—Pardon, madame —dijo enjugándose los ojos—. No puedo aguantarme. ¡Hemos estado discutiendo y razonando! ¡Hemos hecho preguntas! Invocamos la psicología... y, mientras tanto, había un testigo ocular del crimen. Cuénteme, se lo ruego.
—Fue bastante avanzada la velada. Las cartas de Anne Meredith las jugaba su compañero y ella se levantó para ver el juego de él. Luego dio una vuelta por el salón. La mano no era muy interesante, pues se veía claro su final. Justamente cuando íbamos a hacer las últimas tres bazas, levanté la vista y miré hacia la chimenea. Anne Meredith estaba inclinada sobre el señor Shaitana. Seguí mirando; ella se incorporó... su mano había estado sobre el pecho de él... un gesto que despertó mi sorpresa. Ella se enderezó como he dicho; le vi la cara y la rápida mirada que dirigió hacia nosotros. Culpabilidad y miedo, eso fue lo que vi en su rostro. Entonces, como es natural, yo no sabía lo que había ocurrido. Me preguntaba solamente qué es lo que podía estar haciendo la chica. Después... lo supe.
Poirot asintió.
—Pero ella no sabía que estaba usted enterada de aquello. ¿Se dio cuenta de que la vio?
—Pobre niña —dijo la señora Lorrimer—. Joven asustada... teniendo que abrirse camino en el mundo... ¿Se extraña de que yo... me callara?
—No, no me extraña.
—Especialmente, sabiendo que yo... que yo misma... —terminó la frase con un estremecimiento— no podía, de ningún modo, convertirme en acusadora. Eso quedaba para la policía.
—Completamente de acuerdo... pero hoy ha ido usted mucho más lejos que eso.
La señora Lorrimer replicó agriamente:
—Nunca fui una mujer compasiva ni de corazón blando, pero supongo que esas cualidades crecen en una a medida que se hace vieja. Le aseguro que no he obrado muchas veces movida por la piedad.
—No resulta siempre conveniente esa forma de actuar, madame. La señorita Anne es joven, frágil y parece tímida y asustada... Sí; aparentemente es digna de compasión. Pero yo no estoy de acuerdo con ello. ¿Quiere que le diga por qué la señorita Anne Meredith mató al señor Shaitana? Porque él sabía que la muchacha mató previamente a una anciana que la empleó como señorita de compañía... Y la asesinó porque su señora la encontró cometiendo un pequeño robo.
—¿Es verdad eso, monsieur Poirot?
—No tengo ninguna duda. Se diría que es muy suave y muy dulce. ¡Bah! La pequeña Anne es peligrosa, madame. Cuando su propia seguridad o su comodidad se ven en peligro, es capaz de golpear con fuerza... a traición. Estos dos crímenes no hubieran sido el final para la señorita Anne. Hubieran acrecentado su confianza.
La mujer comentó vivamente:
—Lo que dice usted es horrible, monsieur Poirot. ¡Horrible!
El detective se levantó.
—Me marcho, madame. Reflexione sobre lo que le he dicho.
La señora Lorrimer parecía estar un poco desconcertada. Queriendo volver a sus anteriores maneras, dijo:
—Caso de que me convenga, monsieur Poirot, negaré todo lo que acabamos de hablar. Recuerde que no hemos tenido testigos. Lo que le he contado acerca de lo que vi aquella noche es... absolutamente privado entre los dos.
Poirot contestó con gravedad:
—No se hará nada sin su consentimiento, madame. Y no se preocupe; yo tengo métodos especiales. Ahora sé lo que debo hacer...
Tomó la mano de la mujer y se la llevó a los labios.
—Permítame que le diga, madame, que es usted una mujer extraordinaria. Reciba mi homenaje y mis respetos. Sí; es usted una mujer como hay pocas. Ha hecho incluso lo que novecientas noventa y nueve mujeres de cada mil, no hubieran podido evitar.
—¿Y qué es ello?
—Dejar de contarme por qué mató a su marido... y qué causas, en realidad, justificaron tal proceder.
La señora Lorrimer se levantó a su vez.
—Monsieur Poirot —dijo con rigidez—. Esas razones son de mi absoluta incumbencia.
—Magnifique! —exclamó Poirot, y, después de besarle otra vez la mano, salió de la habitación.
Hacía frío en la calle y miró en todas direcciones buscando un taxi; pero no vio ninguno.
Se encaminó hacia King's Road.
A medida que avanzada, su imaginación trabajaba a toda presión. De vez en cuando hacía gestos afirmativos con la cabeza y una de las veces la sacudió negativamente.
Miró hacia atrás. Alguien subía los peldaños que conducían a la puerta de la señora Lorrimer. Por su figura parecía Anne Meredith. Titubeó durante unos momentos, preguntándose si debía volver o no, pero al final reanudó su paseo.
Al llegar a casa se encontró con que Battle se había ido sin dejar ningún mensaje para él.
Telefoneó al superintendente.
—¡Hola! —llegó hasta él la voz de Battle—. ¿Ha conseguido algo?
—Je crois bien. Mon ami, debemos ir tras la Meredith... y con rapidez.
—Ya voy tras ella... pero, ¿por qué tanta prisa?
—Porque puede ser peligrosa, amigo mío.
Battle calló durante unos instantes.
—Ya sé a qué se refiere —dijo al fin— Pero no hay... Bueno; no debemos dejarlo al azar. Le acabo de escribir Una noticia oficial en la que le anuncio mi visita para mañana. Pensé que lo mejor sería tenerla un poco indecisa sobre nuestros propósitos.
—No está mal. ¿Podré acompañarle?
—Naturalmente. Me veré muy honrado por su compañía, monsieur Poirot.
El detective colgó el teléfono. Le embargaba una gran preocupación que se reflejaba en su rostro.
Se sentó un rato frente al fuego, con el ceño fruncido, hasta que, por fin, desechando sus dudas y temores, se acostó.
—Veremos qué pasa mañana —murmuró.
Pero no tenía idea de lo que traería la luz del nuevo día.