En un epigrama fúnebre en honor de Metrófanes, metropolita de Esmirna (segunda mitad del siglo IX), las virtudes episcopales del difunto prelado se celebran de la siguiente forma:

¿Quieres una santa vida de monje?

Que la vida de Metrófanes te sirva de ejemplo.

¿Buscas el recto verbo pastoral?

Apréndelo en sus escritos.

¿Deseas saber reprender y aconsejar,

proveer para todos, ser como un padre?

Imita su elocuencia que fue libre y sabia.

Que tu tesoro esté en alimentar a los pobres.

Así fue como él llegó al cielo

dejando en la tierra la sombra de su cuerpo.

Aquí no se trata tanto de la figura de Metrófanes, que de joven estuvo implicado en una desagradable campaña difamatoria en perjuicio del patriarca Metodio, que conocemos como autor de comentarios a la Biblia y de poemas religiosos, que apoyó sin condiciones al patriarca Ignacio en el curso de las contiendas político-eclesiásticas de la segunda mitad del siglo IX (una posición que le costó la cárcel, el exilio y al final incluso el anatema papal). En esos poco elegantes versos, obra de un alto funcionario imperial, hay algo más: de hecho está enunciada la quintaesencia de lo que un bizantino podía esperar de un obispo. El obispo tenía que haber pasado buena parte de su vida en un monasterio y ser a la vez maestro, protector, alimento y padre de los fieles que se le confiaban. A pesar de todos los cambios políticos, ideológicos y sociales que se produjeron en el imperio bizantino durante su más que milenaria historia, apenas cambia lo que definiremos como el «perfil profesional» del obispo: experiencias monásticas, cultura, capacidad de mando y compromiso social siempre han valido como características que auspiciaban al obispo ideal, desde Basilio Magno, obispo de Cesárea en Capadocia en el siglo IV, hasta Besarión, metropolita de Nicea en el siglo XV.

La palabra griega epískopos (obispo), que aparece ya en las cartas de San Pablo, designa tanto al «supervisor» como al «inspector». El obispo cristiano tenía tareas de vigilancia sobre los fieles que se le confiaban. En cuanto tal, tenía que ocuparse tanto de la difusión de la fe como de la pureza de la doctrina, de la paz social dentro de su grey —«pastor» es una de las definiciones predilectas para el obispo—, además de preocuparse de los contactos con las otras comunidades de fieles. En calidad de portavoz y de defensor de las comunidades que se le han confiado, muchos obispos murieron en martirio durante las persecuciones anticristianas. En el calendario litúrgico de Constantinopla se conmemoran más de cincuenta obispos mártires.

La sede del obispo por lo general era la ciudad, centro de la vida civil y de la administración imperial, y su jurisdicción se extendía por el territorio ciudadano. Según la norma del VI canon de Concilio de Sérdica (342-43), cuyo significado es indiscutible, los obispos no tenían que establecerse en pueblos o pequeñas ciudades, para cuyo cuidado espiritual bastaba con la presencia de un simple sacerdote, y así el nombre y la autoridad del obispo no se veían desvalorizadas. Así como el cristianismo se difundió siguiendo las estructuras geográficas y administrativas del imperio romano, la organización de la geografía y la jerarquía eclesiástica correspondía casi necesariamente al orden político, aunque los confines de las diócesis eclesiásticas no siempre correspondían con los de las provincias seglares: en las ciudades estaban los obispos, en las capitales de provincia los metropolitas, y los arzobispos (obispos sufragáneos, es decir, no sometidos a un metropolita) tenían su residencia en aquellas ciudades que por algún motivo tenían una importancia particular. Por último, los obispos de las grandes metrópolis del Imperio (Roma, Alejandría, Antioquía) pronto asumieron el título de patriarcas. De hecho, en la concepción eclesiástica bizantina, la primacía del obispo de Roma no se basaba en la sucesión del apóstol Pedro, sino en el rango político de la antigua capital del Imperio. Por razones análogas, el titular de la nueva ciudad imperial, Constantinopla, fue elevado al rango de patriarca ya en el siglo IV. Solo el título patriarcal del obispo de Jerusalén (a partir del siglo V)se basaba en el significado específico de la ciudad como teatro de la redención.

Si por alguna razón el estatus político de una ciudad o provincia cambiaba, por lo general, las estructuras administrativas de la Iglesia se adecuaban a la nueva situación. Conforme al XVII canon del Concilio de Calcedonia, la organización eclesiástica tenía que seguir a la organización política. El caso más significativo a este respecto es el recién mencionado de la rápida ascensión de categoría eclesiástica de la capital del Imperio: Constantinopla. El Concilio de 381 le atribuyó el segundo puesto en la jerarquía, ya que era la Nueva Roma; los Padres del Concilio de Calcedonia (451) fueron más allá, decretando la igualdad de rango entre la antigua y la Nueva Roma, dado que la segunda se había convertido en la sede del emperador y del senado. Pero se pueden citar numerosos ejemplos análogos relativos a otras partes del Imperio. Cuando, por ejemplo, Justiniano I quiso atribuir mayor dignidad a su mísera ciudad de nacimiento en Dacia, la convirtió en centro administrativo de la prefectura del Ilírico con el nombre de Justiniana Prima (la actual Caricin Grad en Yugoslavia), transformó el obispado local en sede metropolitana (535): el obispo recibió incluso el título honorífico de vicario papal. Incluso el obispo de Ravena (sede de los gobernadores bizantinos de Italia desde el final de la guerra goda) en el curso del siglo VII fue elevado por decreto imperial al rango de metropolita con privilegios especiales, aunque fuera por poco tiempo. Por lo general fueron probablemente los ambiciosos obispos locales quienes se interesaron por que los emperadores y los patriarcas equipararan el rango eclesiástico de una ciudad al político. Pero había también motivos prácticos para la realización de estas operaciones: las capitales tenían por lo general una población más numerosa, que planteaba mayores exigencias a las autoridades religiosas; además, el hecho de que residieran en el mismo lugar tanto autoridades religiosas como seglares podía facilitar recíprocamente la tarea administrativa. En todo caso, en los cambios de la geografía eclesiástica era el emperador el que tenía la última palabra.

En los cánones eclesiásticos y en las leyes seglares del mundo tardoantiguo el cargo de obispo se define a grandes rasgos como sigue: el obispo tenía que ser elegido por el clero y por los notables de su diócesis, confirmado por el metropolita competente y consagrado por dos o tres obispos de la misma circunscripción metropolitana. En la elección y consagración estaban prohibidos la simonía y el nepotismo que en teoría podían invalidar la ordenación. En cuanto a la elección del metropolita, esta era competencia del patriarca a propuesta del Sínodo. El patriarca, en cambio, era elegido inicialmente por su clero, por el pueblo de la ciudad y por los metropolitas, pero en definitiva —y esto vale tanto para Constantinopla como para Antioquía— lo hacía el emperador a propuesta de los metropolitas. Sin embargo, si el emperador tenía un candidato preferido podía proceder de forma autónoma. Tras la ordenación, es posible que no hubiera que trasladar al obispo a otra diócesis o promoverlo a una sede metropolitana o patriarcal. Pero en caso de infracción de las normas religiosas, morales y jurídicas, el obispo podía ser depuesto y para ello la autoridad seglar actuaba como órgano ejecutivo de la Iglesia. El obispo no tenía que estar casado y posiblemente tampoco tener hijos ni nietos: de hecho, prescindiendo del postulado de la castidad, existía el fundado temor de que herederos directos pudieran enriquecerse a costa de los patrimonios y las funciones eclesiásticas. Dentro de su diócesis, el obispo tenía jurisdicción eclesiástica y, al menos hasta cierto punto, también seglar sobre el clero local y sobre los monjes, pero les estaba severamente prohibido el inmiscuirse en los asuntos de otra diócesis. El obispo estaba obligado a residir en su diócesis, a visitar regularmente todas las comunidades y a administrar correctamente el patrimonio eclesiástico, dando preferencia a las erogaciones a favor de los pobres, enfermos, huérfanos, viudas y encarcelados, además de favorecer la construcción de edificios religiosos. Tenía que desarrollar sus funciones sin remuneración, lo que significaba que tenía que proveerse a sí mismo y a su clero con los ingresos de su iglesia. Según el ejemplo apostólico, era el maestro espiritual de su comunidad y para que pudiera desarrollar esta función era necesario que poseyera un cierto grado de cultura general y de conocimientos básicos en materia de fe.

Al clero le estaban prohibidas las funciones estatales —ya fueran militares, civiles, o ligados a otras actividades seglares (sobre todo fiscales)— como incompatibles con el estatus religioso («nadie puede servir a dos señores»). Sin embargo, la legislación justinianea asignaba al obispo determinadas funciones de control sobre la administración estatal. Junto con los ciudadanos más relevantes (primates y possessores), entre los cuales se cuenta ya sea por la función que desempeña o por la considerable entidad de la propiedad de la iglesia, el obispo tenía derecho a proponer al defensor de la ciudad y al responsable del aprovisionamiento de alimentos (sitones), pero también se esperaba que controlara su administración. Así, junto con los eminentes ciudadanos arriba mencionados, tenía que velar por la balanza financiera de la ciudad, y por tanto por el reparto de los ingresos entre las diversas líneas de gasto: construcción, aprovisionamiento de alimentos, mantenimiento de acueductos, termas, puertos, puentes, fortificaciones. En efecto, los nombres de los obispos aparecen con frecuencia junto a los de los emperadores y los gobernadores en epígrafes de edificios públicos no eclesiásticos. En casos evidentes de mala administración por parte de los gobernadores de las provincias, el obispo podía hacerlo notar directamente al emperador.

Estas fuentes normativas nos ofrecen una imagen de la Iglesia como organización paralela a la administración estatal: una organización que por un lado reflejaba el orden geográfico y jerárquico del Imperio, sin que formara parte de él, y por otro estaba aún en condiciones de funcionar donde faltaba la administración estatal o donde había venido a menos. Prescindiendo de la tendencia a una creciente centralización de la Iglesia en Constantinopla (tras la pérdida de Egipto, Siria, Palestina e Italia, el patriarcado de la Nueva Roma se había convertido en la Iglesia del Imperio a secas) y por tanto del aumento de la ingerencia imperial en los asuntos eclesiásticos, estas normas quedaron inalteradas sustancialmente en el siguiente milenio de la historia bizantina.

Los requisitos para ser un obispo ideal, que tenía que desarrollar sus funciones espirituales y seglares según las normas antes descritas, eran los siguientes: celibato, cultura, conciencia social como para darse cuenta de las necesidades y los problemas de su diócesis, y sobre todo una buena dosis de valentía y de autoridad personal, que le consintieran intervenir con éxito, llegado el caso, contra los abusos de poder de las autoridades públicas y las clases dirigentes locales. Sin embargo, el número de diócesis del Imperio que tenían que ser cubiertas con prelados cualificados era muy grande: tengamos en cuenta que en el Sínodo iconoclasta de 754 tomaron parte 338 obispos, arzobispos y metropolitas, que en el Segundo Concilio de Nicea, celebrado en 787, los prelados eran 365. En un catálogo oficial de diócesis de comienzos del siglo X, dependían de Constantinopla 51 sedes metropolitanas, 51 archidiócesis, 531 diócesis, aunque algunas de ellas no se encontraran ya dentro de los confines del imperio. Dado el gran número de obispos necesarios, se comprende que no todas las diócesis pudieran ver siempre en su sede a candidatos que correspondieran a los ideales mencionados.

El magisterio episcopal y la cultura profana

La principal tarea del obispo bizantino era la difusión y la conservación de la doctrina cristiana ortodoxa dentro y fuera del Imperio. En la unidad de la fe ortodoxa se advierte un baluarte ideológico contra eventuales fisuras políticas; a través de la propagación del cristianismo se garantizaba además un efecto beneficioso de civilización para las costumbres de los bárbaros de provincias y para las poblaciones que habitaban en los confines. Las representaciones de los obispos en los muros de las iglesias eran una expresión visible del magisterio eclesiástico, que, por tanto, no solo tenía un carácter espiritual, sino también cortes eminentemente políticos. Se les veía vestidos con su ōmophórion, con la Biblia en la mano y en posición frontal. En los manuscritos patrísticos —que con frecuencia tenían en su frontispicio una imagen del autor, siguiendo una antigua tradición— por lo general vemos al obispo en actitud de escribir, sentado frente a un escritorio, según el ejemplo de las representaciones de los evangelistas. Una variante muy difundida de este tipo de representación es la del gran predicador san Juan Crisóstomo (siglos IV-V) como fuente de la sabiduría: el agua fluye del rótulo colocado en su escritorio y los presentes la beben. En las escenas biográficas de las Vidas de los santos obispos, estos están representados sobre todo en situaciones en las que enseñan, predican, escriben, defienden la fe o condenan la idolatría y las herejías. En los nártex de las iglesias encontramos con frecuencia representaciones de los Sínodos ecuménicos, con obispos reunidos en torno a una mesa: sirven como representación de la Iglesia ortodoxa en conjunto.

Salta a la vista que con la creciente difusión del cristianismo en el área del Mediterráneo oriental, los jóvenes más dotados y más activos en el plano intelectual y literario entraron al servicio de la Iglesia. La literatura griega de época tardoantigua no se podría concebir sin la contribución de obispos como Basilio de Cesárea (Capadocia), Gregorio de Nazianzo, Juan Crisóstomo, los llamados «jerarcas», que en su calidad de más populares Padres de la Iglesia no podían faltar en ninguna pared de las iglesias decoradas, además de Eusebio de Cesárea (Palestina), Atanasio de Alejandría, Sinesio de Cirene. Para cubrir el cargo de obispo se requería tener cultura. Para vigilar la pureza de la ortodoxia en calidad de enseñante de la grey que se le confía, para poder defenderla de los paganos y los herejes, los obispos tenían que tener sutileza y capacidades dialécticas, al menos tantas como los adversarios de la fe, si no superiores. Precisamente la alta cultura y el amor por la literatura y por la dialéctica con frecuencia llevaba al clero bizantino —sobre todo a los obispos— a competir en especulaciones y definiciones cada vez más sutiles en materia teológica y cristológica. Especulaciones y definiciones que luego se discutían —con frecuencia sin caridad cristiana— en el transcurso de los sínodos y concilios que las aceptaban como verdaderas o las condenaban como heréticas. La subsiguiente persecución obligatoria de los derrotados, y por tanto de la parte no ortodoxa con sus impenitentes autores, llevó a situaciones próximas a la guerra civil, hacia el final del imperio bizantino.

Los Padres de la Iglesia, los obispos de los siglos IV y V, que en su mayoría procedían de la clase dominante o de la elite de la clase media, habían disfrutado de una formación clásica, es decir, pagana: la misma que habían tenido sus pares en la administración del Estado. En general, aunque estaban al servicio de la Iglesia y a pesar de muchos escrúpulos —ya fueran verdaderos o fingidos—, no traicionaban su amor por la literatura antigua. Asimismo, en los siglos sucesivos, obispos y metropolitas como Aretas de Cesárea o Alejandro de Nicea (ambos vivieron entre los siglos IX y X) comentaron con igual celo los autores de la Antigüedad y la Sagrada Escritura. Cuando un personaje como León, metropolita de Sínada en la segunda mitad del siglo X, apunta en su testamento con coqueta contricción haber descuidado con frecuencia la literatura religiosa a favor de la profana; verdaderamente su arrepentimiento no es muy sincero. Muchas prédicas bizantinas están construidas según las leyes de la retórica antigua y contienen alusiones a textos clásicos. Cuando en época comnena (siglos XI-XII) la Escuela Patriarcal de Constantinopla se convirtió en el centro cultural del Imperio, los profesores eclesiásticos dedicaron gran parte de su producción literaria a la propaganda imperial y al entretenimiento de los exigentes miembros de la familia imperial y de la corte. Luego, cuando eran colocados en una sede metropolitana, como coronación de su carrera, ponían su sabiduría al servicio de la homilética, para la edificación espiritual y moral de sus diocesanos. El docto comentarista de Homero y metropolita de Salónica, Eustacio (fines del siglo XII), predicaba con tal ardor y con tal intransigencia contra los vicios de los tesalonicenses que llegó a ser expulsado temporalmente de la ciudad.

A pesar de la progresiva cristianización de la vida cultural bizantina, la enseñanza no fue nunca un privilegio del clero. La formación de la gente culta siguió siendo unitaria en su conjunto, con mezcla de elementos clásicos y teología. La consecuencia fue que, prescindiendo de los órdenes eclesiásticos, que podían eventualmente intervenir en un segundo momento, laicos y clérigos instruidos eran prácticamente intercambiables. Ya Justiniano I se había dedicado con gusto a especulaciones teológicas, y por eso no es un caso aislado el de Manuel II (1391-1425), emperador que fue contado entre los teólogos bizantinos más preparados. Por otra parte, resulta normal que un clérigo como Constantino Manases, luego metropolita de Naupacto (muerto en 1187), escribiera una crónica en verso, pero también una novela de amor. Siguiendo la tradición bizantina, habrían llegado a ser obispos antes del final de sus días incluso los predilectos novelistas de la época tardoantigua, Heliodoro y Aquiles Tacio.

Esta base cultural unitaria de la elite eclesiástica y secular permite comprender el hecho de que los laicos, que por razones políticas pasaron directamente del servicio al Estado a una sede episcopal o metropolitana, e incluso al trono patriarcal, pudieran desempeñar sus tareas con competencia indiscutible sin necesidad de una preparación ulterior —como, por ejemplo, el ex comes Orientis Efrén, patriarca de Antioquía de 527 a 545, o los patriarcas de Constantinopla Nectario (381-97), Tarasio (784-806), Focio (858-67, 877-86) y Constantino Licudes (1059-1063). Nectario y Tarasio llegaron incluso a ser venerados como santos en la Iglesia bizantina. El emperador Teófilo (829-42), sin suscitar escándalo alguno, pudo nombrar metropolita de Salónica al célebre matemático León el Filósofo, que por sus conocimientos de ciencias naturales fue llamado a la corte del califa de Bagdad. El nombramiento se debía en parte a la necesidad de garantizar al gran erudito un puesto adecuado en la sociedad, en virtud de sus méritos científicos, y en parte se explicaba por el deseo de dotar a esa importante ciudad de un digno jefe de la Iglesia. Esto es válido también para personajes como los patriarcas Nicéforo I (806-15) y Nicolás I Místico (901-907), que interrumpieron más o menos voluntariamente su carrera seglar, retirándose por poco tiempo a un monasterio, para luego ascender hasta altas distinciones en el ámbito eclesiástico. Es verosímil que el emperador no se pudiera permitir a la larga perder muchos personajes de buena cultura, cediendo al monacato, que para el Estado era improductivo.

Bajo este aspecto, es bastante significativa una medida atribuida al emperador Constantino VII Porfirogénito (913-959): afligido por el declive de la enseñanza y de la ciencia en su imperio, nombró en Constantinopla cinco profesores, de los cuales tres eran altos funcionarios de la administración central y uno era metropolita. Tuvieron el cometido de enseñar a los jóvenes bizantinos filosofía, retórica, geometría y astronomía. El emperador se preocupó personalmente de los estudiantes, invitándoles a su mesa y manteniendo con ellos largas conversaciones. Después, entre ellos eligió jueces, funcionarios civiles y metropolitas. La noticia es importante en tanto en cuanto nos demuestra que los metropolitas disfrutaban de la misma educación que los demás funcionarios del Estado y que el emperador les daba destino como a estos Las colecciones epistolares bizantinas —sobre todo las de los siglos X y XII— documentan con eficacia las fuertes conexiones sociales y culturales de este grupo elitista, cuyos miembros habían estudiado juntos en Constantinopla para acabar luego sirviendo al Estado por todas las provincias del Imperio, con carreras distintas. En una correspondencia epistolar, redundante en sus juegos retóricos, se mantenían recíprocamente actualizados respecto a sus nostalgias y sus achaques, sobre las vicisitudes positivas o negativas de su vida y de sus carreras. Si ocurría que uno de ellos tenía necesidad de ayuda política, sabía bien quién podía intervenir en su favor con cierto éxito.

 

La cultura del alto clero correspondía en general a la media de la elite bizantina, como hemos visto, y según los casos y los períodos estaba sujeta a las mismas oscilaciones. También había obispos incultos, como el eunuco Antonio Paques, metropolita de Nicomedia, sobrino del emperador Miguel IV (1034-1041), que con contención bastante poco episcopal «llevaba en la lengua el “buey del mutismo”» [locución bizantina que designaba una expresión tosca e inculta]; pero también otros parientes del emperador, que ascendió al trono desde modestos orígenes, fueron considerados toscos y totalmente ignorantes, cuando ocuparon posiciones preeminentes en la administración del Imperio. Sobre la abdicación forzosa del piadoso Trifón, patriarca de Constantinopla, a quien el emperador Romano I quiso en 931 sustituir con su propio hijo, las crónicas narran la siguiente historia: de forma confidencial se hizo saber al ingenuo patriarca que muchos metropolitas le consideraban analfabeto, y con el pretexto de acallar las pérfidas insinuaciones se le hizo escribir su nombre y cargo en un pergamino, al que la cancillería imperial añadió el texto del acto de abdicación. Aunque esta historia fuera inventada, nos muestra en qué medida se consideraban las cualidades intelectuales del patriarca de la capital. También el sucesor de Trifón, el príncipe imperial Teofilacto —un maniático de los caballos que interrumpió la liturgia festiva del Jueves Santo en Santa Sofía para asistir al parto de su yegua preferida— no pertenecía por cierto a los intelectuales en el solio patriarcal.

A pesar de ello, parece que en general los obispos bizantinos satisfacían los requerimientos culturales propios de su cargo. La firma de los prelados participantes en los Concilios en las correspondientes actas casi siempre son autógrafas. El hecho de que en los primeros Sínodos hubiera obispos que estamparan su firma en latín o en siriaco es una expresión de la variedad cultural del Imperio, que siempre fue plurilingüe. Se ha calculado, por ejemplo, que en el siglo XIV al menos una cuarta parte de los literatos bizantinos que conocemos eran prelados: tres obispos, catorce metropolitas, siete patriarcas. No hay cálculos similares para otros siglos, pero es verosímil que se llegara a resultados más o menos análogos.

Cuanto más cultos eran los metropolitas recién ordenados, más a disgusto aceptaban la obligación de residir en una provincia lejana. Tras los esplendores, tras los estímulos intelectuales de la vida en la capital, la vida en provincias se presentaba insoportablemente bárbara. En su autobiografía poética, conocida con el título De vita sua, Gregorio de Nazianzo (siglo IV) describe su diócesis capadocia de Sasima como una sucia estación de postas en una encrucijada: «Es una estación a mitad de la vía de Capadocia, y luego se divide en tres calles: no tiene agua, ni hierba —nos enseña—; ¡pueblucho estrecho, tremendo, horrible! Todo es polvo y ruido y paso de carros: lamentos y gemidos, recaudadores, tormentos y cepos, y lo habitan forasteros y vagabundos». El metropolita León de Sínada, que ya hemos mencionado, informó al emperador en una carta —que probablemente nunca se envió en la forma en la que la tenemos— sobre las duras condiciones de vida en su diócesis de Pisidia: «No producimos aceite, y esto nos asemeja a todos los habitantes de Anatolia. Nuestra tierra no da vino: está situada a demasiada altura y el tiempo de maduración es demasiado corto. En lugar de leña usamos zárzakon, estiércol tratado, cosa repugnante y maloliente: todo lo que sirve para sanos y enfermos lo pedimos al tema de Tracesion, a Atalía, y a la propia Constantinopla». El emperador no debía permitir que León tuviera que vivir de cebada, heno y forraje como un bestia, porque la tierra de Sínada no se adecuaba ni al cultivo del trigo. En el siglo XI, Juan Maurópodo, eminente maestro y literato de la capital, consideró, seguramente con razón, su promoción a metropolita de Eucaita en el Ponto como un exilio porque el emperador no había sido elogiado suficientemente en la obra historiográfica redactada por él. La gran desolación de su diócesis le oprimía. Aludiendo a Gregorio de Nazianzo, su poeta favorito, la definió: «sin habitantes, sin gracia, sin árboles, sin verde, sin bosques, sin sombra, llena de barbarie y de pereza, cuanto más privada de fama y gloria». Para Miguel Coniata, metropolita de Atenas entre 1184 y 1204, su ciudad era simplemente un infierno. En las cartas que escribía a sus amigos de Constantinopla lamentaba la gran pobreza de la población y la ausencia no solo de libros y de conversaciones cultas, sino también de artesanos. Escribió que se sentía como el profeta Jeremías en la Jerusalén destruida por los babilonios. Dado que en la Edad Media el templo del Partenón había sido transformado en una iglesia, dedicada a la Virgen, la sede episcopal sobre la Acrópolis le hacía sentir todavía más que «la época que amaba la ciencia y que rebosaba sabiduría había pasado, en su lugar había llegado un tiempo hostil a las Musas».

Sin embargo, no tenemos elementos para sostener que los obispos se preocuparan por elevar la vida cultural de sus ciudades, por ejemplo en el sector escolástico, como para reducir la diferencia que separaba el centro del Imperio de su periferia. De hecho, entre sus competencias no se incluía la educación. Ciertamente, la mayor parte de los obispos se preocupaba por la educación de uno o más sobrinos —en la vida cultural bizantina la figura del «sobrino del obispo» es casi una institución— pero en general estos jóvenes estudiaban en la capital. Por lo demás, para la mayoría de los obispos y metropolitas, todo pretexto era bueno con tal de acudir a Constantinopla: participación en sínodos, despacho de los asuntos de la diócesis con la administración central o con los oficios patriarcales, intervención ante al emperador a favor de diocesanos suyos, etcétera. Una vez que llegaban a la capital intentaban posponer el regreso todo lo que podían, a veces años. Ya Justiniano había intervenido contra los obispos que acudían con demasiada frecuencia a Constantinopla, pero más tarde se promulgó un decreto según el cual un obispo no podía ausentarse de su diócesis durante más de seis meses. Contra esta norma protestó el mencionado León de Sínada, dado que en las condiciones de viaje de la Edad Media los titulares de las diócesis más alejadas solo podían hacer breves visitas a la capital, según esa norma. De todas formas, parece que fue inútil cualquier dispositivo legal y eclesiástico relativo a la obligatoriedad de residencia de los obispos en la diócesis asignada. Además, dado que a partir del siglo XII las provincias de Asia Menor fueron conquistadas por los turcos poco a poco, cada vez fueron más los obispos que eligieron Constantinopla como su residencia habitual, con el pretexto —con frecuencia, pero no siempre, justificado— de no poder llegar a su diócesis por la situación bélica, o porque su diócesis ya había sido conquistada por el enemigo. En la cómoda seguridad de la capital, participaban en las reuniones de llamado sínodo permanente (sýnodos endēmoûsa) y discutían, verbalmente y por escrito, los problemas teológicos y políticos del momento. El magisterio episcopal se concentraba y se reducía cada vez más a Constantinopla y sus alrededores.

Obras de caridad y quehaceres pastorales

Uno de los textos literarios bizantinos más simpáticos es el llamado Stratégikón de Cecaumeno. En resumen, se trata del balance de un general retirado (segunda mitad del siglo XI) redactado en forma de epistula admonitoria a su hijo. En esta obra leemos: «Si entras a formar parte de la jerarquía eclesiástica para llegar a ser quizá metropolita u obispo, no aceptes la elección hasta que por medio del ayuno o la vigilia no hayas recibido una revelación de lo Alto y hayas conseguido total consciencia de la voluntad de Dios. Si la revelación divina tardara en llegar, no pierdas el ánimo, resiste, humíllate ante Dios y entonces verás. Solamente cuando tu vida sea pura, cuando sea superior a los impedimentos de las pasiones. Pero ¿por qué hablo solo de un cargo de metropolita? Incluso si fueras elegido para el solio patriarcal, no oses tomar en tu mano el timón de la santa Iglesia de Dios, sin haber recibido una visión de Dios. Si luego te conviertes en patriarca, no seas espléndido en cuanto al cortejo de lanceros y no acumules riquezas: no te preocupes por el oro, la plata y los ricos banquetes; tu preocupación ha de ser la alimentación del huérfano y de la viuda, los hospitales, la liberación de los prisioneros de guerra, la paz; permanece al lado del débil y no te arrimes casa a casa, no te acerques campo por campo, no recabes nada del prójimo con el pretexto de que “No es para mis hijos para los que pido todo esto, sino para Dios y para mi Iglesia”. He visto prelados que decían eso y me ha sorprendido la habilidad del diablo, cómo nos engaña con los que fingen piedad. Te digo que san Nicolás, san Basilio y los demás santos, mientras han vivido sobre la tierra, han dado lo suyo a los pobres y han predicado la pobreza, y ahora que han pasado a la vida celeste ¿necesitan que se robe al pobre?… Que tu pensamiento se dirija noche y día a lo divino y a lo que sea edificante para pobres y ricos».

Para este sabio anciano militar —que había servido al Imperio en sus regiones más variadas, que no amaba la capital, que había excluido completamente en su tratado los problemas de carácter teológico y dogmático— el obispo, el metropolita y el patriarca eran sobre todo pastores de almas, convencidos de su vocación divina y tenían que dedicarse completamente a la edificación espiritual y al servicio social para el bien de sus diocesanos. El texto implica el hecho de que la mayoría de los prelados que conocía Cecaumeno pensaban más en su propia carrera y su enriquecimiento personal que en proteger a los necesitados y socorrerles. Parece que el testamento del metropolita León de Sínada, comienzos del siglo XI, corresponde con el juicio de Cecaumeno. Con cierta ironía aplicada a sí mismo, León se acusa de haber recitado los Salmos sin la debida participación interior, haber descuidado los rezos, haberse apoltronado días enteros, haber cabalgado altanero por la plaza sin atender las súplicas de pobres y enfermos, haber estado de francachela mientras había gente que sufría hambre. En definitiva, para Cecaumeno habría sido un antiobispo.

En época tardoantigua (con la paulatina decadencia de la administración municipal y con la progresiva ruina de las finanzas estatales) la asistencia a los pobres fue pasando cada vez más a ser competencia de la Iglesia: muchos obispos se consagraron a esta función con celo y seriedad: el patriarca constantinopolitano Juan Crisóstomo (397-404) no se limitó a reducir los gastos de representación de su iglesia, sino que utilizó el ahorro para construir hospitales en la capital (y entre ellos hizo una leprosería), pero ante todo dedicó su infrecuente talento retórico a la causa cristiana del amor al prójimo. En sus homilías se empeñó en estimular la conciencia social de su auditorio, para que renunciara a lujos y ornamentos para ayudar a los pobres. Muchos siglos después, Atanasio, patriarca de Constantinopla de 1289 a 1293 y luego de 1303 a 1309 fue definido por sus contemporáneos como un «nuevo Crisóstomo», a pesar de que su elocuencia era bastante menor. También él predicó contra la avidez, la avaricia, el lujo y la corrupción de los constantinopolitanos; creó comedores para pobres y refugiados que acudían a la capital abandonando las regiones del Imperio conquistadas por los turcos; se interesó por la distribución de alimento, a la que se dedicaba personalmente. Lo mismo cuentan sus contemporáneos a propósito del querido obispo Teolepto de Filadelfia (1284-1324/25). Los tópoi literarios predilectos y casi obligatorios en la hagiografía episcopal son la distribución de alimento a los pobres, la construcción de hospitales, gestos prácticos de caridad para con viudas, huérfanos y presos. Un patriarca de Alejandría, Juan, a quien fue atribuido el significativo epíteto de Limosnero (610-19), tras su elección realizó un censo de los pobres de su ciudad y alimentó a unos 7500 al día. Sobre el santo obispo Teofilacto de Nicomedia (primera mitad del siglo IX) podemos leer que cada sábado lavaba con sus propias manos a los enfermos en el hospital que él había fundado.

Además de esto, se esperaba que un obispo «buen pastor» tutelara a los débiles frente a los potentes y que, en caso de guerra, defendiese a su grey frente al enemigo. Dado que el obispo no podía combatir ni matar —en Bizancio nunca existió el equivalente al prelado guerrero, típico de la Edad Media occidental— su principal arma era la parrhēsía, la libertad de palabra ante los poderosos. Estos poderosos podían ser el emperador o los jefes de los ejércitos enemigos, pero por lo general eran recaudadores de impuestos, jueces locales, militares o aristócratas locales. Tanto la historiografía como la hagiografía bizantinas están llenas de noticias meritorias de obispos que se «expusieron» en su actividad pastoral: obispos que intervinieron ante jueces y gobernadores a favor de condenados injustamente, obispos que emprendían viaje hacia Constantinopla para obtener facilidades fiscales para su diócesis, obispos que en caso de guerra seguían residiendo en sus ciudades amenazadas, incluso después de que las hubieran abandonado los comandantes militares, para compartir con su grey los horrores de la conquista enemiga (le ocurrió, por ejemplo, al gran filólogo Eustacio de Salónica), u obispos que se ofrecían al enemigo como rehenes por su ciudad, como hizo el ya mencionado Teolepto de Filadelfia.

En relación con las autoridades estatales, se demostró en general que era beneficioso que el obispo procediera de la elite social y pudiera contar con lazos influyentes en Constantinopla: parientes, amigos, compañeros de estudios. De esta forma, no solo se podía saltar el largo camino de procedimientos administrativos y presentar sus quejas directamente a la autoridad competente o al mismísimo emperador, sino que al mismo tiempo podía disponer de una cobertura eficaz frente a eventuales amenazas y presiones por parte de los poderosos locales. Así fue como Sinesio de Cirene, el rico y culto aristócrata bien introducido en la capital, que de 411 a 414 fue obispo de Tolemaide en la Pentápolis africana, pudo permitirse llegar a un enfrentamiento decisivo con el corrupto gobernador Andrónico y excomulgarlo. Contra los enemigos externos —en este caso nómadas predadores del desierto— Sinesio pudo organizar una especie de milicia haciendo la leva entre los colonos de la Iglesia, y, lo que fue más decisivo, gracias a sus elevados contactos constantinopolitanos, obtuvo el envío de tropas regulares. Sinesio desempeñó así su tarea en el sentido de un iluminado patronato romano.

También el mencionado metropolita de Atenas, Miguel Coniata, disponía de amistades a las que recurrir en beneficio de sus diocesanos: había llegado a acceder incluso al emperador. Dirigió súplicas continuas a favor de una política de exacción fiscal más ecuánime, para recibir ayuda contra los piratas que devastaban las costas de su diócesis y raptaban a sus habitantes; denunció la prepotencia de los grandes propietarios terratenientes locales, los funcionarios imperiales y los militares, según la legislación justinianea. Llevó a cabo todo esto, pero con poco éxito, porque el poder constantinopolitano no estaba en condiciones de actuar con eficacia en provincias. Nicolás, el metropolita de Corinto, colega de Miguel, con quien mantuvo correspondencia epistolar, pagó con su vida sus valientes iniciativas contra un magnate local.

La parrhēsía era peligrosa y rara vez gratificante, sobre todo cuando se dirigía contra el propio emperador. Buena prueba de ello tuvo el patriarca Arsenio (1255-59, 1261-65), que fue depuesto y exiliado por haber excomulgado al emperador Miguel VIII por haber cegado y suprimido a su joven coemperador. Lo mismo experimentaron también aquellos obispos que, como solía ocurrir, en caso de revuelta se interponían como mediadores entre el emperador y los rebeldes. Teodoro Crítino, metropolita de Siracusa, fue exiliado cuando recordó al fanático del derecho que era el emperador Teófilo (829-42) que había infringido los pactos sagrados según los cuales aseguraba a un presunto usurpador que no iba a ser perseguido. Menos valientes que el obispo, los metropolitas de Calcedonia, Heraclea y Colonea enmudecieron y quedaron impotentes cuando Romano IV fue cegado en 1071, mientras estaba preso, aunque habían sido garantes de que permanecería incólume.

Cuando contemplamos lo que fue el destino de los obispos caritativos mencionados hasta aquí, obtenemos un amargo cuadro: los patriarcas Juan Crisóstomo, Arsenio y Atanasio I fueron depuestos; Teofilacto de Nicomedia, Teodoro Crítino y Miguel Coniata murieron en el exilio; Nicolás de Corinto fue cegado y arrojado desde una roca en Nauplio; Eustacio de Salónica fue hecho prisionero por los normandos y tuvo que pagar por su liberación una gran suma de dinero; también Sinesio, a pesar de todos sus éxitos, parece que tuvo dificultades en los últimos años de su episcopado. Es evidente que era peligroso y frustrante ser un «buen pastor».

Solo los obispos muertos podían obtener éxitos reales, siempre que llegaran a ser santos. Y quizá en este sentido podemos comprender el culto de uno de los santos predilectos de los bizantinos: san Nicolás de Mira, que Cecaumeno cita como ejemplo de obispo. Aquí no importa que no sea fácil ubicar históricamente a este santo. Para ser exactos se trata de la contaminación de dos personajes homónimos, un obispo de Mira (siglo IV) y una abad de Sión, cercana a Mira, que fue obispo de la vecina Pinara (siglo VI); ya en el siglo IX se había producido una fusión de ambos personajes en un solo —o mejor, en el verdadero— Nicolás de Mira. En sus Vidas, en la colección de sus milagros y en sus representaciones iconográficas, san Nicolás es el prototipo del santo obispo: brillante en la escuela, obtiene una tras otra las promociones internas en los órdenes: es diácono, sacerdote, obispo; combate los cultos paganos. Quedan como ejemplo de eficacia especial sus intervenciones a favor de los necesitados: dio una rica dote a tres muchachas que su padre arruinado habría arrojado a la prostitución; durante una carestía en Mira, llevó al puerto de la hambrienta ciudad muchas naves cargadas de cereales de Egipto que viajaban de Alejandría a Constantinopla; salvó de la pena capital a tres ciudadanos de Mira que habían sido condenados injustamente; intervino con éxito ante el emperador y ante el prefecto de Constantinopla contra la condena de tres generales acusados injustamente de traición. San Nicolás de Mira ofreció todo lo que se esperaba de un obispo: ayuda para los pobres, alimento para los hambrientos, defensa para los perseguidos y, dado que para un verdadero santo no existe obstáculo alguno, Nicolás demostró sus eficaces cualidades de taumaturgo respecto del mar tempestuoso y contra los asaltos de las flotas árabes. Su culto gozó de un inmutable favor en la Iglesia bizantina, incluso después de que los marineros de Bari en 1087 se llevaran su cuerpo a Italia y Mira fuera conquistada por los turcos inmediatamente después.

El oficio de obispo y las obligaciones políticas

En general los obispos bizantinos respetaron el canon que prohibía a los eclesiásticos tanto el servicio militar como la asunción de oficios estatales. Dado que las fuentes nos hablan de obispos que combatían a los sarracenos con las armas en la mano, que mataban en combate, y que por esa razón eran suspendidos de sus cargos, concluimos que, a pesar de las transgresiones, la prohibición seguía siendo válida. Eso mismo sirve por lo que se refiere a la asunción de cargos en la administración civil: a partir de fines del siglo XI hubo de vez en cuando metropolitas (por ejemplo Juan de Side, en época del emperador Miguel VII, o Focas de Filadelfia bajo Juan III Vatatzes) que desarrollaron la función de paradynasteúountes, equivalente en cierto modo a un presidente del consejo, pero también en este caso se trata de excepciones. En principio, la rígida división entre carrera estatal y carrera eclesiástica se mantuvo.

Sin embargo, eso no significa que los obispos estuvieran obligados a una abstinencia política absoluta. Por el contrario, el papel pastoral estaba ligado indisolublemente a la política. Gracias a la autoridad de su oficio y a las amplias funciones de control sobre la administración provincial que les confería la legislación justinianea, los obispos —sobre todo en tiempo de guerra— estaban envueltos por fuerza en los avatares políticos de su diócesis. Además, por causa de la riqueza de sus iglesias (con frecuencia muy considerable), los obispos pertenecían automáticamente a los «poderosos» de provincias. Dado que en principio no podían ser destituidos, al contrario que los altos funcionarios y los gobernadores, que normalmente prestaban sus servicios solo durante unos pocos años en un destino de provincias, los obispos tenían generalmente un mejor conocimiento local y una visión más clara de la situación de su diócesis. Como tenían que hacer de punto de referencia para sus diocesanos, en caso de conflicto entre la administración imperial y la población local, los obispos asumían —lo quisieran o no— el papel de mediadores, y de esa forma era fácil que acabaran por los suelos, teniendo a unos y otros descontentos. Por ejemplo, ¿cómo se podía comportar un obispo si en su provincia estallaba una revuelta? Si exhortaba a resistir contra los rebeldes tenía grandes posibilidades de acabar asesinado por ellos, y con él también sus partidarios. Si en cambio tomaba partido por los insurgentes, podía temer lo peor de cualquier emperador que superara una situación semejante. En tales situaciones, muchos obispos bizantinos acabaron exiliados, cegados, mutilados o asesinados. La tercera vía, la de mantenerse al margen de tumulto, no siempre era posible.

Por todo ello, resulta comprensible que los emperadores estuvieran interesados en controlar la elección de los obispos: no solo los cargos del Estado tenían que ser ocupados por personas de su confianza, sino también las sedes eclesiásticas. A pesar de la oposición del patriarca, Nicéforo II Focas (963-68) promulgó una ley que concedía al emperador carta blanca en los nombramientos episcopales. Su sucesor tuvo que aboliría, a pesar de lo cual se mantuvo el control imperial. En cambio, parece que la ocupación de las diócesis sufragáneas, las sometidas a un metropolita, siempre fue competencia de este y de los notables locales. Aquí pasaban a primer plano los intereses locales, especialmente en la periferia del Imperio. Por ejemplo, en las provincias donde la mayoría de la población no comprendía el griego, por razones lingüísticas era aconsejable favorecer para su sede episcopal la elección de candidatos originarios de la propia diócesis o que tenían fijado en ella su domicilio desde hacía mucho tiempo. Un ejemplo: en el siglo V, el patriarca de Jerusalén ordenó obispo de los nómadas del desierto de Palestina, recién cristianizados, a uno de sus jeques.

En cambio, para la elección de los metroplitas, quien decidía en primera instancia era el emperador. Parece que en su nombramiento, la procedencia regional no jugase ningún papel; de forma análoga a cuanto ocurría con los gobernadores de provincias y a los funcionarios con altos cargos administrativos, se les colocaba en la diócesis que el emperador había elegido para ellos sin tener en cuenta lazos o intereses locales. De esta forma, un clérigo de Argos podía convertirse en metropolita de Nicea, uno que procedía de Lampe en Anatolia podía ser colocado en la sede de Ocrida. Si consideramos el origen (en la medida en el que lo conocemos) de los metropolitas mencionados en este capítulo, el cuadro que se nos presenta a través del imperio es cuando menos variado: Aretas de Cesárea (Capadocia) procedía de Patras (Peloponeso), los metropolitas de Salónica, León y Eustacio, eran de origen constantinopolitano, pero Eustacio originariamente había sido destinado a la sede de Mira; Miguel Coniata, metropolita de Atenas, había nacido y crecido en Conas, Anatolia, y Teolepto de Filadelfia en Nicea. Igual que ocurría con los cargos estatales, también por lo que se refiere a los metropolitas constatamos la existencia de clanes familiares que llegaban casi contemporáneamente a la cumbre de la administración metropolitana en diversas partes del imperio: Alejandro de Nicea y Jaime de Larisa (siglo X) eran hermanos, como los metropolitas de Side y de Ancira bajo Miguel IV (1034-1041). Los sobrinos de los metropolitas, por lo general seguían el camino de los tíos que los habían educado; el ya mencionado metropolita de Eucaita, Juan Maurópodo, era sobrino del obispo de Claudiópolis y del arzobispo León de Bulgaria; el tío del metropolita de Conas era metropolita de Patras (siglo X); Teodoro de Side y el sobrino homónimo, titular de Sebastea (Anatolia), eran conocidos como autores de obras históricas que no se nos han conservado. También se dio el caso de que el sobrino fuera elegido casi como heredero en la sucesión del tío: ocurrió con Nicéforo Crisoberges, ordenado metropolita de Sardes. Constantinopla era el eje en torno al cual giraba la rueda de los cargos eclesiásticos, en los que los intereses económicos en juego eran tan grandes por causa de la enorme riqueza de muchas diócesis. En la capital habían estudiado los candidatos, allí se habían distinguido entre el clero de la principal ciudad del Imperio, allí, en el ambiente de la corte o en el de Santa Sofía, habían creado un lobby que sostenía su candidatura ante el soberano. Parece que, a pesar de las severas prohibiciones de los cánones, en la distribución de las sedes metropolitanas la simonía estaba a la orden del día, hasta los más altos niveles eclesiásticos.

Si luego los metropolitas no respondían por algún motivo a las expectativas del emperador, no podían ser simplemente sustituidos (como si fueran oficiales del Imperio), pero siempre era posible deponerlos. Si, por el contrario, se mostraban dignos de confianza, entonces se les podían confiar tareas que superaban las inmediatas competencias episcopales: ya hemos hablado de los metropolitas-paradynasteúountes, que dirigieron asuntos del Estado para algunos emperadores. Con frecuencia se confiaba a los metropolitas la misión de embajadores internacionales, porque tenían un cargo eminente, que se respetaba también en países lejanos, sobre todo en la Europa occidental cristiana, porque eran hombres instruidos y porque estaban más disponibles que los gobernadores de provincia, detrás de los cuales estaban colocados en las jerarquías honoríficas bizantinas. En el caso de embajadas a pueblos no cristianos siempre entraba en juego un elemento misionero, una disponibilidad cuando menos teórica a coloquios de carácter religioso, en los que un metropolita no estaría nunca fuera de lugar. En el curso de uno de estos viajes diplomáticos (a la corte de Otón III, en 998, había que discutir la boda del joven emperador occidental con una princesa bizantina) el tantas veces mencionado aquí León de Sínada participó por iniciativa propia en un golpe de estado en Roma: apoyó la expulsión del papa sajón Gregorio V y lanzó sin éxito la candidatura del antipapa griego Juan Filagato de Rosano, que a su vez fue depuesto muy pronto además de cruelmente castigado. En su epistolario con los amigos de Constantinopla, León narra con cínica complacencia sus experiencias de titiritero político en la antigua Roma.

 

El emperador hacía el uso más autoritario de su derecho de nombramiento cuando se trataba de la elección del patriarca de Constantinopla. En la capital del Imperio el patriarca vivía, por así decir, puerta con puerta con el soberano. En los demás patriarcados, sobre todo en Roma, con frecuencia se daba el caso de que el candidato elegido de forma local fuera confirmado luego por el emperador —también a causa de las notables distancias geográficas—, siempre y cuando el candidato fuera ortodoxo y prometiese poseer ciertos requisitos para ser digno de confianza. En cambio, en Constantinopla nadie podía llegar a ser patriarca, ni permanecer mucho en el cargo, contra la voluntad del emperador. Una política eclesiástica totalmente independiente, como la de los papas medievales, que por lo general trataban con emperadores lejanos o incluso con ningún emperador, resultaba totalmente inconcebible para sus hermanos bizantinos. Al menos la tercera parte de los patriarcas de Constantinopla fueron depuestos —algunos incluso dos veces— o abdicaron de forma más o menos voluntaria. Estas deposiciones/abdicaciones se repartieron de forma bastante uniforme a lo largo de las diversas épocas y no se puede indicar una dinastía que se comportara de forma especialmente atenta con sus patriarcas: Justiniano I (527-65) y Alejo I (1081-1118) depusieron a dos patriarcas cada uno y Andrónico II (1282-1329) a cuatro.

Para el emperador, el patriarca constantinopolitano «ideal» tenía que ser ortodoxo y sobre todo leal y obediente, porque por una parte, en su calidad de máxima autoridad eclesiástica de la capital, tenía la posibilidad de influir en el humor de la población (lo que podía ser determinante en caso de revueltas); por otra parte, en calidad de obispo de la corte, las coronaciones eran de su competencia, así como las bodas y bautismos en el ámbito de la familia imperial. Por lo tanto, el primer requisito para ser elegido patriarca era que el emperador lo conociera y tuviera su confianza. Se podía tratar de clérigos de Santa Sofía o del clero de Palacio, confesores del emperador, piadosos monjes cuyo carisma hubiera impresionado al emperador, podían haber sido maestros o educadores suyos, e incluso príncipes de sangre imperial si carecían de ambiciones particulares y eran manipulables. Solo llegaron al solio patriarcal dos príncipes imperiales —es decir, un hijo no primogénito o un hermano del emperador en funciones—: Esteban II (886-93), hermano de León VI, y Teofilacto (933-56), hijo menor de Romano I. De hecho, en ambos casos, el problema no estaba tanto en hacer hueco en un puesto honorable en la sociedad para la progenie imperial, sino en ocupar la sede patriarcal constantinopolitana con un candidato tan dócil como fuera posible. Ambos patriarcas respondieron a las expectativas que sobre ellos tenían los respectivos emperadores. El prototipo de patriarca complaciente es Basilio II Camatero (1183-86), que tras las forzadas dimisiones de su predecesor tuvo que prometer por escrito al emperador Andrónico que haría todo lo que él quisiera, aunque fuera ilegal, y que evitaría hacer cosas que no le fuesen gratas. Como era de esperar, el patriarca Basilio cayó con su emperador.

Cuando se producían situaciones delicadas o especialmente retorcidas de política eclesiástica, cuando estaba en juego la unidad del Imperio, entonces se recurría a candidatos que estuvieran dotados con experiencia política y sensibilidad diplomática. Por ejemplo, cuanto hubo que liquidar el iconoclasmo, si recurrió directamente a la cancillería imperial para elegir al laico Tarasio, que a pesar de su elección no canónica, se comportó como táctico brillante y político paciente. También sus sucesores, Nicéforo y Metodio (quienes se prodigaron con éxito para reorganizar la Iglesia tras la disputa sobre las imágenes, sin romper demasiados vidrios) fueron patriarcas elegidos por su actitud política. También eso es válido para Constantino Licudes, que tras un brillante carrera al servicio del Estado fue elegido patriarca de Constantinopla (1059-1063), para restablecer, tras los excesos políticos de su predecesor Miguel Cerulario, la habitual relación entre el emperador y su subordinada Iglesia. También Juan XI Becos (1275-82) dio prueba repetidas veces de su talante político en misiones diplomáticas en las que participaba como clérigo de Santa Sofía, antes de que Miguel VIII lo nombrara patriarca con la misión de poner fin al cisma con Roma.

Las causas que subyacen a las deposiciones o a las abdicaciones se corresponden con las que motivaban los nombramientos. En la mayor parte de los casos están en juego divergencias entre el emperador y el patriarca en cuestiones de fe: lo que, por ejemplo, ocurrió a los patriarcas Antimo y Eutiquio bajo Justiniano, a Germano I y a Nicéforo I, que fueron obligados a abdicar por emperadores iconoclastas, o al ya mencionado Juan XI Becos, que inmediatamente después de la muerte de Miguel VIII (1282) fue depuesto por sus sucesores, contrarios a la unión de las Iglesias. Quizá en otros casos las cuestiones doctrinales podían ser adoptadas como pretexto para ocultar divergencias políticas. Otro motivo que podía determinar la caída o abdicación de los patriarcas podía ser una lucha por el trono imperial o la aparición de una nueva dinastía. Con la muerte de un emperador cesaba también la relación de confianza sobre la que se basaban los contactos entre la Iglesia y el Palacio. Por ese motivo, el hijo o el sucesor del difunto emperador buscaba nueva pareja eclesiástica. Pero si el timón del Estado pasaba a otra dinastía, que a lo mejor había eliminado violentamente a la precedente, entonces el nuevo soberano, inseguro todavía en el cargo, se apoyaba con frecuencia en la autoridad reconocida del patriarca que estaba en el cargo; pero si no se fiaba de él, elegía uno nuevo entre los exponentes religiosos de su círculo. El primer camino fue elegido por Juan I Tsimisces tras el asesinato de su predecesor Nicéforo II Focas (969); con tal de ser coronado por el respetado patriarca Polieucto, Juan aceptó todas las penitencias que este le impuso. Un ejemplo elocuente del segundo camino es la célebre carrera del patriarca Focio (858-67; 877-86), con todos los altibajos que la caracterizaron. Focio había llegado al solio patriarcal siendo laico, y por lo tanto contra los cánones, cuando Miguel III depuso al patriarca Ignacio por causa de una divergencia de opiniones en temas de política eclesiástica. La ordenación de Focio aumentó de forma decisiva las tensiones dentro del episcopado bizantino por un lado y entre Roma y Constantinopla por otro. Por eso, Basilio I, cuando accedió al trono imperial tras haber asesinado a Miguel III (867), se apresuró a deponer a Focio y volver a colocar a Ignacio en la sede patriarcal, y así reconciliarse con el partido eclesiástico que había sido contrario a su predecesor. A la muerte de Ignacio, Basilio volvió a llamar a Focio, ya fuera por causa de una reconciliación general, ya fuera por que no quería renunciar a los servicios de aquel hombre tan culto y tan preparado. Pero apenas murió Basilio (886), su hijo León VI exilió inmediatamente al autocrático patriarca que había sido su maestro: probablemente había llegado a ser demasiado poderoso y demasiado independiente.

Por todo lo dicho hasta aquí, está claro que los patriarcas de Constantinopla tomaban parte en la vida política bizantina más como víctimas que como protagonistas. Muchos de ellos perdieron la libertad y el cargo luchando por la ortodoxia. También podía suceder que a la larga la doctrina propugnada por ellos se revelase como ortodoxa, pero eso no ocurría nunca en vida del emperador si este mantenía una opinión contraria: sobre lo que en Constantinopla era ortodoxo o no, era el emperador reinante quien decidía. Pero dentro del espacio que tenían a su disposición, los patriarcas dotados de sensibilidad política podían hacer valer su peso: ya fuera compartiendo activamente la política de su emperador, ya fuera aprovechando las debilidades de un emperador menor de edad o inseguro. El patriarca Sergio I fue el más importante consejero político y eclesiástico del emperador Heraclio, y durante la larga ausencia de Heraclio de Constantinopla por la guerra contra los persas fue su representante en la capital. Durante la minoría de edad de Constantino VII el patriarca Nicolás Místico rigió durante años la política exterior e interior de Bizancio.

Si, por el contrario, un patriarca quería alterar las reglas del juego político, entonces era abatido inevitablemente. El mencionado Focio, en su segundo período sobre el solio patriarcal, se sintió tan fuerte y tan superior a sus iguales que llegó a teorizar sobre una revalorización decidida del oficio patriarcal. Su idea era que el patriarca, simbolizando la verdad en palabras y acciones, era imagen viva de Cristo, y contradecía así las concepciones bizantinas tradicionales a favor de la relación jerárquica Cristo/emperador/patriarca. El emperador León VI no podía sostener semejante ensalzamiento de la Iglesia de Constantinopla y Focio tuvo que marcharse.

También fue depuesto Miguel Cerulario (1043-1058), que con menos sutileza que Focio se había arrogado de forma visible ciertas prerrogativas imperiales, por ejemplo, poniéndose calzado purpúreo. Miguel había tomado parte en una conjura contra el emperador Miguel IV, tras cuyo fracaso tuvo que retirarse forzosamente a un monasterio. Cuando Constantino IX Monómaco, que formó parte de la mencionada conjura, accedió al trono imperial, consoló al monje Miguel por su fracasada carrera seglar, asignándole el patriarcado de Constantinopla, cargo que Miguel intentó politizar cuanto pudo. Contra el parecer del emperador, durante las conversaciones con Roma para la Unión de las Iglesias (1053-1054), el patriarca provocó la ruptura con los legados romanos, demostrando un considerable sentido demagógico. Luego, durante una revuelta de generales contra el emperador Miguel VI, el patriarca se erigió en árbitro del Imperio: quedó desilusionado e irritado cuando Isaac I Comneno, a quien él había contribuido a elegir, no le concedió el espacio político que Miguel esperaba. El emperador tuvo que deponer al incómodo patriarca, pero el influjo de Miguel sobre la población de Constantinopla era tan fuerte incluso desde el exilio que el emperador Isaac pronto abdicó en favor de un pariente político del depuesto patriarca.

Prescindiendo de Miguel Cerulario, que con su afán de poder seglar y con sus notables capacidades para la actividad política fue más un emperador fallido que un típico patriarca, los obispos bizantinos por lo general tuvieron tanto poder y tanta libertad de movimiento en ámbito político como de vez en cuando les concedían los emperadores y la administración estatal. En los últimos siglos los obispos pudieron hacer sentir su influencia en la política bizantina al menos como grupo, y como grupo hay que entender el «sínodo permanente» (la sýnodos endēmoûsa), que bajo la presidencia del patriarca se reunía en Constantinopla varias veces por semana. Participaban con derecho a voto todos los metropolitas y arzobispos que se encontraran en Constantinopla, así como los altos funcionaros de la administración patriarcal. Allí se discutía y se deliberaba sobre temas teológicos y canónicos, sobre problemas relacionados con la relación entre la Iglesia y el emperador, y sobre todo sobre las ordenaciones y deposiciones de patriarcas, metropolitas y arzobispos. El deseo de participar en el Sínodo, de poder meter las manos en la masa para la asignación de puestos lucrativos, de no quedarse con la boca seca: todo ello impulsaba evidentemente a los metropolitas a permanecer en Constantinopla con tanta frecuencia y tanto tiempo como fuera posible.

Cuando, en el último tercio del siglo XI, muchos metropolitas de Anatolia huyeron ante el avance de los turcos para refugiarse en la capital, pasando allí años antes de poder regresar a sus diócesis, pareció acrecentarse el influjo político del sínodo. Empobrecidos por la pérdida de sus diócesis, obligados a la inactividad en la capital, los frustrados metropolitas se dedicaron a actividades sinodales. No fue casualidad que en la revuelta contra el emperador Miguel VII Ducas (1078) jugaran un papel decisivo los metropolitas insatisfechos y que en la aclamación de su sucesor, Nicéforo III Botaniates, por primera vez en la historia de Bizancio el sínodo apareciera como grupo «constituyente», junto con el Senado y antes que el pueblo de Constantinopla. Los metropolitas, en cuanto Sínodo, podían presionar no solo a los patriarcas sino incluso al emperador.

En torno a esa misma época (fines del siglo XI) es cuando empezó a aparecer en la pintura bizantina un nuevo tipo iconográfico de santo obispo, que luego, pasando el tiempo, pasó a ser un elemento habitual en la decoración absidal. En el registro inferior del muro absidal se representaban dos procesiones de obispos, en movimiento hacia la derecha y hacia la izquierda respectivamente, dirigiéndose hacia el centro del ábside, donde está el altar. Cada obispo se acerca en silenciosa oración al altar; ligeramente inclinado hacia adelante, lleva, por lo general, rótulos de escritura con citas de la liturgia de san Basilio o del Crisóstomo. El número y la identidad de los obispos representados varían según la iglesia, la época o la región, si bien los tres «jerarcas» y Atanasio de Alejandría están siempre representados. Esta nueva concepción iconográfica de los santos obispos como grupo se puede poner en relación con la conciencia de grupo específica conseguida recientemente por los metropolitas del «Sínodo permanente».

Autoridad episcopal e ideal monástico

En el epigrama fúnebre reproducido al comienzo de este capítulo se dice que el metropolita Metrófanes fue un monje ejemplar. Es un elogio sintomático, porque la mayor parte de los obispos bizantinos había iniciado su carrera eclesiástica con hábito monacal o al menos había pasado parte de su vida en un monasterio. Este aspecto monástico tiene una antigua tradición en la Iglesia bizantina. El hecho de que tantos obispos procedieran de las filas monásticas no se basaba en un imperativo de carácter canónico sino en la concepción bizantina de que la vida que conducía directamente hacia Dios pasaba por la ascesis monástica. De hecho, una vez que la religión cristiana fue reconocida oficialmente en el imperio romano, ya no había posibilidad de martirio y entonces la vida de perfección más segura no podía ser otra que el martirio voluntario de los ascetas, que con su rechazo total de las alegrías y disfrutes del mundo y entre los tormentos que se proporcionaban a sí mismos llevaban una vida contemplativa y consagrada a Dios. Tras una prueba de este tipo, un obispo podía perfectamente obrar en el mundo según la voluntad de Dios. En este sentido interpretaron por ejemplo la vida de Moisés los Padres de la Iglesia (Basilio y Gregorio de Nisa): tras haber pasado largos años en el desierto, vio a Dios en la zarza ardiendo, tras lo cual desarrolló su misión entre su pueblo. El trasfondo monástico daba autoridad espiritual al obispo. Además había otro motivo de tipo eminentemente práctico: mientras que el bajo clero bizantino por lo general estaba casado, el oficio episcopal exigía el celibato, por lo cual los candidatos que correspondían a este requisito se podían encontrar sobre todo entre los monjes y los eunucos.

Sin embargo, muchos monjes convencidos de su vocación monástica rechazaban el cargo episcopal cuando se les ofrecía: ya fuera porque —en parte como Gregorio de Nazianzo— no querían renunciar a la vida contemplativa, ya fuera porque no querían estar enmarcados en el rígido orden de la Iglesia organizada, ya porque temían comprometerse demasiado con las cosas del mundo o hallarse con las manos sucias. El rechazo del obispado o la fuga de él se convierte en un tópos de la literatura hagiográfica bizantina, tanto en las Vidas de los santos monjes que se quedaron en el monasterio como en las de los religiosos que al final no pudieron sustraerse a la ordenación. Son excepciones las figuras como el obispo Jorge de Amastris, en el Ponto (muerto en torno a 825), que renunció espontáneamente a la vida claustral, porque no quería continuar concentrándose de forma egoísta en su perfección espiritual, sino pasar al servicio del prójimo. Por lo tanto, el monacato entendido como forma de vida era a un tiempo el preludio del cargo episcopal y su antítesis: una especie de conflicto permanente de la historia de la Iglesia bizantina.

Desde los orígenes del monacato bizantino se produjo una fuerte tendencia anárquica: lejos de la ciudad y de la civilización, lejos de la buena cocina y de la cultura antigua, pero también lejos de cualquier autoridad eclesiástica o estatal; lejos en el desierto, en las montañas impracticables, o bien lejos para estar en una columna que se yergue aislada y pasar la vida dedicándola a severos ayunos, vigilias y oración, por elección personal libre. Esta existencia heroica que provocó un estupor universal entre sus contemporáneos, llevó a muchos monjes a alimentar un cierto sentido de superioridad espiritual sobre los obispos que vivían tranquilos en la ciudad, en medio de las comodidades de las termas y de la lectura de los clásicos. Este antagonismo entre episcopado y monacato siguió existiendo incluso cuando se fundaron buenos cenobios en las ciudades y en sus inmediaciones, y cuando muchos bizantinos ricos fundaron monasterios privados a modo de villa en sus propiedades para poder retirarse a la vida contemplativa, pero fue un antagonismo combatido en dos niveles, el ideal y el material. Por un lado se trataba de la primacía moral, por otro del control sobre las propiedades monásticas, con frecuencia de gran magnitud. Sin embargo, en el plano jurídico no había ambigüedad: no solo los cánones eclesiásticos, sino también la ley civil confería a los obispos la jurisdicción sobre los monasterios y los monjes para todo lo que tenía que ver con la disciplina monástica y la correcta administración de las propiedades monacales. Con todo, en la práctica ambas partes disponían de oportunidades para manipular las leyes y los cánones. Junto a muchos obispos que se enriquecieron sin problemas a costa de las propiedades de los monasterios que de ellos dependían, existían también muchos monjes que se sustraían al control disciplinar de los obispos cuya autoridad espiritual no reconocían. Por eso, la ordenación episcopal de un piadoso monje con frecuencia llevaba a dilemas de naturaleza práctica o espiritual.

Ya Juan Crisóstomo, que había sido en su juventud monje, había dicho que los ascetas que habían vivido mucho tiempo alejados del mundo no eran adecuados para el cargo episcopal. Esta opinión tiene su demostración en la Vida de san Teodoro de Sición (siglos VI-VII), venerable archimandrita que fue elegido obispo de Anastiasiópolis (Asia Menor central). Teodoro fracasó miserablemente, porque no estaba en condiciones de gestionar los problemas ligados al aspecto práctico de su oficio: fue incapaz de intervenir con eficacia en el enfrentamiento entre los vejados campesinos de los latifundios eclesiásticos y los poderosos que les daban la concesión, y se llegó al derramamiento de sangre. Luego el obispo fue acusado de despilfarrar los bienes de la Iglesia y finalmente intentaron envenenarlo. Al mismo tiempo, a causa de una ausencia de Teodoro, se relajó la disciplina entre los monjes del monasterio que él había fundado y dirigido. Justificándose con el argumento de no poder servir a dos señores —monasterio y diócesis— Teodoro abdicó y regresó con sus monjes. Otros monjes que llegaron a ser obispos y patriarcas intentaron recurrir a sus derechos disciplinares sobre monjes y monasterios, sobre todo para limitar el salvaje desarrollo del pseudoascetismo, pero por lo general no tuvieron mucho éxito. Eustacio de Salónica escribió un largo tratado contra los excesos de los monjes, donde dio una imagen irónica de estilitas y otros hombres santos que exhibían con gusto llagas purulentas que se habían provocado ellos mismos. Cuando el citado Atanasio I de Constantinopla, que había vivido como giróvago cuando era monje, en el solio patriarcal mantuvo enérgicamente las virtudes monásticas tradicionales (por ejemplo, la obediencia y la stabilitas loci), de forma que hizo pasar a los monjes al bando de sus adversarios, que ya eran numerosos, y al final fue obligado a abdicar.

No hay que olvidar que en la «clasificación de agrado» de los bizantinos de cualquier rango, el monje excéntrico y ascético, que se gana el cielo y la veneración (muchas veces fanática) de sus semejantes a través de todo tipo de torturas y renuncias, está colocado mucho más arriba que el obispo, que tiene que conformarse con los problemas de la vida práctica al servicio del prójimo. Esto se aprecia por el gran número de santos monjes respecto de la menor cantidad de santos obispos. Evidentemente estos últimos estimulaban la fantasía de sus contemporáneos mucho menos que los extremistas, ascetas y estilitas que introducían en el mundo un aspecto sobrenatural. Por lo demás, y también esto es sintomático, existen sátiras bizantinas sobre monjes que han traicionado su elevado ideal, mientras que no existe nada semejante para con los obispos.

 

Para concluir tenemos que apuntar un último aspecto sobre el cargo episcopal en Bizancio y que solo aparece en el declive del Imperio. Cuando, durante la conquista árabe primero y turca después, los militares huyeron y la administración civil se fragmentó, con frecuencia fue el obispo la única y última autoridad bizantina que continuó oponiéndose a los enemigos, negociando la rendición de la ciudad, protegiendo los «derechos» de la población local e intentó aliviar sus condiciones de vida. Con frecuencia el obispo se quedaba en su incómodo puesto en calidad de representante de la población cristiana e intentaba mantener los contactos con Constantinopla cuanto le era posible. Así ocurrió en las conquistas árabes de Egipto, Palestina y Siria, así ocurrió más tarde, en tiempos de la progresiva conquista del Imperio por parte de los turcos. Son conmovedoras, a este respecto, las vicisitudes del metropolita Mateo de Éfeso, que entre 1340 y 1351, bajo los conquistadores turcos, a pesar de los impedimentos y los ataques que tuvo que soportar por parte del poder y la población islámica, consiguió mirar por su grey en la diócesis de su competencia. La célebre basílica de San Juan había sido transformada en mezquita, la residencia episcopal había sido secuestrada, y los bienes inmuebles confiscados. La comunidad cristiana no era ya más que de esclavos y prisioneros. Privado de libertad de movimiento, limitada su correspondencia, siendo objeto de apedreamientos por parte de los habitantes turcos, Mateo siguió resistiendo hasta que el Sínodo patriarcal decidió deponerlo acusándolo de tendencias heréticas. Faltaban todavía cien años para que cayera Constantinopla.

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