Capítulo 19

Pasamos por el pueblo al regresar de Concord a casa. Ya no tengo que decirle a mi padre que esté atento a los semáforos. Para delante de Remy's y dice que tiene que comprar unas cuantas cosas de la lista de la abuela. Mi abuela cada año llama con antelación para decirle los ingredientes que necesitará para la cena de Nochebuena. Lo primero que hace al llegar es ponerse a cocinar.

Aguardo en la ranchera los seis o siete minutos que tarda mi padre en encontrar lo que necesita. Es el comprador más rápido de todo el sur de New Hampshire. Aún tengo cara de sueño y necesito una ducha. No me he cepillado los dientes desde el desayuno de ayer. Pero estoy contenta, sentada en la ranchera con los pies en el salpicadero y viendo a la gente corretear hacia Remy's, hacia Sweetser's o hacia el sótano de la iglesia donde los congregacionalistas celebran su feria anual de Nochebuena. Hasta los hombres caminan dando pasos de bebé por la acera resbaladiza, con los brazos en alto para mantener el equilibrio. Veo a la señora Nelly, la madre de mi amigo Roger, camino de la estafeta de correos. Veo a la señorita Trisk, mi profesora de español, y quito los pies del salpicadero. Mi padre sale de Remy's con una bolsa de papel de la que asoma, oh milagro, un periódico. Deja los comestibles en el asiento entre los dos y me lanza un pastelito de chocolate. La hermana de Marión los hace por la mañana y suelen terminarse antes de las diez. Mi padre desenvuelve uno para él y le da un bocado mientras arranca.

—¿Podremos visitar a Charlotte en la cárcel? —pregunto mientras lamo la crema que ha rezumado por los lados del pastel.

—Lo intentaremos.

—¿Podré llevarle el collar?

—No conozco las normas.

Pasamos por delante de las tres casas solariegas, de Serenity Carpets y de la estación de bomberos.

—Escucha —dice mi padre—. Voy a decirte dos reglas que no debes saltarte nunca.

Me quedo paralizada, con la lengua pegada al pastelito de chocolate como si me hubiese congelado.

—Nunca tengas relaciones sexuales sin protección —dice, y hace una pausa para dejar que el mensaje penetre en mi mente—. Y nunca jamás subas a un coche con un conductor que haya estado bebiendo, incluida tú misma.

Estas reglas me las dice con voz seria de padre. Estoy segura de que es la primera vez que uno de nosotros dice «relaciones sexuales» delante del otro.

Vuelvo a meter la lengua en la boca. ¿A qué viene esto? Y de repente lo pillo. Que mi padre haya hecho esta declaración menos de tres horas después de que yo le dijera que me ha venido la regla no puede ser coincidencia.

En años venideros, en medio de todo el ruido, éstas serán las dos reglas que recordaré.

Mi padre mira al frente como si no hubiese dicho nada.

—De acuerdo —digo con un hilo de voz.

Su rostro se relaja visiblemente. Al cabo de un minuto me atrevo a dar otro mordisco al pastelito. Cuando lo termino, miro por la ventanilla y veo que le ha ocurrido algo a la nieve. Se ha derretido y vuelto a congelar formando cristalitos que centellean en todas las superficies. Me lamo los índices y los pulgares, los junto y chasco la lengua.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta mi padre.

—Saco fotografías. Llevo todo el día haciéndolo.

—¿Qué estás fotografiando?

—La nieve. Las formas que hace. La manera en que reposa sobre las cosas. Como los árboles. Y las vallas. La manera que tiene de brillar como si estuviera hecha de diamantes.

Pasamos por la casita donde es obvio que viven niños. Hay un trineo apoyado contra la barandilla del porche. Me fijo en la corona que han puesto en la puerta. Miro por las ventanas. Me parece ver una chimenea, aunque a lo mejor me la imagino. En la entrada del garaje que hay a un lado de la casa veo un pequeño coche gris atascado. Dentro hay una mujer y un niño que aparenta unos ocho años. Al pasar por delante oigo que el motor acelera y las ruedas patinan.

Mi padre se para en el arcén. Abre su portezuela y salta al asfalto. Con las manos en los bolsillos camina hacia el coche gris. Me cambio de asiento y bajo la ventanilla de mi padre.

—Buenos días —saluda mi padre.

—Hola —responde la mujer.

—¿Le echo una mano?

—He dado marcha atrás y ahora el coche se ha atascado —explica la mujer, disculpándose.

—Permítame intentarlo —dice mi padre.

La mujer baja del coche. Lleva una parka verde y los vaqueros por dentro de unas botas de caucho que le llegan casi hasta las rodillas. Un gorro de punto azul marino le cubre la cabeza. El niño también baja del coche.

Escuchamos a mi padre acelerar y patinar, acelerar y patinar, hasta que finalmente sale del coche.

—¿Tiene una pala? —pregunta.

—No quisiera molestarle —dice la mujer, entrecerrando los ojos para protegerse del sol.

—No es molestia.

—Bueno..., de acuerdo... Gracias —acepta la mujer titubeando. Da un paso adelante y le tiende la mano a mi padre—. Por cierto, me llamo Leslie.

—Robert —dice él estrechándole la mano. Se vuelve y me señala, dándome pie a bajar de la ranchera—. Mi hija Nicky.

—Y éste es Jake —dice la mujer apoyando una mano en el hombro de su hijo.

Voy hasta el lado de mi padre mientras la mujer va a buscar la pala al garaje.

La mujer ríe un poco al darle la pala a mi padre. Por encima de su hombro veo un chico mayor, de unos diez u once años, mirando por una ventana.

Jake se acerca a mí.

—Tú eres la que encontró al bebé —dice.

Tiene la cara redonda con el mentón hundido. Los mocos se le han congelado sobre el labio superior y está predestinado a llevar aparatos. Me fijo en que las puntas de sus manoplas están mordisqueadas. ¿A quién se le ocurre mascar tejido?

—Fuimos mi padre y yo —digo.

—¿Y estaba vivo?

—Aún está viva.

—¿Era una niña?

—Sí.

—¿Y le faltaba un dedo?

—No; tenía todos los dedos —digo—. Sólo que uno se le congeló y tuvieron que cortárselo.

—¡Puaj! —exclama.

—Sí, bueno.

Fisgo por todas las ventanas de la casa catalogando las cortinas blancas con volantes, el papel pintado con estampado de flores, un rollo de papel de envolver plateado, una lámpara con forma de avión. Compruebo que sí hay una chimenea. Desde donde estoy, subida a un montón de nieve, veo el interior de la cocina con las luces encendidas. Alguien ha armado una buena en la mesa. Hay trozos de masa, una fina capa de harina y una bolsa arrugada de King Arthur. En el mostrador de la cocina hay una botella de refresco de naranja de tamaño familiar, y al lado un tazón con una bolsita de té. En una puerta que lo mismo puede conducir al sótano que a un office hay un Santa Claus bordado en cañamazo.

—¿Quieres hacer un muñeco de nieve? —me pregunta el niño.

—Claro. ¿Por qué no?

Jake y yo nos adentramos en la nieve virgen dando largas zancadas en direcciones opuestas. Abrimos surcos por el patio delantero. Empujo mi bola gigante hasta la suya, más modesta. De vez en cuando levanto la vista y veo a mi padre espalando las ruedas traseras o tomándose un breve respiro.

—Muy bien —le digo—, pongamos tu bola encima de la mía.

Ambos nos aplicamos en situar la parte central del muñeco de nieve encima de la inferior. Hago otra bola para la cabeza en un periquete. Perforamos unos ojos.

—Necesitamos una zanahoria —digo—. Y dos piedras.

—¡Mamá! —chilla el niño—, ¿tenemos zanahorias?

—En la nevera —dice ella.

El niño va hacia la casa y yo le sigo aunque no me haya invitado. Me sacudo la nieve de las botas en la entrada trasera, pero Jake corre directamente hasta la nevera dejando cuadrículas de nieve por todo el suelo.

El niño mayor que he visto asomado a la ventana y otro más pequeño, de seis o siete años, aparecen en la cocina. El mayor lleva una camisa Bruins; el pequeño, unas gafas muy gordas que le hacen los ojos saltones.

—Tú vives en la colina —dice el mayor—. Encontraste al bebé.

—Tenía un dedo congelado —anuncia Jake, cerrando con estrépito el cajón de las verduras.

—Ya lo sé, tonto.

La cocina, pintada de amarillo, es más pequeña de lo que imaginaba. Al lado de la tostadora hay un tarro de jalea con un cuchillo dentro; en el suelo, una caja de Cacao Puffs. Veo el motivo del desorden que reina en la mesa: encima de la nevera hay dos bandejas de galletas envueltas con film transparente.

—Necesitamos piedras —dice Jake.

—¿Para qué? —pregunta el mayor.

—Los ojos.

El mayor recorre la cocina con la vista y se detiene en una caja de Whitman's. Arranca el celofán, levanta la tapa y muestra las doce chocolatinas redondas que contiene.

Perfecto, pienso.

Nos ofrece la caja y cada uno comemos una. Cojo otras dos y las sostengo en la palma. Los chicos se ponen chaquetas y botas. El mayor encuentra un gorro y una bufanda para el muñeco de nieve.

—¿Cómo te llamas? —pregunto.

—Jonah —dice—. Y él es Jeremy —añade, señalando al pequeño de las gafas.

Los tres se parecen a la madre, con pequeñas narices respingonas y mandíbulas anchas, aunque sólo Jonah y Jake son morenos. Jeremy tiene el pelo casi blanco.

Vestimos a nuestro hombre de nieve. La zanahoria y las chocolatinas le confieren una personalidad bondadosa, aunque parece un poco lelo. Cuando no miramos, Jonah se come un ojo. Jake, furioso y al borde del llanto, le lanza una bola de nieve hecha a toda prisa. Acto seguido me veo envuelta en una batalla de bolas de nieve aunque no está muy claro en qué bando estoy.

—Chicos —dice cansinamente la madre, como si lo hubiese dicho cincuenta mil veces.

Jonah cae a la nieve abriendo los brazos en cruz. No puedo resistir la tentación y también me dejo caer hacia atrás. La nieve se me mete por debajo de la chaqueta y la camisa. Recuerdo que acaba de venirme la regla y me incorporo. Soy demasiado mayor para hacer estas cosas, pienso.

Mi padre vuelve a subir al coche, acelera y sale disparado hacia delante. La mujer que se llama Leslie se quita el gorro. Los rizos castaños le caen hasta los hombros. El flequillo le queda pegado a la frente. Mi padre baja del coche y dice algo que no alcanzo a oír. La mujer señala hacia la casa y adivino que le está invitando a tomar una taza de café o chocolate. Mi padre me mira e indica la ranchera con un ademán. «Comida —debe de estar diciéndole—. Mi madre en el aeropuerto.» La mujer sonríe a mi padre y entiendo que le está dando las gracias efusivamente. El niega con la cabeza. «No tiene importancia.»

—Nicky —me llama.

—Hasta la vista —me dicen los chicos.

Subimos a la ranchera. Tengo nieve en los calcetines y en la cintura de los vaqueros. La mujer nos despide con la mano hasta que llegamos al desvío.

—En fin —dice mi padre.

Mientras mi padre va a buscar a mi abuela al aeropuerto ordeno los adornos del árbol. Ya voy por la segunda hilera. La caja que contiene los mejores adornos ha desaparecido y no sabemos qué ha sido de ella. Entre los adornos disponibles tenemos seis muñecos de nieve, en realidad de madera, pintados a mano. Salta a la vista cuáles pintó mi madre y cuáles pinté yo. Hay cinco bolas plateadas con joyas falsas pegadas, fruto de un trabajo de manualidades que hice cuando tenía ocho años. Recuerdo el olor del pegamento, la manera en que la purpurina caía a la mesa y cómo meses después aún se veían destellos en la alfombra. Hay una docena de manzanitas rojas de madera, casi todas cubiertas de diminutas grietas por culpa de los cambios de temperatura en el desván. Hay un plato de papel con macarrones dorados pegados y una foto mía con seis años en el centro. Mi madre dijo que era el mejor regalo que le habían hecho aquel año. Algunos adornos tienen ganchos como Dios manda, pero otros no. Construyo ganchos improvisados con clips. Separo trozos plateados de los carámbanos de las tiras de luces del año pasado y enchufo las luces para ver si funcionan. Funcionan pero están hechas un lío. Cada año decimos que las enrollaremos con cuidado antes de volver a guardarlas, pero nunca lo hacemos. Las metemos en la caja de cualquier manera.

En el coche, mi padre refiere a mi abuela el hallazgo del bebé. Le habla del detective Warren y de la estancia de Charlotte en casa. Le cuenta que ha ido a comisaría y que Charlotte está en la cárcel. Mi abuela se queda impresionada y un poco asustada.

Mi padre también debe de contarle que me ha venido la regla, porque nada más llegar ella me abraza como hacía tiempo que nadie me abrazaba, balanceándome un poco adelante y atrás.

Tiene una piel blanca muy delicada, con pecas en las mejillas y la frente. Huele como el saquito de lavanda que pondrá en el cajón de mi ropa interior. Me parece que sus dientes son postizos, pero no estoy segura. Es una persona que da gusto abrazar porque su cuerpo llena todos los espacios vacíos.

Nada más quitarse el abrigo, se pone a revisar los armarios y la nevera para ver si mi padre ha comprado todos los ingredientes para la cena de Nochebuena. La oigo mascullar la lista mientras comprueba: escaloñas, nuez moscada, caldo de carne. Ha traído su propio delantal y su propio pelapatatas. Me encarga que pele las patatas, pero el nuevo utensilio funciona tan bien que no me importa hacerlo. Dejo correr un hilo de agua en el fregadero porque así es más fácil pelar y limpiar las patatas.

A mi lado, la abuela está cortando los nabos. Usa un cuchillo enorme, como los de las películas de terror. Lo clava en el nabo, apoya ambas manos sobre la cuchilla y aprieta. El cuchillo golpea con fuerza la tabla de cortar. Me sorprende la fuerza que la abuela tiene en los brazos. Por detrás, mi abuela es una gran masa con una cabecita llena de rizos grises. Vista de perfil es casi guapa.

—Me ha venido la regla —digo.

Ella deja el cuchillo y se limpia las manos con el delantal. Me coge entre sus brazos. Aún tengo el pelapatatas y una patata en las manos.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta sosteniéndome con los brazos extendidos.

—Bien. He tenido calambres pero ya está.

—¿Tienes compresas?

Asiento con la cabeza.

—¿Necesitas ayuda?

—Creo que no —digo.

Me pone un dedo debajo de la barbilla y me levanta la cara hacia la suya.

—Si alguna vez quieres hablar de lo que sea, no tienes más que preguntarme. Hace mucho tiempo que ya no tengo que preocuparme de esas cosas, pero eso no significa que no sepa todo lo que hay que saber.

Me abraza otra vez y noto, por la manera de estrecharme, que no me soltaría nunca más.

—Abuela —digo al cabo.

—Dime, cariño.

—¿Sabes qué es un pfeffernusse?

Mientras la abuela cocina, mi padre y yo vamos al bosque a talar un árbol. Me preocupa que nos hayamos demorado tanto. Ya es media tarde y el sol está a punto de ponerse. Hay cientos de árboles para elegir. El problema será apartar la nieve que lo rodee para poder llevárnoslo a casa. Ambos cargamos con palas y él lleva un hacha.

Ninguno dice una sola palabra en todo el rato que pasamos en el bosque. El silencio parece perfectamente natural y agradable y no repararé en él hasta entrada la noche. Llevamos raquetas y sigo las huellas de mi padre. Como acarreo la pala no puedo juntar los índices y los pulgares, pero aun así voy disparando fotos. De la nieve rosa que sube por el costado de un árbol. De las puntas de los pinos teñidas de un color rojizo como llamas. De diminutas marcas como puntas de flecha alrededor de una mata. Mi padre se para y sacude las ramas de lo que parece un arbusto puntiagudo. Comienza a quitar la nieve de las ramas más bajas. Cavamos donde la nieve está más apelmazada. No tardamos mucho en despejar la base del tronco. Mi padre se agacha y le arrea unos cuantos hachazos. El árbol cae hacia un lado y lo sacamos de la nieve. Lo dejamos en el suelo. Es un árbol flacucho con unos cuantos huecos pero servirá. Mi padre lo coge por la parte del tronco y yo por la punta y nos lo llevamos a casa.

El árbol es demasiado alto, así que mi padre tiene que sacarlo fuera otra vez y serrarle un palmo de tronco. Una vez que lo hemos clavado en el soporte, doy un paso atrás y veo que está torcido. Intentamos arreglarlo hasta que mi padre decide que lo ataremos a un picaporte para que no se caiga. Desenreda las luces y las cuelga en el árbol mientras yo termino de ordenar los adornos encima de la mesa.

Este año ya he crecido lo suficiente para llegar a las ramas más altas del árbol. Cuelgo los adornos metódicamente procurando que queden equidistantes. Mi padre me deja hacer y sube a ducharse. El árbol tiene luces de colores grandotas, como las que dice mi padre que ponía cuando era pequeño. El año pasado el árbol de Jo tenía luces diminutas de color blanco, bolas plateadas y cintas escarlata, y parecía sacado de la portada de una revista.

Cuando termino, me aparto un poco para admirar mi creación. Llamo a la abuela para que también venga a admirarla. Me siento en el sillón orejero de piel de mi padre e intento decidir si debo cambiar de sitio el plato de macarrones para disimular un hueco, y de repente me acuerdo de Charlotte.

En la cárcel.

En Nochebuena.

Me tapo la cara con las manos. Está en una celda. Sus padres se habrán enterado de lo del bebé. Quizá tenga que quedarse mucho tiempo en la cárcel.

Apoyo la cabeza contra el respaldo y miro el techo. Sé que Charlotte siempre estará conmigo, que pensaré en ella todos los días. Pasará a formar parte de mi breve elenco de personajes con los que hablo a menudo y cuyas vidas tengo que imaginar a diario. En mi pequeña obra hay cuatro: mi madre, que sigue con la misma edad que tenía al morir y que me da consejos sobre cómo tratar a mi padre; Clara, que tiene tres años y recibirá una muñeca Cabbage Patch por Navidad; Charlotte, que me peinará y saldrá a comprar ropa conmigo y será mi amiga; y también la bebé Doris, que ahora estará tomando un biberón, o durmiendo una siesta.

Me quedo un rato sentada. Decido poner todos los regalos debajo del árbol. No es que haya muchos, pero unos cuantos llevan mi nombre. Por la mañana regalaré a mi padre las manoplas que le he hecho y a mi abuela el collar del colgante. Hará aspavientos y lanzará exclamaciones, pero me parece que no volverá a ponérselo cuando se haya marchado de casa.

Mi abuela me pide que ponga la mesa, que sigue en la cocina. Procuro darle un aire festivo poniendo en el centro una hilera de velas usadas. Intento recordar si tenemos algo que pueda usar como servilleteros cuando veo un haz de luz en el camino.

El coche se para y se apagan las luces.

Mi padre, que estaba en el estudio disfrutando del lujo de no tener que cocinar, entra en la cocina quitándose las gafas de leer.

—Quedaos aquí —nos dice.

La abuela se pone a mi lado. Oímos cerrar la portezuela de un coche. Segundos después la voz de un hombre.

Ya está, pienso.

Me preocupa la abuela. La cena que ha preparado. Los regalos debajo del árbol. ¿Quién los abrirá?

—Sé que vengo en mal momento —dice Warren.

—Adelante —dice mi padre cerrando la puerta.

Warren patea el felpudo para sacudirse la nieve. Lleva el abrigo azul marino abierto y la bufanda le cuelga suelta. Estoy acostumbrada a su cara pero me pregunto qué impresión le causará a la abuela: las cicatrices rugosas, el pliegue de piel.

—Hola, Nicky —dice Warren.

—Hola.

—Le presento a mi madre —dice mi padre.

—Encantado, señora —dice Warren—. Soy George Warren.

Nada de «detective». Nada de «policía estatal».

Mi abuela, con ambas manos en mis hombros, se limita a asentir con la cabeza. Si Warren quiere arrestarme, tendrá que forcejear con la abuela.

—Veo que se disponían a cenar —dice Warren—. Huele muy bien.

—¿Qué le trae por aquí? —pregunta mi padre.

—Me consta que es muy mal momento, mis hijos también me están esperando en casa, pero hay algo que creo que debería ver.

—¿Dónde?

—No queda demasiado lejos.

—¿Y tiene que ser ahora? —replica mi padre.

—Creo que debería verlo ahora —insiste Warren.

Veo la mirada (¿una especie de tregua?) que ambos intercambian.

—¿Cuánto tardaremos? —pregunta mi padre.

—¿Media hora? ¿Cuarenta minutos?

Mi abuela me suelta los hombros y se quita el delantal.

—No te preocupes por la cena —le dice a mi padre—. De todos modos tengo que subir a deshacer la maleta.

Dobla el delantal y lo deja en una silla.

Mi padre coge la chaqueta del colgador.

—Creo que Nicky debería acompañarnos —dice Warren.

Mi padre sube al asiento del pasajero, yo voy en el de atrás. Warren da media vuelta y enfila el camino cuesta abajo. Me fijo en que hay una chocolatina Snickers en el bolsillo del respaldo.

—Ha venido un hermano de Charlotte y ha pagado la fianza —dice Warren mientras el Jeep salta por las roderas—. El problema es que no puede salir del estado. Mientras tanto vivirá en casa de una tía suya.

—¿Hasta el juicio? —dice mi padre.

—O hasta que declare.

—¿Qué sentencia le caerá? —pregunta mi padre.

Warren entra en la carretera en dirección al pueblo.

—Depende de James Lamont, de si quiere ayudarla o no. Depende del abogado de Lamont. ¿Tres años quizás? En el peor de los casos saldrá en quince meses.

—¿Y Lamont? ¿Dónde está?

—Sus padres han ido a Suiza a buscarlo. En cuanto a él, lo tiene más peliagudo. Diez, doce años. Puede que salga a los seis. Al jurado no le gustará que se fuera del país. Y ya puede irse despidiendo de la fianza.

—¿Tiene Charlotte abogado? —pregunta mi padre.

—Su hermano le conseguirá uno.

Me pregunto cómo será el hermano de Charlotte. ¿Qué ocurrió cuando se encontraron? ¿Se abrazaron como buenos hermanos? ¿O estaba horrorizado? ¿Furioso? ¿Sin habla?

—¿Dónde vive la tía? —pregunta mi padre.

—En Manchester —dice Warren—. Puedo conseguirle la dirección.

—Por favor —dice mi padre.

Gracias, papá.

Decido que le enviaré el collar a Charlotte. Le diré que me vino la regla justo después de que se marchara. Cuando salga de la cárcel me llamará.

Salimos del pueblo de Shepherd y viajamos por la carretera 89, bastante desierta.

Al cabo de unos veinte minutos Warren aminora en una salida y gira a la derecha al final de la rampa. Entramos de inmediato en una localidad que me resulta vagamente familiar, como si mi padre y yo la hubiésemos atravesado durante una de nuestras excursiones veraniegas.

Pasamos por una aldea que estaría casi a oscuras si no fuese por la gasolinera Shell. En varias manzanas hay coronas colgadas de las farolas. Me pregunto qué hora es: ¿las cinco?, ¿las seis? Warren gira a la izquierda y luego a la derecha y sube por una cuesta hasta un barrio apartado. Miro las casas al pasar. Delante de una hay montones de coches aparcados. A través de las ventanas veo hombres de traje y mujeres con vestidos y copas en la mano. Una fiesta. Sería divertido ir a una fiesta, pienso.

Warren mira un trozo de papel con una dirección y vuelve a girar. Estamos en una calle de casas de dos pisos más bien pequeñas. Algunas tienen un foco encima de la puerta; otras, luces en el borde del tejado y en las ventanas. Una está completamente oscura salvo por una bombilla azul en cada ventana. El efecto es gélido y sobrenatural. Aunque la quitanieves ha pasado, la calle está blanca. La nieve forma altos taludes a los lados. Voy contando los árboles de Navidad al pasar.

Warren comprueba los números de las casas. Aminora la marcha y detiene el Jeep en la esquina. Baja su ventanilla y escruta el interior de una casa.

—Podría ser aquí —dice señalando.

Es una casa de dos plantas con el tejado inclinado y una habitación que sobresale en la fachada. Tiene varios ventanales y podría considerarse un porche. Los propietarios habrán decidido convertir el porche en comedor, no obstante, porque hay varias personas sentadas en torno a una gran mesa ovalada.

Yo también bajo mi ventanilla y el aire frío se cuela en el Jeep.

—Me han dado la dirección hace una hora —dice Warren—. Quería ver el sitio con mis propios ojos. Parece que hemos tenido suerte.

La mesa está bien iluminada por una araña que cuelga del techo. Veo un pavo, flores rojas, fuentes blancas llenas de comida. Cuento media docena de niños y otros tantos adultos. Hay una anciana en una punta de la mesa y un hombre en la otra. Un niño alcanza una jarra. Una mujer camina adelante y atrás bajo el arco que comunica con el resto de la casa. Sostiene un bebé contra el hombro.

Miro un momento a mi padre.

El bebé está envuelto en una manta blanca de la que sólo asoma una carita con el pelo negro. La mujer se mueve balanceándose un poco, como si quisiera que el bebé se durmiera o eructara. Se ríe y le dice algo al hombre que está sentado a la mesa. El bebé inclina la cabeza y hunde la cara en el hombro de la mujer. Casi distraídamente, ella le besa la cabeza.

—Esto es un hogar de acogida —dice Warren—. Lo más probable es que el bebé sea adoptado. Blanco. Recién nacido. Pero de momento éste es un buen sitio. Algunos no son tan buenos; éste está bien. Cuando se vaya de aquí no sabré dónde está; así funciona esto. Por eso quería que la vieran ahora.

Mi padre está inmóvil, como si estuviera viendo la escena clave de una película, una escena que te hace aguantar la respiración. Sé que está pensando en Clara y que dentro de él anida una pena infinita. Mas también una especie de consuelo, el equivalente a un suspiro de alivio. A través de la ventana iluminada contemplamos a la bebé Doris, cuyo nombre verdadero no sabremos nunca.

Al cabo de un rato mi padre se vuelve.

—¿Estás lista? —pregunta.

Intento hablar. Meneo la cabeza.

Mi padre asiente y Warren pone el Jeep en marcha.

* * *