CAPITULO IX
Edward Simpson decidió poner en práctica aquella noche sus planes.
Se retiró temprano al barracón y durmió un par de horas, despertándose cuando el resto de los hombres ya se habían acostado.
Sin embargo, permaneció tendido en su litera, escuchando atentamente los ruidos del exterior, hasta tener la plena seguridad de que la vida había cesado en el rancho.
A su alrededor, en las otras literas, sus compañeros de equipo roncaban sonoramente y a través de las ventanas del barracón se colaba la pálida claridad de la luna.
Edward se dio media vuelta en la cama y quedó sentado. Después tomó las botas en una mano y la canana en la otra y, lentamente, comenzó a acercarse a la puerta.
La abrió con cuidado de no hacer ruido y abandonó el barracón, cerrando de nuevo tras él. Allí se quedó escuchando durante unos segundos hasta comprobar que ninguno de los hombres se había apercibido de su salida.
La tarde anterior, previsoramente, había dejado el caballo trabado fuera de las cuadras y ahora, con rápidos pasos, se dirigió hacia su cabalgadura.
Se alejó con el animal de la brida hasta encontrarse lo suficientemente lejos de la casa como para que el ruido de los cascos no pudiera llamar la atención de ninguno de sus moradores.
Luego subió a la silla y galopó en dirección oeste para alcanzar, tras media hora de marcha, las primeras rocas que se alzaban en aquel lado del rancho.
—Esta vez iré con más cuidado —murmuró, desmontando—. Si quiero evitar que las armas lleguen a poder de los pawnees, es preciso que no me deje sorprender.
Recorrió a pie el largo pasadizo que servía para penetrar en el interior del roquero y allí se detuvo, al final del mismo, buscando con la vista a los hombres que montaban guardia.
La luna estaba cubierta por espesos nubarrones y aquello, al tiempo que le beneficiaba por la oscuridad reinante, dificultó su propósito de descubrir los dos puestos de guardia.
Por fin, vio a uno de los vaqueros, sentado cerca de los restos apagados de una fogata, con el rifle entre las piernas y la cabeza caída sobre el pecho.
«Tengo que sorprenderle antes de que grite y avise a su compañero.»
Se acercó sigilosamente hasta quedar situado a un par de yardas del vigilante, teniendo buen cuidado de no pisar ninguna rama seca que pudiera denunciarle, y preparándose para el salto.
Tensó sus músculos y, de improviso, se arrojó sobre el descuidado guardián encerrando su cuello con una poderosa llave del antebrazo.
Le derribó hacia atrás, apretando con todas sus fuerzas hasta que, poco a poco, el fulano cedió en sus movimientos.
Todos sus músculos se aflojaron y Edward le soltó en el suelo, comprobando que tardaría un largo rato en despertar.
Le ató de pies y manos y, amordazándole le arrastró hasta dejarle oculto entre unos matorrales cercanos; ahora sólo tenía que encontrar al segundo hombre.
Siguió avanzando hacia la parte más profunda del roquero, en el que, sin duda, estaban depositadas las armas robadas al ejército, intentando taladrar las sombras con su mirada.
Pronto vio la calva cabeza de Warren. Estaba tumbado, envuelto en una vieja manta, y parecía dormir plácidamente.
Desenfundó el «Colt» y lo agarró por el cañón en el momento de inclinarse sobre el rufián. Un seco culatazo propinado detrás de la oreja le sirvió para dejar a Warren fuera de combate.
También le ató las manos y los pies y le arrastró hasta el otro lado de las rocas después de amordazarle.
«Ahora tengo el paso libre —se dijo—. Veremos qué es lo que Maxwell guarda tan celosamente ahí dentro.»
Era un lugar perfecto para ocultar cualquier cosa. La arboleda se alzaba, como una densa cortina ante la mirada de los curiosos y las altas rocas cerraban por completo el lugar, al que sólo se podía llegar a través del estrecho y laberíntico pasillo formado por la sucesión de los peñascos irregulares.
Atravesó la arboleda. Sus ojos descubrieron entonces las carretas robadas al ejército a la orilla del río Siwach.
Se acercó a una de ellas y levantó la lona trasera para examinar su interior. Las cajas de armas estaban allí apiladas, con las siglas «US Army» pintadas en negro sobre uno de sus costados.
—No me había equivocado. Estas son las armas que esos miserables piensan entregar a los pawnees a cambio de un puñado de oro. Pero no conseguirán sus propósitos.
Echó un vistazo a los otros dos carros mientras se sacaba del interior de la camisa un largo rollo de mecha que había robado la tarde anterior del almacén del rancho.
Dos de los carros estaban agrupados, pero el tercero se hallaba a alguna distancia de los otros.
«Será mejor que junte los tres —se dijo el rural, acercándose a la carreta más alejada—. De esta forma, todos saltarán al mismo tiempo.»
Pero, pese a todos sus esfuerzos, no consiguió moverla del lugar en que se encontraba. Pesaba demasiado con su carga y Edward abandonó el intento.
Separó las lonas traseras y se cargó una caja de fusiles al hombro, llevándola hasta donde estaban los otros carros. Luego repitió la operación varias veces hasta dejar toda la carga apilada de cualquier manera.
Entonces tomó la mecha y, ayudándose de la punta del cuchillo, introdujo el extremo en uno de los sacos en los que se leía la palabra «Powder».
Confiaba en que los carros transportaran, junto con las armas, pólvora y vio que no se había equivocado.
—¡Perfecto! —exclamó para sí—. Dentro de unos minutos todo esto saltará por los aires y Forman Maxwell se quedará sin su negocio.
Se alejó de los carros, extendiendo la mecha a todo lo largo, hasta que el cabo se escapó de sus dedos.
Encendió un fósforo y, acercando la llama al extremo del cordón azufrado, esperó a ver cómo el fuego avanzaba hacia los carros.
Entonces echó a correr para alejarse del lugar antes de que se produjera la explosión.
De improviso sintió una sacudida bajo sus pies; la tierra pareció temblar y un ruido ensordecedor se extendió a lo largo del roquero.
La onda explosiva le arrojó a tierra mientras una columna de humo se elevaba de los carros y varias explosiones sucesivas iluminaban la noche.
Edward se puso en pie, satisfecho del resultado de la operación, y se alejó hacia el pasillo rocoso.
Pero antes recogió uno de los tizones apagados de la fogata junto a la que había sorprendido al vigilante, con él, sobre la pared de uno de los peñascos cercanos, dibujó una herradura.
Aquello completaba su plan...
Cinco minutos más tarde estaba junto a su caballo. Lo condujo hasta un lugar donde la maleza era lo suficientemente espesa para ocultarse ambos y aguardó el desarrollo de los acontecimientos.
Sabía que no contaba con tiempo suficiente para regresar a la parte central del rancho y había ingeniado aquella estratagema para que los hombres de la cuadrilla no sospecharan de él.
Era fácil imaginar lo que, en aquellos momentos, sucedería ante los barracones de los vaqueros.
El estampido de la explosión les había hecho saltar a todos de sus camas y muy pronto la explanada se llenó de un grupo de hombres adormilados, medio desnudos y sorprendidos, que empuñaban las armas y se preguntaban unos a otros sobre el origen de aquel estruendo.
—¡Eso ha sido una explosión! —chilló Chipp.
—Sí, ¿pero dónde?
—¡En el roquero! ¡El ruido vino de allí!
—¡Las armas! ¡Han volado los carros!
Aquellas palabras pusieron un rugido de rabia, en todas las gargantas; era mucho dinero el que valían los tres carros y una buena parte de él les correspondía.
—¡Los caballos! ¡Hay que ir a ver lo que ha sucedido!
Mientras los hombres preparaban las monturas, Yale subió a la carrera a la casa grande para informar de lo sucedido a Forman Maxwell.
Golpeó la puerta de la alcoba con los nudillos, extrañado de que el ranchero no se hubiera despertado con la explosión, y ante su silencio, abrió el cuarto y echó un vistazo al interior.
—¡Maldito sea! Se ha quedado en el pueblo con Ginger —gruñó, dando media vuelta y corriendo a reunirse con sus hombres.
El grupo se puso en camino hacia el roquero mientras los juramentos y las maldiciones se mezclaban al golpear de los cascos sobre la tierra reseca de la pradera.
Edward los oyó acercarse desde su escondite. Subió a la silla y esperó a que pasaran los jinetes que iban en cabeza.
Después hizo salir a su caballo y se mezcló con el grupo que cerraba la marcha.
—¿Quiénes estaban de guardia esta noche? —preguntó a George para hacerse notar.
Fue Boofy, que cabalgaba delante de él, quien, volviéndose sobre la silla, respondió:
—Warren y Loman. Ellos nos explicarán lo que ha pasado.
—¡Hay que colgar a quien lo hizo! —masculló Sergio, el mestizo.
Tuvieron que formar una larga línea para penetrar en el estrecho pasadizo formado por las rocas.
Pero apenas se ensanchó éste, echaron pie a tierra y contemplaron los efectos de la explosión.
El sol empezaba a asomarse por el horizonte y sus primeros rayos iluminaron débilmente la escena.
Los carros eran un amasijo de hierros retorcidos y maderos carbonizados mientras las culatas y los cañones de los rifles estaban desperdigados en un radio de cincuenta yardas.
—¡Maldita sea! —escupió Yale rabioso—. Todo está destruido.
Sergio reclamó la atención de todos al gritar:
—¡Es Warren! ¡Está aquí, atado!
Corrieron hacia el guardián, a quien rodearon, impacientes por conocer su versión de los hechos.
—No sé nada. Estaba ahí sentado cuando alguien saltó detrás de mí y me apretó el cuello hasta casi estrangularme. Debí perder el conocimiento por la falta de aire...
—¿No le pudiste ver la cara? —le interrogó Yale.
Boofy, George y otros dos hombres acababan de soltar a Loman.
—A mí me golpearon en la cabeza cuando dormía, Yale —le explicó al capataz—. Era el turno de Warren y acababa de acostarme para dormir un rato.
—¡Estúpidos! —bramó el capataz—. Os dejasteis sorprender como dos novatos y mirad lo que ha ocurrido por vuestra culpa. ¡El señor Maxwell se ocupará de vosotros!
Había un gesto de irá en todos los rostros y más de uno cerraba con nerviosismo los dedos sobre sus armas, como si tuviera delante al autor de la explosión.
—Será mejor que regresemos —decidió Yale—. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
—¿Quién pudo venir hasta aquí para volar los carros? ¿Tú qué crees, Boofy? —preguntó Edward al pistolero, fingiendo ignorancia.
—No lo sé, Simpson. Pero el día que lo sepa te juro que voy a arrancarle la piel a tiras; después le llenaré la boca de pólvora y le daré a chupar una cerilla encendida.
Empezaban a retirarse, enfurecidos y cabizbajos, cuando Loman se detuvo ante un peñasco.
—¡Eh, mirad esto! ¡Una herradura!
La palabra recorrió al grupo de pistoleros como un latigazo.
—¡Una herradura!
—El emblema de Ringo Macías —señaló en voz alta Chipp—. ¡Hijos de perra!
—¡Ellos han sido! —gritó el mestizo—. Hay que darles una lección.
—¡Vayamos a La Herradura! —propuso Warren a sus compañeros—. Tenemos que hacer una visita a ese antro de cobardes.
De nuevo se movieron todos con excitación, dominados por un salvaje deseo de venganza, impacientes por enfrentarse a sus odiados enemigos.
—¡Un momento, muchachos! Será mejor saber lo que el señor Maxwell opina de todo esto —trató de detenerlos el capataz.
Fue inútil. Todos ardían de indignación y Yale sólo pudo unirse al grupo que ya galopaba, como una legión de diablos enfurecidos, en dirección a Bancerville.
«¡Perfecto! Todo está saliendo como lo había planeado. ¡Ojalá se destruyan entre ellos!», pensó el rural mientras galopaba junto a los hombres de Forman Maxwell.