Cita con la

muerte

Agatha Christie

AGATHA CHRISTIE

Cita con la muerte

Círculo de Lectores

GUÍA DEL LECTOR

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales

personajes que intervienen en esta obra

BOYNTON (señora): Ex celadora de una cárcel y viuda de Elmer Boynton, que fue

gobernador de ese mismo centro.

BOYNTON (Raymond): Hijastro de la señora Boynton.

BOYNTON (Carol): Hijastra de la señora Boynton y hermana de Raymond.

BOYNTON (Lennox): Hermano de Raymond y Carol.

BOYNTON (Ginebra): Hija de la señora Boynton y hermanastra de Lennox,

Raymond y Carol.

BOYNTON (Nadine): Esposa de Lennox.

CARBURY (Coronel): Comisario de Amman.

COPE (Jefferson): Antiguo amigo de Nadine Boynton.

GERARD (Theodore): Eminente especialista en enfermedades mentales.

KING (Sarah): Joven doctora en medicina.

MAHMOUD: Guía beduino.

PIERCE (Annabel): Institutriz, turista y compañera de viaje de lady Westholme.

POIROT (Hércules): Famoso detective.

WESTHOLME (Lady): Turista y miembro del Parlamento inglés.

A Richard y Myra Mallock, como recuerdo de su viaje a Petra.

Primera parte

CAPÍTULO PRIMERO

- Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla.

La frase flotó en el aire tranquilo de la noche, por un momento pareció mantenerse

allí y después, dejándose llevar, se perdió en la oscuridad en dirección al mar

Muerto.

Hércules Poirot permaneció inmóvil durante un minuto con la mano en el tirador de

la ventana. Frunciendo el ceño, la cerró con decisión, impidiendo de este modo el paso

a cualquier aire nocturno que pudiese ser nocivo. Hércules Poirot había sido educado

en la convicción de que todo aire procedente del exterior estaba mejor fuera y de que el

aire de la noche era especialmente peligroso para la salud.

Mientras corría pulcramente las cortinas y se dirigía a la cama, sonrió para sí

mismo con indulgencia.

“¿Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla.”

Era curioso que un detective como Poirot escuchara por casualidad estas palabras

en su primera noche en Jerusalén.

- ¡Está claro que, dondequiera que vaya, hay algo que me recuerda el crimen! -

murmuró para sus adentros.

Seguía sonriendo mientras recordaba una historia que había oído una vez acerca de

Anthony Trollope, el novelista. En cierta ocasión, Trollope cruzaba el Atlántico y oyó

por azar la conversación de otros dos pasajeros que discutían acerca de la última

entrega publicada de una de sus novelas.

- Está muy bien - decía uno de los interlocutores, - pero debería acabar de matar a

esa fastidiosa anciana.

Con una amplia sonrisa, el novelista se dirigió a ellos:

- ¡Caballeros, les estoy muy agradecido! ¡Iré a matarla enseguida!

Hércules Poirot se preguntaba a qué habrían obedecido las palabras que acababa de

escuchar. Tal vez se trataba de una colaboración en una pieza teatral o en un libro.

Todavía sonriente, pensó: “Esas palabras podrían ser recordadas algún día y tener

entonces un significado más siniestro”.

En ese momento recordó haber percibido una peculiar y nerviosa intensidad en la

voz, un temblor que hablaba de alguna fuerte tensión emocional. Era la voz de un

hombre... o la de un muchacho...

Al tiempo que apagaba la lámpara de la mesita de noche, Hércules Poirot pensó:

“Podría reconocer esa voz...”.

Acodados en el alféizar de la ventana, con las cabezas muy juntas, Raymond y Carol

Boynton tenían la mirada fija en las azuladas profundidades de la noche.

Nerviosamente, Raymond repitió las palabras que acababa de pronunciar:

- Lo ves, ¿verdad? Hay que matarla.

Carol Boynton se estremeció ligeramente. Con voz profunda y ronca, contestó:

- Es horrible...

- ¡No es más horrible que esto!

- Supongo que no...

Violentamente, Raymond agregó:

- ¡Las cosas no pueden seguir así! ¡No puede ser..! Tenemos que hacer algo... y no

hay otra cosa que podamos hacer...

- Si pudiéramos marcharnos... - dijo Carol, pero su voz delataba su falta de

convicción y ella lo sabía.

- No podemos - la voz de Raymond sonaba vacía y desesperanzada -. Tú sabes que

no podemos, Carol.

La muchacha se estremeció.

- Lo sé, Ray. Lo sé.

De repente, Raymond soltó una breve y amarga carcajada.

- La gente dirá que estábamos locos por no ser capaces de irnos y ya está.

- A lo mejor estamos locos - dijo Carol lentamente.

- Quizá. Sí, quizá lo estemos o, en todo caso, lo estaremos pronto... Supongo que

algunas personas dirían que ya es así. ¡Aquí nos tienes, planeando con toda

tranquilidad y a sangre fría el asesinato de nuestra madre!

- ¡No es nuestra verdadera madre! - replicó Carol con aspereza.

- No lo es, es cierto.

Hubo una pausa y luego Raymond preguntó en un tono indiferente:

- ¿Estás de acuerdo, Carol?

Carol respondió con firmeza:

- Sí, creo que debe morir...

Y entonces estalló de repente:

- ¡Está loca! ¡Estoy segura de que está loca! Si no lo estuviese no podría torturarnos

como lo hace. Durante años hemos estado diciéndonos: “¡Esto no puede seguir así!”. ¡Y

ha seguido así! Nos hemos dicho: “Algún día se morirá”. ¡Pero no se ha muerto! No creo

que muera nunca, a menos que...

Raymond terminó la frase con firmeza:

- A menos que la matemos...

- Sí.

La muchacha apoyó fuertemente las manos sobre el alféizar.

Su hermano prosiguió en un tono frío e indiferente y lo único que delataba la

profunda excitación que sentía era un ligero temblor:

- Te das cuenta de por qué tiene que hacerlo uno de nosotros, ¿verdad? Si contamos

con Lennox, hay que considerar a Nadine. Y no podemos meter a Jinny en esto.

Carol se estremeció.

- ¡Pobre Jinny! ¡Estoy tan asustada!

- Lo sé. Las cosas se ponen cada vez peor, ¿verdad? Por eso hay que hacer algo

rápido, antes de que pierda totalmente la razón.

Carol se enderezó de pronto, echando hacia atrás un mechón de cabellos castaños que caía sobre su frente.

- Ray - dijo -, tú no crees que esté realmente mal lo que hacemos, ¿verdad?

Con el mismo tono desapasionado de antes, Raymond respondió:

- No. Creo que es como matar un perro rabioso. Es algo que hace daño y que debe

ser parado. No tenemos otro medio de detenerla.

Carol murmuró:

- Pero de todas formas nos mandarían a la silla eléctrica... Quiero decir que no

podríamos explicar cómo es ella... Resultaría increíble... ¡En cierto modo, todo está en

nuestras imaginaciones!

- Nadie lo sabrá jamás - dijo Raymond -. Tengo un plan. Lo he pensado todo muy

bien. No correremos ningún peligro.

Carol se volvió bruscamente hacia su hermano.

- Ray, no se por qué, pero eres otro. Algo te ha sucedido... ¿Qué es lo que te ha hecho

idear todo esto?

- ¿Por qué crees que me ha sucedido algo?

Raymond volvió la cabeza y clavó sus ojos en la noche.

- Porque es así... Ray, dime, ¿es aquella chica del tren?

- No, por supuesto que no. ¿Por qué tendría que ser ella? Por favor, Carol, no digas

tonterías. Volvamos a...

- ¿A tu plan? ¿Estás seguro de que es bueno?

- Sí. Creo que sí... Por supuesto debemos esperar a que se presente la ocasión. Y si

sale bien, seremos libres, todos nosotros.

- ¿Libres? - Carol lanzó un leve suspiro y miró hacia las estrellas. De pronto tuvo

una convulsión y rompió a llorar.

- ¡Carol! ¿Qué te pasa?

Ella habló entrecortadamente entre sollozos:

- ¡Es todo tan hermoso! La noche, el azul del cielo, las estrellas... ¡Si pudiésemos ser

tan sólo una parte de todo eso...! ¡Si pudiésemos ser como los demás en vez de ser como

somos, extraños, pervertidos y malos!

- Pero lo seremos, seremos... normales. Cuando ella muera.

- ¿Estás seguro? ¿No es demasiado tarde? ¿No seremos siempre retorcidos y

diferentes?

- No, no, no.

- Me pregunto...

- Carol, si prefieres no...

La muchacha rechazó el abrazo de su hermano.

- No. Estoy contigo. ¡Estoy contigo sin dudarlo! Por los otros, sobre todo por Jinny.

¡Tenemos que salvar a Jinny!

Raymond hizo una breve pausa.

- Entonces, ¿seguiremos adelante? - preguntó.

- Sí.

- Bien. Te diré cuál es mi plan...

Inclinó la cabeza hasta la de su hermana y habló en voz baja.

CAPÍTULO II

La señorita Sarah King, licenciada en medicina, estaba de

pie junto a la mesa de la sala de lectura del Hotel Salomón de Jerusalén,

removiendo distraídamente los periódicos y revistas. Tenía el ceño fruncido y parecía

preocupada.

Un caballero francés, alto y de mediana edad, entró en la sala procedente del

vestíbulo y la observó durante un momento antes de acercarse y colocarse al otro lado

de la mesa. Cuando sus ojos se encontraron, Sarah esbozó una leve sonrisa, indicando

con ello que lo había reconocido. Recordaba que aquel hombre la había ayudado

durante el viaje desde El Cairo y que, al no aparecer ningún mozo en la estación, había

cargado con una de sus maletas.

- ¿Le gusta Jerusalén? - preguntó el doctor Gerard después de que hubieran

intercambiado los correspondientes saludos.

- En algunos sentidos, me parece terrible - dijo Sarah. Y añadió -: la religión es muy

extraña.

El francés parecía divertido.

- Comprendo lo que quiere decir. - Su inglés era casi perfecto. - ¡Todas las sectas

imaginables enzarzadas en luchas y disputas constantes!

- ¡Y también los horribles edificios que han levantado! - dijo Sarah.

- Sí, es cierto.

Sarah suspiró.

- Hoy me han echado de un sitio porque llevaba un vestido sin mangas - dijo

tristemente -. Al Todopoderoso no le gustan mis brazos, a pesar de haberlos creado Él

mismo.

El doctor Gerard se echó a reír. Luego dijo:

- Iba a tomar café. ¿Quiere acompañarme, señorita..?

- Mi nombre es King. Sarah King.

- Y éste es el mío... Con su permiso - dijo sacando una tarjeta.

Sarah la cogió y, al leerla, sus ojos se abrieron con sorpresa y admiración.

- ¿El doctor Theodore Gerard? ¡Estoy encantada de conocerle! He leído todos sus

trabajos, por supuesto. Sus teorías sobre la esquizofrenia son enormemente

interesantes.

- ¿Por supuesto? - Gerard arqueó las cejas inquisitivamente.

Sarah se lo explicó con cierta timidez:

- Es que yo también estoy en camino de ser doctora, ¿sabe? Acabo de licenciarme en

medicina.

- ¡Ah! Ya veo.

El doctor Gerard encargó que les sirvieran el café y se sentaron en un extremo del

comedor. El francés estaba menos interesado por los conocimientos médicos de Sarah

que por los cabellos negros que se le rizaban sobre la frente y por su boca roja y

bellamente formada. Le divertía la evidente admiración con que ella lo miraba.

- ¿Se va a quedar aquí mucho tiempo? - le preguntó siguiendo las reglas

convencionales de toda conversación.

- Unos días solamente. Después quiero ir a Petra.

- ¡Vaya! Yo también estaba pensando en ir allí, si no lleva demasiado tiempo llegar.

Tengo que estar de vuelta en París el día catorce.

- Se necesita aproximadamente una semana, creo. Dos días para ir, dos de estancia

y dos para volver.

- Tengo que ir a la agencia de viajes esta mañana para ver cómo puedo arreglarlo.

Un grupo de personas entró en el comedor y se sentó. Sarah los observó con cierto

interés y bajó la voz.

- ¿Se ha fijado en esos que acaban de entrar? ¿No recuerda haberlos visto la otra

noche en el tren? Salieron de El Cairo al mismo tiempo que nosotros.

El doctor Gerard se ajustó el monóculo y dirigió su mirada al otro lado de la sala.

- ¿Americanos?

Sarah asintió.

- Sí, una familia norteamericana. Pero bastante fuera de lo común, según creo.

- ¿Fuera de lo común? ¿En qué sentido?

- Bueno, fíjese en ellos, sobre todo en la vieja.

El doctor Gerard obedeció. Su aguda y profesional mirada voló rápidamente de un

rostro a otro.

En primer lugar vio a un hombre alto y un tanto desgarbado, que aparentaba unos

treinta años. Tenía una cara agradable, pero sus facciones revelaban debilidad y su

expresión parecía extrañamente apática. Después había dos atractivos jóvenes. EI

chico tenía un perfil casi griego. “También le pasa algo - pensó el doctor Gerard -. Sí,

está con los nervios en tensión.” La chica es sin duda su hermana, pues el parecido

entre ambos es muy grande. También está nerviosa. Hay otra muchacha, más joven,

de cabellos rojos dorados, que forman una especie de halo alrededor de su cabeza. Sus

manos no se están quietas: estiran y desgarran el pañuelo que tiene en su regazo. Y

aún hay otra mujer, joven, tranquila, de cabello negro y palidez cremosa, cuyo apacible

rostro recuerda el de alguna Madonna de Luigi. Nada hay en ella que denote

nerviosismo. Y en el centro del grupo... “¡Cielos! - pensó el doctor Gerard, con ingenua

y francesa repulsión -. ¡Qué mujer más horrible!” Vieja, hinchada, abotargada, sentada

en medio de todos ellos con la inmovilidad de un viejo y desfigurado Buda, era como

una gran araña en el centro de su tela.

- La maman no es precisamente bonita, ¿eh? - dijo dirigiéndose a Sarah, al tiempo

que se encogía de hombros.

- Hay algo bastante siniestro en ella, ¿no cree? - preguntó Sarah.

El doctor Gerard volvió a examinarla. Esta vez su mirada fue profesional, no

estética.

- Hidropesía... Cardíaca - y añadió una frase en su jerga médica.

- Sí. ¡Eso es! - Sarah prescindió de la parte científica -. Pero hay algo extraño en la

actitud de los otros hacia ella, ¿no le parece?

- ¿Sabe usted quiénes son?

- Se llaman Boynton. La madre, un hijo casado, su mujer, otro hijo más joven y dos

hijas menores.

- La famille Boynton recorre el mundo - murmuró el doctor Gerard.

- Sí, pero hay algo muy extraño en la manera que tienen de recorrerlo. Nunca

hablan con nadie. Y ninguno de ellos puede hacer nada sin el consentimiento de la

vieja.

- Es una matriarca - dijo Gerard, pensativo.

- Creo que es una completa tirana - dijo Sarah.

El doctor Gerard se encogió de hombros y comentó que la mujer americana

dominaba la tierra. Era un hecho bien conocido en todo el mundo.

- Sí, pero hay algo más - insistió Sarah -. Los tiene a todos acobardados,

completamente dominados. ¡Es algo indecente!

- Tener demasiado poder es malo para las mujeres - declaró Gerard con repentina

seriedad y meneando la cabeza -. Es difícil para una mujer no abusar de su poder.

Miró de reojo a Sarah. Estaba observando a la familia Boynton, o mejor dicho, a un

miembro en particular de dicha familia. El doctor Gerard esbozó una rápida sonrisa de

gálica comprensión. ¡Ah! ¿Así que era eso? Insinuadoramente, murmuró:

- Ha hablado con ellos, ¿verdad?

- Sí, al menos con uno de ellos.

- ¿Con el hijo más joven?

- Sí, en el tren, viniendo de Kantara. Estaba de pie en el pasillo. Le hablé.

No había timidez en su manera de afrontar la vida. Estaba interesado en la

humanidad y tenía un carácter amistoso aunque impaciente.

- ¿Qué la impulsó a hablarle? - preguntó Gerard.

Sarah se encogió de hombros.

- ¿Por qué no iba a hacerlo? Suelo hablar con la gente que me encuentro cuando

viajo. Me interesan las personas. Lo que hacen, lo que piensan o sienten...

- En otras palabras, los pone usted bajo el microscopio.

- Supongo que se le puede llamar así - admitió la joven.

- ¿Y cuáles han sido sus impresiones en este caso?

- Bueno... - vaciló -. Fue muy extraño. Para empezar, el chico se puso colorado hasta

la raíz del pelo.

- ¿Es eso tan raro? - preguntó Gerard secamente.

Sarah rió.

- ¿Cree que pensó que yo era una desvergonzada y que me estaba insinuando? No, a

mí no me lo parece. Los hombres siempre saben discernir, ¿verdad?

Miró interrogativamente y con toda franqueza al doctor Gerard. Éste asintió con la

cabeza.

- Me dio la impresión - dijo Sarah con lentitud, frunciendo ligeramente el ceño - de

que se sentía... ¿Cómo podría decirlo? Se sentía a la vez excitado y aterrado.

Enormemente excitado y, al mismo tiempo, asustado de un modo absurdo. Eso es raro,

¿no? Siempre me ha parecido que los americanos están muy seguros de sí mismos, más

incluso de lo que sería normal. Un chico americano de, por ejemplo, veinte años sabe

mucho más del mundo y tiene mucho más savoir - faire que un muchacho inglés de la

misma edad. Y ese chico debe de tener más de veinte años.

- Yo diría que tiene veintitrés o veinticuatro.

- ¿Tantos?

- Creo que sí.

- Sí... Quizá tenga razón... Es sólo que parece muy joven...

- No se ha desarrollado mentalmente. En él persiste la infantilidad.

- ¿Entonces tengo razón al pensar que hay algo en él que no es muy normal?

El doctor Gerard se encogió de hombros, sonriendo levemente ante la seriedad de la

joven.

- Mi querida y joven dama, ¿alguno de nosotros es totalmente normal? Sin embargo,

estoy de acuerdo con usted en que probablemente se trata de una neurosis de algún

tipo.

- Seguramente relacionada con esa horrible anciana.

- Parece sentir por ella una gran antipatía - declaró Gerard, mirando curiosamente

a la joven.

- Sí, la siento. Tiene una mirada malévola.

- Eso les ocurre a muchas madres cuando sus hijos se sienten atraídos por

muchachas fascinadoras - murmuró Gerard.

Sarah se encogió de hombros con impaciencia. Los franceses eran todos iguales,

pensó, ¡obsesionados por el sexo! Aunque ella, por supuesto, como psicóloga

concienciada que era, estaba predispuesta a admitir que en la mayoría de los

fenómenos hay una base sexual subyacente. Los pensamientos de Sarah se desviaron

hacia las consideraciones psicológicas usuales.

Salió de sus meditaciones con un sobresalto. Raymond Boynton atravesaba en ese

momento la sala hacia la mesa central. Eligió una revista y volvió sobre sus pasos. Al

pasar junto a Sarah, ésta lo miró y le preguntó:

- ¿Ha estado visitando la ciudad?

Eligió sus palabras al azar, interesada tan sólo por el modo en que serían recibidas.

Raymond casi se detuvo, enrojeció, dio un respingo, como un caballo nervioso, y su

mirada se dirigió aprensivamente al centro de su grupo familiar.

- ¡Oh! Sí, claro... Sí, por supuesto, yo...

Luego, súbitamente, como si hubiera recibido una espoleada, se apresuró a regresar

junto a su familia y ofreció la revista a su madre.

La grotesca figura en forma de Buda alargó una mano gruesa y la cogió. Sus ojos,

observó el doctor Gerard, estaban clavados fijamente en la cara del muchacho. Lanzó

un gruñido y ni siquiera dio las gracias. El doctor notó que luego miraba duramente a

Sarah. Su rostro, imperturbable, no mostraba expresión alguna. Hubiera sido

imposible saber lo que pasaba por la mente de aquella mujer.

Sarah miró su reloj y lanzó una exclamación:

- Es más tarde de lo que pensaba.

Se levantó y dijo:

- Doctor Gerard, muchas gracias por el café. Tengo que escribir unas cartas.

El francés se puso en pie y estrechó su mano.

- Espero que volvamos a vernos - dijo.

- ¡Oh, sí, desde luego! ¿Irá usted a Petra?

- Procuraré ir.

Sarah le dedicó una sonrisa y salió del comedor. Al hacerlo pasó junto a la familia

Boynton.

El doctor Gerard, que los observaba atentamente, vio cómo la mirada de la señora

Boynton se clavaba en su hijo y cómo los ojos del muchacho se encontraban con los de

ella. Cuando Sarah pasó, Raymond Boynton volvió la cabeza, no hacia la joven, sino

hacia el otro lado. Fue un movimiento lento y forzado; parecía como si la vieja señora

Boynton hubiese tirado de una cuerda invisible.

Sarah King se dio cuenta de que él la evitaba y era lo bastante joven y lo bastante

humana para sentirse molesta por ello. ¡Habían mantenido una conversación tan

amistosa en aquel pasillo balanceante del tren! Habían comparado sus notas acerca de

Egipto y se habían reído del ridículo modo de hablar que tenían los vendedores

callejeros. Sarah le había contado una anécdota acerca de un camellero, que la había

abordado diciéndole, en un tono esperanzado y a la vez insolente: “¿Tú, dama inglesa o

americana?”, y al que ella había respondido: “No, china”. ¡Y el placer que había sentido

al comprobar el total aturdimiento de aquel hombre cuando la miraba!

Sarah pensó que el muchacho se había comportado como un encantador y ansioso

colegial. Incluso podría decirse que había habido algo casi patético en su ansiedad. Y

ahora, sin ninguna razón, parecía avergonzado y se portaba como si fuera un grosero.

Era francamente descortés.

- No volveré a preocuparme por él - decidió Sarah indignada.

Porque Sarah, sin ser excesivamente vanidosa, tenía un concepto muy alto de sí

misma. Se sabía muy atractiva para el sexo opuesto y no estaba dispuesta a aceptar

un desprecio.

Quizá se había mostrado demasiado amable con aquel muchacho. Por alguna razón

oscura, había sentido lástima por él.

En cambio, en aquel momento resultaba evidente que no era más que el típico joven

americano descortés, engreído y grosero.

En vez de escribir las cartas de las que había hablado, Sarah King se sentó frente al

tocador, peinó hacia atrás su cabellera y, fijando la vista en aquellos desconcertados

ojos color avellana que le devolvían la mirada desde el espejo, se puso a repasar su

vida.

Acababa de pasar por una difícil crisis emocional. Un mes antes había roto su

compromiso con un joven doctor, cuatro años mayor que ella. Se habían sentido

siempre muy atraídos el uno por el otro, pero sus caracteres eran demasiado parecidos.

Sus peleas y desacuerdos habían sido continuos. Sarah tenía un temperamento

demasiado dominante para aguantar las imposiciones de nadie. Sin embargo, como

muchas mujeres cultivadas, había creído admirar la fuerza y siempre se había dicho a

sí misma que deseaba ser sometida. Cuando encontró a un hombre capaz de imponerle

su dominio, se dio cuenta de que aquello no le gustaba en absoluto. El romper su

compromiso le había causado mucho dolor, pero era lo bastante sensata para darse

cuenta de que la mera atracción mutua no era base suficiente sobre la que levantar la

felicidad de toda una vida. De modo que se había recetado a sí misma unas

interesantes vacaciones en el extranjero, un viaje que le ayudase a olvidar, antes de

empezar otra vez a trabajar en serio.

Los pensamientos de Sarah volvieron del pasado al presente. “Me gustaría hablar

con el doctor Gerard de su trabajo - pensó -. Ha realizado cosas maravillosas. Si al

menos me tomara en serio... Quizá si viene a Petra...”

Luego pensó nuevamente en aquel extraño y rudo norteamericano.

No le cabía duda alguna de que aquel extraño comportamiento se debía a la

presencia de su familia, pero, con todo, sentía cierto desprecio hacia él. ¡Era ridículo

que alguien se portara de aquella forma! ¡Especialmente un hombre!

No obstante...

Una extraña sensación la invadió. En todo aquello había algo raro.

De pronto, dijo en voz alta:

- Ese muchacho necesita que lo salven. ¡Yo me encargaré de ello!

CAPÍTULO III

Después de que Sarah abandonara el comedor, el doctor Gerard permaneció unos

minutos sentado donde estaba. Luego se acercó a la mesa de las revistas, cogió el

último número de Le Matin y fue a sentarse a pocos metros de la familia Boynton. Su

curiosidad se había despertado.

Al principio le había divertido el interés de la joven inglesa por aquella familia

norteamericana y había deducido sagazmente que aquél se hallaba inspirado por otro

interés, más particular, en uno de los miembros de la misma. Pero en aquel momento,

todo lo que aquella familia tenía de poco común aguijoneaba su espíritu imparcial de

científico. Sentía que allí había algo de enorme interés psicológico.

Muy discretamente, camuflado detrás del periódico, se dedicó a estudiarlos. Empezó

por el joven a quien la atractiva inglesa dedicaba tanta atención. Sí, pensó Gerard, sin

duda el tipo que podía atraer a una mujer como ella. Sarah King poseía fuerza,

equilibrio, nervios firmes, frialdad de juicio y una voluntad decidida. El doctor Gerard

juzgaba al joven como un ser muy sensible, perceptivo, tímido y fácil de sugestionar.

Con ojo clínico descubrió que el muchacho se encontraba en aquellos momentos en un

estado de fuerte tensión nerviosa. Era obvio. El doctor Gerard se preguntó por qué.

Estaba desconcertado. ¿Por qué un joven que gozaba de evidente buena salud y que

estaba disfrutando de un viaje por el extranjero habría de encontrarse a punto de

sufrir un ataque de nervios?

El doctor dirigió su atención hacia los otros componentes del grupo. La joven de

cabellos castaños era indudablemente la hermana de Raymond. Tenían las mismas

características físicas. Los dos eran de huesos menudos, bien formados y de aspecto

aristocrático. Sus manos eran igualmente finas, tenían el mismo mentón, limpiamente

perfilado, y la cabeza de ambos permanecía erguida con la misma elegancia sobre un

largo y esbelto cuello. Y también la chica estaba nerviosa... Hacía leves movimientos

compulsivos, sus ojos brillantes se hallaban subrayados por una profunda sombra. Su

voz, al hablar, era demasiado rápida y parecía falta de aliento. Estaba vigilante,

alerta, y se la veía incapaz de relajarse.

- Y también está asustada - decidió Gerard -. ¡Sí, tiene miedo!

Oyó fragmentos de conversación... Una conversación completamente normal.

- ¿Qué os parece si vamos a las Cuadras de Salomón? ¿No será demasiado fatigoso

para mamá? ¿El Muro de las Lamentaciones por la mañana? El Templo, por

supuesto... Lo llaman la Mezquita de Omar... no sé por qué... Porque fue convertido en

una mezquita musulmana, Lennox...

La charla típica de los turistas. No obstante, por alguna razón, Gerard tenía la

extraña convicción de que todos esos fragmentos de diálogo que había captado al azar

eran irreales. Eran una máscara, una tapadera para cubrir algo que se agitaba y

arremolinaba bajo ellos, algo demasiado profundo y vago para convertirlo en

palabras...

De nuevo se escudó detrás de Le Matin y dirigió una cautelosa mirada a los

norteamericanos.

¿Lennox? Era el hermano mayor. Se advertía el mismo parecido familiar, pero

había una diferencia. Lennox no estaba tan tenso. Gerard decidió que tenía un

temperamento menos nervioso. Pero también en él había algo raro. A diferencia de los

otros dos, no manifestaba ningún signo de tensión muscular. Estaba sentado con aire

relajado, laso. Desconcertado, Gerard buscó entre sus recuerdos a los pacientes que

había visto sentados así en las salas de los hospitales y pensó: “Está agotado. Sí,

vencido por el sufrimiento. Esa mirada en sus ojos, la mirada de un perro herido o de

un caballo enfermo... ese aguante bestial y mudo... Es curioso, físicamente no parece

que le pase nada. Y sin embargo no hay duda de que últimamente ha soportado un

gran sufrimiento, sufrimiento mental. Ahora ya no sufre, aguanta en silencio,

esperando el próximo golpe... ¿Qué golpe? ¿Me estoy dejando llevar por la imaginación?

No, ese hombre está esperando algo, está esperando que llegue el final. Así esperan los

enfermos de cáncer, agradeciendo cualquier calmante que atenúe sus dolores...”.

Lennox Boynton se levantó y recogió un ovillo de lana que la vieja había dejado

caer.

- Toma, mamá.

- Gracias.

¿Qué tejía aquella monumental e impasible mujer? Algo grueso y áspero. Gerard

pensó: “Mitones para los habitantes de un asilo”. Y sonrió ante su propia fantasía.

Dirigió su atención hacia el miembro más joven del grupo: la muchacha de cabello

rojo dorado. Debía de tener unos diecinueve años. Su piel tenía la exquisita claridad

que suele acompañar al cabello rojo. Aunque muy delgado, su rostro era bello. Estaba

sentada sonriendo para sí misma... o al espacio. Había algo curioso en aquella sonrisa.

Estaba muy lejos del Hotel Salomón, de Jerusalén. Al doctor Gerard le recordaba

algo... De pronto, se acordó. Era la extraña y ultraterrena sonrisa de las doncellas de

la Acrópolis de Atenas, algo lejano, encantador y un poco inhumano... La magia de su

sonrisa, su exquisita fijeza, le hicieron sentir una punzada.

Y entonces, con cierto sobresalto, Gerard reparó en sus manos. Las tenía bajo la

mesa, ocultas a la vista del grupo que la rodeaba, pero Gerard podía verlas claramente

desde el lugar en el que estaba sentado. Sobre su regazo, destrozaban un pañuelito y lo

convertían en finas tiras.

Esta visión hizo que se estremeciera. La vaga y lejana sonrisa... el cuerpo inmóvil...

y las manos destructoras.

CAPÍTULO IV

Sonó una lenta y asmática tos... Luego la monumental tejedora habló:

- Ginebra, estás cansada. Es mejor que te vayas a la cama.

La joven se sobresaltó; sus dedos interrumpieron su mecánica acción.

- No estoy cansada, mamá.

Gerard apreció la musicalidad de su voz. Tenía esa dulce y cantarina tonalidad que

presta encanto a las más convencionales expresiones.

- Sí lo estás. Yo lo sé. No creo que mañana puedas salir a visitar nada.

- ¡Sí que podré! Estoy perfectamente.

Con voz ronca, casi áspera, su madre replicó:

- No, no lo estás. Estás a punto de ponerte enferma.

- ¡No, no!

La muchacha empezó a temblar violentamente.

Una voz suave y serena intervino.

- Subiré contigo, Jinny.

La joven, de grandes y pensativos ojos grises y cabello oscuro, se puso en pie.

La anciana señora Boynton dijo:

- No. Deja que vaya sola a su habitación.

La muchacha protestó:

- ¡Quiero que Nadine venga conmigo!

- Claro que te acompañaré.

Dio un paso adelante.

- La niña prefiere ir sola, ¿verdad, Jinny? - dijo la vieja.

Hubo una pausa, que duró apenas un momento, y entonces Ginebra Boynton, con

voz súbitamente apagada, dijo:

- Sí, prefiero ir sola. Gracias, Nadine.

Se alejó. Su alta y angular figura se movía con una gracia sorprendente.

El doctor Gerard bajó el periódico y miró a placer a la señora Boynton. Ésta

observaba cómo su hija salía del comedor y en su rostro se percibía una peculiar

sonrisa. Era una vaga caricatura de aquella otra, encantadora y etérea, que un

momento antes había transfigurado el rostro de la muchacha.

Después, la vieja miró a Nadine, que había vuelto a sentarse. Ésta elevó los ojos y

se encontró con los de su suegra. Su rostro permanecía impasible. La mirada de la

vieja estaba cargada de malicia.

“¡Qué absurda tiranía!” - pensó el doctor Gerard.

De pronto, la mirada de la anciana cayó sobre él y le cortó la respiración. Eran unos

ojos pequeños, negros y provocadores, de los cuales emanaba una especie de poder, una

fuerza, una oleada de maldad. EI doctor Gerard sabía algo acerca del poder de la

personalidad. Se daba cuenta de que no estaba frente a una inválida consentida y

tiránica que buscaba satisfacer sus caprichos. Aquella anciana era una fuerza

definida. En su mirada maligna halló cierta semejanza con la de una cobra. La señora

Boynton podía ser vieja, inválida y víctima de la enfermedad; pero no estaba

indefensa. Era una mujer que conocía el significado del poder, que lo había ejercido

durante toda su vida y que jamás había dudado de su propia fuerza. El doctor Gerard

había conocido una vez a una mujer que llevaba a cabo un peligrosísimo y espectacular

número con tigres. Había visto cómo las enormes y escurridizas bestias se arrastraban

hacia sus lugares y realizaban sus degradantes trucos. Los ojos y los gruñidos

acallados de aquellos animales hablaban de odio, un odio fanático y amargo, pero todos

ellos obedecían y se humillaban. Aquélla era una mujer joven, una mujer de una

oscura y arrogante belleza, pero en sus ojos Gerard había visto la misma mirada.

- Une dompteuse* - dijo el doctor Gerard para sus adentros.

Y entonces comprendió lo que la inofensiva charla familiar escondía. Era odio, un

río turbulento de odio.

“¡Mucha gente me consideraría absurdo y fantasioso! - pensó el doctor Gerard -.

¡Estoy frente a una típica familia americana que se divierte en Palestina y me pongo a

construir una historia de magia negra alrededor de ella!”

Miró con mayor interés a la joven a la que llamaban Nadine. Llevaba una alianza

en la mano izquierda. Mientras Gerard la observaba, Nadine lanzó una rápida mirada

al rubio y apático Lennox. Entonces se dio cuenta...

* Domadora. (N. del T.)

Aquellos dos eran marido y mujer, pero la mirada de ella era más la de una madre

que la de una esposa, una mirada protectora y llena de ansiedad. Y se dio cuenta de

algo más: de todos los que formaban aquel grupo, sólo Nadine Boynton era inmune al

hechizo de su suegra. Podía sentir repugnancia por la anciana, pero no le tenía miedo.

El poder no la tocaba.

Era desgraciada, estaba profundamente preocupada por su marido, pero era libre.

El doctor Gerard se dijo:

- Todo esto es muy interesante.

CAPÍTULO V

En medio de estas sombrías meditaciones, un soplo de vulgaridad vino a traer cierto

alivio.

Un hombre entró en el comedor y al ver a los Boynton fue hacia ellos. Era un

norteamericano de mediana edad y aspecto agradable del tipo más convencional.

Vestía con elegancia, iba completamente afeitado y su voz era un tanto lenta y

monótona.

- Les estaba buscando - dijo.

Meticulosamente, cambió apretones de manos con toda la familia.

- ¿Cómo se encuentra usted, señora Boynton? ¿Cansada del viaje?

Casi cortésmente, la vieja replicó:

- No, gracias. Como ya sabe, mi salud nunca es buena.

- Desde luego... Es una lástima... una lástima.

- Pero tampoco me encuentro peor.

Y con una sonrisa de reptil, la mujer agregó:

- Nadine me cuida muy bien, ¿verdad, Nadine?

- Hago lo que puedo - su voz era totalmente inexpresiva.

- Estoy seguro de que lo hace - aseguró calurosamente el recién llegado -. Bien,

Lennox, ¿qué le parece la ciudad del Rey David?

- No sé...

Lennox hablaba apáticamente, sin interés.

- Le ha decepcionado, ¿verdad? A mí al principio me ocurrió lo mismo. Será que

todavía no ha salido usted mucho a pasear.

Carol Boynton explicó:

- No podemos salir mucho a causa de mamá.

Y la señora Boynton corroboró:

- Un par de horas de turismo cada día es todo lo que puedo resistir.

- Creo que es maravilloso que sea capaz de hacer todo lo que hace, señora Boynton -

declaró con entusiasmo el americano.

La señora Boynton soltó una carcajada gutural.

- ¡No es el cuerpo lo que importa, sino la mente...! Sí, la mente...

Su voz se apagó y Gerard notó que Raymond Boynton daba un respingo.

- ¿Ha estado usted en el Muro de las Lamentaciones, señor Cope? - preguntó el

joven.

- Desde luego. Fue uno de los primeros lugares que visité. Espero terminar de ver

todo Jerusalén en un par de días más y ya he encargado a los de la agencia Cook que

me preparen un itinerario para recorrer toda Tierra Santa: Belén, Nazaret, el

Tiberíades, el mar de Galilea. Después visitaré Jerash, donde hay una ruinas romanas

también muy interesantes. Y me encantaría echarle un vistazo a la Ciudad Rosa de

Petra; según creo es un fenómeno natural sumamente notable. Queda un poco fuera de

las rutas normales. Se necesita casi una semana para ir allí y volver y visitarla como

es debido.

- ¡Me gustaría ir! - dijo Carol -. ¡Suena estupendamente!

- De veras creo que vale la pena visitarla - el señor Cope hizo una pausa, dirigió una

vacilante mirada a la señora Boynton y prosiguió con una voz que al francés le pareció

claramente insegura -. Me encantaría que algunos de ustedes me acompañaran.

Naturalmente, comprendo que usted no está en condiciones de hacer ese viaje, señora

Boynton, y que alguien de su familia deseará quedarse a su lado, pero si estuviera

dispuesta a dividir las fuerzas, por así decirlo...

Guardó silencio. Gerard escuchó el entrechocar de las agujas de tejer de la señora

Boynton. La anciana replicó:

- No creo que ninguno de nosotros quiera separarse de los demás. Somos una

familia muy unida - levantó la vista -. ¿Qué decís, niños?

Había un sospechoso tono en su voz. Las respuestas no se hicieron esperar.

- ¡No, mamá!

- ¡De ninguna manera!

- ¡No, por supuesto que no!

Siempre con su peculiar sonrisa en los labios, la señora Boynton dijo:

- ¿Lo ve? No quieren dejarme. ¿Y tú, Nadine? No has dicho nada.

- No, mamá. Gracias. No quiero ir, a menos que Lennox lo desee.

Lentamente, la señora Boynton volvió la cabeza hacia su hijo.

- ¿Qué contestas, Lennox? ¿Por qué no vais tú y Nadine? Ella parece tener deseos de

visitar ese lugar.

Lennox se sobresaltó y levantó la vista.

- No... no - tartamudeó -. Creo que es preferible que permanezcamos juntos.

Afablemente, el señor Cope comentó:

- ¡Sí que son ustedes realmente una familia muy unida!

Pero en su afabilidad había algo que sonaba hueco y forzado.

- Somos muy reservados - dijo la señora Boynton y empezó a enrollar su ovillo -. Por

cierto, Raymond, ¿quién era aquella joven que te habló hace un momento?

Raymond la miró nerviosamente. Enrojeció primero y palideció después.

- No... no sé cómo se llama. Viajaba en el tren... la otra noche.

La señora Boynton empezó lentamente a levantarse de su silla.

- No creo que nos interese relacionarnos con ella - dijo.

Nadine se levantó y ayudó a la anciana a salir de su sillón. Lo hizo con una

profesional destreza que llamó la atención de Gerard.

- Es hora de acostarse - anunció la señora Boynton -. Buenas noches, señor Cope.

- Buenas noches, señora Boynton. Buenas noches, señora Lennox.

Salieron formando una pequeña procesión. A ninguno de los jóvenes pareció

ocurrírsele permanecer en el comedor.

El señor Cope los miró alejarse. La expresión de su rostro era de extrañeza.

Como el doctor Gerard ya sabía por experiencia, los norteamericanos suelen ser

muy sociables. No tienen la suspicacia del viajero británico. Para un hombre del tacto

del doctor Gerard, trabar conocimiento con el señor Cope no presentaba excesivas

dificultades. El americano estaba solo y, como la mayoría de sus compatriotas,

dispuesto a ser amistoso. Su tarjeta de presentación precedió de nuevo al doctor

Gerard.

- ¡Sí, claro, el doctor Gerard! Usted estuvo en los Estados Unidos no hace mucho.

- El pasado otoño. Di unas conferencias en Harvard.

- Desde luego. Es usted uno de los nombres más distinguidos de la profesión médica.

El primero de su país.

- Protesto, caballero. ¡Es usted demasiado amable!

- En absoluto. Es un enorme privilegio para mí el conocerle. Por cierto que en estos

momentos se encuentran en Jerusalén varios personajes distinguidos. Usted, lord

Weildon, sir Gabriel Steinmaum, el financiero. También el veterano arqueólogo inglés,

sir Manders Stone. Y lady Westholme, una mujer de gran relieve en la política inglesa.

¡Y el famoso detective belga Hércules Poirot!

- ¿El pequeño Hércules Poirot? ¿Está aquí?

- Leí en el periódico local que había llegado hacía poco. Parece como si el mundo

entero se hubiese congregado en el Hotel Salomón. Un hotel excelente, y muy bien

decorado.

Era indudable que Jefferson Cope estaba disfrutando. El doctor Gerard era un

hombre que sabía ser simpático cuando le interesaba. Al cabo de un rato, se dirigieron

juntos al bar.

Después de un par de whiskies con soda, Gerard preguntó:

- Dígame, ¿esa gente con la que estaba usted hablando es un ejemplo de la típica

familia americana?

Jefferson Cope sorbía pensativo su bebida.

- Bueno, yo diría que no exactamente - dijo.

- ¿No? Sin embargo, me pareció una familia muy unida.

- ¿Quiere usted decir que todos parecen girar alrededor de la vieja? - murmuró Cope

lentamente. - Es verdad. Es una anciana muy notable, ¿sabe?

- ¿De veras?

El señor Cope no necesitaba que le empujasen demasiado. La leve invitación fue

suficiente.

- Doctor Gerard, no tengo inconveniente en decirle que he pensado bastante en esa

familia últimamente. En realidad he pensado mucho en ellos. Creo que sería un

descanso para mi cerebro hablar con usted de este asunto, si no le aburro.

El doctor Gerard aseguró que no le aburría en absoluto. El señor Jefferson Cope

prosiguió lentamente. Su pulcro y afeitado rostro reflejaba perplejidad.

- Le aseguro que estoy un poco preocupado. La señora Boynton, ¿sabe?, es una vieja

amiga mía. No me refiero a la anciana señora Boynton, sino a la joven, a la señora de

Lennox Boynton.

- ¡Ah sí! Esa joven encantadora de pelo negro.

- Exacto. Ésa es Nadine. Nadine Boynton es una persona encantadora, doctor. La

conocí antes de que se casara. Entonces trabajaba en un hospital, preparándose para

ser enfermera. Pasó unas vacaciones con los Boynton y se casó con Lennox.

- ¿Sí?

El señor Jefferson Cope tomó otro sorbo de whisky con soda y prosiguió:

- Quisiera explicarle algo acerca de la historia familiar de los Boynton.

- Me interesa mucho.

- El último Elmer Boynton, un hombre de gran carisma y muy conocido, se casó dos

veces. Su primera esposa murió cuando Carol y Raymond eran muy pequeños. Me han

dicho que la segunda señora Boynton era muy hermosa aunque no demasiado joven

cuando él se casó con ella. Resulta casi increíble que alguna vez haya sido hermosa,

sobre todo viéndola ahora, pero quien me lo contó lo sabía de muy buena tinta. En

cualquier caso, su marido la admiraba mucho y seguía todos sus consejos. Antes de

morir estuvo varios años inválido y prácticamente fue ella quien dirigió el cotarro. Es

una mujer muy capaz, con gran talento para los negocios. Y muy concienzuda también.

Después de la muerte de Elmer, se entregó por entero al cuidado de los niños. La chica

más joven, Ginebra, es su propia hija. Muy linda, con su pelo rojo dorado, pero algo

delicada de salud. Pues bien, como le decía, la señora Boynton se dedicó por completo a

su familia. Los apartó completamente del mundo exterior. No sé lo que opinará usted,

doctor Gerard, pero no me parece un proceder muy sensato.

- Estoy de acuerdo con usted. Es muy perjudicial para el desarrollo mental.

- Exacto, yo no lo hubiera expresado mejor. La señora Boynton protegió a esos niños

del mundo exterior y nunca les permitió ninguna relación externa. El resultado es que

han crecido... bueno, bastante nerviosos. Son asustadizos... ya me entiende. Incapaces

de trabar amistad con nadie. Eso es malo.

- Sí, muy malo.

- Estoy seguro de que la señora Boynton ha obrado de buena fe y de que todo se

debe a un exceso de cariño por su parte.

- ¿Viven todos en casa? - preguntó el doctor.

- Sí.

- ¿Ninguno de los hijos trabaja?

- No. Elmer Boynton era un hombre rico. Dejó toda su fortuna a la señora Boynton

mientras viviera, pero se sobreentendía que era para el sostén general de la familia.

- Entonces todos dependen económicamente de ella, ¿no es así?

- Así es. Ella ha hecho lo posible para que vivan en casa y no busquen ningún

empleo fuera. Quizá sea lo correcto. Son lo bastante ricos para no necesitar trabajar;

pero yo opino que, para el hombre al menos, el trabajo es un estímulo. Por otra parte,

ninguno de ellos tiene aficiones. No juegan al golf. No pertenecen a ningún club de

campo. No van a bailes ni hacen nada con otros jóvenes de su edad. Viven en una

especie de cuartel lejos de todo lugar habitado, en pleno campo. Le aseguro, doctor, que

todo eso me parece una equivocación.

- Estoy de acuerdo con usted - aseguró Gerard.

- Ninguno de ellos tiene el menor sentido social. El espíritu de comunidad... ¡Eso es

lo que les falta! Puede que sean una familia muy unida, pero están totalmente

encerrados en ellos mismos.

- ¿Ninguno ha intentado independizarse nunca?

- Que yo sepa, no. Simplemente, se dejan llevar.

- ¿Cree que la culpa es de ellos o de la señora Boynton?

Jefferson Cope se movió, inquieto.

- Bueno, en cierto sentido, creo que ella es más o menos responsable. Los ha

educado mal. Sin embargo, cuando un joven llega a la madurez, depende de él el obrar

según sus propios impulsos. Ningún muchacho debería permanecer ligado a las faldas

de su madre. Debería elegir ser independiente.

- Eso podría resultarle imposible - murmuró pensativo el doctor Gerard.

- ¿Imposible por qué?

- Existen medios de impedir el crecimiento de un árbol, señor Cope.

- Todos están muy sanos, doctor Gerard - Cope lo miró fijamente.

- La mente puede estar entorpecida y deformada lo mismo que el cuerpo.

- También son inteligentes - continuó Jefferson Cope -. No, doctor Gerard, créame.

Un hombre tiene el dominio de su destino en sus propias manos. Un hombre que se

respeta a sí mismo se independiza y hace algo con su vida. No se sienta alrededor de

su madre a jugar con sus pulgares. Ninguna mujer debería respetar a un hombre que

hiciera eso.

Gerard miró curiosamente a su compañero.

- Creo que se refiere particularmente al señor Lennox Boynton, ¿no es cierto? -

preguntó.

- Sí, estaba pensando en Lennox. Raymond es sólo un muchacho. Pero Lennox tiene

ya treinta años. Ya va siendo hora de que se muestre capaz de hacer algo.

- ¿Tal vez es una vida difícil para su mujer?

- ¡Claro que es una vida difícil para ella! Nadine es una muchacha excelente. La

admiro mucho más de lo que puedo decir. Nunca se ha quejado ni lo más mínimo. Pero

no es feliz, doctor Gerard. No podría ser más desgraciada.

- Sí, creo que tiene usted razón - asintió Gerard meneando la cabeza.

- ¡No sé lo que piensa usted de esto, doctor Gerard, pero yo creo que el aguante de

una mujer debería tener un límite! Si yo fuera Nadine, se lo dejaría claro a Lennox: o

se pone a trabajar y demuestra de lo que está hecho o, de lo contrario,...

- ¿Cree usted que ella debería abandonarlo?

- Tiene derecho a vivir su propia vida, doctor Gerard. Si Lennox no sabe apreciarla

como se merece, hay otros hombres que sí sabrían.

- ¿Usted, por ejemplo?

El americano enrojeció. Después miró directamente al francés con sencilla dignidad.

- Es verdad - dijo -. No me avergüenzo de mis sentimientos hacia ella. La respeto y

la aprecio profundamente. Todo cuanto deseo es su felicidad. Si fuese feliz con Lennox,

yo desaparecería de escena.

- Pero tal como están las cosas...

- ¡Tal como están las cosas, estoy cerca de ella! ¡Si me quiere, aquí me tiene!

- ¡Es usted el parfait gentil caballero andante! - murmuró Gerard.

- ¿Cómo dice?

- ¡Mi querido amigo, hoy en día la caballería sólo permanece viva en los Estados

Unidos! ¡Usted se siente satisfecho sirviendo a su dama sin esperar recompensa! ¡Es

admirable! ¿Pero qué es exactamente lo que espera usted poder hacer por ella?

- Mi intención es permanecer a su lado por si me necesita.

- ¿Puedo preguntarle cuál es la actitud de la vieja señora Boynton hacia usted?

Lentamente, Jefferson Cope replicó:

- Nunca se puede estar seguro de lo que piensa esa vieja dama. Como ya le he dicho,

no le gusta mantener relaciones con extraños. Pero conmigo se comporta de manera

diferente. Es siempre muy cordial y me trata casi como a uno de la familia.

- ¿De hecho aprueba su amistad con la señora Lennox?

- Sí.

El doctor Gerard se encogió de hombros.

- ¿No le parece un poco raro?

Secamente, Jefferson Cope respondió:

- Le aseguro, doctor Gerard, que no hay nada deshonesto en nuestra amistad. Es

puramente platónica.

- Mi querido amigo, estoy completamente seguro de ello. Le repito, sin embargo, que

es extraño que la señora Boynton apoye esa amistad. Verá, señor Cope, la señora

Boynton me interesa, me interesa muchísimo.

- Sin duda es una mujer notable. Tiene un carácter y una personalidad muy fuertes.

Ya le he dicho que Elmer Boynton hacía mucho caso de sus opiniones.

- Tanto que le pareció bien dejar a sus hijos a merced de ella desde el punto de vista

económico. En mi país, señor Cope, es legalmente imposible hacer una cosa semejante.

El señor Cope se levantó.

- En América - dijo - creemos ciegamente en la libertad absoluta.

El doctor Gerard también se levantó. La observación de Cope no le había causado

ninguna impresión. La había oído en labios de otros muchos ciudadanos de distintas

naciones. La ilusión de que la libertad es la prerrogativa de la raza de cada uno está

bastante extendida.

El doctor Gerard era más sabio. Sabía que no podía considerarse libre a ninguna

raza, país o individuo. Pero también sabía que hay grados muy diferentes de

esclavitud.

Pensativo e interesado, subió a acostarse.

CAPÍTULO VI

Sarah King se encontraba en el recinto del templo de Haramesh - Sherif, de

espaldas a la Cúpula de la Roca. El chapoteo de las fuentes sonaba en sus oídos.

Pequeños grupos de turistas pasaban por allí sin turbar la paz de aquella atmósfera

oriental.

Resultaba extraño, pensó Sarah, que un jebuseo hubiera hecho de aquella cima

rocosa una era y que David la hubiera comprado por seiscientos siclos de oro y la

hubiera convenido en un Lugar Santo. Y ahora se escuchaba allí la cháchara de

visitantes de todas las nacionalidades.

Se volvió para mirar hacia la mezquita que cubría el sepulcro y se preguntó si el

templo de Salomón habría sido siquiera la mitad de hermoso.

Se oyó un ruido de pasos y un pequeño grupo salió del interior de la mezquita. Eran

los Boynton, escoltados por un guía muy locuaz. La señora Boynton caminaba entre

Lennox y Raymond, que la sostenían. Nadine y el señor Cope iban detrás. Carol venía

la última. Mientras se alejaban, ésta se fijó en Sarah. Vaciló. Después, con súbita

decisión, dio media vuelta y atravesó presurosa el patio procurando no hacer ruido.

- Perdone - dijo casi sin aliento -. Quiero... Necesito hablar con usted.

- ¿Sí? - dijo Sarah.

Carol temblaba violentamente. Estaba muy pálida.

- Se trata de... mi hermano. Ayer noche, cuando habló con él, debió usted de pensar

que era muy grosero. Pero no se comportó así intencionadamente... es que... no pudo

evitarlo. Por favor, créame.

Sarah tuvo la impresión de que aquella escena era completamente ridícula. Se

sentía ofendida en su orgullo y en su buen gusto. ¿Por qué una muchacha desconocida

habría de correr, de pronto, a excusarse tontamente con ella por la descortesía de su

hermano?

Una seca réplica vacilaba en sus labios... Pero rápidamente su humor cambió.

En todo aquello había algo que se salía de lo corriente. Aquella chica hablaba

completamente en serio. El sentimiento que había impulsado a Sarah a seguir la

carrera de medicina reaccionó ante la necesidad de la muchacha. Su instinto le dijo

que ocurría algo muy grave.

- Cuénteme lo que pasa - dijo en tono alentador.

- Él le habló en el tren, ¿verdad? - empezó Carol.

Sarah asintió con la cabeza.

- Sí. O, por lo menos, yo le hablé a él.

- Sí, claro. Tuvo que ser de ese modo. Pero, ayer noche, ¿sabe?, Ray estaba

asustado...

Se detuvo.

- ¿Asustado?

El pálido rostro de Carol enrojeció.

- Ya sé que suena absurdo, de locos. Es que mi madre... no está bien y no le gusta

que hagamos amistades con gente de fuera. Pero yo sé que a Ray le gustaría ser amigo

suyo.

Sarah estaba muy interesada por todo aquello. Antes de que pudiera decir nada,

Carol prosiguió:

- Sé que todo lo que estoy diciendo suena muy tonto... pero es que somos una familia

bastante extraña - lanzó una rápida mirada a su alrededor. Era una mirada de temor.

- No puedo entretenerme más. Podrían echarme de menos.

Sarah se decidió a decirle:

- ¿Por qué no ha de quedarse si lo desea? Podemos volver juntas.

- ¡Oh, no! - Carol retrocedió -. No puedo hacer eso.

- ¿Por qué no? - dijo Sarah.

- De verdad, no puedo. Mi madre se...

- Ya sé que a veces a los padres les cuesta mucho darse cuenta de que sus hijos han

crecido - dijo pausadamente Sarah -. Por eso siguen intentando dirigir sus vidas. Sin

embargo, es una lástima que los hijos se dejen vencer. Uno tiene que luchar por sus

derechos.

- Usted no lo entiende... no lo entiende - murmuró Carol. Sus manos se retorcían

nerviosamente.

- A veces, uno cede por temor a las peleas - prosiguió Sarah -. Las peleas familiares

son siempre muy desagradables, pero yo creo que la libertad de acción es algo por lo

que merece la pena luchar.

- ¿Libertad? - Carol la miró fijamente -. Ninguno de nosotros ha sido nunca libre.

Nunca lo seremos.

- ¡Eso es una tontería! - declaró Sarah con sequedad.

Carol se inclinó hacia ella y tocó su brazo.

- Óigame. Quiero que comprenda - dijo -. Antes de casarse, mi madre, bueno, en

realidad es mi madrastra, fue celadora en una cárcel. Mi padre era el gobernador y se

casó con ella. Desde entonces, todo ha seguido igual. Ella ha continuado siendo una

celadora, la nuestra. Por eso nuestra vida es como la de alguien que está en la cárcel.

Carol volvió a mirar a su alrededor.

- Se han dado cuenta de mi ausencia. Tengo que irme.

Sarah la agarró del brazo cuando se marchaba.

- Un momento. Tenemos que vernos otra vez y hablar.

- No puedo. Es imposible.

- ¡Sí que puede! - dijo Sarah autoritariamente -. Vaya a mi habitación después de la

hora de acostarse. Es la trescientos diecinueve. No lo olvide, trescientos diecinueve.

Soltó a la muchacha y Carol corrió a reunirse con su familia.

Sarah se quedó allí parada mirándola fijamente mientras se alejaba. Cuando salió

de sus pensamientos, descubrió al doctor Gerard a su lado.

- Buenos días, señorita King. ¿Así que ha estado usted hablando con la señorita

Carol Boynton?

- Sí, hemos sostenido la más extraordinaria conversación que pueda imaginarse.

Déjeme que le cuente.

Repitió lo esencial de su charla con Carol. Al llegar a cierto punto, Gerard se

sobresaltó.

- ¿Ese viejo hipopótamo era celadora en una cárcel? Podría ser muy significativo.

- ¿Quiere decir que de ahí procede su tiranía? - preguntó Sarah -. ¿La costumbre de

su antigua profesión?

Gerard movió negativamente la cabeza.

- No. Eso es abordar la cuestión desde un ángulo equivocado. Esa mujer no ama la

tiranía por haber sido celadora en una cárcel. Sería mejor decir que se hizo celadora

porque amaba la tiranía. Según mi teoría, fue el secreto deseo de ejercer su poder

sobre otros seres humanos lo que la empujó a adoptar esa profesión.

Con suma gravedad, el doctor continuó:

- Hay cosas muy extrañas enterradas en el subconsciente. Ansia de poder, anhelos

de crueldad, deseos salvajes de destrucción. Todo ello es la herencia del pasado más

ancestral de nuestra raza. Todo está ahí, señorita King, la crueldad, el salvajismo, la

lujuria... En nuestra vida consciente, cerramos la puerta a esas cosas y las negamos,

pero a veces son demasiado fuertes.

Sarah se estremeció.

- Lo sé.

- Hoy en día podemos verlo mirando a nuestro alrededor - continuó Gerard -, en los

credos políticos, en la conducta de las naciones. Asistimos a un retroceso, una reacción

contra el humanitarismo, la piedad, el espíritu de hermandad. Los programas políticos

suenan bien a veces, un régimen sabio, un gobierno benéfico, pero se imponen por la

fuerza, sobre una base de crueldad y temor. ¡Esos apóstoles de la violencia están

abriendo la puerta, están liberando el antiguo salvajismo, el viejo gusto por la crueldad

gratuita! Es enormemente difícil. El hombre es un animal con un equilibrio muy

precario. Tiene una necesidad primordial: sobrevivir. Avanzar con demasiada rapidez

es tan fatal como quedarse atrás. ¡Tiene que sobrevivir! ¡Quizá está obligado a

conservar algo de su antiguo salvajismo, pero definitivamente no debe divinizarlo!

Hizo una pausa. Entonces, Sarah dijo:

- ¿Cree que la vieja señora Boynton es una especie de sádica?

- Estoy casi seguro de ello. Creo que disfruta haciendo daño. Pero no un daño físico,

sino mental. Es un tipo de sadismo mucho más raro y mucho más difícil de tratar. Le

gusta controlar a otros seres humanos y le gusta hacerles sufrir.

- ¡Es detestable! - dijo Sarah.

Gerard contó a Sarah su conversación con Jefferson Cope.

- ¿Y ese hombre no se da cuenta de lo que sucede? - preguntó pensativa.

- ¿Cómo podría? No es un psicólogo.

- Cierto. ¡No posee nuestra desagradable inteligencia!

- Exactamente. Su temperamento es el propio de un americano normal, agradable,

honrado y sentimental. Prefiere creer en el bien y no en el mal. Se da cuenta de que los

Boynton viven en un ambiente equivocado, pero supone que la señora Boynton actúa

guiada por un cariño mal entendido y no por maldad.

- Seguramente, eso la divierte.

- ¡No es difícil imaginar que sí!

- ¿Y por qué no rompen con ella? - preguntó Sarah con impaciencia -. Podrían

hacerlo.

Gerard negó con la cabeza.

- No, en eso se equivoca. No pueden. ¿No ha visto nunca el viejo experimento del

gallo? Se traza una raya en el suelo con tiza y se obliga al gallo a apoyar el pico sobre

ella. El gallo cree que está atado. No puede levantar la cabeza. Lo mismo les pasa a

esos desgraciados. Recuerde que esa mujer los ha manipulado desde que eran niños. Y

su dominio ha sido mental. Los ha hipnotizado y les ha hecho creer que no pueden

desobedecerla. Ya sé que muchos dirían que eso es una estupidez, pero usted y yo

sabemos que no lo es. Les ha hecho creer que es inevitable que dependan de ella

completamente. ¡Hace tanto tiempo que están en la cárcel, que si la puerta estuviese

abierta ni siquiera se darían cuenta! ¡Uno de ellos al menos, ya ni siquiera desea ser

libre! Y todos tendrían miedo de la libertad.

- ¿Qué ocurrirá cuando ella muera? - preguntó Sarah con un gran sentido práctico.

Gerard se encogió de hombros.

- Depende de lo que tarde en ocurrir. Si sucediera ahora... quizá no fuese demasiado

tarde. El chico y la chica todavía son jóvenes, impresionables. Creo que podrían volver

a ser personas normales. Es posible que en el caso de Lennox la cosa haya ido ya

demasiado lejos. Me parece un hombre que ha perdido ya la esperanza, que vive y

aguanta embrutecido como una bestia.

Sarah replicó impaciente:

- ¡Su mujer debería haber hecho algo! ¡Debería haberle sacado de esto!

- Quizá lo probó y fracasó.

- ¿Cree usted que también es víctima del mismo hechizo?

Gerard movió negativamente la cabeza.

- No, no creo que la anciana tenga ningún poder sobre ella, y por ese motivo la odia,

un odio amargo. Fíjese en sus ojos.

Sarah frunció el ceño.

- No acabo de entender a esa joven. ¿Sabe lo que está pasando?

- Creo que seguramente se la ha ocurrido pensarlo.

- ¡A esa mujer habría que asesinarla! - dijo Sarah -. Yo le recetaría arsénico en el té

del desayuno.

Después añadió bruscamente:

- ¿Y qué pasa con la más joven? Me refiero a la del cabello rojo dorado y la

fascinante y vacía sonrisa.

Gerard frunció el ceño.

- No sé. Ahí hay algo raro. Por supuesto, Ginebra Boynton es hija de la vieja, su

propia hija.

- Sí. Eso debería variar las cosas, ¿o no?

Muy despacio, Gerard replicó:

- No creo que cuando la manía por el poder (y el gusto por la crueldad) se han

apoderado de un ser humano, éste pueda dejar al margen a nadie. Ni siquiera a sus

más allegados y queridos.

Permaneció en silencio durante un momento y después añadió:

- ¿Es usted cristiana, mademoiselle?

- No lo sé - respondió Sarah con lentitud -. Solía pensar que no era creyente. Pero

ahora, no estoy segura. Siento que si pudiera barrer todo esto - gesticuló

violentamente -, todos los templos y las sectas y las iglesias que luchan ferozmente las

unas contra las otras, podría tal vez contemplar la serena figura de Cristo cabalgando

sobre un burro hacia Jerusalén... y creer en Él.

En tono grave, el doctor Gerard dijo:

- Yo creo al menos en uno de los principales dogmas de la fe cristiana: conformarse

con un lugar humilde. Soy doctor y sé que la ambición, el deseo de triunfar, de tener

poder, es la causa de la mayor parte de los males que afectan al alma humana. Si el

deseo se realiza, conduce a la arrogancia, a la violencia y a la saciedad; y si no se

realiza a si no se realiza, entonces basta acudir a todos los asilos para enfermos

mentales que existen. ¡Son el mejor testimonio de lo que sucede! Esos lugares están

llenos de seres humanos que no pudieron resistir el saberse mediocres, insignificantes,

inútiles, que inventaron vías para escapar de la realidad y ello hizo que los encerraran

y los apartaran de la vida para siempre.

Abruptamente, Sarah replicó:

- Es una lástima que la vieja Boynton no esté en un manicomio.

Gerard negó con la cabeza.

- No, su lugar no está entre los fracasados. Es mucho peor que eso. Ella ha

triunfado. ¿No se da cuenta? Ha cumplido su sueño.

Sarah se estremeció y gritó apasionadamente:

- ¡Estas cosas no deberían pasar!

CAPÍTULO VII

Sarah estuvo preguntándose todo el día si Carol Boynton acudiría aquella noche a

su cita.

Sospechaba que no. Temía que Carol reaccionase negativamente después de las

confidencias que le había hecho por la mañana.

Sin embargo, se preparó para recibirla. Se vistió con una bata de satén azul, sacó su

lamparilla de alcohol y puso agua a hervir.

Pasada la una de la madrugada, cuando estaba ya a punto de desistir de esperarla y

de irse a la cama, alguien llamó a la puerta. La abrió y se retiró rápidamente para

dejar entrar a Carol.

- Temía que se hubiera acostado - dijo la muchacha sin aliento.

- ¡Oh, no! La estaba esperando - en su actitud, Sarah mostraba una calculada

naturalidad -. ¿Quiere tomar un poco de té? Es auténtico Lapsang Souchong.

Fue a buscar una taza. Carol estaba muy nerviosa e insegura, pero después de

tomar el té y una galleta se calmó un poco.

- Es gracioso - dijo Sarah sonriendo.

Carol la miró un poco estupefacta.

- Sí - dijo sin gran convencimiento -. Supongo que lo es.

- Como las fiestas de medianoche que solíamos celebrar en el colegio - continuó

Sarah -. Supongo que usted no debe de haber ido al colegio.

Carol negó con la cabeza.

- No. Nunca hemos salido de casa. Teníamos una institutriz. Varias institutrices.

Nunca se quedaban demasiado tiempo.

- ¿No salieron nunca para nada?

- No. Siempre hemos vivido en el mismo sitio. Este viaje es el primero que he hecho

en mi vida.

Como sin darle importancia, Sarah aventuró:

- Debe de haber sido una aventura muy interesante para ustedes.

- ¡Oh, sí! Ha sido todo como un sueño.

- ¿Qué fue lo que decidió a su madrastra a venir al extranjero?

La sola mención del nombre de la señora Boynton alteró a Carol. Sarah dijo

rápidamente:

- Estoy a punto de empezar a ejercer como médico, ¿sabe? Acabo de licenciarme. Su

madre, o mejor dicho su madrastra, me interesa mucho, desde el punto de vista clínico.

Yo diría que es un caso patológico.

Carol la miró fijamente. Aquél era sin duda un punto de vista desconcertante para

ella. Sarah había hablado como lo hizo con una intención deliberada. Se daba cuenta

de que para su familia la señora Boynton aparecía como una especie de ídolo obsceno y

poderoso. La finalidad de Sarah era desposeerla de su aspecto más terrorífico.

- Sí - dijo -. Se trata de una especie de enfermedad, de delirio de grandeza que se

apodera de algunas personas. Se vuelven autócratas e insisten en que todo se haga tal

como ellas dicen. El trato con este tipo de enfermos es muy difícil.

Carol dejó la taza sobre la mesa.

- ¡Estoy tan contenta de poder hablar con usted! - exclamó -. Realmente, creo que

Ray y yo nos hemos vuelto un poco raros. Nos hemos resentido mucho de todas estas

cosas...

- Hablar con un extraño es siempre bueno - dijo Sarah -. Dentro del círculo familiar

se tiene tendencia a exagerar.

Después, como quien no quiere la cosa, preguntó:

- Si no son ustedes felices, ¿cómo no han pensado nunca en marcharse de casa?

Carol pareció sobresaltarse.

- No. ¿Cómo íbamos a pensarlo? Quiero decir que... mamá nunca nos lo permitiría.

- Pero ella no podría impedírselo - dijo Sarah suavemente -. Son ustedes mayores de

edad.

- Yo tengo veintitrés años.

- Exactamente...

- Pero, aun así, no sabría cómo... Quiero decir que no sabría adónde ir ni qué hacer.

Parecía aturdida.

- No tenemos dinero, ¿sabe?

- ¿No tienen amigos a quienes recurrir?

- ¿Amigos? - Carol movió negativamente la cabeza -. No, no conocemos a nadie.

- ¿Ninguno de ustedes ha pensado nunca en abandonar la casa?

- No, no lo creo. No podríamos.

Sarah cambió de tema. El desconcierto de la muchacha le parecía muy penoso.

- ¿Quiere usted a su madrastra? - preguntó.

Carol negó lentamente con la cabeza.

- La odio - susurró -. Lo mismo que Ray... A menudo hemos... hemos deseado que

muriera.

Sarah volvió a cambiar de tema.

- Hábleme de su hermano mayor.

- ¿Lennox? No sé qué le ocurre. Ahora ya apenas habla. Va por el mundo como si

estuviese dormido. Nadine está muy preocupada por él.

- ¿Aprecia a su cuñada?

- Sí. Nadine es distinta. Siempre es buena. Pero es muy desgraciada.

- ¿A causa de su hermano?

- Sí.

- ¿Hace mucho tiempo que están casados?

- Cuatro años.

- ¿Y siempre han vivido en la casa?

- Sí.

- ¿Le gusta eso a su cuñada?

- No.

Hubo una pausa. Luego Carol explicó:

- Hace cuatro años hubo un gran lío. Como ya le he dicho, en casa ninguno de

nosotros sale para nada. Paseamos por los jardines, pero eso es todo. Sin embargo,

Lennox salía de noche. Iba a bailar a un sitio llamado Fountain Springs. Al enterarse

mamá se enfureció terriblemente. Fue horroroso. Entonces pidió a Nadine que viniese

y se quedase con nosotros. Nadine era prima lejana de papá. Era muy pobre y

estudiaba para enfermera. Estuvo con nosotros un mes. ¡No puede imaginarse lo

mucho que nos alegraba tener a alguien de fuera en casa! Ella y Lennox se

enamoraron y mamá dijo que era mejor que se casaran en seguida y siguiesen viviendo

con la familia.

- ¿Y Nadine estuvo de acuerdo?

Carol vaciló.

- No creo que le entusiasmara la idea, pero en realidad no le importaba demasiado.

Más tarde quiso marcharse, con Lennox, por supuesto...

- Pero no se fueron - dijo Sarah.

- No. Mamá no quiso ni oír hablar de ello.

Carol hizo una pausa y luego prosiguió:

- No creo que a mamá le siga gustando Nadine. Nadine es... rara. Nunca se sabe lo

que está pensando. Trata de ayudar a Jinny y a mamá eso le desagrada.

- ¿Jinny es su hermana menor?

- Sí. Su verdadero nombre es Ginebra.

- ¿También ella es... desgraciada?

Carol movió dubitativamente la cabeza.

- Últimamente Jinny se ha portado de una forma muy rara. Siempre ha estado un

poco delicada de salud y mamá la está fastidiando continuamente; eso empeora las

cosas. Y ya le digo, Jinny ha estado muy rara estos últimos tiempos. A veces... me

asusta. No siempre sabe lo que hace.

- ¿La ha visitado algún médico?

- No. Nadine lo propuso pero mamá no lo permitió... y Jinny se puso histérica

chillando que no quería ver a ningún doctor. Estoy muy preocupada por ella.

De pronto Carol se puso en pie.

- No quiero entretenerla más. Ha sido usted muy amable dejándome que le hablase

de todo esto. Debe de considerarnos una familia muy extraña.

- Oh, en realidad, todo el mundo es extraño - replicó Sarah suavemente -. Vuelva

otra noche. Y si quiere, traiga a su hermano.

- ¿Me lo permite?

- Sí. Hablaremos y urdiremos algún plan secreto. Me gustaría que conocieran

ustedes a un amigo mío, el doctor Gerard, un francés muy agradable.

La sangre afluyó a las mejillas de Carol.

- ¡Es fantástico! - exclamó -. ¡Ojalá no se entere mamá de esto!

- ¿Por qué habría de enterarse? - dijo Sarah y en seguida añadió : ¿Qué le parece

mañana por la noche a la misma hora?

- ¡Oh, sí! Seguramente pasado mañana nos marcharemos.

- Entonces queda fijada la cita para mañana. Buenas noches.

- Buenas noches y muchas gracias.

Carol salió de la habitación de Sarah y se deslizó silenciosamente por el pasillo. Su

dormitorio estaba situado en el piso superior. Cuando llegó, abrió la puerta y se quedó

petrificada en el umbral. La señora Boynton estaba sentada en un sillón junto a la

chimenea vestida con una bata roja.

Un grito leve se escapó de la garganta de Carol Boynton.

- ¡Oh!

Dos ojos negros taladraron los suyos.

- ¿Dónde has estado, Carol?

- Yo...

- ¿Dónde has estado?

Era una voz ronca y apagada, cargada de aquel tono amenazador que siempre hacía

latir el corazón de Carol con un terror fuera de toda razón.

- He ido... a ver a la señorita King... Sarah King.

- ¿La joven que habló con Raymond anoche?

- Sí, madre.

- ¿Tienes intención de volver a verla?

Carol movió los labios sin que de ellos brotara ni una sola palabra. Al fin asintió con

la cabeza. Era el pánico... verdadero pánico.

- ¿Cuándo?

- Mañana por la noche.

- No irás. ¿Lo comprendes?

- Sí, madre.

- ¿Lo prometes?

- Sí, sí...

La señora Boynton se incorporó trabajosamente. Maquinalmente, Carol se acercó a

ella para ayudarla. La anciana cruzó despacio la habitación, apoyándose en el bastón.

Al llegar a la puerta se detuvo y se volvió hacia la aterrorizada muchacha.

- A partir de ahora, ya no tienes nada que ver con la señorita King, ¿entendido?

- Sí, madre.

- Repítelo.

- Ya no tengo nada que ver con la señorita King.

- Bien.

La señora Boynton salió de la habitación y cerró la puerta tras ella.

Con cierta dificultad, Carol atravesó la habitación. Se sentía muy enferma. Todo su

cuerpo parecía como de madera, irreal. Se desplomó sobre la cama y lloró

convulsivamente.

Era como si un hermoso paisaje se hubiese abierto ante ella, un paisaje de sol,

árboles y flores...

Y de nuevo los negros muros se habían cerrado a su alrededor.

CAPÍTULO VIII

- ¿Puedo hablar con usted un momento?

Nadine Boynton se volvió muy sorprendida y miró fijamente a la desconocida joven

de rostro bronceado.

- Desde luego...

Pero mientras lo decía lanzó, casi inconscientemente, una rápida e inquieta mirada

por encima de su hombro.

- Me llamo Sarah King - continuó la desconocida.

- ¡Ah!

- Señora Boynton, voy a decirle algo que le parecerá muy extraño. La otra noche

estuve un buen rato hablando con su cuñada.

Una ligera sombra pareció alterar la serenidad del rostro de Nadine Boynton.

- ¿Habló usted con Ginebra?

- No, con Ginebra no. Con Carol.

La sombra desapareció.

- ¡Oh... Carol!

Nadine Boynton pareció complacida, pero extrañada.

- ¿Cómo lo consiguió?

- Vino a mi habitación - dijo Sarah -. Era bastante tarde.

Percibió claramente cómo las finas cejas de Nadine se arqueaban sobre su frente

blanca.

- Estoy segura de que todo esto le parece muy raro - dijo Sarah con cierto embarazo.

- No - replicó Nadine Boynton -. Me alegra mucho. Mucho, de verdad. Es bueno que

Carol tenga una amiga con quien hablar.

- Hicimos muy buenas migas - Sarah procuró elegir cuidadosamente las palabras -.

De hecho habíamos quedado en vernos otra vez a la noche siguiente.

- ¿De veras?

- Pero Carol no acudió.

- ¿No?

La voz de Nadine era fría y reflexiva. Su rostro, suave y sereno, no permitía a Sarah

descubrir nada.

- No. Ayer me crucé con ella en el vestíbulo. Le hablé, pero no me contestó. Me miró,

pero se fue a toda prisa.

- Comprendo.

Hubo una pausa. A Sarah le resultaba difícil seguir hablando. Nadine Boynton

agregó:

- Lo siento mucho. Carol es una chica bastante... nerviosa.

Otra pausa. Sarah hizo acopio de valor.

- Verá, señora Boynton, estoy a punto de empezar a ejercer como médico. Creo que

sería bueno para su cuñada no encerrarse lejos de la gente.

Nadine Boynton miró a Sarah con aire pensativo.

- Ya veo - dijo -. Usted es médico. Eso cambia las cosas.

- ¿Comprende lo que quiero decir? - la apremió Sarah.

Nadine inclinó la cabeza. Continuaba pensativa.

- Tiene usted razón, desde luego - dijo al cabo de un par de minutos -. Pero existen

algunas dificultades. Mi suegra está muy enferma y siente lo que podríamos llamar

una repugnancia casi morbosa hacia todos los extraños que intentan introducirse en el

círculo familiar.

- ¡Pero Carol ya es una mujer! - protestó Sarah.

Nadine Boynton negó con la cabeza.

- ¡Oh, no! - dijo -. En cuerpo, sí; pero no mentalmente. Si ha hablado con ella, lo

habrá observado. En un caso de apuro, se comportaría siempre como una niña

asustada.

- ¿Cree que es eso lo que pasó? ¿Que se sintió asustada?

- Sospecho, señorita King, que mi suegra insistió en que Carol no volviera a hablar

con usted.

- ¿Y Carol accedió?

- ¿La cree realmente capaz de hacer otra cosa? - dijo serenamente Nadine Boynton.

Las dos mujeres se miraron. Sarah tuvo la impresión de que tras la máscara de las

palabras convencionales se comprendían muy bien la una a la otra. Nadine se daba

cuenta de la situación, pero no estaba dispuesta a discutirla con ella.

Sarah se sintió desanimada. La noche anterior había creído que la mitad de la

batalla estaba ganada. A través de aquellos encuentros secretos pensaba imbuir en

Carol el espíritu de la rebelión. Sí, y también en Raymond. Aunque honradamente,

¿acaso no había sido en Raymond en quien había pensado desde el principio? Y ahora,

en el primer asalto del combate, había sido ignominiosamente derrotada por aquella

masa de carne con ojos diabólicos. Carol había capitulado sin luchar.

- ¡Todo es un gran error! - gritó Sarah.

Nadine no respondió. Algo en su silencio produjo en Sarah una gran aprensión,

como si una mano fría se le hubiese posado sobre el corazón. “Esta mujer conoce lo

irremediable de todo esto mucho mejor que yo - pensó -. Ha vivido con ello.”

Las puertas del ascensor se abrieron. La anciana señora Boynton salió. Se apoyaba

en un bastón y Raymond la sujetaba por el otro lado.

Sarah dio un leve respingo. Observó que la mirada de la vieja iba de ella a Nadine y

otra vez a ella. Estaba preparada para encontrar aversión en aquellos ojos, incluso

odio. Pero no lo estaba para lo que vio, una alegría triunfal y maliciosa. Sarah dio

media vuelta y se alejó. Nadine avanzó y se reunió con su suegra y su cuñado.

- Así que estabas aquí, Nadine - dijo la señora Boynton -. Me sentaré a descansar un

rato antes de salir.

La acomodaron en un sillón de respaldo alto. Nadine se sentó a su lado.

- ¿Con quién hablabas, Nadine?

- Con la señorita King.

- ¡Ah, sí! La chica que habló con Raymond la otra noche. ¿Por qué no vas a hablar

con ella ahora, Ray? Está allí, en la mesa escritorio.

Al mirar a Raymond, la boca de la anciana se ensanchó en una sonrisa maliciosa. El

joven enrojeció. Volvió la cabeza y murmuró algo ininteligible.

- ¿Qué dices, hijo?

- No quiero hablar con ella.

- Claro que no. Eso pensaba. No hablarás con ella. ¡No podrías por mucho que lo

desearas!

Tosió repentina y ruidosamente.

- Me estoy divirtiendo mucho en este viaje, Nadine - dijo -. No me lo habría perdido

por nada del mundo.

- ¿No? - la voz de Nadine era totalmente inexpresiva.

- Ray.

- ¿Sí, madre?

- Tráeme una hoja de papel para escribir... de aquella mesa de la esquina.

Raymond se alejó, obedientemente. Nadine levantó la cabeza. No miraba al chico,

sino a la vieja. La señora Boynton se inclinaba hacia delante, con las aletas de la nariz

dilatadas como si estuviera experimentando un gran placer. Ray pasó junto a Sarah.

Ésta levantó la vista, con una repentina esperanza escrita en su rostro. Pero la ilusión

murió cuando el joven se apresuró a coger una hoja de papel de la casilla y, sin

detenerse, volvió sobre sus pasos atravesando la habitación.

Cuando llegó junto a las dos mujeres tenía la frente perlada de sudor y estaba

pálido como un muerto.

Muy suavemente, observando con atención la cara del joven, la señora Boynton

murmuró:

- ¡Ah!

Luego vio que los ojos de Nadine estaban fijos en ella. Algo en aquella mirada hizo

que la suya brillara con una súbita furia.

- ¿Dónde está esta mañana el señor Cope? - le preguntó.

Nadine bajó nuevamente los ojos. Respondió con su suave e inexpresiva voz:

- No lo sé. No lo he visto.

- Me gusta ese hombre - dijo la anciana -. Me gusta mucho. Deberíamos verle a

menudo. Eso te agradaría, ¿no?

- Sí - replicó Nadine -. También a mí me es muy simpático.

- ¿Qué le pasa a Lennox últimamente? Está muy aburrido y apagado. ¿Algún

problema entre vosotros?

- No. ¿Por qué tendría que haber algún problema?

- No sé. Los matrimonios no siempre se llevan bien. ¿Quizá seríais más felices

viviendo en vuestra propia casa?

Nadine no respondió.

- Bueno, ¿qué te parece la idea? ¿No te atrae?

Sonriendo y moviendo negativamente la cabeza, Nadine replicó:

- No creo que a usted le gustara, madre.

La señora Boynton parpadeó. Aguda y venenosamente dijo:

- Siempre has estado en mi contra, Nadine.

En el mismo tono, la joven replicó:

- Lamento que piense eso.

La mano de la anciana se cerró sobre el bastón. Su rostro pareció volverse de color

púrpura. Cambiando el tono, dijo:

- He olvidado mis gotas. ¿Quieres hacer el favor de ir a buscarlas?

- Claro.

Nadine se levantó y cruzó el salón hacia el ascensor. La señora Boynton la siguió

con la mirada. Raymond languidecía sentado en una silla; sus ojos reflejaban un gran

abatimiento.

Nadine subió y recorrió el pasillo. Entró en la antesala de su suite. Lennox estaba

sentado junto a la ventana. Tenía un libro en las manos, pero no leía. Cuando Nadine

entró, el joven se levantó.

- Hola, Nadine.

- He venido a buscar las gotas de mamá. Se las olvidó.

Entró en el dormitorio de su suegra. Tomó una botella que estaba en un estante del

lavabo y cuidadosamente vertió en un vasito la dosis adecuada. Después acabó de

llenarlo con agua. Al cruzar de nuevo la salita de estar, se detuvo.

- Lennox.

Pasaron unos instantes antes de que su marido respondiera. Parecía como si el

mensaje tuviera que recorrer una larga distancia.

- Perdona... ¿Qué dices? - dijo al fin.

Nadine Boynton dejó cuidadosamente el vaso sobre la mesa. Después se acercó a su

marido y permaneció de pie junto a él.

- Lennox, mira qué sol hace fuera, mira la vida. Es hermosa. Deberíamos estar ahí

disfrutando de ella, en vez de estar aquí mirando por la ventana.

Hubo una nueva pausa.

- Lo siento - murmuró al fin Lennox -. ¿Quieres salir?

- ¡Sí! - replicó vivamente su mujer -. Quiero salir, contigo. Salir al sol y a la vida... y

vivir, los dos juntos.

Lennox se hundió en su sillón. Tenía la mirada inquieta de un animal acosado.

- Nadine, cariño... ¿tenemos que volver a empezar otra vez con eso?

- Sí, tenemos que hacerlo. Vámonos de aquí y vivamos nuestra propia vida en

cualquier otra parte.

- ¿Cómo vamos a hacerlo? No tenemos dinero.

- Podemos ganarlo.

- ¿Cómo? ¿Qué podríamos hacer? No tengo ninguna preparación. Miles de hombres,

hombres cualificados y más preparados que yo, están sin trabajo. No lo

conseguiríamos.

- Yo ganaría para mantenernos a los dos.

- Pero nenita, si ni siquiera has acabado tus estudios. No hay esperanza... Es

imposible.

- No, donde no hay esperanza es en la vida que llevamos ahora.

- No sabes lo que estás diciendo. Mamá se porta bien con nosotros. Nos da todos los

lujos.

- Excepto la libertad. Lennox, haz un esfuerzo. Ven conmigo ahora... hoy mismo...

- ¡Estás loca, Nadine!

- No, estoy completamente cuerda. Quiero tener mi propia vida, contigo, a la luz del

sol, no aquí ahogados, a la sombra de una vieja tirana que se complace en hacernos

desgraciados.

- Quizá mamá sea un poco autocrática...

- ¡Tu madre está loca! ¡Completamente desquiciada!

Débilmente, Lennox replicó:

- No es verdad. Tiene un gran talento para los negocios.

- Quizá.

- Y tienes que darte cuenta, Nadine, de que no vivirá para siempre. Se está

haciendo vieja y su salud es muy mala. A su muerte, la fortuna de mi padre se

repartirá a partes iguales entre todos. ¿Recuerdas que ella misma nos leyó el

testamento?

- Cuando muera - murmuró Nadine -. Tal vez sea demasiado tarde.

- ¿Demasiado tarde? ¿Para qué?

- Para la felicidad.

Lennox murmuró:

- Demasiado tarde para la felicidad.

Se estremeció de pronto. Nadine se acercó a él y apoyó la mano en su hombro.

- Lennox, yo te amo. Es una batalla entre tu madre y yo. ¿Vas a ponerte de su parte

o de la mía?

- De la tuya... de la tuya.

- Entonces, haz lo que te pido.

- ¡Es imposible!

- No, no es imposible. Piensa, Lennox, que podríamos tener hijos...

- Mamá quiere que los tengamos. Nos lo ha dicho muchas veces.

- Ya lo sé. Pero yo no traeré hijos al mundo para que vivan en la oscuridad en la que

habéis crecido vosotros. Tu madre podrá tener influencia sobre vosotros, pero no tiene

ningún poder sobre mí.

Lennox murmuró:

- A veces la haces enfadar, Nadine. Eso no es muy prudente.

- ¡Se enfada porque se da cuenta de que no puede influir en mi mente ni dictar mis

pensamientos!

- Ya sé que eres siempre cortés y amable con ella. Eres maravillosa, demasiado

buena para mí. Siempre lo has sido. Cuando dijiste que te casarías conmigo, fue como

un sueño increíble.

- Cometí un error casándome contigo - dijo Nadine serenamente.

- Sí..., lo cometiste - musitó Lennox desesperanzado.

- No me entiendes. Lo que quiero decir es que si entonces me hubiera marchado y te

hubiese pedido que me siguieras, lo habrías hecho. Estoy casi segura... No fui lo

bastante lista para comprender a tu madre y lo que pretendía.

Calló un momento y luego prosiguió.

- ¿Te niegas a marcharte conmigo? Bien, no te puedo obligar. ¡Pero yo soy libre de

irme! Y creo... creo que me iré.

Lennox levantó la vista hacia ella y la miró fijamente con incredulidad. Por primera

vez, su réplica fue rápida, como si la lenta corriente de sus pensamientos se hubiera

visto por fin acelerada.

- Pero... pero - tartamudeó -. No puedes hacer eso. Mamá... mamá no querría ni oír

hablar de ello.

- No podría detenerme.

- No tienes dinero.

- Puedo ganarlo, mendigarlo, robarlo o pedirlo prestado. ¡Entiéndeme, Lennox! ¡Tu

madre no tiene poder sobre mí! Puedo irme o quedarme a mi voluntad. Estoy

empezando a pensar que ya he aguantado esta vida demasiado tiempo.

- Nadine, no me dejes... no me dejes...