III
REFLEXIONES SOBRE EL IMPERIALISMO Y EL DESARROLLO

Sociedad de consumo: mito y realidad

A principios de la década de los sesenta, el sociólogo norteamericano Vance Packard descifró con mano maestra lo que constituía la dialéctica del progreso en las avanzadas sociedades capitalistas. Básicamente, los libros de Vance Packard iban encaminados a demostrar que el hombre de ese «primer mundo» era un horno consumidor, es decir, una criatura condenada a trabajar para adquirir bienes de consumo, para los que la publicidad, diabólicamente, había «creado» una previa necesidad. Así, atrapado entre los manipuladores psicológicos al servicio de la publicidad, por una parte, y por la incesante aparición de «cosas» nuevas, nuestro pobre Sísifo empujaba la piedra del trabajo cuesta arriba sin la más remota esperanza de llegar a la cumbre, esto es, de hallar una satisfacción que justificara el esfuerzo. El hombre se veía sujeto por las cosas, prisionero de los artefactos, esclavo de unas labores que no se justificaban en la posesión de esas cosas, sino que más bien eran los dos hemisferios de un círculo estúpido. Al hombre incurso en ese pandemonio se le llamó «enajenado» o «alienado» y en su defensa tronaron los tambores de los profetas.

Aparecen los profetas

Desde California, el alemán Marcuse sacudió su melena leonina, puso un pie sobre los libros de Vance Packard, otro sobre los de Freud y un tercero sobre los de Marx. No es difícil buscarle los tres pies a Marcuse. De Vance Packard extrajo el diagnóstico sobre la sociedad; de Marx, quizás lo único que en alguna minúscula medida queda en pie del filósofo: su teoría sobre la enajenación en las sociedades capitalistas; y de Freud, lo que nadie toma en serio de su muy seria y respetable mitología: la hipótesis de que la cultura era el resultado de las inhibiciones a la libido. Según Marcuse, a estas alturas sí es posible una sociedad sin inhibiciones disparada hacia el progreso. Es decir, Marcuse se basa en Freud, aunque fuera para negarle.

Con un diagnóstico como el de Vance Packard y con un profeta al frente de la multitud, se organizó, al nivel mundial, el juicio contra la sociedad de consumo. Había que condenarla, y un gesto patibulario apareció en el rostro de mucha gente. Los hippies acusaban a la sociedad de consumo como si se tratara de Adolfo Hitler y no de un concepto abstracto. Los políticos —servidumbres del oficio— incorporaron a la jerga tribunicia el ataque a las sociedades opulentas, enfermas del horrible «consumerismo». El principal acusado era Estados Unidos.

La verdad monda y lironda

Todo esto es un laberinto del idioma. Nos hemos quedado perdidos entre un mar de palabras y no sabemos cómo salir de él. De ahí la angustia y el pesimismo: de las cárceles de palabras no hay cómo evadirse. No es cierto que el hombre de hoy sea un prisionero de las cosas. El hombre es sus cosas. Lo que ha sido a través de una evolución lentísima, remontada a millones de años, es lo que esas «cosas» que ha ido creando le han permitido ser.

Sobre el lomo de esa interdependencia ha rodado siempre la aventura humana. La imprenta de tipos móviles creó la necesidad de los libros, como la lavadora automática creó la necesidad de un medio mecánico de limpiar la ropa. Las necesidades básicas del hombre se cubren con alimento, descanso y sexo. Pero resulta que esas «necesidades básicas» no son diferentes a las del resto de los animales.

Precisamente lo que confiere al hombre esa distinción que le queremos otorgar son las necesidades secundarias que ha ido desarrollando. El desarrollo, el progreso, puede ser definido en términos de acumulación de necesidades secundarias. Llámelas el lector «enajenantes» si así lo quiere, pero recuerde que tan «enajenado» vive Sartre, dedicado día tras día a meditar sobre la esencia del Ser, como Juan Pueblo trabajando para adquirir bienes de consumo. Al fin y a la postre, los dos dedican sus vidas a actividades ajenas a la entraña misma de la criatura humana.

Hoy, cuando el ritmo de la vida ha ido abultando la complejidad de la cultura, cuando el hombre ha desarrollado una infinita cantidad de necesidades secundarias, surge el temor a la empresa en que andamos metidos, una falaz nostalgia por formas más sencillas, más incomplejas de vida. Toda esa gesticulación es inútil. Es falso que nuestra sociedad esté enferma por las razones que apuntara Vance Packard: jamás ha sido diferente, sólo que el progreso de nuestro minuto se nos echa encima a una tremenda velocidad y nos sobrecogemos de temo. El «homo consumidor» comenzó a surgir con el descubrimiento del fuego, las armas arrojadizas o la invención de la rueda. No hay tal «enajenación» hoy, que no haya existido antes. Ser hombre es ser enajenado. Enajenado de alguna forma, prisionero de un sistema cualquiera de dogmas y fetiches. Mientras no se le encuentre el sentido a la existencia —lo que no ocurrirá— «vivir» será un fenómeno que siempre ocurrirá bajo la carpa de cualquier enajenación.

Todo el barroquismo literario que Marcuse y otros profetas menores han puesto en circulación es muy peligroso: conduce hacia un nihilismo obsesivo que embiste contra la sociedad sin ofrecer alternativas razonables. Conocemos sus fobias, pero están por inventarse sus filias. Si alguna vez se percataran de la vacuidad de toda esa escolástica nihilista, no hay duda de que la abandonarían. Ojalá ocurra antes de que el daño sea irreparable.

Este presupuesto es inevitable si nos proponemos debatir el tema de nuestro desarrollo dentro del marco de nuestras relaciones con Estados Unidos y otros países del llamado Primer Mundo. Saber el para qué del desarrollo, es tan importante como la vía de lograrlo o cómo explicarnos por qué no lo hemos logrado.

Lamentos y recriminaciones

Si de algo han servido las reuniones de la UNCTAD —que no de mucho más— ha sido para dar un terrorífico alarido ante la miseria de muchos y la opulencia de pocos. El foro plagado de demagogia, discursos apocalípticos, mea culpas. Recriminaciones y una que otra tontería, ha echado al ruedo el toro bravo del hambre y ha clamado por un capote que lo burle.

De la esquina subdesarrollada —gran esquina que engloba a tres cuartos de los bípedos que mal pastan por estos mundos de Dios— surgió la voz chillona del fiscal. Tal parece que de nuestra hambre, de nuestros analfabetos, de nuestros niños cochambrosos y llenos de parásitos, tienen la culpa los países desarrollados o las compañías explotadoras internacionales. O los organismos que prestan con usura y venden caro y compran poco. Tal parece que los países ricos lo son a nuestra costa. Y no. Eso no es cierto. Eso es radicalmente falso. Somos nosotros —primordialmente nosotros— con varios siglos de estructuras torcidas, los responsables de nuestra desgracia.

¿Por qué Japón, descarnado hasta los huesos por las bombas de la II Guerra Mundial humeante y radioactiva, muerto de hambre y sin industria o campo sanos, debe sonrojarse por su pujante prosperidad? ¿Qué delito encierra la laboriosidad inagotable de ese pueblo o el hábil manejo de la producción-investigación-consumo? El mismo sayo pueden vestirlo Alemania o Italia. ¿De qué colonialismo puede acusarse a Suiza? ¿O a Suecia? ¿Y USA? ¿Cuándo comprenderemos al sur del Río Grande que los «fabulosos» negocios que con Hispanoamérica realizan los Estados Unidos constituyen una fracción del 1 por 100 de su Producto Nacional Bruto? Y que si ese país ordena en Europa —donde no son mancos— más de lo que obedece, se debe a que su gigantesco mercado interno, donde hasta los niños son «consumidores» absorbe el 90 por 100 de la producción.

¿Por qué imputar a Inglaterra el milenario horror de la India, sus castas, sus marajás y la inmunidad de sus vacas? ¿Por qué nos duele decir que no hemos sabido imponer unas normas fiscales que redistribuyan la renta nacional? ¿Por qué no avergonzarnos de que nuestras universidades no investiguen, nuestros talentos no inventen o nuestros industriales no innoven? Países nuestros hay en que los gobernantes saquean la hacienda. Y donde político es sinónimo de tramposo. Y donde al latifundio improductivo sucede la reforma agraria demagógica y acientífica. Parcelas hay de nuestra tierra hispanohablante en que los mejores proyectos se hunden lentamente en la arena movediza de la burocracia. O en que manda el ignaro que tiene un primo ministro. Países en los que el talento es un delito peligroso. ¿Quién no cree en las malas mañas de algunas compañías internacionales, o en los negocios en que cada cual busca su provecho? Si Brasil pudiera cuadruplicar el precio de su café, Chile el de su cobre o Bolivia el de su estaño, ¿quién duda que apretarían —con razón— los bolsillos a sus vecinos? Cuba, por ejemplo, engordaba en época de guerra. Los Aliados —sus aliados— le pagaban más por el azúcar.

No pongamos gestos de monja boba frente a hechos y actitudes que pertenecen al repertorio de todos cuando se dan las circunstancias propicias. Las grandes potencias económicas no son más insolidarias que nosotros. Hay que poner en orden la casa, tapar grietas y reformar los pilares antes de insistir en los plañidos de siempre. Nuestra hambre, nuestros analfabetos, nuestros desocupados, nuestros hijos desnudos, nuestros ancianos menesterosos son parte de otra exclusiva y vergonzosa propiedad: nuestros errores.

Podemos acusar a las grandes potencias de no ser generosas —que no la son en la medida que debieran—. Pero acusémonos nosotros de no haber creado efectivos mercados comunes. Acusémonos de no abrir brecha marítima a las naciones yuguladas. Acusémonos de no haber levantado un dedo para aliviar los horrores de Haití. Acusémonos de no coordinar la investigación y la enseñanza. Acusémonos de nacionalismos enfermizos y de parroquiales rebatiñas. Ya que por ahora no nos es dable ser ricos de cuerpo, seámoslo de espíritu.

Sí, luchamos por el desarrollo y el progreso, pero ¿qué es eso del progreso y el desarrollo? No es bizantina la pregunta. No lo es. A estas alturas anda uno fatigado de tanta lectura y discusión estéril. Desarrollo puede ser la actividad de complejidad creciente que permite la incorporación de los hombres al progreso. Progreso no es otra cosa que el descubrimiento y utilización de nuevas fórmulas de manipular la materia (o las ideas) en procura de una más placentera estancia en el planeta. Salgámonos de las definiciones antes que todo se convierta en un inútil parloteo. El núcleo de la cuestión consiste en que no basta con ingerir las suficientes proteínas, cubrirnos con la fibra adecuada, tener techo, escuelas u hospitales, metas, por demás, no cumplidas en nuestros países, sino en que el «progreso» se define, decide y perfila en las naciones desarrolladas, y dentro de ellas, en un 90 por 100, en los Estados Unidos. Culpar de ello a los norteamericanos sería tan injusto como condenar a Edison por fabricar la bombilla o a la I.B.M. por desatar la era de las computadoras. Edison pudo haberse llamado Gómez. Y a nadie, por supuesto, puede exigírsele que rinda cuenta de sus éxitos.

El «desarrollo», para convertirnos en usufructuarios del «progreso», ya lo hemos dicho, anda en nuestras tierras en su nivel más rudimentario. Se trata, y no con lisonjero éxito, de llenar barrigas, evitar que se nos mueran las criaturas, enseñar a leer a las gentes, etc. Esto es, de crear la infraestructura básica del «progreso». Más adelante, de rolón, se colarán todas las necesidades secundarias. Y es que el progreso y la prosperidad consisten en convertir las necesidades terciarias y secundarias en necesidades primarias. La electrificación que ayer era una cosa de brujería es hoy —o debiera ser— patrimonio de todos, Ese es el destino de los vehículos autopropulsados, y será el del cepillo de dientes eléctrico o el de los lentes de contacto. Marcuse —hoy, felizmente ignorado— y todos los epígonos que claman contra el imperio de la creciente madeja de aparatos, utensilios y cachivaches electrónicos se han embarcado nada más y nada menos que en la fútil aventura de atascar el mecanismo de complejidad progresiva de la humanidad. ¡Palabras! Malabares con entes de pura consistencia verbal.

Y recojo el hilo de estas reflexiones. Salvo los chauvinistas todos reconocemos el papel subsidiario de eso que dan en llamar «tercer mundo» ¿Cómo romper la dependencia? Si mañana logramos cubrir para la masa lo que hoy son necesidades primarias veremos con desencanto como no se habrá alterado nuestra relación con los países más ricos, Sólo hay un camino: tratar, como hoy hace la Europa del Mercado Común, de modificar los modelos de progreso y desarrollo. Tratar de arrebatarle a los Estados Unidos la potestad de decidir lo que es progreso y arrebatárselo en el legítimo terreno de la técnica.

Todo esto parece el delirio de un lunático, pero no veo otra forma de escapar de la retaguardia cultural. El razonamiento es obvio: mientras desde afuera se nos dicten las normas de civilización, jamás podremos estar satisfechos con nuestro papel. Gandhi, que meditó mucho sobre estas cuestiones, propuso, al cabo, una solución ridícula y desesperada: cancelar para la India los planes de industrialización y retornar a un inmodificable Medioevo. Ignorar, por inalcanzables, los ricos modelos occidentales. El retroceso voluntario no existe en la historia, más que como entretenimiento literario. El «crecimiento cero» que propusieron luego desecharon los sabios de Roma es tan disparatado como la recomendación de Gandhi.

Pero si nuestra lucha de hoy es por la mera subsistencia, ¿cómo hablar de alzarnos con la gerencia de la civilización? ¡Qué sé yo! Hay fórmulas para echar a andar a pueblos postrados. Ahí están Japón y Alemania. No se trata de una tarea de años, sino de décadas. Una empresa de larguísimo trayecto. Pero aún cuando la tarea fuera irrealizable y el provecto delirante, seguiría vigente el problema que nos aqueja. Eternamente perseguiríamos la zanahoria que pende frente a nuestros ojos. O nos cocinamos en los rencores de la insatisfacción o nos disponemos a hacer milagros. Pero esos milagros hay que realizarlos dentro de ciertas coordenadas éticas. El desarrollo no puede ser la coartada de los dictadores, entre otras cosas porque no hay evidencia confiable que demuestre que las dictaduras son más eficaces en la creación de riqueza.

El tema de nuestro tiempo

¿Se pueden modificar sustancialmente las estructuras económicas de un país sin instaurar una dictadura? ¿Se puede redistribuir la renta nacional de una manera equitativa, sin establecer un régimen de fuerza? Concretamente, ¿se puede llevar adelante una auténtica revolución sin eliminar las libertades individuales?: he aquí el debate, reducido a su más elemental esqueleto. Acaece, sin embargo, que la mera formulación de la pregunta constituye una desviación malévola del genuino problema. Este, digamos, error de método, o enfoque alógico, es capaz de llevar a varios países a la guerra civil. Acaso para cambiar las estructuras económicas sea indispensable alterar las de pensamiento. Decretarle rigor, jerarquía y orden de prioridades a nuestro propio andamiaje teórico.

Queremos —los partidarios del cambio, me refiero— una sociedad justa. Ese es el objetivo básico. O sea, a la cabeza de la tabla de valores se inscribe la Justicia. Ahora habrá que preguntarse si entendemos la Justicia como un valor absoluto que alcanza todos los órdenes de las relaciones humanas, o si sólo se circunscribe a la equitativa distribución de la riqueza. Me temo que Justicia es, para muchos revolucionarios, un plato uniforme, un vestido uniforme, unas oportunidades, en fin, uniformes. Esto es, la percepción del «hecho justo» sólo la alcanzan a través de la distribución de la riqueza física. Esta rudimentaria acepción del valor de justicia invalida, por ejemplo, la injusticia tremenda que envuelve el que sea un sector privilegiado de la sociedad el que dicte las leyes, las interprete, silencie la prensa, encarcele adversarios y establezca las reglas del juego. Tras la cartilla de racionamientos que garantiza la misma cantidad de alimentos para todos, como símbolo claro de una sociedad «justa», se ocultan violentas agresiones contra los derechos individuales y de la colectividad. La Justicia es el pan, mas no sólo el pan.

Pero todo la dicho parte de una reflexión a propósito del inventario económico. El banco progresista tiene dos patas: la que pasa balance a las existencias y plantea la redistribución, y la que pretende crear riquezas mediante el desarrollo de las potencialidades nacionales. Suscribirse a esos dos objetivos es ingresar en el sector «revolucionario». Si para distribuir «justamente» la riqueza se impone un previo análisis de la que significa la Justicia para cada uno (y se toma conciencia de que la posesión igualitaria de las riquezas es un solo aspecto del problema), para enjuiciar a la «Revolución» en abstracto, habrá que partir del fenómeno del desarrollo. Aquí reina una total confusión entre medios y fines, entre instrumentos y objetivos. La «nacionalización», por ejemplo, es tomada generalmente por una medida revolucionaria, sin percatarse de que lo será o no si cumple los fines del desarrollo y el progreso.

Cambiar el régimen de propiedad —de manos particulares a manos del Estado— es un fenómeno de estricto contenido jurídico. Felicitar al campesino hambreado porque-ya-se-echó-al-antiguo-patrón, sin calmarle su hambre, sin darle escuela a los hijos, sin buscarle salida decorosa a los productos de la tierra, es un acto de la más deleznable demagogia. Hablar de «revolución» cuando se expulsa a la compañía extranjera, y se le confiscan sus propiedades, sin que el cambio redunde en una auténtica y permanente mejoría para la nación, es insultar la inteligencia del pueblo. Aplicar los esquemas facilones de los manualitos primarios de los extremistas, sin antes prever los resultados, sin un anterior y realista arqueo de las posibilidades económicas del país, sin un serio análisis de las circunstancias que concurren en cada caso, no es «hacer revolución», sino hacer un doloroso ridículo. Los latifundios se deshacen y las compañías extranjeras se confiscan no porque per se eso tenga importancia alguna, sino porque el cambio traerá determinados beneficios para el desarrollo de la nación.

Así las cosas, la pregunta mal planteada que se hace al inicio de esta indagación comienza a enderezarse. Si la modificación de las estructuras económicas se intenta desde una perspectiva errónea y trae el consecuente caos económico, no habrá otro remedio que apuntalar al gobierno con las bayonetas. Si las urnas se mantienen vigentes, el pueblo rechazará a los responsables del desbarajuste. Nadie acepta voluntariamente la monstruosidad de sacrificar tres generaciones por la vidriosa promesa de un «futuro» radiante. Si la «redistribución-de-la-renta-nacional-en-un-plano-equitativo» consiste en el empobrecimiento de los otrora favorecidos, sin una elevación proporcional del nivel de vida de los demás pobres, por supuesto que el pueblo pedirá cuentas en las elecciones a los autores del disparate, y sólo podrá mantenerse el gobierno que eche mano a los fusiles.

Luego, para que el tema de nuestro tiempo hispanoamericano se perfile con honradez y justicia, hay que comenzar a adjetivarlo: ¿se puede llevar adelante con métodos democráticos una revolución que eche abajo unas estructuras económicas sin prever los resultados, sin crear mecanismos de ajuste? Por supuesto que no. Tendrán que imponer la continuidad por la fuerza bruta. ¿Se puede alegremente jugar a la revolución, arruinar aún más a países pobres y subdesarrollados, agotar las reservas económicas en planes descabellados y aspirar, al mismo tiempo, a contar con el beneplácito mayoritario? Por supuesto que no. Sólo el terror mantendrá en el poder a los autores del desastre.

Ahora todo parece más claro: en el fondo, el tema de nuestro tiempo no es un honrado planteamiento: se trata de la primera coartada en el trayecto hacia la tiranía. La pregunta, retorcidamente ingenua, es un disfraz de las bayonetas. Un burdo pretexto que generalmente acaba en la violencia y la ineficacia. El próximo paso del fracaso será la mentira y el traslado de la responsabilidad del desastre hacia otras latitudes. La búsqueda de un útil chivo expiatorio, como ocurre, generalmente, en las reuniones de la UNCTAD.

El hambre, la gente y la tontería

En Bucarest, penosamente, se desarrolló la Conferencia Mundial de la Población. Como suele ocurrir de un tiempo a esta parte, el foro serio y científico acabó como el rosario de la aurora. El «Tercer Mundo» comenzó a dar gritos en contra del primero. El peligro, decían, no es ya el crecimiento desenfrenado de la población, esencialmente en el hemisferio sur, sino el exagerado consumo de los inquilinos del norte. El imperialismo, el colonialismo y el neocolonialismo de los países desarrollados son los responsables de la crisis que se avecina. De la reunión, como es obvio, poco salió. A donde había que acudir con el corazón frío se llegó con proclamas encendidas y yoacusos delirantes.

En realidad son problemas diferentes. Es cierto que las naciones desarrolladas consumen desordenadamente, y también es cierto que el crecimiento demográfico de muchos países del Tercer Mundo liquida las posibilidades de desarrollo. Lo cortés no quita la valiente. O mejor, la codicia no quita la irresponsabilidad. Pero hay un esencial embuste de fondo que debe desmentirse: la peregrina idea de que las naciones ricas han logrado su bienestar a costa de las pobres. ¿A qué imperio abusador debe Suecia su riqueza? ¿Cuántas expediciones suizas, noruegas, danesas, australianas, checas o finesas han ido a saquear a nuestro plañidero Tercer Mundo? Japón y Alemania, desde 1945 —hora cero de esos países—, ¿a cuántos pueblos han atropellado? ¿No son precisamente España, Portugal y Turquía —los imperios más tenaces— naciones con un pie en el subdesarrollo? No es honesto reducir los orígenes de las diferencias económicas a ese esquema maniqueo. En la India hay hambre porque la ha habido siempre, siglos antes de que llegaran los ingleses y porque erradicarla es una tarea de educación masiva, revolución tecnológica y modificación de unos valores milenarios. En Latinoamérica otro tanto. La mayor parte de nuestras desgracias son obra nuestra. Es verdad que en los siglos XIX y XX Estados Unidos ha mutilado cruelmente a México, se ha enseñoreado en el Caribe y Centroamérica y ha dictado normas leoninas de comercio. Pero eso no explica el hambre de la meseta andina, la ruina uruguaya o la pavorosa historia económica de Haití. Fuimos nosotros, empantanados en las estructuras y valores de la colonia, con repúblicas a medio hacer, los que no llevamos a cabo las reformas necesarias. Para nuestra vergüenza, aún hoy, en medio de un torrente de palabras patrióticas, más y mejor paga la empresa imperialista que la del oligarca indígena.

Pero todo esto comenzó con la superpoblación. En Bucarest se ha dicho que los planes para controlarla son obra siniestra de los países desarrollados para mantener vivos los imperios. Y se ha dicho que la población es la riqueza del Tercer Mundo. Y se ha hablado con orgullo del papel de las familias numerosas en la construcción de un futuro radiante. El ejemplo de los hormigueros chinos, con miles de hombres cargando arena en sus espaldas para construir una represa, parece encandilar a los demagogos. ¿No han visto estos señores a un campesino amenazado por las bocas de sus diez hijos? ¿No se dan cuenta del horror de construir una represa con tracción humana? Quizás China, con sus 800 millones de almas, no tenía otra opción que organizarse en colmenas, pero ¿por qué copiar un sistema que no es otra cosa que la resultante de un choque entre la economía y la demografía? El campesino o el obrero que no puede mantener a una larga familia no es un problema abstracto de la política o de la economía, sino un desesperado hombre de carne y hueso y una cría desvalida. La natalidad irresponsable es un asunto muy serio para hacer demagogia o decir tonterías. Proletario, en Roma, era el que hacía prole para el trabajo más odioso. Luego Marx le cambió el sentido. ¿Quieren estos revolucionarios volver a los tiempos de Roma?

Pero más incomprensible que esta posición delirante es la del Vaticano. El Vaticano alega razones éticas. Roma se opone al control de la natalidad por procedimientos no naturales. Sólo la abstinencia y el método Ogino —la «ruleta vaticana», como la llaman los irreverentes— son autorizados para no pecar. Y lo confuso para la grey católica es que se opone Roma, pero el curita liberal de todas las parroquias la autoriza. A la larga o a la corta cederá la Iglesia. No es posible que una religión generosa, universal y abierta como el cristianismo se obstine en la vigilancia irrelevante de las secreciones hormonales. Quizás no sea del todo sano obligar a los creyentes al marcial y neurótico acoplamiento rítmico, y no es —sin duda— muy humano reclamar la abstinencia. Tal vez, pese a la buena intención, sea una ingenuidad afirmar que el fin de la cópula es la reproducción. La gran revolución moral de nuestro momento es que el sexo se va dando de baja de la ética y se reduce cada vez más al estricto campo biológico. Es hoy la pareja, responsablemente, quien debe decidir. Y en última instancia, toca a la mujer aceptar o no aceptar convertirse en recipiente de otra vida. Los gobiernos, por su parte, de acuerdo con las particulares características demográficas, deberán alentar el crecimiento, la estabilización o la reducción de la natalidad. Pero todo esto tiene que ser obra de científicos y no de declamadores. De lo contrario, nos hundimos en la retórica tercermundista. Tal vez el primer paso científico serio sea plantearnos la propia existencia de ese «Tercer Mundo» que tanto citamos.

El mito del «tercer mundo»

Hablemos de «mitos». De embustes consagrados por la creencia popular. De fantasmas que se nos sientan en la mesa, en los libros, en las pantallas de televisión y acaban por instalársenos en el cerebro. Luego un poco de meditación nos demuestra que hemos hecho el tonto por un buen rato. Los fantasmas no existen.

El «Tercer Mundo». La expresión hizo fortuna. Se ha mudado al vocabulario político-económico de todos. Dos palabrejas en fila india que abarcan la realidad social de México, Andalucía o la República del Chad. Un concepto que engloba al Brasil y a Tanzania en la misma columna. No obsta que la composición económica, étnica, jurídica, histórica, etc., de México y Chad no tengan el más remoto parecido: por obra y gracia de la escolástica revolucionaria vigente, ambos países pertenecen al «Tercer Mundo». El expediente de sangre para establecer el parentesco se inicia con la observación de que ambos países se diferencian sustancialmente de los Estados Unidos o de Inglaterra. El razonamiento —la crasa tontería— es algo así como agrupar huevos y sillas por lo que difieren de los elefantes. Un concepto, para que realmente aporte algo al comercio de ideas, no puede ser una mera simplificación de complejísimas realidades.

«Tercer Mundo» no significa absolutamente nada. Pretender organizar un lazo solidario entre las naciones no industrializadas, para enfrentarlas a las que han logrado un mayor desarrollo, es, primero, un despropósito, segundo, una puerilidad de revolucioneros de café y, tercero, un suicidio. Dar el clarinazo patriótico a las masas esquilmadas del «Tercer Mundo» no pasa de ser una estrofa de mal gusto dentro del peor lirismo ideológico de hoy. Hay masas esquilmadas, hay explotadores hay intereses económicos que velan más por sus cuentas bancarias que por el pueblo, pero de reconocer esas verdades palmarias y dolorosas a alistarse —para resolverlas— en un bando que no existe hay que recorrer un buen trecho. Un trecho absurdo. Cada país, o cada región donde efectivamente concurran problemas y soluciones del mismo signo, deberá agenciarse los medios para encarar su particular realidad. En la década de los sesenta se organizaron en La Habana unas delirantes reuniones de delegados de la «Tri-Continental». Aquella cómica orquesta, multiracial, políglota y demencialmente heterogénea, no funcionó con eficiencia bajo la batuta del Delfín cubano. Es difícil dirigir con éxito las huestes de huevos y sillas en lucha contra los elefantes.

El nuevo aspirante al fajín del Tercer Mundo es China. A los chinos les deslumbra la posibilidad de liderear a las naciones pobres (a las ricas no se les ocurre, claro) e introducir una cuña harapienta entre sus rivales rusos y norteamericanos (en ese orden). En rigor la aspiración de China es menos desatinada que la cubana. Por lo pronto los chinos cuentan con algunos símbolos de prestigio: armas atómicas, un satélite heroico y solitario, un ejército poderoso, territorio y población. El resto —«industrialización», «mercado de 800 millones», «economía saneada»—, lo ponen la imaginación popular y la ignorancia a partes iguales. Faltan muchas décadas para que China sea una potencia económica. Por ahora —largo ahora— deberá conformarse con manipular a la opinión pública agitando los «símbolos», esto es: las explosiones nucleares, las parábolas de los satélites artificiales y las paradas militares. Pero a pesar de contar con esos elementos, olvida China lo más importante: el «Tercer Mundo» no existe. Se trata de una entelequia, de una mera construcción verbal. De un truco de prestidigitadores del más elemental «amateurismo» político de hoy.

Una necia manera de encarar nuestras responsabilidades mediante el cómodo expediente de reducir la complejidad enorme de los diferentes grados de desarrollo económico en un «mundo» pobre —del que formamos parte— saqueado por el inclemente mundo de los ricos. Los ricos nos roban todo, las materias primas, la mano de obra, hasta los cerebros. El «caso» del robo de cerebros merece un acta policial aparte. Examinémoslo.

Que nos roban nuestros cerebros

Parece que nuestros cerebros, como Papillon, se fugan del ámbito hispánico. Mala cosa. Cuesta mucho esfuerzo y dinero adiestrar a un bípedo desde la succión del pulgar hasta el momento en que puede fabricar puentes o destripar enfermos, para acabar descubriendo que ha mudado sus artimañas a Estados Unidos. Porque nuestros cerebros, siempre que pueden, emigran a Estados Unidos. Y la culpa, por supuesto, no es de aquel país poderoso, sino dolorosamente nuestra. Ese país, como todos, aunque en menor escala, necesita médicos, ingenieros, enfermeros, obreros capacitados, y simplemente les brinda oportunidades a ciertos inmigrantes. El mundo hispánico, en cambio, se cierra a la banda. La ruralía centroamericana carece prácticamente de atención médica, pero estos países de la cuenca del Caribe dejaron escapar a tres mil médicos cubanos que acabaron avecindados en la Florida. A tiempo, y con medidas generosas de captación, una buena parte de estos señores se hubiera quedado en Latinoamérica. La terrible sangría humana que supuso para Cuba el exilio de medio millón de personas adiestradas, hubiera servido, al menos para aliviar las necesidades de otros países subdesarrollados. Los impuestos que esta comunidad vivaracha y alucinada paga cada año en la Florida, triplica el costo del original programa de asentamiento. Algo parecido está ocurriendo con los exiliados y emigrantes chilenos. Los que escaparon de Allende y los que escapan de la Junta no acaban de encontrar su lugar entre los latinoamericanos. Cada uno de estos hombres significa una cuantiosa inversión de miles de dólares en conocimientos y experiencias que insensiblemente se vuelca en Estados Unidos. ¿Por qué no los atraemos? ¿Por los estúpidos requisitos de los gremios y colegios profesionales? ¿Tienen nuestros países una política inmigratoria inteligente? Me sospecho que no pasan del visado turístico y la barrera burocrática. El «desempleo» es una coartada, no un argumento serio. Nos sobran peones y obreros no calificados, pero nos faltan profesionales y especialistas en prácticamente todos los sectores de la economía. El parroquialismo continúa estrangulándonos.

Pero es casi una broma macabra hablar de «cerebros» refiriéndose a médicos, leguleyos, ingenieros y otros profesionales más o menos corrientes y molientes. Donde el problema se torna dramático, espantoso, espeluznante, es cuando se trata de auténticos cerebros. Imagínese el lector —que deberá ser casi como Kafka— que un potencial genio atómico naciera en Nicaragua. ¿Podría, honestamente, quedarse en Managua haciendo el idiota? Continúe imaginándose el lector —a estas alturas un coloso de la ficción— que a Max Planck y a Einstein se les hubiera ocurrido nacer en Cuba. Tocarían los tambores espléndidamente, pero nada de quarks o relatividades. Max Planck, por cierto, trató de conseguir una cátedra en un instituto español. Se la negaron. Los cerebros nacen, pero también se hacen. Se dan en de ciertas culturas, y las nuestras, lastradas por la secular estupefacción hispana ante el talento y la inventiva, no son el mejor caldo de cultivo. Entiéndase: no se trata de razas, término que nada significa, sino de valores culturales, que lo son todo. El judío sefardita que emigró a Marruecos o a Salónica acabó adocenado al frente de un tenderete de poca monta. El judío sefardita que emigró a Europa se llamó Spinoza. El español y Nobel Severo Ochoa tuvo que salir corriendo rumbo a Estados Unidos para desentrañar los misterios del DNA. Si se queda en España no estrena el cerebro. Cuando regresó a su país, cargado de años y sabiduría, con el propósito de crear un instituto de investigación molecular, acabó atrapado en una maraña de intereses comineros que impidieron su labor. En nuestras latitudes, claro, nacen cerebros. Y luego se pudren. Y antes de que se pudran es mejor que emigren y que fructifiquen donde se les permita. Que vayan a New York, donde el medio cultural está hecho de estímulos y no de obstáculos.

Hace casi cuarenta años, tras el desgarrón de la Guerra Civil española, miles de peninsulares, magníficamente dotados y educados, tocaron a las puertas de América. Sólo México y Argentina les abrieron los brazos. Sólo México y Argentina supieron beneficiarse con esta oleada de talento y creatividad. Cuba, a donde acudieron centenares —de Jiménez de Asúa a Besteiro, pasando por Pitaluga y Eugenio Imaz— prácticamente les cerró las puertas, más o menos como luego América, con la excepción de Estados Unidos, Puerto Rico, Venezuela y España, en Europa, se las ha cerrado a los exilados cubanos de hoy, y se las cierra a los chilenos. Es una vieja historia de cretinismo provinciano.

¿Saben los países de la cuenca del Caribe que decenas de miles de argentinos y uruguayos capacitados pueden ser reclutados en sus países? ¿Saben los bolivianos que los maestros que necesitan los tiene Chile? Que no se continúe ¡por Dios! con el sonsonete de la fuga de cerebros. No continuemos con la cantinela, por lo menos mientras no tengamos una política inmigratoria inteligente y honesta, mientras no respetemos en nuestros países unos valores culturales civilizados. Mientras eso no ocurra, echarse el morral al hombro y partir rumbo a un mejor destino será absolutamente legítimo. Pero tal vez en los próximos años nos toque contemplar un espectáculo más doloroso que el de la fuga de cerebros formados por nosotros en España y Latinoamérica. Es de tal magnitud la brecha que se va abriendo entre nuestras universidades y las yanquis que probablemente nuestros cerebros tendrán que emigrar crudos. Tendrán que emigrar desprovistos de los últimos (y de los penúltimos) sacramentos técnicos y culturales. Cada vez son más las especialidades que hay que ir a adquirir fuera. Cada vez es mayor el caudal de conocimientos al que no tenemos acceso. Nuestras universidades han fallado.

¿Universidades para qué?

En España y América casi todo ha fallado, pero nada ha fallado tan cruel y sistemáticamente como la educación universitaria. Horroriza pasar balance a nuestra aportación intelectual al mundo. El debe es absoluto. El haber raquítico. No hay, no ha habido, disciplina en letras o ciencias en que se haya abierto paso una escuela argentina, española o uruguaya. Mucho menos nicaragüense o cubana. Durante siglos, especialmente durante los dos últimos, nos hemos acomodado al más infeliz servilismo parasitario. Pensamos con la cabeza de Alemania, con la francesa, con la yanqui y, últimamente, con la rusa. No se trata de regionalismos enfermizos sino de decretarnos más rigor, más seriedad; se trata de demandarnos más esfuerzos. Traducir lo hace cualquiera.

Nuestra postergación intelectual se debe, en gran medida, al fracaso de nuestras universidades. Erramos al delinear los objetivos de estos centros docentes: era tan importante investigar y abrir brecha a la «intelligentzia» del país como graduar profesionales. El futuro sería de los innovadores porque en la calidad y cantidad de cambios introducidos, residía el motor dialéctico del progreso. Mal podría innovar (progresar) el hombre hispanoamericano si su medio intelectual era única y exclusivamente una tardía caja de resonancia del acontecer científico de las naciones más desarrolladas. Falló la estructura universitaria al congelarse en cátedras vitalicias obtenidas, muchas veces, por memoriosos y palabreros. No es posible medir el daño que nos ha hecho nuestra ingenua devoción por la retórica. Padecemos de una vergonzosa atracción por la palabra hueca. Es lamentable el prestigio de nuestros «picos de oro». Todavía se elogian discursos calificándolos de «castelarianos». Todavía goza de reconocimiento el «idiota-de-tribuna». Esa especie martirizante de declamador, que une a la nimiedad del contexto la metáfora barroca y encrespada, el gesto de tenor de ópera bufa y la cadencia melodramática del predicador calvinista. Esa criatura que «habla bonito» ha esterilizado irreparablemente miles de cerebros potencialmente fecundos.

Han fallado nuestras universidades al convertir el concepto de autonomía en una campana neumática para aislarlas del resto del país en lo fundamental (los males sociales, la industria, el trabajo, la demografía, etc.) y comunicarla en lo accesorio (la política). La universidad, en nuestros países, ha sido catapulta de políticos, y uno de los atajos para acercarse al poder. Con todas las imperfecciones de los partidos políticos es fácil hallar una relación entre estabilidad política y la vitalidad de los partidos. Buenos o malos, por ellos discurre la lucha por el poder. No tienen otra función que la de cauce. La universidad ha contribuido a socavar esos cauces presentándose como otra alternativa.

Esta dispersión, aumentada por sindicatos, iglesias y fuerzas armadas politizadas, explica la debilidad de nuestras estructuras políticas. Han fallado los planificadores de nuestras universidades al crear unos monstruos hipertrofiados, embarrancados en la madeja burocrática y de dimensiones ingobernables. Tal vez deban fragmentarse las universidades en facultades independientes, lejanas y particulares. Tal vez, como se propone Inglaterra, no se deba permitir que estos centros pasen de dos mil estudiantes. Se trata de desmititicar al universitario y a su medio. No es ésa una etapa idílica donde son lícitos y plausibles los extremismos de izquierda o derecha, sino una etapa, por demás bastante breve, en que se adquirirán unos conocimientos cuya aplicación, modificación o retransmisión, resultarán útiles o gratos a la comunidad. Creo que la rebeldía y la protesta, son siempre legítimas, pero me parece un rito grotesco que se ejerzan durante cuatro o cinco años y en virtud de un status transitorio que termina con la graduación.

Ha fallado la universidad en no coordinar sus actividades con la sociedad a la que se debe. ¿Cuántos de los laboratorios universitarios españoles e hispanoamericanos investigan para la industria? ¿Cuántas de nuestras facultades de letras tienen a sus sociólogos desmontando la máquina social, a sus sicólogos orientando a los necesitados, a los estudiantes de medicina practicando en el campo o a los de derecho protegiendo los intereses de los desvalidos? Es falso que nuestra relativa pobreza material impida un esfuerzo y unos logros mayores. La Universidad de Jerusalén, y el Instituto Técnico de Haifa, ambos en Israel, están entre los diez centros universitarios más importantes y creativos del mundo. Y el presupuesto de esas instituciones no es mayor que el de algunas de nuestras grandes universidades. Es cuestión de método, de orientación, de objetivos.

España e Hispanoamérica necesitan estructurar una política universitaria coherente. Estados Unidos, media Europa y Rusia no han logrado excelentes sistemas educativos por la pujanza económica, sino a la inversa: la educación en esos países ha posibilitado el formidable crecimiento. Nosotros no podemos perder más tiempo en clases de retórica. Corremos el riesgo de desaparecer para la historia de la cultura contemporánea. Ya apenas figuramos.

No pensamos, luego no existimos

La confesión es dolorosa, pero impostergable: los hispanoamericanos no hemos parido una idea que valga la pena. Nuestra aportación a la cultura occidental no trasciende lo puramente folklórico. O a lo sumo: lo artístico. No hay almas teóricas en nuestro mundo. Pensamos con la cabeza ajena… y escarmentamos en la propia. En la gestación de la cultura nos conformamos, humildemente, con ser intérpretes, sin intentar siquiera ser compositores. Llegamos a Justo Sierra o a Varona, pero nunca a Comte. Logramos un Vaz Ferreira o un Korn, pero no alcanzamos un Ortega. Nuestros «genios» son fieles, leales y competentes transmisores de ideas ajenas.

Más que hitos de la cultura son meros agentes de ella. No hay duda que esta labor es importante. Sin los «maestros» Vasconcelos, Frondizi, Hostos, Bello o Zea, volveríamos a la selva, pero Hispanoamérica, con doscientos millones de habitantes, cuatrocientos años de universidades y siglo y medio de vida republicana bien podía decretarse un esfuerzo más serio que el que realiza. No existe ninguna justificación válida para el hecho innegable de nuestra indigencia intelectual. Sencilla y brutalmente: hemos sido horros de pensamiento profundo.

El sueño de una «cultura hispanoamericana» es imposible en un mundo que tiende a homogeneizarse. Pero de ahí a negarnos a la especulación, de ahí a cerrarnos a la aventura de pensar, hay un abismo. Es vergonzoso que en Filosofía —o en cualquiera de sus desprendimientos: Sociología, Antropología, Psicología, etc.— no haya surgido una idea hispanoamericana a la que se le pueda ver la cara. Esta horrenda superficialidad nuestra tiene una causa antes apuntada: el estado de nuestras universidades. Las universidades buenas de Latinoamérica y España no pasan de ser fábricas de profesionales. Las malas son meras expendedoras de títulos. Nuestros «Doctores en Filosofía», en la mayor parte de los casos, se quedan en la mera historia de la Filosofía. O lo que es lo mismo: no traspasan la epidermis.

Los estudiantes mecánicamente acumulan millares de datos sin el menor asomo de enjuiciamiento crítico. A los cuatro o cinco años de bucear en la más espesa estupidez, emergen satisfechos con un pomposo título de doctor apretado entre los dientes.

Hay razones económicas que en cierta medida justifican nuestra deserción de la mesa de experimentación científica. Pero la especulación filosófica —para «filosofar» en el sentido más amplio y hermoso de la palabra— básicamente se requiere dedicación, método e inteligencia, y por encima de todo, puro amor a la sabiduría. Nosotros parece que no amamos la sabiduría. Otra condición se hace indispensable: respeto por nosotros mismos. Sé que un alemán o un francés mirarían con cierta sospecha cualquier sistema de ideas puesto en marcha por un paraguayo o por un hondureño, pero si el pensamiento surge robusto no les quedará otro remedio que aceptarlo. En algún momento se acostumbrarían a la idea de que la inteligencia hispanoamericana es, además de artistas plásticos y escritores de ficción, gente capaz de profundizar, audaces caminantes de abismos. Mientras esto no ocurra, seguiremos siendo… pintorescos.