Dejadas a un lado, de una vez por todas, las desgastadas imágenes de un Bizancio con el refinamiento propio de un cromo o de sutiles disquisiciones, hoy se tiende a abandonar también, pese a ciertas resistencias, la visión estereotipada de un Bizancio granítico en su continuidad, estático e inmutable, en la que se agotan las experiencias del imperio de la Roma antigua. Por el contrario, el punto de vista de hoy día se ha desplazado hacia el hombre bizantino[1], a las características distintivas que lo hicieron distinto a los demás, respecto de la herencia del pasado, pero también de la tipología cultural específica de Bizancio: una tipología que madura y se manifiesta en sus formas más completas entre los siglos VII y XII dentro del amplio período que va del nacimiento de la nueva capital de Constantino, hacia 330, hasta la caída en manos turcas el 29 de mayo de 1453. Pero ¿quién es el hombre bizantino en la realidad de etnias diversas y de un milenio de vida que tuvo Bizancio?
Pongamos en escena una ceremonia: la procesión imperial, continuación y culmen de los desfiles que ya en la época tardoantigua denotan formas solemnes de vida pública en las ciudades más populosas del imperio romano. La Nueva Roma en el Bósforo —Constantinopla— conserva y proyecta hacia la Baja Edad Media su imponente aparato y su significado. Más allá de detalles que cambian con el curso del tiempo (y se trata de transformaciones, más profundas, descubiertas por otros) lo que permanece constante en la procesión imperial es su valor de «ceremonia», táxis en la lengua griega bizantina: «ceremonia» elaborada con sabiduría, en la cual los grupos sociales y los individuos se colocaban cada uno en su lugar. Desfilan, en orden ascendente, los portadores de insignias, la jerarquía de las dignidades civiles y militares, y al final del cortejo, circundado por cuerpos de elite de la guardia imperial y por los eunucos cubiculares, el emperador. Y el cortejo pasa entre las autoridades municipales de la ciudad, los empleados civiles de diverso grado, los grupos de notarii y los maestros de escuela, médicos y abogados, los rangos compactos de las asociaciones de comerciantes y artesanos, la masa de soldados, campesinos, jornaleros, esclavos, pobres, desarraigados de todo tipo, hombres santos, mientras coros, que llevan siempre los nombres de las antiguas facciones del Circo, cantan aclamaciones en honor del soberano, «lugarteniente de Dios» sobre la tierra[2], con rítmicas y repetitivas cadencias, semejantes a las de la liturgia divina. Una vez llegado a Santa Sofía, el emperador entra en al Gran Iglesia, recibe el saludo del patriarca, obispo de obispos, desaparece tras un telón, donde los eunucos le quitan la corona en deferencia hacia el soberano celeste, y participa en las funciones litúrgicas en las formas previstas dentro del complejo ceremonial. Cuando sale, distribuye oro entre el clero, entre los cantantes y sobre todo entre los pobres, ya que bajo los harapos de un mendigo puede hallarse el propio Cristo.
El hombre bizantino se puede reconocer aquí, en una de estas procesiones ceremoniales, descompuesto en las figuras que mejor pueden tomarse como referencia de la identidad que se quiere reconstruir: el pobre, el campesino, el soldado, el enseñante, la mujer, el hombre de negocios, el obispo, el funcionario, el emperador, el santo. Táxis, «ceremonia», por tanto, pero táxis significa también «orden». De este modo, el autor del diálogo Sobre la ciencia política, quizá Menas Patricio, dice: «la autoridad imperial hará que brote de sí misma, por así decir, la luz política y la infundirá a sus máximos cargos estatales que son sus subordinados, gobernando con un sistema científico a través de ellas, las de segundo y tercer nivel y todas las demás; así los mejores tomarán parte justamente en la vida del Estado y dispondrán todas las cosas con perfecto acuerdo, aunque lo hagan cada uno por su parte; y en definitiva, todos los demás órdenes del Estado serán ordenados del mejor modo…»[3]. El hombre bizantino, cualquiera que sea la figura social con la que se identifica, sabe que —a la par que en la «ceremonia»— tiene asignado un puesto en el «orden» de esta tierra. Se puede cambiar de puesto —no es desconocida la movilidad social en el mundo bizantino— pero no de «orden» en su conjunto. La anōmalía, la «irregularidad», es sinónimo inquietante de desorden.
El orden terrenal no es otra cosa que el orden imperfecto del celestial. Si su vértice, el emperador, es el «lugarteniente de Dios», su corte es el reflejo de la celestial (o más bien, el bizantino medio se imaginaba la corte celestial como el arquetipo exaltado de la imperial): no por caso es Cosme el monje, chambelán del emperador Alejandro (912-13) antes de retirarse del mundo, quien nos ofrece la descripción más vívida del palacio celestial[4]. La osmosis es continua. En este orden, la obligación ineludible de sumisión al emperador es pagar los impuestos a los recaudadores, y evadirlos es como cometer un pecado. Así, en un texto del siglo X, maledicencia y envidia, fornicación y usura, rencor y avaricia, soberbia y homicidio, y otros infamantes pecados del hombre —escritos por demonios en los detallados registros de «oficinas de impuestos», telōnia, colocados entre el cielo y la tierra— solo se pueden borrar después de la confesión plena y la expiación del alma que ha sido manchada[5]. Del mismo modo, el incumplimiento de los deberes tributarios, anotado en los registros por los recaudadores imperiales, tenía que ser enmendado con la reparación o con la tortura. Por su parte, el emperador debe asegurar el abastecimiento de víveres, para que los súbditos se mantengan leales. En esta relación entre el emperador y los súbditos solo es libre el pobre, el que no paga impuestos porque no posee nada y a quien se le suministra el alimento diario por caridad.
En el siglo X el emperador victorioso Juan I Tsimisces (969-76) pasaba por la Puerta de Oro de la capital con el antiguo carro triunfal romano; pero en el carro se exponía un icono de la Virgen, considerada por los emperadores bizantinos systratēgós, «comandante adjunto[6]». Encontramos aquí la representación de la síntesis entre la herencia de Roma y la religiosidad oriental que, desde la tardo-antigüedad, constituye el factor tipológico de fondo de toda la civilización bizantina. La proximidad entre el Hipódromo y la basílica de Santa Sofía en Constantinopla es otro símbolo, quizá el más intrínsecamente «popular», de superación del dualismo entre tradición romana y fe cristiana[7]. Por tanto, los dos pilares de Bizancio son el imperio de Roma y la ortodoxia religiosa. «Por lo que se refiere al imperio de los Romanos que surge junto con Cristo —escribe Cosmas Indicopleustes— no será destruido en el curso de los siglos. Me atrevo a afirmar que, incluso si por nuestros pecados o porque no nos enmendamos, algunos enemigos bárbaros se levantan de vez en cuando contra el Estado romano, el imperio permanece invicto por la potencia de quien gobierna, para que el dominio cristiano no se reduzca, sino que se dilate. De hecho fue el primero de todos los imperios que creyó en Cristo y obedeció a los principios cristianos: por ello Dios, señor de todo, lo conserva invicto[8]». El hombre bizantino, por tanto, tiene un imperio cuyos valores —ideales y sobre todo religiosos— debe defender frente a quienes son «extranjeros», barbároi, respecto a esos valores. De aquí se puede extraer una de las características más específicas del hombre bizantino: la consciencia de pertenecer a un imperio, y es esta consciencia el fundamento y salvaguardia de la continuidad de la Nueva Roma y de Oriente frente al desmoronamiento de Occidente[9].
Muchos siglos después de Cosmas, resulta significativo un pasaje de Miguel Pselo, relativo a Romano III (1028-34): «nuestro hombre estaba empapado de literatura clásica y conocía también la cultura que es patrimonio de los latinos… Queriendo moldear su propio reino sobre el de los antiguos y celebrados Antoninos, del virtuosísimo Marco y de Augusto, se había fijado estos dos objetivos: el estudio de la literatura y la disciplina de las armas. En esta segunda era perfectamente incompetente, mientras que de letras entendía tanto como para rozar la superficie pero quedando muy lejos del fondo». Y luego: “dando un poco de reposo a las letras, he aquí que el soberano dirige su atención a los escudos. El debate se dirige hacia los espaldares y corazas, la hipótesis que se examina es la siguiente: aniquilar a los bárbaros, todos, de Oriente a Occidente. Y él quería demostrarla no con palabras sino con la fuerza de las armas. En el caso de que esta doble inclinación del emperador no hubiera sido una veleidad y una actitud, sino genuino dominio de ambas disciplinas, podría haber sido muy útil al Estado; en cambio sus iniciativas se resolvieron, de hecho, en nada…”[10]. El cuadro que surge de la personalidad de Romano —verdadera o construida por un Pselo que ya está al servicio de otra dinastía— es el de un inepto, pero lo que hay que subrayar aquí es que Pselo aprueba y considera extremadamente útiles para el Estado esos ingredientes: modelar el imperio según el que va de Augusto a los Antoninos, rechazar a los bárbaros, cultivar las letras, los lógoi griegos y latinos. Queda por entender, sin embargo, la índole de esta cultura. De la cultura latina que penetró en Oriente sobre todo en época justinianea, no quedará después de la época de Heraclio (610-41) más que el derecho, la ciencia jurídica o fósiles de la lengua burocrática y militar, mientras que son los lógoi hellēnikoí, el helenismo tardoantiguo, pagano y cristiano, el que constituyó el auténtico carácter de la cultura de Bizancio. Bajo este aspecto, la fractura que se consumó en el siglo vil no se pudo sanar y también los latinos en la Edad Media serán considerados bárbaros. Nicetas Coniata, consagrando «lamentos, lágrimas vanas e indecibles gemidos» por la Constantinopla ofendida por los cruzados, dirá que «se le ha disminuido la capacidad de hablar; —y en cambio—, ¿quién podría soportar que sobre una tierra que ya se ha convertido en extraña a la cultura y completamente bárbara se repitan los ecos de las Musas?»[11]. Así pues, el hombre bizantino estará orgulloso de la herencia ideal de la Roma antigua y del prestigio de una cultura totalmente de signo griego.
El Hipódromo. La Gran Iglesia de Santa Sofía. La procesiones imperiales. Bizancio es un mundo de espectáculo y de ostentación: juegos, liturgias y pompas fascinan al hombre bizantino. Carreras de carros y pedestres, exhibiciones de animales exóticos o salvajes, virtuosismos de acróbatas en equilibrio sobre cuerdas tensadas o sobre caballos al galope atraían la atención de una muchedumbre, apiñada en el Hipódromo, lugar de encuentro de ricos y pobres. En la calle hay músicos y cantantes, danzarinas y malabaristas, charlatanes e ilusionistas, bestias y seres humanos monstruosos.
La liturgia es centro y culmen de la vida espiritual de Bizancio; pero, por lo menos en las grandes iglesias, es una liturgia deslumbrante, exaltada por el color de los mosaicos y de los iconos, por el centellear de decoraciones preciosas y de gemas, por el esplendor de los ornamentos, por las velas y los reflejos de las lámparas, por los giros de los libros ceremoniales, por la cadencia de los cánticos. Si estas pompas terrenas caducas —se pregunta Porfirio de Gaza— son tan suntuosas, ¿cuál no será la suntuosidad de las pompas celestiales, preparadas para los justos? El hombre bizantino se ve atraído no solo por el carácter espiritual del culto, sino también por el fasto, por el aparato cargado de sugerencias, que le sumergían en una zona lindante entre la inmanencia y la trascendencia, permitiendo al alma probar las alegrías y delicias de las ceremonias celestiales[12].
La disposición de las procesiones imperiales es espectacular, con el soberano envuelto en seda en medio de un esplendor de púrpura y oro, los dignatarios cubiertos de pesados y preciosos vestidos ceremoniales, los portadores de insignias con las vexilla del antiguo poder romano y los estandartes y banderas «con dragón» ondeantes al viento, el recorrido ornado con guirnaldas de flores, tejidos y platería. Embriagadoras para la vista —y para el oído— son también las audiencias solemnes concedidas por el emperador en una sala, donde animales mecánicos, puestos en acción por complicados aparatos, se elevan de improviso haciendo un ruido estrepitoso, mientras el trono subía hasta el techo en presencia de delegaciones abrumadas y turbadas por el fragor.
Son ostentosas la riqueza y la pobreza. La pompa se manifiesta no solo en las suntuosas procesiones imperiales sino también en otras cosas, en las apariciones silenciosas de los obispos revestidos con brocados, o en los desplazamientos de los funcionarios de alto rango o de los ricos. La viuda de Danielis, a fines del siglo IX, para visitar al emperador, se traslada desde sus posesiones del Peloponeso hacia la capital en una lujosa litera que llevan trescientos esclavos jóvenes y robustos sobre sus espiadas, en turno de diez. Esta mujer anciana y riquísima lleva consigo un inmenso séquito de sirvientes y trae al emperador quinientos esclavos de regalo, de entre los cuales hay cien eunucos, sabiendo que estos en Palacio son bien aceptados, dado que allí circulan en número superior al de las moscas en un establo en primavera[13]. Frente a esto hay una pobreza exhibida y gritada por las calles: «a nosotros las moneditas de plata y de bronce, y solo para el alimento diario», «todos dicen que morir de hambre es la más penosa de las muertes». Aquí el escenario es el de los mendigos, mentecatos, campesinos fugitivos, enfermos sin asistencia, prostitutas que pululan por las calles intentando refugiarse en los tugurios, en los portales, bajo los pórticos, en los estercoleros. Y la filantropía, que viene en ayuda de estos desventurados, también es ostentosa. Fundaciones y «casas pías» lo ponen de manifiesto.
Incluso de la santidad puede hacerse exhibición, en sus casos más extremos, como los de los santos estilitas, que viven en lo alto de columnas para ponerse como atracción o reclamo, o de los santos locos —locos en Cristo— que ofrecen sus mortificaciones a la vista de todos, como san Andrés Salos: «padecía un frío insoportable, el hielo le congelaba, todos le odiaban, y los muchachos de la ciudad le golpeaban, lo llevaban a rastras, y le abofeteaban sin piedad; o le ponían una cuerda al cuello y lo llevaban tras de sí de esta guisa a pleno día; o le untaban el rostro de tinta y carbón[14]».
También la crueldad es vistosa y extrema. El martirio de los santos revela detalles espantosos: la sangre brota de profundos cortes en la carne, las vísceras se salen fuera del vientre descuartizado y se mezclan con la suciedad de la calle. Los campesinos insolventes son azotados, o despedazados por perros hambrientos. En el mismísimo Palacio se cae en abismos de ferocidad: el emperador puede plantar «las tinieblas en los ojos», cortar «las extremidades del cuerpo como racimos de uva», convertirse en «carnicero de hombres[15]». Pero objeto y espectáculo de crueldad puede ser el propio emperador; y así, en el siglo XI, a Miguel V que tiembla de miedo, agita las manos, se aprieta la cara y muge profundamente, los ojos le ruedan «fuera de las órbitas», arrancados por el verdugo en medio del tumulto de una muchedumbre exaltada y envuelta en griterío[16]; más tarde, Andrónico I Comneno, subido en un camello tiñoso, vestido con harapos, con un ojo sacado, es expuesto al escarnio de la ciudad: golpeado en la cabeza con bastones, embadurnado de estiércol, atravesado con espetones, escaldado con agua hirviendo, «es llevado al teatro» para ser exhibido en un triunfo grosero[17].
En definitiva, es en formas espectaculares y emotivas donde el hombre bizantino percibe la vida pública y la experiencia religiosa, riqueza y pobreza, caridad y ferocidad.
Fin de Bizancio, fin del mundo. Este es el enunciado de tantas profecías que, en su significado histórico-político, identifica al imperio bizantino con el reino de Cristo, y obliga al emperador a vencer a los enemigos, semejantes al Anticristo, y a los súbditos a preservar el imperio no solo como realidad estatal sino como sistema de valores, en espera de la última venida de Cristo y del último triunfo de su representante en la tierra[18]. De aquí viene la ortodoxia política: el conformismo del hombre bizantino —o de la sociedad— y de sus modos de pensamiento. Este conformismo se expresa en el respeto a la tradición, más allá de rupturas y discontinuidades que de todas formas no faltan, en particular en el siglo VII y luego en el XI[19]. Pero, según los parámetros antiguos, tradición significa, sobre todo, sometimiento a una autoridad en la vida política —es decir, sancionar siempre y de todas formas el orden existente— así como en las relaciones sociales, dejándose guiar por los superiores, a cuyos deseos hay que obedecer incluso si estos superiores son unos ineptos. La independencia no es un valor. Los puestos más elevados son ocupados por el funcionario-dignatario, que vive en la corte, y por el monje-asceta, que vive en el desierto, puesto que están sometidos de la manera más directa, el primero al emperador, el segundo a Dios. Por el contrario, no someterse a la autoridad equivale a ponerse fuera del orden. La delación, la calumnia, la condena, la hoguera y el homicidio persiguen el restablecimiento del orden perturbado, la devolución de su fuerza a valores como la devoción y la resignación.
El ideal es la mimēsis, la imitación de los modelos. El propio emperador tiene que practicar la mimēsis imitando a Cristo. El bizantino pide respuestas a los modelos y a la tradición, y siente la necesidad de inscribir sus comportamientos en la tradición, sin saltos, iniciativas, ni innovaciones profundas. Consideremos algunos aspectos. El mercado libre está controlado rígidamente por el Estado, que concede a artesanos y mercaderes —y al que ellos piden— no más que la justa medida. Dado que los mercaderes son inducidos por su propio oficio a cometer actos ilícitos y a practicar la falta de honestidad, es justo que se les imponga un freno. Por lo que se refiere a los artesanos, es inútil preocuparse por mejorar técnicas consolidadas por una larga tradición, quizá con el único objetivo de acrecentar los beneficios. La avidez de riqueza está condenada. Queda como la mejor opción la de conformarse, incluso si se está en la miseria.
El «pobre» ocupa, por este motivo, un lugar esencial en el orden de Bizancio, como objeto de la philanthrōpía. Ana Comnena describe de esta forma la atención de su padre Alejo I hacia los huérfanos, enfermos y necesitados: «A la hora de comer, hacía llamar a todas las mujeres y hombres que estuvieran agotados por las enfermedades o la vejez, les ofrecía lo mejor de su comida y ordenaba a sus comensales que cumplieran también con esta obra de caridad… Repartió entre todos aquellos de sus allegados, que sabía llevaban una vida honesta, y entre los higúmenos de los sagrados monasterios a todos los niños que habían quedado privados de padres y estaban sumidos en la amarga desgracia de la orfandad, y les recomendó que no los criasen como esclavos, sino como seres libres, considerándolos merecedores de una completa formación e instruyéndoles en las Sagradas Escrituras. También entregó algunos al orfanato que él había fundado…». De hecho, Alejo hace construir, dentro de la ciudad imperial, una segunda ciudad: una ciudad de «infelices», a donde podían verse afluir ciegos, cojos, paralíticos, desgraciados privados de pies o manos y enfermos afligidos por enfermedades repugnantes. Alejo no puede decir al lisiado, como hizo Cristo, «levántate y anda», pero puede darles sirvientes para que camine con artes ajenas o para que use las manos de otros, o puede quizá, con la obra de caridad ordenada por Dios, asignar a esta gente desamparada rentas de tierra y de mar[20]. Sin el pobre, sin sus sufrimientos para aliviar, no habría a quien destinar una parte de las finanzas públicas o de las riquezas privadas. El propio emperador, «terrible» por su autoridad, puede hacerse querer gracias a su philanthrōpía; y el rico puede utilizar parte de sus haberes de forma justa y santa. A todos, por lo tanto, no se les pide más que la liberalidad, sin que sea invocada nunca una reforma económico-social de raíz. «Que cada uno se quede en la misma condición en la que estaba cuando fue llamado», o incluso, «No desplazar los confines antiguos, puestos por tus padres» son los versículos bíblicos que todo bizantino tenía que tener en mente[21].
El tradicionalismo es el fundamento de la educación, entendida en su significado más amplio, y de sus formas. Educación puede ser conocimiento de los signos alfabéticos a nivel elemental; y el alfabetismo es un hecho importante en el mundo bizantino. San Basilio trazando las letras sobre la arena para instruir a los jovencillos puede ser el símbolo de esto. En el esquema del relato hagiográfico escuela y amor por el estudio forman parte de la vida y educación del santo, al que se le enseñan las letras por medio de un maestro terreno o por inspiración celestial. En último término surge siempre la autoridad de la escritura, de la tradición escrita, según la concepción —que ya se había hecho camino en época tardorromana— de que lo que está escrito tiene un valor absoluto y exige sumisión. En la cúspide de las autoridades escritas están la Sagradas Escrituras y las Leyes. El hombre bizantino, incluso si es analfabeto, sabe que estas autoridades escritas —en las figuras del Cristo de la ortodoxia y del emperador, su delegado y garante— son las que han de regular su vida y disponen de ella.
De todo esto proviene la mentalidad libresca del hombre bizantino, la cual se manifiesta en la interacción obsesiva de referencias, de alusiones textuales, de reminiscencias, en el repertorio fijo de conocimientos ajenos a la experiencia, de conceptos famosos, de certezas sin sacudidas, en la elaboración de summae y compilaciones de conocimientos transmitidos, de compilaciones repetitivas; mentalidades que tienen su referencia en el libro, incluso en momentos cruciales de una actuación (Nicéforo Urano, hombre de armas, hace sus movimientos estratégicos de batalla confiando en una compilación libresca anónima), y también —ya se trate de libros de astrología o de oniromancia, de oráculos o de magia— cuando el hombre intenta respuestas a inquietudes existenciales, cuando se esfuerza por explicar acontecimientos individuales o colectivos que se escapan de la esfera de lo racional, cuando siente la exigencia o la urgencia del misterio, cuando le mueve la ansiedad del futuro, cuando quiere dirigir su mirada curiosa y angustiada al más allá de la vida terrenal[22]. Mentalidad libresca, que también es signo de inseguridad, de inestabilidad psicológica.
Los modelos de la cultura superior siguen siendo los «clásicos», no solo los de la antigüedad pagana, sino también los clásicos cristianos, los Padres de la Iglesia sobre todo, a los que el hombre bizantino veía en tantas ocasiones representados en las paredes de sus iglesias. Tampoco los métodos de enseñanza habían variado: en el siglo XII Nicéforo Basilaces, maestro en la escuela patriarcal, no se aparta de formas de estudio tardoantiguas, y tanto es así que «no podemos apartarnos de la impresión de que el tiempo se haya parado[23]». La categoría de lo esencial y de lo útil domina en las obras que se leen y/o escriben en Bizancio, es más, es esencial lo que es útil para penetrar en las enseñanzas morales y para seguirlas, útil al alma. La utilidad, la ōphéleia, puede justificar una lengua y un estilo simple, «popular». Pero la literatura no es elegante si no es una exhibición retórica, recurso obstinado a los términos clásicos, búsqueda artificiosa de expresiones y construcciones consolidadas por la tradición. Y así, Juan Cantacuzeno cuenta la gran peste que afligió a Bizancio en 1348-49, con el recuerdo casi literal de Tucídides. Por eso se puede hablar de una «atemporalidad» de la literatura bizantina. La oposición no la encontramos entre «antiguos» y «modernos», sino en la capacidad o no de utilizar los modelos: capacidad que a veces roza el virtuosismo, la disquisición erudita, el discurso sutil que se tiene a sí mismo como única finalidad. Ciertamente, esta clase —o «casta», si se quiere— de literatos y eruditos era bastante restringida respecto del resto de la población, pero ejerció un peso inmenso, gracias a los escritos que nos han quedado, en la conservación y en la representación de la herencia de Bizancio.
El monje, el santo, posee por su parte la tradición de las Escrituras, pero también la de los dichos de los padres del desierto, la de los textos hagiográficos más antiguos. El relato de la santidad se convierte entonces en una serie de lugares comunes que se repiten: el santo no es tal si no es «narrado» por medio de frases, versos, términos consolidados y convencionales. Y el comportamiento de quien desee llegar a ser santo no puede hacer otra cosa que esforzarse en recorrer las secuencias del discurso sacro, desde las Escrituras a los apotegmas (apophtégmata), a las obras edificantes, a la enseñanza del viejo monje, el gérōn, que ha adquirido ya el verdadero conocimiento, el de la tradición, y no puede equivocarse.
Pero el tradicionalismo en su forma más vistosa es el que implica el sistema figurativo bizantino, en particular en el icono, ese fundamento de la vida espiritual (y política…) de Bizancio. Arte de clichés, arte estático, arte formular. Para el hombre bizantino la realidad de la imagen sagrada —considerada un auténtico retrato— coincidía con la realidad de las fórmulas iconográficas que la componían: fórmulas fijadas de una vez para siempre y por ello inmutables, porque son reconocidas universalmente como propias de una imagen determinada. El monje Cosmas reconoce en un sueño a los apóstoles Andrés y Juan porque ¡son como las figuras que ha visto en los iconos! Modificar habría significado falsear el retrato real de Cristo, de la Virgen, de los santos y de los ángeles, que solo la forma física de la «manera icónica» podía restituir y garantizar. Perdido el carácter concreto por culpa de las fórmulas, es precisamente por ellas como la imagen sagrada se hace eterna y real. Representada siempre frontalmente, y por lo tanto con la mirada dirigida al observador, el hombre bizantino la reconocía en esas fórmulas y quedaba sobrecogido. La dimensión física del icono tranquilizaba y elevaba el alma: al mundo de lo demoníaco, agitado, cambiante, se contrapone el de la santidad, tranquilo e inmutable.
Hay solo un momento en el siglo XI en el que el orden impuesto por la tradición tiende a romperse no solo en el sistema político, con lo que se ha dado en llamar «le gouvernement des philosophes[24]», apoyado por los emperadores del «partido civil», y con la ascensión al poder de nuevas clases, sino también en la literatura con el diseño de nuevas experiencias, en la pintura con la creación del gesto y del movimiento, en la incertidumbre de las ideas con la búsqueda de estatutos distintos del saber. Sin embargo, se trata de empujes destinados a remitir, de saltos rápidamente reabsorbidos por los arquetipos de la tradición, ya que todo lo que en el siglo XI parecía estar en la vía de la renovación se disuelve en la reacción política, social, económica y monetaria en el momento en que la aristocracia militar lleva al trono de Bizancio a los Comnenos[25].
El arte bizantino se dirige al rostro como referente y fulcro de la representación; el cuerpo permanece escondido entre los pliegues de los vestidos: No por casualidad. Es en el rostro donde se concentra la fuerza interior, donde se expresa el individualismo de la imagen. El individualismo constituye otra de las características fundamentales del hombre bizantino[26]: individualismo que se encuentra en todas las figuras sociales y que puede rozar el egoísmo por la excesiva preocupación por uno mismo que hace que todo sea lícito sin rémoras de amistad, de lealtad ni de rectitud. Pero este individualismo es también aislamiento y constituye uno de los elementos más marcados de discontinuidad con el pasado tardorromano de Bizancio: de hecho, a partir de la época de Heraclio, el derrumbamiento de la vida urbana y la crisis de las relaciones sociales —al contrario que en Occidente, donde se reorganizan en un sistema distinto— determinan el repliegue del individuo sobre sí mismo, la soledad. El campesino —junto con el soldado, pilar de la sociedad bizantina después del siglo vil— está solo frente a la presión fiscal y a la rapacidad y crueldad de los exactores. Pero en un sistema fuertemente jerarquizado como el bizantino, todo funcionario está solo frente a su superior, y los altos rangos del poder están solos ante el emperador, que puede privarles de los atributos del cuerpo, e incluso de la vida. El emperador está encerrado en la soledad del Palacio, a menudo entre emperatrices y eunucos infieles, intrigas y conjuras, o puede ser entregado a un gentío enfurecido. Nadie puede sentirse seguro. El estado de ánimo más frecuente es el de la precariedad, la inseguridad de vivir. De ahí la confianza en los santos, el recurso obsesivo al icono, pero también a las ciencias ocultas, a la oniromancia, a las predicciones astrológicas. A todo esto no se sustraen ni los emperadores ni los intelectuales. En esa inestabilidad, que es también desconfianza respecto a lo social, la ética a la que atenerse sigue siendo la del justo término medio, la de la moderación, la humildad y… el aislamiento. ¡Se cierra el círculo!
También el hombre santo está solo, él, que busca voluntariamente un coloquio más directo y verdadero con Dios; se retira por eso del mundo y de sus tentaciones para refugiarse como monje en una vida «separada». A veces exaspera esa separación del consorcio humano viviendo como estilita, en una columna, casi para marcar la separación de esta tierra, o comportándose como un loco, poniendo entre sí mismo y los demás el abismo de la incomunicabilidad de la razón. El hombre santo —incluso en sus formas socialmente más integradas, como las del monje cenobita y urbano, o las del obispo que se ocupa espiritual y materialmente de los fieles— representa la defensa de la ortodoxia, el camino para la salvación del alma, a la que tiende todo bizantino. Por lo tanto, en Bizancio, la utilidad del santo no se puso nunca en entredicho. De hecho son ellos, sobre todo el monje —cuando consigue derrotar las «bestias salvajes» del pecado, ganándose la confianza de Dios— quien con oraciones, vigilias, ayunos, incomodidades y humillaciones, puede garantizar la salvación del individuo y la salud del imperio frente a una tremenda autoridad celestial, con frecuencia eludida por la debilidad humana. Pero esta misión interior y exterior —victoria espiritual sobre sí mismo y salvación de los demás— la lleva el monje en soledad. De hecho, el monacato bizantino no tiene órdenes, con frecuencia es idiorrítmico, y por tanto con connotaciones de fuerte individualismo. Sin una vida de mortificación y en soledad la propia función monástica pierde valor; los monjes que se sientan a la mesa de un emperador inepto y corrupto, comen «peces frescos y gordos», beben «el vino perfumado más puro», solo para su vergüenza visten «un hábito que agrada a Dios[27]».
El otro polo, el de quien no se consagra a la vida espiritual, es la familia, esa «suma de individualismos» que es el fundamento de la estructura social de Bizancio[28]; la solidez de la institución familiar es a un tiempo consecuencia y causa ulterior del aislamiento del hombre respecto a otras formas de organización social. Además, es en la familia donde la mujer tiene su puesto digno y elevado, reconocido por las leyes y por la tradición: la mujer es el centro de este mundo ordenado que es para el bizantino la familia, cuando ella es hacendosa y severa administradora del patrimonio. Viviendo a veces junto a ella como hermano y hermana, el hombre puede conciliar matrimonio y santa castidad. De lo contrario, fuera de la familia o de un recinto monástico que subraya los modos de vida honestos, la mujer no es otra cosa que tentadora desvergonzada del deseo sexual del hombre: un ser en vilo, en la representación bizantina, entre María, la Virgen madre de Cristo, y Eva, la seductora que ha arrastrado a Adán y a todo el género humano a su corrupción.
Tradicionalismo, conformismo, pero como cobertura y refugio de un individuo solo e inseguro.
Una vez desmontados —en los diez estudios recogidos en este volumen— los mecanismos marcados por la historia política, económica, agraria, militar, administrativa, y más ampliamente social y cultural, el hombre bizantino emerge con los comportamientos, impulsos y las contradicciones de un mundo hecho a base de continuidad y ruptura, de conformismo, pero también —todo hay que decirlo— de modernidad que impresionan: Bizancio anticipa el Estado centralizado de la edad moderna, experimenta formas «estatutarias» de pobreza y de asistencia pública y privada desde época bastante antigua, se abre a modos «capitalistas» de expansión económica, concede a la mujer —aunque sea bajo el ropaje de un difundido antifeminismo— una dignidad y un papel desconocidos hasta nuestro siglo, y anticipa prácticas de trabajo intelectual (ediciones de textos, formas de lectura) de la edad moderna.
Ciudadano de un mundo terrenal que es proyección descolorida e incompleta del celeste, súbdito de un «lugarteniente de Dios», el hombre bizantino vive su individualismo en el orden jerárquico constituido, en el respeto de la ortodoxia, en los valores de la tradición, buscando la justa medida, pero sin sustraerse a la fascinación y al horror de los excesos; él es el orgulloso heredero de un imperio que pisotea a los enemigos porque tiene de su parte a la potencia de Cristo, «el cual dispersa a los pueblos que quieren guerra y no se alegra del derramamiento de sangre[29]»: Cristo, que da al justo la fuerza «para caminar sin daño ni ofensa entre serpientes y escorpiones[30]».