CAPÍTULO VII

 

EL estudio de grabación era un gran local alargado, repleto de aparatos electrónicos de lo más diverso.
El que le interesaba a Seymour se encontraba al fondo del local. Se trataba de un gran cofre macizo colocado sobre aisladores en espiral con una serie de pilotos luminosos en su cara principal cuadros y reguladores de intensidad.
Un tubo flexo salía de la masa del cofre, provisto de un objetivo de célula variable.
Accediendo a los deseos de Seymour, Karita, se aprestó a un rápido experimento. Estableció una serie de contactos y un haz invisible barrió su cuerpo, mientras ella continuaba hablando y contestando a las preguntas que le eran hechas.
El resultado fue verdaderamente sensacional y el holograma de Karita que se formó cuando ésta conectó la proyección, la reprodujo en tres dimensiones, con los mismos gestos, los mismos movimientos y las mismas palabras.
La "copia" era prácticamente "palpable"; daba la impresión que, como por encanto, hubiera surgido una segunda Karita en el local.
La imagen desapareció repentinamente y la jorakiana cortó los contactos. Pero el verdadero interés de Seymour y sus compañeros no estaba realmente ahí.
Habiendo abierto el cofre, permanecieron un buen rato inclinados sobre los delicados mecanismos y, finalmente, fue la voz de Timura, la que interrumpió el silencio.
—Un rayo láser que graba las difracciones luminosas sobre un cliché fotográfico. Es, en efecto, la base del holograma más elemental. Ahí es donde la restitución se efectúa gracias a las interferencias multicolores conseguidas partiendo de las estratificaciones de la placa fotográfica.
—Sí, asintió Seymour, pero esta restitución no es solamente visual, está materializada en las tres dimensiones. Ahí es donde aparece el nuevo procedimiento de Gret Warlon.
—¿Y cómo lo explica Ud.? —preguntó O’Connor.
—La conversión en masa de la energía radiante. Siempre el viejo principio de Einstein: la equivalencia de la masa y de la energía. Sea lo que sea, este procedimiento produce, no solamente una fuerza contraria que anula los efectos de la onda relámpago, sino que preserva de la parálisis y de la inconsciencia a las personas sometidas a sus radiaciones.
Timura meneó la cabeza.
—Sí; comprendo su idea —dijo— pero el proyecto no puede ser utilizado más que por una sola persona.
—Lo someteremos a expertos, lo estudiaremos y estoy seguro que con un modelo más grande y perfeccionado, podremos extender el procedimiento a escala planetaria. Y nuestras dos humanidades podrán así quedar protegidas contra un nuevo ataque sorpresa.
—Debe intentarse —asintió Timura—. Les doy mi confianza.
Karita se adelantó.
—Un momento —dijo—. Han hablado Uds. varias veces de ondas paralizantes y dice Ud. que, durante el período durante el cual yo estuve sometida a la radiación del grabador, nuestra humanidad entera estaba como momificada.
—En todo caso es la impresión que hubiera Ud. experimentado si hubiera Ud. tenido la idea de ir a echar una ojeada al exterior —contestó Seymour.
—¿Bloqueado del sistema nervioso y de los músculos motores? ¿Abolición completa de la voluntad? En suma una catatonia generalizada, ¿no?
—¿Por qué razón pregunta Ud. esto?
Karita movió la cabeza varias veces, mientras sus cejas se fruncían, como sumida en una profunda reflexión.
—Es curioso, verdaderamente curioso —acabó por decir.
—¿Qué es lo curioso?
—He oído hablar de una historia análoga, hace algunos años.
—¿Qué quiere usted decir?
—Fue en Vimor, un planeta situado en los confines de nuestro sistema. Yo había ido para dar una serie de recitales y, una noche, me vi envuelta en una extraña conversación. Se trataba de un fenómeno de parálisis idéntico al de que están Uds. contando.
—La cara de Seymour se endureció ligeramente.
—¿Está Ud. segura?
—Sí; me acuerdo muy bien. Parece ser que ese procedimiento lo utilizaban en un mundo lejano para cazar una especie de monos. Una raza cruel pero no desprovista de inteligencia que constituía una verdadera plaga para los humanoides de aquél mundo.
—¿Quién le contó a Ud. eso?
—Un viejo vimoriano, un antiguo viajante del espacio. Pero su relato se remontaba a unos cincuenta años. Naturalmente, nadie le creía, pues el viejo Ghorm tenía fama de ser un charlatán siempre dispuesto a exagerar la cosa. Sin embargo, aseguraba haber sido testigo de una de esas cacerías, donde los monos, petrificados, permanecían en el sitio, incapaces absolutamente de resistir a las ondas paralizantes de los cazadores.
—¡Por el fuego del cielo! —exclamó O’Connor—, ¿y Ud. no dijo nada?
—Despacio, despacio —intervino Seymour—. ¿Dónde se encuentra ese planeta?
La joven suspiró.
—Lo ignoro. Ghorm, parece ser que lo abordó por casualidad. Fue a continuación de una avería que sufrió su astronave, cuando viajaba por el hiperespacio. Según él, estaría a varios miles de años luz.
Timura se volvió hacia Seymour.
—Dan, ¿cree Ud. que pudiera existir una correlación cualquiera con lo que nos ha sucedido?
Seymour movió la cabeza.
—No sé nada —contestó— pero todo eso me parece, de todas formas, muy extraño. ¿Karita, no podríamos encontrar a esa criatura de la que Ud. nos habla?
—¿El viejo Ghorm? Ya no está en Vimor.
—¿Dónde está?
—Cuando volvía a él, hace ya algún tiempo, me enteré que había comprado y arreglado por su cuenta un viejo enlace espacial pero ignoro dónde pueda estar. ¡Hay tantos en el espacio!
—No debe, sin embargo, ser difícil de localizar.
O’Connor chascó sus dedos.
—Estoy seguro que el viejo tacaño de Perhi-Kho nos ayudará —dijo con seguridad—. Ese viejo granuja está al corriente de todo lo que ocurre y si tiene un nuevo rival en la galaxia les aseguro que le conoce.
La criatura de la que hablaba O’Connor, tenía, en efecto, una taberna espacial en el límite de la Periferia bien conocida por todos los aventureros del espacio. Y Perhi-Kho tenía la reputación de estar al corriente de todos los líos que pudieran transmitirse de un extremo de la galaxia al otro.
Pero Karita meneó la cabeza con pesar.
—Inútil ir hasta allí —dijo—. Y aunque Uds. encontraran a Ghorm, no conseguirían nada de él. Es la criatura más odiosa y más testaruda de toda la creación.
—No exagere Ud. Hemos topado con huesos más duros de roer.
—Les repito que no tienen Uds. la menor esperanza, —insistió ella—. Ghorm odia a los humanos hasta el punto de vomitar. No nos recibiría jamás.
—¡Pero Ud. está, de todas formas, en buenas relaciones con él!
—Me odia, pero le encanta mi voz: una cosa compensa la otra.
—¡Bueno! pues en ese caso, vendrá Ud. con nosotros. Eso simplificará la cuestión.
Karita abrió sus inmensos ojos.
—¿Quééééé? ¿Me quieren Uds. llevar consigo?
—No sería éste su primer viaje por el espacio.
—No, claro que no.
—Tenemos dos equipos de socorro.
—En ese caso, si no tienen Uds. inconveniente, me aprovecharé del segundo —terció espontáneamente Timura—. Verá Ud., Dan, considero mi deber seguirles. Se trata también de la suerte de mis semejantes.
Seymour tuvo una sonrisa. Estaba esperando aquella proposición por parte del jorakiano y no pudo sino apreciar su gesto.
—Bravo, Timura, no esperaba menos de Ud. —dijo.
—Pero tendré que prevenir a mis compañeros de la red. Se preocuparían de mi ausencia.
—¿Es verdaderamente necesario?
—El jorakiano pareció dudar un momento antes de añadir:
El jorakiano pareció dudar un momento antes de añadir:
—¿Es verdaderamente necesario?. Podrá Ud. hablarles, Dan, tienen confianza en mí. Nosotros los jorakianos tenemos también nuestro papel que jugar en este asunto y tendremos gran necesidad de su apoyo si queremos un día unir nuestros dos pueblos en una lucha común.
Seymour reflexionó durante unos instantes y finalmente asintió con la cabeza.
Después de todo la idea de Timura no carecía de sensatez.
—Sea, pero el tiempo apremia —dijo—. ¿Qué propone Ud.?
Timura sacó de un bolsillo un plano que desdobló ante Seymour y O’Connor y, con la ayuda de un lápiz rojo, trazó un pequeño círculo en el extremo del sector noreste y explicó:
—Vengan aquí. Utilicen el cohetauto de Karita. Reúnanse conmigo dentro de dos horas. Yo vigilaré su llegada.
—De acuerdo —dijo Seymour embolsándose el mapa—. Pero hay una pega.
—¿Cuál?
—No podemos viajar en estado de visibilidad. Sería demasiado peligroso. Por otro lado, un vehículo sin piloto correría el riesgo de llamar la atención. En fin, ya ven Uds. lo que quiero decir...
El jorakiano sacudió negativamente la cabeza.
—No hay nada que temer —aseguró—. Fíense de Karita, ella se lo explicará. ¡Ah! un último detalle. Se ocuparán Uds. del aparato de Gret Warlon, ¿verdad?
—No se inquiete Ud. por eso.
La idea de Seymour era bien sencilla. Se desmontaría el cofre de acero, se llevaría a la tenaza que dominaba el chalet y Karita permanecería junto a él.
Cuando hubieran terminado con los amigos de Timura, se llamaría al Aristóteles y Spencer vendría entonces a recogerles con el pequeño aerocohete.
Tomadas las disposiciones y habiendo partido Timura, Seymour se volvió hacia Karita.
—Explíqueme Ud. ahora que es lo que ha querido decir Timura con relación a su cohetauto.
Ella se sonrió.
—¡Vaya! nada de particular como verá Ud. mismo.
Karita salió, y penetró en el ramaje seguida por Seymour.