Capítulo XXVIIISUICIDIO

La llamada llegó por teléfono en el momento en que Poirot tomaba su desayuno, compuesto de café y bollos.

Cogió el receptor y oyó la voz de Battle.

—¿Monsieur Poirot?

—Sí, soy yo. Qu'est ce qu'il y a?

La sola inflexión de la voz del superintendente le dijo que algo había ocurrido. Los recelos de la noche anterior volvieron a soliviantarle.

—De prisa, amigo mío, dígame.

—La señora Lorrimer.

—Lorrimer... ¿sí?

—¿Qué diablos le dijo usted... o qué le contó ella ayer? No me indicó usted nada; antes al contrario, me dejó pensar que la Meredith era la que debíamos vigilar.

Poirot preguntó sin inmutarse:

—¡Qué ha pasado?

—Suicidio.

—¿La señora Lorrimer se ha suicidado?

—Eso es. Parece ser que estuvo muy deprimida y que últimamente no parecía la misma. Su médico le ordenó que tomara cierto soporífero. Ayer por la noche se administró la última dosis.

Poirot aspiró profundamente el aire.

—¿Está seguro de que no fue... un accidente?

—Por completo. Todo estaba bien preparado. Escribió a los tres.

—¿Qué otros tres?

—A Despard, a Roberts y a la señorita Meredith. Lo expuso todo clara y lisamente, sin andarse por las ramas. Escribió diciéndoles que estaba dispuesta a terminar con aquella situación que... fue ella quien mató a Shaitana... y que les presentaba sus excusas... ¡sus excusas!... por las molestias que habían sufrido por su causa. Una carta con su carácter. Hasta el final conservó su sangre fría.

Durante unos momentos Poirot no contestó.

Aquélla era, pues, la última palabra de la señora Lorrimer. Al final había tomado la determinación de proteger a Anne Meredith. Una muerte rápida y sin dolor en lugar de la que esperaba tras un prolongado sufrimiento. Y una última acción altruista... la salvación de la muchacha por la que sentía una secreta simpatía. Todo lo había planeado y llevado a la práctica con eficacia despiadada... un suicidio anunciado cuidadosamente a los tres interesados. ¡Qué mujer! Su admiración por ella creció de punto. Lo ocurrido encaja a la perfección con la manera de ser de la señora Lorrimer... su determinación manifiesta; su insistencia en llevar a la práctica lo que se había propuesto.

Poirot pensó que la había convencido... pero evidentemente ella había preferido seguir su propia opinión. Era una mujer de voluntad férrea.

La voz de Battle le sacó de sus meditaciones.

—¿Qué diablos le dijo usted ayer? Debió ponerla sobre aviso y éste ha sido el resultado. Y no obstante, dio usted a entender que la consecuencia de su entrevista había sido confirmar las sospechas sobre la Meredith.

Poirot no contestó. Se daba cuenta de que, una vez muerta, la señora Lorrimer le obligaba más a su voluntad que si hubiera estado viva.

Por fin dijo lentamente:

—Estaba equivocado.

Eran unas palabras desacostumbradas en la boca del detective, quien detestaba el decirlas.

—Se equivocó, ¿eh? —dijo Battle—. Por lo visto, la mujer debió creer que iba usted por ella. No ha estado muy acertado... al dejar que se nos escapara de las manos de tal forma.

—No hubiera podido probar nada contra ella.

—No... supongo que no... Tal vez haya sido mejor. Usted... ejem... no tenía la intención de que pasara esto, ¿verdad, monsieur Poirot?

El detective negó con indignación.

—Dígame exactamente lo que ocurrió —solicitó.

—Roberts recibió la carta un poco antes de las ocho. No perdió el tiempo y salió a escape con su coche, dejando encargado a su doncella que nos comunicara lo que había pasado. Cuando llegó a la casa, se enteró de que la señora Lorrimer no había llamado aún. Subió a su habitación... pero era demasiado tarde. Le practicó la respiración artificial, pero inútil. Nuestro cirujano, que llegó poco después, aprobó su tratamiento.

—¿Cuál fue el soporífero?

—Veronal, según creo. Uno de los pertenecientes al grupo de los barbitúricos. Se encontró un tubo de pastillas al lado de la cama.

—¿Y qué pasó con los otros dos? ¿Han tratado de ponerse al habla con usted?

—Despard no está en la ciudad. Por lo tanto, no habrá recibido el correo de esta mañana.

—¿Y... la señorita Meredith?

—Acabo de telefonearle.

Eh bien?

—Había abierto la carta unos momentos antes de que yo llamara. El correo llega tarde allí.

—¿Cómo reaccionó?

—Una actitud perfectamente apropiada a las circunstancias. Un gran alivio, decentemente velado. Conmovida y apesadumbrada... ya sabe cómo son esas cosas.

—¿Dónde está usted ahora, amigo mío? —preguntó por fin.

—En Cheyne Lane.

—Bien. Voy ahí inmediatamente.

En el vestíbulo de Cheyne Lane encontró al doctor Roberts que se disponía a marcharse. Los modales joviales acostumbrados en el doctor parecían ausentes aquella mañana. Estaba pálido y parecía conmovido.

—Mal asunto éste, monsieur Poirot. No niego que me siento aliviado... bajo mi propio punto de vista... pero si he de decirle la verdad, es un golpe rudo. En realidad, no pensé ni por un momento que la señora Lorrimer hubiera apuñalado a Shaitana. Me he llevado una sorpresa grandísima.

—Y yo también.

—Era una mujer muy equilibrada, de buena educación y que sabía contenerse. No puedo imaginármela haciendo una cosa como aquélla. ¿Cuál fue el motivó? Ahora nunca podremos saberlo; aunque reconozco que siento curiosidad por ello.

—Lo que ha ocurrido... debe haberle quitado un gran peso de encima.

—Sin ninguna clase de duda. Sería hipócrita si no lo admitiera. No resulta muy agradable tener suspendida sobre la cabeza una sospecha de asesinato. Y por lo que atañe a la pobre mujer... bueno, tal vez ha sido la mejor forma de acabar el asunto.

—Eso mismo debió pensar ella misma.

Roberts asintió.

—Supongo que habrán sido los remordimientos—dijo al mismo tiempo que salía de la casa.

Poirot sacudió la cabeza pensativamente. El médico no sabía cuál era la situación real. No fueron los remordimientos los que hicieron quitarse la vida a la señora Lorrimer.

Cuando subía hacia el piso superior, se detuvo para decir unas cuantas palabras de consuelo a la anciana doncella, que sollozaba calladamente.

—Ha sido horroroso, señor. Horrible. Todos la queríamos mucho. Y pensar que ayer mismo tomó usted el té con ella y estaba tan amable y sosegada... Y hoy se ha ido. Nunca me olvidaré de esta mañana... por mucho que viva. El caballero llamó insistentemente al timbre. Tuvo que llamar tres veces antes de que yo acudiera. «¿Dónde está su señora?», me dijo de sopetón. Yo estaba aturdida y no pude contestarle. Nunca entrábamos en la habitación de la señora hasta que ella llamaba, pues así nos lo tenía ordenado. Y yo no sabía qué hacer. Entonces el doctor me preguntó: «¿Dónde está su habitación?» Corrió escalera arriba y yo le seguí; le indiqué cuál era la puerta del dormitorio y entró sin llamar. La señora estaba tendida en la cama y el médico, después de haberle dado una ojeada, dijo: «Es demasiado tarde.» Estaba muerta, señor. Pero el doctor me ordenó que trajera coñac y agua caliente y, mientras tanto, trató desesperadamente de hacerla volver en sí, pero no lo consiguió. Y luego vino la policía y... no ha estado bien todo lo que han hecho. A la señora Lorrimer no le hubiera gustado. ¿Por qué tenía que intervenir la policía? No tenía nada que ver con esto, aun en el caso de que la pobre señora hubiera tomado una doble dosis de soporífero por equivocación.

Poirot no replicó en estas cuestiones, pero preguntó:

—¿Su señora se portó anoche como de costumbre? ¿Parecía preocupada o turbada por algo?

—No. No lo creo, señor. Estaba cansada... y me figuro que algo le dolía. Últimamente no estaba muy bien de salud, señor.

—Sí. Ya lo sé.

La simpatía de su tono hizo que la mujer prosiguiera sus explicaciones.

—No era de las que se quejaban, pero de un tiempo a esta parte, la cocinera y yo estábamos preocupadas por ella. No podía hacer muchas cosas a que antes estaba acostumbrada; se cansaba en seguida. Tal vez, la joven que vino anoche, después de que usted se marchó, agotó su resistencia.

Con el pie puesto ya sobre uno de los peldaños de la escalera, Poirot se volvió hacia la mujer.

—¿La joven? ¿Vino anoche una joven?

—Sí, señor. Justamente acababa usted de salir. Dijo que se llamaba Meredith.

—¿Estuvo mucho tiempo?

—Cerca de una hora, señor.

Poirot guardó silencio durante un momento.

—¿Y qué pasó después? —preguntó.

—La señora se acostó. Le serví la cena en la cama. Dijo que estaba muy cansada.

Se produjo una nueva pausa y luego Poirot dijo:

—¿Sabe usted si su señora escribió alguna carta ayer por la noche?

—¿Quiere usted decir, después que se acostó? No lo creo, señor.

—Sobre la mesa del vestíbulo había unas cuantas cartas, listas para echarlas al correo, señor. Las recogemos por la noche; es la última cosa que hacemos antes de cerrar. Pero creo que estaban allí desde las primeras horas de la mañana.

—¿Cuántas había?

—Dos o tres... no estoy segura, señor. Me parece que eran tres.

—Usted... o la cocinera... quien quiera que las echara al correo, ¿se dieron cuenta de los nombres a quienes iban dirigidas?; no se ofenda por mi pregunta. Es de la mayor importancia.

—Yo fui quien las echó al correo, señor. Me fijé en la que estaba encima; iba dirigida a Fortuna & Mason. Las otras dos no las miré.

El tono de la mujer era serio y sincero.

—¿Está usted segura de que no había más que tres cartas?

—Sí, señor. Completamente segura.

Poirot hizo un gesto afirmativo. Pareció como si fuera a subir de nuevo el primer peldaño de la escalera, pero se detuvo y dijo:

—Tengo entendido que su señora tomaba drogas para dormir.

—Sí, señor. Así se lo ordenó el médico. El doctor Lang.

—¿Dónde guardaban esa medicina?

—En un armario que hay en la habitación de la señora.

Poirot no hizo más preguntas. Subió la escalera. Su cara tenía una expresión sumamente grave.

Cuando llegó arriba, Battle le saludó. El superintendente parecía preocupado y cansado.

—Me alegro de que haya venido, monsieur Poirot. Permítame que le presente al doctor Davidson.

El médico forense estrechó la mano del detective. Era un hombre alto y de aspecto melancólico.

—Tuvimos la suerte de espaldas —dijo—. Si llegamos dos horas antes la hubiéramos salvado.

—¡Hum! —refunfuñó Battle—. No debo decirlo oficialmente... pero no lo siento mucho. Era una... buena; era una señora. No conozco las razones que tuvo para matar a Shaitana, pero tal vez tenía alguna justificación plausible.

—De todos modos —observó Poirot—, no creo que hubiera vivido bastante para asistir a su juicio. Estaba muy enferma.

El médico asintió.

—Estoy de acuerdo con usted. Bueno; quizá de esta forma fue mejor.

—Se dirigió hacia la escalera y Battle lo siguió. —Un momento, doctor.

Con una mano puesta sobre la puerta del dormitorio, Poirot preguntó:

—¿Puedo entrar?

Battle hizo un gesto afirmativo.

—Desde luego. Nosotros ya hemos terminado.

El detective entró en la habitación y cerró la puerta.

Se dirigió hacia la cama y se quedó mirando aquella cara de expresión sosegada y pálida.

Poirot estaba sumamente turbado.

¿Había bajado aquella mujer al sepulcro con un último y determinado esfuerzo para salvar a una muchacha de la desgracia y de la muerte... o existía una explicación diferente y mucho más siniestra?

Teniendo en cuenta ciertos hechos...

De pronto, se inclinó y examinó una contusión oscura y algo descolorida que se veía en el brazo derecho de la mujer.

Se incorporó de nuevo. En sus ojos relució un destello felino, que hubieran reconocido inmediatamente ciertas personas relacionadas íntimamente con el famoso detective.

Salió con el paso apresurado de la habitación y bajó la escalera. Battle y uno de sus subordinados estaban junto al teléfono. El agente colgó el receptor y dijo al superintendente:

—Todavía no ha regresado, señor.

—Despard —explicó Battle—. Estoy tratando de localizarlo. Hay una carta para él, con un matasellos de Chelsea.

Poirot hizo una pregunta absurda, al parecer:

—¿Se había desayunado el doctor Roberts cuando vino aquí?

Battle lo miró con fijeza.

—No —dijo—. Recuerdo que lo estuvo comentando.

—Entonces debe estar ahora en casa. Lo podremos coger, sin duda.

—Pero, ¿por qué?

Poirot estaba afanado ya marcando un número en el disco del teléfono. Luego habló:

—¿El doctor Roberts? ¿Hablo con el doctor Roberts? Mais oui, soy Poirot. Sólo una pregunta. ¿Está usted familiarizado con la escritura de la señora Lorrimer?

—¿Con la escritura de la señora Lorrimer? Yo... no; no recuerdo haberla visto antes de que recibiera su carta, esta mañana.

Je vous remercie.

Poirot colgó el receptor con presteza.

—¿Qué idea genial se le ha ocurrido ahora, monsieur Poirot? —preguntó Battle.

El detective lo cogió por el brazo.

—Oiga, amigo mío. Pocos minutos después de salir yo de esta casa, ayer, por la noche, llegó Anne Meredith. La vi cómo subía los peldaños de la puerta de la calle, aunque entonces no estuve seguro de que era ella. Inmediatamente después de salir la joven, la señora Lorrimer se acostó. Según dice la doncella, no escribió ninguna carta entonces. Y por razones que comprenderá cuando le cuente lo que hablamos durante mi entrevista con la señora Lorrimer, no creo que ella hubiera escrito esas cartas antes de mi visita. ¿Cuándo las escribió entonces?

—¿Después que se acostaron las criadas? —sugirió Battle—. Se levantó y fue ella misma a echarlas al correo.

—Es posible. Pero existe otra posibilidad... la de que ella no las escribiera.

Battle lanzó un silbido.

—¡Dios mío! ¿Quiere usted decir...?

Sonó el timbre del teléfono. El sargento cogió el receptor, escuchó durante un momento y luego se dirigió a Battle.

—Llama el sargento O'Connor desde el piso de Despard, señor. Parece ser que Despard ha ido a Wallingford-on-Thames.

Poirot volvió a coger por el brazo a Battle.

—De prisa, amigo mío. Debemos ir también a Wallingford. Le aseguro que no tengo la conciencia tranquila. Puede ocurrir que esto no sea el final. Le repito que esa joven es peligrosa.