CAPITULO XI
Gilbert Focker galopó sin descanso durante las tres jornadas siguientes, empujado por su deseo de llegar a Fort Noon antes de que el convoy que transportaba las armas partiera hacia el fuerte Bart.
Cuando, mediada la tarde del cuarto día, el rural detuvo su caballo ante las puertas del establecimiento militar, se hallaba al borde del agotamiento.
—Necesito ver al comandante Bradly —dijo al soldado que montaba guardia en la puerta—. ¡Es urgente!
Cruzó el patio del fuerte y repitió su deseo al oficial que acudió a su encuentro.
—Dígale que Gilbert Focker, el rural, está aquí. ¡Tiene que recibirme en seguida!
Unos minutos más tarde, el mismo oficial le conducía al despacho del jefe supremo de Fort Noon.
Frank Bradly —56 años, alto, enjuto, con una puntiaguda barba rubia impecablemente uniformado— estaba sentado detrás de la mesa del despacho cuando la puerta se abrió para dejar paso a su visitante.
—¡Gilbert, muchacho! —exclamó, tendiendo la mano al rural—. ¿Qué haces en Fort Noon?
—Tengo que hablar con usted, comandante. He hecho un largo viaje desde Bancerville y tiene que escucharme.
—¿Es algo tan grave?
—Mucho, señor. ¿Recuerda los dos asaltos que sufrieron otros tantos transportes militares que llevaban armas?
El gesto de Frank se endureció.
—¿Qué sabes sobre ese asunto? —preguntó con voz tensa.
—Escuche, comandante...
Durante la media hora siguiente, Gilbert Focker expuso al militar todas las investigaciones que Edward Simpson había realizado en Bancerville y el conocimiento que tenían de la carta recibida por Ginger Waltari días antes.
—¡Miserable! Hasta ahora me resistía a creer que entre mis hombres hubiera un traidor —dijo el oficial—. Pero ya veo que estaba equivocado.
Se acercó a la puerta del despacho y, abriéndola, llamó a su ayudante.
—Tráigame una lista con todos los hombres llamados Frank que haya en el fuerte, teniente —le ordenó—. ¡La quiero ahora mismo!
Mientras esperaban a que el oficial cumplimentara la orden, Gilbert y él siguieron cambiando impresiones sobre el tema que les interesaba.
—La carta era clara en ese aspecto, comandante —le dijo el rural—. Señalaba con toda exactitud la fecha de partida del convoy, su destino final y la ruta que seguiría.
—La Mac Millan, ¿verdad?
—Sí, señor —asintió el rural—. Tiene que anular la orden de partida. Los hombres de Forman Maxwell estarán esperando a los carros para asaltarlos igual que hicieron en Murder Pass y en el río Siwach.
—Haremos algo mejor que eso, Gilbert —decidió el oficial, tomando un gran mapa enrollado que tenía sobre la estantería—. Examina este plano de la región. ¿Conoces la llamada ruta Mac Millan?
Extendió el mapa sobre la mesa y Gilbert Focker se inclinó sobre él, siguiendo las indicaciones de su amigo.
—Esta es la posición que ocupa Fort Bart —señaló—. Nosotros estamos en este punto y los carros con las armas deben recorren esta línea...
—Comprendo, señor. El itinerario está muy bien escogido.
—Imagina por un momento que tú fueras Forman Maxwell y tuvieras que preparar el asalto a los carros. ¿Dónde lo harías?
Gilbert Focker estudió unos minutos más el mapa antes de decidirse.
—Sólo veo dos lugares, comandante. Cuando los carros crucen el río o al atravesar esta garganta.
—¡Eso mismo pienso yo, Gilbert! El Paso del Coyote es el sitio ideal para intentar un golpe así...
Se interrumpió al sentir unos golpes en la puerta. Abrió.
—Aquí está la lista que me pidió, comandante —le dijo su ayudante, tendiéndole un papel.
—Espere fuera un momento, teniente. Quizá necesite de usted muy pronto.
Cerró la puerta de nuevo y se acercó a Gilbert Focker con la lista.
—¿Algo interesante, señor?
—Tenemos once hombres, Gilbert. Pero hay que descontar a los tenientes Winters y Ronson; fueron alumnos míos en la academia y respondo personalmente por ellos.
—Entonces nos quedan nueve hombres.
—Digamos más bien, ocho —le corrigió el comandante—, ¿Has olvidado que yo también me llamo Frank?
El rural sonrió.
—Diré al teniente que los haga venir a todos. Quizá interrogándoles podamos descubrir al traidor.
El teniente tardó sólo unos minutos en regresar con los ocho hombres llamados Frank.
—¿Les hago pasar, comandante? —preguntó a través de la puerta entreabierta.
—Mejor uno a uno —le pidió el rural—. Será más fácil estudiar sus reacciones.
Se acercó a la puerta para invitar a pasar al primer soldado.
—¡Un momento, teniente! —detuvo al oficial—. ¿Quién es aquel hombre de los cabellos rojos? El que no lleva uniforme.
—El cantinero, señor.
Gilbert decidió seguir la corazonada. Sabía que su instinto fallaba muy pocas veces y en aquella ocasión, al descubrir al cantinero entre los siete soldados, el recuerdo de Ginger Waltari llegó con fuerza hasta su mente.
—Haga lo que dice este hombre, teniente —ordenó el jefe.
—Muy bien, señor.
El cantinero, que representaba unos treinta y cinco años, se quedó en el centro del despacho, esperando a conocer los motivos de aquella llamada.
—Usted dirá, comandante.
Gilbert Focker decidió jugar fuerte desde el primer momento.
—Vengo de Bancerville, Frank —le dijo, sin dejar de observarle—. Ginger ha recibido su carta...
Las pupilas del cantinero se achicaron a la defensiva; inmediatamente recuperó su aspecto normal.
—No entiendo de lo que habla ese hombre, comandante —dijo—. No conozco a ninguna Ginger.
—Tiene muy mala memoria, Frank —le interrumpió el rural—. Su hermana, en cambio, nos ha hablado de usted.
—¡No es cierto! ¡No tengo ninguna hermana!
—¡No conseguirá nada negando su participación en el robo de las armas! —intervino el comandante.
—Tenemos la carta que mandó a Ginger —mintió el rural— y será fácil comprobar que fue escrita por su mano.
Frank Waltari supo que estaba perdido. Conocía la pena reservada a los que traicionaban al ejército y decidió jugarse el todo por el todo.
Alargó los brazos hacia el comandante Bradly, lanzándole despedido contra el rural, mientras, ágilmente, saltaba sobre la mesa del despacho y salía al exterior a o través de la ventana.
—¡Detengan a ese hombre! —gritó el militar—. ¡Alto, Frank! ¡Entréguese!
Gilbert se apoyó en el alféizar y saltó al otro lado para emprender la persecución del fugitivo.
Este corría desesperadamente hacia los caballos para tratar de salir del fuerte antes de que fuera demasiado tarde para él.
—¡Disparen contra ese hombre! —gritó el comandante a los soldados—. ¡Que no escape!
Frank Waltari derribó a un par de hombres que intentaron cerrarle el paso y, desenfundado su revólver, comenzó a disparar contra los que se le acercaban.
Un soldado se desplomó con un balazo en el vientre, pero Frank Waltari no tuvo tiempo de disparar por segunda vez su arma.
Una lluvia de proyectiles se clavaron en su cuerpo, haciéndole dar un par de traspiés antes de rodar sobre la tierra reseca del patio; quedó allí tendido, inmóvil, con los ojos muy abiertos y su pelo rojizo confundiéndose con la tierra empapada en sangre.
—El no nos dirá nada más, señor —comentó Gilbert con su amigo—. Tenemos que pensar en el convoy que debe llevar las armas a Fort Bart.
—Daré las órdenes pertinentes para que todo salga bien, Gilbert. Tu colaboración y la de tu compañero ha sido decisiva. Habéis evitado que, por tercera vez, nuestros hombres cayeran en una encerrona mortal.
—Y, sobre todo, impediremos entre todos que esos miserables sigan traficando con las armas robadas al ejército; luego son mujeres y niños inocentes los que serían asesinados con ellas.
Frank Bradly asintió gravemente. Recordaba bien lo ocurrido en Murder Pass y en el río Siwach y, en especial, conocía los repetidos ataques que grupos de indios armados estaban haciendo contra los colonos.
—Me sentiré feliz el día que vea colgado a ese Forman Maxwell —le dijo—. Y a todos los que son como él...
* * *
Forman Maxwell se ocupó personalmente de distribuir a sus hombres en las posiciones que debían ocupar a la hora del asalto al convoy militar.
Yale, a su lado, asentía a todas sus indicaciones.
—No quiero que nadie comience a disparar hasta que yo lo haga —le dijo—. Encárgate de que nadie se deje ver hasta el momento preciso.
Echó un vistazo a las paredes del desfiladero y cabeceó satisfecho.
—No podíamos haber encontrado mejor lugar —comentó—. En cuanto los carros estén dentro de la garganta no tendrán defensa alguna.
—Y las armas caerán en nuestro poder con idéntica facilidad que otras veces.
—¿Está Loman en su puesto?
—Nos avisará en cuanto vea que se acercan los carros. Ya no pueden tardar mucho en presentarse.
—Espero que los carros no traigan mucha escolta —habló Forman Maxwell, comprobando el cargador de su rifle—. Esta vez estamos en franca desventaja numérica y habrá que aprovechar bien cada disparo.
—Los diezmaremos en la primera descarga, señor Maxwell —aseguró el capataz—. No olvide que tenemos el factor sorpresa a nuestro favor.
Un agudo silbido les llegó procedente de la boca del desfiladero.
—¡Los carros! Es la señal de Loman.
—¡Todo el mundo a sus puestos! —ordenó Forman Maxwell, ocultándose entre las rocas que debían servirle de parapeto—. Y que nadie dispare hasta que yo lo haga.
Yale se situó a su lado, después de observar cómo todos los hombres de la cuadrilla quedaban perfectamente ocultos a la vista de los soldados.
Tuvieron que esperar todavía cerca de media hora para distinguir la primera carreta entoldada que avanzaba lentamente bajo el implacable sol del mediodía.
—¡Hemos tenido suerte! —habló Yale en voz baja—. Traen poca escolta.
—Es cierto —asintió el falso ranchero—. Creí que ya estarían escarmentados.
Se echó el rifle a la cara y esperó hasta que el último de los carros estuvo dentro del desfiladero.
Una docena de soldados marchaban en torno a las carretas, aparentemente confiados y agobiados por el sol abrasador.
Forman Maxwell escogió al hombre que iba en último lugar. Aseguró la puntería del rifle y apretó el gatillo.
El estampido del arma se multiplicó por mil a causa del eco, rebotando en las paredes rocosas del desfiladero, mientras los hombres de la cuadrilla iniciaban el ataque a los carros.
Pero contra lo que había sucedido en otras ocasiones, los soldados no reaccionaron de una forma alocada; echaron pie a tierra y, como si ya lo tuvieran ensayando, se movieron ordenadamente en busca de protección.
—¡Fuego contra ellos! —chilló Yale—. Son pocos y acabaremos con todos antes de que...
Sus palabras fueron ahogadas por el juramento de rabia que Forman Maxwell lanzó a su lado al ver cómo las lonas de los carros se separaban y de cada uno de ellos comenzaban a descender un gran número de militares.
—¡Hemos caído en una trampa! —chilló—. ¡Alguien nos ha traicionado!
Pero los pistoleros no tuvieron tiempo de reaccionar ante la inesperada presencia de los soldados.
La réplica de éstos causó media docena de bajas en los asaltantes, quienes se mostraban asustados ante la lluvia de proyectiles que se estrellaba, junto a ellos, en las rocas.
Sergio, el mestizo, intentó cambiar de emplazamiento, pero un plomo desgarró su costado, haciéndole caer como un pelele desde lo alto antes de aplastarse contra las rocas del fondo.
—¡Malditos azules! Ahí va uno que no lo cuenta —gritó Warren al tuerto.
Pero éste estaba doblado sobre la roca que le servía de parapeto, con la cabeza ensangrentada, apeado definitivamente de la lucha.
—¡Cubra aquel lado, teniente Ronson! —ordenó Frank Bradly a uno de los oficiales que le acompañaban—. ¡No quiero que escape ninguno con vida!
Gilbert Focker disparaba desde detrás de una de las carretas, buscando con la vista a los pistoleros que les hostigaban desde lo alto.
Un grito de muerte respondió a su último disparo y el rural saltó hacia las primeras rocas de la pared para acercarse a la posición que ocupaban sus rivales.
Sin embargo, éstos estaban sufriendo en su propia carne el meditado plan trazado por Frank Bradly sobre un mapa del terreno y la ofensiva de todos los hombres a su mando comenzó a inclinar rápidamente la lucha a su favor.
—Esto se está poniendo mal, señor Maxwell —señaló Yale, con la espalda apoyada en una roca, llenando el barrilete de su arma.
—¡Seguid disparando! —animó el ranchero a los hombres que aún le quedaban con vida—. ¡Hay que conseguir esas armas!
Tal empeño quedaba, evidentemente, fuera del alcance de los pistoleros supervivientes, quienes ahora seguían luchando únicamente para salvar sus vidas.
—¡Será mejor tratar de alcanzar los caballos! —gritó Maxwell a su capataz—. Hay que salir de aquí antes de que las cosas empeoren.
—Comience a subir, señor Maxwell. Ahora parece que están entretenidos.
Dejaron de disparar para pasar desapercibidos ante los soldados que continuaban respondiendo al fuego allá donde éste se producía, dejando que fueran Boofy y sus compañeros los que llevaran todo el peso de la lucha.
Sólo cinco hombres seguían resistiendo a la acción de los hombres del comandante Bradly.
El rural, que había conseguido llegar a la mitad de la pared del desfiladero, se dio cuenta del intento de Maxwell y su capataz.
Dejó que los soldados se ocuparan de los rufianes y comenzó a ascender rápidamente tras las huellas de los dos fugitivos.
Enfundó el arma y, ayudándose con las manos, fue ganando altura mientras Yale y el ranchero se acercaban a la cumbre.
Fue este último quien se percató de la presencia del rural tras ellos.
—¡Un hombre viene detrás de nosotros! —señaló al capataz—. ¡Dispara contra él!
Gilbert se detuvo en su ascensión y encañonó a los dos hombres.
—¡Quietos donde están! —les gritó.
Vio como Forman Maxwell seguía corriendo hacia lo alto; Yale, por su parte, hincó la rodilla en tierra y comenzó a disparar contra el rural.
Este se arrojó en plancha al suelo mientras tres proyectiles silbaban sobre su espalda; amartilló el arma antes de llegar al suelo y disparó en una postura acrobática sobre el capataz de Maxwell.
Pero éste había cambiado ya de posición y ahora, junto al ranchero, buscó el emplazamiento de su enemigo.
—Tenemos que llegar a lo alto. Desde allí nos será fácil alcanzar los caballos.
A su espalda el tiroteo era cada vez más débil.
—Cúbreme desde aquí —le ordenó Maxwell—. Cuando yo llegue arriba haré lo mismo contigo.
—¡De acuerdo!
Metió un cargador completo en el rifle y comenzó a disparar sobre la última posición desde la que Gilbert Focker había hecho fuego.
Forman Maxwell se tiró a tierra al llegar a lo alto. Respiró fatigosamente y, preparando el arma, gritó a su hombre:
—¡Listo, Yale! ¡Ahora!
Envió una lluvia de plomo sobre la supuesta localización de Focker cuando éste, dando un largo rodeo, conseguía situarse en diagonal de los dos hombres.
Vio cómo éstos se reunían y echaban a correr hacia los dos caballos que les esperaban atados a una raíz.
—¡Mataré al que se mueva! ¡No deis un solo paso más!
Ahora no dejó que Yale se le adelantara.
Con terrorífica precisión abrió fuego contra el fulano, a quien colocó un par de plomos en pleno esternón, mientras Forman Maxwell saltaba sobre la silla de su caballo y lo espoleaba salvajemente.
Pero antes de perderse ladera abajo, volvió la pistola contra el caballo de Yale, metiéndole medio cargador en la cabeza.
El animal se desplomó con un relincho de dolor mientras Gilbert Focker, a la carrera, llegaba hasta allí sin dejar de disparar su arma contra el fugitivo.
Pero Forman Maxwell se perdía ya ladera abajo...