Capítulo 2
El bebé desaparece tras unas puertas automáticas macizas. Mi padre echa la cabeza atrás y cierra los ojos. Se incorpora cuando oímos el gemido distante de una sirena. Se limpia la nariz con la manga de la chaqueta. ¿Cuánto rato lleva llorando? Gira la llave en el contacto y hace chirriar el motor de arranque porque el coche ya está en marcha. Conduce como si fuese un novato siguiendo las señales hasta el aparcamiento. Una vez fuera del coche, baja la vista y entonces se da cuenta de que aún lleva la camisa desabotonada debajo de la chaqueta.
En el bordillo delante de la entrada de Urgencias titubea.
—¿Papá?
Me pasa un brazo por los hombros y caminamos hacia la entrada. Las botas resbalan por culpa de las bolitas de sal.
La entrada de color beis y menta está vacía y da la impresión de que hay mucho metal. Unas luces demasiado brillantes que parpadean como un estroboscopio me obligan a entrecerrar los ojos. Me pregunto dónde está el bebé y adonde deberíamos ir. Mi padre sigue los letreros de Admisiones y cada paso que da le supone un esfuerzo. No estamos a gusto aquí. Nadie lo está.
Doblamos una esquina y vemos una pequeña habitación con media docena de personas sentadas en sillas de plástico atornilladas a la pared. Una mujer con vaqueros y suéter va de un lado a otro; en su pelo rubio aún se notan las marcas de los rulos. Parece impaciente y molesta con un chico huraño que podría ser su hijo. Él está sentado en una silla de plástico con el abrigo puesto y el mentón rodeado de granos inflamados. Creo adivinar la razón de su visita por la manera en que se sostiene la mano derecha: ¿un dedo?, ¿la muñeca? Mi padre se dirige a la ventanilla de Admisiones y aguarda mientras una mujer habla por teléfono sin hacerle ningún caso.
Meto las manos en los bolsillos de mi chaqueta y miro hacia el pasillo. En algún lugar hay una habitación con una cuna y un médico atendiendo a un bebé. ¿Sigue viva? La recepcionista da un golpecito en la ventana para atraer la atención de mi padre.
—He traído un bebé —dice él—. Es una niña. La he encontrado en el bosque.
La mujer se queda callada un momento.
—¿Ha encontrado un bebé? —pregunta.
—Sí, una niña.
La mujer escribe algo en un bloc.
—¿Presenta heridas la niña? —pregunta.
—No lo sé.
—¿Es usted el padre?
—No. La he encontrado en el bosque. No somos parientes. No tengo ni idea de quién es.
La recepcionista vuelve a observarlo y sé lo que está viendo: un hombre más bien alto con una parka beis manchada; cuarenta años, quizá cuarenta y cinco; barba de tres días; pelo castaño oscuro con reflejos grises; profundas arrugas verticales entre las cejas. Caigo en la cuenta de que mi padre seguramente no se ha duchado desde anteayer a la hora del desayuno.
—¿Cómo se llama?
—Robert Dillon.
La recepcionista escribe deprisa con tinta roja.
—¿Dirección?
—Bott Hill.
—¿Tiene seguro?
—Tengo un seguro personal.
—¿Puede mostrarme su tarjeta? —pide la recepcionista.
Mi padre se palpa todos los bolsillos.
—No llevo la cartera —dice—. Me la he dejado en un estante de la entrada trasera.
—¿Ni siquiera el carné de conducir?
—No.
El rostro de la recepcionista se congela. Deja el bolígrafo y junta las manos con un gesto lento y controlado, como si tuviera miedo de hacer un movimiento repentino.
—Siéntese —dice—. Enseguida le avisarán.
Me siento al lado de un hombre con la cara blancuzca que tose discretamente tapándose la boca con el cuello de una parka acolchada color hierba. La luz dura y poco favorecedora hace que los ancianos parezcan casi muertos y los niños, llenos de manchas e imperfecciones. Al cabo de un rato —¿veinte minutos, media hora?—, un médico joven con bata blanca entra en la sala de espera con una mascarilla colgada al cuello y un estetoscopio en el bolsillo del pecho. Le sigue un policía de uniforme.
—¿El señor Dillon? —pregunta el médico.
Mi padre se levanta y se reúne con los hombres en medio de la sala. Yo me pongo de pie y lo sigo. El médico es pálido y rubio, y parece demasiado joven para ser médico.
—¿Es usted quien ha encontrado al bebé? —pregunta.
—Sí —dice mi padre.
—Soy el doctor Gibson y él es el jefe Boyd.
El jefe Boyd, uno de los dos únicos agentes de policía del pueblo de Shepherd es, lo sé muy bien, el padre de Timmy Boyd. Los dos son gordos y tienen las mismas cejas negras rectangulares. El jefe Boyd saca una libreta y un lápiz corto de un bolsillo del uniforme.
—¿Está bien la niña? —pregunta mi padre al médico.
—Perderá un dedo de una mano y quizás algunos de un pie —contesta éste frotándose la frente—. Y aún está por ver cómo tiene los pulmones. Es demasiado pronto para decirlo.
—¿Dónde la ha encontrado? —pregunta el jefe Boyd.
—En el bosque detrás de mi casa.
—¿En el suelo?
—En un saco de dormir. Envuelta en una toalla dentro del saco.
—¿Dónde están la toalla y el saco? —pregunta el jefe.
Luego lame la punta del lápiz, gesto que he visto hacer a mi abuela cuando escribe la lista de la compra. Habla como casi todos los oriundos de New Hampshire, alargando las aes, sin erres y con una cantinela en la entonación.
—En el bosque. Los dejé allí —explica mi padre.
—Usted vive en Bott Hill, ¿verdad?
—Sí.
—Le he visto por el pueblo —dice el jefe Boyd—. En Sweetser's.
—Creo que estaba cerca del motel que hay allí arriba —dice mi padre—. No recuerdo cómo se llama.
El jefe da la espalda a mi padre y habla por una radio que lleva sujeta al hombro. Observo la parafernalia de su uniforme.
—¿Cuánto tiempo llevaba allí? —pregunta el médico a mi padre.
—No lo sé.
Entonces me viene la imagen del bebé quieto en la nieve a oscuras. Hago un ruido. Mi padre apoya una mano en mi hombro.
—Cuénteme cómo lo ha encontrado —pide el jefe Boyd a mi padre.
—Mi hija y yo estábamos dando un paseo y oímos unos chillidos. Al principio no sabíamos qué eran. Pensamos que igual era un gato. Y luego sonaron humanos.
—¿Vio algo? ¿Alguien cerca del bebé?
—Oímos la puerta de un coche. Y luego un motor poniéndose en marcha —dice mi padre.
La radio del jefe Boyd emite un graznido. Él habla ladeando la cabeza hacia el hombro. Parece nervioso y se aparta un poco de nosotros. Le oigo decir «veintiocho años de experiencia» y «está aquí».
Le oigo mascullar un juramento.
Se vuelve hacia nosotros y guarda la libreta y el lápiz. Se toma su tiempo para hacerlo.
—¿Hay algún sitio donde pueda instalar al señor Dillon? —pregunta al médico—. Tengo a un detective de la policía estatal en camino desde Concord.
El médico arruga la nariz. Tiene los ojos enrojecidos por el cansancio.
—Que espere en la sala del personal —dice.
—Puedo acompañar a la niña a casa —dice el jefe Boyd como si yo no estuviera presente—. Me cae de paso.
Me apoyo contra mi padre.
—Quiero quedarme contigo —susurro.
Mi padre me observa.
—Se quedará conmigo —dice.
Seguimos al médico hasta un comedor no lejos de la sala de espera. Dentro hay altas taquillas metálicas, un par de esquíes de montaña apoyados en un rincón y un montón de chaquetas encima de una mesa de fórmica arrimada a la pared. Me siento a otra mesa y estudio las máquinas expendedoras. Me doy cuenta de que tengo hambre. Recuerdo que mi padre no lleva la cartera encima.
Pienso que el bebé perderá un dedo de la mano y quizás algunos de un pie. Me pregunto si eso supondrá un impedimento físico. ¿Tendrá problemas para aprender a caminar si le faltan dedos de los pies? ¿Podrá jugar a baloncesto sin un dedo de la mano?
—Si quieres llamo a la madre de Jo para que venga a buscarte —dice mi padre. Niego con la cabeza—. Te recogería cuando todo esto haya terminado —añade.
—Estoy bien —digo. No menciono que tengo hambre porque estoy convencida de que eso me mandará de cabeza a casa de Jo—. ¿Se pondrá bien el bebé? —pregunto.
—Ya lo veremos —dice mi padre.
—Papá.
—¿Qué?
—Ha sido extraño, ¿verdad?
—Sí, desde luego.
Me muevo en la silla y me siento encima de las manos.
—Y hemos pasado miedo, además —digo.
—Un poco.
Mi padre saca sus cigarrillos de un bolsillo de la chaqueta, pero se lo piensa mejor.
—¿Quién crees que la ha dejado allí? —pregunto.
Se frota la incipiente barba del mentón.
—No tengo ni idea —dice.
—¿Crees que nos la darán?
Mi padre parece sorprenderse con la pregunta.
—Esa niña no es nuestra —dice.
—Pero nosotros la encontramos —digo.
Se inclina hacia delante y cruza las manos entre las rodillas.
—Nosotros la encontramos pero no nos pertenece. Tratarán de localizar a su madre.
—Su madre no la quiere —protesto.
—Eso no lo sabemos con seguridad.
Niego con la cabeza con toda la certidumbre de una niña de doce años.
—Claro que lo sabemos con seguridad —digo—. ¿A qué madre se le ocurre abandonar a un bebé en la nieve para que muera? Tengo hambre.
Saca un Werther's de su parka y me lo pasa deslizándolo por la mesa.
—¿Qué le pasará al bebé? —pregunto, desenvolviendo el celofán.
—No lo sé exactamente. Podemos preguntar al médico.
Me meto el caramelo en la boca y lo pongo entre la mejilla y los dientes.
—Pero, papá, pongamos que dejan que nos quedemos con el bebé. ¿Lo adoptarías?
Desenvuelve un caramelo para él, hace una bolita con el celofán y se la mete en el bolsillo.
—No, Nicky —dice—, no lo haría.
Pasan los minutos. Pasa media hora. Pido otro caramelo a mi padre. En un televisor que cuelga de la pared un presentador de informativos anuncia recortes en los presupuestos. Tres adolescentes de White River Junction han comparecido ante un tribunal tras un intento de atraco. Se aproxima una borrasca. Estudio el mapa del tiempo y luego echo un vistazo al reloj: las seis y diez.
Me levanto y camino por la habitación. No se puede ir muy lejos. Al final de la fila de taquillas hay un espejo del tamaño de un libro. Mi boca sobresale por culpa de los aparatos. Procuro no sonreír pero a veces no lo puedo remediar. Tengo la piel suave, ni un grano a la vista. Tengo los ojos castaños y el pelo ondulado de mi madre, que ahora mismo está alborotado en lo alto de mi cabeza. Intento alisarlo con los dedos.
Un hombre con un abrigo azul marino y una bufanda roja entra en la habitación sin llamar y pienso que será otro médico. Se quita la bufanda y la deja encima de una silla. Me doy cuenta de que mi padre tiene ganas de abrir la cremallera de su parka pero no puede. Su camisa no tiene botones.
El hombre se saca el abrigo y lo pone encima de la bufanda. Se frota las manos como si previera que va a pasárselo en grande. Lleva un suéter negro con una cenefa en el pecho y un blazer, y tiene la cara picada de marcas de acné. A la derecha del mentón tiene un pliegue extra de piel, como si hubiese sufrido un accidente de coche o le hubiesen dado un navajazo en una pelea.
—¿Robert Dillon? —pregunta.
Me sorprende que este otro médico sepa el nombre de mi padre, y entonces caigo en la cuenta de que no es para nada un médico. Me pongo más derecha en la silla. Mi padre asiente con la cabeza.
—George Warren —dice el hombre—. Llámeme Warren. ¿Quiere un café?
Mi padre rehúsa con la cabeza.
—Ésta es mi hija Nicky —dice.
Warren me tiende la mano y se la estrecho.
—¿Estaba con usted cuando encontró al bebé? —pregunta.
Mi padre asiente con la cabeza.
—Soy detective de la policía estatal —dice Warren. Saca unas monedas del bolsillo y las mete en la máquina de café—. Le ha dicho al jefe Boyd que ha encontrado al bebé en Bott Hill —añade dando la espalda a mi padre.
—Así es.
Un vaso de plástico cae en el receptáculo. Miro cómo sale el café por el grifo. Warren coge el vaso y sopla el café.
—El saco de dormir y la toalla deberían seguir allí —agrega mi padre—. Lo encontré en un saco de dormir.
Warren revuelve el café con un palito de madera. Tiene el pelo gris pero la cara joven.
—¿Por qué lo dejó allí? —pregunta—. El saco de dormir.
—Era demasiado escurridizo. Me dio miedo que se me cayera el bebé.
—¿Cómo lo llevó?
—Dentro de mi chaqueta.
Los ojos de Warren se deslizan hasta la chaqueta de mi padre. Luego aparta una silla de la mesa con la punta de su bota Timberland. Se sienta.
—¿Puede mostrarme un documento de identidad? —pregunta.
—Me he dejado la cartera en casa —dice mi padre—. Iba con prisa, quería traer el bebé al hospital cuanto antes.
—¿No llamó a la policía? ¿A una ambulancia?
—Vivimos al final de un camino largo y empinado. El ayuntamiento no lo mantiene en muy buen estado que digamos. Tuve miedo de que la ambulancia se quedara atascada.
Warren lo observa por encima del borde del vaso.
—Hábleme de ese saco de dormir —pide.
—Azul brillante por fuera y tela escocesa por dentro. Barato, como los que venden en Ames. También había una toalla. Blanca y manchada de sangre.
—¿Hace mucho que vive en Bott Hill?
Toma otro pequeño sorbo de café. Su mirada es a un tiempo despierta y distante, como si todo lo importante estuviera ocurriendo en otra parte.
—Dos años.
—¿De dónde es usted?
—Me crié en Indiana pero vine aquí desde Nueva York.
—¿La ciudad? —dice Warren, tirándose del lóbulo de una oreja.
—Trabajaba en la ciudad, pero vivíamos más al norte.
—De no haber sido por usted, señor Dillon, habríamos encontrado un par de huesos en primavera.
Mi padre me mira. Aguanto la respiración. No quiero pensar en los huesos.
—¿Tiene calor? —pregunta el detective a mi padre—. Quítese la chaqueta.
Mi padre se encoge de hombros, aunque salta a la vista que está sudando porque hace mucho calor en la habitación.
—¿Qué estaba haciendo cuando encontró al bebé?
—Estábamos dando un paseo.
—¿Cuándo?
Mi padre piensa un momento. ¿Qué hora es? Ya no usa reloj porque se le engancha cada dos por tres con las herramientas. Echo un vistazo al reloj que hay encima de la puerta. Las seis y veinticinco. Parece que sea medianoche.
—Después de la puesta de sol —dice mi padre—. El sol acababa de esconderse detrás de la colina. Diría que lo encontramos entre diez y quince minutos más tarde.
—Estaban en el bosque —dice Warren.
—Sí.
—¿Va muy a menudo a pasear por el bosque después de la puesta de sol?
El detective deja el café encima de la mesa, alcanza el bolsillo de su abrigo y saca una libretita. La abre y apunta algo con un lápiz corto. Quiero uno de esos lápices cortos.
—Los días que hace buen tiempo —dice mi padre—. Suelo dejar de trabajar hacia las cuatro menos cuarto o así. Procuramos dar un paseo antes de que oscurezca del todo.
—Usted y su hija.
—Sí.
—¿Cuántos años tienes? —me pregunta el detective.
—Doce —contesto.
—¿Séptimo grado?
—Sí.
—¿En el Regional?
Asiento con la cabeza.
—¿A qué hora bajas del autobús?
—A las tres y cuarto.
—Le lleva otro cuarto de hora subir caminando el resto de la colina —agrega mi padre.
Warren se vuelve hacia él otra vez.
—¿Cómo localizó al bebé, señor Dillon?
—Con una linterna. Le oímos llorar. Para entonces ya lo estábamos buscando. Es decir, buscábamos un bebé.
—¿Cuánto rato llevaban paseando?
Una voz solicitando al doctor Gibson por megafonía los interrumpe. Me pregunto si se tratará de una urgencia relacionada con el bebé.
—Una media hora —dice mi padre.
—¿Oyó algo inusual?
—Primero pensé que era un gato. Oí una puerta de coche cerrarse. Y luego un motor que se ponía en marcha.
—¿Una camioneta? ¿Un turismo?
—No le sabría decir.
—¿Después de encontrar al bebé?
—No. Antes.
—¿Antes o después de oír el primer llanto?
—Después —dice mi padre—. Recuerdo que pensé que debía de ser un hombre o una mujer dando un paseo con un bebé.
—¿Por el bosque? ¿En invierno?
Mi padre se encoge de hombros.
—Íbamos hacia lo alto de la umbría de Bott Hill. Allí hay un muro de piedra. Solemos tomarlo como destino de nuestros paseos.
Pienso en todas las veces que mi padre se ha sentado en el muro para fumar un cigarrillo. ¿Volveremos a ir alguna vez?
—¿Sabría llegar allí? —pregunta Warren—. Al sitio donde encontró al bebé.
—No estoy seguro. Igual hay huellas superficiales. Llevábamos raquetas y la costra estaba dura. Quizá pueda indicárselo aproximadamente por la mañana.
El detective se recuesta en la silla. Me echa un vistazo.
—Señor Dillon —dice, y hace una pausa—. ¿Conoce a alguien que pudiera haber dado a luz a este bebé?
La pregunta deja perplejo a mi padre. Por su contenido. Porque se ha formulado en mi presencia.
—No —dice sin que apenas se le oiga.
—¿Está casado?
Aparto la vista de mi padre.
—No —dice.
—¿Tiene más hijos?
Un viento caliente atraviesa mi pecho.
—Mi hija y yo vivimos solos.
—¿Y qué le indujo a mudarse a estos pagos?
Se hace un breve silencio y pienso que ojalá no me hubiesen dejado quedar en la habitación.
—Parecía buena idea en su momento —oigo decir a mi padre.
—¿No le gustaba la presión de la vida urbana? —sugiere Warren.
Levanto la vista. Mi padre tiene la mirada fija en los esquíes del rincón.
—Algo por el estilo —dice.
—¿A qué se dedicaba en la ciudad?
—Trabajaba en un estudio de arquitectura.
Warren asiente despacio con la cabeza, asimilando la información.
—¿Y a qué se dedica ahora? Ahí arriba, en Bott Hill.
—Construyo muebles —dice mi padre.
—¿Qué clase de muebles?
—Cosas sencillas. Mesas. Sillas.
La puerta del comedor se abre a mis espaldas. Entra el doctor Gibson quitándose la bata blanca. La tira a un cubo que hay en el rincón. Saluda al detective con una inclinación de la cabeza. O estos dos se conocen, pienso, o han hablado antes de que Warren entrara en el comedor.
—Ya estoy libre —dice el médico, claramente agotado.
—¿Cómo está el bebé? —pregunta mi padre.
—Mejor —dice Gibson—. Se está estabilizando.
—¿Podría verle? —pide mi padre.
El doctor saca un anorak negro y amarillo de una taquilla.
—Está durmiendo en la UCI —dice.
Veo que el médico y el detective cruzan una mirada. El médico consulta su reloj.
—De acuerdo —dice—, pero sólo un momento. No veo que haya nada malo en ello.
Seguimos al doctor Gibson por una serie de pasillos. Todos están pintados de los mismos colores menta y beis tan descorazonadores que había en Urgencias. El detective se queda atrás y me lo imagino estudiándonos mientras caminamos.
La UCI de pediatría tiene forma de rueda, con el puesto de las enfermeras en el cubo y cada paciente en un radio. Paso junto a padres sentados en sillas de plástico, que miran fijamente diales y luces rojas que parpadean. Tengo la impresión de que en cualquier momento alguien se pondrá a gritar.
Gibson nos indica una habitación que parece enorme comparada con el minúsculo recién nacido que hay dentro de una caja de plástico. Nos da mascarillas y nos dice que nos las pongamos tapando la boca.
—Pensaba que estaría en la nursery —dice mi padre a través del papel azul.
—Una vez que el bebé ha salido del hospital ya no puede regresar a la nursery. Podría infectar a los demás —explica el médico.
Se inclina sobre la cuna, ajusta un tubo y observa una pantalla. La niña está tendida dentro de una caja de plexiglás con calefacción. La mano y el pie que lleva vendados salen del escuálido cuerpo como los de una muñeca. El pelo, negro y liviano, le cubre el cuero cabelludo arrugado como si fuese el plumón de un polluelo. Mientras la contemplamos hace delicados movimientos de succión.
Tengo ganas de arrimar la cara a la boca del bebé y notar su cálido aliento. Encontrarla quizá sea la cosa más importante que hayamos hecho mi padre y yo en toda la vida.
—¿Qué será de ella? —pregunta mi padre.
—El Departamento de Menores y Familias cuidará de ella —dice el doctor Gibson.
—Y luego ¿qué?
—Una familia de acogida. Adopción si tiene suerte.
Los cuatro bajamos en el ascensor en silencio. Me doy cuenta de que mi padre huele mal. Cuando salimos, el doctor tiende la mano a mi padre.
—Estoy en la parte de atrás —dice—. Me alegra que la encontrara, señor Dillon.
Mi padre le estrecha la mano.
—Me gustaría llamarle mañana —dice—. Para ver cómo sigue.
—Estoy de guardia todo el día —dice Gibson.
Da una tarjeta a mi padre y se marcha.
—¿Dónde tiene el coche? —pregunta Warren.
Mi padre tiene que pensarlo un momento.
—En el aparcamiento de delante —dice.
—Me gustaría que diese una vuelta conmigo —dice Warren—. Quiero que vea una cosa.
—Mi hija está cansada.
—Podemos dejarla aquí —dice el detective— y la recoge cuando regresemos. No tardaremos mucho.
—No, papá —digo enseguida.
El detective abre la boca para decir algo pero mi padre se adelanta.
—Viene con nosotros —dice.