45

Casi anochecer…

El Diablo y el Muerto son aqueos pintados como guerreros chilangos, ríen, mientras hablan con La Señora de las Tienditas por radio, ríen, les comenta que los Gandallas, Pelafustanes y Gandules se quedaron vestidos y alborotados en San Ildefonso, están todavía comiendo camote; no saben cómo el Diablo y el Muerto les ganaron; pero la fatalidad, ahora ya saben dónde están, les confirma Minerva:

—Saturno los vio en las pantallas, van tras de ustedes… los reconocieron en las pantallas. A la Negra la llevan a Palacio Nacional. No tarda en llegar en helicóptero Tezcatlipoca, el Oscuro… —informa Minerva y sugiere—: habría que buscar la manera de que se caiga el pajarito…

El Muerto escucha, ve al Diablo. Sonríen. Se sienten cobijados por su ambiente, son emperadores de sus territorios, caminan como soberanos por la calle de Brasil, es como magia descubrir a los comerciantes callejeros con los puestos abrirse a su paso como el Mar Rojo con Moisés, aquí a pesar de doña Junito, su lideresa, son vistos como Dioses; ellos, el par de cabrones, se dejan cobijar por la venta de figuritas de plástico de personajes de las películas joligudenses, chamarras deportivas de equipos de futbol y bolsas de diseñadores de moda… No dicen nada a la sugerencia de la Minerva, se miran entre ellos diciéndose quién sabe qué con movimientos de los ojos. El Muerto interroga a Minerva:

—¿Y qué si no está la Negra en Palacio Nacional?

—Sí está… —dice con fuerza Minerva…

—Sí está… —el Diablo secunda, medita y prosigue—: ¿Y de lo otro?

—Vienen de todos los pueblos y barrios de la ciudad —contesta Minerva, muy orgullosa…

—Ni se imaginan esos ojetes… —el Diablo habla para sí— la gente está hasta la madre de sus transas… esto va a ser un reverendo desmadre… —mira duro al Muerto.

—Va —exclama el Muerto.

—Vamos a Palacio Nacional… —le responde el Diablo y por el radio interroga con rapidez a La Señora de las Tiendas—. ¿El trailer…?

—Está en Santo Domingo, donde quedamos; yo cumplo cabrón… —contesta retadora Minerva—. ¿Van por él?

—Agüevo… ahí quiero ver a todos los cabrones que puedas mandarnos…

—Son un buen —ríe Minerva—, pero Saturno también tiene un chingo detrás de ustedes, y súmale los de Palacio… y los que se acumulen…

Sigue riendo Minerva mientras observa desde las alturas del campanario de la Catedral cómo el Diablo y el Muerto sortean el comercio ambulante…

—Me vale madre, ahí nos vemos…

El Diablo y el Muerto sortean vendedores y gente cargando bultos y se dirigen a la plaza de Santo Domingo…

Minerva calla, no les dice que desde las alturas ve a la Negra madreada jaloneada por el Popochas y el Gandul y la niña cargada por el Ayante; y a Ares con un rifle protegiéndolos; caminan por el Templo Mayor. Se acercan a Palacio Nacional.

46

La noche también llega al Monte Olimpo…

Desde la pantalla las figuras del Diablo y el Muerto se ven pequeñas. Saturno se complace en verlos. Sabe que los tiene. Nadie puede cambiar su destino, concluye.

En otras pantallas vemos al grupito que comanda Ares llevando a una Negra dócil con su hija, están frente a Palacio Nacional, la puerta Mariana se ha abierto de par en par, los soldados no se dignan a mirarlos.

Saturno se infla satisfecho, siente que su misión se está cumpliendo.

Ahora sólo falta hacer la entrega física de la Negra y la niña a Tezcatlipoca, el Oscuro…

En otro monitor vemos a los sobrevientes del Xochimilcazo navegar por calzada de Tlalpan a la altura del Viaducto, van encabronados, inquietos. El joven Juan interroga al Hipoloco:

—¿Usted cree que La Señora de las Tienditas nos haya entrampado, embarcado?, ¿o no?

—Quién sabe, no me late, pero ¿cómo probar que no le dijo a Saturno por dónde nos íbamos a ir…? —uno de los Solidarios, de los venidos de Chalco, arriesga una opinión, de manera tímida:

—Ellos siempre nos vigilan, orita nos están viendo…

Saturno ríe y exclama:

—Que chingón eres escuincle, agüevo que los estoy viendo. Pero con la neblina, ¿cómo? —responde el Señor de los Nopales, el Hipoloco:

—Sí, cómo… —se miran entre ellos y callan, dejan que la nave navegue silenciosa sobre el cauce de Tlalpan.

—¡Pendejos! Yo lo veo todo… —habla con fuerza Saturno para que lo oigan sus operadores. Sigue observando los monitores…

En la glorieta de Insurgentes se mira a los Pránganas saquear tiendas de la Zona Rosa, como forajidos asaltando una diligencia…

Saturno los ve sintiéndose orgulloso de ellos:

—Así, cabrones, así se rompen madres, con güevos, sin miramientos, idiotas… Ustedes qué ven, chínguenle que quiero vigilada toda la ciudad… —grita a los operadores que lo miran con temor…

Los Juandieguitos dan vuelta a los puentes del Monumento a la Raza…

Por la parte de atrás de Bellas Artes vemos entrar a la calle de Cinco de Mayo a los chavos de la Guerrero y la San Rafael, van vestidos de barrenderos…

En la Merced a la salida del metro los hijos de la Candelaria de los Patos se enfrentan a los Ojetes, están llevando las de perder, los están haciendo recular hacia la Cámara de Diputados o los matan a mansalva, pero muchos de ellos siguen de aferrados…

La gente de Saturno se regodea con las imágenes de las pantallas, con gran habilidad uno de los operadores captura en un monitor al Diablo y al Muerto:

—Ya está, señor… Ora sí esos jijos de la chingada no se escapan… —exclama el Operador, haciendo un acercamiento al par de cabrones.

—¡Mátenlos! —se escucha la voz tronante del Señor de los Cielos venir del Más Allá. Los Operadores espantados tratan de localizar de dónde viene la voz. Creen que viene de las bocinas del sistema. Saturno sorprendido responde tratando de aparentar tranquilidad:

—Si los matamos, Señor, La Señora de las Tienditas sentirá como si le cortaran una pierna, usted dice, señor…

—¡Me vale una chingada…!

47

Anochece también en la iglesia de la Santísima…

Un vientecillo suave envuelve a la plazoleta de escaleras cruzadas de la iglesia de la Santísima, un poquito después se escucha un zumbido que se agranda, del cielo baja la Diosa Junito, la Señora de los Tianguis, es un sueño arrullando la basura que dejan los vendedores ambulantes.

El enorme pájaro que trae a Junito hace un ruido ensordecedor, muestra sus blancas y poderosas aspas, el cuerpo es de color amarillo, con delicada maestría la nave se posa en el espacio cuadrado que se extiende a partir de las escaleras; frente a la portada de la iglesia, los niños alegres juegan con los remolinos que se producen, el reflector intenso deslumbraba a los presentes, bañaba de luz a las recargadas formas del cuerpo central de la Santísima, iglesia del siglo XVIII; ahí los ángeles y querubines esculpidos en piedra parecen aletear entre las cuatro pilastras que resguardan el viejo portón de madera, toda la fachada está recargada de adornos labrados en cantera, salidos de la imaginación religiosa; es como si el Espíritu Santo bajara y las columnas y los estípites le rindieran pleitesía; es como si otra nave hubiera bajado siglos antes del universo y estuviera posada para alzar el vuelo de repente, tal vez por eso a los chavos bandosos les gusta resguardarse de las miradas y los vientos en los huecos de las columnas mientras se drogan y entablan diálogos alucinantes con los angelitos y los querubines, cuando salen es como si se despegaran de los angelitos y se transformaran en chavos bandosos, integrándose a la plazoleta. Esos chavos son como ángeles y querubines ayudando a la Diosa de los tianguis, a la virgen del comercio informal, la que hace milagros y los llena de bendiciones con su manto protector, ellos son los autores de los grafitis de las paredes de las escaleras, trazos que se asemejan a una miada de perro para marcar sus territorios, estos son territorios apaches; por el viento las cacas de las aves se desprenden de la piedra cascada, los chavos con desgano se las quitan del pelo cuando les caen.

Junito desciende de las altura como una Santa posada en un manojo de nubes, asoma su rostro y se topa de frente con las formas ondulantes, vivas, de la Santísima, reptan las serpientes de cantera hacia el cielo, formas anguladas, alargadas, parece como si ahora sí, la otra nave, la iglesia, estuviera a punto de despegar al infinito.

Junito se persigna, satisfecha baja del helicóptero, la muchedumbre se le acerca, se diría que la aclaman, ella ordena al piloto regresar al Más Arriba…

—Ve y dile al Oscuro que todo está listo, mis muchachos van a copar la plaza del Zócalo para su llegada.

El Pájaro amarillo revolotea al alzar el vuelo, espanta a la gente, que se aleja para no ser arrastrada por el viento que se crea.

La gente exclama un oh cuando el Pájaro rebasa la altura de la torre de la Santísima…

Ella, la atrevida Junito, deja que sus hijos la rodeen, sube la escalinata y les calienta los ánimos…

Al mitin se asoman los Calaveras, los Sátiros, los Caramelos y demás hijos de la chingada, están con el afán de ver que sacan… la cantidad de vándalos que se reúne hace que la plazoleta sea insuficiente, muchos chavos se cuelgan de las bardas de las escaleras…

Junito ordena detener una carretilla repleta de televisores taiwaneses; el joven sudoroso cuida que los cordeles no se desamarren, Junito de sus ropas saca un organizador, teclea y le dice:

—Dile al contador Díaz que envíe un correo a Hong Kong para saber cuándo llega el cargamento de ai pods…

—Sí Jefa… —sí, claro, ella es la Jefa, este universo está lleno de Jefas y Jefes.

—Y dile que hable por el satelital a Tailandia para lo de la ropa y el tequila. Y que mande otro meil a los chinos, que pida quinientos mil pósters de la Virgen de Guadalupe…

—Sí Jefa… —el joven presuroso parte empujando la carretilla con televisores armados aquí con piezas enviadas desde Hong Kong, Singapur y Formosa.

Doña Junito, la señora mandamás de estos lares, se da la vuelta para enfrentar a los presentes, alza su voz para ser escuchada:

—A ver cabrones, los necesito, en chinga, para romperle la madre al Diablo y al Muerto y a los que los acompañen…

—¿Y dónde los encontramos si nadie sabe dónde andan? —escéptico pregunta Fito, un Calavera. La Señora de los Tianguis lo mira sonriente:

—Todo se sabe en esta pinche vida; se sabe… —y señala hacia arriba con un dedo— andan rondando el Palacio Nacional, hay que pararlos en la Catedral, no deben llegar a Palacio…

—¿Y la policía? —pregunta el Caramelo Mayor…

—Ésos son ojetes, no tienen vela en este entierro, sólo… sólo si las cosas se ponen de la rechingada, adentro de Palacio están los soldados, para cuidar a quien ustedes no conocen…

—¿Entramos a Palacio?

—No, con una chingada, ¿no me entienden?, allá no, sólo en la plaza, adentro se los lleva la chingada, ahí sólo manda uno…

—¿Y con qué les damos en la madre? —pregunta Fito el Calavera…

—Con güevos, palos y machetes, no hay más, el que tenga lo suyo que lo lleve, ya es por su cuenta…

—Y…

—Y si los reventamos, todo esto será nuestro coto de caza, nuestra tierra de apaches…

—Que conste, luego no se vayan a fruncir… —dice escéptico el Caramelo Mayor.

Calientes los Caramelos se pintan la cara con carbón y anilinas, los Zopilotes con sus vestimentas negras y estoperoles forman un grupo compacto, los Calaveras a rape con una raya gruesa blanca a la mitad del cráneo se adelantan, son los que tiene fama de aguerridos, no se andan con cuentos y están listos para demostrarlo a la menor provocación; y los Sátiros, juguetones, se dan santos patadones entre ellos…

Los grupos en desorden suben las escaleras que conducen a la calle que lleva a un costado de Palacio Nacional, desde ahí se puede ver el edificio de la Torre Latinoamericana y las torres de la Catedral, van en tropel sin fijarse si pisan la mercancía de los comerciantes, pasan sobre ella y sobre ellos, entre mentadas de madres y chiflidos mandándolos a la chingada, pero éstos en su prepotencia, cobijados por la Diosa Junito, no pelan, se saben impunes…

48

La noche sigue su marcha…

La Nave se balancea en el aire de la ciudad, abajo se ven los techos de Palacio Nacional…

El Oscuro acostumbrado a andar por los aires, distraído, mezquino habla por teléfono…

Un pelotón de soldados sube a la azotea. Alrededor de la pista del helipuerto se encienden las luces. Los soldados corren hacia las cornisas, resguardan los cuatro puntos cardinales.

El viejecito con cara de piedra de pedernal y rostro de idolito azteca sonríe frío, suda su libido, con la manga de su saco se limpia la baba; al sentir que su pájaro toca tierra, corta la comunicación que sostiene, arregla su impecable traje Armará, en su manita derecha, pergaminosa, en el dedo meñique lleva un anillo de oro con rubíes, forman una T.

Al aparecer el Oscuro en la puerta del aparato los soldados presentan armas. El viejecito baja con lentitud; el aparato detiene sus aspas, el Oscuro se arregla su pelo negro, lacio rebelde, grueso. Se apagan las luces. La oscuridad nocturna lo cobija. El viejecito se encamina a la escalera, se detiene, se asoma a la plaza del Zócalo, observa, mueve la cabeza de manera negativa. Nadie le dirige la palabra, atentos lo miran, se arregla la caída del saco, el Oscuro con mirada afilada como cuchillo de obsidiana y voz helada ordena al sargento:

—La quiero en la recámara de Benito Juárez…

¡Ya!

El Oscuro camina oscuro. Silencio.

49

La noche es ancha y profunda…

La Negra y su hijita tiemblan. Ares las mira… Están en el primer piso de Palacio Nacional, el patio central está iluminado, se escucha el correr del agua de la fuente, la figura pequeña de un Pegaso de bronce se eleva en el centro. A la niña le llama la atención la fuente, sin soltar a su mamá la Negra se asoma, ve con tristeza al caballito alado, quisiera que volara.

La Negra ve con admiración la gran cantidad de murales pintados por Diego Rivera en los muros gigantescos, los mira de reojo sin perder de vista a Ares. Éste desde la balaustrada se asoma al patio, ve a los soldados vigilar en el cubo del zaguán y la puerta principal, voltea a ver a la Negra, va a decirles algo, suena su aparato de comunicación, contesta:

—Ares… Sí.

—…

—Sí, pero… okey, bien, bien, si usted lo cree prudente… va…

—…

—Ya sé que usted sólo recibe órdenes pero… bueno, ahí nos vemos… —Ares ve al Gandul y le dice:

—Hay que llevarlas al museo de Benito Juárez…

El Gandul, la Negra y la chiquita bajan de inmediato a la escalera principal, ahí, se les vienen encima los personajes de Diego, un mundo de color con figuras opulentas y famélicas aletean frente a la Negra. Ares se pone al frente del grupo.

Caminan por los pasillos fríos y oscuros de Palacio Nacional, los techos son altos y las columnas inmensas, sus arcos al cruzarlos descubren pequeños patios u oficinas lóbregas.

De pronto un estruendo aterrador se escucha, la construcción se mueve, tiembla: Ares de inmediato se pone en tensión. La Negra aprieta con fuerza la mano de su hija, el Gandul por instinto se pega al muro, las pesadas lámparas se balancean, la luz parpadea. Ares sonríe. La Negra acaricia el pelo de su hija. La niña la abraza con fuerza. La Negra le sonríe… Ares apura al Gandul:

—De prisa, que ese güey ya está chingando…

El grupito camina de prisa con temor, llegan al fondo del pasillo, doblan a la derecha rumbo a la recámara del Benemérito de las Américas: Benito Juárez…

50

Son las ocho y doce de la noche…

En el mero centro de la plaza del Zócalo, a un costado del asta bandera Hermes Tercero, sobrino del Señor de los Antros, rebelde por naturaleza, es envuelto por una nube de humo, sonríe, está rodeado por los señores de las escobas y los recogedores, con sus uniformes anaranjados y tenis blancos, que dominan el espacio con sus botes con ruedas que sirven para recoger la basura; desarman la bazuca todavía humeante, con sus guantes gruesos de barrenderos, se encargan de esconder las piezas, el humo se va disipando, se descubre en el frente de Palacio Nacional un enorme boquete donde se encontraba la campana histórica, la que se dice se usó para llamar a la población a rebelarse contra la corona española por el sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla, era la campana de la iglesia del pueblo de Dolores, había desaparecido la campana de la Independencia, gritaban: «¡Éstos sí son güevotes!».

De ese pueblo también era José Alfredo Domínguez, no por nada mientras ocultaban la bazuca canta: con dinero y sin dinero sigo siendo el rey… Del nicho queda sólo la escultura de un cuerpo de niño panzoncito, un querubín, uno de los dos que cargaban la Campana.

Sobre los techos de Palacio Nacional se asoman en gran cantidad soldados, apuntan con su armas, no disparan…

Los jóvenes de uniformes anaranjados comandados por Hermes Tercero, exclaman:

—Órale, cabrones:

Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que…

Está arriba es como lo que está abajo…

Pum. Disparos.

En chinga se echan a correr detrás de sus carritos de barrenderos…

De la calle de Moneda, a un costado de Palacio Nacional, sale un grupo de Pelafustanes, Gandules, Calaveras, Sátiros y Caramelos, avanzan codo con codo, llevan machetes, palos, piedras; como alma que lleva Satanás, se pone al frente el Caramelo Mayor. Ven el boquete hecho con la bazuca. No tiemblan…

Un grupo de Pránganas y Gandallas aparece por la calle de Corregidora, la otra calle de Palacio, llevan tubos y varillas…

La poca gente que todavía deambula por la plaza del Zócalo echa a correr, las luces de los edificios de gobierno se apagan, a un costado de la Catedral se enciende una fogata, unos danzantes con su vestimenta azteca bailan al ritmo de la chirimía, el teponaxtle y el caracol… gritan en son de guerra…

51

Son las ocho y cuarto de la noche, también…

En el Shangri La Mex se siente la tensión. Las sombras densas envuelven las montañas. En el Salón de los Espejos la fiesta baja de intensidad, sobre los espejos aparecen pantallas de televisión, muestran escenas del Zócalo, la gente sonriente se acerca, sin perderlas de vista buscan sillas y en grupos se acomodan para observar mejor… Se abren las apuestas.

Al fondo, en los aposentos, los dos Señores de los Cielos sostienen una plática con los poderosos, van de Wall Street y a Washington, D. C., el Otro Señor es quien contesta:

—Enviamos la señal del satélite, ¿la recibieron…? Tranquilos, no hay por qué asustarse, todo bajo control… —asegura el Señor de los Cielos. Y el Otro Señor de los Cielos escucha sonriente… frente a ellos tienen un monitor grande donde en una pantalla dividida ven en un recuadro a la gente de Washington y en la otra a la gente de Wall Street, y como fondo de las dos las escenas en el Zócalo…

—Preocupante, puede entrar el pánico… —dice desde Wall Street un hombre de corbata de moño a cuadros, entrecano con rostro rozagante…

—Todo está coordinado, mister McCarthy, no son comunistas, son miserables. ¿No recibió el story board del espectáculo…?

—Es riesgoso… —dice un señor canoso, regordete, de chaleco y corbata, es un inglés agringado desde Washington…

—No, al contrario, nos sirven, tendremos una justificación para la mano dura —el Señor de los Cielos lo dice con voz muy suave, educada. Mira al Otro Señor de los Cielos. Éste lo mira duro. No se dicen más.

—Tengan la seguridad de que las cosas se mueven para seguir igual…

El gordo pecoso de la corbata de moño termina la transmisión:

—Chao… —llega un zumbido… Se escucha un click. Y luego un silencio. La penumbra envuelve los aposentos. Se escuchan risitas contenidas:

—Pinches güeyes, se creen los dueños del mundo… —dice el Otro Señor de los Cielos.

—Pues lo son, ¿o no? —interroga el Señor de los Cielos…

—Para mí que son ojetes… —dice el Otro Señor de los Cielos…; se levantan espectrales, dejan que los velos los envuelvan, no luchan por quitárselos, dejan que se les resbalen, salen de los aposentos. Se van a lo oscurito.

En el Salón de los Espejos los ah y los oh de gente maravillada salta de un grupo a otro… Aplauden al ver cómo un grupo de Pelafustanes patea a un Barrendero… Pero cuando un Barrendero enfrenta a uno de los Caramelos y le empuja una escoba sobre el rostro, exclaman, maravillados: «Beautiful…».

Las cámaras hacen un acercamiento a la fachada de Palacio Nacional, recorren la puerta Mariana, llegan al balcón presidencial y luego se van hacia arriba, ahí descubren el nicho de la Campana destrozada. La gente se levanta de sus sillas y aplaude…

52

Son las ocho y cuarto de la noche…

El Diablo y el Muerto caminan por la plaza de Santo Domingo, la figura sedente de la Corregidora, Josefa Ortiz de Domínguez, llama su atención, caminan paralelo a los arcos, donde trabajan los escribientes en sus computadoras, hacen declaraciones de impuestos para la gente que no lo sabe hacer; antes escribían cartas de amor.

Se escucha un aterrador pum.

El Muerto señala con la vista una de las cámaras de vigilancia del gobierno, está colgada en un arbotante de luz.

El Diablo señala la fachada de la iglesia de Santo Domingo y el edificio de la Santa Inquisición; aparentan no estar conscientes de la cámara, ríen, el Diablo tropieza con un tubo, lo patea, haciéndolo sonar, el eco se prolonga por las demás calles, murmura al Muerto:

—Nos están viendo… ¿Ya viste?

—Sí, se mueve la camarita.

—¿Dónde está el trailer? —pregunta el Muerto alarmado…

—A un lado de la iglesia de Santo Domingo… —contesta el Diablo…

—No lo veo.

—Desde ahí no alcanzan a verlo bien —explica el Diablo, señala al trailer con el tubo, luego, girando como si fuera un lanzador de martillo, lanza el tubo contra un poste de la luz, que tiene un transformador de energía eléctrica, está cerca de los arcos de la iglesia, le pega al poste de la luz, hace temblar otra camarita, ríen…

En el Monte Olimpo el operador ríe, Saturno serio observa…

—Éstos cabrones quieren tirar las cámaras, pero está cabrón que las tiren…

—Estos… ni madre que se nos escapen… —afirma el Operador.

—Siempre y cuando no se vaya la energía eléctrica… —ironiza Saturno…

—Ja ja ja… No creo que llueva… —ríe el operador…

—Ni hay nubes, están jodidos —Saturno ve a través de los ventanales—. Pero si Minerva pide ayuda a quien ya sabes, vamos a parir chayotes, en lugar de bebés…

Al llegar a la esquina de Venezuela el Diablo y el Muerto se detienen, buscan pero no encuentran, de pronto como caída del cielo, arriba de un bicitaxi La Señora de las Tienditas, Minerva, se empareja con el Diablo y el Muerto y les dice:

—Hola, jijos del chingada, ¿qué andan haciendo por estos territorios?

El Diablo ríe, se rasca una oreja, no contesta a la pregunta de Minerva, se acerca al bicitaxi:

—¿Y la Negra? ¿Sabes dónde la tienen…? Minerva baja del bicitaxi con la grandiosidad de una diosa, al sentirla la gente de la calle la mira con respeto o miedo; el Muerto se acerca:

—¿Qué pasó, Jefecita? —la Jefecita no le contesta, se dirige al Diablo:

—Te lo digo, Diablo, esto no es un juego, si le quieres atorar, ya lo sabes, a mí no me andes con desconfianzas, te lo vuelvo a decir, las tienen en Palacio Nacional y para sacarlas hay que armar un megadesmadre, que va a retumbar en todo el país.

—Les vamos a ganar limpio.

—No va a ser fácil… —dice Minerva con serenidad.

—¿Sabe qué, Jefa? Me valen madre los soldados y la gente de la señora Junito, todos nos la van a pelar…

—No es broma, está cabrón, tranquilo ya están llegando los nuestros, la bronca es que a la Negra la tienen con su hija —le dice Minerva y sigue—: ¿Por qué crees que la Negra no les ha ganado así como así?, sola ya la hubiera librado.

—¿Y por qué se llevaron a la niña? —pregunta desconcertado el Diablo, suda frío.

—El Caguamas la llevó a la casa del Cacarizo…

—¿Se lo pidió la Negra?

—Me imagino…

—La Negra se muere sin su hija… —tercia el Muerto…

—Sí, pero habíamos quedado en que luego pasábamos por la niña… —medita el Diablo y piensa en voz alta—: ¿Y a poco el Cacarizo se la entregó así nomás?

—Ay hijo, parece que no lo conoces… —exclama La Señora de las Tienditas…

—Sí, pero ¿a poco el Cacarizo, así por qué sí les aflojó a su hija?

—Saturno lo tiene agarrado de los güevos. ¿O a poco crees que te quería matar por la Negra? ¡No seas pendejo! —dice Minerva.

—¿Qué pedo, por qué estos güeyes se ensañan así con los mortales? Nunca lo dejan a uno en paz. ¿Dígame, Minerva, en qué le faltó mi padre al Oscuro y a Saturno para que mandaran matarlo? ¿Nada más por sus güevos? ¡Mi padre era honrado! ¿Sólo por eso, por ser derecho, por no aflojar para la transa?

—Tranquilo, Diablo, tranquilo, guarda tu rencor para la hora buena, ya vienen chavos a apoyarnos; y vienen de todos lados: Xochimilco, Ixtayopan, Tláhuac, la Villa; los de Tepito están en el trailer…

53

A las ocho veinte de la noche…

En la calle de Brasil después del Pum comienzan a recorrer la calle jeeps y camionetas; van ahí Pránganas y Gandallas, gritan, la gente se espanta, el taquero de la esquina, temeroso, recorre su carrito para ocultar al Diablo y al Muerto, Minerva sonríe:

—Aquí va llegando la gente del Saturno. ¿Cómo vas a llegar hasta Palacio Nacional?

—¿Y lo que te pedí? —pregunta alucinado el Diablo…

—Llegó, desde Centroamérica pero llegó. ¡A la salud de los gringos!

—¿Y los soldados? —pregunta el Muerto.

—No hay pedo. Sólo van a entrar en acción si ven muy cabrona la situación. Se puede entrar por la puerta de Correo Mayor. Y por Moneda, y por Corregidora van a llegar los Xochimilcas… —dice Minerva.

—Los de la Guerrero que lleguen por Moneda, y los de la Candelaria de los Patos por Corregidora, y el resto, en bola y por el frente… —ordena el Diablo.

—Los ablandamos y les caemos… —se ufana el Muerto.

Minerva los ve entusiasmados pero sigue escéptica:

—¿Y las cámaras? ¿Cómo le vamos a hacer?

El Diablo blande otro tubo con la mano:

—Eso, yo sé cómo hacerlo, Jefa…

Por la calle de Tacuba llega un autobús moderno, es la gente de Saturno, van colgados de las ventanillas.

Minerva recibe una llamada, contesta:

—Ésos… en chinga, que ya está la fiesta… —mira al Diablo— llegaron…

El Diablo sonríe. Minerva sube al bicitaxi y volando se aleja por la larga calle que lleva a la Villita de Guadalupe…

Se escuchan explosiones, se quiere ir la iluminación de la calle, el cielo oscuro se nubla ocultando a las estrellas…

54

La misma noche, ocho treinta…

En el Salón de los Espejos la fiesta continúa… Madame Corcuerón alegre por el champagne discute con un grupo de intelectuales, llamado Los Mandarines, reconocido por dar consejos a los gobernantes, crea empresas de asesoría para la inversión extranjera y para los poderosos hombres de empresas del país; ufanos aceptan su apodo: «liberales absolutistas».

Se rompe un espejo; al saltar los vidrios, cruza el marco el Señor de los Cielos, retumba el cielo y la tierra; también aparece el Otro Señor de los Cielos.

—Ooooh… —exclaman los presentes…

—Buenas noches, señores y señoras —dice amable el Señor de los Cielos.

—Muy buenas noches tengan todos ustedes —dice el Otro Señor de los Cielos…

En el salón se escucha el primer movimiento del Concierto para piano núm. 3, el allegro ma non tanto, de Rachmaninov; la gente actúa como si se supiera personaje de una película antigua de joligud teniendo como fondo esta música; de pronto los espejos desaparecen y en su lugar descienden largas pantallas, en ellas se ven escenas violentas en las calles viejas del Centro Histórico de la ciudad… El Señor de los Cielos con su impecable smoking, habla al auditorio desde un podio, lee unas hojas, lo hace pausado, solemne, como si supiera que ese acto fuera a pasar a la historia, su rostro es circunspecto:

—Acudo a los sectores productivos de la sociedad para preguntarles: ¿qué hacemos? —propone el Señor de los Cielos… De inmediato sin dar chance a respirar a los respetables, toma la palabra el Otro Señor de los Cielos:

—La violencia nos está rebasando, las fuerzas del orden no han podido contener a estos transgresores del orden establecido, violentan nuestras instituciones, el estado de derecho exige que actuemos en conjunto para preservar la paz social, cuyo orden se basa en el respeto a las normas de la buena convivencia…

Los Contertulios con asombro y curiosidad primero y luego horrorizados miran las pantallas…

—Hay que poner orden, mano dura, que no les tiemble, para que estos sujetos que crean odios y rencores de clase no escapen al brazo de la ley… —dice un célebre empresario, católico confeso hasta la exageración.

—Claro, pero ustedes nos lo tienen que pedir, por qué no hacen ese llamado en la televisión… —remata el hilo de su discurso el Otro Señor de los Cielos. Madame Corcuerón propone:

—Hay que organizar una fundación contra la inseguridad, becaremos a los hijos de los policías y al comandante que se muera, a su viuda se le regalará una residencia con una capillita, donde se venera al Señor del Veneno…

—Sí, hay que darles con todo el peso de la ley. Y a los guardianes del orden premiarlos y dejarlos sin presiones, no darle a las ONGs presencia en los medios.

—Así se hará —con calma el Señor de los Cielos acepta el mandato y agrega—: a sugerencia del Otro Señor de los Cielos, el Señor Presidente ordenó el desplazamiento del Comandante Tezcatlipoca al lugar de los hechos, allá en donde de algún modo se muere para que ponga un hasta aquí a este caos insurreccional —un murmullo que se siente temeroso recorre los labios de los respetables—: ¡El Oscuro!

55

Esa noche, ocho treinta…

En Palacio Nacional, por la escalinata del patio donde se encuentra la estatua sedente de Benito Juárez, camina el Oscuro, seguido por un pelotón; se detiene en una de las frases del Benemérito de las Américas, y luego en la explicación que dan de por qué fue echa la estatua con los restos metálicos de los cañones, fusiles y balas en una de las guerras que comandó el indio de Oaxaca…

—Éste sí era un chingón… —dice el Oscuro y a la vez mira a Ares…

—¿Dónde está la niña? —sigue hablando el Oscuro, que cojea al caminar de prisa.

—En la recámara, señor… —dice Ares haciéndole una señal al Popochas para que se quede ahí. Ayante se quedó en el otro pasillo. Ares sigue contestando las interrogantes del Oscuro:

—¿Y la Negra?

—También…

—Me lleva la chingada, no la has matado.

Ares asombrado mira a Tezcatlipoca encendido, furioso, sus ojos son la maldad que ha bajado entre los mortales. Ares sintiendo terror, contesta:

—Nadie me lo dijo…

—Pues te lo digo. Te estás tardando —el Oscuro fulmina con sus ojitos que parecen tizones encendidos.

56

La noche sigue, ocho treinta y uno…

En la plaza de Santo Domingo la noche es oscura, llueve y se ha ido la luz. El Diablo sonríe, el Muerto mueve la cabeza.

—Estamos de suerte…

—Y con Minerva de nuestro lado, mejor…

—Pues a darle, que para luego es tarde.

—Chíflale a los del trailer…

—Tenemos que pararnos enfrente… es la señal —dice el Muerto— para que se muevan… Son los que ya sabes, el Águila y el Témoc, tus carnales desde chavitos, ¿te acuerdas?, de cuando la calle y la orfandad. Te la deben, ¿cómo la véisbol?

—Chido por esos güeyes…

—Ahora sí tope donde tope…

—Tope donde tope —se persignan.

Cruzan la puerta de la iglesia de Santo Domingo, se asoman a los arcos, hacia donde se encuentra la biblioteca del magisterio, ahí está la nave, los dos se paran sobre los arcos.

Del trailer se encienden los faros, fugaces.

Las siluetas de los dos hombres sobre los arcos se iluminan como la brevedad de un parpadeo. De nuevo la oscuridad.

El Muerto enciende un cerillo.

El trailer echa a andar su motor. Avanza pesado.

El Diablo mide con la vista la altura y el ancho de los arcos; pregunta:

—¿Pasa?

—Agüevo que pasa —contesta el Muerto y ríen, se hacen a un lado cuando toma velocidad el trailer para subir el escalón de los arcos, roza las columnas, apenas alcanza a pasar, hace un estrépito de láminas, del interior se oyen gritos apaches. La noche emana un silencio hipócrita. El Diablo se acerca al trailer que está sobre la plaza, ve al Témoc, se sonríen:

—Caminamos adelante, ustedes nos siguen…

—¿Al Zócalo?

—Al Zócalo, lo despejamos y con todo hasta el patio de Palacio Nacional.

57

Sigue la noche contando segundos después de las ocho cuarenta…

En el Zócalo el desmadre está en grande. Ahí sí hay luz, no se ha ido. Se ven claritos, frente a frente, los enemigos: Pelafustanes contra Ixtayopan, Calaveras contra Xochimilcas, Pelafustanes contra los de la Guerrero, el ruido es ensordecedor, la gritería hace temblar el ambiente, hay gritos de dolor y hay gritos de sufrimiento y gritos del esfuerzo y gritos para atemorizar, las sirenas de las patrullas chillan, las torretas lanzan su danza de luces de colores: rojo, azul y blanco, cientos de mozalbetes se dan en la madre chido, son como ánimas en pena rumbo al infierno, se golpean en la cabeza sin piedad, patadas en las costillas sin rubor contra los caídos. El Caramelo que es un hijo de la chingada, da una patada en plena nuca a un chico malo de Peralvillo, no hay remordimiento en él, sin el placer de sentirse impune; saltan astillas de huesos y mechones de cabello; un súbdito de Hermes Tercero, llevando con valor su uniforme anaranjado de barrendero, al ver la acción del Caramelo se hincha de indignación, con rapidez quita las varas a su escoba, con furia rencorosa la transforma en una mortal lanza y la entierra al Caramelo, él grita su dolor, su rostro desmesurado se contrae viendo al cielo, ahora su acción no quedó impune; el otro, el chavo barrendero grita su rencor y sigue horadando el cuerpo del Caramelo con su estaca:

«¿Por qué para vivir hay que matar?», se pregunta con amargura de chiquillo de diecisiete años, no recuerda haber tenido otra opción sino la que le brindan los policías, ponerse listo para no quedar ensartado.

La sangre mancha la plaza, las campanas de la Catedral suenan por el viento que se ha desatado, ninguno de los bandos da tregua, son leones heridos soltando manotazos con sus garras bien afiladas, un microbús se incendia, las llamas saltan por las ventanillas, los que iban adentro, Gandules, saltan despavoridos, apenas alcanzan a llegar a la plancha de la plaza, y cuando voltean a ver el micro, tan sólo lo ven elevarse por la explosión.

La Señora de los Tianguis desde la cantina El Nivel, observa explosiones y la lucha cuerpo a cuerpo, da órdenes, enojada, al ver cómo los Calaveras reculan ante la violencia de los de Ixtayopan, jefes de jefes a la hora de rifársela: la vida, la famosa vida moridora; los Calaveras son rodeados por los Chicos Malos de Peralvillo. La señora Junito pide a gritos ayuda a sus otros compinches, para sacar de la trampa a sus secuaces; al no obtener ayuda, hace una seña a los granaderos, que se alistan por la calle de Moneda para hacerse presentes con sus aparatosos uniformes de robocops. Los mozalbetes, al verlos, se engallan y corretean a las calacas de los Calaveras y los Caramelos, quienes se sienten perdidos, saben que no es como cuando van a romper huelgas o alborotar manifestaciones políticas, ahora están con sus iguales, se echan a correr los pocos que quedan hacia Moneda, saben que ahí los esperan los granaderos, que son su paro, su muro contra la violencia de los otros.

Los de la Guerrero cargan hacia ese lado para hacer montón, los seguidores de la señora Junito, Señora de los Tianguis, siguen huyendo, perdiendo la apostura, los granaderos marcialmente se abren para dejarlos pasar y en automático se vuelven a cerrar, como cuando Moisés se lo ordenó a las aguas del Mar Rojo.

Los granaderos con sus escudos y toletes enfrentan a los aguerridos de los ejércitos del Diomedes, también llega Calcas y los Apaches, más al fondo como hijos de la Santa Muerte aparecen el Hipoloco, el Señor de los Pulques, con los de Milpa Alta, y Juan, el Guadalupano, también para hacer de un zafarrancho un megadesmadre violentísimo; llegan los súbditos del Muerto y los amigos del Diablo, éstos no paran, se van de frente a chocar contra los escudos y a esquivar los toletazos, es tal la fuerza de esa cargada que la primera valla de granaderos cae como si fueran pinos de boliche, al sentirlos en el suelo los demás chavos van tras todos los granaderos, se ensañan contra todo lo que representan, la opresión. Éstos lanzan gases, están demasiado cerca, Junito se eleva a la azotea del edificio de la Primera Imprenta, desde ahí, en la esquina, habla por radio:

—Saturno, con una chingada, necesito que lances a tu gente para romper madres, éstos ya se alebrestaron de adeveras… Y si no los paramos va a ser una masacre… Y el Otro Señor de los Cielos va a bailar.

—Tranquila, mi Señora, no le saque, ahorita llegamos con la fuerza pública…

Contesta un frío Saturno, se frota las manos, es lo que más le gusta de su trabajo, ver la sangre y tragársela. Le importan poco un señor u otro. Siempre el que quede lo contratará para hacer el trabajo de carnicero.

58

Son las ocho cuarenta de la noche…

La noche es espesa en Shangri La Mex. En el Salón de los Espejos los presentes están horrorizados. Las cámaras de televisión recorren las paredes ensangrentadas de Palacio Nacional, que están como si hubieran hecho pintas algunos manifestantes. A las coladeras hilillos de sangre van a parar. Se corta la transmisión del Zócalo y aparece en pantalla Madame Corcuerón, lee unas hojas ante un micrófono, lleva lentes para vista cansada:

—La sociedad civil, los grupos productivos de este país, empresariales, religiosos, los partidos políticos, lo mejor del tejido social, le exigimos al Presidente de la República que intervenga con mano dura ante tanto desorden social, que detenga este caos de violencia y se castigue con todo el peso de la ley a los que se han apoderado de las principales calles de la ciudad capital; pedimos se proteja nuestro patrimonio cultural e histórico; la fuerza del Estado se debe aplicar para imponer la ley, la sociedad espera eso de sus gobernantes, y exigimos se castigue a los responsables. Caiga quien caiga…

Al terminar de hablar Madame Corcuerón se escuchan las notas del himno nacional, los respetables en el Salón de los Espejos como parte de la celebración cantan también el himno, al terminar, gritan a coro:

—¿Y el Señor Presidente dónde está?

—El Señor Presidente les ruega tengan paciencia, en un momento hará su aparición —dicho esto, el Señor de los Cielos sonríe. Todos los presentes aplaudieron, de lo oscurito el hombre que en ese momento era el Presidente de la República, pálido, enfrenta a lo mejor de esa sociedad, va agarrado de la mano de su esposa.

—Muy buenas noches ciudadanos y ciudadanas, esta noche comunico que el Estado, mi gobierno, ha decidido hacer uso de la fuerza para preservar la paz social, esto ante el reclamo que con justa razón ustedes me hacen, en este momento las fuerzas del orden están entrando en acción y esta misma noche esperemos que todo vuelva a la normalidad —dicho esto el Señor Presidente y la Primera Dama desaparecieron con el Señor de los Cielos y el Otro Señor de los Cielos entre velos en los oscurito.

Los presentes brindaron con copas coñaqueras porque este trago amargo que sufría el país tan sólo fuera un contratiempo. Pero algo llamó la atención a los presentes, un sonido, un ruido seco, como un disparo de pistola, todos hicieron que no oyeron.

59

Noche, ocho cuarenta y dos…

En lo oscurito frente a frente estaban: el Señor de los Cielos y el Otro Señor de los Cielos sentados en una mesa, al centro había una pistola Luger. Se miran a los ojos sin parpadear. Por la puerta del fondo va desapareciendo con la cola entra las patas la pareja presidencial. El Señor de los Cielos habla:

—Tú los escogiste… Te toca…

—Me toca… —dijo el Otro Señor de los Cielos, casi murmurando; toma la Luger, la apunta hacia su sien…

60

La noche, la misma hora anterior…

Sobre la calle de Moneda en la esquina con Correo Mayor, por ahí bajó el terrible Saturno, más poderoso que nunca, espantoso en sus fauces abiertas, estaba sediento de sangre, se sabía omnipotente, con todos los permisos habidos y por haber esa noche, él era el Señor de la Noche, de él esperaba maravillas la sociedad del Salón de los Espejos, gruñó, y la muchedumbre se abrió temblando. La gente creía que cada vez que le cortaban la cabeza renacía más poderoso. Caminó majestuoso en su perversidad por la calle empedrada. Pasó como si nada ante el nicho de la Virgen de Guadalupe. Ya lo esperaba la Señora de los Tianguis. Le señaló hacia la plaza del Zócalo. Saturno volteó y vio el apocalipsis. Saturno, con un gesto, ordenó a los cientos de Saturnitos avanzar a la refriega…

En la plaza del Zócalo al descubrir a Saturno, los mozalbetes prepararon su bazuca para enfrentarlo. Atrás de ellos apareció el trailer subiendo a la plancha, lleva todas sus luces encendidas, al frente a lo largo y atrás, era como una plataforma petrolera en el mar, un mar crispado. El Muerto y el Diablo iban al frente. Sería la imaginación o cosa real, el hecho es que el Zócalo de pronto se empezó a iluminar más. La Catedral estaba esplendorosa con su iluminación escenográfica, igual Palacio Nacional, que asemejaba a un tiovivo. Y en sí el Zócalo parecía un feria de pueblo conteniendo una guerra florida de tiempos de los aztecas.

El Diablo camina de prisa, juguetea con un tubo, busca en las alturas algo. El Muerto, bien Muerto, sonríe al ver las peleas que se suceden en la plaza, tanto tiempo, tantos días soñó con esto, allá en lo recóndito de su rencor social, el que se va acumulando, ante el desaliento de no poder ser, ante el dolor de la incredulidad de que un día todo esto será mejor. Se nota que los dos tienen miedo; pero es ese miedo del que saben les permite sobrevivir. Ahora el Diablo lo huele, puro, fresco, sin pizca de indefiniciones… Las piedras se van tiñendo de rojo.

—Qué buen desmadre se armó.

—Espérate, falta, falta —responde el Diablo. Le dice al Témoc—: dale la vuelta al trailer y de culo entra a Palacio…

Saturno se asoma en la esquina de Moneda. A no querer se impresiona, los chavos no se abren. A cada caído es como si ellos quisieran ser el siguiente, parecía que el espíritu azteca del culto a la muerte hubiera renacido entre ellos, la plaza olía y olía muy fuerte a sangre.

El trailer en reversa avanza hacia Palacio. Es una nave desgarrando la oscuridad, enfilando a su destino. Ruge el motor, chilla su bocina. A sus costados se van cubriendo el Muerto, el Diablo y jóvenes que los acompañan…

La Señora de los Tianguis ve ir al trailer directito a la puerta Mariana de Palacio Nacional, teme, comienza a pensar que en esto ya no hay regreso, ahora sí es de adeveras, o chingan a su madre unos o chingan a su madre otros, de todos modos ya se los llevó la chingada a todos, manda a sus Pelafustanes al encuentro, les ofrece recompensas por cada cabeza cortada. Ansiosos van camino a su fatalidad.

Chocan los ejércitos de la noche oscura, densa, pétrea, es una batalla despiadada, que quiere decir sin piedad por parte de los unos y de los otros, los gritos aturden o encienden los ánimos, los ojos se agrandan en la medida en que aumenta el ardor de la violencia, los cuerpos se arrugan cuando se siente el miedo y se hinchan cuando se pasa la barrera del temor. Se dan cuenta: el sudor huele.

El Diablo y el Muerto protegidos por el costado del trailer, sonríen. Se saben observaclos por los soldados. En un parpadeo el Diablo descubre lo que anda buscando, en la esquina hay otro poste de luz con un transformador. Observa a su alrededor.

La noche es parda y las estrellas se ocultan, la lluvia es breve.

Descubre a Saturno, al verlo su memoria arde, llora, sangra con los recuerdos que lo amargan, es la angustia de la existencia, de las preguntas: para qué vivimos esta pinche vida jodida, son los recuerdos del no ser, los de su padre, ese cabrón bendito, adorado, su viejo, al que no tiene ya, ese pinche hombre quería que su hijo fuera un hombre de respeto a las leyes, un niño que aprendiera a respetar la ley aunque le pareciera injusta, aunque no le favoreciera su ejecución, le decía; eso hace fuerte al pobre, al jodido, a las patadas no te puedes poner con Sansón, siempre te romperá la madre, te pondrá una chinga, y con la ley en la mano puedes exigir que se le castigue si comete un agandalle, es como podemos defendernos de los poderosos, de otra manera ellos se aprovechan de que no obedecemos la ley y no podemos exigir que se aplique, siempre se aprovecharán de la corrupción a lo grande, y tú, güey, lo tirabas de a loco, cuando veías las rompidas de madre que les daban a todos la policía, los jueces, por andar de trácalas para sobrevivir, no podías entender ese pinche discurso santón del Jefe, buen hombre pero lo mataron, por una cosa tan sencilla como querer vivir dentro de la ley, pura pistola, la ley es para el fuerte, te la pela, se hace pendeja, y sentiste el odio contra Saturno, un odio desmesurado por todo lo que encarnaba, ah qué pinche Diablo, no entendías, seguías aferrado a tu instinto, el que te decía: o chingas o te chingan, como te lo enseña la cruda realidad, la neta de la vida, y lo gacho es que lo crees, y tienes razón, la vida diaria te daba lecciones, como el día que los acusaron de rateros de naranjas, a tu jefecito y a ti; o el día que no quiso, tu Jefe, con hartos güevos, vender droga en su taller de reparación de teles y radios, y no se dobló aunque fuera la policía a decirle que lo hiciera, y sabía que podía salir del barrio por la puerta grande a barrio residencial, y lo odiaste porque no te dio un auto, un teléfono celular, ni ropa extranjera como la que traían los hijos de los fayuqueros, de los narcos, y de los comandantes de la policía, y de los jueces y los políticos y los funcionarios, todos gozaban de la fiesta menos tú y tu Jefe y tu Jefa, te ardía pensando que tu pinche Jefe era tan pendejo, en cambio, era tan güey que se aventaba broncas gratuitas como el día que exigió a los vendedores ambulantes respetar su derecho a tener banqueta y fachada su negocio, y llegaron los de la Delegación Política y le clausuraron su taller. No creías en su pensamiento, de que si trabajas bien y no eras servil los jefes te recompensarían, no, ni madre, la vida era hacer la barba, ser serviles, ladinos, buscar en el queda bien, corromperte de pensamiento y obra, porque veían que no funcionaba así la vida, en lugar de premiar el buen trabajo, corrompían tu pensamiento, tu conducta y te enseñan a buscar el premio a través de la servidumbre, eso, lo sabes Diablo, ésa es la ley, la ley que vale y lo demás son puras putas palabras, y ahí tenías a ese hijo de la chingada, Saturno, que representa todo eso que tu padre no quería, ahora estás dispuesto a demostrárselo, que la vida es de güevos de los vivos porque los otros están bien muertos, y no disfrutan de este cielo, lo sabes con certeza, sólo los vivos lo gozan como aquel periodista que te entrevistó por lo de la droga y la violencia, ese periodista que hacía gala de demócrata y se llena el hocico de esa palabra, pero tú lo viste cómo era un déspota absolutista, autoritario, que adoraba a la gente que le servía de alfombra en lugar del talento, por eso no dudas que eso exista, por eso los güevos no te sudan, la violencia es tu medio en el que vives, la cultura que respiras, con ella te sabes uno más dentro de la ballena, por eso ver ahí a Saturno te dio un gusto íntimo y un rencor infinito, te la tenías que cobrar.

A lo mejor por eso te dignas a desdeñarlo en ese momento, no lo pelas, te sigues de frente a Palacio, el güey puede esperar, lo primero era lo primero.

Tu corazón late con fuerza, ansias ver a la Negra, tu vieja, cabrón, tu adorada, la que te daba un motivo para vivir, para no joderte en la plena amargura; y gritas de güevos, gritas con dolor, rumias tu existencia, giras en el vértice de esta vida que te ha tocado joder, chiflas, el Águila hace sonar estruendosa la bocina del trailer y el Témoc acelera el motor hasta ensordecer todavía más el ambiente; respiras con hartas ganas, profundo, inmenso, sabedor de que eres el centro de tu pinche universo, aspiras una a una las piedras del Templo Mayor, de Catedral, de Palacio Nacional, ubicas el transformador, sientes el frío del tubo, mides la distancia y tu fuerza, lanzas el tubo por los aires, limpio, directo, surcando odios y amores, hasta estrellarlo en el transformador y los cables. Chas. Puk. Scchhh.

La Señora de los Tianguis siente cómo choca el tubo en el transformador y cómo los cables se balacean y luego comienzan a salir chispas y más después fuego y luego un tronido y el apagón, la plaza está a oscuras…

61

Noche, más del cuarto para las nueve…

En los oscuros aposentos de Benito Juárez. El Oscuro reina. La Negra teme. Ares sabe que hay que matar. La Niña está desnuda. En ese cuarto histórico donde falleciera el presidente Benito Juárez, constructor de la República, austero, honrado y testarudo, se respiran los espíritus de los perversos, los malos y los inocentes.

Alguien enciende una lamparita de mano, aluza, busca a los demás, el pelotón está a la entrada, la cubre, recorre los espacios, encuentra a Ares, está sujetando de la mano a la Negra, busca la cama de Juárez, ve el batín del Presidente, la bacinica donde hacía pipí, una escalerilla para subir a la cama, un lavamanos y la cama desvencijada con cabeceras de latón y en medio, de pie, desnuda, una púber, apenas en el nacimiento de su feminidad; el Oscuro se deleita, verla le provoca espasmos, la Negra percibe su intención, con violencia se separa de Ares, va a la cama por su hija…

—Espérate… —grita Ares yendo tras ella. La niña salta de la cama y va en busca de su mamá. El Oscuro alumbra a la mamá y a la hija. Los soldados impávidos en sus rostros no expresan nada. Ares logra sujetar a la Negra que corre con su hija hacia la ventana que da a la calle de Moneda, se escucha una explosión, sacude la construcción, los soldados forman una fila con sus rifles amenazantes. Llamas de fuego asoman desde la calle. Ares se asoma:

—¡Es un coche! Los están incendiando…

El Oscuro sonríe:

—¿Para qué te rebelas?, es su destino, Negra. La Negra espantada grita:

—Viejo cochino, desgraciado, mal nacido… Ares arrastra a la Negra, ordena a los soldados que retengan a la Niña, el Oscuro sostiene la lamparita. Ares sale forcejeando con la Negra.

—Mátala, pero ya… —ordena a gritos el Oscuro. Los soldados retienen a una Niña llorosa, que no acierta cómo reaccionar…

—Pórtate bien, mi Niña, no me tengas miedo, ven conmigo —el Oscuro abraza a la niña, sediento, la quiere besar. La Niña lo rechaza. Los soldados miran la escena. El Oscuro se da cuenta de su presencia, y con la mano que sostiene la lamparita hace señas: que se vayan. Los soldados obedecen. Uno de ellos mueve la cabeza negativamente.

Salen. Desde la calle sube el rumor de la violencia. Llega la energía eléctrica. En el interior del Palacio todo se ilumina.

62

La noche, las nueve…

La Negra corre por el salón que llaman la Mortadela. Es la réplica del recinto del Congreso del siglo XIX, en la época de la Reforma. Ares la persigue entre las curules. Una ráfaga de viento recorre desde las alturas el recinto; aparece Minerva con Diomedes, quien lleva una pistola.

La Negra los ve, corre hacia ellos.

Ares lo intenta pero se detiene en seco.

—Ah, eres tú, Minerva —dice Ares mientras trata de sacar su pistola. Diomedes salta desde las alturas, como ha visto en las películas, cae frente a Ares. Le sale perfecta la suerte.

—Tranquilo, mi comanche, o se lo lleva la chingada. —Ares sonríe y como si nada saca su pistola. Y pum. Cae Ares. Diomedes fue más rápido.

—Se lo dije, Don —dice Diomedes a un Ares que sangra abundante del pecho. La Negra le grita a Minerva:

—Voy por mi hija, está con Tezcatlipoca.

—¡Jijo de la chingada! —diciendo y haciendo dejan a Diomedes. Minerva ordena a Diomedes—: remata a Ares como debe ser. —Diomedes asienta. Él lo sabe, le tiene que dar un balazo en los güevos sino no morirá.

63

Son las nueve de la noche…

En la plaza del Zócalo, frente a Palacio, el trailer en reversa intenta entrar. La plaza está a oscuras, pero el edificio tiene luz, los soldados aparecen desde la azotea apuntando con sus rifles, contestan a los disparos que llegan de la plaza. El trailer golpea la puerta Mariana, dentro de la cabina van Témoc y el Aguila, colgados de las puertas, a cada lado, están el Muerto y el Diablo dirigiendo el derribamiento de la puerta. Chocan contra la puerta, cruje, bajo una lluvia de balas.

Saturno desde la calle de Moneda observa la acción, ordena a los granaderos ir al encuentro del trailer.

Junito, la Señora de los Tianguis, reagrupa a su gente para defender el Palacio.

La puerta no cede ante los impactos del trailer, que se echa en reversa e intenta de nuevo ante los gritos guerreros de la gente de Diomedes; cubren la retaguardia y los costados del trailer y enfrentan a la gente de Saturno, cuerpo a cuerpo, los valientes son: Calcas, Teodoro, Glauco, Punketos, Darketos. Ayante, el hijo de Telemamón, no Ayante el esbirro de Ares.

Del otro lado, comandados por Saturno, está de la gente de Junito, los Gandallas, los Pelafustanes, los Gandules, los Gañanes, otros Pránganas y granaderos cubriéndoles las espaldas.

En la plaza el fragor de la batalla es intenso, las bajas son de un lado y otro, en medio está Hipoloco, el Señor de los Pulques, con la gente de Xochimilco e Ixtayopan, tratan de protegerse de las balas perdidas, suben a las naves, pero cae un misil en ellas que hace volar los cuerpos de los que iban en las naves de la vanguardia, los brazos saltan por los aires.

Hipoloco brinca de su nave, al caer al suelo lo hace hincado, ve el desastre, llora.

Saturno ríe estruendoso, se mueve con destreza y goza en este mar proceloso, va destazando cuerpos con su arma poderosa: un pequeño lanzacohetes, con ello limpia el camino y su gente remata a los agonizantes, luego los devora.

El trailer vuelve a la carga contra la puerta, la derriba y entre gritos y el crujir de la madera entra al patio principal y con él los Tepiteños que iban adentro, en la caja, ligerito saltan.

64

Nueve cinco de esta noche de Dios…

En el pasillo que conduce de la Mortadela a la recámara de Benito Juárez, corre la Negra, su corazón sufre por las desgracias de su niña, en uno de los arcos que cruza aparece colgado el Popochas, lugarteniente de Ares; su cuerpo se balancea en silencio.

—¿Qué miras? —le reclama Minerva a la Negra, siguen corriendo. La Negra murmura:

—Alguien tenía que callarlo…

La estatua de un Juárez imperturbable, seco, con el rostro tallado con balas, no suspira, no mira, no respira, es como estatua de sal.

65

Noche, nueve cinco…

En el Monte Olimpo el operador suda. Frenético trata de que las cámaras funcionen, las imágenes se ven nebulosas o no se ve nada.

—¿Qué ves…? —es la voz de su jefe, Saturno.

—Casi nada se ve.

—Me lleva la chingada, para eso tanto equipo, dime si ya tumbaron la puerta de Palacio y si están entrando o siguen ahí…

—De que entraron ya entraron, jefe, sólo veo la puerta destrozada y las bandas entrando. Pero adentro no puedo ver…

—Por qué, pendejo…

—Porque adentro acuérdese que no quisieron cámaras…

—Pendejo… ¿Pero seguro que ya están adentro?

—Sí, si usted logra atravesar a los Barrenderos y a la gente de Diomedes, podrá entrar y tener a tiro al Diablo y al Muerto…

—¿Seguro?

—Seguro no, pero, lo intuyo, no se ve bien en las pantallas…

Saturno se aparece en la pantalla, apunta su lanza cohetes a una de las cámaras y la vuela.

El Operador se asusta, la imagen nebulosa de la pantalla se desvanece.

66

Noche, nueve seis…

En la cama de Benito Juárez el Oscuro, desnudo, besa a la Niña en los labios… El silencio histórico se arruga ante los sollozos de la niña inmóvil, lleva puesto el vestido de Margarita Maza de Juárez; la esposa de Benito debió ser chaparrita donde el vestido le queda a la Niña, el Oscuro la mira como si fuera la Niña de Guatemala, le parece hermosa con ese vestido; tembloroso, con delicadeza le va quitando el vestido, poco a poco aparece la desnudez púber de la Niña.

Los huesos delgados de la osamenta de Tezcatlipoca saltan debajo de su piel apergaminada, un azul negro, es un animal en la vejez saboreando la lozanía de la nueva vida. Sus labios como dos delgadas láminas de cartoncillo ligeramente corrugado recorren con avidez el vientre virgen; sus labios sienten el temblorcito de los sollozos callados de la Niña. El Oscuro es un sátiro famélico husmeando la vida. De pronto crash.

A la entrada de la recámara la Negra como tromba empuja a los soldados que se oponen a su entrada. Ruedan al interior, caen los objetos viejos: cuadros, sillas; rueda la bacinica, el piano suena.

Se escuchan dos balazos secos en la lejanía.

Minerva, observando la garra de la Negra, sonríe al escuchar esos dos balazos lejanos.

El viejo famélico enseñando su pobreza salta como cabra entumida, busca su ropa, encuentra la de Juárez, se la pone a lo loco. La niña corre hacia Minerva.

Los soldados no saben qué hacer, están acostumbrados a la lucha pero no contra mujeres como la Negra, Madre ardiente. El Oscuro da órdenes:

—Imbéciles, para qué están, disparen…

Los soldados lo miran y se dan la media vuelta. La Negra se lanza contra el Oscuro, lo agarró de los pelos, le quiere quitar la levita, lo muerde en una oreja, lo hace sangrar, el Oscuro no sabe cómo quitarse a esta mujer, con trabajos encuentra su ropa, no se la pone, busca en ellas, encuentra una pistola… ¿Pero para qué? Si no sabe matar…

67

Las nueve siete, noche…

En un patio de Palacio Nacional luchan cuerpo a cuerpo… Los soldados, los granaderos, los pandilleros de Saturno y Junito: Gandules, Pránganas, Gandallas y al frente el Meón, ahijado de Saturno; y enfrente está la gente de Minerva, el Muerto, el Diablo, Témoc, el Águila, los seguidores de Diomedes, los Panchos de Tacubaya, los Apaches, y el Hipoloco, el Señor de los Pulques, chamuscado, está rompiendo madres con singular entusiasmo, cerca de la fuente del Pegaso, aparece el Vampirín, Señor de las Maravillas, aliado del Diablo.

Diomedes, alegre, ve a su gente desde el corredor de la Mortadela, baja por las escaleras del mural de Rivera, en el arco está colgado Ayante, asistente de Ares, el que va que vuela para donde de algún modo existe…

Es cosa sobrecogedora ver en cada rincón de Palacio Nacional a jóvenes colgados de los arcos como judas en Semana Santa.

Diomedes encuentra al Diablo peleando contra Meón; al llegar cerca de ellos, Diomedes pone la pistola en la cabeza de Meón y dispara. El Diablo sorprendido, sonríe a Diomedes, éste le dice todavía jadeante:

—La Negra fue a la recámara de Benito Juárez a buscar a su hija, la tiene el Oscuro.

El Diablo corre, el Muerto va atrás de él; en ese momento una enorme sombra cubre la luz del recinto, un rugido monstruoso ensordece los tímpanos de los guerreros, el Diablo a punto de entrar al corredor voltea a ver, es Saturno, el Comandante por todos conocido. El Muerto le da una palmadita en la espalda al Diablo:

—Ve por la Negra, me toca rifármela contra Saturno…

El Diablo echa a correr, tiene tantas ganas de ver a la Negra que puede más que su rencor.

Saturno suelta un hedor aterrador, camina dando mandobles y bota al que se le enfrenta, ellos quedan embarrados en las paredes, se hace un silencio, el Muerto, Néstor, el que regresó del más allá lo enfrenta…

68

Las nueve nueve, noche…

En el Salón de los Espejos la gente calla y otorga la palabra al Señor de los Cielos.

Lo miran con admiración acomedida, inconmensurable, se deja ver, tranquilo, toma una copa de champagne, un gran sector de los respetables alza sus copas, otros, los menos, se ven intranquilos, medio serviles, saben que no hay de otra, también alzan su copa. El Señor de los Cielos al verlos unánimes, habla:

—Ya está…

—¡Amén! —responden a coro los respetables.

El Señor de los Cielos se persigna. Los demás se hincan. Y como si se hubiera disuelto una gran tensión, al Salón de los Espejos regresa a la felicidad.

—Ahora, se acabó la competencia, sólo hay un señor…

Hipócritas, aplaudieron. Ahora ellos lo sabían había una sola ley. El Presidente se acercó al Señor de los Cielos a condecorarlo por servicios a la Patria.

69

Nueve diez, noche…

En la plaza del Zócalo, a una voz, el ejército con sus tanquetas entra a la batalla, marciales, los contingentes se escudan en las tanquetas, se despliegan con gran profesionalismo; al verlos, los Chicos Malos de Peralvillo usan una especie de bazucas, son tubos de pvc donde colocan cohetones y los lanzan contra los militares, éstos responden con balas, uno a uno van cayendo los Chicos Malos.

La plaza es un reguero de muertos y heridos. Las campanas de Catedral repican. La Señora de los Tianguis alza el vuelo y desaparece. Sus huestes huyen con ella.

El ejército poco a poco va tomando control de la plaza. Sólo los Barrenderos siguen de aferrados enfrentando con lo que pueden a los soldados, forman un dique que separa al ejército de Palacio Nacional.

De la esquina de Seminario donde se encuentra el Templo Mayor aparecen señoras llorosas, con rebozos oscuros tapando su cabeza, rezan, llevan cirios y rosarios en las manos, van recogiendo uno a uno los cuerpos de los jóvenes.

70

Nueve y diez de la noche…

En la recámara de Benito Juárez el Oscuro tiembla. La Negra lo enfrenta, cubre a su hija con su cuerpo, la niña viste el vestido de doña Margarita de Juárez. Minerva sonriente, le dice al Oscuro:

—Ya ves cómo eres ojete, eres un puto cobarde, hasta para eso se necesitan güevos, y tú no los tienes, te faltan, no es lo mismo dirigir la orquesta que soplar la corneta…

—Dispara, te gusta mandar matar, mandar matar, para que veas qué se siente quitar la vida, ¿verdad que no es lo mismo?

El Oscuro tiembla, ahora se ve más pequeño y delgado, sus ojos ya no son dos tizones encendidos, están apagados. Minerva toma de la mano a la niña.

El Diablo llega corriendo, le quita la pistola al Oscuro y se la pone en la sien, lo somete con enorme facilidad, le escupe en la cara y le dice:

—Lo que es el destino, Don, me mandó matar, y de a dos veces, primero el narco que se quiso pasar de listo y luego el Caguamas, que se pasó de listo y que Dios lo tenga en su santa gloria; se pasó de listo y mire, usted es el que se va a morir.

—Estás loco, yo nunca mandé al Caguamas y ni a ningún narco.

—¿Entonces qué, esos changuitos lo hicieron por su propia voluntad?

—¡Mátalo! —ordena la Señora de las Nieves, Minerva, la de los ojos zarcos.

—No le hagas caso, quién te dice si no es ella la que te mandó matar, o qué crees que te ayuda de gratis… aquí nadie hace nada de gratis, todos cobran.

—Ya no alegues, córtale lo que le queda de güevos… —exige Minerva.

El Diablo empuja la pistola contra la sien del Oscuro. Éste se hace hacia atrás, hacia la ventana. Minerva impaciente trata de quitarle la pistola al Diablo, pero éste con un manotazo la tira al suelo. El Oscuro ríe. Minerva empujada por el Diablo va a dar al suelo. El Oscuro aprovecha el descontrol para azuzar:

—Dile, Minerva, que tu socio es el Señor de los Cielos, y nada más lo estás usando para justificar lo que vendrá. Ah, qué Diablo, como siempre, si serás pendejo… —al decir esto el Oscuro se quita la levita de Juárez y salta por la ventana rompiendo los vidrios, es como un extraño animalito que se pega como lapa a los barrotes y luego se escurre entre ellos, desnudo, brinca a lo largo de la calle de Moneda.

—Pendejo, lo dejaste ir —dice Minerva al Diablo, quien asombrado se asoma a la calle por la ventana. La Negra jala a su hija y se dirige a la salida. Se escuchan disparos en el patio…

El Diablo observa receloso a Minerva, ella sonríe.

71

Noche, nueve doce…

Patio de Palacio Nacional: el Muerto pelea contra Saturno… Soldados y jóvenes miraban absortos el espectáculo. Saturno inmenso estrangula poco a poco al Muerto. No importa que el Muerto le haya sacado los ojos a Saturno y cortado la lengua y herido en la espalda con una navaja. Saturno conserva sus fuerzas intactas. Ahora débil, el Muerto yace como un niño azteca sacrificado en la Piedra del Sol, le quiebran el espinazo, Saturno con sus garras abre su vientre, saca los intestinos y los devora…

En el pasillo de los arcos aparece el Diablo, como alma que lleva el Diablo, al ver cómo su amigo es sacrificado por Saturno, grita desde el fondo de su alma desgraciada queriendo con ese impulso salvar al Muerto.

El Muerto con los ojos lánguidos deja escapar su alma.

El Diablo lo sabe y lo sabe Saturno.

El Diablo siente en el aire el último suspiro de Néstor, llora en sus adentros por la ingrata vida que tanto dolor da:

—Ay de aquel hijo de la chingada que le quita la vida a mi amigo, pues conmigo tendrá que pagar tributo. Tú, desgraciado Saturno, no tienes alma ni vísceras, me obligas a cicatrizar mi dolor con tu desgracia, por la ausencia que he de sufrir del amigo, que nunca veré, no oiré, no hay muchos como él, por eso me duele darme cuenta que ya no estará; y la vida así me parecerá todavía más dura, pues ya no está el cuate, el compa, el ñero para contarle mis penas y se ofrezca, dispuesto a rifarse la existencia, por el otro, por mí; es lo que a los hijos de la chingada nos hace hermanos, para no perder la dimensión del sufrimiento, para no acostumbramos al vacío, como tú, desgraciado ente, que gozas y ansias el placer, no de matar, sino de ver sufrir al que muere, para robarle soplos de vida, eres la lacra que se disfraza de justo y envenenas el uniforme, perviertes la aplicación de la ley y secuestras la mente y usas tu poder para joder, venos, he aquí a tu alrededor, a tus hijos, todos aunque tuvimos padres, tú nos engendraste, y constante nos haces a tu imagen y semejanza, por eso te tengo que chingar…

Saturno ruge y ríe con espantosas carcajadas que retumban en los muros de Palacio, es la carcajada del miedo eterno. El Comandante suelta tremendo manotazo sin poder golpear al Diablo, saca una pistola y dispara. Pero ahora parece que los dioses han escrito que el Diablo no debe morir, esquiva con habilidad los tiros. Se acerca a Saturno y a punta de puntapiés lo derriba.

Los soldados, como si hubieran recibido una orden de quién sabe quién, en fila, muy ordenados, se van retirando. Los granaderos al servicio de Saturno quieren entrar en acción pero la gente del Hipoloco, el Señor de los Pulques, de Diomedes, del Vampirín, el Señor de las Maravillas, se enfrentan a ellos, éstos al sentirse en desventaja dejan que en el patio suceda lo que tendrá que suceder.

72

Nueve quince, noche…

Bajando las escaleras de los aposentos de Juárez van Minerva, la Niña y la Negra.

—Vete, es lo mejor, no te despidas, qué no ves que estás haciendo mal obra con el Diablo… —le dice La Señora de las Tienditas a la Negra.

Ésta, sorprendida, no acierta a responder, piensa: «¿Y esta pinche vieja que trae? Nunca me ha tragado pero y ahora…».

—Cuánto quieres por irte, el Diablo hoy o mañana ya bailó con la fea… —sigue diciendo Minerva.

—¿Y a usted qué?, digo, se agradece que sea como una madre para el Diablo pero eso no le da derecho a querer distanciarnos. Yo sabré…

—Tú, si sigues de aferrada no vas a saber. Eres tan pendeja que no te das cuenta, al Diablo se lo va a llevar la chingada, está escrito, es su destino. Y si sigues con él a ti también; yo lo digo por tu hija, al rato se te vuelve aparecer otro Oscuro, la única manera de escapar del agandalle es que tu hija crezca y para eso pasarán años, vete… ten…

—Minerva le ofrece un fajo de billetes y boletos de avión…

—Esto te iba a dar el Oscuro, vete a tu país…

La Negra sin salir de su asombro recula, no quiere ni tan siquiera que la roce el dinero. Minerva insiste:

—Estás pendeja…

—No le voy a hacer el juego, no sé qué traiga usted, ya parece que el Oscuro me iba a dejar eso, yo a usted no le creo, a poco cree que no me di cuenta que usted le ayudó al Caguamas a ir por mi hija. Qué casualidad que cuando el Caguamas le dio el balazo al Diablo usted iba llegando, a mí no me engaña, son los mismos pero contrarios…

—Mamá, tengo miedo… —dice la Niña.

—Bueno, se te acabó tu chance… —Minerva saca un radio—. Entren por la Niña… —la Negra de un manotazo le tira el radio. Minerva se aleja de la Negra, no hace ningún intento por defenderse, es como si se elevara y viera a la Negra como a una vil mortal y ella no se dignara, como Diosa, pelearse con una mortal.

—Tú sabrás, Negra, pero será por las buenas o por las malas —y como si volara, se dirige a la siguiente entrada de Palacio, abre la puerta; un grupo de granaderos entra.

La Negra echa a correr con su Niña al patio… La Señora de las Tienditas alcanza a la Negra, de sus ropas saca un estilete, muy fino, se lo entierra a la Negra por la espalda, arriba de la cintura. La Negra sólo siente un pinchazo horrible, mientras voltea con la mano trata de quitarse el dolor, y busca qué le picó, no ve nada, sigue de prisa con su Niña.

Minerva sube las escaleras para dominar la acción.

Sabe que ahora sí tendrá que enfrentar al Diablo, el hijo que no tuvo, el hijo que tendrá que sacrificar…

73

Las nueve dieciséis, noche…

La plaza del Zócalo, como si las pirámides que yacen en el subsuelo hubieran emergido para ver la sangre correr… así la plaza quinientos años después es testigo de los ritos que ahí se suceden, las cabezas cortadas serán cráneos que formarán algún Tzompantli, el Tzompantli del Salón de los Espejos, el respetable adora las tradiciones, las raíces prehispánicas que les dan identidad, como Dioses que gustan de la vida exquisita.

Las tanquetas vigilantes buscan a sus víctimas. Los soldados listos para que nadie escape, la plaza apesta, hiede por la sangre que se va coagulando en el cemento, aquello era un camposanto con cuerpos cercenados.

Las campanas de la Catedral tañen a duelo.

El Palacio Nacional está rodeado por sus cuatro costados y los helicópteros sobrevuelan los edificios. Los que están dentro de Palacio no tienen manera de escapar: o sí, a través de la muerte.

74

Nueve quince, noche…

En el Patio Principal de Palacio, Saturno se mueve a sus anchas. El Comanche está ante uno de sus hijitos, a uno que engendró y alimentó, y es hijo del que no quiso saber, aquel que se negó a ser, que nunca se dejó tentar, por eso le molestaba ese tipo, que no sufrió contagio ni se puso oscuro, tan sólo verlo le producía vómito, no entendía por qué quería ser diferente, si todos le entraban al aro, si todos bebían de la misma agua, si todos se corrompían con singular entusiasmo y se dejaban modelar la mente; y a pesar de que muchos se hicieron de la boca chiquita, terminaron tiznándose por adentro. ¿Cómo un tipo iba a rectificar lo torcido?, era nadie ese radiotécnico, pero era un peligro, un ejemplo, siempre es delicado por eso y no porque no quisiera dar una mordida al inspector de vía pública, por eso le pusieron el dedo al Jefecito del Diablo. Y entró en acción Saturno, ordenó al Popochas y éste llegó junto al padre y al niño y sacó la pistola y la puso en la cabeza como si nada y disparó y se la guardó y caminó y desapareció bajo el manto protector de Saturno.

Fue cuando la Minerva y el Jefe del Diablo eran compadres y el Señor de los Cielos no era todavía Dios, y todos se tenían que ganar la deidad a pulso. Y Minerva tomó por su cuenta al niño, mientras su mamá trabajaba de costurera y se fue muriendo de pena, entonces Minerva se llevó al niño de la calle y le enseñó pum pum y ya está, le enseñó a oscurecer, a oler, a ser en la calle.

Por todo eso Saturno lo quiere devorar, comer, digerir y expulsar para que ya no sea. Minerva desde las alturas observa a Saturno y al Diablo.

Los guerreros de la noche con las manos negras, oscuras, saben que hasta aquí llegó el buen día. Se huelen.

Las bandas fieles al Diablo expectantes esperan la voz de atacar para rifársela ante los granaderos, no hay de otra, hay que salir de Palacio a punta de muertos.

La Negra y su hija se hunden en un rincón, mira al Diablo, el Diablo la mira, se cruzan sus sentimientos, se adoran.

El Diablo busca con la mirada el cuerpo del Muerto, está colgado sobre la fuente. Entonces el Diablo grita, es un grito intenso, que sale de la profundidad de su ser como si contuviera al universo, es un grito cargado de energía existencial, la que lo hace caminar, andar por la vida.

El sonido hiere los oídos de Saturno que ataca dando golpes con su pequeño lanza cohetes al cuerpo del Diablo, son secos, duros, pero chocan en los brazos que parecen de mármol…

Diomedes sin piedad golpea a un granadero tumbándole el casco protector, al verlo doblado le da un puntapié en la cabeza. Hipoloco vuela por los aires para enfrentar a los que quieren intervenir a favor de su jefe. Las huestes del Señor de las Maravillas forman una línea entre los granaderos y Saturno y el Diablo, impidiendo con fiereza que vayan en ayuda del Comanche. Si hace un rato en la plaza sintieron miedo ahora en el fragor de la contienda lo han perdido.

El Diablo resiste el abrazo de Saturno, y le agarra los testículos para que afloje la presión. Saturno lo muerde. El Diablo jala más fuerte los testículos. Saturno afloja, tan sólo para retomar más fuerzas. El Diablo casi le arranca los testículos, Saturno balbucea y comienza a vomitar. El Diablo cae al suelo. Saturno enceguecido tira golpes sin ton ni son… y sin ver.

Meón sin decir agua va, golpea al Diablo en la garganta. El Diablo se la agarra, Diomedes se balancea y trepa por la espalda del Meón, éste, inmenso, fuerte, se va de espaldas contra Diomedes. Vampirín le cae a Meón y lo muerde en el cuello, luego en la oreja, se la arranca. Ahora Meón sabe por qué al Señor de las Maravillas le dicen Vampirín. Meón se enfurece pero se entrega a la navaja del Señor de los Pulques, Hipoloco. Apenas saca la navaja del cuerpo de Meón, y ya vuela por los aires; Saturno los ha agarrado de las piernas; Hipoloco se estrella contra una de las columnas de los arcos, el Señor de los Pulques tendrá que buscar a su nagual para poder cruzar hacia el Mictlan, en paz descanse.

Los Apaches uno a uno son desollados por los Pránganas que han regresado apoyados por los Gandallas, los dirige un Gandul.

Juan, el Guadalupano, y un grupo de Milpa Alta se atreven a enfrentar a éstos y a los Pelafustanes, la lucha es cuerpo a cuerpo, aunque de repente se oye un disparo o vuela una cabeza.

—Va, cabrón, ahora sí muy gallito… —Juan, retador, se lo dice al Gandul que sonríe amparado en el poder de la Señora de los Tianguis, saca una pistola y le atraviesa el ojo derecho a Juan. Sigue riendo, Juan cae al suelo, no siente ya cuando es pisoteado por los demás aguerridos, ahí queda el encomendado a la Virgen de Guadalupe; pero sus carnales Guadalupanos no perdonan, el Gandul es el siguiente en caer y ser pisoteado en las escaleras frente al mural de Diego Rivera.

De pronto un grito:

—Ayyy.

Es la Negra que ve cómo el Diablo es lanzado por Saturno contra las escaleras, y que rijoso y sanguinario no quiere perder la presa.

El Diablo cae de espaldas sobre los filos de los escalones, siente su cuerpo paralizado, quiere moverse, pero rueda sin control, desmadejado, Saturno lo patea con placer. La Negra cae sobre las espaldas de Saturno, lleva un machete, pero con gran facilidad se la sacude, el machete cae cerca del Diablo, su cuerpo adormecido comienza a reaccionar, toma el machete y lo lanza con furiosa fuerza contra Saturno, el machete le da en la cara, lo tambalea; pero no lo tira, está aturdido, el Diablo vuelve a recoger el machete, le va a cortar la cabeza, la Negra le dice que no:

—No, la cabeza no, vuelve a revivir…

Minerva, envuelta en los polvos de la cruenta batalla, desciende por las escaleras y le dice al Diablo…

—Córtale los güevos, sin güevos se acabó la rabia, solito buscará el cementerio…

El Diablo, obediente, se los toma y con fuerza desmedida los corta. Saturno pega un grito aterrador, de su boca saltan corazones y tripas, vomita y se encoge.

Minerva a lo lejos mira de reojo a la Negra, revisándola, se aleja.

Doña Junito ve con horror el sufrimiento de Saturno, a una señal pide a lo que queda de sus huestes se retiren del campo de batalla: Gandules, Pránganas, Gandallas, Calaveras, Caramelos, espantados abandonan la refriega, son ratas o conejos que saltan entre los cuerpos para huir, una enorme bola de smog rueda por todo el edificio impidiendo la visibilidad, sólo se escucha el paso marcial de los soldados que salen del edificio. Saturno envuelto en esa nube desaparece. Minerva ríe. El Diablo, la Negra y la Niña rodean el cuerpo del Muerto, lo bajan de la fuente y lo depositan en el suelo, ordena el Diablo que levanten las losas que hay alrededor de la fuente, encuentra otra entrada a los subterráneos, es un hueco en el suelo, un hueco tan grande como para que por ahí resbale el Muerto. La Negra se soba donde sintió el piquete, no te das cuenta de la manchita de sangre en tu ropa. Minerva se acerca al Diablo, mirando con desdén a la Negra:

—Hasta aquí llegué contigo hijo, ya hice lo que tenía que hacer, ahora tú sabes…

—Ya lo sé, cada quien para su santo… Ya ganaste, ya te vas, ya no te sirvo.

—Sí me sirves, un cabrón como tú siempre nos sirve; pero así es la vida, hay que decidir: o uno o los otros. Y de que te chinguen a ti a que me chinguen a mí, pues lo correcto es a ti, lo importante es saber negociar con los del Más Arriba, los que mandan en verdad, uno es inmortal porque sabe con quién transar…

En ese momento por la puerta Mariana entran una pareja de judiciales con pistola en mano; Minerva se va, desaparece, ellos, los tres, corren hacia las escaleras… Diomedes con un par de botellas con gasolina y estopa se rehace de la golpiza, saca una cajita de cerillos enciende uno y prende fuego a la estopa de las botellas, espera a que se avive el fuego, la Negra muy débil abraza al Diablo y la Niña, el Diablo la observa extrañado, le da un beso y le pregunta:

—Qué te pasa, mi Negrita… Y tú siempre muy valiente aguantaste tu cansancio.

—Nada, vamos…

Se ponen a salvo.

Los dos judas no se atreven a seguir, desenfundan sus pistolas.

Diomedes como si fuera beisbolista lanza las botellas hacia el motor del trailer.

Los judas tratan de hacerse hacia atrás; de inmediato las flamas se elevan.

Los cuatro, el Diablo, la Negra, la Niña y Diomedes corren escaleras arriba. Pum.

Por los aires vuelan dos pistolas que se disparan sin ton ni son.

75

Las diez de la noche

Azotea del Palacio Nacional, del patio sigue subiendo el humo. El Diablo, tiznado, se asoma a la plaza, ve las ambulancias recoger cadáveres, al ejército vigilante, los granaderos cerrando el paso, todos los demás han desaparecido. La Negra, muy pálida, le cuesta trabajo moverse, se asoma.

Negrita, ves desolación, lloras, tu hija te busca, te abraza, en su manita siente un hilito cálido, ve su mano, ve la sangre, se espanta:

—Mamá te está saliendo sangre…

—De dónde… —la Niña le enseña la sangre—. Aquí atrás —le señala la parte baja de su espalda. Negra, te tocas, Negrita, te da pavor, ves tu sangre.

Diomedes se talla los ojos:

—Estuvo cabronsísimo esto… No nos van a dejar salir vivos, ¿qué vamos a hacer Diablo?

La Negra escucha y sonríe, besa a su hijita. Así eras Negrita, muy cabrona, no dijiste nada.

—Era lo que querían los del Más Arriba, un megadesmadre, para jugar su ajedrez, somos bien pendejos, ni de eso nos dimos cuenta —ve a la Negra desfalleciente. Ésta, tú, Negrita alzas tu mano manchada de sangre.

Diablo ves tu mano y corres hacia ella. Qué desesperación:

—Cómo fue Negrita —revisa su espalda.

—¿Quién te dio este piquete?

—No sé, de repente sentí, pero no pensé… Te acuerdas Negrita, de las recomendaciones de Minerva…

—Sólo Minerva se me acercó.

El Diablo la mira con preocupaciones:

—¿Te dijo algo…?

—No, nada —te niegas a decirle todo, Negrita, no sabes porqué, pero no crees que sea necesario. Tienes sed.

Y el Diablo, sí Diablito, te duele ver a tu mujer herida, te das cuenta de que estás embarcado, entrampado por Minerva y los Dioses, ellos siempre serán los ganones. Ves la plaza, respiras, cargas a la Niña en tus hombros, con un brazo levantas a la Negra, Diomedes te quita a la Niña para cargarla, agarras a tu vieja con harto cariño, la Negra te dice:

—Va entrar el ejército, se están preparando…

—Qué hacemos Diablo… —pregunta Diomedes.

No contestas, Diablo, tú ahora en tu miedo te aclaras las cosas, te jode ver a tu cuate muerto para nada, te jode ver a la Negra herida, sin saber qué hacer, la hueles y te das cuenta que el piquete hizo daño allá adentro de la Negrita, la besas, la sientes fría, ves las ambulancias detrás de los granaderos, miras al patio y ves a los Tepiteños destripados por la explosión, sientes cómo desfallece tu mujer querida, se está poniendo cada vez más fría, sonríes con amargura al acordarte de Minerva, piensas: de nada sirve tanto muerto, tanta sangre, nada cambia, todo sigue igual… ¿Lloras?

76

Las doce de la noche

En las entrañas de la tierra el Diablo, Diomedes, la Niña y la Negra se ocultan, están frente al subterráneo que se divide en dos caminos, piensas, te dices como Minerva, que el problema de la vida es que siempre estás tomando decisiones. Y decides ante las miradas de Diomedes, la Niña, y te das cuenta Diablito, que la Negra se está yendo, y sientes impotencia de no poder detener la exhalación de la Negra, su cuerpo se desmadeja, lloras, Diablo, lloras, escoges el camino que lleva al cerro del Peñón.

Al comenzar a caminarlo, tomas por la cintura a la Negra desmadejada, pasas su brazo derecho por tu cuello, así la sujetas y caminan; te das cuenta que este subterráneo es más amplio y más alto y menos asfixiante, quisieras tirarte aquí y dormir, enterrarte en esa pirámide, para dormir; duele, Diablo, claro que duele, piensas, y en ese pensar recuerdas a tu padre, al jodido Jefecito, tenía razón, la violencia es una telaraña para el débil, lloras como aquel chavo que ve cómo su padre se dobla y se le va la vida, aprietas la mano helada de la Negra, ay, Diablo, qué vas a hacer, piensas y reconoces los güevotes que tenía tu Jefecito, se necesitan bien grandotes para querer vivir como él.

Te sientes cansado. Jalas el cuerpo de tu vieja. No quieres que la Niña se dé cuenta. Ves a Diomedes ir por delante llevando a la Niña. Ay. Cómo te duelen los güevos.

Y no sabes si saldrán de aquí.

Cargas en tu espalda a la Negra, lleva colgados sus brazos en tus hombros, la arrastras, quieres que camine y sabes que no puede, la abrazas, la besas, es tu Negrita linda y querida.

—Diablo —te dice Diomedes—, hay que seguir.

Dices que sí con un movimiento de tu cabeza, muy cansado caminas arrastrando a tu mujer, fría, fría…

Te duele todo, hasta el alma.