1
Madrugada…
Ella en cuerpo y alma está ahí. Él la huele, aspira la emanación de la humedad del vello púbico, llega en oleadas pequeñas, suaves, son las huellas del deseo satisfecho…
Él percibe en la oscuridad la acompasada respiración del cuerpo, un cuerpo abandonado en el sueño, su presencia lo relaja, lo invita a refugiarse en sus pensamientos: ve retazos oscuros y pesados, trozos humosos, son las sombras; piensa, lleva el mal, el mal poseyendo su voluntad, acepta su cobijo, intuye cómo su cuerpo se va ennegreciendo, a cada tanto de cada acción límite… Duerme…
¡Se espanta! Tiembla. Tiene frío. Se inquieta. Lucha. Sufre. El asco lo invade. Quiere olvidar. Se ahogan. La figura de su padre lo enfrenta: «Pórtate bien hijo, respeta la ley, tarde que temprano termina por protegernos, nada ganas con ser malo, eso quieren para que no te asombres si los otros no la respetan». Tú ves al niño que fuiste, ocho años, morro, escuincle, piel blanca, pelo lacio, castaño, ojos color miel, a punto de ser verdes, rostro infantil enrojecido, has tomado una naranja del puesto, la escondes en tu mano, nervioso juegas con ella. Tu papá te descubre: «Ve a dejarla de donde la tomaste». Observas la fruta con antojo, obediente, caminas al puesto de frutas y la regresas. De pronto, recibes un manazo en la cabeza, y esta recriminación: «Pinche escuincle ratero». El que recrimina es el dueño de las naranjas. El papá enfrenta al dueño, éste pide ayuda a un policía. El papá le explica al policía la situación. El dueño no cree, acusa al papá de explotar al niño. El policía se lleva al papá. En el camino, el policía le pide dinero para no llevarlo a la delegación de policía. El papá se niega. El papá está ocho meses en la cárcel. Cuando sale enfrenta al niño: «Es la corrupción, hijo, no dejes que te contagie, aunque te pasen cosas así». Pero para el niño la lección práctica es así: con dinero baila la ley y si no la haces bailar te vas a ladrar a la cárcel.
Tú, esta noche, tienes ganas de llorar por el recuerdo de tu padre, te acercas al otro cuerpo, el de tu mujer, lo hueles, es el dulce aroma de «lo tuyo», lo único tuyo, no es la posesión, es la creencia que da el sentimiento de querer y ser querido.
«Los cuerpos se huelen antes de tocarse», en eso profundizas: en el oler y oler a los otros vas desarrollando tu sentido del olfato: oler, aspirar, distinguir: el olor del miedo del olor de la ansiedad; el ligero aroma de la ternura del denso aroma del odio: «Oliendo y oliéndolos sé quién es quién…», lo murmuras como si fuera una gota de sabiduría.
Tú lo aprendiste en la calle, saber andar a las vivas, flotar en la oscuridad, moverte ligerito, suavecito. Al llegue; respirar al otro, sin la deformación de los olores ambientales, conoces el neto olor del hombre, por eso: siempre oler, no confiar en las miradas, ni en las palabras: ¡ésas son puras fintas!
En cambio los olores no engañan, delatan, aun envueltos en perfumes o lociones, siempre en la espesura prevalece el olor natural: el hediondo olor de la existencia.
A tus casi 30 años de edad sabes medir al sujeto: ni más hediondo ni menos puro, es lo que es su olor, no hay de otra.
En esto de vivir y contar los días, uno a uno, lo único que tienes claro es tu instinto, y lo dices: ¡cuates, sólo los güevos, y nunca se tocan! Te los tocas, uno un poco más grande que el otro; y cada quien ocupa su espacio, nada de engaños: juntos pero no revueltos, ¿iguales?, ¡mis güevos!
La oscuridad es absoluta en el cuarto, ni una hebra de luz asoma por la ventana, tajante lo impiden los cortinajes pesados, comunes, en los cuartos de hotel de paso, miras hacia donde crees está la puerta, y sólo recorres el mundo de lo oscuro; da lo mismo tener los ojos cerrados o abiertos, siempre se encuentra a la oscura soledad.
Tú, consciente del movimiento de tus ojos, de su parpadeo, sólo ves oscuridad: oscuros variados, humosos, densos, pétreos, oxigenados: abajo, arriba, a los lados, en medio, nada cambia, es bruma sin colores; no quieres encender la lámpara del buró, sabes que la luz te hiere, mucho más que el dolor de la herida. Ay, el dolor del alma, mi buen.
Así, libre, puedes flotar, desnudarte, extender tus brazos, tus piernas, cerrar tus ojos y verte, tal cual, ¡nada puede pasarte! ¡Eres Aquiles en el barrio! ¡Ulises en el arrecife de la esquina! ¡Cacama entre los macehuales!
Te sabes poderoso, descendiente de dioses.
Tú tienes el poder de decidir si enciendes o no la lámpara, ¡y te das cuenta, no deseas encender la veladora del San Juditas Tadeo, la de tu mujer!
El cuarto es tu pozo, tu foso, quieres mover tu mano derecha, la tienes sobre tus güevos, siempre lo haces cuando te acurrucas, ahora prefieres no moverte: no deseas emanar el olor que contiene tu cuerpo, lástima, bien lo sabes, es el olor del miedo refundido, el vil y culero miedo que te hace ligerito, ansioso, movido, despierto… ¿dormitas, cabrón, papá…?
El sube y baja lento, acompasado, de tu respiración, aleja tu angustia, te incita a moverte, la necesidad de la acción, una vez sí y otra también. No hay más.
En lugar de sentirte aquel, el de temer, te dejas hundir en un oscuro remolino; no quieres tocarte la herida; sabes, sientes te escurre un hilillo de sangre, cálido, dulce… te querían ensartar.
Te ha pasado antes: una vez tuviste una herida cerca del hombro, otra en la pierna, profunda; imaginas en la oscuridad dibujando con tus dedos la ruta del picahielo, recuerdas; una línea breve, en un costado, el derecho, la herida es de entrada por salida, te has puesto un trapo, no quieres oprimirte, es un piquete de los que arden cuando entran sin escarbar y salen igual.
Arde, piensas, el ardor lo provocó el frío del metal, lo sabes por experiencia propia: no más dolor, sólo el piquete inocuo; quieres seguir acurrucado del lado izquierdo, mueves la mano de tus güevos, la pones en medio de tus rodillas, piensas: «Lo hecho: hecho está», no hay remordimientos, alguien lo mandó, pero topó con fierro, es otro el sentimiento, el mismo que se ausenta y regresa: el miedo puro, insolente, recorriéndote, no temes a algo en particular, es el miedo que te habita desde niño, esa cosa oscura que pigmenta tu piel.
Recuerdas, como desde muchachito, a poco a poquito lo oscuro ha ido invandiendo tu cuello, inexorable, lento, va cubriendo tu cuerpo, tu pelo castaño, ahora es oscuro; antes cuando platicabas del antiguo color blanco de tu piel, la Negra se reía, te besaba y susurraba: «Amor, desde que te conozco tienes la piel prieta».
Ahora, la Negra, lo sabe: hay días en que tienes la piel casi negra y otras muy blanca. Lo dice preocupada, achaca esos cambios de tonalidad de tu piel al nervio, el estrés, pero sonríes y contestas irónico: «Sí, porque soy como el Señor del Veneno…»
La Negra bien sabe a qué te refieres; cuando andan en la calle y tienen calor se refugian en la penumbra catedralicia de muros frescos y le cuentas lo que te contó tu papá sobre el Cristo Negro:
«Dice la leyenda que hubo un fiel Caballero devoto de un hermoso Cristo, hijo, que está en la Catedral Metropolitana; todas las mañanas llegaba a la Catedral a rezarle, al terminar invariablemente besaba los pies de la estatua. Pero un día un hombre que guardaba un rencor asesino hacia el Caballero esparce sobre los pies del Cristo un polvo venenoso, así, cuando el fervoroso Caballero besara los pies del Cristo se envenenaría. Pero, cosas de no creerse, el Cristo para evitar que su fiel creyente tocara con sus labios el veneno, lo absorbe y salva al Caballero, pero al paso de los días el cuerpo del Cristo que era blanco va oscureciendo hasta ser negro como ahora, por eso es que a este Cristo Negro se le llama: el Señor del Veneno…». Ríes de acordarte, tu papá sabía mucho de todas estas cosas, la gente que lo recuerda dice que era muy inteligente y muy leído.
La cama del cuarto de hotel lo ata al mundo.
Los ruidos de allá afuera reptan hasta su nido… Son los gritos de asombro de los hombres de la calle: meseros y borrachos violentan tu estar. La inquietud de tu mujer la percibes, la hueles. ¿Ella sueña? Te preguntas.
Captas las risas de la calle: imaginas a los meseros que quieren calmar a los ebrios, imaginas la escena: los hombres de camisa blanca y corbata de moño roja quieren apaciguar el miedo de los clientes. Ellos, los clientes, miran y son arrinconados, son morbo y miedo, algunos hombres se quedan mudos y otros regresan al cabaret, al abrir la puerta dejan escapar la música de la orquesta, viejas canciones de amor ultrajado…
Tú sonríes en la oscuridad, no te justificas, siempre tiene un pequeño hueco para ese dejo de fatalidad: «Ya le tocaba al mono ese; si no estaría vivo».
Te sobresaltas, te despabilas, por las escaleras del pasillo se escucha un taconeo, llega hasta a ti una risita de hombre; la sirena de la patrulla arriba al primer plano de tu atención, imaginas los fulgores de las torretas luego… la calle, te parece, recobra el silencio, aguzas tu oído, escuchas el mecanismo del semáforo de la esquina cuando se produce el cambio de luces, el ronroneo te seduce, tu vigilia se deshace como una forma en las sombras: escuchas extraños sonidos familiares: la risa de tu mamá, la risa está en todas partes, como si te dilataras, vas a gatas, eres un niño, flotas. Sabes que estás dormido, te dejas llevar por las imágenes para interpretar el oráculo.
De pronto, escuchas el ¡pla! como un choque de bolas de billar haciendo carambola. Te espanta el ruido, quieres recular. La risa del portero del cabaret te saca de ese mundo de imágenes, del cuarto de hotel y te lleva a la calle del antro, te arroja al olor del carrito del vendedor de hot-dogs, tienes hambre…
¿Y tu mujer?, la hueles, está a tu lado, una inmensa ternura brota de ti, ella se mueve con trabajos, lentamente, tu nariz husmea su espalda, te gusta recorrer su cuello, hundir tu nariz en el nacimiento de su cabellera, una cabellera abundante, ondulada, larga, entonces aspiras la mostaza y la mayonesa y la catsup y los chiles en vinagre y el aguacate y el jitomate y te ríes travieso…
—¿De qué te ríe’, loco…? —pregunta la mujer entre sueños. La abrazas con amor y le contestas al oído:
—De nada, tengo un chingo de hambre…
Ella se voltea, te besa y susurra:
—Yo tambié’ pero mejó’ no’ aguantamo’ hasta mañanita…
—Te quiero mucho… —le dices y la besas, ella se ríe agudo, contenida y tú le confiesas:
—Eres mía, Negra…
Los abrazos y los besos son intensos, juntan sus cuerpos desnudos.
De la calle reaparecen voces inquietas, se escuchan hasta el cuarto:
—¿Quién fue?
—Sabe Dios.
Aunque todos lo saben.
Ellos, tú y ella, se siguen besando, incansables; escuchan las voces que se agolpan:
—¿Y el ese mono de dónde era?
—Del norte, botudo y sombrerudo, como dijo el Oscuro…
Ella y tú se tocan, se aman, son el uno para el otro, por supuesto, ellos saben de quiénes son esas voces:
—El mono llegó desde tempranito al cabaret, sabía lo que buscaba… Y lo encontró.
—Le ganaron limpio, iba a ensartar y lo ensartaron…
El sonido de las sirenas de la ambulancia y las patrullas inundan tu cuarto, ustedes sin decirse nada, piensan: «Llegaron por el difuntito».
2
Mañana…
El sol de invierno, a las doce del día, quema a los leones de cantera, se asoman en las cornisas de los edificios viejos; las virgencitas se resguardan en los nichos de las esquina, ángeles esculpidos, cacarizos (por la caca de las palomas), revolotean alrededor denunciando el paso del tiempo, la cantera gris da forma a pendones y heráldicas; en los zaguanes los portones de madera arrojan al paso de los enamorados sus retablos labrados; ellos, los enamorados, gozan caminar bajo la sombra de los edificios.
Los puestos tubulares del comercio callejero levantados sobre las guarniciones de las banquetas se asoman al paso lento de los coches; ellos, él y la Negra, pasan por atrás, pegados al tezontle y la cantera; se abrazan, ríen, no llevan prisa.
Él lleva una camiseta oscura sin mangas, encima una camisola de piel, desabotonada, suelta, por fuera, pantalones amplios, de mezclilla cruda, azul fuerte, tenis de piel, ligeros, gorra de los Pumas, el equipo de futbol de la Universidad; es alto, en su cuello ostenta una medalla de oro con la Virgen de Guadalupe, la cadena es gruesa; va a cumplir los treinta.
Él se sabe un Dios.
A él le gusta aspirar el olor de la piedra de tezontle, su porosidad lo atrae, huele a viejo y frío, piensa y aspira esas piedras rasposas de tonalidades sangrientas, costrosas: le recuerda su herida, por instinto quiere tocarse, se contiene, aprieta con más fuerza la mano de ella, la Negra, su vieja.
Ella a sus 27 años, un poco alta, espigada, de formas bien marcadas, viste pantalón a la cadera, arete en el ombligo, camiseta ajustada, vientre no plano sino con ligera curva sensual, senos agresivos, los hombros los tiene pecosos, gusta de usar zapatos gruesos, altos, para levantar el porte al caminar; en el nacimiento de su delgada espalda muestra un bello tatuaje, es una serpiente multicolor, se asoma sobre sus nalgas un poco planas, son un engaño porque desnudas tienen forma; su larga cabellera negra es abundante, ensortijada, aunque a veces la alisa; a su paso llama la atención de los hombres; sus ojos negros, como capulines, grandes, árabes, van vigilantes, tienen un dejo de nostalgia; su rostro es moreno por el sol, las líneas de sus facciones armonizan perfecto, es hermosa.
Ella siente un apretoncito en su mano, sonríe, busca la mirada de él; la encuentra, se miran, apuran el paso, bajan al arroyo de la calle, con habilidad enfrentan un mar de sudores embravecido:
Miles de rostros perlados, como lágrimas de la Virgen del Sagrado Corazón de Jesús, gritan, venden, compran, a ras del suelo; es lucha desesperada por mitigar el hambre y conservar la vida.
Los autos avanzan a vuelta de rueda, por largos minutos, forman una procesión, la gente en su desmesura rebasa los autos, los esquiva o los sepulta como hormigas trepando al hormiguero.
A él, el olor de la calle le devuelve la frialdad gris de la cantera, la viveza y la conexión con el nervio. Es el olor que envuelve todos los olores: un olor seco, polvoso, huele a ceniza de carbón con elotes asados en bracero, es diestro en separar un olor de otro, percibe el olor de la ceniza primero y encima el del elote, su memoria sabe de ello, son los olores de su adolescencia:
Él se ve asimismo chavito, muchachito, apenas viéndole el rostro a la vida; está en la esquina oliendo el vapor de los granos de maíz hervido con rajas y salecita en el bote de lámina, la señora los sirve en vasos de unicel: ¡son los esquites espolvoreados con chile piquín y bañados con jugo de limón!, junto a esos olores llegan las imágenes de la señora enrebozada y la de su jefe: su papito querido.
El padre está con un brazo sobre los hombros de su hijo. Y él, el muchacho, sonriendo, sintiéndose protegido por el papá. Su jefecito lo mira orgulloso, vienen del examen que hizo para entrar a la Escuela Preparatoria, está seguro que tú lo pasaste, de ahí el orgullo, porque sabe que si entras a la Universidad, sales de la calle, no quiere verte ahí, burlando a la ley para sobrevivir; también sabe que de sastre, como él, terminarás vendiendo pantalones chinos en la calle o vendiendo droga, por eso no se cansa de ir a la delegación de policía y denunciar las cosas; pero tú, lo sabes, eso no sirve, y ese día un poco más tarde fue cuando te enteraste, él te está sonriendo con cariño. Es esa sonrisa fatal que no se borra en tu mente: el descuido de tu jefe por estarte viendo, ya se los habían advertido y andaban a las vivas, pero la de malas, el destino fatal se cumple, sientes que fue por tu culpa, por tu grandísima culpa, por ver al pinche escuincle que era su hijo, su chiquillo, carajo, la de malas, chingao, por querer conectar su mirada con la de su hijo, ¡que la rechingada!, no escuchó al otro, decir: ¡te chingaste, no quisiste el billete pues ten tus balas!, fue un susurro, apenas si pudiste entenderlo, tu papá sólo contestó: ¿cómo? ¡Y de pronto: pum pum…!
¡Tu viejo se dobla sobre él mismo! Ves la cabeza de tu jefe que se cuelga y lento va deslizándose al suelo.
¡Chinguen a su madre, ay, Dios Santo!
Tu padre, el cuerpo de tu padre, está a tus pies, cabrón, qué mal pedo. A los pies del chavito. Tú en la inmensa soledad de tu ser, no sabes si llorar o qué pedo.
Aciertas a inclinarte en medio de un remolino de sombras.
Dos balazos ves en la cabeza.
Dos orificios profundos en la nuca.
Observas cómo empiezan a brotar Millos de sangre detrás de la oreja.
No lloras. ¡Ni madre! No lloras. Un mundo de gente te rodea.
Como ahora, la gente, la gente como oleadas presurosas que se alzan, se alargan, se acortan. Tú por instinto observas a tu alrededor, te detienen, proteges a la Negra, tu vieja, la tuya:
—Espérate, déjame descansar…
Le dices, recargas tu espalda en las piedras rojas, te gusta sentirlas, olerías, añejas, secas. Te sientas sobre una cabeza humana esculpida en piedra, está empotrada en la base del edificio antiguo…
—¿Te siente’ ma’?
Ella pregunta con un acento parecido al de los jarochos, al de los del puerto de Veracruz, aunque ese acento sólo aparece cuando se pone cachonda. Ella aunque es salvadoreña se hace pasar por veracruzana, está ilegal en el país.
Tú le contestas a la Negra negando con tu cabeza.
Ella sabe adaptarse fácil a la situación, te mira con amor desmedido, te abraza, te da besos en el cuello, tú en medio de la pasión tratas de ver entre los vendedores, te dejas querer, no pierdes de vista el movimiento de la gente, es tu costumbre, tu rutina: revisar al paso sin dejar de hacer otras cosas, la gente intensa ejerce el comercio informal en estas calles viejas de los aztecas.
Detenidos en la esquina, ella te adora, te construye un altarcito a cada abrazo, como los nichos religiosos de los viejos edificios novohispanos y te pregunta:
—¿Te lastimo?
Tú, como Pedro, vuelves a negar el dolor, con tu cabeza, observas, te cercioras de lo que ya sabes: ¡los miran!, a los dos, te gusta darte cuenta que la gente piense que se quieren, entonces hueles, te llega un olor, lo hueles con fruición, es una oleada breve, como una brisa ácida, tu memoria ordena:
—Vámonos, estamos muy a la vista de cualquier hijo de la chingada…
Se escurren como si se prolongaran en la pared de rojo y gris… Ella inquisidora mira a la gente, te comparte sus dudas:
—Nadie dice nada…
Siguen su camino semejantes a la pared, al llegar a la contraesquina de Palacio Nacional, un mar de brazos y piernas los devuelve al medio del cauce, se dejan guiar entre los gritos y los empujones, van como en una tormenta en alta mar: los atraviesan, los abandonan y al ratito las olas regresan más altas y los vuelven a avasallar, no luchan, dejan que la gente los cobije, a pesar de eso, tú nunca pierdes el sentido de la ubicación, se pegan al costado de una camioneta pick-up cargada de rollos de telas, la camioneta no puede avanzar, se detiene, los ríos de gente sumergen al vehículo.
En la esquina de la Soledad y Correo Mayor, exacto, frente al hermético portón trasero de Palacio Nacional, un hombre asoma su cara, es un rostro duro, 40 años, o un poco más, cacarizo, nariz chata, casi una pelota sobre su boca, sus labios gruesos, las cejas tupidas, su cabello es un manojo de pelo oscuro, grueso, quebrado; los ojos muy juntos dan la sensación de estar concentrados, siguiéndolos, su cuerpo es robusto y su panza prominente, es chaparrón el cabrón.
Tú ves a un coreano parado en su negocio de pants de la NFL observando al Cacarizo.
Hueles al Cacarizo desde lejos. Percibes al coreano que te observa. Tratas de seguir al Cacarizo con el rabillo de tu ojo izquierdo. Hábil jalas a la Negra para rodear la trompa de la camioneta. Están a la misma altura del que te acecha, en aceras diferentes. Hasta ti llega el olor ácido, penetrante. Te pones delante de ella tratando de ocultarla. Tu corazón se acelera, te agachas un poco tratando de desvanecerte entre la gente. Ella hace lo mismo sin preguntar. Los dos tratan de darse tranquilidad. Ella relaja su cuerpo, sus ojos avispados miden tu tensión. Tú desparramas tu mirada en los alrededores, quieres captar con claridad la presencia del Cacarizo, lo has perdido, lo recobras: está ahí, un poco agachado, en la bocacalle de la Soledad, en la esquina con Academia, en el edificio del nicho de la Virgen de Guadalupe. Elías el Libanés se encuentra a la entrada de su negocio de telas, miras pasar la gente, a un rabino de traje oscuro y barba crecida con biblia debajo del brazo. Tú quieres estar seguro si trae cola el Cacarizo, no te vaya a estar poniendo un cuatro para que otro te cace, con la vista revisas del negocio del Coreano al negocio de Elías… Escuchas.
Un zumbido feroz cruza el aire. Zzzzzz. Pum.
¡El ambiente huele a pólvora y polvo!
Le parece que la bala rebota sobre la piedra de tezontle, no ha sido atrapada por la porosidad.
Él reacciona como Bruce Willis en la película Die Hard (la ha visto al menos diez veces), pela los ojos y hace la nariz como el actor, parece que aspira con fuerza, obliga a la Negra a que se arrodille, caminan en cuclillas, rápido…
Él busca al tipo de la esquina, estira el cuello por encima del motor de la pick-up, como un gato sentado en sus patas traseras, la máquina resopla en su cabeza. Los rostros de la muchedumbre pasan como una exhalación, llevan el miedo en los ojos. Los macheteros de la camioneta se hunden entre los rollos de las telas. El chofer se sume en el asiento, se arrastra hacia la puerta contraria para abrirla, quiere bajarse, la abre, las piernas le tiemblan, salta, choca contra la puerta que rebotada se cierra de nuevo.
Él de una patada empuja la puerta desde afuera, no se abre.
Un comerciante gordo, amplio de nalgas, está sentado en un banquito adentro de su puesto, lleva puesta una chamarra de la NFL, ríe nervioso, al verlos se escabulle al fondo para embarrarse contra la pared, tiene un ojo al gato, su negocio —no le fueran a ganar con algunas prendas—, y otro al garabato: los baleados; los mira y les grita de cuates:
—Los están cazando desde la esquina, mi buen…
El Gordo desaparece tras el lienzo de plástico azul, que simula la pared del puesto, de pronto, asoma una mano regordeta, tentalea el aire, hasta tocar un costal de lona azul, es su mercancía, lo jala…
Resuena otro disparo. Pum. Zzzzzz.
Empujas a tu mujer debajo del puesto del Gordo, la obligas a sumirse acostada entre los tubos de la estructura del puesto.
—Aguántame, no te muevas.
Ella concede, se rueda más adentro del puesto, su frente topa con los gruesos zapatos del Gordo nervioso, tiemblan.
Tú caminas agachado rodeando la camioneta hacia la acera contraria, corres como conejo, saltas de promontorio en promontorio, eludes con rapidez los bultos, llegas cerca de la esquina, te tiras como perro callejero debajo de otro puesto, en tu mente ubicas tu referencia: ¡el nicho!, asomas la cabeza como un perico por entre los plásticos y los cordeles, hueles, buscas al Cacarizo en la esquina: ¡sus miradas chocan!
El Cacarizo como un tejón te apunta con una pistola, le tiembla la mano, dispara, la bala rebota en el suelo. Tú no te mueves, estás asombrado como un venado: al Cacarizo le tembló la mano. Mmmm. Pas, pas, pas.
Te buscas lo tuyo en la bolsa del pantalón, cuando tienes la pistola en la mano, con habilidad buscas apuntar hacia el Cacarizo, no lo encuentras con la vista, ves el nicho, a la Virgencita, no está, ahora sientes miedo, tu miedo, el que te hace ser, tu corazón brincotea, la boca se te seca, así te gusta sentirte, te das vuelta apuntando, tropiezas con los cordeles del puesto, no ves nada, respiras, hueles: el olor ha desaparecido, te levantas en medio de la soledad de tu miedo, los puestos están vacíos, un perro pequeño, un escuincle cruzado con perro callejero salta al fondo de un puesto, lo rebotan los seres que están escondidos ahí, el perro sale volando, aúlla en los aires. Tú corres con la pistola en la mano a lo profundo de la calle de la Soledad, como si fueras a perseguir al perro, llegas a la esquina de Academia, la revisas, volteas hacia la calle antigua, la de la Machincuepa, hoy de la Soledad, tu mirada va de puerta a puerta, quicio a quicio, accesoria a accesoria, sólo ves una banqueta ancha y ajena, levantas todavía más la vista, en el horizonte descubres al fondo la iglesia de la Soledad y el empedrado moderno de la ciudad antigua, ¡no está! ¡no está, el cabrón! Puf.
Ha huido el Cacarizo como una lombriz. Respiras y hueles, percibes la humedad de su propio sudor. Chin.
La gente sale, como las hormigas del hormiguero, lento, pero de prisa, laboriosas, se reanuda el ajetreo cotidiano, se multiplican los gritos y el olor de la venta y compra.
—Bara bara, morenita…
Tú, en medio de la calle, revisas palmo a palmo lo que la vista alcanza a ver, la gente te rodea, no quieren tocarte, no sabes bien a bien si es por miedo o por admiración, saben de tu leyenda. Te das la media vuelta para regresar con la Negra, le chiflas.
Ella sale rodando debajo del puesto al escuchar el silbido, sin levantarse, en medio de la calle, tendida entre el andar de la gente, alza la cabeza, mira hacia la esquina, te ve venir con la pistola en la mano, te ve detenerte, debajo del nicho de cantera que contiene a la Virgen de Guadalupe, te ve bajar el brazo y pegar la pistola a tu pierna, en un efecto visual le parece que el ángel esculpido, tosco, casi indígena, vuela por encima de la Virgen y piensa que el angelito se está posando no sobre la Virgen sino sobre ti, como si quisiera protegerte, se persigna: «Por la señal de la Santa Cruz…».
Tú caminas en dirección a ella, tratas de ser discreto, has metido la pistola en la bolsa amplia de tu pantalón. Ella se levanta y corre hacia ti, te abraza, pregunta inquieta:
—¿Quién era?
—¡Tu esposo, el Cacarizo!
—¡Pinche cobarde, sólo por la espalda! Sonríes. Ella mira hacia arriba donde se encuentra el nicho con la virgencita:
—Gracias…
Caminan de regreso por la calle de Correo Mayor, la gente de la calle los acepta, los envuelve:
—Tengo hambre —dice ella.
Amorosos se hunden en el océano de gente.
3
Mediodía…
A veces, tienes la idea de que vives como en una película de Steven Seagal, caminas y te mueves como Nico Toscani, el policía neoyorkino del barrio italiano, incluso, tienes los ojos rasgados como el actor, eres alto, delgado, con tono muscular y aprietas las nalgas al caminar, como Seagal; esos adornos corporales fílmicos los has ido tomando a través del tiempo para sentirte seguro; como buen semidiós griego, inmunidad ante los mortales y esclavo/ rebelde de los inmortales: eso piensas, pero nunca lo externas, ni tan siquiera a ella, la Negra.
Estas sensaciones comenzaron cuando tuviste tu primera pistola y la adoras; con el arma en tus manos tu mente teje el cuento de que tú eres aquél, el muchacho de la película; pero también te ves como personaje de los versos de Homero, aquellos que tu padre con mucho amor te leía en las noches chilangas como si fueran aventuras de muchachos cabrones de barrio, pelafustanes arriesgando la vida por el mero hecho de vivir, temiendo o poniéndose al pedo con los Dioses, los chingones que ningunean los destinos de los pobres mortales, los miserables jijos de la chingada.
Tal vez por eso al tener una pesada pistola en tus manos te asustas por esos sentimientos que brotan cabrones dentro de ti, sientes fascinación de tener una matona: mides su peso, admiras su diseño, ves como se amolda a tu mano, esa que cuando usas algún arma se oscurece otro poquito más; has intentado limpiártela con gasolina pero lo oscuro no cede, crees que eso brota desde tus adentros. De ahí tu costumbre de tallarte las manos en los pantalones cuando no estás haciendo algo…
Al caminar por Correo Mayor, a la altura de Amor de Dios, sientes el reconocimiento de la gente a tu persona, caminas recto, un poco balanceando el cuerpo, coges de la mano a la Negra, la otra mano la llevas metida en la bolsa de tu pantalón, eso, lo crees, te da un aspecto de autoridad, tu pelo largo, negro con trencitas verdes, recogido en tus orejas, cae tímido en tus hombros, las puntas están teñidas de rubio…
Al llegar a Puente del Cuervo dan vuelta en la esquina, caminan por debajo de los imponentes arcos del pórtico del mercado Abelardo L. Rodríguez, a ti te gusta medir tu estatura contra los largos pilares que forman los arcos, te ves pequeño, nada más para sentir lo insignificante que eres ante los Dioses, pero eso hace crecer tu rencor.
Ella se deja arrastrar; las miradas de los vecinos los vigilan, parecen excitarlos, su cachondería obsesiva hace que se peguen uno contra otro, buscan los huecos de las puertas para besarse, a veces alguien sale del interior de una vivienda, se asoma entreabriendo las puertas, observa sus furores, calma su curiosidad y cierra la puerta, tú hueles el ambiente fresco, por instinto buscas con tu mano sentir la frialdad de la pistola… los olores son comunes, lo sabes, son de sopes y caldo de gallina.
Como el Nico de Seagal, tomaste clases chafas de aikido, no te sirven de mucho, casi siempre las broncas terminan en plomazos, aunque, eso sí, tu cuerpo se volvió ligero, tus brazos rápidos y tu vista suave y lista, no por nada, cuando eras judas, policía de la Judicial Federal, dejaste tu leyenda, «se la rifaba bien y bonito» decía Saturno.
A la entrada principal del mercado Abelardo L. Rodríguez, sentados en el cofre de un auto estacionado, hay varios jóvenes como los que cuidan «las tienditas».
Tú y ella pasan y miran de reojo. Los jóvenes igual los observan. Te huelen y te respetan, estiras tu mano, con los dedos largos, haciendo el signo de amor y paz. Los jóvenes te devuelven el saludo, siguen en su cotorreo atendiendo clientes, los haces sentir importantes al saludarlos. Tú y ella entran al local de la señora Minerva.
El lugar está en la puerta principal del mercado Abelardo L. Rodríguez; Minerva es famosa, entre otras cosas, por sus caldos de gallina.
Al entrar los comensales voltean a verlos, se sientan en una mesa larga del fondo, cerca de la rockola.
Les gusta desayunar caldos de gallina con sopes, aguacate, salsa verde y una cerveza fría; y no es porque hubieran bebido toda la noche y estuvieran crudos, es el gusto de sudar con los caldos.
Sentados en la banca de pintura verde buscan sus bocas y escuchan cantar a Cecilia Toussaint:
Si buscas en la vida amor sin desengaño,/
me duele que no sepas corazón/
debes admitir que tienes que sufrir/
los besos son intensos, a veces descansan y se miran, otras, ella te acaricia el rostro y te besa los dedos.
Hay en ustedes una necesidad intensa de estar fundiendo sus cuerpos, de olerse, respirarse; hasta donde para otros sería el hartazgo en ustedes es la fugacidad del tiempo amoroso:
la vida es como un niño/
que juega por capricho/
con nuestro gran dolor/
Se conciben uno y nada más. Los clientes al verlos se sorprenden, cómo tú tan violento puedes ser tan tierno; y ella tan audaz ser tan recatada:
tú nunca te arrepientas/
y quiérelo aunque sufras,/
amar es tu destino,/
por algo Dios te puso por nombre corazón…
La abrazas hasta posar tu mentón en el hombro de ella, revisas el lugar con la vista, escuchas un murmullo:
—Lo traen del culo…
Al escuchar más te aterras a ella, y las abuelitas exclaman: «¿Qué nacieron pegados?», miras hacia la salida, el local tiene dos entradas, una seguida de la otra, el lugar es muy ancho, en medio de las dos entradas se encuentra una estufa de ocho parrillas, sobre ellas: ollas de barro o aluminio, las de barro para los pollos cocidos, fríos y las de aluminio para los caldos; atrás de la estufa atienden dos cocineras gorditas con delantal y gorra blanca, contra la pared está un refrigerador de la Coca Cola y otro de la cerveza Corona, todo esto sirve para dividir la entrada de la salida.
Tú recargas tu espalda contra los hombres morenos que están pintados en el mural de la pared. Ella busca el salero, lleva un limón partido en su mano, le echa sal y lo chupa, deja el limón seco sobre una cazuelita, se acurruca contra ti, tiene frío, te besa, la canción los cobija:
Tú nunca te arrepientas y quiérelo aunque sufras,/
amar es tu destino…
Se dejan de besar cuando llega la mesera cargando una charola de metal, lleva un plato con sopes, lo deja en la mesa, te despegas de la pared y tomas un sope. Ella, friolenta, mordisquea el sope que te ofrece.
Encima de ustedes como si resbalaran del techo se ven los obreros del mural de Marion Greenwood, es de los años cuarenta del siglo XX, sobre estos personajes hay grafitis con leyendas amorosas, las figuras descienden del techo hasta caer atrás de la rockola, que se integra al mural como una nave espacial echando chispas de luz.
Ella mira con cariño a su hombre, del plato toma otro sope y lo lleva a tu boca.
Tú lo muerdes con hambre, tu corazón late…
La mesera regresa con los platos hondos y el humoso con caldo, el vapor exhala el grato sabor de la gallina, deja sobre la mesa los platos y los cubiertos envueltos en servilletas de papel.
Ella presurosa mete una cuchara al plato, toma caldo y lo lleva a tu boca. Tú sorbes cuidando no quemarte la lengua.
Ante ustedes, sin que lo perciban, se materializa, como una diosa en la bruma, la de los ojos zarcos, la señora de los sopes, Minerva, 55 años de edad, rubia, ojos claros, piel quemada por el sol, si se le mira con descuido se tiene la impresión de que es morena, bien observada, su tono es cobrizo claro, cuando se arremanga para trabajar en sus antebrazos se constata la blancura de su piel, piel bien cuidada. Minerva envuelta por el humo de la cocina da un puntapié a un perro negro que dormita cerca de la banca, el perro manso se levanta, mueve el rabo y sale a la resolana de la entrada; Minerva sabiéndose grandiosa se sienta ante ustedes, acerca su cara, lleva un plato con cabezas y patitas de pollo, un limón partido y una botella de salsa Valentina, lo empuja con dureza, te dice:
—Ten… hijo de la chingada.
Tú tomas del plato una cabeza de pollo, la llevas a tu boca, la muerdes gozoso, ofreces lo que queda de la cabeza a la Negra, ves a la señora Minerva sin temor.
—Calmada, no pasa nada —su voz es suave pero la mirada dura, una navaja destellante… La Señora te enfrenta, cara a cara, no ceden, Minerva te reclama:
—¿Estás loco? ¿Qué no ves cómo está caliente el barrio?
—Sí, lo sé, pero… ¿ya qué…?
—Te van a matar… ¡de barbas! ¡por nada! ¡entiende, no andes a lo pendejo! ¡Estoy para ayudarte pero no te pongas para que te chinguen!
—Y qué le hace…
Miras a la Minerva dando a entender que es cosa de la fatalidad, la consecuencia de vivir. La Señora hace un gesto con la mirada para señalar a la Negra. Ésta sigue comiendo la cabeza de pollo sin inmutarse, como si para la Negra estas escenas fueran cosa cotidiana. La señora Minerva vuelve la vista hacia ti, con un movimiento vigoroso de cabeza insiste en preguntar en silencio: «Qué onda con ella». Tú no dices nada, das un beso a la Negra en el pelo, ella te agarra la mano y mira con disimulo a la Minerva. La Minerva se da cuenta pero no dice nada. Tú, entonces, muy relajado contestas:
—Tranquila, Doña, cobro y nos vamos los dos… si le parece…
La Minerva contiene su enojo, es una mujer que sabe hacer sentir su carácter: al intuir que alguien entra voltea hacia la entrada. Aquí todo es intuición: sentir y oler. Dos judas, agentes de la Policía Judicial Federal entran ruidosos, es fácil saber que lo son, hijos de Saturno: el caminar prepotente y ostentoso los delata: traje ajustado, pistola y placa sobre el cinto a la vista.
Han dejado frente a la entrada un coche sin placas. Los dos polis escandalosos se sientan. A señas, uno de ellos pide: «Dos caldos y dos cervezas». La mesera grita:
—Orita van… ¿tortillas?
Ellos contestan gritando que «sí», mientras revisan el lugar, topan con la señora Minerva y sus acompañantes, los observan. Tú no te inmutas, sigues comiendo.
Minerva intercambia miradas con los judas, se para y te advierte:
—Espérame, cabrón, no te vayas a ir como siempre, no me tardo: voy/vengo, son judas que traen aquellito —se va pero voltea— ¡no te vayas a ir, hijo de la chingada…!
—No me voy aquí me quedo —contestas como si nada.
La Minerva va con los judas. Ellos miran a la Minerva como a una Diosa, la que puede intervenir en el destino de los hombres. La Minerva se sienta con los polis, discreta mira hacia donde están, la Negra y tú, ella sorbe su caldo de gallina, tú bebes la cerveza a cuello de botella. Se ven tranquilos, piensa la de los ojos zarcos.
—Qué pasó… —dice la Minerva a los judas. Ellos la miran sonriendo, se ven uno al otro. Uno contesta:
—La cosa está que arde, señito.
Dice el judas mayor, 30 años. El otro, bajito, delgado, burlón, 25, ríe nervioso y suelta un trabalenguas con preocupación:
—Hay que asegurar al que sea con tal de que sea bueno… —y agrega— la salación nos cayó. Da unos golpecitos a la madera de la mesa, Uno le da un coscorrón al Dos, también toca madera y murmura:
—No seas mamón…
La Minerva impaciente remata:
—¡Par de mamones, se están zurrando…! ¿Y la mercancía qué…?
Los judas sonríen.
—La de malas, Jefa, la de malas, Saturno nos hizo retacharla ya estaba atascada —dice el judas más grande.
—Ni pedo, Jefa, Saturno anda encabronado con usted… —agrega el otro judas.
La Minerva hace un gesto de contrariedad.
—Que chingue a su madre, de todos modos me tendrá que dar la mercancía —el judas chaparrito ríe como un ratón, se delata nervioso.
—No es cosa de risa, güey… —lo regaña la Minerva, mira hacia la mesa donde te encuentras tú y la Negra.
—¡No están! —frunce sus labios.
—No Jefa… —dice Judas Dos.
La señora Minerva mueve la cabeza encabronada, se levanta resignada, va a un rincón y como por arte de magia, desaparece en la oscuridad del fondo.
Los judas un poco más tranquilos siguen comiendo, miran de reojo a su alrededor, los comensales aparentan no prestarles atención…
La Minerva etérea regresa, lleva en las manos una revista de chismes de la farándula; la portada tiene una foto del cantante Michael Jackson, la Minerva arroja sobre la mesa la revista. El poli mayor la toma sin molestarse, la hojea, dentro hay un fajo de billetes, sonríe, la enrolla y la guarda en la bolsa interior de su saco.
—Yo voy a hablar con Saturno y si no quiere iré al Más Arriba, yo no soy su pendeja y ay de ustedes si me voltean bandera —Minerva mira densa a los polis.
—Aquí: o todos nos fregamos o todos nos chingamos… —dice retadora, sus actitudes machistas imponen. Los polis, por instinto, tocan su pistola. Pero ella preguntando ordena:
—¿Se van?
Los judas azorados se levantan. En la puerta aparecen jóvenes de la calle, miran atentos la escena.
Los judas al verlos dejan de tocar sus armas. Llegan a la puerta rodeados de los jóvenes, salen a la calle. El Judas Uno voltea hacia la Jefa.
—En la mañanita le tenemos aquello, Jefecita…
Los judas suben rápido al auto. La Minerva los observa sin contestarles. Los jóvenes no pierden de vista los movimientos de los judas. Minerva encara a los judas que ya están dentro del auto, les hace un guiño:
—Con cuidadito, hijos, vayan con Dios Padre, y díganle que por mis güevos quiero aquello.
El coche arranca.
Minerva, La Señora de las Tienditas, con una sonrisa velada los ve alejarse. Los jóvenes se relajan, regresan al auto estacionado. Ella se para a la entrada de su negocio, enmarcada por los grandes arcos del pórtico del mercado, mira a la calle, huele el miedo, lo escudriña, es como una de esas figuras femeninas de los murales que están en todo el mercado: recia, los demás la miran como una diosa, la madre de todos: ¡la chingada!
4
Tarde…
Huele a humedad, a la humedad de los lugares viejos y fríos, ese frío los envuelve en la penumbra de la escalera del segundo piso del mercado Abelardo L. Rodríguez, la que está entrecerrada con una reja de fierro, todo es nostalgia para ti: como si el pasado de esos días te retara, asomando la cola de tu destino.
Tú, ahí, en la oscuridad, sentado, apacible, como un gato cuando descansa en la cornisa de una azotea, así estás acompañado por tu gata, la Negra, los dos quietos, abrazados, parpadean, sus cuerpos son un bulto que se pierde en la penumbra, tienen una posición estratégica: pueden ver y no ser vistos, o pueden estar así las horas y las horas sin que los interrumpan, tal vez por eso tu mirada se fija en el mural: dos hombres, uno emergiendo como de una oscuridad ayuda a otro caído a levantarse, abrazándolo, intenta cargarlo por las axilas: un hombre está en tono gris y el otro, el caído, en tono beige, atrás está la humanidad: un infinito de cuerpos, sobre ellos penden dos cruces, una, en gris acero es la esvástica, y en otra grises oscuros para dar la textura de la madera es una cruz cristiana, el fondo es dominado por un rojo indio.
Los recuerdos golpeándote llegan a tu mente y con ellos la pregunta, la que te inquieta: ¿por qué hay que darle en la madre al otro para sobrevivir? No que razonaras la idea, tal cual; era la duda que no encontraba respuesta y sólo sacas esta conclusión: «Chingas o te chingan».
La dureza de la escena pintada te recuerda la crueldad de vivir, la vida duele por los recuerdos que va tejiendo la teleraña de tu experiencia:
Una mañana cuando eras niño tu padre te lleva al mercado Abelardo para ver los murales, sobre todo éste, que años después tienes enfrente, como Aureliano Buendía frente a un pelotón de fusilamiento: tu padre te agarra de la mano, te guía por «los tesoros que nos rodean y no sabemos cuidar», el mural, te explica, se llama La historia de México y lo creó un gringo japonés: Isamu Noguchi, y con un dedo señala su firma. Ahora, tú sin el padre, ensimismado observas las figuras sin compartir tus pensamientos con la Negra, la Negra te acaricia cachonda, ha puesto su mano en tu entrepierna y te busca, plácido te tensas, la Negra pregunta:
—¿Por qué te gusta tanto ver esos monigotes?
—Para ver cómo se chingan a la gente… —la Negra lo ve con los ojos muy abiertos.
—Hablas feo…
—Sí…
La Negra se calla, mira el mural.
—Mira —le dices jalándola para que se levante, con los ojos revisas con rapidez el pasillo, abres la reja de fierro, bajan los escalones, te tocas la bragueta para hacerle espacio a su tensión, cuando llegan a una esquina del mural, señalas unas letras y un número:
—Ves, aquí está: E = MC2… —la Negra mira sin entender.
—¿Y eso qué? —pregunta la Negra.
—Es una fórmula, mi papá dice que el pintor le contó el significado: la E es el Estado igual a la M, o sea, la Masa de Cabrones al Cuadrado.
La Negra ríe…
—¡Qué groseros!
Escuchan voces, que suben por las escaleras. Ustedes apagan sus risas, intensos se abrazan cerca del mural, como si fundiéndose desaparecieran de la vista de la gente. Aparecen en las escaleras una abuelita y una niña, las dos miran de reojo a la pareja. Ustedes se besan y miran de reojo. Ellas caminan sin decisión, sufren. Ustedes besándose dan vueltas recorriendo el mural hasta la puerta de metal, se detienen junto a un póster, la ilustración es una gran mano abierta de color amarillo, invita a los drogadictos a entrar al Centro contra la Drogadicción. La Negra abrazada estira su cuello para ver cómo desaparecen la abuelita y la niña en las oficinas, ríe acalorada, con ternura te arrastra, curiosa, toca las figuras pintadas en el mural, aspira con fuerza, cierra los ojos, tú la tomas de la mano, la encaminas a la escalera del segundo piso, entran, cierran la puerta, se sientan en los escalones, muy pegados contra la pared, desde ahí observan el mural, la Negra pensativa, dice:
—¿Cuándo vamos a ir por mi hija? ¿Crees que me la quiera dar?
—Mañana vamos por ella. Nos saltamos por la azotea… —propones.
—¡M’ija te quiere! ¡Ni creas que al Cacarizo! —dice la Negra mostrando las bellas líneas de su rostro, su frente amplia marcando el nacimiento de su pelo negro, ondulado, sus cejas largas, tupidas, su nariz un poco amplia, fosas con un leve respingo y debajo unos labios amplios, carnosos, tiene un lunar sobre el lado derecho, esa imperfección le da personalidad propia al rostro, ella te ofrece ese rostro de incipientes vellocidades, muy segura de sí. Tú delineas con tus dedos, muy tierno, el contorno de esos rasgos hasta escarbarle con suavidad las ventanas de la nariz para provocarle risitas contenidas, la besas en la frente, la lames y le dices:
—Me cae muy bien, se parece a ti —lo dices muy quedito, amoroso. Vuelven a oír voces, se hacen más a la oscuridad, se tocan, sus risitas son contenidas…
Una madre llorosa va acompañada por dos hombres jóvenes, el más grande regaña al chico, el chico tiene cara de tonto, la madre está enojada, mira de reojo a la pareja con mucho coraje, pasan de frente, los tres caminan idénticos, arrastran sus pies, entran a la oficina del Centro contra la Drogadicción.
Sigue un largo silencio… Sus rostros en la penumbra vigilan la entrada, esperan con ansiedad a alguien… ¡Que ya llegó!
Como si tras de sí arrastrara el smog de la ciudad emerge de las escaleras un joven grandote, 26 años de edad, es gordo, un metro 80 de estatura, más de cien kilos de peso, es el Caguamas, ahijado de la calle, aprendiz de la transa, desharrapado sin ton ni son, está envuelto por los humos que suben de los anafres y estufas que usan en las cocinas del mercado para freír quesadillas, sopes, pambazos y carnes asadas; se detiene, desde las escaleras como un semidiós revisa el lugar, normaliza su respiración, sin pensarlo dos veces va directo a la reja…
Ustedes al verlo se alegran. Bajan rápido los escalones. Abren la puerta. La Negra abraza con gusto al Caguamas. Tú preguntas inquieto, hueles, el aire te pica:
—¿Vienes sin cola? —el Caguamas riéndose se mira atrás y contesta:
—¡Sin cola, güey! ¡La Jefa está muy encabronada, te dijo que no te fueras, eres bien aferrado!
—Eran judas los que llegaron con ella —justifica la Negra.
—¿Qué tiene? —dice extrañado el Caguamas.
—Uno nunca sabe quienes están con Papá Diosito y quienes están con ella —tú contestas reflexionando.
—En la mañana fuimos por ti —interviene la Negra.
—No estaba, fui con el licenciado Ares… —contesta el Caguamas.
—Con razón, fue el puro embarque —exclamas—. Ni a tu tiendita llegamos… —En la calle de Correo Mayor nos balacearon…— remata la Negra.
—¿No mamen?
—Me cai, nos balaceó el marido de estrellita marinera, ¿verdad, Negrita? —y con tu mano haces como si dispararas una pistola.
—Se armó un desmadre —dice escandalosa la Negra.
—De seguro fue el Cacarizo —el Caguamas ve a la Negra riéndose—. ¿Qué le diste? ¡Lo tienes bien enculado! ¡Bien enamorado, cabrona!
—¿Yo qué? —ella te abraza mimosa.
—¿Y qué tal si lo mandaron por encarguito? —pregunta avispado el Caguamas.
—No es cobarde… —dice la Negra.
—¿Trajiste lo de Papá Diosito? —interrumpes haciendo con los dedos el signo del dinero. El Caguamas saca un fajo de su pantalón, te lo da, lo tomas y lo metes en la cintura de tu pantalón…
—Me lo dio el Comanche Ares… ¿Le hiciste algo a Saturno? —el Caguamas parece arrepentirse de la pregunta dicha.
—¿A Papá Diosito? No, al contrario, le cumplimos con el encarguito… —contestas extrañado por la pregunta.
El Caguamas ríe, se da palmadas en el estómago, como no haciendo caso a la respuesta, aligera la plática; pero no deja de revisarte, como queriendo adivinar cuál es el pedo:
—Tengo ganas de una caguama bien fría…
—Primero lo primero, mi Buen, vámonos de aquí… —apuras.
—Pero nos llevamos unas caguamitas…
—Vamos a otros mares, otros lares, mi Caguamitas… —contestas para darle confianza.
—¿No viste por a’i a mi hija? —interroga la Negra.
—No… —dice el Caguamas muy seguro. Medita y pregunta—: ¿Está sola en tu casa?
—Me imagino…
—Que chingue a su madre el Cacarizo, cuando quieran vamos por ella —dice el Caguamas en plan de ganarse tu confianza. Es listo, los mira sonriendo, midiendo quién sabe qué, se saca de onda por no obtener respuesta. Ustedes mudos. El Caguamas alza los brazos desganado.
—Ese pinche salvadoreño no es rifado, es sacatón, anda a las caiditas, cachando migajas, allá ustedes, es su pedo.
—No es por el Cacarizo. Es porque queremos irnos mañana —tú, cabrón, le haces la confidencia al Caguamas, sabiendo el riesgo— sin que se dé cuenta la Jefa Minerva…
—La Jefa es rompemadres… —el Caguamas ríe socarrón.
—¡Me vale madres! —exclamas encabronado. La Negra trata de calmarte con sus besos. El Caguamas le revisa las nalgas a tu vieja y comienza a reírse. La Negra voltea sorprendida, no entiende por qué se ríe el Caguamas.
—Ya ni chingan —dice el Caguamas. Apenas están saliendo de una y se quieren meter en otra.
Tú, Negrita, es coyón el Cacarizo pero ya ves cómo son los salvadoreños, bien aferrados, hijos de la chingada.
—Yo desde cuándo lo dejé y sigue de aferrado, no es mi culpa… —exclama la Negra ante un Caguamas socarrón.
—Ah, chingá, mi Negrita, de cuando acá, si yo vi cómo el Cacarizo te daba tus patadotas y tú te dejabas…
—¿Y eso qué tiene que ver, Caguamitas, la niña no es de él, no la voy a dejar en medio de sus putas? No me mires así, ¿tú crees que es fácil vivir en otro país?, necesitas un cabrón para aguantar el miedo…
—Pues a ti ya se te quitó, mi Negrita… —se burla el Caguamas, te mira con complicidad. Eres puro cuento…
Tú, callado, observas el diálogo, por eso no te das cuenta cuando la madre con sus hijos ha salido de las oficinas del Centro contra la Drogadicción, ni te das cuenta cuando la señora se te acerca y menos ves la violenta bofetada que te da. Por instinto la agarras de los pelos, al darte cuenta que es una mujer la sueltas, extraño en ti, no te violentas, tratas de la mejor manera de quitarte sus manos, miras a los hijos; a estos sí con violencia les dices:
—Quítenmela, cabrones, no le voy a hacer nada a su jefecita, pero cálmenla o… les pongo a ustedes en toda su madre… —la Negra trata de sujetar a la señora, el Caguamas divertido no hace nada, los hijos tiemblan tan sólo de escucharte, y tibios le dicen a su Madre:
—Jefa, no la riegue, ya le dijimos que no fue él.
—¿Cómo de que no, si éste es el hijo de la chingada…?
—Que no, Jefa, cálmese…
—Cálmese, Madrecita, yo no fui, por ésta… —tú, calmado, tratas de convencer a la señora de su error.
—No sea cobarde.
La Negra con un gran esfuerzo se la quita. La señora grita. Tú abrazas con ternura a la Jefecita, quieres que se calme, piensas: «Es una madre».
—Cabrón, no te me vas, así te quería agarrar —la señora aferrada recupera fuerzas.
—¿Qué te hice para que hayas desmadrado a mi esposo? dime… —los hijos presurosos la sujetan pero la Madre es fuerte de brazos, la Negra quiere interponerse, no lo logra. El Caguamas deja de reír, cuida que nadie lo vea, mide el pie regordete de la señora y con su bota lo pisa con saña.
—¡Cálmese, pinche vieja argüendera! —exclama el Caguamas. La señora palidece, sus ojos se abren desmesurados, grita con dolor:
—¡Aaaaay!
Es un grito de terror, está asombrada de que la hayan pisado de esa manera. Tú la abrazas con dolor, le besas la frente. La Madre suda, su frente está perlada, se queda quietecita, se agacha para sobarse. Los hijos casi la cargan, presurosos la arrastran, bajan las escaleras, tú la consuelas.
—Calmada, Madrecita, no sé de qué bronca me habla.
La señora muda ha descubierto el terror. Ya no habla.
Los miras bajar las escaleras. Ves al Caguamas, está riendo. Gozoso exclama:
—¡Hasta que se calló la pinche vieja… vamos a chuparnos unas caguamas! —al sentir tu mirada corta su risa, sonríe con temor, calla. Los tres bajan las escaleras muy serios, mustios, de pronto no aguantan más y sueltan sus risas estruendosas.
5
Madrugada…
El cielo se nota pleno, el clima agradable, un vientecito frío barre la azotea del viejo edificio; el torreón austero construido por los conquistadores españoles (para protegerse de alguna sublevación de los aztecas) sirve para albergar la guarida del Caguamas: habían libado, comido, fumado y agasajado durante toda la noche a la salud del muertito, el encarguito.
Son las cinco y media de la mañana, la luna en rebanada cuelga en el azul marino del cielo, como si se fuera a desvanecer, el olor antiguo de la ciudad asciende fresco a la azotea. El torreón domina una esquina del edificio, la azotea es de color chedrón, amplia, en las cornisas cuelgan gárgolas: cañones de cantera, antes servían para desalojar el agua de lluvia, estos cañones son sostenidos por unos leones melenudos, significaba en la Nueva España que la casa pertenecía a un militar español; la barda en algunas partes está desgajada.
Desde la puerta de la vivienda del Caguamas se ve el horizonte, al oriente, como una evocación brumosa, se pueden observar los dos volcanes cercanos a la ciudad, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl con sus mantos nevados, ésta es la hora de mejor visibilidad en la ciudad, los fulgores anaranjados van emergiendo entre las construcciones, es febrero y los vientos de la madrugada limpian el cielo de smog, sobre esta línea del horizonte se recortan como siluetas a contraluz las cúpulas de algunas iglesias: la Santísima, Loreto, Jesús María, la Soledad; al poniente se ven frías las cúpulas de la Catedral Metropolitana y de las iglesias de Santa Teresa, Santa Catarina, Santo Domingo, la Profesa, San Francisco.
El Caguamas con una mano recargada sobre el marco de la puerta bebe de una botella de cerveza, tamaño caguama; adentro, la Negra camina tambaleándose, intenta bailar, lleva un vaso en la mano, tú estás sentado en un sillón Reposet de piel oscura, sonríes por las gracias de tu vieja, hueles el lugar: el sillón está pegado a una ventanita, de tiempo en tiempo te asomas por ella, tal vez para contrastar los olores de la calle con los olores del cuarto, te ves desvelado, sobre las paredes hay pósters de artistas famosas, el piso está cubierto por una alfombra mullida roja, al centro una mesa y sillas de plástico para jardín, en la pared del fondo un juguetero grande, un aparato de música, las bocinas están sobre repisas, escuchan la cumbia «Sampuesana», o como ustedes la conocen: «La derrota de Damasco», ¿te acuerdas?:
(Fue en la colonia Romero Rubio, en la calle Damasco, hará quince años, fuiste a bailar con una dama muy acá, con el sonido de Ramón Rojo, la Changa, esa noche hubo razzia, en esa época estaban prohibidos los bailes en las calles, se armó en grande, la policía se llevó a casi todos; pero no a la delegación, a unas diez calles del lugar los soltaron mediante una buena mordida, cuando regresaron el equipo de sonido, las bocinas y los discos estaban desmadrados, sacaron las caguamas, los que sabían de electrónica repararon en un santiamén el equipo de sonido; pero la policía tan sólo había dejado intacto el disco de la cumbia «Sampuesana»; esa madrugada lloraron, bailaron y bebieron a la salud de esa cumbia, fue cuando la empezaron a nombrar como la cumbia de «La derrota de Damasco».)
Tu mirada está clavada en la televisión, que está sobre un refrigerador pequeño, revisas la cama matrimonial, sobre ella se tira la Negra, al verla caer mueves complacido la cabeza, miras a tu mujer, la tapas con las cobijas, le besas la frente, te retiras hacia la puerta, llegas ante el Caguamas, le sobas la panza caguamera como a un Budita, le ofreces el vaso como pidiéndole que te sirva de su botella. El Caguamas sirve. Salen a la azotea.
El Caguamas, muy de amigos, pasa su brazo sobre tu espalda, aspiras como si te incomodara el aire del amanecer, llegan a la orilla de la azotea, te asomas a la calle, ves los coches estacionados, muy espaciados, escupes: los dos suben trastabillando a la cornisa, observan el precipicio: la calle de las bodegas de chile está solitaria, se orinan, dejan caer el líquido sobre los costales con chiles secos. Así siguen por un buen rato, serios, beben, orinan y platican de nada:
—¿Contaste el dinero…? —te dice el Caguamas como midiendo el terreno.
—¿Para qué…? —aspiras el olor del Caguamas, algo no te late.
—Oh güey, uno nunca sabe, ¿qué, somos carnales o no? —el Caguamas se aleja un poco de ti. ¿Desde cuándo nos conocemos?— se contesta él mismo. —Desde chiquillos, cabrón, desde que éramos unas pirinolas. Tenme confianza, ¿cuándo te he hecho una jalada, dime, cuándo…? —pregunta el Caguamas, un poco desesperado tratando de abrir tu hermetismo. Respiras profundo, no contestas, piensas, miras recto a los ojos del Caguamas y sueltas tu inquietud:
—¡Dime lo que me tienes que decir, Caguamitas, suelta! ¿Qué pedo traes atravesado? —el Caguamas tambaleándose sobre la cornisa se sube el cierre de su bragueta y decidido te enfrenta al borde de la azotea.
—Como va, carnal…
—¡Suelta…!
—Te lo voy a decir como me lo dijo Papá Diosito…
—Dilo, güey, no le saques… —seco, sin inmutarte, agarras por la nuca al Caguamas lo jalas hacia ti: ojos contra ojos, nariz contra nariz, vaho contra vaho, jeta contra jeta, como gitanos, leyéndose la suerte, no se abren, las dos figuras frente a frente, recortadas en el horizonte de la noche, forman parte de la arquitectura de la ciudad.
—Que conste, cabrón… —el Caguamas aguanta la cercanía, habla temeroso, se rasca los testículos.
—Suelta… —lo apuras.
—No te encabrones, güey, no la riegues, yo nada más soy… el lleva y trae… Papá Diosito quiere a la Negrita… —lo dice como mensajero de los Dioses, deslizando suavecito las palabras, como si le doliera decírselo a su cuate, a su carnal del alma.
Tú lo sueltas, te subes con tranquilidad la bragueta, tiras el vaso al vacío, de pronto, piensas, una oleada de olor entra en tu cerebro, hueles; y como si estuvieras esquivando algún golpe respondes:
—Ah chingá, ¿qué así por sus güevos…? —de frente acercas tu cuerpo hasta chocar con el del Caguamas, asientas tus zapatos en la cornisa. El Caguamas sufre, aguanta, el golpeteo de tu vaho y tus palabras; y la conciencia de que están al borde del vacío.
—¡Así, por sus güevos, carnal, así, la quiere Papá Diosito, y ni modo que se la armes de pedo, te chinga…!
—Que vaya y chingue a su puta madre, el güey ese… y tú… también, ¿cómo la ves, cabrón? —tú encimas tu mirada sobre su mirada y sigues—: ¡Mira nada más qué güevos!, ya parece que le voy a aflojar a la Negra… ¡Es mi vieja! ¡No me vengas con esa chingadera, Caguamitas! —tu rostro está pegado al del Caguamas. El Caguamas se está miando de nuevo, despega su rostro del tuyo, mira al cielo como si implorara ayuda divina, pero sabe que no se puede abrir porque se quiebra.
—Te lo estoy diciendo bien, carnalito, como me lo dijo Papá Diosito, así te lo digo… No me mires así. ¿Yo qué? Saturno me dijo: le pagas y te traes a la Negra… Y ni modo de pedirle explicaciones, cabrón, nada más le dije para ver si dudaba: es la mujer de aquél… —el Caguamas no aguanta más tu cercanía, se va haciendo para atrás midiendo la distancia entre ustedes—. Ya lo sé carnal, son chingaderas, pero ¿yo qué?
—Hijo de su puta madre… —el Caguamas se pandea en el clarear de la madrugada, levanta sus manos para protegerse de algún golpe, no hay tal, le grita de nuevo frente a su rostro—. ¡Qué, muy chingón!, no me chingues, Caguamas, qué chingaderas son estas… —y sigues como si le confiaras un secreto.
—Te lo digo, güey, primero… se viene a sentar aquí el güey, ¡se chinga! Se agarra los testículos. ¡Qué pelada!, la Negra es mi mujer. ¡Pura pistola!, y que le atore… yo no ando con chingaderitas…
El Caguamas se limpia el sudor de su frente, se pasa la lengua por su labios resecos. Las dos figuras sobre el fondo del cielo azul claro manotean, el Caguamas aparentando tranquilidad agarra su botella y la lleva a la boca, bebe lo que queda de cerveza, avienta la botella a la calle…
—¡Pas!
Se escucha el sonido de la botella chocando contra el suelo. Tú inundado de violencia sacas tu pistola y apuntas contra un perico que dormita sobre el techo de un lavadero en la azotea vecina:
—Pum…
El perico comienza a caer, de pronto, en el vacío comienza a aletear, con rapidez camina por el suelo, tiene un cordel amarrado a una de sus patitas, con trabajos trata de esconderse detrás del lavadero, se escuchan los quejidos y maldiciones del perico:
—Putos, no espanten…
Los dos miran hacia la azotea, al perder de vista al perico, alzas la vista y le gritas al Caguamas:
—Ni madre, qué chingaos le voy a dar a ese güey mi vieja, que se chingue el hijo de la chingada, ah chingá, para chingaderas hay chingaderas y media… —agarras al Caguamas de nuevo de la nuca y lo acercas a tu boca y le gritas—: ¡Ese güey será muy Papá Diosito, pero me tendrá que chingar para chingarse a la Negra…! —el Caguamas no hace nada por zafarse de tus manos, aguanta el dolor:
—¡O nos chingamos, dile al hijo de la chingada! —el Caguamas midiendo tu dolor, trata de hablar calmado, argumentando, a la vez que suave se va zafando de tus manos:
—Para qué la armas de pedo, carnal, si tú le quitaste a la Negra al Cacarizo, déjala que se vaya con su hija con un gran chingón, les va a ir de lujo, me lo dijo Papá Diosito, las quieren en el Más Arriba, y por ésta —hace con sus dedos la señal de la cruz y la besa— a güevo que te la quitan, a qué cargas con una señora y su hija, es más, para él eres una chingaderita, así, pendejo, una caquita de piojo, ni modo que puedas con Saturno güey, por eso es Papá Diosito.
El Caguamas toma distancia, precavido baja de la cornisa. En el momento en que el Caguamas va a poner un pie en la azotea lo pescas de la camisa, le pones la pistola en la cabeza.
—¿Quién me la va a quitar, güey? ¿Tú, pinche chingaquedito?, primero te chingo, te meto un plomazo y te mando a la chingada, carnal, y ¿a ver quién me chinga…?
—Ya pinche güey, no te calientes, para qué nos chingamos entre nosotros, tú lo sabes, si no soy yo será otro el que venga a chingarte; mejor que te chingue yo y me lleve a la Negra y no otro pendejo…
El Caguamas tiene la boca más seca, se pasa las manos por su cabello, guarda silencio, aguanta, sabe que no debe decir más, sólo observa la pistola. Tú sigues caliente, estás rojo del rostro, putísimamadresencabronadísimo.
—¡Qué chingón, güey!, ¿y eso dizque eres mi carnal, no…? No te hagas, te mandaron.
—Me mandaron para que fuera tranquilo el pedo, me dijeron que si yo me llevaba a la Negra no la harías de pedo…
—¡Chinga tu madre!, ¿si de chingar se trata, Caguamas, cómo ves ésta? —te agarras la bragueta como un manojo y se la enseñas—. De que me chingue yo a que te chingues tú, pues tú vas y chingas a tu chingada madre… —le pones el cañón en la frente, lo empujas fuerte. El Caguamas suda, se talla las manos en el estómago, dice, con los ojos desorbitados:
—¿Yo qué, cabrón? Yo nada más cumplo con el mandado, yo soy una pinche chingaderilla en todo este pedo, no mames, a otros les han quitado sus viejas y no la han armado de pedo como tú, ¿pues quién te crees que eres…? ¡eres nadie! ¡un ojete!
—Un ojete pero que no se abre, güey, y tú lo sabes, y Saturno lo sabe, por muy Papá Diosito que sea, si no hubiera mandado a otro maje…
—¿Qué es una vieja? ¡Hay muchas!
—Pero no como la Negrita, la Negrita es mi vieja, güey, mi mujer, lo mío, güey, lo mío…
—¡Tú sabes, carnalito, tú sabes la bronca en que te estás metiendo por una pinche vieja, Papá Diosito sí te rompe tu madre, no es como la Jefa, éste si es ojete, tú sabes… tiene el poder de chingar!
—Pues conmigo se va a chingar, topó con piedra, te lo digo Caguamitas, aquí no hay más: o chingo a mi madre o chinga a la suya…
—Carnal, yo nomás vine con el recado —presionas más duro la pistola contra la frente del Caguamas y le dices:
—No te frunzas, Caguamas, nos conocemos, y yo lo sé, y tú lo sabes, al chile: tú nunca te vas a arriesgar por mí, eres agachón, güey…
—Cómo crees, si fuera así, no te digo nada, te pongo briago, te pongo en tu madre y me llevo a la Negra y a su hija… —te ríes del rostro de pavor del Caguamas.
—Así de fácil, güey, te olí desde el principio, desde que llegaste al mercado Abelardo, te apestaba el culo…, ni modo que nos quisieras ver briagos por el puro gusto de vernos, o qué, querías lucirnos tu tugurio, tu chante chido, se te veía, por eso quise cobrar y largarme, pero ahí estás de aferrado, queriendo ponerme un cuatro, ora chíngate…
—Eres bien pinche desconfiado… no todos te queremos chingar —tú no le haces caso, caminas desconfiado, con la pistola empuñada, sin darle la espalda, vas al torreón. Entras. Sacudes a la Negra, le dices con voz grave:
—Levántate, nos vamos antes de que comience a hacer chingaderas…
—Por qué… —contesta amodorrada la Negra, a la vez que se levanta dócil…
—Apúrale, luego te cuento…
Salen.
El Caguamas haciéndose hacia afuera los mira salir, mueve su cabeza, sus ojos brillan, se mueven desorbitados, suda su nariz, se la limpia y te dice:
—¡Tú sabes, pinche Diablo, te lo advertí!
Agarrada de la mano la pareja toma las escaleras, primero la Negrita, lo haces tú con cuidado, el Diablo ayudando a su vieja, la Negra, a poner los pies en los escalones, el Diablo aspirando inquieto se da cuenta que ha dejado de ver al Caguamas, tratas de voltear por instinto, demasiado tarde, llega un ¡pum! estremeciendo el silencio de la madrugada… Ha clareado.
6
Mediodía y tarde…
Como si fuera un sueño, llega entre nubes la Virgen de Guadalupe, baja de las alturas: tierna, amorosa, sus manos regordetas extienden un manto verde, te arropa y abraza maternal, besa tu frente, te alza la cabeza un poco para que puedas respirar mejor; te duele el cuerpo, pero los afectos te reconfortan. De pronto, una ráfaga de viento barre las nubes, una bruma azul envuelve todo; del rostro de la Guadalupana emerge lento el rostro de la Jefa, Minerva, La Señora de las Tienditas, la de los ojos zarcos, cariñosa, para cargar con el Diablo, o sea tú; no opones resistencia, como si la Jefa tuviera los pies alados te trasladas por los aires hasta llegar a una pequeña cama de inmaculadas sábanas blancas, te deposita con suavidad, te abandona al dolor, ahora te sabes protegido, te hundes en la nada, flotas desnudo, tranquilo, una sensación agradable te permite aceptar lo insólito, te ves así mismo, sabes que quien te mira eres tú… Tú y el otro: uno mismo, en este mundo…
—¡Abre la boca…! —el Diablo escucha la voz lejana, tierna y autoritaria, es la voz de Minerva, ofreciéndole un cucharada de caldo de gallina; siente la humedad caliente que moja sus labios. Él no tiene ganas de sorber.
—No te hagas pendejo y come —Minerva ordena.
Se siente débil, le cuesta trabajo recostarse, tiene cintas adhesivas detrás de la oreja, le duelen las nalgas y las piernas, sorbe el caldo; Minerva no le da tregua, le repite la dosis, el Diablo recuerda; lo grato del caldo de gallina, suda, se deja caer de lado en la almohada. Ella, La Señora de las Tienditas, Minerva, lo recuesta con cuidado, coloca varias almohadas debajo de su espalda, lo obliga a seguir sorbiendo cucharadas de caldo, el Diablo es obediente, el caldo le sabe a gloria, a mamá…
—¿Qué no conoces al Caguamas, pendejo?, siempre ha sido un traicionero, me extraña que siendo araña te hayas colgado en su telaraña, ya ni chingas… —recrimina Minerva—. Da gracias, el balazo nada más te rozó la cabeza…
—¿Y por qué me duelen las nalgas…? —pregunta el Diablo.
—La bala rebotó en las escaleras y te dio de nuevo… pero en una nalga, güey. —La Señora de las Tienditas le da una patita de pollo. El Diablo la agarra, la chupa, ríe:
—¡Lo olí…! sabía, ¡lo sabía que traía algo! —mira a su alrededor—. ¿Y la Negra? —pregunta con ansiedad. Minerva se acerca a su oído y le dice:
—Está con el Caguamas, también se llevaron a la niña…
—¿Se las llevó? —pregunta el Diablo e intenta levantarse. La Señora de las Tienditas lo impide, mueve la cabeza, lo mira con desaprobación. Él, adolorido, estira sus manos en son de paz, como si le dijera, «está bien, Jefa, no puedo…», sus ojos tristes miran con insistencia a Minerva. Ella recoge el plato nada más por hacer, responde otra cosa.
—Mañanita vas a poder levantarte, no comas ansias… Minerva deja caer las palabras al llegue de las emociones, de seguro están en San Ildefonso, esperando lo que tienen que esperar en Palacio Nacional… —mide las emociones del Diablo y suelta…—. Aunque también podrían llevarlas a la Casa del Arzobispado, está más cerca de Palacio, pero es más bronca llegar. Y seguro que no han llegado… —la Jefa espera la reacción… El Diablo no dice ni expresa nada, Minerva sigue:
—Y San Ildefonso son los terrenos de Ares… ahí, lo sabe Saturno, están más seguros que en la Casa del Arzobispado, esos son mis terrenos, las calles de Moneda… —aquí la Minerva guarda un suspiro y exhala delicadeza—. No es para Saturno, anda de achinchincle, es para el Oscuro.
El Diablo expresa el impacto de lo dicho por la Señora, pero sigue sin responder; Minerva sigue:
—Si la Negra no quiere y se aferra, hijo, ellas no salen del Zócalo, sólo las podrán sacar de Palacio Nacional en helicóptero y con el ejército, te lo juro… —todo eso lo dijo La Señora de las Tienditas como si nada, recoge el plato con los huesos de las patitas de pollo, mira de reojo al Diablo, espera a que reaccione.
El Diablo mira al techo, quieto mira sin mirar. Minerva sale.
El cuarto es grande, ancho, alto, como todos los cuartos de la viejas casonas del Centro Histórico, el techo está atravesado por vigas antiguas, gruesas, a un costado, casi en la esquina hay un tragaluz ámbar en forma de estrella, las paredes están forradas de papel tapiz rojo con hebras doradas, en la esquina contraria sobre una repisa de madera se encuentra una pequeña escultura, es un Cristo sangrante atado de manos a una columna, le duele al Diablo verlo, es una talla policroma de tonos grises y azulados que acentúan las flagelaciones sangrantes en el cuerpo y el rostro del Ecce Homo; nunca le gustaron esos santos, le dan horror, le arde la piel, sólo de ver los surcos que cruzan el cuerpo del Cristo; por eso, de niño evitaba las casas de las viejitas retacadas de santos sangrantes, tallados en madera, incluso, el temor lo invade…
Quiere pensar en el rostro de la Negra, en su pelo negro, ondulado, en sus sienes velluditas, imagina besar su frente, acariciar sus mejillas, rozar con sus labios los lóbulos de sus orejas, recorrer sus cejas tupidas, buscar con su lengua los párpados, con besos escribir en su cuerpo el amor que le tiene, adora rozar las pestañas rizadas, morder su nariz, esa nariz mediana, un poco respingada, de ventanas un poco amplias, imagen que para recordarle era la primera que aparecía:
La imagina como el día en que la Negra tenía gripe y secretaba una mucosidad casi líquida, gris transparente, y una gota asomaba y se le antojaba beber el fluido de sabor salado, ella se dejó sorberlo y se acurrucó en su pecho, sabe cuánto la quiere; al hundir la Negra los dientes en su pecho hasta sangrarlo le causaba dolor y placer, buscaba su boca; las lenguas se enredaban, se chupaban; los largos y carnosos labios de ella lo succionaban, mientras desnudos se abrazaban sus cuerpos dándose de manazos, a veces suaves, a veces fuertes, como si reafirmaran la posesión de ellos: sudan, muy lento la penetra, suavecito, y cuando se siente a plenitud dentro de ella, empuja con fuerza, la carga por las nalgas para sentarla encima de él, él se sienta sobre la orilla de la cama, los dos frente a frente, se miran, abrazados, respiran acompasados, oliéndose, pegándose rostro a rostro, nariz a nariz.
Le gusta que el recuerdo sea tan presente, tan indicativo de que en su imaginación la Negra está tan viva.
Esa vez, se acuerda, él siente como sus corazones a latidos se conectan, el sonido rítmico rebota de un cuerpo a otro, se sienten: la ama y se siente amado, ella intensa lo abraza, lo muerde, grita, lo araña y con pasión lo inunda: lo mojan inmensas cascadas de amor; suelta pequeños susurros en su oído: «Te quiero, mi vida, te quiero…» Y a cada nuevo estremecimiento un nuevo abrazo y una nueva serie de cascadas intensas, abundantes, una tras otra, cálidas, amorosas, ostentosas bañan su cuerpo. Él, el Diablo, ahora sonríe y piensa: cómo chingaos no la iba a querer, pinche Negra…
Al abrir sus ojos, la realidad lo golpea, los ojos de sufrimiento infinito del Cristo arrodillado lo miran, un escalofrío recorre su cuerpo, ansia recobrar el rostro de la Negra, se le escapa, lucha por retenerlo, un sudor helado brota en su cuerpo, cierra los ojos, respira profundo, agitado, escarba en su memoria, se hiere, sangra, desesperado quiere atrapar el rostro de la Negra, percibe la pinche sonrisa de «estrellita marinera», como a veces llama a la Negra: «Estrellita», por la canción de la cantante cubana Albita, los dientes blancos de su estrellita están en su mente, recupera los ojos grandes, negros, cansados de su Negra amorosa…
Un toquecito en el hombro lo despierta, la luz celestial entra por el tragaluz, en el halo divino adivina un rostro de hombre, sabe quién es, le hubiera bastado sentir sus nudillos huesudos para saber que es «el Muerto», de cuerpo seco, fuerte, garrudo, espigado, viejo, un semidiós que regresó del infierno a quien todos rinden pleitesía:
—A base de güevos, de fuerza de voluntad, se zafó de la heroína, reza la leyenda. Pocos por estos terrenos la han librado, ni Papá Diosito podía dejar de sentir temor con el Muerto, el Señor del Frío, un cabrón bien hecho…
—¿Qué jais, Chavo? —es un «¿cómo estás?» dicho por una voz helada, cavernosa es la voz del Muerto, tiene un tono de afecto contenido, el hombre de vestir elegante, antiguo, modales cadenciosos, lleva pantalón de casimir, con pinzas en la cintura, valencianas impecables, camisa de seda gris, zapatos de tacón cubano, piel de caguama, suelas cocidas a mano, lleva un reloj Rolex, de oro, en la mano derecha; en la izquierda una esclava con brillantes formando la palabra de su apodo: «Muerto», del cuello cuelga una cadena gruesa con un Cristo de oro, de la bolsa de su camisa saca una cajetilla de cigarros Delicados, sin filtro, toma uno, lo mete completito en su boca para ensalivarlo, de entre el celofán de la cajetilla extrae una carterita de cerillos, coloca en sus labios el cigarro mojado, lo enciende, da una larga chupada, contiene por unos largos segundos el humo hasta parecer tragarlo, al soltar el humo se acerca al Diablo:
—¿Tú dices, cómo les brincamos?
De movimientos elegantes, no separa su boca del oído del Diablo, vuelve a chupar el cigarro, el Diablo no contesta, lo mira de reojo, el Muerto se retira del oído, busca una silla en el cuarto, encuentra una pequeña, de madera, pintada de dorado, tapizada con terciopelo rojo, la acerca a la orilla de la cama, se sienta, cruza su pierna derecha, balancea su zapato, como si lo luciera.
—Se lo prometí a tu Jefecito… —el Diablo mira al Muerto buscando más recuerdos en ese rostro cobrizo, rasgos construidos a hachazos, varoniles, pelo lacio, largo, peinado hacia atrás con gel, como idolito azteca del Templo Mayor, sonríe con su dentadura vieja pero impecable.
—¡Mi Jefecito! ¡mi Jefecito, Muertito! —el Muerto sonríe por la contestación y agrega:
—¡Un güey chido, sabio pero pendejo, ni maleado ni lioso, chindo, el güey, por eso se lo echaron, por buena gente entre puros culeros, se la debo…! (aquí quiere decir la vida, la jodida vida…) y aquí estoy, mi Diablo, para cumplir… —el Muerto fuma con placer y nostalgia.
—Nos la vamos a tener que rifar… ¡la vida!, Muertito —medita sus palabras el Diablo pero sigue—… son gente de Papá Diosito…
—¿Tú dices, si vinimos a vivir es para morir, a qué hora los atoramos? —con frialdad habla el Muerto; un reverendo cabrón dispuesto a cumplir su palabra.
—¡No hay de otra, Muerto! ¡No hay de otra! ¡La Negra es lo mío! ¡Y de puros güevos me la están quitando!
—¿Cómo te sientes…?
—Madreado, pero no hay pedo…
—Tranquilo, es la primera noche… ¡Pura pistola que salgan ahorita! ¡Ya me contó la Minerva! —el Muerto mira duro al Diablo y dice—: ¿Y esa pinche Negra es neta contigo o tú eres el aferrado con ese culo?
—¡Ella es la neta, mi Muerto! ¡Por ésta! —besa sus dedos haciendo una cruz. El Muerto lo mira sin conceder, fuma, se levanta de la silla, saca la cajita de cerillos, la abre, de ahí toma cuatro granos de maíz, por una de sus caras están manchados, los zangolotea en el cuenco de su mano, como si fueran dados, los sopla, y vuelve a moverlos con su mano, primero hacia el cielo, es decir al norte, luego al sur, después al oriente y seguido al poniente, los arroja al piso, los mira con detenimiento, los toca con la punta de su dedo garroso para cerciorarse cómo han caído, los mira preguntándose, como si estuviera leyendo, los recoge; y los regresa a la cajita de cerillos, el Diablo ha observado en silencio, como si supiera de este rito de adivinación, el Muerto se acerca y condicionando dice…
—¿Tú y yo… cómo la ves, Diablito?
—¡Chido!
7
Medianoche…
Por el mar de los semáforos las naves se deslizan, semejantes a las aves nocturnas navegan sobre los cuatro carriles de las aguas turbulentas de asfalto, la nave líder, un microbús ligeramente adelantado, marca el paso, va repleto de aguerridos Vándalos, Pelafustanes, Gañanes, Gandules y demás jóvenes colgados como alimañas, posan sus patas sobre las ventanillas o en los estribos: gritan, ríen desaforados, muestran sus torsos tatuados con animales y flores carnívoras, muestran a la noche su rencor…
Los cuatro micros restantes se adueñan a plenitud del anchuroso Eje Central, con las velas recogidas ostentosos interrumpen el leve tráfico de la medianoche, al llegar a la esquina de Plateros detienen su caminar lento, la luz verde del semáforo los incita a seguir, pero ellos inmóviles señorean en la sombra de la Torre Latinoamericana; ningún guerrero osa posar las plantas de sus pies en la calle: los jóvenes bailan sobre la totalidad del camioncito, sueltan gritos violentos, cánticos invocando a los dioses de las guerras urbanas del Más Arriba…
Sobre el horizonte de la noche se divisan encendidas las torretas de dos motocicletas de la policía, los pilotos hacen rugir sus motores, retan a los micros, éstos, prestos, contestan haciendo trabajar lo suyo: ¡las naves se deslizan hiriendo el aire tibio de la bella Tenochtitlan!
Al acercarse las naves a la esquina del Palacio de Correos, en la calle de Tacuba, los motociclistas hacen círculos con sus motos, el aire huele a llantas quemadas, sobre el Palacio de las Bellas Artes, la gente ensimismada, cansada, sale del metro o llega de la plaza de Garibaldi, no está dispuesta a prestar atención, silenciosa desaparece en las profundidades de un mar de contaminación…
Los micros agresivos se detienen puntuales frente a las rugientes motos, que con sus potentes faros alumbran los cuerpos de los Vándalos, Pelafustanes, Gandules o Gañanes. Del micro guía baja un joven, calvo, chaparrón, cuadrado, fortachón, como un perro boxer, de lentes plateados, lo siguen dos imberbes de torsos desnudos y presencia intimidatoria, con rostros hoscos se acercan a los terribles motociclistas.
Los motociclistas de elegante violencia bajan de sus motos, llevan uniformes de piel negra, hebillas y botones plateados, botas hasta las rodillas, cascos plateados sujetos en las cabezas por cintas de velero, enfrentan a los jóvenes, se saben intimidatorios, sin arrugarse en el ánimo ninguno de ellos se quita los lentes, cara a cara muy de barrio aguantan las miradas, ninguno se abre…
—¿Qué p’só, mi buen? —dice en son de saludo Meón, estira su gruesa mano para toquetear el estómago de uno de los motociclistas.
—Nada del otro mundo… —contesta el motociclista mientras con un ligero y veloz movimiento de su brazo evita la mano del Meón sobre su vientre, el otro motociclista saca de su chamarra un radio, lo ofrece a Meón, éste lo toma, mira a los motociclistas, lo revisa, habla por él:
—¡Llegamos! —dice Meón, el de la eficiencia con orgullo.
—La quiero agüevo… —Meón escucha la voz como un trueno que cae del cielo, el mismo cielo en ese momento relampaguea, el Meón se cisca pero mantiene el aplomo:
—¡Okey, Señor, nos aposentamos en San Ildefonso, frente a la estatua de José Vasconcelos, ahí esperaremos a que caigan…! —el Meón dobla el teléfono, lo frota contra su ropa, lo entrega al motociclista. Sube al estribo acompañado por sus secuaces, colgado su pequeño pero fortísimo cuerpo estira la cabeza hacia el vacío, con los dedos colocados en los labios chifla tan fuerte que el viento se estremece por la violencia del silbido.
Los jóvenes Pelafustanes, Gandules, Gañanes y demás en los micros silban también sus rencores, con los toletes golpean a los vehículos, algunos rompen los vidrios de las ventanillas, otros, más atrevidos, destrozan los parabrisas, brincan, se preparan.
Los automovilistas al verlos desaparecen.
Las naves ligeras sobre las olas del asfalto siguen a las liebres motorizadas bajo las sombras enrebozadas de los edificios del Centro Histórico, escandalosos se deslizan, saben, están conscientes de que el manto de ley de los Dioses, esta vez, está de su parte… Y eso, también, lo saben el Diablo y el Muerto.
8
Madrugada…
El edificio del Colegio de San Ildefonso en la madrugada es tenebroso, como las grandes construcciones de la Nueva España, tiene fachadas austeras de piedra y tezontle y hermosos portones de madera labrada, aquí, la Compañía de Jesús fundó sus primeros colegios, monasterios y cementerios que son el origen de la educación actual; la gente cree ver en las madrugadas ánimas en pena que escapan de las grutas, subterráneos y túneles que conectan con el Templo Mayor y la Casa de los Caballeros Águilas y Caballeros Jaguares o en San Ildefonso, a veces, como en esta noche, que se empieza a nublar, de las alturas emergen aleteando murciélagos buscando la luna, otras veces se les puede observar cuando regresan al patio del edificio, pero cuando se está dentro, no hay huella de ellos pues regresan a sus guaridas en el subsuelo de la gran Tenochtitlan…
La fortaleza esta noche está sellada a lodo, trancas y piedras, verla causa la sensación de ferocidad; el edificio parece a oscuras, aunque a intervalos irregulares todo el edificio se ilumina, tal vez sea por un corto circuito o a lo mejor a propósito, eso causa un efecto de premonición, como si los que vivieran en el Más Arriba estuvieran preocupados y los Dioses se estuvieran peleando entre sí…
Adentro, en el Salón del Generalito, con su sillería, trabajo artesanal en madera deslumbrante, símbolos bíblicos labrados en madera y cuadros de pintores novohispanos como Miguel Cabrera o José de Alcíbar, son la decoración de este antiguo salón de actos del antiguo colegio jesuita; aquí rondan en las madrugadas los fantasmas de los jóvenes intelectuales de principios del siglo XX como Lombardo Toledano, Vasconcelos, Alfonso Reyes o Antonio Caso y aseguran que se escuchan sus voces, como es natural, en el edificio en las noches.
Ahí está el Caguamas, como un enorme mástil resguardando la puerta, tiene en su cintura una pistola y colgada al hombro una AKA 45, suda y estornuda con frecuencia; la Negra sobre una de las sillas está acuclillada, la Negra, como una virgen perversa, mira con rencor al Caguamas, resopla.
En el entresuelo de madera duerme la niña.
El Caguamas tiene las quijadas apretadas, el miedo lo traba, le gustaría que el cuarto permaneciera a oscuras, que es como se siente seguro, es como los gatos acostumbrados a la penumbra, ágil, atento; en cambio con la luz se siente desnudo, indefenso a las miradas, por eso prefiere estar lejos de la Negra, cree que detrás de ella puede emerger el Diablo, el protegido de la Diosa Minerva…
La Negra tiene moretones en un pómulo, los labios floreados y costras de sangre, no habla, sabe que así tiene preocupado al Caguamas, sólo espera el momento justo para que su hija huya; no hay de otra: aquí salir está cabrón; sólo hay un chance de hacerlo y es con los pies por delante, y eso, ni a veces, por eso, mira con ternura y tristeza a su hija dormir, no entiende por qué también su hija, sonríe, y piensa: por pendeja…
Al verla sonreír, el Caguamas se pone en guardia:
«Es una perra rabiosa, no da tregua, por eso le encanta al Diablo, chingao, para qué me embarque, ¿yo, qué culpa tengo de estos pedos?, ahora ni con Dios ni con el Diablo…» Sus pensamientos lo orillan a golpear con su tacón el suelo, cuando se da cuenta deja de golpear.
La Negra lo recorre, sabe reconocer esas actitudes, es el miedo cabrón. Se tranquiliza, observa las ventanas, le parecen inmensas y la entrada más, quisiera arrullar a su hija, tiene necesidad de ver al Diablo, de oírlo respirar aunque sea tantito… el coraje la invade, busca en las sillas un pedazo de algo, encuentra un brazo suelto de una silla, lo quita, y con rabia se lo lanza al Caguamas, éste, miedoso, apunta con su rifle a la Negra, ésta ríe y le grita: ¡pinche puto!
9
Amanecer…
Las fogatas frente a San Ildefonso se intensifican, los Pelafustanes como macehuales bailan de a brinquito una cumbia con sabor a vallenato; han instalado un equipo de sonido con enormes bocinas a los pies de la estatua de José Vasconcelos, el autor de La raza cósmica; las antorchas esgrimen sus lenguas de fuego como si fueran un tiovivo, danzan a gritos sus ritos, bailan su rencor, invocan al Dios del Trueno, Vasconcelos inmenso tosco en piedra es ahumado…
Todos los de ahí lo saben: la vieja del Diablo, la Negra, está allá adentro, en el Generalito. Y saben que en las otras calles están los Pránganas cuidando las entradas. Ellos, los Gandules y los Gañanes, son la primera línea para parar a los atrevidos; la marihuana corre como el fuego sobre la yerba seca, la humareda oculta al de los pies alados, Meón baja lento de la ventana enrejada de la vecindad; al verlo aterrizar, los Pelafustanes se acercan con respeto, muestran su porrito, su guatito, su carrujito, su chingaderita para ponerse acá, la yesca se enciende en un santiamén, fuman con ganas, se elevan en el horizonte del jardín, como angelitos, a lo lejos divisan las fogatas de los Gandallas, más allá se ven los micros como barcos atracados en el puerto de la plaza de Santo Domingo, se les ve correr alrededor de sus fogatas a mil por hora, aúllan, ahí los hijos de la coca aspiraban como si tuvieran catarro, son ligeritos y de larga resistencia, no paran; eso lo sabe y lo ve Meón, un verdadero hijo de la chingada, contemplativo, vigila desde la calle inclinada; fue cuando las huestes del Meón entendieron lo de los agoreros: su destino estaba unido a la de Papá Diosito, Saturno, el que todo lo sabe, el que todo lo vigila, el que le rinde pleitesía al Oscuro…
10
Mediodía…
En el Monte del Olimpo, montaña de acero y vidrio, en el último piso, donde las nubes se tocan con la mano, Saturno, el Papá Diosito de los mortales, el Jefe de la Policía, domina con su presencia la enorme boca oscura de La Cueva; las paredes son iluminadas, muy tenue, por grandes tubos de luz morada, al llegue de la visibilidad; ahí, el Comanche Saturno, el de la gran corpulencia, la desparrama en el sillón principal, es una sombra recortada, como la silueta de una montaña reposando en La Cueva, su figura parece sagrada, recibe los fulgores azulosos de las pantallitas empotradas en la enorme pared; de movimientos suaves el Comanche de Comanches se sitúa frente a la consola de los controles, observa las pantallas, navega con sus pensamientos, se sabe poderoso, omnipresente, el de los güevos, revisa el sistema de vigilancia del Centro de Histórico, calle a calle, esquina a esquina, es Dios omnipresente; vigila los movimientos de sus secuaces y sus enemigos; con destreza manipula los controles, impaciente busca, pero no encuentra, de un giro queda frente a sus hombres y mujeres, son como semidioses: prepotentes a las órdenes del Dios, aguardan el momento de la acción o la humillación:
—¿Dónde está ese jijo de la chingada? No veo al Diablo —los semidioses solícitos contestan a coro:
—Anda con el Muerto…
—Con razón… —exclama Saturno, sus ojos taladran los rostros que tiene enfrente, es un tsunami de grasa alzándose con majestuosidad, es rápido de movimientos—. Minerva, ¿qué onda? ¿o calmas al Muerto o también hago que se lo lleve la chingada? No te pases de lanza prestándole ayuda al Diablo, ¿qué tiene que ver ahí el Néstor? —un rayo intenso retumba, nadie se inmuta, Minerva, la de los ojos zarcos avanza hacia el Comanche Saturno, lo enfrenta con furia contenida:
—Te lo dije, un botín de guerra no se quita, se hace uno ojo de hormiga… cabrón, hasta para mandar hay que saber perder… Néstor, el Muerto lo está haciendo fuerte; y tú lo sabes bien, por qué, no me chingues…
—Tranquila, señora Minerva —Saturno trata de contener su enojo—, tú lo sabes mejor que nadie; ni modo que deje que me falte el respeto un hijo de la chingada, un pinche mortal: para güevos, los míos… —truena los dedos y sigue…—. Así, pendeja, así, va a desaparecer…
La Señora de las Tienditas, Minerva, se encoge de hombros, ladina murmura:
—Tú sabes, cuando llegue la bronca aguántate; tú lo dijiste, es un muy hijo de la chingada…
—Por eso le voy a romper su madre…
—¿Crees?
Del fondo, aparece Pancho, El Señor de los Teibols, pastor de la colonia Guerrero y la San Rafael, tío de Diomedes, elegante en el vestir, huele a loción con aromas de table dance, como buen comandante de la Policía Federal se acomide, para quedar bien…
—Jefe, mandé traer a la gente del Meón, si no es aquí es allá, pero de que va y chinga a su madre el Diablo: va y la chinga… —Pancho mira retador a Minerva, ésta, la de los ojos zarcos, lo barre con su mirada eléctrica. Para ella este Comandante Pancho es uno más de esos comanches de la policía corrupta: hacen negocios con su quehacer. Éste no se incomoda, se erige en teórico de la batalla, lleva a la mesa un mapa del Centro Histórico de la Ciudad, enciende la luz de la mesa, marca con destreza varias líneas, como los generales en el Peloponeso, señala calles con una flecha y exclama:
—Por aquí entran el par de cabrones, seguro Jefe, por la calle del Puente del Cuervo… —el Comanche Saturno interpone su gruesa mano sobre las flechas y pregunta:
—¿Tú crees que le den apoyo otros changos? —Pancho ríe y señala sobre el mapa:
—Sí, seguro, los jodidos se huelen; van a tener ayuda de los de la Guerrero, de Xochimilco, Ixtayopan y por ahí váyale apuntando, ésos son sus conectes. Y esa ayuda la dará mi sobrino Diomedes. No me mire así Jefe, siempre hay una oveja negra en la familia.
—Sí, sí; pero ¿pueden llegar sin que los veamos? —insiste Saturno…
—No, Jefe, ¿cómo?, ni que fueran fantasmas; agüevo que van entrar por el Puente del Cuervo, es como pueden llegar a San Ildefonso, por Tepito ni de chiste, está cercado, ahí está el control de los trailers… Y ahí los Pránganas pueden estarlos esperando y en San Ildefonso los Gandules y también los Gandallas…
—¡No me vayas a fallar pinche Pancho!, no hay pedo más pesado con la gente del Poder que los gustos personales…
—Sí, Jefe, por mis güevos, esos güeyes ni tan siquiera van a oler a la Negra y su hija, antes los agarramos de los tanates y los colgamos de las escaleras de San Ildefonso…
La Señora de las Tienditas, Minerva, observa sin comentar. Saturno sonríe, medita, vuelve a sentarse en el sillón, observa las pantallitas hasta hundirse en el resuello de su sueño, los demás, Dioses y semidioses, callan o parten silenciosos a sus dominios, cuidándose de interrumpir el sueño del Patrón…
Atardecer…
Un imperceptible ronroneo hace cimbrar los vidrios de las ventanas, va quedando claro que está llegando un helicóptero. El Patrón abre sus pequeños ojos, se levanta y sube por la pequeña escalera que lleva a la azotea, al helipuerto:
—Llegaron… —exclama confirmando a un helicóptero amarillo con aspas blancas posándose sobre el área pintada de rojo ladrillo y rayas blancas; se abre una puertecita. Saturno corre sintiendo el viento fuerte del altiplano, lo sigue el Comanche Pancho, sólo sube Saturno, al entrar a la nave voltea para decirle a Pancho:
—Nos vemos… ponles en su madre al Muerto y al Diablo —Pancho mueve la cabeza aceptando la orden, sonríe.
Al cerrarse la puertecita las aspas comienzan a acelerarse con más fuerza. Desde la azotea del Monte Olimpo se puede ver la cadena de cerros y montañas que rodean a la megalópolis; hay una espesa capa de contaminación de color ocre, flota, se arrastra silenciosa por la ciudad entera… Pancho acostumbrado a ello no la percibe, está concentrado en cómo se eleva la nave amarilla, como todos sabe a dónde va Saturno: al Más Arriba, a donde están los que no saben ellos quiénes son, aunque todos lo imaginan, la nave trepa en el vacío, como si fuera arrastrada por corceles blancos, enfilada para atravesar las montañas, penetra la espesa capa ocre…
11
Atardecer…
En el Templo Mayor, en la fría tarde, el Muerto y el Diablo miran con devoción el Tzompantli, uno a uno pasan revista a los cráneos con dientes como mazorcas de maíz; para el Diablo las centenarias laminillas de restos de pintura roja sobre esas cabezas de piedra son como si conectaran con el universo, una conexión astral, un hilo de luz que cosiera su memoria con la de su padre, con la de sus ancestros; huele la piedra vieja y las astillas de pintura, huele a la historia, a la memoria labrada, sabe a tierra mojada, como a chía en agua de limón, piensa el Diablo; ve su mano, observa como se oscurece; mira como un relámpago hacia los cráneos, ve, esas piedras también se ennegrecen; el Muerto lo contempla, al sentirse descubierto el Diablo tapa con la manga de su camisa la mano, el Muerto sonríe, murmura:
—Es inevitable…
El Muerto se arremanga discreto su camisa, muestra su muñeca, está renegrida, la oscuridad avanza difuminada hasta las uñas de su mano, el tono moreno de su piel disimulaba la negrura.
—No importa que la ocultes, la gente no se da cuenta, sólo nosotros estamos conscientes de ello…
—Lo sé, pero no me acostumbro, me jode saberlo; preferiría ser calaca —señala a las calaveras del Tzompantli, una a una ensartadas como carne en un alambre árabe, como si hubieran sido cocidas a fuego lento, tatemadas… El Diablo se sienta en cuclillas, como lo hacen los reos en la cárcel, se frota las manos, se las sopla, talla palma contra palma de las manos, como para calentárselas, es cuando lanza al pie del Tzompantli tres granos de maíz, con una de sus caras ennegrecidas, las ve rodar, el Muerto, tranquilo, saca un carrujo de marihuana, lo enciende, aspira el humo con avidez, sin dejar ni una voluta escapar, respira; no tiene prisa para ver cómo han caído los granos de maíz, ensaliva su carrujo, con las yemas de su dedos, aviva el fuego del carrujo en su punta y se lo pasa al Diablo, éste, con la lengua roza el fuego del carrujo, lo lleva a la boca, lo chupa amplio, inmenso, deja entrar el máximo de humo a sus pulmones, lo traga con avidez, ahogándose, se siente bien, sereno, es como si de repente viera de más o sintiera de más las formas de los cráneos, ¡ahora entiende!: al mostrar las calaveras los dientes nos dicen que esos changos muertos están sonriendo; cierra sus ojos e imagina una danza de cráneos en la punta del Monte Olimpo, como luciérnagas en la noche húmeda, sonríe, abre los ojos, el Muerto murmura:
—¿Qué cotorreo traes?, invita… —el Diablo sonríe con candor, alza la vista para mirar la noche, es un inmenso manto oscuro con estrellas brillantes perdidas en su inmensidad, se sabe pequeño, una nada, un vacío, un hueco, una memoria hueca, sí, como si fuera un queso gruyère; el Muerto también se acuclilla, lo mira divertido:
—¿Oyes? —le pregunta al Diablo…
—¿Qué?
—¡Pisadas!
—¿Pisadas?
—Sch, sch, sí, pisadas de un nagual…
—¿De un nagual?
—De tu nagual…
—No lo veo… —el Diablo da la vuelta como perro y recula hacia el Tzompantli, el Muerto reflexivo, se pone serio…
—No lo veas, siéntelo venir…
«Pas pas pas pas…» Escuchan el sonido como si estuviera acolchonado, entonces saben que hay que ver hacia la parte donde se encuentran los Mictlantecuhtli, la Casa de las Ajaracas; creen ver al nagual arrastrarse por los escalones, en forma de un perro desentumido, se pone en pie, los mira, de pronto un ¡zumm! pasa muy cerca de sus cabezas aleteando como murciélago, lo ven alejarse hacia las torres de la Catedral Metropolitana, ahora el nagual camina sobre las cabezas de serpientes de la escalinata, lleva el paso ágil y los ojos aguzados, huele el aire, lo devora, como si lo leyera deja que el leve viento le traiga más olores, los olores de la noche chilanga: smog y jolgorio; de pronto husmea con fruición, encuentra el olor que busca, es el del Diablo, va volando hasta él como una centella… Arriba al Templo Mayor una nube de humo blanco cubriéndolo, como cuando se derrumba un edificio, el Muerto se coge de sus rodillas, se hace bolita, el Diablo aprieta fuerte los ojos, espera, no sabe qué, espera… la nube los oculta, luego nada, el fuerte viento deja libre de almas el Templo Mayor, el ventarrón ahora es un remolino que se estira como un tornado en el cielo oscuro…