Capítulo 1
-¡Hola!, hermana, me alegra que estés aquí. Esperaba poder verte antes de que te marcharas del trabajo.
Ben Shaw entró en el pequeño despacho de su hermana Alexa. Sonreía de forma abierta y sus ojos azules brillaban, delatando que tenía un propósito en mente.
Alexa levantó la mirada de los documentos que tenía entre manos y sonrió a su vez.
—Hola, Ben.
Ben rodeó el escritorio de Alexa y tomó sus manos, la puso en pie y después la envolvió en un cariñoso abrazo de oso.
—¡Tienes un aspecto magnífico, Alexa! —dijo, dando un paso atrás para mirarla, sin soltar sus manos—. ¡Guau! ¿He dicho magnífico? ¡La palabra adecuada sería maravilloso! En la escala oficial de belleza de Ben Shaw, que va desde un terrible mínimo de un punto a un máximo de diez, de los que quitan el aliento, tú tendrías… ¡Un doce!
—Así que me salgo de la escala, ¿eh?
Alexa miró impasible a su hermano. El exuberante encanto de Ben y su entusiasmo eran trucos que solía utilizar para sacar provecho, pero su hermana era inmune a ellos.
—Ben, antes de que me pidas nada, la respuesta es no —espetó—. Sea cual sea el asunto que te traes entre manos, no cuentes conmigo.
Retiró las manos y se sentó de nuevo en su sillón.
—¡Eres una desconfiada! —acusó Ben, cuya sonrisa disminuyó un poco—. ¿Es que no puedo dejarme caer para verte? ¿No puedo decirle a mi propia hermana que está preciosa sin tener un motivo oculto?
De hecho, su alegato le hizo parecer una simple víctima de su desconfianza.
Pero sus tácticas para conseguir que se sintiera culpable no servían de nada. Alexa se mantuvo en sus treces.
—Reconozco ese brillo de tus ojos, Benjamín Shaw. Y también sé que si me dejo liar en alguna de tus tonterías terminaré arrepintiéndome de ello.
—¿Tonterías? —preguntó indignado—. No se trata de ninguna tontería, sino de un plan. De un magnífico plan que…
—La respuesta es no de todos modos —interrumpió, mirando su reloj—. Pero mientras hablamos de planes, ¿piensas cenar con alguien esta noche? Yo tengo una enchilada de pollo en el frigorífico y he alquilado la última película de Van Damme para verla en el vídeo. ¿Quieres venir conmigo?
—No suelo esperar a que saquen las películas en vídeo para ir a verlas. Por lo general las veo en el cine —dijo, frunciendo el ceño y desaprobando el estilo de vida de su hermana—. En cualquier caso tengo planes esta noche. Planes que te incluyen a ti. Resulta que un buen amigo mío, un gran individuo que vio tu fotografía en mi casa y que prácticamente me rogó que te lo presentara, es…
—Ya sabes lo que opino sobre las citas a ciegas, Ben.
—Alexa, éste es un hombre que deberías conocer. De modo que he hecho unas reservas para…
—No puedo ir —dijo, encogiéndose de hombros—. Lo siento.
—No lo sientes en absoluto —dijo él, suspirando con frustración—. Maldita sea, Alexa, estás tan metida en…
—Ahórrate la frase, Ben. La he oído tantas veces en tu boca, en la de mamá, en la de papá, en la de Carrie y en la de Tyler, que recuerdo cada palabra. Considéralo como si ya lo hubieras dicho.
—¡Todo es culpa de Cassidy! —exclamó, con rostro súbitamente enfurecido—. En última instancia siempre acaba todo en Ryan Cassidy. Y lo maldigo por lo que te hizo, Alexa.
Ben estaba muy enfadado, y parecía mucho mayor. Era un hombre muy diferente de la encantadora persona que acababa de entrar en el despacho unos minutos antes.
Alexa sabía que muy poca gente había tenido la oportunidad de ver enfadado a su hermano, pero hasta la menor alusión o referencia a su antiguo amante, Ryan Cassidy, era suficiente para sacarlo de quicio. Y en ocasiones, bastaba con mucho menos.
Frunció el ceño y se pasó una mano por su largo pelo rubio, rizado.
—Ben, de eso ha pasado mucho tiempo, y…
—Ya, mucho tiempo. Pero sigues sin recobrarte —espetó su hermano—. Hace ya dos años desde que ese canalla arrogante y manipulador te hizo…
—Ben, deja el tema, ¿quieres? —dijo con nerviosismo—. No merece la pena hablar de ello, sobre todo si tenemos en cuenta que ya no siento nada por Ryan Cassidy. Nada en absoluto.
No estaba dispuesta a dejarse llevar por la rabia de su hermano. Gastaba demasiadas energías cuando lo hacía, y a última hora de un día de trabajo ya no le quedaban muchas.
—Ojalá pudiera creerlo, Alexa. ¡Cassidy te rompió el corazón!
Alexa no se molestó en negarlo.
—Los corazones rotos también se arreglan, Ben. Y el mío ya está perfectamente.
Ya no le quedaba ningún dolor, ni el más mínimo rastro del amor que había sentido por el hombre con el que había deseado pasar el resto de su vida. Desafortunadamente, Ryan Cassidy no había comentado en ningún momento que no compartía sus sueños de amor eterno. No lo mencionó hasta que al final le hizo saber que aquella relación no era más que una aventura pasajera para él.
En cualquier caso, era agua pasada. Se había enfrentado a la dolorosa verdad y se las había arreglado para sobrevivir con sus sueños perdidos y el corazón roto.
Una vez más, se dijo que no sentía absolutamente nada por Ryan Cassidy. Pero Ben era asunto aparte. El odio que sentía por Cassidy no había cedido con el tiempo.
—Te cambió, Alexa —continuó, con los labios apretados y tos ojos entrecerrados y brillantes por la emoción—, vi cómo fue sucediendo, y no puedo olvidarlo. No has sido la misma desde que caíste en la trampa que te tendió esa serpiente.
—Eso es ridículo, Ben —dijo con impaciencia—. Le das demasiada importancia a Ryan Cassidy. Está alcanzando proporciones casi míticas. Y aún peor, haces que parezca como si yo hubiera sido una débil y tonta señorita victoriana que hubiera caído en desgracia por culpa de un villano de opereta. Es insultante, Ben.
—Cassidy es un villano. Eso es cierto. Y tú fuiste su víctima inocente, Alexa.
—Fui una idiota —corrigió—. Y no tienes que recordármelo todo el tiempo.
Alexa gimió, recordando a regañadientes lo tonta que había sido.
—De todas formas aquello terminó y ya ha pasado mucho tiempo desde entonces. ¡Confía un poco en mí, por favor! Controlo completamente mi vida y vivo tal y como quiero. Desde un punto de vista profesional no había sido nunca tan feliz. Gracias a Carrie y a Tyler tengo mi propio negocio y he podido llevar a cabo el sueño de mi vida.
La puerta del despacho se abrió en aquel instante, interrumpiéndolos. Alexa se puso en pie, sobresaltada.
—Doctora Ellender… ¿Qué tal está?
Se acercó a la alta mujer de pelo gris para darle la bienvenida.
El hospital estaba entre el edificio de oficinas donde se encontraba el despacho de Alexa y los locales que compartía con otros fisioterapeutas.
—Tengo un caso del que me gustaría que te encargaras, Alexa.
La doctora Judith Ellender no perdía el tiempo andándose por las ramas. Nunca se habría acercado a su despacho para hablar de un caso a menos que le pareciera lo suficientemente importante o urgente como para saltarse la costumbre habitual de llamar por teléfono.
Alexa comprendió de inmediato lo que implicaba su presencia personal.
—Por favor, siéntese, doctora Ellender —invitó.
Hizo un gesto hacia el cómodo sillón que estaba frente al escritorio.
Ben se aclaró la garganta, como para llamar la atención sobre su presencia. Alexa presentó a su hermano a la cirujana de traumatología más famosa de Washington.
—Es un placer conocerla, doctora —comentó Ben—. Alexa habla de usted tan a menudo que creo conocerla de toda la vida.
La amplia y sincera sonrisa de Ben daba la impresión de que aquel encuentro fuera el sueño de su vida. Sus ojos azules brillaban con tal calidez y admiración que hasta la normalmente reservada y taciturna doctora Ellender se permitió el lujo de hablar sobre la lluvia qué había estado cayendo en Washington D. C. durante los últimos días.
Alexa no pudo por menos que admirar el estilo que su hermano tenía para entablar una conversación, aunque lo conociera de toda la vida.
—¿Sabia que Alexa y yo somos trillizos? —preguntó Ben con ingenio.
La doctora expresó una sincera sorpresa ante aquella confesión. Alexa hizo un esfuerzo para no sonreír.
Hacía cinco años que conocía a la doctora y nunca había conseguido llegar tan lejos con ella. A su hermano le habían bastado dos minutos.
—Sí, bueno, Alexa y yo, y nuestra hermana Carrie. Nacimos hace veintisiete años, en abril. Alexa y yo estamos solteros, pero Carrie se ha casado —continuó con toda naturalidad.
A Ben no se le pasó por la cabeza que sus datos biográficos pudieran no ser de interés para la doctora.
Pero por si fuera poco, añadió con tono reverente:
—Su marido es Tyler Tremaine.
—¡Ben! —Gruñó Alexa, ruborizándose.
El talante abierto de su hermano la avergonzaba en ocasiones. Pero Ben continuó hablando de todos modos.
—Ya sabe, el de la cadena de supermercados y de librerías Tremaine. Dos de las empresas que más deprisa están creciendo en todo el país —explicó con orgullo—. Hasta el hospital pertenece a su familia. El marido de Carrie está a punto de convertirse en director ejecutivo de la empresa, aunque el mayor de sus hermanos será el presidente del consejo de administración cuando su padre se retire.
—La lealtad que demuestra hacia su cuñado es encomiable —dijo la doctora con ironía.
Alexa se sintió aliviada por el repentino sentido del humor de la doctora, que no había observado hasta entonces. Personalmente, se habría tomado como una ofensa la inexcusable charlatanería de su hermano. En cualquier caso, había llegado el momento de quitarse a Ben de encima, de modo que lo tomó del brazo y lo llevó hacia la puerta sin más miramientos.
—No podemos malgastar el tiempo de la doctora Ellender. Gracias por haber pasado a saludar.
—En cuanto a lo de esta noche…
Ben estaba dispuesto a intentarlo una vez más.
—Lo siento, Ben. La respuesta sigue siendo negativa.
Entonces le cerró la puerta en las narices.
—Su hermano es un joven encantador —dijo la doctora—. Trillizos, qué interesante. No me había dado cuenta de que estaba relacionada con la familia Tremaine.
Parecía que empezaba a mirar a Alexa de otro modo, algo que invariablemente sucedía cuando alguien se enteraba de que su hermana estaba casada con uno de los hombres más ricos del estado. Y Ben sabía que no le agradaba en absoluto.
—Tyler Tremaine, mi cuñado, es el responsable de que pudiera abrir mi propia consulta, especializada en fisioterapia para niños, como ya sabe —admitió—. Siempre quise hacerlo, pero no podía permitírmelo. Entonces, Tyler insistió en que…
—Querida mía, no necesita explicarme cómo llegó a abrir su propio negocio. Me alegro mucho de que lo hiciera. Siempre he pensado que tiene un don especial con los niños, y ésa es la razón por la que siempre le envío mis pacientes. Comprendo que resulta bastante molesto trabajar en el hospital, donde no se puede escoger. En ocasiones me habría gustado enviarle a ciertos pacientes que sin embargo acababan en manos de otro fisioterapeuta, y desde que abrió su propia consulta eso ha dejado de ser un problema. Estoy encantada, y lo que es más importante, no tiene por qué limitarse a trabajar en el hospital, sino que puede ir a las casas de sus pacientes. Lo que me lleva al motivo que me ha traído aquí…
La doctora Ellender le dio una carpeta, que Alexa dejó sobre el escritorio para leerla más tarde. Se sentó y escuchó con atención a la doctora mientras la ponía en antecedentes sobre el caso.
—La paciente es una niña de nueve años que tuvo un accidente de motocicleta hace dos meses y medio. El día cuatro de agosto, para ser exactos.
Alexa vaciló, imaginando el accidente. Una niña que salía despedida y que había sufrido heridas tan graves como para merecer los cuidados de la doctora y los suyos propios.
—¿No llevaba casco? —preguntó con tranquilidad.
Algunos de sus pacientes más jóvenes habían sufrido heridas de consideración por montar en motocicleta o en bicicleta sin llevar casco. Y los resultados solían ser trágicos.
—Sí, y afortunadamente su cerebro no sufrió daños, gracias a eso —contestó.
Pero antes de que Alexa pudiera respirar aliviada, las siguientes palabras de la mujer de mediana edad la dejaron sin aliento.
—Desafortunadamente, la niña sufrió un fuerte traumatismo en la columna vertebral y se rompió muchos huesos.
Alexa agarró el bolígrafo con tanta fuerza que sus nudillos se quedaron blancos.
—¿Parálisis?
La doctora asintió.
—Al principio no estábamos seguros, porque también se había roto la pelvis, pero parece que está paralizada de rodilla para abajo. Sus caderas y sus muslos aún están bastante entumecidos, pero siente, y creo que si se la somete a una intensa rehabilitación física podrá llegar a mover las piernas con normalidad.
—¿La parálisis es permanente?
—Aún no lo sabemos. La lesión en la columna no es tan seria, de modo que tiene posibilidades de recuperarse. Pero su médula ha sufrido y sus funciones no están normalizándose al ritmo que esperábamos. Podrían pasar meses antes de que conociéramos el alcance real de sus lesiones, y necesita asistencia inmediata e intensiva. No tengo que decirle que existen ramificaciones emocionales al margen de las físicas.
—Por supuesto.
Alexa imaginó la situación en la que se encontrarían sus padres, y el dolor y el miedo de la niña. Por no hablar de la rabia que quedaba en todo accidente de efectos devastadores.
—Sinceramente espero que la acepte como paciente —dijo la doctora—. Usted es la mejor fisioterapeuta infantil que conozco, pero antes de que acepte el caso quiero advertirle que la situación de su familia es algo… inestable —explicó, frotándose las sienes y suspirando—. Oh, ¿por qué andarse con eufemismos? Es desastrosa, Alexa.
Alexa la miró sorprendida. La doctora Judith Ellender era una mujer energética y positiva que raramente se mostraba pesimista con nada.
—¿Tan malo es?
—Los padres están divorciados desde hace muchos años. Cuando la paciente era apenas un bebé. Por cierto, se llama Kelsey. La madre consiguió la custodia, pero el padre siguió viendo de forma habitual a su hija. Y ahora ha desarrollado un profundo sentimiento de amargura con respecto a su ex esposa, porque la culpa por el accidente de la pequeña. Ha decidido quitarle la custodia.
—De modo que además del trauma y del dolor que ha sufrido la niña, ahora tiene que enfrentarse a la lucha entre sus padres para conseguir su custodia.
Alexa apretó los labios enfadada y preocupada por la niña.
—No es justo, doctora Ellender —sentenció.
—Lo sé —dijo, levantándose—. Kelsey está ahora con su padre. La semana pasada le dimos el alta en el hospital porque su padre tiene una casa lo suficientemente grande como para colocar todos los aparatos que necesita. Pero hay algo bueno en todo esto. Su padre es un hombre encantador, que realmente se preocupa por el estado de su hija. Es tranquilo, paciente y razonable. Resulta un placer tratar con un hombre como él. Ojalá todos los padres se parecieran a ese hombre.
—Supongo que va a testificar a su favor en el juicio por la custodia —dijo con ironía.
—Digamos que tengo ciertas reservas en relación con la madre. Se comportó mal con el equipo, de forma histérica, acusándonos a todos. Es muy distinta al padre. Pero no he venido para hablar sobre eso ahora, Alexa. Me gustaría saber si va a aceptar el caso, y si podría empezar a trabajar con ella de inmediato. La niña la necesita.
En realidad no había decisión alguna que tomar. La mitad de sus pacientes habían pasado por las manos de la doctora Ellender desde que empezó a trabajar en el Hospital Center cinco años atrás, recién salida de la facultad. Y debía buena parte de su fama y su éxito a las continuas buenas referencias de la doctora. No podía permitirse el lujo de rechazar el caso. Sin embargo, lo más importante era la niña. Había sufrido graves lesiones y ahora se enfrentaba a una terrible crisis emocional. El profundo amor que sentía por los niños no le habría permitido rechazar a aquella paciente, de todas formas.
—Por supuesto que lo haré, doctora Ellender —dijo—. La llamaré a casa y le daré hora para mañana.
La doctora sonrió.
—El teléfono no está en la guía, pero lo he apuntado en los informes que le dejo —comentó, tomando sus manos para animarla—. Buena suerte, Alexa.
—Tal y como ha descrito la situación, creo que Kelsey y yo vamos a necesitarla.
—Alexa, usted es todo lo que esa niña necesita. Y creo que se divertirá con su padre. Tiene un sentido del humor maravilloso. Un genuino sentido del absurdo, que los médicos apreciamos muy bien.
Alexa sentía cierta curiosidad por la descripción que la doctora había hecho de aquel hombre. Conocía a la doctora desde hacía tiempo, y nunca había demostrado tal fascinación por nadie.
—Ah, por cierto, se me olvidaba decirle que es casi una celebridad —continuó—. Se dedica a dibujar cómics, y es extremadamente popular. Probablemente habrá oído hablar de él. Yo nunca me pierdo su viñeta diaria en el Post. De hecho tengo todos sus libros. Fue tan amable como para regalarme el último, que aun no ha salido a la venta.
La doctora Ellender estaba encantada.
—Se llama Ryan Cassidy —añadió antes de marcharse.
* * *
El cielo estaba gris y llovía de forma intermitente cuando Alexa aparcó su vehículo frente a la mansión de Ryan Cassidy, a cierta distancia. El grandioso tamaño del edificio la empujó a aparcar lejos. Era tan bonito que casi le parecía una pena aparcar en la entrada.
Mientras caminaba hacia el porche delantero de la mansión recordó lo que había dicho la doctora Ellender con respecto a su genuino sentido del absurdo.
Que la hubieran elegido a ella entre todos los fisioterapeutas de Washington D. C., incluyendo los alrededores de Maryland y de Virginia, era ciertamente absurdo. Pero no encontraba la gracia en aquella broma del destino.
Ni siquiera sabía que Ryan Cassidy tuviera una hija. Había estado enamorada de él y lo había querido más que a nadie en el mundo. Hasta quiso casarse con él, pero nunca le había dicho que fuera padre.
Hizo un gesto de tristeza. Una historia de amor con un giro absurdo y un final infeliz, como si se tratara de una tira cómica de Ryan.
Habían pasado dos años desde la última vez que se vieron, desde el día en que rompieron su intensa relación, que duró ocho meses. No era accidental que sus caminos no se hubieran encontrado desde entonces.
Evitaba de forma deliberada los lugares a los que solía acudir o en los que habían estado junios. El estado de Washington era lo suficientemente grande como para que no tuvieran que verse nunca.
Jamás leía sus viñetas en el periódico, ni compraba los libros que publicaba anualmente y que siempre se convertían en éxitos de ventas. Gracias a ello se había hecho rico y había podido comprarse aquella mansión, de grandes jardines y hasta camino propio.
Para llamar, utilizó la aldaba de la enorme puerta.
Mientras esperaba a que abrieran echó un vistazo a su alrededor. Parecía una antigua mansión, pero sabía gracias a la doctora qué se trataba de un edificio nuevo que habían terminado el año anterior. La doctora Ellender era muy explícita en todo lo relativo a Cassidy, y gracias a ello sabía muchas cosas. Obviamente Ryan había intentado hacerse una casa que encajara con su propia personalidad, y el resultado era una copia de las viejas mansiones victorianas, con grandes columnas en la entrada.
Esperaba que la recibiera un mayordomo, pero fue el propio Ryan quien abrió. Llevaba vaqueros y una camiseta oscura, la misma ropa que vestía cuando lo conoció en su pequeña casa de la ciudad.
Alexa contuvo la respiración. No había cambiado nada. El mismo pelo castaño claro, algo largo y rizado; y los mismos rasgos duros de su rostro, muy masculino.
Siempre lo había contemplado con adoración. Desde su boca, sensual y maravillosa, hasta sus ojos, profundos, de color marrón oscuro con motitas negras.
Medía más de un metro ochenta, era de piel morena y de complexión musculosa, ya que todos los días salía a correr. Recordó los dos largos años que habían pasado sin que intercambiaran una sola palabra. Ahora ya no sabía lo que hacía, ni le importaba.
Las cosas habían cambiado. Para empezar, era ella la que tenía la mano ganadora. Sabía que tenía que verlo y se había preparado concentrándose en el hecho de que la necesitaba. Pero por su expresión sorprendida resultaba entender que Ryan no la esperaba.
—¡Alexa!
Parpadeó como si esperara que desapareciera ante sus ojos.
—Sí, soy Alexa Shaw —contestó con frialdad, como si se vieran por primera vez.
Normalmente no se comportaba así con los familiares de sus pacientes. Se presentaba con una sonrisa y un brillo en los ojos que de forma automática lograba una reacción positiva por parte de su interlocutor. En general, su voz era cálida y amable, llena de amistad y de apoyo.
Pero en aquel instante no cruzó su cara ni un pequeño atisbo de sonrisa, y en cuanto a sus ojos y al tono de su voz, despedían un intenso frío.
—Sé quién eres —dijo Ryan con una impaciencia que Alexa conocía bien.
A Ryan Cassidy no le agradaban las situaciones comprometidas. Pero Alexa recordó lo mucho que la había hecho sufrir, y sintió cierto placer al notar su incomodidad.
—Soy la fisioterapeuta que ha recomendado la doctora Ellender para tu hija. Llamé ayer y hablé con una mujer llamada Gloria Martínez, que se identificó como la niñera de Kelsey. Si hay algún problema…
—Gloria me dijo que había hablado con la fisioterapeuta y que iba a venir hoy —dijo, como encajando las piezas—. La doctora Ellender dijo que se trataba de una de las mejores fisioterapeutas infantiles de la zona.
—¿Y no puedes creer que esa persona sea yo? —preguntó indignada.
—No, no quería decir eso.
Ryan se pasó una mano por el pelo, incómodo. No era una imagen habitual en el Ryan Cassidy que conocía, o al menos en el que pensaba que había conocido.
—Por favor, entra —dijo, en tono de disculpa.
Alexa entró, algo asombrada por su parte. Nunca lo había visto tan nervioso.
—La doctora Ellender mencionó que la fisioterapeuta que me había recomendado tenía su propia clínica. Sabía que trabajaba en el Hospital Centre y que era excepcionalmente buena, pero no podía imaginar que fueras tú.
Alexa lo miró, incrédula. Ryan Cassidy estaba nervioso, y ella era la causante de su ansiedad. Tenía miedo de ofenderla, miedo de que se marchara. En el pasado, aquel papel siempre lo había interpretado ella.
Resultaba irónico que, siendo amantes, nunca le importara herirla o molestarla. Pero ahora el poder era suyo. Ya no le importaba lo que dijera ni lo que hiciera. La necesitaba. Y mucho más que entonces. Necesitaba su talento y sus habilidades para que su hija se recuperara, una hija que nunca había mencionado.
Nunca le perdonaría que aun habiendo sido amantes, aun habiendo pensado incluso en casarse, no le hubiera dicho nunca que era padre de una niña llamada Kelsey.
Sus ojos azul pálido se entrecerraron. Lo único que importaba ahora era su paciente, no la relación que hubieran mantenido en el pasado.
—Mira, antes de que digas nada más, acepto tus disculpas —dijo ella—. Creo tener una idea bastante aproximada del motivo que te ha causado ese nerviosismo.
—Lo supongo —dijo él, dejando de caminar de un lado a otro—. No tenía intención de poner en duda tu profesionalidad, Alexa. Quédate, por favor. ¿Aceptarás a Kelsey como paciente? —preguntó, ansioso por escuchar su respuesta.
Alexa notó la desesperación que había en aquella voz. Recordó lo mucho que había deseado que rogara en el pasado, que le pidiera que se quedara con él. En sus fantasías, siempre terminaba diciendo que sí y se daban un fuerte abrazo para reconciliarse. Pero más tarde aquel deseo se había transformado en un deseo de venganza. Y la mejor venganza en la que podía pensar consistía en escuchar sus ruegos y marcharse después.
Sin embargo, las circunstancias eran muy diferentes ahora. No se trataba de una fantasía, sino de algo real. Y sospechaba que negarle sus habilidades profesionales le haría mucho más daño que retirarle su amor.
Lo miró. La estaba observando con intensidad. Sus ojos se encontraron durante varios segundos, en silencio.
—Alexa, sé que lo que pasó entre nosotros fue… desagradable.
—Desagradable —repitió ella.
Cuando la dejó, todo su mundo se hundió de repente. Y sin embargo, él consideraba lo ocurrido como un simple incidente desagradable. Le parecía ridículo.
—Comprendo tu sutileza —dijo con ironía—. Deberías usarla más a menudo en tus viñetas, porque en general son tan sutiles como una bomba de hidrógeno.
Ryan suspiró, frustrado. Alexa recordó que la frustración siempre seguía a su impaciencia. En el pasado había llegado a pensar que era un síntoma de su inteligencia y de su creatividad, pero después supo que Ryan Cassidy era un niño mimado, acostumbrado a tenerlo todo cuando quisiera. Y si no lo conseguía cuándo y cómo quería, se irritaba. No había nada romántico en ello.
Notaba su frustración y su impaciencia supuso que le habría gustado lanzarle uno de sus famosos ataques irónicos, los que tanta fama le habían dado en el mundo de las caricaturas, pero Ryan Cassidy no la atacó en modo alguno.
—Alexa, es una niña inocente —dijo, intentando disimular su enfado.
Pero Alexa no reaccionó a sus típicas estratagemas de manipulación.
—Alexa, mi hija no tiene nada que ver con lo que ocurrió entre tú y yo, y no debe sufrir por ello.
—Entre nosotros no sucedió nada. Nos vimos durante cierto tiempo hasta que dejamos de vernos —dijo, negándose a darle importancia—. Estoy segura de que no has pensado en ningún momento que pudiera negarme a atender a tu hija por lo sucedido.
Ryan la miró durante un buen rato. Y con tanta intensidad que Alexa se ruborizó levemente. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener su mirada, pero lo hizo.
—No, no he pensado tal cosa —espetó él al fin—. Pero ambos sabemos que hay algo más.
—¿Algo más?
—Algo más entre nosotros.
—Nunca mantuvimos una relación seria, Ryan. Estabas tú por un lado, con tu propia vida, y yo por el otro. Nunca fuimos una pareja.
—Por Dios, Alexa, no juegues con las palabras. Sé que te debes sentir mal por el comportamiento que tuve y…
—No presumas de saber lo que sentí. No sabes nada ni de sentimientos ni de educación. Tal vez por eso tienen tanto éxito tus caricaturas. Tus personajes están tan alejados de la realidad que…
—La realidad es bastante más absurda y perversa de lo que yo pueda ser.
Alexa notó su dolor en los ojos y en su tono de voz. Habría preferido no notarlo, puesto que lo ideal en aquellas circunstancias habría sido mantener cierta distancia emocional. Pero era el padre de una niña que había sufrido un accidente, el padre de una paciente suya.
—El estado de Kelsey es lo único que me ha traído aquí —dijo ella, con seriedad—. He estudiado su caso y tengo preparado un régimen de ejercicios y un tratamiento que ya han demostrado su utilidad en otros casos similares.
—¿Volverá a caminar?
—Sí —contestó sin dudarlo.
—No me refiero a que camine con muletas o con bastón. Ya me han ofrecido esa posibilidad, y no la acepto. Quiero que mi hija pueda correr conmigo, quiero que pueda montar en bicicleta o en monopatín, quiero que pueda enseñarme lo que haya aprendido en clase de baile.
—Ojalá pudiera prometértelo, pero no es posible. Tenemos que centrarnos en el trabajo diario, hora a hora. Se trata de algo que exige paciencia y mucho tiempo, pero…
—¡Tiempo y paciencia! —exclamó furioso—. Tiempo y paciencia. Tú y tus compañeros de profesión os pasáis la vida diciendo eso, pero no tenéis que estar confinados en una silla de ruedas o en una cama. No tenéis que enfrentaros a una hija que llora porque no puede hacer ninguna de las cosas que le gustan. De modo que no me vengas con ese discursito, porque no me lo trago.
—Quieres acción, no palabras. ¿Cierto? —preguntó, bajando el tono de voz mientras él lo subía.
—¡Si, maldita sea!
—En ese caso sugiero que cierres la boca y que me lleves ante Kelsey para que podamos empezar a trabajar de inmediato.