CAPÍTULO 7
Sharpe trepó por la escalera a toda prisa. Un mosquete disparó en la nave y las paredes de la catedral amplificaron el sonido. Oyó el chasquido de la bala contra la piedra y su silbido al desviarse hacia el transepto. Hubo entonces un gran estrépito que provocó que sus perseguidores dieran un grito de alarma. Harper había arrojado un sillar de piedra al crucero y la caliza quedó hecha pedazos que resbalaron por el suelo.
—¡Otra escalera, señor! —gritó Harper desde arriba, y Sharpe vio la segunda escalera de mano que se alzaba en la penumbra. Cada una de las sólidas columnas situadas en las esquinas del crucero sostenía una torre de andamios, pero cuando las cuatro endebles torres llegaban a los arcos que se extendían entre los pilares, el andamiaje se ramificaba y se unía para abarcar los muros que se alzaban hasta la base de la cúpula. Disparó otro mosquete y la bala se hundió en un tablón de madera levantando un polvo que casi ahogó a Sharpe mientras trepaba por la segunda escalera que se balanceaba de manera alarmante—. ¡Aquí, señor! —Harper le tendió la mano. El irlandés y lord Pumphrey se encontraban en la amplia cornisa de piedra del tambor, una repisa decorativa que rodeaba el pilar por su mitad. Sharpe calculó que en aquellos momentos distaban del suelo de la catedral unos doce metros, y el pilar todavía ascendía esa misma distancia antes de que los andamios se extendieran bajo la cúpula. Había una ventana en lo alto, en medio de la oscuridad. No la veía, pero la recordaba.
—¿Qué ha hecho? —le preguntó lord Pumphrey con enojo—. ¡Deberíamos haber negociado! ¡Ni siquiera hemos visto las cartas!
—Puede verlas ahora —dijo Sharpe, que arrojó el paquete de cartas en manos de Pumphrey.
—¿Sabe usted lo mucho que ofenderá esto a los españoles? —El regalo del paquete no amainó la ira de Pumphrey—. ¡Esto es una catedral! ¡Harán venir a los soldados en cualquier momento!
Sharpe dio su opinión al respecto y a continuación se asomó al borde del tambor mientras recargaba el rifle. De momento se hallaban bastante seguros, pues la repisa de piedra era ancha y los protegía de los disparos que se efectuaran desde el crucero, pero Sharpe imaginó que sus enemigos no tardarían en intentar trepar por los andamios y atacarles por los flancos. Oía a unos hombres que hablaban abajo, pero también oía algo extraño, algo que recordaba el fragor de la batalla. Era un retumbo parecido al de los cañonazos. Crujía, aumentaba y disminuía de volumen, y Sharpe cayó en la cuenta de que era el viento azotando las lonas que cubrían el techo inacabado. Un mayor estruendo tapó el retumbo, eran los truenos. El ruido de los disparos en la catedral quedaría ahogado por la tormenta y, además, Montseny había cerrado las puertas. El sacerdote no avisaría a los soldados. Codiciaba el oro.
Resonó el traqueteo de una descarga de mosquetería y las balas golpetearon alrededor del tambor. Sharpe supuso que los disparos se habían realizado para proteger a alguien que subía por una escalera. Miró, vio la sombra en la columna de enfrente, apuntó el rifle y apretó el gatillo. El hombre cayó de los peldaños de lado y dio contra el suelo, donde fue arrastrándose hasta la sillería del coro para protegerse.
—¿Tiene un cuchillo? —le preguntó Pumphrey.
Sharpe le dio su navaja. Oyó que Pumphrey cortaba la cuerda, y luego el crujido del papel.
—¿Quiere que el sargento Harper encienda una llama? —le ofreció.
—No es necesario —contestó Pumphrey con tristeza. Desplegó una hoja grande de papel. A pesar de la penumbra del tambor, Sharpe vio que el paquete no contenía las cartas, sino un periódico. Seguramente El Correo de Cádiz—. Tenía usted razón, Sharpe —reconoció Pumphrey.
—Mil quinientas guineas —dijo Sharpe—, mil quinientas setenta y cinco libras. Hay suficiente para retirarse. Podríamos quedarnos el dinero usted y yo, Pat —Sharpe hizo una pausa para morder el extremo de un cartucho—, podríamos coger un barco rumbo a América, abrir una taberna y vivir bien durante el resto de nuestra vida.
—Con mil quinientas guineas no necesitaríamos una taberna, señor.
—Pero sería estupendo, ¿verdad? —dijo Sharpe—. Una taberna en una ciudad costera, ¿eh? La llamaríamos Lord Pumphrey. —Sacó un parche de cuero de la cartuchera, envolvió la bala con él y la atacó en el cañón—. Pero en América no hay lords, ¿verdad?
—No —respondió lord Pumphrey.
—Entonces quizá deberíamos llamarla El embajador y la puta —dijo Sharpe, que deslizó la baqueta en su lugar bajo el cañón. Cebó y amartilló el rifle. Abajo no se percibía ningún movimiento, lo cual sugería que Montseny estaba considerando su táctica. Él y sus hombres habían aprendido a temer la potencia de fuego que se hallaba sobre ellos, pero eso no los disuadiría durante mucho tiempo cuando había en juego mil quinientas guineas inglesas de oro.
—Usted no haría eso, Sharpe, ¿verdad? —le preguntó Pumphrey en tono nervioso—. Me refiero a que no está pensando en quedarse con el dinero, ¿no?
—Por algún motivo, milord, soy un cabrón leal. Dios sabrá por qué. Sin embargo, el sargento Harper es irlandés. Tiene muchas razones para odiar a los ingleses. Un disparo de su fusil de descarga múltiple y tanto usted como yo seremos carne muerta. Mil quinientas guineas, Pat. Podría hacer muchas cosas con eso.
—Sí que podría, señor.
—Sin embargo, lo que ahora tenemos que hacer —dijo Sharpe— es ir a la izquierda. Treparemos hasta esa ventana —señaló. La vista se le había adaptado a la oscuridad y distinguió un leve brillo que revelaba la presencia de la ventana bajo la cúpula—. La atravesaremos. Hay andamios en el muro exterior. Bajaremos por ahí y nos largaremos a la ciudad como ratas que vuelven al agujero.
Para llegar hasta allí debían trepar por los andamios situados por encima del tambor, cruzar luego un tablón estrecho y subir por otra escalera que llevaba a una plataforma destartalada situada bajo la ventana. Las escaleras, al igual que los postes del andamiaje, se hallaban sujetas con cuerdas. No era una subida larga, no eran más de nueve metros; luego debían cruzar una distancia similar y después ascender aproximadamente la mitad más, pero para hacerlo debían exponerse a los hombres del padre Montseny. Sharpe calculó que habría unos ocho o nueve, todos armados con mosquetes, y a esa distancia hasta un mosquete podría alcanzarles. En cuanto abandonaran la protección de la ancha repisa de piedra, seguramente uno de ellos sería alcanzado por una bala.
—Lo que tenemos que hacer —dijo— es distraer a esos hijos de puta. Es una lástima que no tengamos más balas de humo.
—Funcionaron muy bien, ¿verdad? —comentó Harper alegremente. El humo salía por las escaleras de la cripta y se extendía por el suelo del crucero, pero no lo suficiente para ocultar la alta cúpula.
Sharpe se agachó en el tambor y miró los andamios que rodeaban el crucero, Montseny y sus hombres se encontraban en la nave, fuera de la vista. Sin duda estaban esperando a que Sharpe abandonara la seguridad de la cornisa de piedra. Entonces dispararían una descarga. Sharpe pensó que había que distraerlos, confundirlos, pero ¿cómo?
—¿Tiene usted más piedra, Pat?
—Aquí hay una docena de sillares, señor.
—Arrójelos abajo. Para tenerlos contentos.
—¿Puedo utilizar el fusil de descarga múltiple, señor?
—Sólo si ve a dos o tres de ellos. —El fusil de siete cañones era un arma despiadada, pero costaba tanto recargarlo que una vez disparado era inútil.
—¿Y usted qué hará, señor?
—Tengo una idea —dijo Sharpe. Era una idea desesperada, pero Sharpe había visto la cuerda larga que estaba atada a la base del andamio de enfrente. Se elevaba hacia la penumbra, desaparecía en algún lugar de la cúpula y reaparecía más cerca de él. En su extremo había un gran gancho de hierro que estaba atado al andamio de la derecha de Sharpe y a la plataforma situada por debajo de aquella en la que él se encontraba. La cuerda se utilizaba para izar los bloques de mampostería hasta la cúpula—. Devuélvame el cuchillo —le dijo a Pumphrey—. ¡Ahora, Pat! —dijo, y Harper empujó un sillar de piedra caliza y lo arrojó al transepto. Cuando la piedra se estrelló contra el suelo Sharpe bajó por la escalera. No utilizó los travesaños, sino que se deslizó por ella como un marinero por la escalera de cámara, con las manos y los pies en el borde exterior, y soltó una maldición cuando se le clavó una astilla en la mano derecha. Golpeó el tablón de la plataforma con fuerza y notó que temblaba. Una segunda piedra se estrelló ruidosamente contra el suelo de la catedral y Montseny debió de pensar que estaban tirando las piedras porque se habían quedado sin munición, pues salió con otros tres hombres, todos armados con mosquetes.
—Que Dios os bendiga —dijo Harper, y disparó el fusil de descarga múltiple. El ruido fue ensordecedor, una gran explosión que resonó por la catedral mientras las siete balas desgarraban el espacio entre los sillares del coro. Abajo un hombre soltó una maldición al mismo tiempo que Sharpe alcanzaba el gancho. Un mosquete le disparó, pero el disparo provenía del extremo más alejado del transepto y la bala pasó a casi un metro de distancia. Sharpe agarró el pesado gancho y cortó la cuerda que lo sujetaba, luego se llevó el gancho y su pesada soga por el tablón y volvió a subir la escalera hasta el tambor justo cuando estallaron otros dos disparos brillantes en la penumbra de abajo. Le dio el gancho a Harper.
—Tire de él —le dijo—. Sin sacudidas, sólo tire con todas sus fuerzas. —No quería que los hombres de abajo comprendieran lo que estaba ocurriendo, por lo que tenían que tirar de la cuerda de forma gradual.
Un débil chirrido proveniente de la oscuridad de arriba reveló que la cuerda pasaba por un haz de sogas que había en lo alto. Sharpe vio que la cuerda se tensaba y oyó gruñir a Harper. Una sombra se movió abajo y Sharpe agarró el rifle, apuntó con demasiada rapidez y disparó. La sombra desapareció. Harper tiraba con toda su enorme fuerza y Sharpe sacó otro cartucho.
—No se mueve —dijo Harper.
Sharpe terminó de recargar y le dio el rifle y la pistola a lord Pumphrey.
—Distráigalos, milord —le dijo. Se agachó junto a Harper y ambos tiraron de la cuerda. No se movió ni un centímetro. El firme extremo estaba atado a un poste del andamio que parecía inamovible. El nudo se había deslizado hacia arriba, donde había otro poste sujeto transversalmente, y no iba a moverse más. El ángulo tampoco era el adecuado, resultaba demasiado agudo, pero si Sharpe conseguía mover el poste, quizá pudiera tener la distracción que quería.
Lord Pumphrey disparó una de sus pistolas de duelo, luego la otra, y Sharpe oyó un grito en la nave.
—¡Bien hecho, milord! —le dijo. Decidió abandonar la cautela—. Tire —le dijo a Harper, y dieron una serie de fuertes tirones ala cuerda. Sharpe tuvo la impresión de que el poste se movía levemente, sólo una sacudida, y los hombres de abajo debieron de darse cuenta de lo que estaban haciendo, pues uno de ellos salió corriendo de la nave con un cuchillo en la mano. Lord Pumphrey disparó una de las pistolas de la marina y la bala rebotó en el suelo enlosado y salió disparada por la nave con un silbido. El hombre había llegado al andamio y trepó por él para cortar la cuerda—. ¡Tire! —dijo Sharpe, y Harper y él dieron un fuerte tirón. El poste del andamio se combó hacia fuera. El andamiaje era viejo. Llevaba allí casi veinte años y las cuerdas estaban desgastadas. Algunos de los sillares que había apilados en las plataformas se desplazaron. En cuanto empezaran a moverse ya no se detendrían—. ¡Tire! —repitió Sharpe, y volvieron a tirar de la cuerda. Esta vez el poste del andamio se separó limpiamente del resto de la estructura. Las piedras empezaron a atravesar las tablas con estrépito. El hombre del cuchillo se apartó de un salto para salvar la vida y en aquel preciso momento el resto del andamiaje del otro lado del crucero se vino abajo en un mar de ruido y polvo.
—Ahora —dijo Sharpe.
El ruido fue terrible. Los postes, tablones y piedras chocaron y se rompieron, se astillaron y golpearon cuando casi treinta metros de andamios cayeron en cascada sobre el crucero. Los bloques de piedra partieron postes y tablones, pero lo que resultó más útil fue el polvo. Era más espeso que el humo y surgía de entre la piedra y la madera que se derrumbaba como una oscura nube gris que atenuaba la débil luz de las velas proveniente de las capillas de la catedral. El andamio que cruzaba Sharpe empezó a sacudirse a medida que la destrucción se extendía en torno al crucero. Sharpe empujó a Pumphrey para que subiera por la escalera. Harper ya estaba arriba y utilizaba la culata de su fusil de descarga múltiple para romper la ventana.
—¡Use la capa! —gritó Sharpe. Oyó que alguien gritaba abajo.
Harper puso la capa sobre los fragmentos de cristal roto de la parte inferior de la ventana y tiró de Pumphrey sin ningún miramiento para que subiera a su lado.
—¡Vamos, señor! —Le cogió la mano a Sharpe y la agarró justo cuando los tablones se deslizaron bajo los pies de éste. Cayó lo que quedaba del andamio y la catedral se llenó de más ruido y polvo.
En aquellos momentos se balanceaban peligrosamente en el borde de la ventana. Tras ellos, el crucero era un hervidero de humo que apagó las velas, por lo que la catedral quedó sumida en una completa oscuridad.
—Hay una caída, señor —le advirtió Harper. Sharpe saltó, creyó que no dejaría nunca de caer y de pronto golpeó contra un tejado plano. Pumphrey fue el siguiente, y soltó un bufido de dolor al caer, luego saltó Harper—. Dios salve a Irlanda, señor —dijo el sargento con fervor—. ¡Ha sido una huida desesperada!
—¿Tiene el dinero?
—Sí —contestó Pumphrey.
—Me ha gustado —dijo Sharpe. Le dolía horriblemente la cabeza y le sangraba la mano, pero no podía hacer nada respecto a ninguna de las dos cosas—. Me ha gustado mucho —dijo. El viento tiró de él. Oyó las olas que rompían cerca de allí. Al acercarse al borde del tejado vio la palidez de las grandes y agitadas olas al otro lado del malecón. Había empezado a llover de nuevo, o tal vez fuera el rocío del mar arrastrado por el viento—. El andamio está en el otro lado —anunció.
—Creo que me he fracturado el tobillo —dijo lord Pumphrey.
—No, no está roto, maldita sea —repuso Sharpe, que no sabía si lo estaba o no, pero aquél no era momento para que su señoría se volviera débil—. Camine y se recuperará enseguida.
La lona de las gigantescas velas golpeaba contra la inacabada corona de la cúpula y por encima del presbiterio por construir. Sharpe se topó con una de las cuerdas que las sujetaban y fue avanzando a tientas hasta el borde del tejado. El resplandor de un farol de un patio inferior le proporcionó luz suficiente para ver dónde estaba el andamio. Vio otros faroles que cabeceaban recorriendo las calles. Alguien debía de haber oído los disparos en la catedral a pesar del ruido de la tormenta, pero quienquiera que fuese a investigar se dirigía a la fachada del este con sus tres puertas. Nadie vigilaba el flanco norte de la catedral, donde Sharpe encontró las escaleras. Harper llevaba el oro y bajaron todos por una escalera tras otra. Los truenos retumbaban en lo alto y un relámpago iluminó el intrincado ensamblado de postes y tablones por el que descendían. Lord Pumphrey casi besó los adoquines cuando llegaron abajo.
—¡Dios mío! —exclamó—. Creo que sólo me lo he torcido.
—Ya le dije que no estaba roto —le dijo Sharpe. Sonrió—. Al final todo ha sido un poco precipitado, pero ha salido bien.
—Era una catedral —dijo Harper.
—Dios le perdonará —repuso Sharpe—. Puede que no perdone a esos cabrones que había dentro, pero a usted le perdonará. Dios ama a los irlandeses, ¿no? ¿No es eso lo que siempre me dice?
No estaban lejos de la embajada. Llamaron a la puerta y un portero soñoliento les abrió.
—¿El embajador está esperando? —preguntó Sharpe a Pumphrey.
—Por supuesto.
—Entonces puede devolverle el dinero de su majestad —dijo Sharpe—, menos seis guineas. —Abrió la bolsa y la encontró llena de saquitos de cuero. Desató uno, contó seis guineas y le dio el resto a Pumphrey.
—¿Seis guineas? —preguntó lord Pumphrey.
—Puede que necesite sobornar a alguien —respondió Sharpe.
—Me lo imagino. Su excelencia querrá verle por la mañana —dijo Pumphrey. Parecía abatido.
—Ya sabe dónde encontrarme —le dijo Sharpe. Se fue andando a los establos, pero se detuvo bajo el arco y vio que lord Pumphrey no se dirigía hacia el edificio donde la embajada tenía sus oficinas y Henry Wellesley sus dependencias. Se encaminó, en cambio, hacia las casas más pequeñas, hacia su propia casa. Sharpe se quedó mirando a su señoría hasta que éste desapareció, luego escupió.
—Creen que soy tonto, Pat.
—¿Eso creen, señor?
—Todos lo creen. ¿Está cansado?
—Podría dormir un mes entero, señor, ya lo creo que podría.
—Pero ahora no, Pat. Ahora no.
—¿No, señor?
—¿Cuándo es el mejor momento de atacar a un hombre?
—¿Cuando está desprevenido?
—Cuando está desprevenido —coincidió Sharpe. Había trabajo que hacer.
* * * *
Sharpe entregó una guinea a cada uno de sus fusileros. Se hallaban profundamente dormidos cuando Harper y él regresaron a los establos, pero se despertaron cuando Sharpe encendió un farol.
—¿Cuántos de ustedes están borrachos? —les preguntó Sharpe.
Los rostros lo miraron con resentimiento. Nadie dijo nada.
—No me importa si lo están —aclaró—. Sólo quiero saberlo.
—Yo bebí un poco —dijo Slattery.
—¿Y está borracho?
—No, señor.
—¿Harris?
—No, señor. Tomé un poco de vino tinto, señor, pero no mucho.
Perkins miraba su guinea con el ceño fruncido. Podría ser que no hubiera visto nunca ninguna.
—¿Qué significa M, B, F, ET, H, REX, F, D, B, ET, L, D, S, R, I, A, T, ET, E? —preguntó. Había leído la inscripción de la moneda y se atrancó con las letras, recordándolas a medias de una lejana época de estudiante.
—¿Cómo diablos voy a saberlo? —preguntó Sharpe.
—Rey de Gran Bretaña, Francia e Irlanda —dijo Harris—. Defensor de la Fe, Duque de Brunswick y Lüneburg, Architesorero y Elector, por supuesto.
—¡Diantre! —exclamó Perkins, impresionado—. ¿Y ése quién es?
—El rey Jorge, idiota —contestó Harris.
—Guárdesela —le dijo Sharpe a Perkins. No estaba seguro de por qué les había dado las guineas, excepto que no veía ningún motivo por el que sus fusileros no debieran beneficiarse de una noche en la que una gran suma de dinero había sido tratada con tanta ligereza—. Necesitarán todos gabanes y sombreros.
—¡Por Dios! —terció Harris—. ¿Vamos a salir? ¿Con esta tormenta?
—Necesito las granadas de doce libras —dijo Sharpe—, y las últimas dos balas de humo. Métanlas en sus mochilas. ¿Han rellenado las botellas con brandy y aceite de lámpara?
—Sí, señor.
—Las botellas también nos hacen falta. Y sí, vamos a salir. —Él no quería. Quería dormir, pero el mejor momento de atacar era cuando el enemigo se hallaba desprevenido. Montseny se había llevado al menos seis hombres, tal vez más, a la catedral, y dichos hombres probablemente siguieran enredados con los restos del andamiaje y atrapados en las preguntas de las tropas que habrían ido a averiguar la causa de la conmoción. ¿Significaba eso que el periódico se hallaba sin vigilancia? Con vigilancia o sin ella, la tormenta era una bendición del cielo—. Vamos a salir —repitió.
—Tome, señor. —Hagman le acercó una botella de cerámica.
—¿Qué es esto?
—Vinagre, señor, para su cabeza, señor Quítese el sombrero. —Hagman se empeñó en empaparle el vendaje con vinagre—. Le hará bien, señor.
—Apesto.
—Todos apestamos, señor. Al fin y al cabo, somos soldados de su majestad.
La tormenta arreciaba. Había empezado a llover de nuevo y la lluvia caía cada vez con más fuerza, arrastrada por un viento que hacía batir las violentas olas contra los malecones de la ciudad. Los truenos retumbaban como cañonazos por encima de las torres de vigilancia y los relámpagos se desataban por la bahía donde aguardaba la flota, que se sacudía en su ancladero.
Sharpe calculó que debían de ser más de las dos de la madrugada cuando llegó al edificio abandonado cercano a la casa de Núñez. La lluvia era perniciosa. Sharpe rebuscó en el bolsillo y sacó la llave, abrió el candado y empujó la puerta para abrirla. Sólo se había perdido dos veces durante el camino y al final había encontrado el lugar tomando una ruta a lo largo del muro del puerto. Allí había soldados españoles que se refugiaban junto a los cañones enfilados hacia la entrada de la bahía, y Sharpe temió por un momento que le preguntaran qué hacía allí, de manera que había hecho marchar a sus cinco soldados como si fueran un pelotón. Le pareció que así los centinelas españoles supondrían que los cinco hombres eran un destacamento de la guarnición obligado a soportar el mal tiempo y los dejarían en paz. La treta funcionó, y ahora se hallaban en el interior del edificio abandonado. Sharpe cerró las puertas y corrió los pestillos interiores.
—¿Tiene el farol? —le preguntó a Perkins.
—Sí, señor.
—No lo encienda hasta que no esté dentro de la casa —le indicó Sharpe. Luego dio órdenes precisas a Harper y se llevó a Hagman a la torre de vigilancia. Avanzaron a tientas por la oscuridad y subieron las escaleras. Una vez en lo alto resultaba difícil ver nada porque la noche era muy oscura. Sharpe estaba buscando un Centinela en el tejado de la casa de Núñez, pero no veía nada. Había traído consigo a Hagman porque el viejo cazador furtivo era el que tenía la mejor vista de todos sus fusileros.
—Si está allí, señor —dijo Hagman—, se mantendrá a cubierto del viento y la lluvia.
—Es probable.
Un rayo iluminó el interior de la atalaya. Luego el trueno resonó por la ciudad. Llovía a cántaros, y la lluvia silbaba en los tejados inferiores.
—¿Encima de la imprenta vive gente, señor? —preguntó Hagman.
—Creo que sí —contestó Sharpe. La mayor parte de las casas de la ciudad parecían tener tiendas o talleres en la planta baja y viviendas encima.
—Suponga que allí dentro hay mujeres y niños.
—Por eso tengo las balas de humo.
Hagman lo consideró.
—¿Quiere decir que los hará salir con el humo?
—Ésa es la idea, Dan.
—Es que no me gustaría matar a niños pequeños, señor.
—No tendrá que hacerlo —le dijo Sharpe, esperando estar en lo cierto.
Relampagueó de nuevo.
—Allí no hay nadie, señor —afirmó Hagman, señalando el tejado de la casa de Núñez con un gesto de la cabeza—. En el tejado, señor —añadió al darse cuenta de que Sharpe podría no haber visto su indicación.
—Fueron todos a la catedral, ¿no?
—¿Fueron, señor?
—Estoy hablando solo, Dan —le explicó Sharpe, mirando hacia la lluvia y el viento. Vio un centinela en el tejado a la luz del día y dio por sentado que también habría uno por la noche; sin embargo, ¿estaría aún el hombre en la catedral? ¿O simplemente se habría metido dentro de la casa para mantenerse seco y caliente? Sharpe tenía pensado arrojar las balas de humo por las chimeneas. El humo haría salir a la calle a cualquiera que estuviera dentro del edificio. Después Sharpe arrojaría las granadas para que causaran el mayor daño posible. Se le había ocurrido la idea de utilizar las chimeneas cuando vio transportar leña por las calles de la ciudad. No obstante, consideró la posibilidad de entrar en casa de Núñez
—Cuando terminemos con esto, señor —preguntó Hagman—, ¿volveremos al batallón?
—Eso espero —contestó Sharpe.
—Me pregunto quién estará al mando de la compañía ahora, señor. En lugar del pobre señor Bullen.
—El teniente Knowles, diría yo.
—Se alegrará de vernos de vuelta, señor.
—Yo también me alegraré de verle. Y ya falta poco, Dan. ¡Allí! —Sharpe había visto un atisbo de luz justo debajo de la torre. Duró un segundo y luego desapareció, pero le indicó a Sharpe que Harper había encontrado la manera de subir al tejado—. Bajemos.
—¿Cómo tiene la cabeza, señor?
—Sobreviviré, Dan.
A Sharpe le parecía que aquellos tejados planos eran el sueño de cualquier ladrón. Se podía recorrer Cádiz a cuatro pisos por encima de las calles, y pocas había que fueran demasiado anchas para no poder saltarlas. La tormenta también resultaba muy útil. La lluvia y el viento ahogarían cualquier ruido, aunque de todos modos les dijo a sus hombres que se quitaran las botas.
—Llévenlas encima —dijo. Aun con la tormenta las botas harían demasiado ruido por los tejados de las casas situadas entre la torre de vigilancia y el periódico.
Unos muros bajos separaban los tejados, pero tardaron menos de un minuto en cruzarlos y descubrir que no había ningún centinela en casa de Núñez. Encontraron una trampilla, pero estaba firmemente cerrada por dentro. En su primer reconocimiento Sharpe había visto la escalera que subía desde el balcón. Le dio las botas a Perkins, se colgó el rifle al hombro y bajó. La escalera pasaba por un lado del balcón, para que los grandes postigos de madera que cubrían la puerta tuvieran espacio para abrirse. Ahora los postigos estaban cerrados, con el pasador puesto. Sharpe buscó a tientas el punto de unión y colocó el cuchillo entre ellos. La hoja se deslizó con facilidad porque la madera se había podrido. Encontró el pasador, lo empujó hacia arriba y uno de los postigos atrapó el viento y se abrió violentamente, golpeando contra la pared. Los postigos habían protegido una puerta medio acristalada que empezó a traquetear con el viento. Sharpe puso el cuchillo en el hueco que había entre las puertas, pero aquella madera era sólida. El postigo volvió a golpear. «Rompe el cristal —pensó—. Es fácil. Pero supón que haya pestillos al pie de la puerta.»
Estaba a punto de agacharse y empujar la parte inferior de la puerta cuando vio un brillo de luz dentro de la habitación. Por un instante creyó haberlo imaginado, luego se preguntó si no sería el reflejo de un rayo distante en el cristal, pero el brillo volvió a aparecer. Era una chispa. Sharpe se hizo a un lado. La luz desapareció por segunda vez, reapareció nuevamente y Sharpe pensó que había alguien dentro que estaba durmiendo. Los golpes del postigo los habían despertado y ahora estaban utilizando un yesquero para encender una vela. La llama ardió de pronto y se mantuvo cuando encendieron la vela.
Sharpe aguardó, cuchillo en mano. La lluvia caía ruidosamente sobre su sombrero, el mismo que le había comprado al mendigo. Oyó que se descorrían los pestillos. Tres pestillos. Entonces se abrió la puerta y apareció un hombre en camisa de dormir. Era un hombre mayor, de cuarenta o cincuenta años, con el pelo alborotado y cara de pocos amigos. El hombre alargó la mano para coger el postigo que batía y el viento hizo parpadear la vela tras él. En aquel momento vio a Sharpe y abrió la boca para gritar. La hoja del cuchillo le rozó la garganta.
—Silencio —dijo Sharpe entre dientes. Empujó al hombre hacia dentro. Había una cama arrugada, ropa amontonada en una silla, un orinal y nada más—. ¡Pat! ¡Hágalos bajar!
Los fusileros llenaron la habitación. Eran figuras oscuras, empapadas, que se volvían a poner las botas. Sharpe cerró los postigos y corrió los pestillos. Harris, que era el que mejor dominaba el español, estaba hablando con el prisionero, que gesticulaba exageradamente al hablar.
—Se llama Núñez, señor —dijo Harris—, y dice que hay dos hombres en la planta baja.
—¿Dónde están los demás? —Sharpe sabía que tenía que haber más de dos guardias.
Hubo un torrente de palabras en español.
—Dice que salieron, señor —dijo Harris.
De modo que Montseny había despojado el lugar de centinelas con la esperanza de conseguir un beneficio impío.
—Pregúntele dónde están las cartas.
—¿Las cartas, señor?
—Usted pregúnteselo. Él lo entenderá.
Una expresión astuta cruzó por el rostro de Núñez, seguida de otra expresión de alarma absoluta cuando Sharpe se volvió hacia él con el cuchillo. Miró a Sharpe a los ojos y flaqueó. Habló con rapidez.
—Dice que están abajo, señor —tradujo Harris—, con el escritor. ¿Tiene sentido?
—Tiene sentido. Ahora dígale que guarde silencio.
Perkins, usted se quedará aquí a vigilarlo.
—¿Lo atamos, señor? —sugirió Harris.
—Y amordácenlo también.
Sharpe encendió una segunda vela y la llevó a la habitación de al lado, donde vio un tramo de escaleras que ascendían hasta la trampilla cerrada. Otro tramo bajaba al segundo piso donde había una pequeña cocina y una sala. Una puerta daba a la siguiente escalera, que conducía a un enorme almacén lleno de pilas de papel. Se veía luz en la planta baja. Sharpe dejó la vela en uno de los peldaños, se dirigió a lo alto de la segunda escalera y vio la prensa enorme y negra bajo él, y junto a ella una mesa en la que se habían dejado unos naipes. Un hombre dormía en el suelo en tanto que otro, con un mosquete sobre las rodillas, se hallaba repantigado en una silla. Contra la pared había un montón enorme de periódicos recién impresos.
Henry Wellesley había insistido en que Sharpe no hiciera nada que ofendiese a los españoles. Le había explicado que eran unos aliados muy quisquillosos, resentidos por el hecho de que la defensa de Cádiz precisara de tropas británicas.
—Hay que manejarlos sin apenas tirar de las riendas —había dicho el embajador. Wellesley había declarado que no tenía que haber violencia. «¡A la mierda!», dijo Sharpe en voz alta, y echó hacia atrás el percutor del rifle. El sonido hizo que el hombre de la silla se sobresaltara.
El hombre hizo ademán de alzar el mosquete, pero vio el rostro de Sharpe. Lo bajó con manos temblorosas.
—Pueden bajar, muchachos —gritó Sharpe hacia lo alto de la escalera. Todo resultaba muy fácil. ¿Muy fácil? Si no fuera porque mil quinientas guineas constituían un poderoso incentivo para bajar la guardia y sin duda el padre Montseny seguía intentando explicar los destrozos en la catedral.
Desarmaron a los dos hombres. Harper descubrió a dos aprendices de impresor durmiendo en el sótano, los hicieron subir y los dejaron en un rincón con los guardias mientras que al escritor, una ruina de hombre con una barba descuidada, lo arrastraron fuera de una habitación más pequeña.
—Harris —dijo Sharpe—, dígale a ese miserable hijo de puta que le quedan dos minutos de vida a menos que me dé las cartas.
Benito Chávez gritó cuando Harris le puso una espada bayoneta en la garganta. Harris obligó a ese desgraciado a retroceder contra la pared y empezó a interrogarlo mientras Sharpe exploraba la habitación. La puerta que daba a la calle se hallaba bloqueada con tosca mampostería mientras que la puerta trasera, que presumiblemente daba al patio, estaba cerrada con grandes pestillos de hierro. Ello significaba que Sharpe y sus hombres disponían del lugar para ellos solos.
—¿Sargento? Todo ese papel que hay en el primer piso arrójelo aquí abajo. ¿Slattery? Guárdese uno de esos periódicos —señaló los ejemplares recién impresos que había amontonados contra la puerta principal bloqueada— y esparza el resto. Y quiero las granadas.
Sharpe colocó las granadas en la cama de la imprenta e hizo bajar la platina para que quedaran sujetas como en un torno. Harper y Hagman tiraban el papel al suelo y Sharpe metió unas hojas apretadas en los huecos que quedaban entre las granadas para que, al arder, el papel encendiera las mechas.
—Dígale a Perkins que haga bajar a Núñez —ordenó Sharpe.
Núñez bajó por las escaleras y comprendió de inmediato las intenciones de Sharpe. Empezó a suplicar.
—Dígale que se calle —le dijo Sharpe a Harris.
—Éstas son las cartas, señor —Harris le tendió un fajo de papeles que Sharpe se metió en el bolsillo—. Y dice que hay más.
—¿Más? ¡Pues tráigalas!
—No, señor, dice que la chica aún debe conservarlas —Harris señaló con el pulgar a Chávez, que intentaba torpemente encender un cigarro—. Y dice que quiere beber algo, señor.
Había una botella medio vacía de brandy en la mesa junto a los naipes. Sharpe se la dio al escritor, que bebió de ella desesperadamente. Hagman vertía la mezcla de brandy y aceite de lámpara sobre el papel que cubría el suelo. Las dos balas de humo que quedaban estaban junto a la puerta trasera, listas para llenar la casa de humo e impedir cualquier intento de extinguir el incendio. Sharpe creía que el fuego destruiría el interior de todo el edificio. Las letras de plomo, cuidadosamente colocadas en sus cajas altas, se fundirían, las granadas destruirían la prensa y el fuego subiría por las escaleras. Las paredes de piedra de los lados de la casa mantendrían el fuego encerrado y, cuando ardiera el tejado, la furiosa lluvia sofocaría las llamas. Sharpe había planeado apoderarse de las cartas sin más, pero sospechaba que podría haber copias. Una prensa intacta todavía podría seguir imprimiendo las mentiras, de modo que era mejor quemarlo todo.
—Échelos fuera —ordenó a Harper con un gesto hacia los prisioneros.
—¿Fuera, señor?
—A todos. Al patio trasero. Échelos de un puntapié. Luego vuelva a cerrar la puerta con pestillo.
Empujaron a todos los prisioneros por la puerta, corrieron los pestillos de nuevo y Sharpe mandó a sus hombres al piso superior. Él se acercó al pie de las escaleras y utilizó una vela para encender los papeles más cercanos. Durante unos segundos la llama ardió tímidamente. Luego prendió en varias hojas empapadas de brandy y aceite de lámpara y el fuego se extendió a una velocidad sorprendente. Sharpe subió las escaleras corriendo, perseguido por el humo.
—Por la trampilla, al tejado —dijo a sus hombres.
Sharpe fue el último en subir por la trampilla. La habitación ya estaba llena de humo. Sabía que las balas de humo hervirían en medio de las llamas. Entonces estalló la primera granada y dio la sensación de que temblaba todo el edificio. Sharpe se aferró al borde de la trampilla mientras una creciente sucesión de golpetazos intensos y retumbante humareda pasó junto a él como un puñetazo para anunciar que el resto de las granadas habían prendido. Pensó que aquél era el fin de El Correo de Cádiz, cerró la trampilla de golpe y siguió a Hagman por los tejados hacia el edificio vacío de la iglesia.
—Bien hecho, muchachos —dijo cuando estuvieron de vuelta en la capilla—. Ahora lo único que tenemos que hacer es volver a casa —les dijo—, regresar a la embajada.
Sonaba la campana de una iglesia, probablemente tocando a rebato para que los hombres acudieran a extinguir las llamas. Ello implicaba que en las calles reinaría el caos, lo cual sería perfecto porque en medio de la confusión nadie se fijaría en Sharpe y sus hombres.
—Escondan las armas —les dijo, y los condujo al otro lado del patio. Sentía la cabeza a punto de estallar y la lluvia caía con fuerza, pero experimentó un enorme alivio al haber terminado el trabajo. Tenía las cartas, había destruido la prensa y ahora, pensó, sólo faltaba ocuparse de la chica, aunque no le parecía que eso fuera un problema.
Corrió los pesados cerrojos y tiró de la puerta. Sólo quería abrirla unos centímetros, lo justo para asomarse, pero antes de que la hubiera movido siquiera fue empujada hacia dentro con tanta fuerza que Sharpe retrocedió tambaleándose contra Harper. De repente unos hombres se aglomeraron en la puerta. Eran soldados. La gente que vivía en aquella calle había encendido lámparas y abierto los postigos para ver qué ocurría en casa de Núñez.
Había luz más que suficiente y Sharpe distinguió los uniformes de color azul pálido, los correajes blancos y media docena de largas bayonetas que relucían, cuando un séptimo soldado apareció con un farol. Tras él iba un oficial que llevaba una guerrera de un azul más oscuro y un fajín amarillo en torno a la cintura. El oficial espetó una orden que Sharpe no entendió, pero comprendía perfectamente lo que significaban las bayonetas. Retrocedió.
—Nada de armas —dijo dirigiéndose a sus hombres.
El oficial español le preguntó algo con un gruñido, pero hablaba demasiado deprisa.
—Limítense a hacer lo que ellos quieran —dijo Sharpe. Estaba intentando calcular las posibilidades que tenían, pero no eran buenas. Sus hombres tenían armas, pero las llevaban ocultas bajo las capas o abrigos y aquellos soldados españoles parecían eficientes, completamente despiertos y vengativos. El oficial habló de nuevo.
—Quiere que nos metamos en la capilla, señor —tradujo Harris. Dos de los soldados españoles entraron primero para asegurarse de que ninguno de los hombres de Sharpe sacara un arma en cuanto se hallaran a cubierto de la lluvia. Sharpe pensó en atacar a esos dos, matarlos y luego defender la entrada de la capilla, pero desechó la idea al instante. Dudaba que pudiera escapar de la capilla, seguramente habría muertos y el revuelo político sería terrible.
—Lo lamento, muchachos —dijo, sin estar seguro de lo que podía hacer.
Retrocedió hacia las escaleras del altar vacío. Los soldados españoles se alinearon enfrente, sus rostros graves y sus bayonetas apuntando. El farol se dejó en el suelo y bajo su luz Sharpe vio que los mosquetes estaban amartillados. Dudaba que las armas dispararan. Llovía demasiado, y ni siquiera el mejor cerrojo de mosquete podía evitar que la lluvia fuerte humedeciera la pólvora.
—Si esos cabrones aprietan el gatillo —dijo— pueden defenderse. Pero no antes.
El oficial tenía aspecto de contar unos veintitantos años de edad, quizá fuera unos diez años más joven que Sharpe. Era alto, de facciones anchas e inteligentes y barbilla pronunciada. Su uniforme, aun mojado como estaba, revelaba que se trataba de un hombre acaudalado, pues estaba magníficamente confeccionado con tela rica. Le hizo una atropellada pregunta y Sharpe se encogió de hombros.
—Nos estábamos resguardando de la lluvia, señor —respondió Sharpe en inglés.
El oficial hizo otra pregunta en un español impenetrable.
—Sólo nos resguardábamos de la lluvia, señor —insistió Sharpe.
—La pólvora debe de habérseles humedecido, señor —comentó Harper en voz baja.
—Lo sé. Pero no quiero que muera nadie.
El oficial ya había visto sus armas. Espetó una orden.
—Dice que tenemos que dejar las armas en el suelo, señor —dijo Harris.
—Háganlo —repuso Sharpe. Era un maldito fastidio, pensó. Lo más probable era que terminaran en una cárcel española, en cuyo caso lo importante era destruir las cartas, pero aquél no era lugar para intentarlo. Dejó su espada en el suelo—. Sólo nos resguardábamos de la lluvia, señor —repitió.
—No, no es cierto —de pronto el oficial se puso a hablar en buen inglés—. Estaban incendiando la casa del señor Núñez.
Sharpe se quedó tan sorprendido por el brusco cambio de idioma que no supo qué decir. Todavía estaba medio agachado, con la mano en la espada.
—¿Sabe qué lugar es éste? —le preguntó el español.
—No —respondió Sharpe con cautela.
—El Priorato de la Divina Pastora. Antes era un hospital. Me llamo Galiana, capitán Galiana. ¿Y usted es?
—Sharpe —contestó Sharpe.
—Sus hombres lo llaman «señor», por lo que supongo que posee usted graduación, ¿no?
—Capitán Sharpe.
—Divina Pastora —dijo Galiana—. La Divina Pastora. Los monjes vivían aquí y los pobres recibían atención médica. Era una obra de beneficencia, capitán Sharpe, un lugar de caridad cristiana. ¿Sabe qué le ocurrió? No, claro que no. —Dio un paso adelante y propinó un puntapié a la espada de Sharpe para ponérsela fuera del alcance—. Lo que ocurrió bien lo sabe su querido almirante Nelson. Fue en el 97. Bombardeó la ciudad y éste fue el peor daño que causó. —Galiana señaló con un gesto la capilla chamuscada—. Una bomba, siete monjes muertos y un incendio. El priorato cerró porque no había dinero para iniciar las reparaciones. Mi abuelo fundó este lugar y mi familia lo hubiera arreglado, pero nuestra fortuna proviene de Sudamérica y su armada puso fin a dicha fuente de ingresos. Esto es lo que ocurrió, capitán Sharpe.
—Estábamos en guerra cuando pasó —dijo Sharpe.
—Pero ahora no estamos en guerra —repuso Galiana—. Somos aliados. ¿O acaso se le ha pasado por alto?
—Nos estábamos refugiando de la lluvia —afirmó Sharpe.
—Pues han tenido suerte de encontrar el priorato abierto, ¿no?
—Mucha suerte —dijo Sharpe.
—¿Y qué me dice de la desgracia del señor Núñez? Es un hombre viudo, capitán Sharpe, que a duras penas se gana la vida, y ahora su negocio está en ruinas. —Galiana señaló hacia la puerta de la capilla, tras la cual Sharpe oyó el alboroto que había en la calle.
—Yo no sé nada del señor Núñez —dijo Sharpe.
—En tal caso lo pondré al corriente —replicó Galiana—. Posee, o mejor dicho, poseía un periódico llamado El Correo de Cádiz. El periódico no es nada del otro mundo. Hace un año se leía por toda Andalucía, pero ahora no. Ahora sólo vende unos cuantos ejemplares. Solía publicarlo dos veces a la semana, pero ahora tiene suerte si encuentra noticias suficientes para un ejemplar quincenal. Hace una lista de los barcos que llegan y salen del puerto y describe sus cargas. Publica qué sacerdotes predicarán en las iglesias de la ciudad. Describe las sesiones de las Cortes. Asuntos de poca monta, ¿no lo dicen ustedes así? Sin embargo, en el último número, capitán Sharpe, había algo mucho más interesante. Una carta de amor. No estaba firmada. El señor Núñez dijo simplemente que era una carta traducida del inglés, que la había encontrado tirada en la calle y que si el verdadero propietario la quería tendría que ir al periódico. ¿Es ésa la razón de su presencia allí, capitán? ¡No! Por favor, no me diga que se estaban refugiando de la lluvia.
—Yo no escribí ninguna carta de amor —dijo Sharpe.
—Todos sabemos quién la escribió —repuso Galiana con desdén.
—Soy soldado. Yo no me ocupo del amor.
Galiana sonrió.
—Lo dudo, capitán, lo dudo. —Se volvió cuando un hombre entró por la puerta de la capilla. Una pequeña multitud hacía frente a la lluvia para observar los trabajos de extinción del incendio y algunas personas, al ver abiertas las puertas del priorato, habían entrado al patio. Una de ellas, una criatura empapada y desaliñada con una barba manchada de tabaco, entró en la capilla.
—¡Fue él! —gritó aquel hombre en español, señalando a Sharpe. Era el escritor, Benito Chávez, que se las había arreglado para conseguir otra botella de brandy. Estaba casi borracho, pero no tanto como para que no pudiera reconocer a Sharpe—. ¡Fue él! —repitió sin dejar de señalar—. ¡El de la cabeza vendada!
—Arréstenlo —les ordenó Galiana a sus hombres.
Los soldados españoles dieron un paso al frente y Sharpe pensó en intentar recoger su espada, pero antes de que pudiera moverse siquiera vio que Galiana hacía un gesto hacia Chávez. Los soldados vacilaron, no estaban seguros de lo que quería su oficial.
—¡Arréstenlo! —dijo Galiana señalando a Chávez. El escritor se puso a protestar a gritos, pero dos de los hombres de Galiana lo empujaron contra la pared y lo mantuvieron allí sujeto—. Está borracho —le explicó Galiana a Sharpe—, y está haciendo acusaciones perjudiciales contra nuestros aliados, de modo que puede pasar el resto de la noche contemplando su propia estupidez en una celda.
—¿Aliados? —Sharpe estaba tan confundido como Chávez.
—¿No somos aliados? —preguntó Galiana con fingida inocencia.
—Creía que sí lo éramos —respondió Sharpe—, pero a veces no estoy seguro.
—A usted le pasa lo mismo que a los españoles, capitán Sharpe, que está confundido. Cádiz está lleno de políticos y abogados que animan la confusión. Discuten. ¿Deberíamos ser una república? ¿O tal vez una monarquía? ¿Queremos unas Cortes? Y si es así, ¿deberían tener una sola cámara o dos? Algunos quieren un parlamento como el de Gran Bretaña. Otros insisten en que España está mejor gobernada por Dios y por un rey. Se pelean como niños por estas cosas, pero en realidad sólo hay una verdadera polémica.
Entonces Sharpe entendió que Galiana había estado jugando con él. El español era un aliado de verdad.
—La polémica —dijo Sharpe— es sobre si España se opone a Francia o no, ¿verdad?
—Exacto —respondió Galiana.
—¿Y usted cree que España debería hacer frente a Francia? —inquirió Sharpe con cautela.
—¿Sabe usted lo que los franceses le han hecho a nuestro país? —le preguntó Galiana—. ¿Violar a las mujeres, matar a los niños, profanar las iglesias? Sí, creo que deberíamos combatirlos. También creo, capitán Sharpe, que los soldados británicos tienen prohibido entrar en Cádiz. Ni siquiera se les permite entrar sin el uniforme. Debería arrestarlos a todos, pero supongo que se habrán perdido, ¿verdad?
—Nos hemos perdido —asintió Sharpe.
—Y sólo estaban refugiándose de la lluvia, ¿no?
—Así es.
—Entonces los escoltaré hasta su embajada, capitán Sharpe.
—¡Caray! —exclamó Sharpe con alivio.
Tardaron una media hora en llegar a la embajada. Cuando llegaron ala puerta el viento había amainado un poco y la lluvia no era tan intensa. Galiana se llevó aparte a Sharpe.
—Me ordenaron que vigilara el periódico —dijo— por si alguien intentaba destruirlo. Creo, y confío en que no me esté equivocando, que al fracasar en dicho cometido he contribuido a la guerra contra Francia.
—Lo ha hecho —repuso Sharpe.
—Creo también que me debe usted un favor, capitán Sharpe.
—Se lo debo —asintió Sharpe con fervor.
—Ya encontraré uno. Puede estar seguro de ello, encontraré uno. Buenas noches, capitán.
—Buenas noches, capitán —respondió. El patio del interior de la embajada estaba a oscuras y en las ventanas no se veía ninguna luz. Sharpe tocó las cartas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, tomó el periódico que guardaba Slattery y se fue a la cama.