CAPÍTULO VIII
A bordo del Aristóteles las
horas habían transcurrido largas y monótonas y Spencer, Lurbeck y
Mason, siempre alerta, no habían dejado de vigilar los alrededores
gracias a la visibilidad total que les permitía la cúpula
transparente de la sala de mando.
Todo iba bien. Sin embargo, hacia el centro
del día, un acontecimiento imprevisto casi trastorna el orden de
cosas.
Aparecieron unos animalitos en manada, una
especie de mamíferos intermedios entre la oveja y el ciervo, con su
piel lanuda y sus cuernas desplegadas.
Se habían enseñoreado de la meseta,
cuidadosamente vigilados por un viejo jorakiano armado de un palo y
se habían puesto a comer la hierba escasa, dorada por un sol
implacable.
Pero, de repente, los animales se agruparon
en torno al pastor y empezaron a avanzar hacia el cohete. Spencer
se levantó bruscamente.
—¡Miren! —exclamó— si esos malditos animales
continúan avanzando, se van a dar de narices contra nuestro cohete.
¡Y el pastor con ellos!
En efecto, era lo que iba a suceder de un
instante a otro. Para el rebaño y para el jorakiano, la nave
espacial era ciertamente invisible, pero no dejaba de constituir un
obstáculo material contra el que iban a topar, tarde o
temprano.
Ante aquella reflexión, los tres hombres
habían valorado el peligro, y ya Spencer estaba a punto de conectar
los propulsores anti-g, cuando guiados por el pastor, los extraños
animales se desviaron a su derecha para dirigirse hacia un estrecho
desfiladero rocoso por el que desaparecieron unos instantes más
tarde.
Fue el único incidente notable en todo el
día, y cuando la calma volvió a bordo, los tres hombres volvieron a
sus quehaceres habituales.
El sol ya decaía en el horizonte y Lurbeck y
Mason habían bajado al refectorio para preparar la comida de la
noche.
Spencer continuaba vigilando en la cabina de
mando, dispuesto a intervenir a la menor llamada radiofónica de
Seymour.
Estaba dando unos pasos sumido en sus
reflexiones, cuando de repente su mirada se fijó en el piloto
luminoso encendido permanentemente encima del cuadro de
mandos.
Lo que vio le arrancó un taco bien
sonoro.
Se trataba del piloto de control ideado por
el comandante Thorn, cuyo color verde, se transformaba en rojo, en
estado de invisibilidad, gracias a las membranas oculares de que
estaban provistos los cosmonautas.
Pero ahora, ante la mirada atónita de
Spencer, el piloto había vuelto a su color normal.
¡SE HABÍA VUELTO VERDE!
El astronavegador se examinó, entonces. Su
atuendo protector había cambiado, igualmente, de color y estaba
ahora verde.
—¡Por Júpiter! —exclamó.
En ese momento, Mason y Lurbeck irrumpieron
en el habitáculo. Se habían dado cuenta a su vez, del cambio de
color incomprensible y el asombro que se reflejaba en sus rostros
era comparable al de Spencer.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa? —exclamó
Lurbeck.
—Pues que nos hemos vuelto visibles, gruñó
Spencer. No entiendo ni una palabra.
—¡Dios Santo, George! —exclamó Ted Mason—.
¡Tus pelos!
—¿Qué les pasa?
—Se han vuelto rojizos.
—¡Al cuerno mis pelos!
—Pero...
De un salto, Spencer se catapultó
literalmente al otro extremo de la cabina, ante el aparato de ondas
de invisibilidad. De un gesto seco apretó el botón de mando e,
inmediatamente, las coloraciones cambiaron. El rojo volvió a
reaparecer en sus atuendos y en el piloto de control.
Spencer, se limpió la frente.
—¡Vaya susto que he pasado! pero como este
aparato nos empiece a gastar bromitas...
—¿Qué habrá podido pasar? —preguntó
Lurbeck.
—No tengo ni idea, pero sospecho que con ese
trasto va a haber que estar preparados para tener sorpresas.
—¿Y si llamáramos al Comandante?
Spencer reflexionó un instante y sacudió la
cabeza.
—No —decidió— de momento todo peligro ha
desaparecido. Es preferible esperar su regreso. Seguramente no va a
tardar ya mucho en llamar.
Se miró en un espejo y sorprendió a sus dos
compañeros haciendo lo mismo. ¡Sus facciones sonrosadas y su
pelambrera rojiza, se habían vuelto verdes de nuevo!
—Bueno, murmuró, ¿ya estáis contentos?
* * *
Transcurrió una hora. Las primeras
estrellas aparecían en el firmamento, todavía iluminado con los
resplandores del sol poniente.
La espera se prolongaba y no había llegado
todavía ninguna llamada del Comandante.
Spencer y Mason vigilantes ante las paredes
transparentes, continuaban observando, mientras hablaban de
banalidades.
Algunos aparatos jorakianos pasaban de vez
en cuando por el cielo, pero el espectáculo no tenía nada de
alarmante.
Así había sido desde su llegada y apenas
prestaban ninguna atención a este tráfico aéreo al que terminaron
por habituarse.
Sin embargo, y fue Mason el que se dio
cuenta primero, un grupo de grandes aparatos, panzudos, se habían
parado bruscamente sobre la vertical del Aristóteles, como a unos
mil metros de altura.
El rostro de Spencer reflejó entonces su
inquietud.
—Es curioso. Están justo sobre nosotros.
Ted... ¿los radares?
—Funcionan perfectamente.
—No lo entiendo.
—No creo que nos concierna —dijo Lurbeck
incorporándose para observar a su vez.
Apenas había terminado de hablar, cuando los
seis mastodontes descendieron en picado y se posaron sobre la
meseta en torno al Aristóteles.
Los tres hombres se habían levantado de un
salto, sorprendidos por este ataque imprevisto. En una fracción de
segundo, se habían apercibido del drama.
—Maldición —resopló Lurbeck— nos han
detectado.
—Cada uno a su puesto —ordenó Spencer—.
Propulsión anti-g.
—A la orden —respondió Mason instalándose a
los mandos.
—¡Contacto!
Spencer, crispado a los mandos, conectó
brutalmente los propulsores antigravitacionales, pero, con gran
desmayo, comprobó que nada funcionaba.
Hubo sólo un zumbido que se difundió por
toda la estructura de la nave, pero ésta permaneció pegada al
suelo, como aplastada por una fuerza colosal.
—Estamos rodeados por un campo magnético
—gritó Lurbeck inclinado sobre los instrumentos de mando—.
Imposible el despegue; actúan sobre la masa misma del
aparato.
En efecto, se tenía la impresión de que la
nave espacial se hubiera convertido en una presa de un gigantesco
electroimán de una potencia inimaginable.
La idea cruzó el espíritu de Spencer a la
velocidad del relámpago. El Aristóteles utilizaba energía que,
cíclicamente, pasaba de un campo gravitacional a un campo magnético
y la fuerza utilizada por los jorakianos era de naturaleza
puramente electromagnética.
Había, por consiguiente, absorción de las
radiaciones gravitométricas, las cuales eran desviadas por el campo
conductor enemigo. Pero un campo de una fuerza increíble contra la
cual todos los esfuerzos resultaban inútiles.
Un sudor helado inundó el cuerpo de Spencer
mientras una voz sonó en los captadores ondiónicos de a
bordo.
Una voz dura, seca, imperativa.
—Toda fuga es imposible. Rayos
desintegradotes están dirigidos hacia Uds. Se les ordena evacuar
inmediatamente la nave si pretenden Uds. que no hagamos uso de
nuestras armas.
La voz se había expresado en lenguaje
terrestre y los tres compañeros, espantados, se miraron sin
comprenderse.
¿Cómo los jorakianos podían saber que tenían
que tratar cor representantes de la Unión Terrena?
Cierto que en estado de visibilidad las
siglas pintadas sobre el fuselaje del Aristóteles hubieran
permitido identificar el aparato desde el exterior, pero no era el
caso.
Desde el exterior no había NADA visible. ¡Y
sin embargo...!
Spencer fue el primero en levantarse. Para
él había otra explicación y era la peor de todas. Se imaginaba a
Seymour y a O’Connor víctimas de una torpeza. Los dos hombres
debieron ser sorprendidos por los jorakianos.
En todo caso, era la única hipótesis válida
y se esforzó por guardar toda su calma.
—Inútil resistirse. ¡Evacuación del
aparato!
Salieron de la cabina de observación,
bajaron por la escalera de hierro hasta la base del cohete.
Mientras Ted Mason empezaba a desbloquear la compuerta de salida,
otra idea le cruzó por la mente.
—Conserven la invisibilidad. No aprieten el
botón más que en última instancia. Tenemos todavía una probabilidad
de escapar.
—Pero están rodeando el aparato George —dijo
Lurbeck mientras abría la compuerta metálica.
—Hagan lo que yo les digo. Vamos allá y
estén alertas y dispuestos.
Se bajó la capucha para cubrirse la cabeza y
bajó el primero, seguido inmediatamente por Mason y Lurbeck.
Inmediatamente las armas se dirigieron hacia
ellos y un oficial jorakiano se adelantó hacia ellos. Spencer tuvo
la impresión de que sus ojos se clavaban en él con una fría
intensidad. Esta criatura le estaba MIRANDO con una mezcla de
sorpresa y de furor.
Spencer era incapaz de comprender lo que
pasaba. Instintivamente se miró el traje protector.
No había nada anormal. El atuendo tenía,
para él, ese color rojo característico de la invisibilidad.
Pero ni él ni los otros tuvieron tiempo de
darse cuenta de la extraña situación en que se encontraban. Unas
bolas luminosas salieron de los tubos dirigidos a ellos y
explotaron a sus pies soltando un olor acre y picante.
Se les nubló la vista, se les doblaron las
piernas y se derrumbaron con la sensación de caer en un vacío sin
fin.