CAPÍTULO 9

Aquello era un caos. Un maldito caos. Resultaba exasperante.

—Era absolutamente previsible —comentó lord William Russell con calma.

—¡Maldita sea! —explotó sir Thomas Graham.

—En todos y cada uno de los detalles —dijo lord William, mostrándose más sensato de lo que cabría esperar por sus veintiún años—, exactamente lo que suponíamos.

—¡Y maldito sea usted también! —exclamó sir Thomas. Su caballo echó las orejas hacia atrás ante la vehemencia de su amo—. ¡Maldito sea! —repitió sir Thomas, que se golpeó la bota derecha con la fusta—. Usted no, Willie, él. ¡Él! ¡Ese condenado!

—¿Quién es ese condenado? —preguntó con seriedad el comandante John Hope, sobrino y primer edecán de sir Thomas.

Sir Thomas reconoció el verso de Macbeth[1], pero estaba demasiado furioso para decirlo. En cambio, espoleó su caballo, hizo señas a sus ayudantes de campo y empezó a dirigirse hacia la cabeza de la columna, donde el general Lapeña había dado el alto una vez más.

Tendría que haber sido todo muy sencillo. La mar de sencillo. Desembarcar en Tarifa y reunirse allí con las tropas británicas enviadas desde la plaza fuerte de Gibraltar, lo cual tuvo lugar según lo planeado, en cuyo punto se suponía que todo el ejército debía marchar hacia el norte. Salvo que no podían salir de Tarifa porque los españoles no habían llegado, de manera que sir Thomas esperó dos días, dos días consumiendo raciones que tenían que reservarse para la marcha. Y cuando las tropas de Lapeña llegaron, sus botes no quisieron arriesgarse a cruzar el oleaje hasta la playa, por lo que las tropas españolas se vieron obligadas a vadear hasta la orilla. Llegaron empapados, temblando, hambrientos, y no estaban en condiciones de marchar, de modo que se perdió otro día.

Aun así, tendría que haber sido fácil. Sólo tenían que recorrer unos ochenta kilómetros que, aun con los cañones y el bagaje, no deberían haberles llevado más de cuatro días. La ruta se dirigía al norte, siguiendo un río al pie de la Sierra de Fates. Entonces, una vez hubieran dejado atrás esas montañas, tendrían que haber cruzado la llanura por un buen camino que llevaba a Medina Sidonia, donde el ejército aliado viraría hacia el oeste para atacar las líneas de asedio francesas ancladas en la ciudad de Chiclana. Esto es lo que debería haber ocurrido, pero no fue así. Los españoles encabezaban la marcha y eran lentos, tan lentos que exasperaban. Sir Thomas, que iba a caballo a la cabeza de las tropas británicas, las cuales constituían la retaguardia, se fijó en las botas hechas pedazos que se habían desechado y dejado a un lado del camino. Algunos españoles cansados habían abandonado la formación, sumándose a las botas rotas, y se limitaban a ver pasar a los soldados de casaca roja y guerrera verde. Y tal vez esto no hubiera importado si hubieran llegado a Medina Sidonia suficientes españoles, descalzos o no, para expulsar a cualquier guarnición que los franceses hubiesen apostado en la ciudad.

El general Lapeña había dado la impresión de estar igual de ansioso que sir Thomas cuando se inició la marcha. Comprendía la necesidad de apresurarse hacia el norte y de virar hacia el oeste antes de que el mariscal Victor encontrara un lugar en el que oponer resistencia. Se suponía que el ejército aliado tenía que aparecer como una tormenta sobre la retaguardia desprotegida de las líneas de asedio francesas. Sir Thomas se imaginó a sus hombres arrasando los campamentos franceses, asolando los parques de artillería, haciendo estallar los polvorines y hostigando al ejército roto para que saliera de sus construcciones defensivas y se pusiera al alcance de los cañones de la línea británica que protegían la Isla de León. Lo único que hacía falta era rapidez, rapidez y más rapidez, pero entonces, el segundo día, Lapeña decidió que sus tropas descansaran los pies doloridos y marcharan en cambio durante la noche siguiente. Incluso esto habría servido, de no ser porque los guías españoles se perdieron y el ejército deambuló trazando un gran círculo bajo el intenso brillo de las estrellas.

—¡Maldita sea! —exclamó sir Thomas—. ¿Es que no ven la estrella polar?

—Hay pantanos, sir Thomas —alegó el oficial de enlace español.

—¡Que se limiten a seguir el camino, maldita sea!

Pero no se había seguido el camino y el ejército anduvo sin rumbo fijo, luego se detuvo y los soldados se sentaron en los campos donde algunos de ellos intentaron dormir. El suelo estaba mojado y la noche resultó sorprendentemente fría, de modo que fueron pocos los que consiguieron descansar algo. Los británicos encendieron unas pipas cortas de arcilla y los asistentes de los oficiales llevaban de un lado a otro los caballos de sus amos en tanto que los guías discutieron hasta que, finalmente, unos gitanos a los que habían despertado en su campamento situado en un alcornocal, les indicaron el camino a Medina Sidonia. Las tropas habían marchado durante doce horas y, cuando acamparon a mediodía ni siquiera habían recorrido diez kilómetros, aunque al menos la caballería de la Legión Alemana del Rey, que servía a las órdenes de sir Thomas, había logrado sorprender a medio batallón de infantería francés que forrajeaba, matando a una docena de enemigos y capturando al doble.

El general Lapeña, en un arrebato de energía, propuso iniciar de nuevo la marcha aquella misma tarde, pero los soldados estaban exhaustos tras una noche perdida y las raciones aún se estaban distribuyendo. Así pues, acordó con sir Thomas esperar hasta que los soldados comieran, y entonces decidió que debían dormir antes de emprender la marcha al amanecer; sin embargo, fue el propio Lapeña quien, llegada la hora del alba, no estaba preparado. Por lo visto un oficial francés, uno de los que había capturado la caballería alemana, reveló que el mariscal Victor había reforzado la guarnición de Medina Sidonia, de modo que ahora la formaban más de tres mil hombres.

—No podemos ir allí —había declarado Lapeña. Era un hombre lúgubre, ligeramente encorvado, con unos ojos nerviosos que rara vez paraban quietos—. ¡Tres mil hombres! Podemos derrotarlos pero ¿a qué precio? A costa de retraso, sir Thomas, retraso. ¡Nos van a retrasar mientras Victor maniobra para rodearnos! —Sus manos realizaban unos movimientos extravagantes, trazando un cerco, hasta terminar apretujadas una con otra—. Tenemos que ir a Vejer. ¡Hoy mismo! —tomó la decisión con magnífica contundencia—. Desde Vejer podemos atacar Chiclana por el sur.

Era un plan viable. El oficial francés capturado, un capitán con gafas llamado Brouard, bebió demasiado vino del general Lapeña y reveló alegremente que en Vejer no había guarnición. Sir Thomas sabía que de la ciudad salía un camino hacia el norte, lo cual significaba que el ejército aliado podía acceder a las construcciones de asedio francesas por el sur en lugar de por el este, y aunque no le gustaba la decisión, reconoció que tenía su lógica.

Así pues, una vez se hubieron cambiado las órdenes, empezaron a marchar cuando ya casi era mediodía y para entonces el ejército era un caos. Resultaba irritante tanta incompetencia.

Ya se distinguía Vejer al otro lado de la llanura, una ciudad de casas blancas en lo alto de una repentina colina en el horizonte del noroeste; sin embargo, los guías habían empezado a dirigir al ejército hacia el sudeste. Sir Thomas acercó su caballo a Lapeña y, con suma diplomacia, señaló la ciudad sugiriendo que sería mejor ir en esa dirección. Tras una larga consulta Lapeña asintió, de modo que el ejército invirtió el sentido de la marcha, cosa que llevó tiempo porque la vanguardia española tuvo que retroceder por un camino lleno de tropas atascadas. Al final consiguieron avanzar en la dirección correcta, pero ahora habían vuelto a pararse. Se habían detenido sin más. Nadie se movía. No se transmitió ningún mensaje por la columna explicando la parada. Los soldados españoles rompieron filas y encendieron sus rollos de papel llenos de tabaco húmedo.

—¡Maldito sea! —volvió a decir sir Thomas mientras cabalgaba al encuentro del general Lapeña. Cuando se efectuó la parada él estaba en la retaguardia de la columna porque le gustaba ir de un lado a otro junto a sus tropas. Podía decir mucho de sus hombres por la manera en que éstos marchaban y se sentía satisfecho de su pequeño ejército. Sabían que los estaban dirigiendo mal, sabían que se hallaban sumidos en el caos, pero se mostraban muy animados. Cerraban la columna los Coliflores, más formalmente conocidos como el segundo batallón del 47.º Regimiento de línea. Sus casacas rojas tenían las vueltas blancas que les daban su sobrenombre, aunque los oficiales de los Coliflores preferían llamar a los soldados de Lancashire «los de Wolfe» en recuerdo del día en que consiguieron echar a los franceses de Canadá. Los Coliflores, un sólido batallón de la guarnición de Cádiz, se hallaba reforzado por dos compañías de los Deshollinadores, los soldados de casaca Verde del tercer batallón del 95.º. Sir Thomas se descubrió para saludar a los oficiales y volvió a hacerlo ante los soldados de los dos batallones portugueses que habían venido en barco desde Cádiz. Le sonrieron y él se quitó el sombrero una y otra vez. Se fijó con aprobación en que los cazadores portugueses, soldados de infantería ligera, se encontraban de magnífico humor. Uno de sus capellanes, un hombre con la sotana manchada de barro, armado con mosquete y con un crucifijo colgado al cuello, exigió saber cuándo podrían empezar a matar franceses.

—¡Pronto! —le prometió sir Thomas, esperando que fuera cierto—. ¡Muy pronto!

Delante de los portugueses se hallaba el Batallón de Flanco de Gibraltar, que era una unidad improvisada, formada por las compañías ligeras y de granaderos de tres batallones de la guarnición de Gibraltar. Tropas de élite todas ellas. Dos compañías del 28.º, un regimiento de Gloucestershire, dos del 82.º, que era de Lancashire, y las dos compañías de flanco del 9.º, muchachos de Norfolk conocidos como los Santos porque la placa de su chacó estaba decorada con una representación de Britania que los españoles tomaron por una imagen de la virgen María. Cuando los Santos marchaban por España, las mujeres hacían una genuflexión y se santiguaban. Más allá de los Flanqueadores de Gibraltar estaban los Faughs, el 87.º, y sir Thomas se llevó la mano al sombrero en respuesta al saludo del comandante Gough.

—Esto es un caos, Hugh, un caos —admitió sir Thomas.

—Ya le daremos sentido, sir Thomas.

—Sí, lo haremos, lo haremos.

Delante del 87.º iba el segundo batallón del 67.º, soldados de Hampshire recién llegados de Inglaterra que no habían sufrido bajas hasta la noche en que asaltaron las lanchas incendiarias. Sir Thomas lo consideraba un buen regimiento, igual que a las ocho compañías que quedaban del 28.º y que aguardaban frente a ellos. El 28.º era otro sólido regimiento de los condados rurales. Procedían de la guarnición de Gibraltar y sir Thomas se alegró de verles porque recordaba a los soldados de Gloucestershire de La Coruña. Aquel día combatieron duramente y también murieron de la misma forma, desdiciendo de su mote: los Petimetres de Cola Plateada. Sus oficiales se empeñaban en llevar unos faldones más largos en sus casacas, unos faldones magníficamente bordados en hilo de plata. El 28.º prefería que se le conociera como a los Rebanadores, en solemne recuerdo del día en que le habían cortado las orejas a un irritante abogado francés en Canadá. El teniente coronel de los Rebanadores estaba hablando con el coronel Wheatley, quien estaba al mando de todas las tropas que se hallaban rezagadas en el camino y Wheatley, al ver que sir Thomas se acercaba a caballo, mandó que le trajeran el suyo.

El comandante Duncan y sus dos baterías de artillería, con cinco cañones cada una, aguardaba por delante de los Cola Plateada. Duncan, que descansaba apoyado en un armón, alzó las cejas cuando pasó sir Thomas y fue recompensado con un rápido encogimiento de hombros.

—¡Desbrozaremos este enredo! —le gritó sir Thomas, y de nuevo esperó no equivocarse.

Delante de los cañones se hallaba su primera brigada y él sabía lo afortunado que era al estar al mando de una unidad como aquélla. Constaba tan sólo de dos batallones, pero ambos eran fuertes. El de más atrás era otro batallón amalgamado, éste compuesto por dos compañías de la Guardia de Coldstream, dos más de fusileros y tres compañías del Tercero de la Guardia de Infantería. ¡Escoceses! Era la única infantería escocesa que tenía a sus órdenes y sir Thomas se descubrió ante ellos. En su opinión, con escoceses como aquéllos podría echar abajo las puertas del infierno, y se le hizo un nudo en la garganta al pasar junto a las casacas rojas con vueltas azules. Sir Thomas era un sentimental. Amaba a los soldados. Hubo un tiempo en el que pensaba que todos los que vestían la casaca roja eran granujas y ladrones, roña de las alcantarillas, y desde que se había alistado en el ejército aprendió que tenía razón, pero también había aprendido a amarlos. Amaba su paciencia, su ferocidad, su resistencia y su valentía. Sir Thomas pensaba a menudo que si moría prematuramente e iba a reunirse con su querida Mary en su cielo escocés, quería morir entre esos hombres tal como sir John Moore, otro escocés, había muerto en La Coruña. Sir Thomas guardaba el fajín rojo de Moore como recuerdo de aquel día, y el tejido tenía las manchas oscuras de la sangre de su héroe. Caviló que la muerte de un soldado era feliz, porque aun con el dolor atroz de la agonía, uno moría en la mejor compañía del mundo. Se dio la vuelta en la silla para mirar a su sobrino.

—Cuando muera, John —le dijo—, encárgate de que se lleven mi cuerpo para que pueda estar junto a tu tía Mary.

—No va a morirse, señor.

—Enterradme en Balgowan —dijo sir Thomas, y tocó el anillo de boda que todavía llevaba—. Hay dinero para pagar el coste del traslado de mi cadáver a casa. Encontrarás que hay dinero suficiente. —Tuvo que tragar saliva al pasar junto a los escoceses y dirigirse al lugar donde el segundo batallón del Primero de Guardia de Infantería encabezaba su columna. ¡El Primero de la Guardia de Infantería! Los llamaban los Carboneros porque, años atrás, habían llevado carbón a sus oficiales para que se calentaran en un gélido invierno londinense, y el de los Carboneros era un batallón de lo más magnífico que había marchado nunca sobre la tierra. Toda la Guardia estaba a las órdenes del general de brigada Dilkes, que se llevó la mano al pico de su sombrero bicornio y se unió al coronel Wheatley para seguir a sir Thomas, pasando junto a las tropas españolas, hasta el lugar en el que el general Lapeña, desconsolado e impotente, permanecía sentado a lomos de su caballo.

Lapeña miro a sir Thomas con tristeza y suspiró, como si hubiera estado esperando la llegada del escocés y la considerara una molestia. Hizo un gesto hacia la distante Vejer, que brillaba blanca en su colina.

Inundación —dijo Lapeña, pronunciando lenta y claramente, y trazó unos círculos con la mano, como para dar a entender que todo era inútil. No se podía hacer nada. El destino había decretado un fracaso. Se había terminado.

—El camino, sir Thomas —tradujo innecesariamente el oficial de enlace—, está inundado. El general lo lamenta, pero así es. —El general español no había expresado su pesar, pero el oficial de enlace creyó prudente sugerir lo contrario—. Es una pena, sir Thomas. Una pena.

El general Lapeña miró apesadumbrado a sir Thomas, pero había algo en su expresión que parecía insinuar que todo era culpa del escocés.

Inundación —repitió, y se encogió de hombros.

—El camino está inundado, en efecto —asintió sir Thomas en español. El trozo anegado se hallaba allí donde el camino cruzaba un pantano que bordeaba un lago y, aunque la vía se había construido en un paso elevado, las fuertes lluvias habían aumentado el nivel del agua de modo que ahora el pantano, el paso elevado y unos cuatrocientos metros de calzada se hallaban sumergidos—. Está inundado —dijo sir Thomas con paciencia—, pero me atrevería a decir, señor, que vamos a encontrarnos con que es transitable. —No aguardó la respuesta de Lapeña, sino que espoleó su montura y se dirigió al paso elevado. El caballo chapoteó y se adentró en el agua que iba subiendo de nivel. El animal se fue poniendo nervioso, sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco, pero sir Thomas mantuvo un firme control sobre él mientras seguía la línea de ramas atascadas a los bordes del paso elevado. Frenó al caballo a mitad de camino en el agua, que entonces le llegaba por encima de los estribos, y gritó hacia la orilla este con una voz acostumbrada a azuzar por los ventosos campos de caza escoceses—. ¡Deberíamos seguir adelante! ¿Me oye? ¡Sigan adelante!

—Los cañones no lo conseguirán —dijo Lapeña—, y no pueden rodear el agua —señaló con expresión triste hacia el norte, donde el terreno pantanoso se extendía más allá de la zona anegada.

Se lo repitió a sir Thomas cuando éste regresó al trote. Sir Thomas asintió con la cabeza y llamó al capitán Vetch, el oficial de ingenieros que había quemado las lanchas incendiarias y al que habían destinado con la guardia avanzada precisamente para que efectuara valoraciones como aquélla.

—Reconozca el terreno, capitán —le ordenó sir Thomas—, y dígame si los cañones pueden utilizar el camino.

El capitán Vetch llevó su caballo por el tramo inundado y regresó con un confiado informe de que la ruta era perfectamente transitable, pero el general Lapeña insistió en que el paso elevado podría haber resultado dañado por el agua, que había que inspeccionarlo como era debido y, si era necesario, repararlo antes de poder arrastrar los cañones hasta el otro lado del lago.

—Pues al menos mande a la infantería —sugirió sir Thomas, y al cabo de un rato se llegó al vacilante acuerdo de que quizá la infantería podía arriesgarse a cruzar.

—Traigan aquí a sus muchachos —ordenó sir Thomas al general de brigada Dilkes y al coronel Wheatley—. Quiero a sus dos brigadas cerca de la orilla. No las quiero desplegadas a lo largo del camino. —No había peligro de que sus brigadas se extendieran y se perdieran en la distancia, pero sir Thomas esperaba que bajo la atenta mirada de las tropas británicas y portuguesas los españoles mostraran cierta presteza.

Las dos brigadas se acercaron a la orilla del lago, dejando los cañones en el camino, pero la llegada de los soldados de sir Thomas no tuvo ningún efecto entre los españoles. Sus soldados se empeñaron en quitarse las botas y los calcetines antes de pisar con cuidado la vía inundada. La mayoría de los oficiales de Lapeña no tenían caballos, pues se habían embarcado pocas monturas en los faluchos, y los que iban a pie exigían que sus hombres los llevaran a cuestas. Avanzaron todos con una lentitud exasperante, como si temieran que el suelo fuera a ceder bajo sus pies y las aguas fueran a engullirlos.

—¡Por el amor de Dios! —refunfuñó sir Thomas mientras observaba a un grupo de oficiales españoles a caballo que, estando ya a medio camino, tanteaban la calzada oculta con unos palos largos, nerviosos. Se volvió hacia su sobrino— John, salude de mi parte al comandante Duncan. Dígale que quiero que traiga los cañones ahora mismo y que quiero que a media tarde estén todos al otro lado de este maldito lago.

El comandante Hope cabalgó para ir a buscar los cañones. Lord William Russell desmontó, sacó un catalejo de la alforja y lo apoyó en la grupa de su caballo para escudriñar el paisaje septentrional. Era un terreno llano cuyo horizonte estaba bordeado de colinas desnudas en las que los pueblos reflejaban el sol invernal. La llanura se hallaba salpicada por una extraña vegetación de hoja perenne que asemejaba el dibujo que haría un niño de un árbol. Eran árboles espigados con un tronco negro y desnudo y un bullón de follaje oscuro que se extendía en lo alto.

—Me gustan esos árboles —comentó sin dejar de mirar por el catalejo.

Sciadopitys verticillata —dijo sir Thomas en tono despreocupado, y entonces vio que lord William lo miraba con sobrecogimiento y asombro—. Mi querida Mary quedó prendada de ellos durante nuestros viajes —explicó sir Thomas—, e intentamos plantar unos cuantos en Balgowan, pero no prendieron. Se diría que los pinos tendrían que crecer bien en Perthshire, ¿verdad? Pues estos no. Se secaron durante el primer invierno. —Parecía relajado, pero lord William se fijó en que el general tamborileaba los dedos con impaciencia en el pomo de la silla. Lord William volvió a mirar por el catalejo, desplazó la lente más allá de un pequeño pueblo medio oculto por la tracería de un olivar y entonces la detuvo. Se quedó mirando.

—Nos están observando, sir Thomas —dijo.

—Sí, ya me lo imagino. El mariscal Victor no es idiota. Son dragones, ¿verdad?

—Un escuadrón. —Lord William hizo girar el largo tubo para enfocar mejor la lente—. No son muchos. Quizá una veintena —veía los uniformes verdes de los jinetes contra las paredes blancas de las casas—. Sí, señor, son dragones, y están en un pueblo situado entre dos montañas bajas. A unos cinco kilómetros de distancia. —Se vio un destello de luz en un tejado y lord William supuso que un francés los estaba mirando con otro catalejo—. Parece ser que nos observan.

—Observan e informan —dijo sir Thomas con abatimiento—. Tendrán órdenes de no molestarnos, Willie, sólo de mantenernos vigilados de cerca, y apuesto el ducado de tu padre contra una de las cabañas de mi guardabosque a que el mariscal Victor ya ha iniciado la marcha.

Lord William escudriñó las colinas a ambos lados del pueblo, pero no se veía a ningún enemigo en las bajas cimas.

—¿Deberíamos decírselo a Doña Manolito? —preguntó.

Por una vez, sir Thomas no puso objeciones al mote burlón.

—Dejémosle en paz —repuso en voz baja al tiempo que miraba al general español—. Si sabe que lo acechan hombres de verde lo más probable es que se dé la vuelta y eche a correr. No se lo cuente a nadie, Willie.

—Soy la discreción personificada, señor —dijo lord William, que plegó el catalejo y volvió a meterlo en la alforja—. Sin embargo, si Victor ha iniciado la marcha, señor… —añadió pensando en las consecuencias de ello, pero dejó la pregunta sin terminar.

—¡Nos bloqueará el paso! —exclamó sir Thomas, que por fin parecía contento—, y eso significa que tendremos que combatir. Y necesitamos combatir. Si echamos a correr esos estúpidos abogados de Cádiz dirán que no se puede vencer a los franceses. Harán un llamamiento a la paz y después nos echarán de Cádiz e invitarán a entrar a los franceses. Tenemos que combatir, Willie, y tenemos que demostrarles a los españoles que podemos ganar. Mire esas tropas —señaló hacia el lugar en el que esperaban los soldados de casaca roja y los de guerrera verde—. Son los mejores soldados del mundo, Willie, ¡los mejores del mundo! Así pues, provoquemos una batalla, ¿eh? ¡Hagamos lo que hemos venido a hacer!

La infantería española que esperaba para cruzar por el paso elevado tuvo que apartarse del camino a toda prisa para dejar pasar a las dos baterías de cañones británicos. Las piezas se acercaron con un ruidoso tintineo de las cadenas de los tirantes y el golpeteo de los cascos de los caballos. El general Lapeña, al ver que sus hombres se dispersaban, espoleó su montura para acercarse a sir Thomas y, con indignación, exigió saber por qué los diez cañones, con sus armones y cureñas, habían roto el orden de marcha.

—Los necesita en la otra orilla —le dijo sir Thomas en tono alentador— por si los franceses vienen mientras sus valientes soldados están cruzando —indicó por señas que hicieran avanzar el primer cañón por el paso elevado—. ¡Con brío! —exclamó dirigiéndose al oficial al mando del cañón—. ¡Obligue a esos jodidos a darse prisa!

—Sí, señor —respondió el teniente con una sonrisa.

Mandaron a una compañía de fusileros para que escoltaran los cañones. Dichos soldados se despojaron de las cartucheras y caminaron por el agua hasta el paso elevado, donde se alinearon en los bordes con la intención de calmar con su presencia a los tiros de caballos. La primera batería, con el capitán Shenley al mando, cruzó a buen ritmo. El agua llegaba por encima de los ejes de las piezas, pero cuatro cañones de nueve libras y un obús de cinco pulgadas y media, cada una de las armas tirada por ocho caballos, cruzaron sin ningún percance. Los armones tuvieron que vaciarse para que el agua no estropeara las cargas de pólvora que transportaban. Las cargas se colocaron en uno de los carros de la batería que era lo bastante alto para mantenerlas secas y que transportaba además otros cien proyectiles de repuesto.

—¡Ahora la segunda batería! —ordenó sir Thomas. En esta ocasión se mostraba de buen humor porque la batería de Shenley, con las cadenas tintineando y las ruedas levantando crestas de rocío, había acosado a los españoles rezagados hasta la otra orilla. De pronto había una sensación de urgencia.

Entonces, el primer cañón de la segunda batería patinó y se salió del paso elevado. Sir Thomas no vio lo ocurrido. Después se enteró de que uno de los caballos había tropezado, el tiro giró a la izquierda, los conductores habían tirado de ellos y la pieza, balanceándose detrás de su armón, se había deslizado fuera del camino, había dado un tumbo por encima del margen y había caído al agua, arrojando a los artilleros del armón y haciendo que los caballos se detuvieran de repente en medio del encharcamiento.

El general Lapeña volvió la cabeza muy lentamente para dirigirle una mirada acusadora a sir Thomas.

Los artilleros fustigaron a los caballos, los caballos tiraron y el cañón no se movía.

Y al otro lado de la llanura, más allá de la gran extensión de terreno pantanoso, un destello de la luz del sol se reflejaba en algo metálico.

Dragones.

* * * *

Todo terminó aquella noche, todo excepto la lucha que determinaría si Cádiz sobrevivía o caía. Sin embargo, la parte traicionera acabó cuando lord Pumphrey fue a la casa que Sharpe había alquilado en San Fernando. Llegó después de anochecer, con la misma bolsa que había llevado a la cripta de la catedral, y a Sharpe le pareció que su señoría estaba más nervioso si cabe que cuando había bajado la escalera para ir al encuentro del padre Montseny que aguardaba en la oscuridad. Pumphrey entró poco a poco en la habitación y abrió un poco más los ojos cuando vio a Sharpe sentado junto a la chimenea.

—Pensé que tal vez estuviera aquí —dijo. Le dirigió una sonrisa forzada a Caterina y luego paseó la mirada por la habitación. Era pequeña y estaba escasamente amueblada con una mesa oscura y unas sillas de respaldo alto. Las paredes encaladas mostraban retratos de obispos y un viejo crucifijo. La luz provenía de una fogata pequeña y de un farol parpadeante colgado bajo una de las vigas negras que cruzaban el techo—. No son éstas las comodidades que le gustan, Caterina —comentó Pumphrey con indiferencia.

—Comparado con el hogar en que me crié esto es un paraíso.

—Es eso, por supuesto —dijo lord Pumphrey—. Se me olvida que creció en una plaza fuerte. —Le dirigió una mirada preocupada a Sharpe—. Me ha dicho que sabe castrar cerdos, Sharpe.

—Debería ver lo que sabe hacerles a los hombres —repuso Sharpe.

—No obstante, estaría mucho más cómoda si volviera a la ciudad —le dijo Pumphrey a Caterina sin hacer caso de las agrias palabras de Sharpe—. No tiene nada que temer del padre Montseny.

—¿Ah no?

—Resultó herido cuando cayeron los andamios de la catedral. He oído que no volverá a caminar, nunca —Pumphrey volvió a mirar a Sharpe esperando una reacción. No obtuvo ninguna, por lo que le sonrió a Caterina, puso la bolsa encima de la mesa, se sacó un pañuelo de la manga, le quitó el polvo a una silla y se sentó—. De manera que los motivos por los que abandonó la ciudad, querida, ya no existen. Cádiz es un lugar seguro.

—¿Y qué pasa con mis motivos para quedarme aquí? —preguntó Caterina.

Pumphrey posó brevemente la mirada en Sharpe.

—Esos motivos son asunto suyo, querida, pero vuelva a Cádiz.

—¿Acaso es el alcahuete de Henry? —preguntó Sharpe con desdén.

—En cierto modo —repuso Pumphrey con aire de falsa dignidad—, su excelencia se siente aliviado de que la señorita Blázquez se haya marchado. Creo que tiene la sensación de que un capítulo desafortunado de su vida ha llegado a su fin. Puede ser olvidado. No, simplemente deseo que Caterina vuelva para así poder disfrutar de su compañía. Somos amigos, ¿no es verdad? —apeló a Caterina.

—Somos amigos, Pumps —dijo ella afectuosamente.

—Pues como amigo tengo que decirle que las cartas ya no tienen ningún valor —le sonrió—. Dejaron de tener valor en el momento en el que Montseny quedó tullido. Me enteré de las desafortunadas consecuencias esta misma mañana. Nadie más intentará publicarlas, se lo aseguro.

—¿Entonces por qué ha traído el dinero, milord? —preguntó Sharpe.

—Porque lo había retirado antes de enterarme de la triste noticia sobre el padre Montseny, y porque está más seguro conmigo que si lo dejo en mi casa, y porque su excelencia está dispuesto a pagar una suma más pequeña a cambio de las cartas.

—Una suma más pequeña —repitió Sharpe en tono apagado.

—Porque tiene buen corazón —añadió lord Pumphrey.

—¿Cómo de pequeña? —preguntó Sharpe.

—Cien guineas —propuso Pumphrey—. La verdad es que resulta muy generoso por parte de su excelencia.

Sharpe se puso de pie y lord Pumphrey hizo ademán de llevarse la mano al bolsillo de su gabán. Sharpe se rió.

—¡Ha traído una pistola! ¿De veras cree que puede enfrentarse a mí? —La mano de lord Pumphrey quedó inmóvil y Sharpe se puso detrás de él—. Su excelencia no sabe un carajo sobre estas cartas, milord. Usted no se lo contó. Usted quiere quedárselas.

—No sea absurdo, Sharpe.

—Porque podrían resultar valiosas, ¿no? Como una pequeña palanca que sostener sobre la familia Wellesley para siempre, ¿verdad? ¿Qué hace el hermano mayor de Henry?

—El conde de Mornington —contestó Pumphrey con frialdad— es secretario de asuntos exteriores.

—En efecto —dijo Sharpe—, y es un hombre útil para tenerlo en deuda con usted. ¿Por eso quiere las cartas, milord? ¿O acaso tiene previsto vendérselas a su excelencia?

—Posee usted demasiada imaginación, capitán Sharpe.

—No. Tengo a Caterina, y Caterina tiene las cartas, y usted tiene dinero. A usted le resulta fácil conseguir dinero, milord. ¿Cómo lo dijo? Subvenciones para los guerrilleros y sobornos para los diputados, ¿no? Pero ahora el oro es para Caterina, quien representa una causa mucho más importante que la de llenarles los bolsillos a una panda de jodidos abogados. Y hay otra cosa, milord.

—¿Sí? —preguntó lord Pumphrey.

Sharpe le puso una mano en el hombro a Pumphrey, con lo que su señoría se estremeció. Sharpe se inclinó para susurrarle al oído de su señoría con voz ronca:

—Si no le paga, le haré lo que usted ordenó que le hicieran a Astrid.

—¡Sharpe!

—Degollar cuesta más que castrar cerdos pero te ensucias casi lo mismo —dijo Sharpe, y desenfundó la espada unos centímetros dejando que la hoja raspara contra la boquilla de la vaina. Notó un estremecimiento en el hombro de lord Pumphrey—. Tendría que hacérselo a usted, milord, por Astrid, pero Caterina no quiere. Bueno, ¿le entrega el dinero?

Pumphrey se quedó inmóvil.

—No va a cortarme el cuello —dijo con una calma sorprendente.

—¿Ah no?

—La gente sabe que estoy aquí, Sharpe. Tuve que preguntar a dos policías militares dónde se alojaba. ¿Cree que van a olvidarme?

—Soy arriesgado, milord.

—Motivo por el cual es usted valioso, Sharpe, aunque no idiota. Si mata a uno de los diplomáticos de su majestad morirá usted. Además, tal como ha dicho, Caterina no dejará que me mate.

Caterina no dijo nada. Se limitó en cambio a menear levemente la cabeza, aunque Sharpe no sabía si era para negar la confiada aseveración de lord Pumphrey o una señal de que no quería que lo matara.

—Caterina quiere dinero —dijo Sharpe.

—Un motivo que comprendo perfectamente —repuso Pumphrey, y empujó la bolsa hacia el centro de la mesa—. ¿Tiene las cartas?

Caterina le dio las seis cartas a Sharpe, éste se las mostró a su señoría y las acercó al fuego.

—¡No! —exclamó Pumphrey.

—Sí —replicó Sharpe, que las arrojó al fuego hecho con restos de maderas que el mar depositaba en la playa. Las cartas llamearon con repentina brillantez, inundando la habitación de un oscilante resplandor que iluminó el pálido rostro de lord Pumphrey—. ¿Por qué mató a Astrid? —le preguntó Sharpe.

—Para proteger los secretos de Gran Bretaña —respondió Pumphrey con dureza—, ése es mi trabajo. —Se puso de pie bruscamente y su frágil figura asumió un súbito aire de autoridad—. Usted y yo somos iguales, capitán Sharpe, sabemos que en la guerra, como en la vida, sólo hay una regla. Ganar. Lamento lo de Astrid.

—No, no es verdad —dijo Sharpe.

Pumphrey hizo una pausa.

—Tiene razón, no es verdad —sonrió de repente—. Juega usted muy bien, capitán Sharpe, lo felicito. —Le lanzó un beso a Caterina y se marchó sin decir nada más.

—Me gusta Pumps —comentó Caterina cuando su señoría se hubo marchado—, y me alegro de que no lo mataras.

—Debería haberlo hecho.

—No —dijo ella con rotundidad—. Él es como tú, un granuja, y los granujas deben ser leales entre sí. —Estaba haciendo montones con las guineas, jugando con las monedas, y la luz de la lámpara que colgaba de la viga se reflejaba en el oro y proyectaba un brillo amarillento en su piel.

—¿Ahora volverás a Cádiz? —le preguntó Sharpe.

Ella asintió con la cabeza.

—Probablemente —respondió, e hizo girar una moneda.

—¿Buscarás un hombre?

—Un hombre rico —dijo ella, mirando la moneda que daba vueltas—. ¿Qué puedo hacer si no? Pero antes de encontrarle me gustaría ver una batalla.

—¡No! —exclamó Sharpe—. No es lugar para una mujer.

—Es posible —se encogió de hombros y sonrió—. Bueno, ¿cuánto quieres, Richard?

—Lo que tú quieras darme.

Empujó un generoso montón por encima de la mesa.

—Eres un estúpido, capitán Sharpe.

—Es probable. Sí.

En algún lugar del sur marchaban dos ejércitos. Sharpe consideraba que existía una posibilidad de poder reunirse con ellos, y el oro no le serviría de nada allí, pero el recuerdo de una mujer siempre era reconfortante.

—Llevemos el dinero arriba —sugirió él.

Y así lo hicieron.

* * * *

Uno de los edecanes del general Lapeña había visto a los dragones. Los observaba mientras ellos salían en fila del distante olivar y se dirigían hacia las tropas que aguardaban en el extremo más alejado del paso elevado. El general Lapeña pidió prestado un catalejo e hizo que un ayudante de campo situara su caballo junto a él para poder apoyar el catalejo en el hombro del edecán.

—Dragones —dijo torvamente.

—No son muy numerosos —terció sir Thomas con brusquedad—, y están muy lejos. ¡Dios mío! ¿Es que no pueden mover ese cañón?

No podían. El cañón, un nueve libras con un tubo de casi dos metros de largo, estaba muy atascado. La mayor parte de la pieza se hallaba bajo el agua y sólo eran visibles la punta de la rueda izquierda y la parte superior de la recámara. Uno de los caballos se sacudía, en tanto que un artillero intentaba mantenerle la cabeza por encima del agua. Los fusileros apostados al borde del paso elevado sujetaban a los demás caballos, pero las bestias estaban cada vez más inquietas y el caballo asustado amenazaba con empujar aún más tanto el cañón como el armón por el terraplén inundado.

—¡Suelte el armón, hombre! —bramó sir Thomas, y cuando su orden no tuvo un efecto inmediato, espoleó su montura para acercarse al paso elevado—. ¡Quiero a una docena más de hombres! —gritó dirigiéndose a la infantería más cercana.

Un pelotón de soldados de infantería portugueses siguieron a sir Thomas, que frenó su montura junto al cañón volcado.

—¿Qué problema hay? —preguntó en tono brusco.

—Aquí abajo parece que hay una alcantarilla, señor —respondió un teniente. El hombre estaba aferrado a la rueda hundida y saltaba a la vista que temía que la pesada arma se le cayera encima—. La rueda ha quedado atrapada en la alcantarilla, señor —añadió el teniente. Un sargento y tres artilleros empujaban el cañón, intentando levantar el ojo del timón por el cual se sujetaba al armón y cada empujón hundía un poco más la pieza, pero al final consiguieron levantar el timón y liberar la clavija, de manera que el armón salió disparado hacia el camino con un chapoteo de cascos. El cañón quedó atrás pero se sacudió de manera peligrosa, y el teniente abrió desmesuradamente los ojos de miedo antes de que el arma se asentara, aunque ahora la recamara estaba sumergida por completo.

Sir Thomas se desabrochó el talabarte y se lo arrojó, junto con la vaina y la escarcela, a lord William, que había seguido a su superior con diligencia hasta el paso elevado. Sir Thomas también entregó el sombrero bicornio a su edecán y el suave viento agitó su cabello cano. Entonces se deslizó de la silla y se sumergió hasta el pecho en el agua.

—No está ni mucho menos tan fría como la del río Tay —dijo—. Vamos, muchachos.

El agua le llegaba entonces a las axilas a sir Thomas. Apoyó el hombro en la rueda en tanto que unos sonrientes fusileros y soldados rasos portugueses se unían a él. Lord William se preguntó por qué sir Thomas había permitido que soltaran la pieza de su tiro de caballos, y entonces comprendió que el general no quería que el arma, al liberarse, diera un salto adelante y aplastara a alguien bajo la rueda. Esta tarea había que realizarla sin prisa pero sin pausa.

—¡Apoyen la espalda! —gritó el general a los soldados que había en torno a él—. ¡Empujen! ¡Vamos, ahora!

El cañón se movió. La recámara volvió a aparecer y luego salió del agua la parte superior de la rueda derecha. Un fusilero resbaló, se deslizó debajo, sacudió los brazos para volver a salir y empujó el rayo de una rueda. Los artilleros habían atado una correa al timón y tiraban desde el camino como si jugaran al tira y afloja.

—¡Ya sale! —gritó sir Thomas triunfalmente, y el cañón subió dando sacudidas hasta el borde y avanzó hasta el paso elevado—. ¡Engánchenlo! —ordenó sir Thomas—. ¡Y en marcha! —Se limpió las manos en la casaca empapada mientras volvía a ensamblarse el ojo del timón. Se oyó el restallido de un látigo y el cañón volvió a ponerse en camino. Un sargento portugués, al ver que el general tenía problemas para montar en su caballo debido a la ropa mojada, se apresuró a ayudarlo y empujó a sir Thomas hacia arriba—. Muchas gracias, se lo agradezco mucho —dijo sir Thomas, que recompensó al hombre con una moneda antes de acomodarse en la silla—. Así se hacen las cosas, Willie.

—Va a coger una pulmonía, señor —dijo lord William con genuina preocupación.

—Sí, bueno, si la cojo, el comandante Hope ya sabe lo que hay que hacer con mi cadáver —dijo sir Thomas. Estaba empapado pero sonreía ampliamente—. ¡El agua estaba fría, Willie! ¡Condenadamente fría! Asegúrese de que esos soldados de infantería se cambien de ropa. —De pronto se echó a reír—. Cuando era un muchacho, Willie, perseguimos a un zorro hasta el Tay. Yo era sólo un niño y los perros no hacían nada más que ladrarle al animal, de modo que metí el caballo en el río y lo atrapé con mis propias manos. ¡Pensé que era un héroe! Mi tío me dio una azotaina por eso. Nunca hagas el trabajo de los perros, me dijo, pero a veces tienes que hacerlo, a veces simplemente tienes que hacerlo.

Los dragones habían virado hacia el norte y en ningún momento se acercaron a menos de kilómetro y medio de las tropas que cruzaban el paso elevado, y cuando la caballería ligera de la Legión Alemana del Rey trotó hacia ellos, los dragones se alejaron al galope. Cruzó el resto de la infantería española, que todavía avanzaba con una lentitud exasperante, por lo que atardecía cuando las dos brigadas de sir Thomas llegaron al otro lado y ya había oscurecido del todo cuando el ejército reanudó la marcha. El camino ascendía a un ritmo continuo y poco dramático hacia las luces de Vejer, que parpadeaban y centelleaban en lo alto de la colina bajo las estrellas. El ejército marchó hacia el norte de la ciudad, siguiendo un camino que lo llevó a un campamento levantado a medianoche en un olivar donde sir Thomas se despojó por fin de la ropa mojada y se agachó junto a una hoguera para entrar en calor.

Al día siguiente salieron unas partidas de forrajeadores que regresaron con una manada de bueyes flacuchos y un rebaño de ovejas preñadas y cabras rebeldes. Sir Thomas estaba inquieto, ansioso por ponerse en marcha y, a falta de otra actividad, cabalgó con un escuadrón de la caballería alemana para descubrir que las colinas del norte y el este se encontraban pobladas de jinetes enemigos. Un escuadrón de la caballería española avanzó a medio galope siguiendo la orilla de un río para reunirse con los hombres de sir Thomas. Su comandante era un capitán que vestía pantalones de peto y chaleco amarillos y una casaca azul con vueltas rojas. Se llevó la mano al sombrero para saludar a sir Thomas.

—Nos están observando —dijo en francés, dando por sentado que sir Thomas no sabía español.

—Es su trabajo —contestó sir Thomas en español. Se había preocupado de aprender el idioma la primera vez que lo destinaron a Cádiz.

—Capitán Sarasa —se presentó el español, y luego sacó un cigarro de su alforja. Uno de sus soldados prendió una llama en la caja de yesca y Sarasa se inclinó sobre ella hasta que el cigarro tiró adecuadamente—. Tengo órdenes de no entablar combate con el enemigo —dijo.

Sir Thomas percibió el tono huraño y comprendió que Sarasa se sentía frustrado. Él quería llevar a sus hombres hasta las cimas de las bajas montañas para que midieran sus fuerzas contra los centinelas franceses.

—¿Tiene órdenes? —inquirió sir Thomas en tono apagado.

—Órdenes del general Lapeña. Hemos venido a proteger a las partidas de forrajeadores, nada más.

—¿Usted preferiría luchar?

—¿Acaso no estamos aquí para eso? —preguntó Sarasa con malhumor.

A sir Thomas le caía bien Sarasa. Era joven, probablemente no había cumplido aún los treinta, y poseía una agresividad que animó a sir Thomas, que creía que los españoles combatirían como diablos si se les daba la oportunidad y, quizás, un buen líder. Hacía tres años, en Bailén, una fuerza española había derrotado a todo un cuerpo francés y lo había obligado a rendirse. Incluso habían capturado un águila, de manera que eran capaces de combatir muy bien, y si el capitán Sarasa era un ejemplo, ellos querían combatir, pero por una vez sir Thomas se encontró con que estaba de acuerdo con Lapeña.

—¿Qué hay al otro lado de la colina, capitán? —le preguntó.

Sarasa dirigió la mirada hacia la cima más cercana en la que se veía a dos vedettes. Un vedette era un puesto de centinelas de caballería apostado para observar al enemigo. Había doce soldados en los dos vedettes mientras que sir Thomas, reforzado ahora por los espadachines de Sarasa, tenía más de sesenta.

—No lo sabemos, sir Thomas —admitió.

—Probablemente no haya nada al otro lado —dijo sir Thomas— y podríamos perseguir a esos tipos y echarlos, y si lo hiciéramos, los veríamos en una colina más lejana y pensaríamos que no se pierde nada en echarlos de allí también, y así seguiríamos hasta que nos habríamos alejado ochenta kilómetros al norte y las partidas de forrajeadores estarían muertas.

Sarasa chupó su cigarro.

—Me ofenden —dijo con vehemencia.

—A mí me asquean —afirmó sir Thomas—, pero los combatimos allí donde escogemos o donde debemos, no siempre cuando queremos.

Sarasa le brindó una breve sonrisa, como para decirle que había aprendido la lección. Dio unos golpecitos en el cigarro para que cayera la ceniza.

—El resto de mi regimiento, sir Thomas —le dijo—, tiene órdenes de reconocer el camino a Conil —hablaba cansinamente.

—¿Conil? —preguntó sir Thomas, y Sarasa asintió. El español seguía mirando a los lejanos dragones, pero era muy consciente de que sir Thomas sacaba un mapa plegado de la alforja. Era un mapa malo, pero mostraba Gibraltar y Cádiz, y entre ellos señalaba Medina Sidonia y Vejer, la ciudad que se hallaba justo al sur. Sir Thomas deslizó el dedo hacia el oeste desde Vejer hasta llegar al océano Atlántico—. ¿Conil? —preguntó de nuevo dando unos golpecitos en el mapa.

—Conil de la Frontera. —Sarasa confirmó la ubicación dando el nombre completo a la ciudad—. Conil junto al mar —añadió con voz más enojada.

Junto al mar. Sir Thomas miró el mapa. Conil se hallaba en la costa, en efecto. A unos dieciséis kilómetros al norte había un pueblo llamado Barrosa y desde allí un camino llevaba en dirección este a Chiclana, que era la base de las líneas de asedio francesas, pero sir Thomas ya sabía que el general Lapeña no tenía intención de utilizar dicha ruta porque, a poco más de tres kilómetros al norte de Barrosa, se encontraba el río Sancti Petri donde, por lo visto, la guarnición española se dedicaba a construir un puente de pontones. Cruzando dicho puente el ejército regresaría a la Isla de León y con otras dos horas de marcha los hombres de Lapeña volverían a estar en Cádiz, a salvo de los franceses.

—No —dijo sir Thomas con enojo, y su caballo se movió, nervioso.

El camino que salía de Vejer hacia el norte era el que había que tomar. Atravesar el cordón de centinelas franceses y marchar con rapidez. Victor iba a defender Chiclana, por supuesto; sin embargo, bordeando la ciudad por el este, el ejército aliado podría lograr que el mariscal francés saliera de la posición que tenía preparada para obligarlo a combatir en el terreno que ellos eligieran. ¿En cambio el general español estaba pensando en dar un paseo por mar? ¿Pensando en replegarse a Cádiz? Sir Thomas no se lo podía creer, pero sabía que un ataque sobre Chiclana desde Barrosa era insostenible. Supondría avanzar por malos caminos rurales para enfrentarse a un ejército en posiciones preparadas y Lapeña nunca contemplaría semejante riesgo. Doña Manolito sólo quería irse a casa, pero para irse a casa haría marchar a su ejército por una vía costera y lo único que tendrían que hacer los franceses era avanzar por dicho camino para atrapar a los aliados contra el mar.

—¡No! —repitió sir Thomas, e hizo dar la vuelta a su caballo para dirigirse al campamento situado a lo lejos. Espoleó a su montura para alejarse pero entonces la frenó bruscamente y se volvió a mirar a Sarasa—. No tiene que entablar combate…, son sus órdenes, ¿verdad?

—Sí, sir Thomas.

—Pero si esos cabrones lo amenazan, entonces su obligación es la de defenderse, ¿no es así?

—Así es, sir Thomas.

—¡No cabe duda de que sí! Y estoy seguro de que usted cumplirá con su obligación, capitán, ¡pero no los persiga! ¡No abandone a los forrajeadores! No vaya más allá de la línea del horizonte, ¿me oye? —Sir Thomas siguió adelante y pensó que sólo con que uno de los centinelas franceses levantara la mano, Sarasa atacaría. Así al menos moriría algún enemigo, aunque por lo visto Doña Manolito quería que el resto viviera para siempre—. Maldito sea —refunfuñó sir Thomas para sus adentros—, maldito, maldito sea. —Y cabalgó para salvar la campaña.

* * * *

—Anoche vi a su amiga —le dijo el capitán Galiana a Sharpe.

—¿Mi amiga?

—Bailando en casa de los Bachica.

—¡Ah! ¿Caterina? —dijo Sharpe. Caterina había regresado a Cádiz en un coche alquilado con una bolsa llena de dinero.

—No me dijo que era viuda —le comentó Galiana en tono reprobatorio—. ¡La llamó señorita!

Sharpe se quedó mirando a Galiana con la boca abierta.

—¡Viuda!

—Iba vestida de negro, con un velo —dijo Galiana—. Lo cierto es que no bailó, por supuesto, pero estuvo mirando el baile. —Sharpe y él se encontraban en un guijarral en el extremo de la bahía. El viento del norte traía el hedor de los buques prisión anclados a cierta distancia frente a las salinas. Dos botes de vigilancia remaban lentamente junto a los buques.

—¿Y dice que no bailó? —preguntó Sharpe.

—Es viuda. ¿Cómo iba a bailar? Es demasiado pronto. Me dijo que su esposo sólo llevaba tres meses muerto. —Galiana hizo una pausa, al parecer recordando a Caterina cabalgando por la playa, donde su vestimenta y conducta no habían sido ni mucho menos propias de alguien afligido por la muerte de un ser querido. Decidió no comentar nada al respecto—. Fue de lo más cortés conmigo —dijo en cambio—. Me gusta.

—Es muy agradable —comentó Sharpe.

—También estaba allí su general de brigada —dijo Galiana.

—¿Moon? No es mi general de brigada —repuso Sharpe—, y supongo que él tampoco estaba bailando.

—Llevaba muletas —dijo Galiana— y me dio órdenes.

—¡A usted! ¡No puede darle órdenes! —Sharpe arrojó una piedra al agua haciéndola girar, con la esperanza de que diera saltitos por encima de las olas, pero se hundió al instante—. Espero que le dijera que se fuera al infierno y se quedara allí.

—Estas órdenes —añadió Galiana al tiempo que extraía un pedazo de papel del bolsillo de su uniforme y se lo entregaba a Sharpe, a quien sorprendentemente iban dirigidas dichas órdenes.

El papel era una invitación al baile en la que había, garabateadas de cualquier manera, unas palabras escritas a lápiz. El capitán Sharpe y los soldados que tenía bajo su mando debían apostarse en el Río Sancti Petri hasta nueva orden o hasta que las fuerzas que en aquel momento comandaba el teniente general Graham hubieran regresado a la Isla de León sin ningún percance. Sharpe leyó los garabatos de la nota una segunda vez.

—No estoy seguro de que el general de brigada Moon pueda darme órdenes —dijo.

—Sin embargo, lo ha hecho —repuso el capitán Galiana—, y yo iré con usted, por supuesto.

Sharpe le devolvió la invitación al baile. No dijo nada, se limitó a lanzar otra piedra a la superficie del agua y, en esta ocasión, logró que rebotara una vez antes de desaparecer. A eso se le llamaba rasar. Un buen artillero sabía cómo hacer que una bala de cañón fuera dando saltitos para aumentar su alcance efectivo. Las balas rasaban el suelo, levantaban polvo y te daban de lleno, con fuerza, sangrientas.

—Es una precaución —explicó Galiana mientras doblaba la tarjeta.

—¿Contra qué?

Galiana seleccionó una piedra, la arrojó con rapidez a poca altura y observó cómo saltaba una docena de veces.

—El general Zayas se encuentra en el puente del Sancti Petri —respondió—, con cuatro batallones. Tiene órdenes de impedir que nadie de la ciudad cruce el río.

—Ya me lo explicó —dijo Sharpe—, pero ¿por qué iban a impedirle el paso a usted?

—Porque en la ciudad hay gente que son afrancesados —le aclaró Galiana—. ¿Sabe qué significa?

—Que están con el bando francés.

Galiana asintió con la cabeza.

—Y algunos de ellos, lamentablemente, son oficiales de la guarnición. El general Zayas tiene órdenes de evitar que dichas personas ofrezcan sus servicios al enemigo.

—Pues que deje marchar a esos cabrones —dijo Sharpe—, tendrán menos bocas que alimentar.

—Sin embargo, no detendrá a las tropas británicas.

—Eso también me lo explicó, y yo le dije que lo ayudaría. Así pues, ¿por qué demonios necesita recibir órdenes de ese condenado de Moon?

—En mi ejército, capitán —contestó Galiana—, uno no puede creerse con derecho a hacer lo que le venga en gana. Requiere órdenes. Ahora usted tiene órdenes, de modo que puede llevarme al otro lado del río y así encontraré a nuestro ejército.

—¿Y usted qué? —le preguntó Sharpe—. ¿Usted tiene órdenes?

—¿Yo? —Galiana pareció sorprendido por la pregunta y entonces hizo una pausa porque uno de los grandes morteros franceses había disparado desde los fuertes del Trocadero. El sonido les llegó monótono y amortiguado desde el otro lado de la bahía y Sharpe aguardó a ver dónde caía la granada, pero no oyó ninguna explosión. El proyectil debía de haber caído en el mar—. Yo no tengo órdenes —admitió Galiana.

—Entonces, ¿por qué va?

—Porque hay que aplastar a los franceses —respondió Galiana con súbita vehemencia—. ¡España debe liberarse! ¡Debemos luchar! Pero yo soy como su general de brigada; al igual que la viuda, yo no puedo unirme al baile. El general Lapeña odiaba a mi padre y a mí me detesta y no quiere que me distinga, por esa razón me deja atrás. Pero yo no voy a quedarme atrás. Voy a luchar por España —la grandilocuencia de sus últimas palabras tenía un deje apasionado.

Sharpe miró la nube de humo que había dejado el disparo del mortero y que se dispersaba empujada por el viento. Trató de imaginarse a sí mismo diciendo que lucharía por Gran Bretaña con esa misma intensidad del sentimiento y no pudo. Él luchaba porque no servía para otra cosa, porque se le daba bien y porque tenía un deber para con sus hombres. Entonces pensó en aquellos fusileros. No se alegrarían de que les mandaran lejos de las tabernas de San Fernando, y era lógico, pero acatarían las órdenes.

—Yo… —empezó a decir.

—¿Qué?

—Nada —contestó Sharpe. Había estado a punto de decir que no podía ordenarles a sus fusileros que tomaran parte en una batalla que no era asunto suyo. Sharpe combatiría si veía a Vandal, pero ésa era una cuestión personal; sin embargo, a sus fusileros ni les iba ni les venía, su batallón se encontraba a kilómetros de distancia y todo era demasiado complicado para explicárselo a Galiana. Además, no era probable que Sharpe viajara con Galiana para reunirse con el ejército. Podría llevar al español al otro lado del río pero, a menos que el ejército aliado se encontrara a la vista, Sharpe tendría que traer de vuelta a sus hombres. El español podía cabalgar campo traviesa para ir al encuentro de Lapeña, pero Sharpe y sus soldados no disponían del lujo de un caballo.

—¿Le contó todo esto a Moon? ¿Lo de que quería luchar?

—Le dije que quería incorporarme al ejército del general Lapeña y que si iba con tropas británicas Zayas no me impediría el paso.

—¿Y él escribió las órdenes sin más?

—Era renuente a hacerlo —admitió Galiana—, pero quería algo de mí, de manera que accedió a mi petición.

—Quería algo de usted —dijo Sharpe, que entonces sonrió al caer en la cuenta de qué debía de ser ese algo—. Así que le presentó a la viuda.

—Exacto.

—Y es un hombre rico —dijo Sharpe—, muy rico. —Lanzó otra piedra y pensó que Caterina iba a desollar vivo al general de brigada.

* * * *

Sir Thomas Graham halló al general Lapeña excepcionalmente alegre. El comandante español había tomado una granja como cuartel general y como hacía un soleado día de invierno y la casa protegía el patio del viento del norte, Lapeña estaba comiendo en una mesa colocada fuera. Compartía la mesa con tres de sus edecanes y con el capitán francés que habían capturado de camino a Vejer. A los cinco hombres les habían servido platos de pan y alubias, queso y un jamón oscuro, y tenían una jarra de cerámica con vino tinto.

—¡Sir Thomas! —Lapeña pareció alegrarse de verlo—. ¿Quiere unirse a nosotros tal vez? —habló en francés. Sabía que sir Thomas dominaba el español, pero él prefería usar el francés. Al fin y al cabo era el idioma en el que se comunicaban los caballeros europeos.

—¡Conil! —Sir Thomas estaba tan enojado que no se molestó en mostrarse cortés. Se deslizó de la silla y le arrojó las riendas a un ordenanza—. ¿Quiere marchar hacia Conil? —le dijo en tono acusador.

—¡Ah, Conil! —Lapeña chasqueó los dedos para llamar a un criado y le indicó que quería que trajeran otra silla de la granja—. Tuve bajo mi mando a un sargento que era de Conil Solía hablar de la pesca de la sardina. ¡Qué munificencia!

—¿Por qué Conil? ¿Acaso tiene apetito de sardinas?

Lapeña miró a sir Thomas con tristeza.

—¿No conoce al capitán Brouard? Nos ha prestado juramento, por supuesto. —El capitán, que llevaba el uniforme azul francés y una espada al costado, era un hombre alto y delgado de rostro inteligente. Tenía los ojos llorosos, medio ocultos detrás de sus gafas de gruesos cristales. Se puso de pie al ser presentado y le hizo una reverencia a sir Thomas.

Sir Thomas no le hizo caso.

—¿Cuál es el propósito de marchar a Conil? —preguntó apoyando las manos sobre la mesa para inclinarse hacia Lapeña.

—¡Ah, el pollo! —Lapeña sonrió cuando una mujer trajo un pollo asado de la cocina de la granja y lo depositó en la mesa—. Garay, ¿quiere trincharlo usted?

—Permítame el honor, excelencia —se ofreció Brouard.

—El honor es todo nuestro, capitán —contestó Lapeña, que le entregó ceremoniosamente el cuchillo de trinchar y un tenedor largo al francés.

—Hemos alquilado unos barcos —gruñó sir Thomas haciendo caso omiso de la silla que habían colocado junto al lugar que Lapeña ocupaba en la mesa— y precisamente hemos esperado a que se reuniera la armada. Hemos esperado a tener el viento a favor. Hemos navegado hacia el sur. Hemos desembarcado en Tarifa porque eso nos permitía alcanzar la retaguardia de las posiciones francesas. ¿Y ahora nos dirigimos a Conil? ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué nos molestamos entonces con la flota? ¿Por qué simplemente no cruzamos el río Sancti Petri y fuimos directos a Conil? ¡Nos hubiera llevado una corta jornada y no hubiéramos necesitado ni un solo barco!

Los edecanes de Lapeña miraron con resentimiento a sir Thomas. Brouard fingió no hacer caso de la conversación y se concentró en trinchar el ave, cosa que hacía con una destreza admirable. Había partido la osamenta en pedazos y ahora cortaba una loncha perfecta tras otra.

—Las cosas cambian —respondió Lapeña con vaguedad.

—¿Qué es lo que ha cambiado? —quiso saber sir Thomas.

Lapeña suspiró. Hizo una señal con el dedo a uno de sus ayudantes de campo, quien al final comprendió que su superior quería ver un mapa. Apartaron los platos, extendieron el mapa sobre la mesa y sir Thomas observó que era una carta mucho mejor que la que le habían proporcionado los españoles.

—Nosotros estamos aquí —dijo Lapeña colocando una alubia justo al norte de Vejer—, el enemigo está aquí —puso otra alubia encima de Chiclana— y tenemos tres caminos por los que podemos aproximarnos al enemigo. El primero y más largo cae al este, por Medina Sidonia —otra alubia sirvió para señalar dicha ciudad—. Sin embargo, sabemos que los franceses mantienen una guarnición allí. ¿No es así, monsieur? —apeló a Brouard.

—Una guarnición formidable —contestó Brouard mientras separaba el muslo con la habilidad de un cirujano.

—De manera que nos encontraremos entre el ejército del mariscal Victor, aquí —Lapeña tocó la alubia que señalaba Chiclana—, y la guarnición de aquí —indicó Medina Sidonia—. Podemos evitar la guarnición, sir Thomas, tomando el segundo camino. Éste va hacia el norte desde aquí y se aproxima a Chiclana desde el sur. Es un camino complicado. No es directo. Sube por estas montañas —dio unos golpecitos con el dedo sobre un sombreado— y los franceses tendrán piquetes apostados allí. ¿No es verdad, monsieur?

—Muchos piquetes —respondió Brouard sacando la espoleta—. Debería informar a su chef, mon général, de que si retira la espoleta antes de cocinar el ave, el trinchado resulta más fácil.

—Es bueno saberlo —repuso Lapeña, que volvió a mirar a sir Thomas—. Los piquetes informarán al mariscal Victor de nuestra llegada y estará preparado. Se enfrentará a nosotros en mejores condiciones. Sinceramente, sir Thomas, no puedo utilizar ese camino si queremos obtener la victoria por la que ambos rezamos. Por fortuna hay una tercera ruta, una que va siguiendo el mar. Aquí. —Lapeña hizo una pausa y colocó otra alubia en la costa—. Es un lugar llamado… —vaciló, pues no estaba seguro de qué lugar era el que señalaba la alubia y el mapa no le ayudó.

—Barrosa —terció un edecán.

—¡Barrosa! Se llama Barrosa. Desde allí, sir Thomas, arrancan senderos que cruzan el monte hasta Chiclana.

—Y los franceses sabrán que vamos a utilizarlos y estarán preparados —comentó sir Thomas.

—¡Cierto! —Lapeña pareció alegrarse de que sir Thomas hubiera comprendido un punto tan elemental—. Sin embargo, sir Thomas, aquí —desplazó el dedo hasta la desembocadura del Sancti Petri— se encuentra el general Zayas con todo un cuerpo de soldados. Si marchamos hacia… —volvió a interrumpirse.

—Barrosa —recordó el edecán.

—Barrosa —repitió Lapeña con energía—, entonces podremos combinamos con el general Zayas. ¡Juntos superaremos en número a los franceses! En Chiclana tienen ¿qué?, ¿dos divisiones? —le planteó la pregunta a Brouard.

—Tres divisiones —confirmó el francés—, es lo último que he oído.

—¡Tres! —Lapeña pareció alarmado, pero agitó una mano como para desechar la noticia—. ¿Dos? ¿Tres? ¿Qué importa eso? ¡Los atacaremos por el flanco! —dijo Lapeña—. Nos acercaremos a ellos por el oeste, los destruiremos y obtendremos una gran victoria. Perdone mi entusiasmo, capitán —añadió dirigiéndose a Brouard.

—¿Se fía de él? —le preguntó sir Thomas a Lapeña, señalando al francés con un gesto de la cabeza.

—¡Es un caballero!

—También lo era Poncio Pilatos —replicó sir Thomas. Clavó uno de sus grandes dedos en la costa—. Si utiliza este camino —dijo— colocará a su ejército entre los franceses y el mar. El mariscal Victor no va a esperar en Chiclana. Va a venir a por nosotros. ¿Quiere ver cómo sus hombres se ahogan en el oleaje?

—¿Y qué sugiere usted? —le preguntó Lapeña en tono glacial.

—Marchar hasta Medina Sidonia —contestó sir Thomas— y aplastar a la guarnición —se detuvo para comerse la alubia que señalaba dicha ciudad— o dejar que se pudran tras sus muros. Atacar las líneas de asedio. Obligar a Victor a marchar hacia nosotros en vez de ser nosotros quienes marchemos hacia él.

Lapeña miró sorprendido a sir Thomas.

—Le admiro —dijo al cabo de una pausa—. De verdad. Su fervor, sir Thomas, es una inspiración para todos nosotros. —Sus edecanes asintieron solemnemente y hasta el capitán Brouard inclinó la cabeza con educación—. Pero permítame que me explique —siguió diciendo Lapeña—. El ejército francés, estará usted de acuerdo, está aquí. —Había cogido un puñado de alubias y las dispuso en forma de media luna por la bahía de Cádiz, desde Chiclana al sur, pasando por las líneas de asedio y terminando en los tres grandes fuertes de los pantanos del Trocadero—. Si atacamos desde aquí —Lapeña dio unos golpecitos en el camino que salía de Medina Sidonia— hostigaremos el centro de sus líneas. Indudablemente avanzaremos a buen ritmo, pero el enemigo convergerá en nosotros por ambos flancos. Correríamos el riesgo de quedar cercados —alzó una mano para detener la inminente protesta por parte de sir Thomas.

»Si venimos por aquí —continuó diciendo Lapeña, que en esta ocasión indicó el camino que iba hacia el sur desde Vejer— atacaremos en Chiclana, por supuesto, pero no habrá nada, sir Thomas, absolutamente nada que evite que los franceses marchen sobre nuestro flanco derecho. —Hizo un pequeño montón con las alubias para demostrar que los franceses podrían arrollar su ataque—. Sin embargo, desde el este, desde… —dudó.

—Barrosa, señor.

—Desde Barrosa —prosiguió Lapeña—, golpearemos su flanco. ¡Les daremos duro! —Estampó un puño contra la palma de la otra mano para indicar la fuerza con la que preveía realizar el ataque—. Aun así intentarán marchar contra nosotros, está claro, ¡pero entonces sus soldados tendrán que atravesar la ciudad! Cosa que les resultará difícil, y nosotros nos ocuparemos de destruir las fuerzas de Victor mientras sus refuerzos todavía estarán abriéndose paso por las calles. ¡Ya está! ¿Lo he convencido? —Sonrió, pero sir Thomas no dijo nada. No es que el escocés no tuviera nada que decir, pero se estaba esforzando para decirlo aunque sólo fuera con un deje de cortesía—. Además —añadió Lapeña—, yo estoy al mando y estoy convencido de que la victoria que ambos deseamos se conseguirá mejor marchando a lo largo de la costa. No podíamos saber todo esto cuando embarcamos la flota, pero es el deber de un comandante ser flexible, ¿no? —No aguardó una respuesta, sino que le dio unos golpecitos a la silla vacía—. Coma un poco de pollo con nosotros, sir Thomas. La Cuaresma empieza el miércoles y no habrá más pollo hasta Pascua, ¿eh? Además, el capitán Brouard ha trinchado el ave a la perfección.

—¡A la mierda el ave! —espetó sir Thomas en inglés, y se volvió hacia su caballo.

Lapeña se quedó mirando al escocés mientras éste se alejaba. Meneó la cabeza pero no dijo nada. Mientras tanto, el capitán Brouard alargó la mano, aplastó la alubia de Barrosa con el pulgar y luego embadurnó la costa con la pulpa de manera que se veía rojiza en el mapa. Sangre en el mar.

—¡Qué torpe soy! —se lamentó Brouard—. Sólo quería quitarla de ahí.

A Lapeña no le preocupó que el mapa se hubiera ensuciado un poco.

—Es una lástima que Dios en su sabiduría decretara que los ingleses debían ser nuestros aliados. ¡Son… —hizo una pausa— tan molestos!

—Son criaturas sin pelos en la lengua —comentó el capitán Brouard, comprensivo—. Carecen de la sutileza de las razas francesa y española. Permítame su excelencia que le dé un poco de pollo. ¿Prefiere pechuga?

—¡Tiene razón! —El general Lapeña estaba encantado con la perspicacia del francés—. No tienen sutileza, capitán, ni refinamiento, ni… —se interrumpió mientras buscaba la palabra adecuada— gracia. Pechuga. Es usted muy amable. Le estoy agradecido.

Y también estaba decidido. Tomaría el camino que ofrecía la ruta más corta hasta Cádiz. Marcharía hacia Conil.

* * * *

Por la tarde hubo otra discusión. Lapeña quería marchar aquella misma noche y sir Thomas protestó diciendo que ya estaban cerca del enemigo y que si se tropezaban con él los soldados debían estar frescos, no exhaustos tras pasarse la noche andando a tientas por un terreno que no conocían.

—Pues marchemos a última hora de la tarde —cedió generosamente Lapeña— y acampemos para pasar la noche. Al amanecer, sir Thomas, estaremos descansados. Estaremos preparados.

Pero pasó la medianoche, pasó el resto de la madrugada y al alba todavía seguían marchando. La columna se había vuelto a perder. Las tropas se habían detenido, habían descansado, se habían despertado, habían marchado, habían vuelto a parar, contramarchar, habían dado la vuelta, reposado unos incómodos minutos, se habían despertado y habían vuelto sobre sus pasos. Los soldados iban cargados con mochilas, morrales, cartucheras y armas y cuando se detenían no se atrevían a desabrocharse el equipo por miedo a que los volvieran a hacer avanzar apresuradamente en cualquier momento. Nadie descansó como era debido, por lo que al alba todos se hallaban exhaustos. El caballo de sir Thomas levantó pequeñas nubes de polvo cuando éste pasó cabalgando junto a sus soldados buscando al general Lapeña. La columna había vuelto a detenerse. Los casacas rojas estaban sentados junto al sendero y miraron al general con resentimiento, como si fuera culpa suya que no les hubieran dado el necesario descanso.

El general Lapeña y sus ayudantes de campo se hallaban en un pequeño collado boscoso en el que había una docena de civiles discutiendo. El general español saludó con la cabeza a sir Thomas desde lejos.

—No están seguros del camino a seguir —dijo Lapeña señalando a los civiles.

—¿Quiénes son?

—Nuestros guías, por supuesto.

—¿Y no saben el camino?

—Sí lo saben —dijo Lapeña—, pero conocen distintas rutas. —Lapeña sonrió y se encogió de hombros como si insinuara que esas cosas eran inevitables.

—¿Dónde está el mar? —preguntó sir Thomas. Los guías lo miraron con aire de gravedad y todos señalaron al oeste y coincidieron en que el mar estaba en esa dirección—. Lo cual tiene sentido —dijo sir Thomas en tono mordaz, e hizo un gesto con la cabeza hacia el este, donde la luz del nuevo día teñía el cielo—, porque el sol tiene la costumbre de salir por el este y el mar se encuentra al oeste, lo cual significa que nuestra ruta hacia Barrosa es por ahí —señaló hacia el norte.

Lapeña pareció ofendido.

—Por la noche, sir Thomas, no hay sol para guiarnos.

—¡Eso es lo que ocurre cuando se marcha por la noche! —gruñó sir Thomas—. Que te pierdes.

Se inició de nuevo la marcha, esta vez siguiendo unos senderos que atravesaban un ondulante brezal salpicado de pinares. El mar apareció a la vista poco después de la salida del sol. El camino llevaba al norte por encima de una larga playa de arena en la que el oleaje rompía y bullía antes de retirarse para encontrarse con la siguiente ola que reventaba. Mar adentro un barco navegaba hacia el sur y sólo sus gavias eran visibles por encima del horizonte. Sir Thomas, que cabalgaba en el flanco interior de su primera brigada, subió a una colina arenosa y vio tres atalayas que salpicaban la costa que tenían delante, reliquias de la época en que los piratas árabes navegaban desde el estrecho de Gibraltar para asesinar, robar y esclavizar.

—La más cercana, sir Thomas, es la torre de Puerco —le explicó su oficial de enlace—. Más allá está la torre de Barrosa y la más lejana es la de Bermeja.

—¿Dónde está Conil?

—Ah, bordeamos Conil durante la noche —dijo el oficial de enlace—. Ahora lo tenemos detrás.

Sir Thomas miró a sus cansadas tropas que marchaban con la cabeza gacha y en silencio. Volvió nuevamente la vista hacia el norte y más allá de la torre de Bermeja vio el largo istmo que llevaba hasta Cádiz y que era una mancha blanca y borrosa en el horizonte.

—Hemos perdido el tiempo, ¿verdad? —dijo.

—¡Oh no, sir Thomas! Estoy seguro de que el general Lapeña tiene intención de atacar.

—Está marchando de vuelta a casa y usted lo sabe —afirmó sir Thomas en tono cansado. Se inclinó sobre el pomo de la silla y de pronto sintió todos y cada uno de sus sesenta y tres años. Sabía que Lapeña se apresuraba a volver. Doña Manolito no tenía intención de torcer hacia el este para atacar a los franceses; él sólo quería estar en Cádiz donde, sin duda, alardearía de haber marchado por Andalucía desafiando al mariscal Victor.

—¡Sir Thomas! —Lord William Russell espoleó su caballo para acercarse al general—. Allí, señor.

Lord William señalaba al nordeste. Le dio un catalejo a sir Thomas. El general extendió los tubos y, utilizando el hombro de lord William como apoyo ligeramente inestable, vio al enemigo. En esta ocasión no eran dragones sino infantería. Una concentración de infantería medio oculta por los árboles.

—Ésas son las fuerzas que ocultan Chiclana —declaró el oficial de enlace con seguridad.

—O las fuerzas que marchan para interceptamos, ¿no? —sugirió sir Thomas.

—Sabemos que tienen tropas en Chiclana —dijo el oficial.

Sir Thomas no alcanzaba a ver si las distantes tropas estaban marchando o no. Plegó el catalejo.

—Vaya al encuentro del general Lapeña —ordenó al oficial de enlace—, salúdelo de mi parte y dígale que tenemos infantería francesa en nuestro flanco derecho. —El oficial de enlace hizo darla vuelta a su caballo pero sir Thomas lo frenó. El escocés estaba mirando hacia delante y vio una colina más al interior de Barrosa, una colina en cuya cima había unas ruinas, un lugar que ofrecería una posición fuerte. Si los franceses estaban planeando un ataque, aquél era el lugar idóneo para apostar soldados. Hacer que las fuerzas de Victor combatieran en lo alto de la colina, hacer que murieran en la ladera y, una vez vencidas, marchar sobre Chiclana—. Dígale al general —instó al oficial de enlace— que estamos listos para dar media vuelta y atacar cuando dé la orden. ¡En marcha!

El oficial de enlace se marchó. Sir Thomas volvió a mirar la colina que se alzaba sobre Barrosa y creyó que la breve y hasta el momento desastrosa campaña aún podía salvarse. Pero en aquel momento, desde mucho más adelante, llegó un traqueteo de disparos. La intensidad del sonido aumentó y descendió en el viento, en ocasiones casi ahogado por el estrépito de las interminables olas; sin embargo, el ruido era inconfundible, era el chasquido de las descargas de mosquetería, un crepitar como el de espinos ardiendo. Sir Thomas se puso de pie en los estribos y miró. Esperaba ver el denso humo de la pólvora que revelara dónde tenía lugar el combate, y al final lo vio. Manchaba la playa más allá de la tercera torre de vigilancia, pero antes del puente de pontones que llevaba de vuelta a la ciudad. Lo cual significaba que los franceses ya les habían cortado el paso, que en aquellos momentos bloqueaban el camino a Cádiz y lo que era aún peor, mucho peor: casi seguro que estaban avanzando desde el flanco interior. El mariscal Victor tenía a la fuerza aliada exactamente donde quería: entre su ejército y el mar. Los tenía a su merced.