hora era?
- Más o menos las cuatro, supongo.
- ¿Y los demás?
- Seguimos el paseo.
- ¿Todos juntos?
- Al principio, sí. Luego nos separamos - Sarah habló más deprisa, como
presintiendo la siguiente pregunta -. Nadine Boynton y el señor Cope se fueron por un
lado y Carol, Lennox, Raymond y yo, por otro.
- ¿Y siguieron así?
- Bueno... no. Raymond Boynton y yo nos separamos de los otros. Nos sentamos en
una roca y estuvimos admirando el paisaje. Luego, él se fue y yo me quedé allí un rato
más. Eran aproximadamente las cinco y media cuando miré el reloj y pensé que era
mejor volver al campamento. Llegué allí a las seis. El sol estaba a punto de ponerse.
- ¿Pasó junto a la señora Boynton?
- Observé que continuaba sentada junto a su cueva.
- ¿No le extrañó que no se hubiera movido?
- No, porque ya la había visto sentada en el mismo sitio la noche anterior, cuando
llegamos.
- Ya veo. Continuez.
- Fui a la carpa. Los demás, excepto el doctor Gerard, estaban todos allí. Fui a
lavarme y volví. Sirvieron la cena y uno de los criados fue a llamar a la señora
Boynton. Volvió a todo correr diciendo que estaba enferma. Yo salí deprisa y fui a
verla. Estaba sentada en su silla como antes, pero en cuanto la toqué me di cuenta de
que estaba muerta.
- ¿No tuvo usted ninguna duda de que su muerte había sido natural?
- No, ninguna. Estaba enterada de que padecía una dolencia cardíaca, aunque nadie
me había especificado de qué enfermedad se trataba.
- ¿Pensó simplemente que había quedado muerta allí sentada en su sillón?
- Sí.
- ¿Sin pedir socorro?
- Sí. A veces pasa. Pudo incluso morir mientras dormía. Es más que probable que se
adormeciera. De todos modos, todo el mundo en el campamento estuvo haciendo la
siesta durante la mayor parte de la tarde. Nadie la habría oído a no ser que hubiese
llamado muy fuerte.
- ¿Se formó alguna opinión acerca del tiempo que llevaba muerta?
- Bueno, la verdad es que no pensé demasiado en ello. Era evidente que llevaba ya
un rato.
- ¿Qué entiende usted por un rato? - preguntó Poirot.
- Pues... más de una hora. Quizá mucho más. El calor acumulado en la roca podría
haber evitado que el cuerpo se enfriase rápidamente.
- ¿Más de una hora? ¿Está usted enterada, mademoiselle King, de que Raymond
Boynton habló con ella aproximadamente una media hora antes y que entonces estaba
viva y se encontraba perfectamente?
Sarah evitó la mirada de Poirot. Pero movió negativamente la cabeza.
- Raymond debe de estar equivocado. Tiene que haber sido más pronto.
- No, mademoiselle, no lo era.
Lo miró rotundamente. De nuevo, Poirot observó la firmeza de su boca.
- Bueno - dijo Sarah -. Soy joven y no tengo mucha experiencia con cadáveres. Pero
sé lo bastante para estar segura de una cosa: ¡La señora Boynton llevaba muerta al
menos una hora cuando yo examiné su cuerpo!
- Ésa es su versión - dijo inesperadamente Poirot - y está usted dispuesta a
aferrarse a ella. Entonces, dígame por qué Raymond Boynton dice que su madre
estaba viva cuando, de hecho, estaba muerta.
- No tengo ni idea - dijo Sarah -. Seguramente todos ellos se equivocan con relación
a las horas. ¡Es una familia muy nerviosa e imaginativa!
- ¿Cuántas veces ha hablado usted con ellos, mademoiselle?
Sarah calló un momento, frunciendo el ceño.
- Puedo decírselo con toda exactitud - replicó -. Hablé con Raymond Boynton en el
pasillo del tren cuando me dirigía a Jerusalén. Conversé dos veces con Carol Boynton,
una en la Mezquita de Omar y otra aquella misma noche en mi cuarto. Hablé una vez
con la señora Lennox Boynton a la mañana siguiente. Eso es todo, hasta la tarde en
que murió la señora Boynton, cuando salimos todos juntos a pasear.
- ¿No tuvo ninguna charla con la propia señora Boynton?
Sarah enrojeció y se sintió incómoda.
- Sí. Cambié unas cuantas palabras con ella el día en que se marchaba de
Jerusalén. En realidad, hice un poco el tonto.
- ¿Ah?
La interrogación fue tan patente que, torpemente y a desgana, Sarah le hizo un
resumen de la conversación.
Poirot pareció interesado e insistió:
- La mentalidad de la señora Boynton es muy importante para este caso - dijo -. Y
usted es ajena a la familia. Una observadora objetiva. Por eso, lo que me ha contado de
ella es muy significativo.
Sarah no respondió. Todavía se sentía sofocada e incómoda cuando pensaba en
aquella entrevista.
- Gracias, mademoiselle - dijo Poirot -. Ahora hablaré con los otros testigos.
Sarah se levantó.
- Perdone, señor Poirot, quisiera hacerle una sugerencia...
- Por supuesto. Por supuesto.
- ¿Por qué no aplaza todo este asunto hasta que se haya realizado la autopsia y se
compruebe si sus sospechas son fundadas o no? Me parece que lo que está haciendo es
algo así como poner el carro delante del caballo.
Poirot hizo un grandilocuente ademán.
- Éste es el método de Hércules Poirot - anunció.
Apretando los labios, Sarah abandonó la habitación.
CAPÍTULO V
Lady Westholme entró en la habitación con la seguridad de un trasatlántico
llegando a puerto.
La señorita Annabel Pierce, un buque no identificado, siguió la estela del
trasatlántico y se quedó un poco en segundo término, sentada en una silla más baja.
- No le quepa duda, señor Poirot - retumbó la voz de lady Westholme -, de que será
para mí un gran placer ayudarle con todos los medios a mi alcance. Siempre he
considerado que, en asuntos de este tipo, uno tiene un deber público que cumplir.
Después de que el deber público de lady Westholme ocupara la escena durante
algunos minutos, Poirot tuvo la destreza de introducir una pregunta.
- Recuerdo perfectamente la tarde en cuestión - replicó lady Westholme -. La
señorita Pierce y yo haremos lo posible por ayudarle.
- ¡Oh, sí! - suspiró la señorita Pierce, casi en éxtasis -. ¡Qué trágico! ¿No? ¡Muerta en
un abrir y cerrar de ojos!
- Tengan la bondad de explicarme exactamente lo que sucedió aquella tarde.
- Desde luego - dijo lady Westholme -. Después de comer, decidí hacer una pequeña
siesta. La excursión de la mañana había sido un poco fatigosa. No es que estuviera
realmente cansada. Yo raras veces me canso. No sé lo que es verdaderamente la fatiga.
Uno está a menudo obligado, en actos públicos, a despecho de cómo se sienta...
Poirot volvió a intervenir con destreza.
- Como le decía, pensé en echar una siesta. La señorita Pierce estuvo de acuerdo
conmigo.
- ¡Oh, sí! - suspiró la señorita Pierce -. Estaba terriblemente cansada después de lo
de esta mañana. ¡Una escalada tan peligrosa y, a pesar de su interés, tan agotadora!
Creo que no soy tan fuerte como lady Westholme.
- La fatiga - dijo lady Westholme -, como cualquier otra cosa, puede ser vencida. Yo
nunca me rindo a mis necesidades físicas.
Poirot dijo:
- ¿De manera que, después de comer, ustedes dos fueron a sus tiendas?
- Sí.
- ¿Estaba entonces la señora Boynton sentada a la entrada de su cueva?
- Su nuera la ayudó a colocarse allí antes de marcharse.
- ¿Podían verla desde donde estaban?
- ¡Oh, sí! - contestó la señorita Pierce -. Estaba frente a nosotras, sólo que un poco
alejada y más arriba.
Lady Westholme aclaró la explicación.
- Las cuevas daban a un repecho, en la montaña. Bajo el saliente había algunas
tiendas. Después venía un pequeño riachuelo y al otro lado estaban la carpa y algunas
tiendas más. La señorita Pierce y yo teníamos las tiendas cerca de la carpa. Ella
estaba a la derecha y yo a la izquierda. Nuestras tiendas se abrían de cara a la
montaña, pero, desde luego, ésta se hallaba a bastante distancia.
- A unos doscientos metros, ¿no?
- Posiblemente.
- Tengo aquí un plano que he trazado con la ayuda del guía, Mahmoud.
Lady Westholme señaló que, en ese caso, probablemente estaría equivocado.
- Ese hombre no acierta en nada. He comprobado sus explicaciones con mi
Baedeker. Y más de una vez la información que nos daba era absolutamente
incorrecta.
- Según mi plano - dijo Poirot -, la cueva que estaba al lado de la de la señora
Boynton se hallaba ocupada por su hijo Lennox y la esposa de éste. Raymond, Carol y
Ginebra Boynton estaban instalados en las tiendas que hay justo debajo, pero hacia la
derecha. De hecho, prácticamente enfrente de la carpa. A la derecha de la de Ginebra
Boynton estaba la tienda del doctor Gerard y junto a la de éste, la de la señorita King.
Al otro lado del riachuelo, en el lado izquierdo de la carpa, estaban usted y el señor
Cope. La señorita Pierce, como usted dijo, estaba instalada a la derecha de la carpa.
¿Es correcto?
Lady Westholme reconoció, de mala gana, que lo era.
- Muchas gracias. Todo está claro. Tenga la bondad de seguir, lady Westholme.
- Hacia las cuatro menos cuarto, fui a la tienda de la señorita Pierce para ver si
estaba despierta y tenía ganas de dar un paseo. Estaba a la puerta de su tienda,
leyendo. Decidimos salir una media hora después, cuando hiciera menos calor. Volví a
mi tienda y estuve leyendo durante unos veinticinco minutos. Después salí otra vez y
fui a reunirme con la señorita Pierce. Estaba ya lista y emprendimos la marcha. Todo
el mundo en el campamento parecía dormir. No había nadie por los alrededores, y
viendo que la señora Boynton seguía sentada allá arriba, le sugerí a la señorita Pierce
que, antes de irnos, subiéramos a preguntarle si necesitaba algo.
- Es verdad. Muy considerado de su parte, en mi opinión - murmuró la señorita
Pierce.
- Lo consideré mi deber - dijo lady Westholme con gran complacencia.
- ¡Para que después ella fuera tan grosera! - exclamó la señorita Pierce.
Poirot las miró con aire interrogante.
- Seguimos el camino que pasaba justo por debajo del saliente - explicó lady
Westholme - y yo le grité desde abajo, diciéndole que nos íbamos a dar un paseo y
preguntándole si podíamos hacer algo por ella antes de marcharnos. ¿Y sabe, señor
Poirot? ¡La única respuesta que obtuvimos fue un gruñido! ¡Un gruñido! ¡Nos miró
como si fuéramos... como si fuéramos basura!
- Fue vergonzoso - declaró la señorita Pierce ruborizándose.
- Tengo que confesar - dijo lady Westholme, enrojeciendo un poco a su vez - que
entonces hice un comentario muy poco caritativo.
- Yo creo que estaba muy justificado - dijo la señorita Pierce -. Muy de acorde con las
circunstancias.
- ¿Cuál fue ese comentario? - preguntó Poirot.
- ¡Le dije a la señorita Pierce que a lo mejor estaba bebida! La verdad es que su
comportamiento era de lo más extraño. Lo había sido todo el tiempo. Pensé que tal vez
la bebida tenía algo que ver. Los males que provoca el abuso del alcohol, como yo muy
bien sé...
Hábilmente, Poirot desvió la conversación del tema de la bebida.
- ¿Ese día en concreto, notaron algo especial en su manera de comportarse? ¿Por
ejemplo, a la hora de comer?
- No - dijo lady Westholme pensando -. No, yo diría que ese día se comportó con toda
normalidad, dentro de lo que cabe tratándose de una americana de esa clase - añadió
condescendientemente.
- Se excedió mucho con aquel criado - dijo la señorita Pierce.
- ¿Qué criado?
- No mucho antes de que nos fuéramos.
- ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. ¡Parecía estar enormemente enfadada con él! Claro que -
continuó lady Westholme - estar rodeado de sirvientes que no entienden una palabra
de inglés es muy molesto, pero lo que yo siempre digo es que cuando uno viaja tiene
que hacer concesiones.
- ¿Qué criado era? - preguntó Poirot.
- Uno de los beduinos del campamento. Supongo que la señora Boynton debió de
enviarlo a buscar algo y le trajo una cosa por otra. No sé de qué se trataba
exactamente, pero estaba furiosa. El pobre hombre se alejó de allí lo más rápido que
pudo, mientras ella le gritaba y lo amenazaba con su bastón.
- ¿Qué era lo que gritaba?
- Estábamos demasiado lejos para oírla. Al menos yo no entendí ni una palabra, ¿y
usted señorita Pierce?
- No, tampoco. Creo que ella lo había enviado a buscar alguna cosa a la tienda de su
hija menor... o quizá se enfadó con él precisamente por haber entrado en esa tienda.
No podría decirlo exactamente.
- ¿Qué aspecto tenía el beduino?
La pregunta iba dirigida a la señorita Pierce, que movió dubitativamente la cabeza.
- En realidad, no sé qué decirle. Estaba demasiado lejos. A mí todos estos árabes me
parecen iguales.
- Era un hombre que superaba la estatura mediana - dijo lady Westholme -, y
llevaba esa especie de tocado que usan los árabes. Vestía unos pantalones de montar
muy raídos y llenos de remiendos. Verdaderamente horribles. Y llevaba las
espinilleras enrolladas sin ningún cuidado. ¡Todo de cualquier manera! ¡Estos hombres
necesitan disciplina!
- ¿Podría reconocer a ese hombre entre los demás sirvientes del campamento?
- Lo dudo. No le vimos la cara. Estaba demasiado lejos. Y, como dice la señorita
Pierce, realmente todos estos árabes se parecen.
- Me gustaría saber qué fue lo que enfureció tanto a la señora Boynton - dijo Poirot
con aire pensativo.
- A veces acaban con la paciencia de uno - dijo lady Westholme -. Uno de ellos se
llevó mis zapatos, aunque le di a entender, por señas incluso, que prefería
limpiármelos yo.
- Yo también lo hago siempre - dijo Poirot, distrayéndose por un momento de su
interrogatorio -. Dondequiera que vaya, llevo lo necesario para limpiarme los zapatos.
También llevo un trapo para el polvo.
- Igual que yo - lady Westholme parecía casi humana.
- Porque estos árabes nunca quitan el polvo a nada de lo que uno lleva.
- ¡Nunca! Por supuesto, uno tiene que quitar el polvo de sus cosas tres o cuatro
veces al día...
- Pero vale la pena.
- Sí, desde luego. No puedo soportar la suciedad.
Lady Westholme parecía absolutamente militante. Añadió con sentimiento:
- ¡Las moscas, en los bazares, son terribles!
- Bueno, bueno - dijo Poirot, sintiéndose un poco culpable -. Pronto podremos
averiguar por el sirviente qué fue lo que irritó a la señora Boynton. ¿Seguimos con su
declaración?
- Paseamos a paso lento - dijo lady Westholme -. Y nos cruzamos con el doctor
Gerard. Se tambaleaba y parecía muy enfermo. Enseguida me di cuenta de que tenía
fiebre.
- Estaba temblando - añadió la señorita Pierce -. De los pies a la cabeza.
- Al momento comprendí que le estaba viniendo un ataque de malaria - dijo lady
Westholme -. Me ofrecí a acompañarle al campamento y a prepararle una toma de
quinina, pero me dijo que había traído con él su propia medicina.
- ¡Pobre hombre! - exclamó la señorita Pierce -. Siempre me afecta mucho cuando
veo a un doctor enfermo. Me parece todo un terrible error.
- Seguimos andando - prosiguió lady Westholme -, y al final nos sentamos en una
roca.
La señorita Pierce murmuró:
- Verdaderamente, estaba rendida después de los excesos de la mañana... la
escalada...
- Yo nunca me canso - dijo lady Westholme con firmeza -. Pero no tenía sentido ir
más lejos. Desde allí teníamos una vista maravillosa de los alrededores.
- ¿Habían perdido de vista el campamento?
- No, estabamos sentadas justo enfrente.
- ¡Tan romántico! - murmuró la señorita Pierce -. Un campamento arrojado en
medio de las salvajes rocas de color rojizo.
Suspiró y meneó la cabeza.
- Ese campamento podría ser organizado mucho mejor de lo que está - dijo lady
Westholme. Las aletas de su nariz de caballo se dilataron -. Tengo que comentárselo a
los Castle. No estoy del todo segura de que hiervan y filtren el agua potable. Y así
debería ser. Pienso decírselo.
Poirot carraspeó y desvió rápidamente la conversación del tema del agua potable.
- ¿Vieron a alguna otra persona del grupo? - preguntó.
- Sí, el señor Boynton y su esposa pasaron frente a nosotras de regreso al
campamento.
- ¿Iban juntos?
- No. El señor Boynton pasó primero. Parecía como si le hubiera dado demasiado el
sol en la cabeza. Andaba como si estuviera un poco atontado.
- La nuca - dijo la señorita Pierce -. Hay que protegerse la nuca. Yo siempre llevo
puesto un pañuelo tupido de seda.
- ¿Qué hizo el señor Lennox Boynton al volver al campamento? - preguntó Poirot.
Por una vez, la señorita Pierce se anticipó a lady Westholme.
- Fue directamente hacia su madre, pero no estuvo mucho rato con ella.
- ¿Cuánto tiempo?
- Un par de minutos, como máximo.
- Yo diría que un minuto justo - intervino lady Westholme -. Luego entró en su
cueva y después bajó a la carpa.
- ¿Y su esposa?
- Pasó aproximadamente un cuarto de hora después. Se detuvo un minuto y estuvo
hablando con nosotras. Es muy cortés.
- A mí me parece muy simpática - dijo la señorita Pierce -. Muy simpática, de
verdad.
- No es tan intratable como el resto de su familia - concedió lady Westholme.
- ¿La vieron volver al campamento?
- Sí. Subió a ver a su suegra. Luego entró en su cueva, sacó una silla y se sentó a
conversar con ella durante un rato, unos diez minutos, diría yo.
- ¿Y luego?
- Luego volvió a meter la silla en la cueva y bajó a la carpa, donde estaba su marido.
- ¿Qué pasó después?
- Pasó ese extraño norteamericano - dijo lady Westholme -. Creo que se llama Cope.
Nos contó que justo al doblar el recodo del valle había unas ruinas, unas estupendas
muestras de arquitectura de la época. Nos aconsejó que no dejáramos de ir a verlas.
Así que fuimos. El señor Cope tenía en su poder un interesante artículo acerca de
Petra y los nabateos.
- Fue todo de lo más interesante - declaró la señorita Pierce.
Lady Westholme prosiguió:
- Hacia las seis menos veinte, volvimos paseando hasta el campamento. Empezaba
a hacer frío.
- ¿La señora Boynton seguía sentada en el mismo lugar?
- Sí.
- ¿Le hablaron?
- No. En realidad casi no me fijé en ella.
- ¿Qué hicieron luego?
- Yo fui a mi tienda, me cambié de zapatos y saqué mi paquete de té chino. Después
fui a la carpa. Encontré allí al guía y le encargué que preparase un té para la señorita
Pierce y para mí con el té que yo llevaba. También le indiqué que se asegurara de que
el agua estuviese hirviendo. Objetó que la cena estaría lista en media hora (los chicos
estaban poniendo la mesa en ese momento), pero yo le dije que daba igual.
- Yo siempre digo que una taza de té lo cambia todo - murmuró vagamente la
señorita Pierce.
- ¿Había alguien más en la carpa?
- ¡Oh, sí! El señor y la señora Lennox Boynton estaban sentados en un extremo,
leyendo. Y Carol Boynton también estaba allí.
- ¿Y el señor Cope?
- Tomó el té con nosotras - explicó la señorita Pierce -, aunque dijo que el té no era
una costumbre americana.
Lady Westholme tosió.
- Yo llegué a temer que el señor Cope se convirtiera en una molestia; que pudiera
pegarse a mí como una lapa. A veces, cuando uno viaja, es difícil mantener a la gente a
una distancia prudencial. Pienso que hay algunas personas que tienen cierta
tendencia a abusar. ¡Los americanos, especialmente, suelen ser bastante pesados!
Poirot murmuró suavemente:
- Estoy seguro, lady Westholme, de que es usted perfectamente capaz de salir airosa
de las situaciones de ese tipo. No me cabe duda de que, cuando las amistades que hace
durante sus viajes ya no les son útiles, es usted partidaria de quitárselas de encima.
- Creo que soy capaz de salir airosa de la mayoría de las situaciones - dijo lady
Westholme con tono complacido.
El centelleo de los ojos de Poirot se perdía en ella.
- ¿Le importaría terminar de contar lo que pasó ese día? - murmuró Poirot.
- Desde luego. Si no recuerdo mal, Raymond Boynton y su pelirroja hermana menor
llegaron poco después. La señorita King fue la última en aparecer. La cena estaba ya
lista para ser servida. El guía envió a uno de los criados para que avisara a la vieja
señora Boynton. El hombre volvió corriendo con uno de sus compañeros. Estaba
bastante agitado y se dirigió al guía hablando en árabe. Oí algo acerca de que la
señora Boynton estaba enferma. La señorita King ofreció sus servicios. Salió con el
guía. Luego volvió y dio la noticia a los Boynton.
- Lo hizo muy bruscamente - añadió la señorita Pierce -. Simplemente lo soltó. Yo,
personalmente, creo que hubiera sido mejor decírselo de una forma más gradual.
- ¿Y cómo tomaron la noticia los hijos de la señora Boynton? - preguntó Poirot.
Por una vez, ni lady Westholme ni la señorita Pierce supieron muy bien qué
replicar. Al final, en un tono carente de su habitual seguridad, la primera dijo:
- Bueno, en realidad, es difícil de decir. Se quedaron muy... muy tranquilos.
- Anonadados - dijo la señorita Pierce.
Fue una sugerencia más que una respuesta.
- Todos salieron con la señorita King - siguió lady Westholme -. La señorita Pierce y
yo, muy prudentemente, permanecimos donde estábamos.
En los ojos de la señorita Pierce se apreciaba, en ese momento, una mirada
ligeramente triste.
- ¡Detesto la curiosidad vulgar! - prosiguió lady Westholme.
La mirada triste se hizo más evidente. ¡Estaba claro que la señorita Pierce se había
visto forzada a odiar también la curiosidad vulgar!
- Cuando el guía y la señorita King regresaron - concluyó lady Westholme -, propuse
que nos sirvieran la cena a los cuatro en seguida, a fin de que luego los Boynton
pudieran cenar solos en la carpa, sin el embarazo de la presencia de unos extraños. Mi
sugerencia fue aceptada y después de cenar me retiré a mi tienda. La señorita King y
la señorita Pierce hicieron lo mismo. Según creo, el señor Cope permaneció en la carpa,
ya que es amigo de la familia y pensó que podría serles de alguna ayuda en aquellos
momentos. Esto es todo cuanto sé, señor Poirot.
- ¿Recuerda si, cuando la señorita King dio a los Boynton la noticia de la muerte de
su madre, todos salieron detrás de ella?
- Sí... No, ahora que lo menciona, me parece que la chica pelirroja se quedó en la
carpa. ¿No lo recuerda usted, señorita Pierce?
- Sí, eso creo... Estoy prácticamente segura de que así fue.
- ¿Y qué hizo? - preguntó Poirot.
Lady Westholme lo miró fijamente.
- ¿Qué hizo? Que yo recuerde, señor Poirot, no hizo absolutamente nada.
- Quiero decir si estaba cosiendo... o leyendo..., si parecía ansiosa... ¿Dijo algo?
- Bueno, la verdad es que... - lady Westholme frunció el ceño -. Por lo que yo
recuerdo, se quedó allí sentada y nada más.
- Se retorcía las manos - intervino repentinamente la señorita Pierce -. Recuerdo
que me fijé en eso. “¡Pobre criatura - pensé - está manifestando lo que siente! “ No es
que su cara mostrara nada, ¿sabe?, eran tan sólo sus manos, retorciéndose y
crispándose. Recuerdo que una vez - continuó la señorita Pierce en tono de charla - yo
misma destrocé un billete de una libra de esa manera, sin pensar lo que estaba
haciendo. Una tía abuela mía se había puesto repentinamente enferma. Y yo pensaba:
“¿Debo coger el primer tren e ir a verla o no debo hacerlo?”. No lograba decidirme por
una cosa o por otra. Creí que era el telegrama lo que tenía entre las manos y, cuando
bajé la vista, me di cuenta de que lo que estaba destrozando era un billete de una libra
¡Un billete de una libra! ¡Hecho pedazos!
La señorita Pierce hizo una dramática pausa.
Desaprobando esta salida de escena de su satélite, lady Westholme preguntó
fríamente:
- ¿Desea algo más, señor Poirot?
El detective estaba en Babia, absorto en sus meditaciones, y dio un respingo.
- No, nada más... nada más. Han sido ustedes muy claras y muy precisas.
- Tengo una excelente memoria - dijo lady Westholme con satisfacción.
- Un último ruego, lady Westholme - dijo Poirot -. Por favor, quédese sentada tal
como está, sin volver la vista. Y ahora, si fuera usted tan amable de describirme lo que
lleva puesto hoy la señorita Pierce..., es decir, si la señorita Pierce no tiene
inconveniente.
- En absoluto, señor Poirot - gorjeó la señorita Pierce.
- ¿Cree usted, señor Poirot, que realmente tiene algún sentido...?
- Por favor, tenga la bondad de hacer lo que le pido, madame.
Lady Westholme se encogió de hombros y luego contestó a regañadientes.
- La señorita Pierce lleva un vestido de algodón a rayas azules y blancas y un
cinturón sudanés de cuero, de color rojo, azul y beige. Las medias son de seda beige y
los zapatos con correa, de color castaño. En la media izquierda tiene una carrera.
Lleva un collar de cornalinas y otro de cuentas de color azul marino y un broche con
una mariposa de nácar. En el dedo corazón de su mano derecha, lleva un anillo de
escarabajo de imitación. El sombrero es de fieltro marrón y rosa.
Hizo una pausa para gozar de su triunfo y preguntó fríamente:
- ¿Algo más, señor Poirot?
Éste extendió las manos en un gesto de asombro.
- Tiene usted toda mi admiración, señora. Es una observadora de primer orden.
- Raras veces se me escapan los detalles.
Lady Westholme se levantó y, después de una leve inclinación de cabeza, abandonó
la estancia. La señorita Pierce se disponía a ir tras ella, mirando tristemente su pierna
izquierda. Poirot dijo:
- ¿Tiene usted un momento, mademoiselle?
- ¿Sí?
La señorita Pierce alzó la vista y en sus ojos había cierta aprehensión.
Poirot se inclinó hacia ella con aire confidencial.
- ¿Ve usted el ramo de flores silvestres que está sobre la mesa?
- Sí - contestó la señorita Pierce mirándolo fijamente.
- ¿Observó que, cuando entraron ustedes, estornudé un par de veces?
- ¿Sí?
- ¿Se dio cuenta de si había estado oliendo esas flores justo antes?
- Bueno, la verdad es que no. No podría decirlo.
- ¿Pero se acuerda de que estornudé?
- ¡Oh, sí! De eso sí me acuerdo.
- En fin, no importa. Me preguntaba tan sólo si estas flores podrían producir la
fiebre del heno. ¡No tiene importancia!
- ¿La fiebre del heno? - exclamó la señorita Pierce - ¡Yo tenía una prima que era
una verdadera mártir de esa dolencia! Siempre decía que si te pulverizabas la nariz
cada día con una solución de ácido bórico...
Con alguna dificultad, Poirot dio carpetazo al tratamiento nasal de la prima y se
deshizo de la señorita Pierce. Cerró la puerta y volvió al centro de la habitación con las
cejas arqueadas.
- Pero yo no estornudé - murmuró -. ¡Hasta ahí podíamos llegar! No, no estornudé.
CAPÍTULO VI
Lennox Boynton entró en la habitación. De haber estado allí, el doctor Gerard se
habría asombrado del cambio que se advertía en aquel hombre. La apatía había
desaparecido. Su comportamiento era el de una persona despierta, aunque estaba algo
nervioso. Sus ojos iban rápidamente de un lado a otro de la habitación.
- Buenos días, señor Boynton - Poirot se puso en pie y, ceremoniosamente, hizo una
leve reverencia. Lennox respondió con cierta cortedad -. Le agradezco que me conceda
esta entrevista.
- Eh... el coronel Carbury consideró conveniente que yo hablase con usted..., me lo
aconsejó. Dijo que eran sólo unas formalidades... - Lennox hablaba con cierta
inseguridad.
- Por favor, siéntese, señor Boynton.
Lennox se sentó en la silla que había dejado libre lady Westholme. Poirot prosiguió
en tono desenfadado.
- La muerte de su madre debe de haber supuesto un duro golpe para usted,
¿verdad?
- Sí, desde luego... Claro que, quizá no. Siempre supimos que el corazón de mi
madre no era fuerte.
- ¿Le pareció prudente, en tales circunstancias, permitirle tomar parte de una
expedición tan agotadora?
Lennox Boynton levantó la cabeza. Con triste dignidad, replicó:
- Mi madre, señor... eh... Poirot, tomaba sus propias decisiones. Si se proponía hacer
una cosa no había manera de oponerse.
Al decir las últimas palabras, aspiró con fuerza. De pronto, su rostro palideció.
- Ya sé - admitió Poirot - que las ancianas suelen ser un poco tozudas.
Irritado, Lennox preguntó:
- ¿A qué viene todo esto? Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué todas estas
formalidades?
- Creo que no se da usted cuenta, señor Boynton, de que, en los casos en los que se
dan muertes súbitas e inexplicables, las formalidades son necesarias.
- ¿Qué quiere decir con eso de muertes “inexplicables”? - dijo Lennox con aspereza.
Poirot se encogió de hombros.
- Siempre hay que tener en cuenta una cuestión: ¿se trata de muerte natural o
puede haber sido un suicidio?
- ¿Suicidio? - Lennox Boynton lo miró fijamente.
Poirot dijo en tono ligero:
- Usted es, por supuesto, la persona que mejor sabrá decirnos si existe esa
posibilidad. Como es lógico, el coronel Carbury no sabe qué hacer. Es él quien tiene
que decidir si hay que ordenar una investigación, una autopsia, y todo lo demás. Como
yo estaba casualmente aquí y tengo mucha experiencia en estos casos, me pidió que
indagara un poco y le aconsejara en este asunto. Por supuesto, el coronel no desea
causarles ninguna molestia, si puede evitarse.
Irritado, Lennox Boynton replicó:
- Pienso telegrafiar a nuestro cónsul en Jerusalén.
- Tiene usted derecho a hacerlo - replicó Poirot con indiferencia.
Hubo una pausa. Después Poirot separó las manos y dijo:
- Si no desea contestar a mis preguntas...
- No, no tengo inconveniente - se apresuró a contestar Lennox -. Lo que ocurre es
que todo esto me parece innecesario.
- Lo comprendo. Lo comprendo perfectamente. Pero, en realidad, todo es muy
sencillo. Simple rutina, como se suele decir. Así pues, señor Boynton, la tarde en que
murió su madre tengo entendido que abandonó usted el campamento y fue a dar un
paseo.
- Sí. Salimos todos, menos mi madre y mi hermana menor.
- ¿Su madre estaba entonces sentada a la entrada de la cueva?
- Sí, justo a la entrada. Se sentaba allí todas las tardes.
- Entiendo. ¿A qué hora salieron?
- Poco después de las tres, me parece.
- ¿Y a qué hora regresaron?
- La verdad es que no lo recuerdo. Quizá las cuatro, o las cinco.
- ¿Unas dos horas después de haberse marchado?
- Sí, creo que sí. Más o menos.
- ¿Se cruzó con alguien en el camino de vuelta?
- ¿Cómo dice?
- Si vio a alguien al volver. Dos señoras sentadas en una roca, por ejemplo.
- No sé... sí, creo que sí.
- ¿Estaba quizá demasiado absorto en sus pensamientos para fijarse en ellas?
- Sí.
- ¿Habló con su madre al volver al campamento?
- Sí.
- ¿No se quejó de nada? ¿No dijo si se sentía enferma?
- No... Parecía estar perfectamente.
- ¿Puede decirme lo que ocurrió exactamente entre usted y ella?
Lennox tardó un minuto en contestar.
- Me dijo que había vuelto muy pronto. Yo contesté que sí - hizo una nueva pausa en
el esfuerzo por concentrarse -. Que hacía calor. Ella me preguntó qué hora era y me
dijo que su reloj de pulsera se había parado. Se lo quité, le di cuerda, lo puse en hora y
se lo coloqué otra vez en la muñeca.
Suavemente, Poirot lo interrumpió para preguntarle:
- ¿Y qué hora era?
- ¿Eh? - dijo Lennox.
- ¿Qué hora era cuando ajustó el reloj de pulsera de su madre?
- ¡Oh, sí! Eran las cinco menos veinticinco.
- Entonces, sí que sabe exactamente a qué hora volvió al campamento - dijo Poirot
gentilmente.
Lennox enrojeció.
- ¡Sí! ¡Qué tonto soy! Discúlpeme, señor Poirot. Creo que tengo la cabeza en otra
parte. Todas estas preocupaciones...
Poirot se apresuró a replicar:
- Lo entiendo... ¡Lo entiendo perfectamente! Todo esto es muy doloroso para usted.
¿Qué pasó después?
- Le pregunté a mi madre si deseaba algo. Un refresco, un té, un café... Contestó que
no. Entonces me dirigí a la carpa. No se veía a ningún criado, pero encontré algo de
agua soda y me la bebí. Estaba sediento. Me senté a leer algunos números atrasados
del Saturday Evening Post y debí de adormilarme.
- ¿Su esposa se reunió con usted en la carpa?
- Sí, llegó poco después.
- ¿Y ya no volvió a ver viva a su madre?
- No.
- Cuando estuvo hablando con ella, ¿dio alguna muestra de inquietud o
pesadumbre?
- No, estaba como siempre.
- ¿No le mencionó ningún problema o incidente con alguno de los criados?
Lennox lo miró fijamente.
- No, no me dijo nada.
- ¿Y eso es todo lo que puede decirme?
- Me temo que sí.
- Gracias, señor Boynton.
Poirot inclinó la cabeza en señal de que la entrevista había terminado. Lennox no
parecía muy deseoso de marcharse. Al llegar a la puerta, se detuvo, vacilante.
- Eh... ¿Es eso todo? ¿No desea nada más?
- Nada. Si fuera tan amable de pedirle a su esposa que viniera.
Lennox salió muy despacio. En el cuaderno de notas que tenía junto a él, Poirot
escribió: “L. B. 4.35”.
CAPÍTULO VII
Poirot miró con interés a la alta y atractiva joven que entró en la habitación. Se
levantó y se inclinó hacia ella educadamente.
- ¿Señora Lennox Boynton? Hércules Poirot, para servirla.
Nadine Boynton se sentó. Sus ojos pensativos estaban fijos en el rostro de Poirot.
- Espero, madame, que no se ofenderá conmigo por molestarla en estos momentos
de dolor.
Sus ojos no se movieron. No respondió enseguida. Siguió con la mirada fija y grave.
Por fin, suspiró y dijo:
- Creo que lo que más me conviene es ser franca con usted, señor Poirot.
- Estoy de acuerdo, madame.
- Se excusa por molestarme en mi dolor. Ese dolor, señor Poirot, no existe y es ocioso
pretender lo contrario. No sentía ningún cariño por mi suegra y, honradamente, no
puedo decir que lamente su muerte.
- Gracias por hablar claro, madame.
Nadine prosiguió:
- Sin embargo, aunque no siento ninguna pena, he de admitir que me domina el
remordimiento.
- ¿Remordimiento? - Poirot arqueó las cejas.
- Sí, porque fui yo la que provocó su muerte. Y me siento muy culpable.
- ¿Qué es lo que está usted diciendo, madame?
- Estoy diciendo que yo fui la causante de la muerte de mi suegra. Creí obrar
honradamente, pero el resultado fue fatal. Se mire como se mire, yo la maté.
Poirot se recostó en su asiento.
- ¿Sería tan amable de aclararme esa afirmación, madame?
Nadine inclinó la cabeza.
- Sí. Eso es lo que deseo hacer. Mi primera intención, lógicamente, fue guardarme
mis asuntos privados, pero me doy cuenta de que ha llegado el momento de decirlo
todo. Estoy segura, señor Poirot, de que más de una vez ha recibido usted confidencias
íntimas.
- Sí, sí.
- Entonces le explicaré en pocas palabras lo que sucedió. Mi vida matrimonial, señor
Poirot, no ha sido especialmente feliz. Mi marido no tiene toda la culpa de ello. La
influencia de su madre sobre él fue muy desgraciada. Pero desde hacía ya algún
tiempo, yo sentía que mi vida se estaba volviendo intolerable.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
- La tarde en que murió mi suegra tomé una decisión. Tengo un amigo, un excelente
amigo. Me había pedido más de una vez que me fuera con él. Aquella tarde acepté su
proposición.
- ¿Decidió abandonar a su marido?
- Sí.
- Prosiga, madame.
Nadine continuó en voz más baja:
- Una vez tomada la decisión, quise... quise ponerla en práctica lo antes posible.
Volví sola al campamento. Mi suegra estaba sentada a la puerta de la cueva. No se
veía a nadie por allí y decidí darle la noticia en ese mismo momento. Cogí una silla, me
senté junto a ella y le conté de buenas a primeras lo que pensaba hacer.
- ¿Se sorprendió?
- Sí, creo que fue un duro golpe para ella. Estaba asombrada y enfadada,
terriblemente enfadada. ¡Se puso verdaderamente furiosa! Al fin, me negué a seguir
discutiendo el asunto. Me levanté y me fui.
La voz de Nadine se quebró.
- No volví a verla con vida.
Poirot asintió lentamente con la cabeza.
- Ya veo - dijo -. ¿Cree que su muerte fue el resultado de aquella conmoción?
- Estoy casi segura. Ya había hecho esfuerzos considerables para llegar hasta aquel
lugar. La noticia que le di y la furia que la dominó hicieron el resto. Me siento todavía
más culpable porque tengo una cierta experiencia en tratar enfermos y, por lo tanto,
yo, más que nadie, tendría que haberme dado cuenta de que algo así podía suceder.
Poirot permaneció callado unos minutos y luego dijo:
- ¿Qué hizo usted exactamente después de dejar a su suegra?
- Volví a meter en mi cueva la silla que había sacado y bajé a la carpa. Mi marido
estaba allí.
Poirot la observó atentamente al tiempo que le preguntaba:
- ¿Le habló de la decisión que había tomado? ¿O ya se lo había dicho antes?
Hubo una pausa muy breve antes de que Nadine respondiera:
- Se lo dije entonces.
- ¿Cómo se lo tomó?
- Le afectó mucho - dijo ella con tono sereno.
- ¿Le pidió que lo reconsiderara?
Nadine negó con la cabeza.
- No... no dijo gran cosa. Desde hacía tiempo ambos sabíamos que algo así podía
ocurrir.
- Espero que me perdone - dijo Poirot -, pero el otro hombre era, por supuesto, el
señor Jefferson Cope, ¿no es cierto?
Nadine inclinó la cabeza.
- Sí.
Se hizo un largo silencio y, por fin, sin ninguna alteración en su voz, Poirot
preguntó:
- ¿Tiene usted una aguja hipodérmica, madame?
- Sí... no.
Poirot arqueó las cejas.
Nadine se explicó:
- Tengo una jeringuilla vieja y la guardo con otras cosas en un botiquín de viaje,
pero ese botiquín se quedó con el resto del equipaje en Jerusalén.
- Comprendo.
Hubo una pausa y luego ella preguntó, con un cierto temblor que delataba su
incomodidad:
- ¿Por qué me ha preguntado eso, señor Poirot?
En vez de contestar aquella pregunta, Poirot formuló otra:
- Si no me equivoco, la señora Boynton tomaba un preparado que contenía digital,
¿verdad?
- Sí.
El detective pensó que en ese momento ella estaba decididamente alerta.
- ¿Era para el corazón?
- Sí.
- El digital es, hasta cierto punto, una droga que se acumula, ¿me equivoco?
- Creo que sí. No sé gran cosa al respecto.
- Si la señora Boynton hubiese tomado una sobredosis de digital...
Ella lo interrumpió con rapidez y decisión.
- No la tomó. Era muy cuidadosa. Y yo también, cuando me encargaba de medirle la
dosis.
- ¿Sería posible que aquel frasco en concreto contuviera una sobredosis? Ya sabe,
por un error del farmacéutico que mezcló el preparado.
- Me parece muy improbable - replicó ella tranquilamente.
- Bueno, en todo caso, el análisis pronto nos lo dirá.
- Desgraciadamente, el frasco se rompió - dijo Nadine.
Poirot la miró con súbito interés.
- ¿De veras? ¿Quién lo rompió?
- No estoy segura. Creo que fue uno de los sirvientes. Al cargar con mi suegra para
meterla en la cueva, una mesa se volcó. Había un gran desorden y la luz era muy
pobre.
Durante un par de minutos, Poirot mantuvo la mirada fija en la joven.
- Eso es muy interesante - dijo.
Nadine Boynton se movió inquieta en su silla.
- ¿Está usted insinuando que mi suegra no murió por ningún impacto emocional,
sino de una sobredosis de digital? - preguntó -. No me parece probable.
Poirot se inclinó hacia delante.
- ¿Y si le digo que el doctor Gerard, el médico francés que les acompañaba, echó de
menos una gran cantidad de un preparado de digitoxín que guardaba en su botiquín?
Nadine palideció. Poirot vio cómo su mano se aferraba fuertemente a la mesa. Bajó
la mirada. Estaba completamente inmóvil. Parecía una Virgen esculpida en piedra.
- Así pues, madame - dijo al fin Poirot -. ¿Qué tiene usted que decir a eso?
Los segundos pasaron lentamente, sin que Nadine contestara a la pregunta.
Después de más de dos minutos de silencio, levantó la cabeza y Poirot se quedó un
poco sorprendido cuando vio la expresión de sus ojos.
- Señor Poirot, yo no maté a mi suegra. ¡Usted lo sabe! Cuando la dejé estaba viva.
Son muchas las personas que pueden atestiguarlo. Así que, siendo inocente de este
crimen, puedo atreverme a hacerle un ruego. ¿Por qué tiene usted que mezclarse en
este asunto? Si yo le juro por mi honor que se ha hecho justicia y sólo justicia,
¿abandonará la investigación? Son muchos los sufrimientos que ha padecido la familia
y que usted ignora. Ahora que por fin hay paz y una posibilidad de alcanzar la
felicidad, ¿tiene usted que destruirlo todo?
Poirot se enderezó. Sus ojos brillaron con una luz verde.
- Seamos claros, madame. ¿Qué es lo que me está pidiendo?
- Le estoy diciendo que mi suegra falleció de muerte natural y le pido que acepte
esta declaración.
- ¡En otras palabras, usted cree que a su suegra la mataron y me pide que tolere ese
asesinato!
- Lo que le estoy pidiendo es que tenga compasión.
- ¡Sí, de alguien que no la tuvo!
- Usted no lo comprende... las cosas no sucedieron así.
- Ya que lo sabe tan bien, tal vez cometió usted misma el crimen.
Nadine negó con la cabeza. No daba muestras de ser culpable.
- No - dijo con toda tranquilidad -. Estaba viva cuando la dejé.
- ¿Y qué ocurrió después? ¿Lo sabe... o lo sospecha?
Apasionadamente, Nadine declaró:
- He oído decir, señor Poirot, que en una ocasión, cuando aquel asunto del Orient
Express, aceptó como buena la versión oficial de los hechos, ¿no es así?
Poirot la miró con curiosidad.
- ¿Quién le ha contado eso?
- ¿Es cierto?
Muy despacio, Poirot contestó:
- Aquel caso era... diferente.
- No, no lo era. El hombre al que mataron era un malvado - su voz se hizo más débil
-. Y ella era...
- ¡El carácter moral de la víctima no tiene nada que ver! - dijo Poirot -. Un ser
humano que se arroga el derecho de juzgar particularmente y le arrebata la vida a otro
ser humano no debe vivir entre las demás personas. ¡Se lo digo yo, Hércules Poirot!
- ¡Es usted muy duro!
- Madame, en ciertas ocasiones soy inflexible. ¡No toleraré el asesinato! Es la última
palabra de Hércules Poirot.
Nadine se levantó. Sus ojos oscuros brillaban con un fuego repentino.
- ¡Entonces, siga adelante! ¡Destroce la vida de unos inocentes! No tengo nada más
que decir.
- En cambio, yo pienso que tiene usted aún muchas cosas que decir, madame.
- No, nada más.
- Ya lo creo que sí. ¿Qué ocurrió después de que dejara a su suegra? ¿Mientras usted
y su marido estaban juntos en la carpa?
Nadine se encogió de hombros.
- ¿Cómo quiere que lo sepa?
- Lo sabe, sin duda. O, al menos, lo sospecha.
Nadine le miró directamente a los ojos.
- Yo no sé nada, señor Poirot.
Y dándose la vuelta, salió de la habitación.
CAPÍTULO VIII
Después de anotar en su libreta: “N. B. 4.40”, Poirot abrió la puerta y llamó al
ordenanza que el coronel Carbury había puesto a su servicio, un hombre inteligente
que hablaba muy bien el inglés. Le pidió que fuera a buscar a la señorita Carol
Boynton.
Poirot examinó atentamente a la joven cuando ésta entró en la habitación. Se fijó en
el cabello castaño, la posición de la cabeza sobre el largo cuello, la nerviosa energía de
sus manos bellamente formadas.
- Siéntese, mademoiselle - dijo.
Ella obedeció. Su rostro carecía de color o de expresión. Poirot empezó con una frase
simpática y convencional, que la joven recibió sin cambiar ni un ápice su actitud.
- Y bien, mademoiselle. ¿Podría decirme cómo pasó la tarde del día en cuestión?
La respuesta fue tan rápida, que Poirot sospechó que la tenía ensayada.
- Después de comer, salimos a dar una vuelta. Yo volví al campamento...
Poirot la interrumpió.
- Un momento. ¿Estuvieron todos juntos hasta entonces?
- No. Estuve casi todo el tiempo con mi hermano Raymond y la señorita King. Luego
me fui a pasear sola.
- Gracias. Me decía que volvió al campamento. ¿Sabe a qué hora,
aproximadamente?
- Creo que eran las cinco y diez.
Poirot anotó: “C. B. 5.10”.
- ¿Y qué pasó entonces?
- Mi madre seguía sentada en el mismo sitio que cuando nos fuimos. Subí a decirle
unas palabras y luego volví a mi tienda.
- ¿Recuerda exactamente lo que hablaron?
- Lo único que dije fue que hacía mucho calor y que iba a acostarme un rato. Mi
madre me contestó que ella se quedaría donde estaba. Eso fue todo.
- ¿Había algo en su aspecto que a usted le pareciese fuera de lo normal?
- No. Al menos eso es...
Se interrumpió vacilante, con la mirada fija en Poirot.
- En mí no hallará usted la respuesta, mademoiselle - dijo tranquilamente el
detective.
- Estaba pensando... Entonces no le di importancia, pero ahora, al recordarlo...
- ¿Sí?
Lentamente, Carol dijo:
- Es verdad. Tenía un color raro. Su cara estaba muy roja, más que de costumbre.
- Quizá había sufrido algún sobresalto o emoción - sugirió Poirot.
Carol lo miró extrañada.
- ¿Un sobresalto?
- Sí, tal vez tuvo algún problema con alguno de los criados árabes.
- ¡Oh! - el rostro de Carol se iluminó -. Sí, podría ser.
- ¿No le dijo si había ocurrido algo por el estilo?
- No, no me dijo nada.
Poirot continuó:
- ¿Y qué hizo usted luego, mademoiselle?
- Fui a mi tienda y me estiré durante una media hora. Después bajé a la carpa. Mi
hermano y su esposa estaban allí, leyendo.
- ¿Y usted qué hizo?
- ¡Oh! Tenía que coser unas cosas y después hojeé una revista.
- De camino a la carpa, ¿se paró a hablar con su madre otra vez?
- No. Bajé directamente. Creo que ni siquiera miré hacia donde ella estaba.
- ¿Y luego?
- Permanecí en la carpa hasta que... hasta que la señorita King nos dijo que estaba
muerta.
- ¿Es eso todo cuanto sabe, mademoiselle?
- Sí.
Poirot se inclinó hacia delante. Su tono era el mismo, ligero y conversacional.
- ¿Y qué sintió, mademoiselle?
- ¿Qué sentí?
- Sí, cuando se enteró de que su madre, perdón, su madrastra (era su madrastra,
¿verdad?) estaba muerta.
Carol miró fijamente al detective.
- No entiendo lo que quiere decir.
- Yo creo que me entiende perfectamente.
Carol bajó los ojos. Con cierta inseguridad, dijo:
- Fue... un golpe muy fuerte.
- ¿De veras?
La sangre afluyó al rostro de la muchacha. Miró desesperada a Poirot. Él pudo ver
el miedo en sus ojos.
- ¿Fue de verdad un golpe tan duro? ¿Teniendo en cuenta una conversación que
mantuvo usted con su hermano Raymond una noche en Jerusalén?
La bala dio en el blanco. Poirot lo comprendió al ver que la chica volvía a ponerse
completamente pálida.
- ¿Sabe usted eso? - susurró.
- Sí, lo sé.
- Pero... ¿cómo?
- Alguien escuchó una parte de su conversación.
- ¡Oh!
Carol Boynton enterró su rostro entre las manos. Sus sollozos hacían temblar la
mesa.
Hércules Poirot aguardó un momento. Después, con toda tranquilidad, dijo:
- Ustedes estaban planeando matar a su madrastra.
- ¡Aquella noche estábamos locos! ¡Locos! - gimoteó Carol.
- Quizá.
- ¡Usted no puede comprender el estado en el que nos encontrábamos! - se incorporó,
apartándose el pelo de la cara -. Puede que suene extraño. En América nada parecía
tan malo, pero al viajar nos dimos cuenta de todo.
- ¿De qué se dieron cuenta? - su voz era otra vez amable.
- ¡De que éramos diferentes de... la otra gente! Estábamos desesperados. Y además
estaba Jinny.
- ¿Jinny?
- Mi hermana. Usted no la ha visto. Se estaba volviendo muy rara. Y mamá lo
empeoraba aún más. No parecía darse cuenta de nada. ¡Ray y yo temíamos que Jinny
se volviera loca! Y sabíamos que Nadine pensaba lo mismo. Eso todavía nos asustó
más, porque Nadine ha sido enfermera y sabe de esas cosas.
- Comprendo.
- ¡Aquella noche en Jerusalén todo parecía a punto de estallar! Ray estaba fuera de
sí. Ni él ni yo podíamos más y nos parecía lógico, de verdad nos parecía lógico, planear
lo que planeamos. Mamá... ¡Mamá estaba loca! No sé cuál es su opinión, señor, pero le
aseguro que en ciertas circunstancias matar a alguien puede parecer una acción
correcta, incluso noble.
Poirot asintió lentamente con la cabeza.
- Sí, eso les ha parecido a muchos, lo sé. La historia es buena prueba de ello.
- Así es como nos sentíamos Ray y yo aquella noche... - golpeó la mesa con la mano -.
Pero no lo hicimos. ¡Claro que no lo hicimos! ¡Al día siguiente, todo nos pareció
absurdo, melodramático, sí, también malvado La verdad... la verdad, señor Poirot, es
que mamá murió de muerte natural, de un ataque al corazón. Ray y yo no tuvimos
nada que ver.
- ¿Me jura, mademoiselle, por la salvación de su alma, que la señora Boynton no
murió como resultado de nada que ustedes hicieran contra ella? - dijo Poirot.
Carol levantó la cabeza. Con voz firme y profunda, dijo:
Juro por la salvación de mi alma que no le hice jamás el menor daño...
Poirot se recostó en su sillón.
- Perfectamente - dijo.
Hubo un silencio. Poirot acariciaba pensativo su enorme bigote. Luego dijo:
- ¿En qué consistía exactamente su plan?
- ¿Qué plan?
- Usted y su hermano debían de tener un plan.
Mentalmente, Poirot contó los segundos que transcurrieron antes de que Carol
respondiera. Uno, dos, tres.
- No teníamos ninguno - dijo al fin Carol -. No llegamos tan lejos.
Hércules Poirot se levantó.
- Eso es todo, mademoiselle. ¿Querría tener la bondad de enviarme a su hermano?
Carol se puso en pie. Durante un minuto permaneció indecisa.
- Señor Poirot, ¿me cree?
- ¿Acaso he dicho lo contrario?
- No, pero...
Se interrumpió.
- ¿Querrá decirle a su hermano que venga? - repitió el detective.
- Sí.
Se dirigió lentamente hacia la puerta. Al llegar a ella, se detuvo y se volvió hacia él.
- ¡Le he dicho la verdad! - declaró apasionadamente -. ¡Se lo juro!
Hércules Poirot no contestó.
Carol Boynton salió lentamente de la habitación.
CAPÍTULO IX
Poirot observó el gran parecido existente entre los dos hermanos en cuanto
Raymond Boynton entró en la habitación.
Su rostro era severo y firme. No parecía nervioso ni asustado. Se dejó caer en una
silla y, mirando duramente a Poirot, preguntó:
- ¿Y bien?
- ¿Ha hablado usted con su hermana? - dijo suavemente Poirot.
Raymond asintió.
- Sí, cuando me dijo que viniera. Comprendo que sus sospechas están justificadas.
¡Si alguien oyó nuestra conversación aquella noche, el hecho de que mi madrastra
muriera tan de repente ha de resultar por fuerza sospechoso! Lo único que puedo
decirle es que aquella conversación fue... la locura de una noche. Los dos estábamos
bajo una tensión nerviosa insoportable. Todo ese fantástico plan para dar muerte a mi
madrastra fue algo así..., ¿cómo podría decirlo?, ...algo así como una válvula de escape.
Hércules Poirot inclinó la cabeza.
- Es posible - dijo.
- A la mañana siguiente, por supuesto, todo nos pareció absurdo. ¡Le juro, señor
Poirot, que no volví a pensar en el asunto!
Poirot no contestó.
Apresuradamente, Raymond continuó:
- Sí, ya sé que eso es fácil de decir. No puedo esperar que crea en mi palabra sin
más. Pero tenga usted en cuenta los hechos. Hablé con mi madre poco antes de las
seis. A esa hora estaba viva y se encontraba bien. Fui a mi tienda, me lavé
cuidadosamente y me reuní con los demás en la carpa. Desde aquel momento, ni Carol
ni yo nos movimos de allí. Todo el mundo pudo vernos. Debe convencerse, señor Poirot,
de que la muerte de mi madre fue natural. Un paro cardíaco. ¡No puede ser otra cosa!
Había muchos criados por allí, yendo y viniendo. Cualquier otra idea es absurda.
- ¿Sabe usted, señor Boynton, que la señorita King opina que cuando ella examinó el
cadáver, a las seis treinta, su madre llevaba muerta al menos una hora y media o
probablemente dos horas? - dijo Poirot.
Raymond lo miró fijamente. Parecía haber perdido el habla.
- ¿Sarah dijo eso? - acertó a replicar.
Poirot hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
- ¿Qué tiene que decir ahora?
- Pero... ¡Eso es imposible!
- Es la declaración de la señorita King. Ahora usted viene y me dice que su madre
estaba viva sólo cuarenta minutos antes de que ella examinara el cadáver.
- ¡Es que lo estaba! - dijo Raymond.
- Tenga cuidado, señor Boynton.
- ¡Sarah tiene que estar equivocada! Debe de haber algo que no tuvo en cuenta. La
refracción del sol en la roca... ¡Algo! Le aseguro, señor Poirot, que mi madre estaba
viva antes de las seis y que yo hablé con ella.
Poirot permaneció impasible.
Raymond se inclinó hacia delante con aire serio.
- Señor Poirot, sé lo que debe de parecerle, pero considérelo desde un punto de vista
más justo. Usted es parcial. Es lógico que lo sea. Vive inmerso en una atmósfera de
crímenes. ¡Cualquier muerte repentina tiene que parecerle un posible asesinato! ¿No
se da cuenta de que no puede confiar en su sentido de la proporción? Todos los días
muere alguien, especialmente personas que tienen el corazón enfermo. Y en esas
muertes no hay nada siniestro.
Poirot suspiró.
- Veo que quiere enseñarme mi oficio.
- No, claro que no. Pero creo que tiene usted ciertos prejuicios, por culpa de aquella
desafortunada conversación. No hay nada en la muerte de mi madre que pueda
levantar sospechas, excepto aquella desgraciada e histérica conversación entre Carol y
yo.
Poirot movió negativamente la cabeza.
- Está usted en un error señor Boynton - dijo -. Hay algo más. Está el veneno que le
robaron al doctor Gerard de su botiquín.
- ¿Veneno? - Ray miró fijamente a Poirot -. ¡Veneno!
Echó hacia atrás su silla. Parecía completamente estupefacto.
- ¿Es eso lo que usted sospecha?
Poirot le concedió unos minutos. Luego, con calma, casi con indiferencia, dijo:
- Su plan era distinto, ¿no?
- Sí - contestó maquinalmente Raymond -. Por eso... Esto lo cambia todo... No
puedo... no puedo pensar con claridad.
- ¿Cuál era su plan?
- ¿Nuestro plan? Era...
Raymond se paró de golpe. Sus ojos se volvieron suspicaces y se puso
repentinamente a la defensiva.
- Creo que no le diré nada más - declaró.
- Como quiera - dijo Poirot.
Observó cómo el joven salía de la habitación.
Atrajo hacia él su cuaderno de notas y, con menuda y pulcra letra, anotó: “R. B.
5.55”
Luego, tomando una gran hoja de papel, empezó a escribir. Finalizada su tarea, se
echó hacia atrás con la cabeza inclinada hacia un lado y releyó lo que había anotado.
Era lo siguiente:
Los Boynton y Jefferson Cope abandonan el campamento 3.05 (ap.)
El doctor Gerard y Sarah King abandonan el campamento 3.15(ap.)
Lady Westholme y la señorita Pierce abandonan el campamento 4.15
El doctor Gerard regresa al campamento 4.20 (ap.)
Lennox Boynton regresa al campamento 4.35
Nadine Boynton regresa al campamento y habla con la señora Boynton 4.40
Nadine Boynton deja a su suegra y se va a la carpa 4.50 (ap.)
Carol Boynton regresa al campamento 5.10
Lady Westholme, la señorita Pierce y el señor Jefferson Cope
regresan al campamento 5.40
Raymond Boynton regresa al campamento 5.50
Sarah King regresa al campamento 6.00
Descubren el cadáver 6.30
CAPÍTULO X
- Muy curioso - murmuró Hércules Poirot.
Dobló la lista, fue hasta la puerta y mandó llamar a Mahmoud. El voluminoso guía
era muy hablador. Las palabras salían de su boca como un río que se desborda.
- Siempre, siempre me echan la culpa. Cuando pasa algo, siempre dicen mi culpa.
Cuando lady Ellen Hunt tuerce su tobillo bajando del Lugar del Sacrificio, mi culpa,
aunque lleva zapatos de tacón y al menos tiene sesenta años, o puede setenta. ¡Mi
vida, una desgracia! ¡Ah! ¡Cuántas humillaciones e injusticias nos hacen judíos..!
Por fin, Poirot consiguió controlar su verborrea y entrar en materia.
- ¿Cinco y media, dice? No, creo ningún sirviente por allí entonces. Usted sabe, la
comida tarde, a las dos. Y después limpiar todo. Después de la comida dormir toda la
tarde. Sí, americanos no toman té. Nosotros, todos a dormir a las tres y media. A las
cinco, yo que soy alma de eficiencia, siempre, siempre, siempre yo miro por comodidad
de damas y caballeros, yo sirvo, salgo porque sé es hora que damas inglesas quieren té.
Pero nadie estaba. Todos a pasear. Para mí, eso muy bien, mejor que de costumbre.
Puedo volver dormir. A seis menos cuarto, empieza problema. Señora inglesa grande,
señora muy grande, vuelve y quiere té, aunque chicos están poniendo la cena. Hace
escándalo, dice agua debe estar hirviendo. ¡Yo sé qué hago! ¡Ah, caballero! ¡Qué vida!
¡Qué vida! Hago lo que puedo... siempre mi culpa, yo...
Poirot preguntó acerca de las quejas.
- Hay otro pequeño asunto. La señora muerta se enfadó con uno de los criados.
¿Sabe usted con cuál y por qué?
Mahmoud elevó sus manos al cielo.
- ¿Podría saber yo? Naturalmente no. Vieja señora no quejó a mí.
- ¿Podría averiguarlo?
- No, caballero. Sería imposible. Ninguno de los chicos admitiría. ¿Vieja señora
enfadada, dice? Entonces chicos no dirían, naturalmente. Abdul dice Mohammed, y
Mohammed dice Aziz y Aziz dice Aissa, y así. Todos son muy estúpidos beduinos, no
entienden nada.
Tomó aire y prosiguió:
- Ahora yo, yo tengo beneficio de educación en misión. Yo recito a usted Keats,
Shelley...
A Poirot le dio un escalofrío. Aunque el inglés no era su lengua materna, sabía
hablarlo suficientemente bien como para que le hicieran daño los oídos al escuchar la
extraña manera de hablar de Mahmoud.
- ¡Soberbio! - dijo a toda prisa -. ¡Soberbio! Pienso recomendarle como guía a todos
mis amigos.
Consiguió escapar de la elocuencia del árabe. Después llevó su lista al coronel
Carbury, a quien encontró en su oficina.
Carbury retorció un poco más su corbata y preguntó:
- ¿Ha conseguido algo?
- ¿Quiere que le cuente una teoría mía? - dijo Poirot.
- Si quiere - dijo el coronel Carbury y suspiró. De una forma u otra, había escuchado
muchas teorías a lo largo de su vida.
- ¡Mi teoría es que la criminología es la ciencia más fácil del mundo! Lo único que
hace falta es dejar hablar al criminal. Más tarde o más temprano te lo dice todo.
- Creo recordar que ya dijo usted algo por el estilo en otra ocasión. ¿Quién le ha
dicho algo?
- Todo el mundo.
Brevemente, Poirot relató las entrevistas que había tenido aquella mañana.
- ¡Hum! - dijo Carbury -. Sí, ha sacado en limpio un par de cosas. ¡Lástima que todas
señalen en distintas direcciones! ¿Tenemos caso o no lo tenemos? ¡Eso es lo que quiero
saber!
- No.
Carbury volvió a suspirar.
- Me lo temía.
- Pero antes de que llegue la noche, tendrá usted la verdad - declaró Poirot.
- Bueno, eso es lo que me prometió - dijo el coronel Carbury -, y la verdad es que
dudaba de que lo lograse. ¿Está seguro?
- Completamente.
- Le envidio la confianza en sí mismo - comentó el otro.
Si había un brillo en sus ojos, Poirot pareció no darse cuenta. Sacó su lista.
- Impecable - señaló el coronel Carbury en tono aprobatorio.
Se inclinó sobre el papel. Después de un minuto o dos, dijo:
- ¿Sabe lo que pienso?
- Me encantaría que me lo dijera.
- Pues que el joven Raymond Boynton no es el culpable.
- ¡Ah! ¿Eso cree?
- Sí. Está claro como el agua lo que pensaba. Teníamos que haberlo considerado
fuera de toda sospecha. Como en las novelas de detectives, es la persona hacia la que
apuntan todos los indicios. ¡Desde el momento en que usted le oyó decir que iba a
cargarse a su madre, teníamos que haber pensado que eso, justamente, significaba que
era inocente!
- ¿Lee usted novelas de detectives?
- A miles - declaró el coronel -. Supongo que usted podría hacer lo que hacen los
detectives de los libros, ¿no? - añadió utilizando el tono de un colegial melancólico -.
Podría hacer una lista con los hechos más significativos, cosas que parecen no querer
decir nada, pero que son importantísimas. Ya sabe a lo que me refiero.
- ¡Ah! - dijo Poirot amablemente -. ¿Le gustan ese tipo de historias detectivescas?
Por supuesto que lo haré, será un placer para mí.
Cogió una hoja de papel y escribió rápida y limpiamente:
DETALLES SIGNIFICATIVOS
1. La señora Boynton tomaba un preparado que contenía digital.
2. El doctor Gerard echó de menos una aguja hipodérmica.
3. A la señora Boynton le causaba un enorme placer impedir que su familia se
divirtiera con otras personas.
4. La tarde en cuestión, la señora Boynton animó a los miembros de su familia para
que se marcharan y la dejaran sola.
5. La señora Boynton practicaba con asiduidad el sadismo psicológico.
6. La distancia entre la carpa y el lugar donde estaba sentada la señora Boynton era
aproximadamente de doscientos metros.
7. Al principio, el señor Lennox Boynton dijo que ignoraba la hora en que había
regresado al campamento, pero más tarde reconoció haber puesto en hora el reloj de
pulsera de su madre.
8. El doctor Gerard y la señorita Ginebra Boynton ocupaban tiendas contiguas.
9. A las seis y media, cuando la cena estuvo lista, un criado recibió la orden de ir a
avisar a la señora Boynton.
El coronel examinó la lista con gran satisfacción.
- ¡Magnífico! - exclamó -. ¡Justo lo que yo quería decir! Una relación de hechos
complejos... y aparentemente irrelevantes. ¡El toque maestro! Por cierto, observo un
par de omisiones notables. Pero supongo que ése es el cebo para los bobos, ¿no es
cierto?
Los ojos de Poirot brillaron, pero no respondió.
- En el punto dos, por ejemplo - dijo el coronel Carbury tentadoramente -. “El doctor
Gerard echó de menos una aguja hipodérmica”. Sí, y también echó de menos una
solución concentrada de digital o algo así.
- Eso último - dijo Poirot- no es tan importante como la ausencia de la jeringuilla.
- ¡Espléndido! - dijo el coronel Carbury con la cara sonriente -. No entiendo nada.
¡Yo habría dicho que el digital era mucho más importante que la jeringuilla! ¿Y qué
pasa con el tema del criado que todavía anda rodando, un sirviente a quien envían
para que la avise de que la cena está lista y la historia esa de que la señora Boynton
amenazó a otro aquella misma tarde con su bastón? ¿No irá a decirme que fue uno de
esos pobres infelices del desierto quien se la cargó? Porque - añadió el coronel Carbury
con severidad - si es así, sería un timo.
Poirot sonrió, pero no dijo nada.
Cuando abandonaba la oficina, murmuró para sí:
- ¡Es increíble! ¡Los ingleses nunca maduran!
CAPÍTULO XI
Sarah King estaba sentada en la cima de una colina y recogía distraídamente flores
silvestres. E1 doctor Gerard estaba también sentado, a poca distancia de ella, sobre un
pequeño muro de piedra.
De repente, la joven dijo con fiereza:
- ¿Por qué empezó usted todo esto? Si no hubiera sido por usted...
- ¿Cree que debería haber guardado silencio? - replicó lentamente el doctor Gerard.
- Sí.
- ¿Sabiendo lo que sabía?
- Usted no sabía nada - dijo Sarah.
El francés suspiró.
- Sí que sabía. Pero admito que uno no puede estar nunca absolutamente seguro de
nada.
- Sí que se puede - dijo Sarah sin comprometerse.
El francés se encogió de hombros.
- ¿Puede usted, tal vez?
Sarah dijo:
- Usted tenía fiebre, una temperatura muy alta. No podía tener la cabeza clara.
Probablemente, la jeringuilla estuvo allí todo el tiempo. Y en lo referente al digitoxín,
puede que cometiera usted un error o quizá alguno de los criados anduvo fisgoneando
en su botiquín.
- ¡No tiene por qué preocuparse! - dijo Gerard cínicamente -. Las pruebas no son
concluyentes. ¡Ya verá como sus amigos, los Boynton, saldrán de ésta!
- ¡No es eso lo que quiero! - dijo Sarah fieramente.
Gerard movió la cabeza.
- ¡Es usted ilógica!
- ¿No era usted - preguntó Sarah- quien hablaba tanto en Jerusalén de la
conveniencia de no entrometerse en los asuntos ajenos? ¡Y ahora, mire!
- No me he entrometido. ¡Me he limitado a contar lo que sé!
- ¡Y yo le digo que usted no sabe nada! ¡Oh, Dios! ¡Ya volvemos a empezar! Es como
estar discutiendo en círculo.
- Perdone, señorita King - dijo Gerard en tono suave.
Sarah replicó en voz baja:
- Ya ve, después de todo, no han conseguido escapar. ¡Ninguno de ellos! ¡Ella
todavía está presente! Incluso desde la tumba es capaz de alcanzarlos y dominarlos.
Había algo terrible en esa mujer. ¡Y sigue siendo tan terrible ahora que está muerta
como antes! Siento... siento que está disfrutando mucho con todo esto.
Sarah se retorció las manos. Luego, en un tono de voz completamente distinto,
luminoso, dijo:
- Ese hombrecillo está subiendo hacia aquí.
El doctor Gerard miró por encima de su hombro.
- ¡Ah! Me parece que viene a buscarnos.
- ¿Es tan idiota como parece? - preguntó Sarah.
- No tiene nada de idiota - replicó gravemente Gerard.
- Eso me temía - dijo Sarah King.
Con sombría expresión observó la escalada de Hércules Poirot.
Por fin los alcanzó, lanzó un fuerte “¡Uf!”, y se enjugó la frente. Después miró con
tristeza hacia el suelo, a su zapatos de piel.
- ¡Vaya por Dios! - dijo -. ¡Este suelo tan pedregoso! Mis pobres zapatos.
- Puede pedirle prestado a lady Westholme su aparato para limpiar zapatos - dijo
Sarah con muy poca amabilidad -. Y su trapo para el polvo. Viaja con un equipo
completo de ama de casa.
- Con eso no haré desaparecer los arañazos, mademoiselle - Poirot movió la cabeza
con pesadumbre.
- Quizá no. ¿Por qué diablos usa zapatos de esa clase en un país como éste?
Poirot ladeó un poco la cabeza.
- Me gusta tener un aspecto soigné - dijo.
- Yo desistiría de ello viajando por el desierto - dijo Sarah.
- Las mujeres no suelen tener su mejor aspecto en el desierto - dijo el doctor Gerard
con aire de ensoñación -. Pero la señorita King, aquí presente, sí. Ella siempre tiene
una apariencia pulida y elegante. En cambio, esa lady Westholme, con sus gruesas
chaquetas y sus tupidas faldas y esos terribles pantalones de montar y sus botas,
¡quelle horreur de femme! ¡Y la pobre señorita Pierce con esos trajes tan sueltos, que
son como hojas descoloridas de repollo, y todas sus cadenas y sus collares de cuentas
que no dejan de tintinear! ¡Incluso la joven señora Boynton, que es una mujer muy
atractiva, no es lo que se llama chic! Su ropa es de lo más aburrido.
Sarah dijo, empezando ya a inquietarse:
- Bueno, supongo que el señor Poirot no ha subido hasta aquí sólo para hablar de
ropa.
- Es verdad - replicó Poirot -. He venido a hacerle una consulta al doctor Gerard. Su
opinión me será muy útil. Y también la de usted, mademoiselle. Es joven y está al día
en lo que se refiere a la psicología moderna. Deseo saber todo cuanto puedan decirme
de la señora Boynton.
- ¿No lo sabe ya de memoria? - preguntó Sarah.
- No. Tengo la sensación, bueno, más que la sensación, la certeza de que el estado
mental de la señora Boynton es muy importante en este asunto. Personas de ese tipo
deben de serle familiares al doctor Gerard.
- Desde mi punto de vista, esa mujer era un objeto interesante de estudio - dijo el
médico.
- Cuénteme.
El doctor Gerard no se hizo de rogar. Expuso su propio interés por la familia
Boynton, su charla con Jefferson Cope y el hecho de que este último malinterpretaba
totalmente la situación.
- Así pues, ese hombre es un sentimental - dijo Poirot.
- Sí, básicamente. Sus ideales están basados, en realidad, en una profunda
tendencia hacia la pereza. Considerar la naturaleza humana sólo desde su mejor parte
y el mundo como un lugar placentero es, sin duda, el camino más fácil en esta vida.
Por lo tanto, Jefferson Cope no tiene ni la menor idea de cómo es la gente en realidad.
- A veces, eso podría ser peligroso - dijo Hércules Poirot.
El doctor Gerard prosiguió:
- Insistía en considerar lo que podríamos llamar “la situación Boynton” como un
caso de cariño excesivo y mal entendido. Del odio subyacente, de la rebeldía, la
esclavitud y las humillaciones que sufrían los hijos, tenía una noción muy vaga.
- Eso es estúpido - declaró Poirot.
- De todas formas - siguió el doctor Gerard -, ni el más idiota de los optimistas
sentimentales puede estar completamente ciego. Creo que en el viaje a Petra los ojos
de Jefferson Cope se abrieron.
Y dio cuenta de la conversación que había tenido con el americano la mañana del
día en que había muerto la señora Boynton.
- Es una historia interesante la de esa criada - dijo Poirot pensativo -. Arroja luz
sobre los métodos de la anciana.
- La verdad es que fue una mañana muy rara - dijo Gerard -. Usted no ha estado en
Petra, señor Poirot. Si va, tiene que subir al Lugar del Sacrificio. Tiene una... ¿cómo lo
diría?... una atmósfera especial.
Describió la escena con detalle y añadió:
- Mademoiselle, aquí presente, se sentó allí como un joven juez y se puso a hablar
del sacrificio de uno para salvar a muchos. ¿Lo recuerda, señorita King?
Sarah se estremeció.
- ¡No hablemos de ese día!
- No, no - dijo Poirot -. Hablemos de otros acontecimientos anteriores a ese día. Me
interesa, doctor Gerard, que me haga un esbozo de la mentalidad de la señora
Boynton. Lo que no acabo de entender es esto: teniendo como tenía a su familia
dominada por completo, ¿por qué planeó este viaje al extranjero, donde corría el
peligro de que los contactos externos debilitaran su autoridad?
El doctor Gerard se inclinó excitado hacia delante.
- Pero, mon vieux. ¡Eso era precisamente lo que ella deseaba! Las ancianas son
iguales en todas partes del mundo. ¡Se aburren! Si su especialidad es ser pacientes, se
hartan de esa paciencia que conocen tan bien. Quieren conocer una paciencia nueva. ¡Y
lo mismo vale para una anciana cuya mayor afición (por increíble que parezca) es
dominar y atormentar a las demás personas! La señora Boynton - por hablar de ella
como de une dompteuse - había ya domado a sus tigres. Quizá hubo cierta excitación
en la época del paso a la adolescencia. El matrimonio de Lennox con Nadine había sido
una aventura. Pero luego, de repente, todo se volvió rancio. Lennox estaba tan hundido
en la melancolía que era prácticamente imposible herirlo o causarle dolor. Raymond y
Carol no daban señales de rebeldía. Ginebra... ¡Ah, la pauvre!, ella, desde el punto de
vista de su madre, era la que menos emociones le proporcionaba. ¡Porque Ginebra
había encontrado una vía de escape! Huía de la realidad hundiéndose en la fantasía.
¡Cuanto más la martirizaba su madre, más fácil le resultaba a ella imaginar que era
una heroína perseguida! Desde el punto de vista de la señora Boynton, todo se había
vuelto mortalmente aburrido. Así que, como Alejandro, decidió conquistar nuevos
mundos. Y por ello planeó el viaje al extranjero. Así tendría que enfrentarse con el
peligro de que sus fieras domadas se rebelasen, tendría oportunidades de hacerles
daño nuevamente. Suena absurdo, ¿verdad?, pero no lo es. Lo que ella quería era
nuevas emociones.
Poirot respiró profundamente.
- Es perfecto. Sí, veo exactamente lo que quiere decir. Así es como fue. Todo encaja.
La maman Boynton eligió vivir peligrosamente y pagó por ello.
Sarah se inclinó hacia delante. Su rostro pálido e inteligente estaba muy serio.
- ¿Quiere decir que llevó a sus animales demasiado lejos y que se volvieron en su
contra... o que uno de ellos lo hizo? - dijo.
Poirot afirmó con la cabeza.
- ¿Cuál de ellos? - dijo con voz entrecortada.