CAPÍTULO 16
1
Al subir en ascensor al piso de Sitova, repasó una vez más las dos variantes: qué hacer si estaba en casa, y qué si no. La primera variante era mucho más deseable. Entraba, le entregaba el dinero que supuestamente le había prestado Galaktiónov, mencionaba que no le vendría mal tomarse un café… Luego todo iría sobre ruedas. Pocos minutos después, Sitova moría, él dejaba en su piso la carta doblada dos veces y firmada por Lysakov, y se iba. Si Sitova no estaba en casa, abría la puerta, echaba el cianuro en la tetera o en el bote de café instantáneo. Con un poco de suerte, en la nevera habría alguna sopa o un poco de caldo. Es decir, ya encontraría dónde echar el veneno. Siempre que no fuera en el azúcar, la glucosa neutralizaba los cianuros. Dejaba la carta y se iba.
Tanto en un caso como en otro, luego tendría que volver a casa de Lysakov. La jornada laboral habría finalizado, el día siguiente era fiesta, por lo que, con toda seguridad, la policía no iba a molestarle en casa, eran seres humanos como todos los demás, también tenían ganas de descansar. Envenenaría a Lysakov y se marcharía después de colocar en un lugar visible la segunda carta… no tardaría más de unos pocos minutos. Para ser exactos, los mismos que iba a necesitar el propio Lysakov para poner el agua a hervir y servirle el té.
La policía encontraría a Sitova, fallecida a causa del envenamiento, y la carta escrita por Lysakov (no les cabría la menor duda de que el autor había sido Lysakov: el papel, las huellas dactilares, la impresora, la firma: todo era suyo). En la carta, Lysakov le anunciaba su próxima visita. Luego encontrarían el cadáver de Lysakov, quien habría abandonado este mundo al no poder soportar el peso de sus propias fechorías. Bueno, y naturalmente, también encontrarían la carta en la que se confesaba culpable de los asesinatos de Galaktiónov y de Sitova. Las huellas dactilares, el papel, la impresora, la firma: había pensado en todo.
Lo importante era que no hallasen el cuerpo del suicida Lysakov antes de que muriera Sitova. Desde luego que algo así podría suceder si ahora, al no encontrarla en casa, regresaba al piso de Guennadi, le mataba, y alguien descubría su cadáver antes de que Sitova llegase a casa y se tomase el té letal. Desde el punto de vista de la teoría de probabilidades, podía ocurrir así, pero desde el punto de vista de la vida real, difícilmente ocurriría. Al día siguiente era fiesta, la policía no iría a interrogarle, nadie se acordaría de Lysakov hasta la mañana del jueves. No era sospechoso de nada grave, esto era más que evidente. Si fuera sospechoso de haber asesinado a Galaktiónov y hubiese pruebas fehacientes de su culpa, no le habrían permitido marcharse a casa aunque los calabozos estuvieran llenos hasta los topes y no cupiese ni un detenido más. Se rumoreaba que el abogado de Lysakov de algún modo había conseguido el dinero y había pagado la astronómica fianza que había fijado el juez. La cantidad era tan exorbitante que Guennadi no se atrevería ni a respirar puesto que, si se daba a la fuga, el dinero iría derechito a las arcas del Estado, y por consiguiente, aquellos que se lo habían proporcionado para satisfacer la fianza buscarían al fugitivo debajo de las piedras. No había nada que decir, el que había puesto esa fianza era un hombre inteligente. Podían ahorrarse la vigilancia, la comida y la bebida a cargo del Estado, y si se fugaba, tampoco necesitaban buscarle, pues los que habían apoquinado la pasta para el pago de la fianza se encargarían de encontrarle, de eso no cabía la menor duda.
Bien pues, la policía se había echado a dormir y no se preocuparía de Lysakov hasta el jueves como mínimo. En este plazo, Sitova debía morir. Debía. Debía.
Llamó a la puerta y oyó con alivio cómo al otro lado resonaban unos pasos apresurados.
—¿Quién es? —preguntó Sitova.
—Me llamo Lysakov —anunció hablando en voz alta, más alta incluso de lo necesario, confiando en que le oiría algún vecino—. Soy Guennadi Ivanovich Lysakov. Estuve en su casa con Alexandr Vladímirovich justamente aquel día en que la ingresaron en el hospital. ¿Se acuerda de mí?
—¿Qué desea? —preguntó Sitova sin abrir la puerta.
—Verá usted, Alexandr Vladímirovich me prestó un dinero y me comprometí a devolvérselo en un plazo de tres meses. Pero ahora no sé a quién tengo que pagar esta deuda. Su viuda, por decirlo de algún modo, no me mira con buenos ojos, así que he pensado que quizá sería mejor dárselo a usted. Como tenía una relación tan estrecha…
La puerta se abrió de par en par pero en lugar de la despampanante morenaza de Sitova, la que apareció en el umbral fue aquella rubia delgada y corriente a la que ya había visto tanto en el instituto como en Petrovka.
—Adelante, Pável Nikoláyevich —le dijo con una sonrisa hospitalaria—. Le estábamos esperando.
Se echó atrás, corrió hacia la escalera, pero en ese momento le agarraron las fuertes manos de unos hombres que habían salido de no se sabía dónde.
2
Eran ya casi las siete de la tarde cuando Vadim Boitsov comprendió de pronto que era un imbécil. Fue así de sencillo e inesperado que le llegó la comprensión. Ocurrió, literalmente, en un momento. No se había hecho más maduro ni más inteligente desde aquellos tiempos en que se le ocurrió por primera vez pensar que las chicas se inventaban sus propias reglas de juego y que eran las primeras en infringirlas, por lo que no había manera de entenderse con ellas. Pero su craso error, que arrastraba desde aquellos años mozos, consistía en intentar medir a todas las representantes del sexo femenino por el mismo rasero, en buscar un denominador común que le proporcionase la clave para comprender y tratar a todas y cada una de ellas. Ojalá que en aquel entonces se hubiera cruzado en su camino alguien sabio que le hubiese explicado a tiempo que las muchachas, en efecto, eran casi todas iguales (pero ¡ojo!, sólo casi), porque todas ellas superaban el proceso de crecimiento y socialización, más o menos, de la misma manera (pero ¡ojo!, sólo más o menos). Los niños y los adolescentes se parecían entre sí en muchas cosas (aunque no en todas) pero todos los adultos eran absolutamente diferentes. No había que medirlos por el mismo rasero ni buscar un denominador común ni juzgarlos aplicándoles a todos una ley única a rajatabla. Para cada adulto había que buscar una clave distinta. Una clave individual.
El error de Vadim Boitsov consistía en que había intentado comprender a las mujeres en general y, al ver que sus esfuerzos no conducían a nada, empezó a tenerles miedo, ya que decidió que la propia naturaleza le había negado ese don. Al tropezar con Anastasia Kaménskaya de pronto se dio cuenta de que las mujeres eran tan distintas entre sí como lo eran los hombres. Y hoy había conocido a una muchacha maravillosa y como un tonto se había puesto a encajarla dentro de los juegos a los que le habían acostumbrado las coquetas maduras y experimentadas. Como un tonto, eso era. Ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba.
Ante sus ojos volvió a dibujarse la esbelta silueta embutida en el abrigo de piel color turquesa que se alejaba, recordó su nariz algo respingona y con unas pecas doradas, el pelo corto y brillante, los labios de color vivo natural, no tocados por el carmín, sus pestañas espesas, su voz, en la que tintinearon las lágrimas cuando le contó lo de la paliza que recibió su hermano de seis años, la encantadora sonrisa con que rechazó su ofrecimiento porque estaba cansado y necesitaba descansar. Tan joven, tan sincera, tan…
Auténtica. Al fin había encontrado la palabra que definía a la perfección la impresión que le había causado aquella muchacha.
Sí, era un tonto. Pero debía encontrarla.
Arrancó el coche con brusquedad y fue a toda velocidad al distrito Este. En el colegio, claro estaba, ya no quedaba nadie excepto la señora de la limpieza y una abuelita que hacía las veces de portero. A Vadim le costó casi una hora convencer a la señora de la limpieza de que le proporcionara el teléfono de la directora del colegio. La directora, por el contrario, mostró una actitud más que comprensiva y creyó con facilidad la milonga que se había inventado sobre la marcha. Le contó que se había sentado en un banco delante del colegio y había conocido a una muchacha; al marcharse, la chica no se había dado cuenta de que se le habían caído unos papeles que llevaba metidos en el libro y que, al parecer, revestían carácter personal. Le gustaría devolvérselos pero no sabía cómo se llamaba, sólo que tenía un hermano que respondía al nombre de Pavlusa, estudiaba primero de básica, y al que recientemente en dos ocasiones habían pegado los alumnos de la escuela de FP adyacente.
—Sí, ya sé de quién me está hablando —dijo la directora—, pero no estoy segura de que pueda proporcionarle su dirección. Yo a usted no le conozco de nada.
—Pero ¿por qué tiene que hacer un secreto de su dirección? —objetó Vadim fingiendo perplejidad—. Imagínese que soy un delincuente, pues si veo en la calle a una chica, la sigo hasta su casa y ya está. Nadie me ha dado su dirección, y sin embargo, esto no me ha impedido concebir una fechoría y ponerla en práctica.
—En el fondo, tiene razón —dijo la mujer riéndose en el auricular—. No niego que su razonamiento tiene lógica. Pásele el teléfono a la tía Zoya.
La portera, la tía Zoya, escuchó con atención las indicaciones de la directora.
—Venga conmigo —le ordenó a Boitsov después de colgar el auricular.
Juntos subieron al primer piso. La portera abrió la sala de maestros, encontró en una estantería el registro del primero B y lo abrió en la última página, donde estaban apuntados los domicilios y los teléfonos de los alumnos.
—Aquí está, Vedenéyev Pável. Toma nota de la dirección. Y por cierto, su hermana se llama Luba, también estudió en nuestro colegio, la recuerdo muy bien.
Vadim se apresuró a anotar la calle, el número y el piso.
—¿Quieres el teléfono también? —preguntó la tía Zoya.
—Claro que sí. No queda bien plantarse en una casa sin llamar previamente por teléfono y pedir permiso. Tía Zoya, ¿por qué no me deja que la llame ahora mismo?
—Llama pues, por qué no —convino la portera.
Si la directora no la había reñido, significaba que ella, la tía Zoya, lo había hecho todo bien, y si esto era así, ¿a qué venía ponerse enjarras ahora? Que llamase, lo que le había dicho era cierto, no quedaba bien si uno se presentaba en casa ajena así por las buenas.
—Buenas tardes —saludó Vadim educadamente cuando en casa de los Vedenéyev descolgaron el auricular—. Quería hablar con Luba, por favor.
—Dígame.
—Soy Vadim, hoy hemos estado esperando juntos a Pavlusa, en un banco frente al colegio.
—He reconocido su voz. Oiga, ¿cómo me ha encontrado?
Estaba seguro de que Luba sonreía al decirlo.
—Ya se lo contaré. Luba, ¿podría verla?
—Podría —accedió enseguida la joven.
—¿Cuándo?
—Pues si quiere, ahora mismo. ¿Quiere que nos veamos ahora mismo?
—Sí —contestó Vadim notando cómo se aceleraban los latidos de su corazón.
—¿Dónde se encuentra? ¿Está lejos?
—No, estoy aquí mismo, en el colegio de Pavlusa. ¿Adónde tengo que ir?
—Siga hasta la escuela de FP, ¿sabe dónde está?, siga en la misma dirección que tomé yo, ¿se acuerda?
—Sí que me acuerdo.
—Cerca de la escuela verá un jardincillo, luego hay una farmacia, una tienda de reparación de calzado, un servicio técnico de televisores, un cruce, después verá un edificio alto de doce pisos y al lado, una parada de autobús. Espéreme allí, en esa parada. Dentro de diez minutos. ¿Le parece?
—¡Voy corriendo! —gritó Vadim tirando el auricular sobre la horquilla.
Cuatro minutos más tarde, ya estaba en la parada de autobús. Pasaron tres minutos más, y vio aparecer en el portal de enfrente la delgada silueta embutida en el largo abrigo turquesa que se dirigía hacia él apresuradamente.
—Me alegro de que me haya encontrado —le declaró sin preámbulos fijando en Vadim una mirada radiante.
—¿De verdad se alegra?
No acababa de creerse su dicha.
—Palabra de honor. Me dio mucha pena que no nos acompañara.
—Y a mí me dio mucha pena que rechazara mis servicios —confesó Vadim—. Oye… —dijo tuteándola de repente—. ¿Puedo darte un beso?
Estaban en la parada de autobús, besándose. Llegó un autobús, los pasajeros que bajaron pasaron a su lado rodeándolos con cuidado, procurando no molestar, y se fueron a sus casas. Luego llegó otro autobús. Y otro…
—Vamonos —dijo Vadim empujando levemente a Luba.
—¿Adónde?
—A ninguna parte. Simplemente a dar una vuelta. ¿Te apetece ir a algún sitio en particular? Tengo el coche cerca de aquí, frente a tu colegio.
—Oye, ¿y si vamos hasta la boca del metro y me compras flores? Muchas flores, muchísimas. ¿Qué te parece?
—Claro que sí.
Caminaron abrazados, de tarde en tarde se detenían y empezaban a besarse. Vadim pensó que era la primera vez que le ocurría algo así. Nunca había dado un beso en la calle, por la noche, a nadie. Siempre había sido en un piso o en una habitación de hotel, y todo estaba calculado y previsto por adelantado.
—¡Eh tú! —llamó una voz borracha que llegaba desde algún lugar cercano—. ¡Luba! ¿Adónde te crees que vas?
—Deprisa —susurró Luba aligerando el paso.
—¿Qué pasa?
—Es un vecino de la escalera. Hace mucho tiempo fuimos al mismo colegio.
—¿Y qué? —preguntó Vadim extrañado.
—Pues que hace mucho tiempo éramos amigos, cuando todavía estábamos en noveno. Como hace cien años. Pero por algún motivo considera que tiene sobre mí no sé qué derechos. Bah, hubo unos achuchones pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora se ha vuelto completamente loco, siempre está borracho, anda buscando pelea.
—¡Luba, amor mío! —seguía aullando la voz borracha y colérica—. ¿Qué pasa, te has echado a un nuevo noviete? Oye, espera, no te vayas todavía, tráelo aquí, nos tomamos un trago, intercambiamos impresiones, nos contamos dónde tienes los rinconcitos más dulces y dónde los más blandos…
Vadim se paró bruscamente.
—Vamos, venga, acércate, intercambiador, ven aquí si tanto te apetece intercambiar impresiones —dijo con calma volviéndose hacia el lugar de donde provenía la voz.
Desde las tinieblas emergió la mole de un hombretón de cara abotargada y estúpida. Vadim comprendió que la pelea no iba a celebrarse. El hombretón era alto y corpulento pero le faltaba el entrenamiento, y las continuas borracheras habían reducido su velocidad y capacidad de reacción a cero.
—Vadim, déjalo —dijo a sus espaldas la voz temblorosa de Luba—. No le hagas caso. Está borracho y no sabe lo que dice.
—¿Quién es el que no sabe? ¿Quién está borracho? —bramó el hombretón.
Acto seguido, levantó una mano, en la que, como por arte de magia, apareció un guijarro, y al instante siguiente se derrumbó sobre las rodillas dejando escapar un gemido lastimero.
—Vamos —ordenó Vadim, de nuevo abrazando a Luba por los hombros—. ¿Cómo se te ocurrió liarte con ese cretino?
—Y quién iba a suponer que se convertiría en lo que se ha convertido —contestó Luba con un suspiro—. En el colegio era buen chico, sacaba sobresalientes en todas las asignaturas, incluso ganó un campeonato de distrito de patinaje. Luego, ya sabes, se volvió tonto como hacemos todos a los diecisiete o dieciocho años. Más tarde, pareció que ya estaba entrando en razón, es cierto que le daba a la botella pero no más que los otros. Pero en estos últimos meses se ha vuelto completamente chalado, parece otro, como si no fuera él. Basta con que se tome un trago para que quiera romperle la cara a cualquiera que se le acerque. A mí es que simplemente no me deja en paz. Vivimos en la misma escalera y, como ya te he contado, a partir de las ocho procuro no salir a la calle como no sea con mis padres.
—¿Así que es a causa de ése?
—No sólo se trata de él pero en parte, sí. Mira, mira qué hacen.
Luba señaló con la mano. Vadim miró y vio unas sombras que se deslizaban detrás del ramaje de unos espesos matorrales. Un instante más tarde, comprendía que se trataba de tres o cuatro jóvenes que propinaban patadas a otro, tendido sobre la tierra.
—Estas cosas las vemos aquí cada noche. Si no en esta calle, en la de al lado.
Vadim tuvo la impresión de que la agresividad tenía un olor propio, ácido y penetrante, un olor que traspasaba el cuerpo de uno anunciando la presencia de un ser humano que encarnaba la destrucción y la muerte. Estaba respirando ese olor, y una repugnante náusea le estaba subiendo a la garganta. A esa hora, el barrio parecía distinto del que había visto por la mañana. Completamente distinto. En su mente volvió a ver las fotografías que le había mostrado Kaménskaya. Uno de los cadáveres destrozados había sido descubierto, si no se equivocaba, en ese mismo jardincillo. Dios mío, ¿cómo podía la gente vivir aquí? ¿Qué clase de hijos estarían criando? La psique infantil era maleable, los niños eran los primeros en padecer los efectos de la instalación que alguien había montado sobre el tejado del instituto ocultando a todo el mundo las horrendas consecuencias de su funcionamiento. Ocultándoselas con el fin de obtener un aparato que elevaría el rendimiento de las tropas en el campo de batalla. Y pagándolas a ESE precio…
—¿Hay una cabina por aquí cerca? —preguntó—. Necesito hacer una llamada.
3
Llevaban ya casi dos horas interrogando a Borozdín. Había demasiadas pruebas contra él para que tuviera sentido inventarse alguna complicada mentira, por lo que se limitaba a callar y sólo de vez en cuando murmuraba alguna frase anodina.
Nastia estaba cansada. Notaba cómo sus pensamientos iban perdiendo agilidad. Desde la noche del viernes, cuando comprendió que en tres ocasiones había estado a punto de perder la vida, hasta el momento presente, la noche del martes, habían transcurrido unas noventa horas. Noventa horas de increíble tensión, de miedo, de insomnio. El organismo se negaba a existir y funcionar con normalidad en estas condiciones y reclamaba alguna sensación de seguridad, comida y sueño.
—Una vez más, le repito la pregunta —salmodiaba Nastia—. ¿Con qué fin fue a casa de Nadezhda Andréyevna Sitova?
Silencio.
—Siguiente pregunta. ¿Por qué le dijo que se llamaba Guennadi Ivánovich Lysakov?
Silencio.
—¿Cómo explica el hecho de que en su maletín se encontraran unas cartas firmadas por Lysakov?
—¿Cómo ha conseguido esta ampolla de cianuro?
—¿Cuál era el documento que tenía que llevar al ministerio y que imprimió en la impresora de Lysakov?
Silencio. Silencio. Silencio.
Era consciente de que al día siguiente todo cambiaría. Al día siguiente ya no tendría ante sí a un doctor en ciencias que se encerraba en un altivo silencio, sino a un hombre que había pasado la noche en una celda repleta a rebosar en la que cuarenta hombres respiraban, hacían sus necesidades, hablaban, juraban, se peleaban, tenían relaciones sexuales, se burlaban de los débiles que eran incapaces de hacerles frente. Al día siguiente, su orgullo y su soberbia le abandonarían. Pero si le dejaba permanecer callado hasta el día siguiente, si le dejaba retirarse al calabozo sin haberle sacado lo más importante, ella, Nastia, se volvería loca. Debía averiguar quién y por qué había intentado matarla, no aguantaría otra noche sin pegar ojo, otra noche llena de miedo y tensión. Por eso seguía machacándole con las mismas frases, haciéndole las mismas preguntas. La táctica que había adoptado era sencilla: reiterarle las preguntas relacionadas con los sucesos de ese día únicamente, hacérselas con monocordia, con monotonía. Y cuando la mente de Borozdín quedase embotada, cuando se hubiese aprendido todas sus preguntas de memoria y se relajase al comprender que ya no iba a preguntarle nada más, entonces le dejaría anonadado con alguna sorpresa. Aún no había decidido qué sorpresa iba a ser ésa.
Se encontraban en el despacho de Gordéyev. El propio Buñuelo, sentado en su sillón, observaba con atención a Anastasia, que seguía entonando siempre las mismas frases. De tarde en tarde la relevaba Yura Korotkov, y Nastia se marchaba a su despacho a tomarse un café, fumarse un pitillo y permanecer unos minutos sentada con los ojos cerrados. Gordéyev, por su parte, no despegaba los labios y no había dicho ni palabra.
—¿Cómo ha conseguido la dirección de Sitova? —inquirió Korotkov, por enésima vez, encargándose del interrogatorio, y Nastia salió del despacho del jefe dejando escapar un suspiro de alivio.
Al acercarse a la puerta de su despacho, oyó el timbre de teléfono. «No lo cojo», decidió. La sola idea de mantener una conversación con quien fuese le parecía insoportable. Además, ¿quién podía llamarla a las diez de la noche de un 7 de marzo a su despacho? Nadie del que se pudiera esperar algo bueno.
El teléfono dejó de sonar y un minuto más tarde sonó de nuevo. Contó quince timbrazos hasta que el insistente comunicante colgó. Liosa no podía ser, puesto que se encontraba en su piso preparando la comida festiva para el día siguiente. Lo primero que hizo Nastia cuando volvió a casa después de detener al sospechoso fue avisar a Chistiakov de que estaría en el despacho hasta las tantas y que le llamaría en cuanto terminase.
El teléfono volvió a sonar. Se armó de paciencia esperando a que se callase y se apresuró a marcar el teléfono de su casa.
—Liósik, ¿me ha llamado alguien?
—Sí, hace un instante te ha llamado un tal Boitsov. Ha dicho que no conseguía encontrarte en el despacho y que tenía para ti una información urgente. Por cierto, ¿estás en el despacho, o dónde?
—Sí, ahora estoy en el despacho. Liósik, si Boitsov vuelve a llamar, dale el número de Gordéyev.
Procuraba mantener un tono tranquilo pero tenía ganas de ponerse a dar voces, tirarse de los pelos y romper platos: «¡Tonta! ¡Estúpida! ¿Por qué rayos no habré contestado al teléfono? ¿Pero por qué seré tan tonta? ¿Y si no vuelve a llamar?».
4
—¿Qué tal? —preguntó Luba con compasión—. ¿No has podido hablar?
—No contesta nadie.
—Podrías intentarlo más tarde. ¿Es muy urgente?
—Es muy urgente, Luba, cariño. Y muy importante. Un día te contaré de qué se trata pero de momento hablemos de otra cosa que no sea trabajo, ¿de acuerdo? Todavía no te he comprado las flores, así que vamos allá, tenemos que encontrarlas.
Volvieron a besarse allí mismo, en la cabina telefónica. Poco después, la joven suspiró y dijo:
—Bueno, prueba una vez más. Ahora seguro que habrá suerte.
Vadim introdujo la ficha en la ranura dócilmente y marcó el número del despacho de Kaménskaya, que descolgó enseguida, antes de que terminase de sonar la primera señal.
—¿Vadim?
—Sí, soy yo. Un momento.
Cubrió el micrófono con la mano y se dirigió a Luba:
—Por favor, espera fuera. Tendré que emplear expresiones fuertes y preferiría que no las oyeses.
Luba le sonrió con cariño y abandonó la cabina, obediente.
—Quiero decirle dos cosas —dijo Vadim hablando deprisa—. Borozdín estaba diseñando un aparato destinado a fomentar la agresividad de los efectivos de las fuerzas armadas. Merjánov quería comprarle ese aparato. Al enterarse de que el trabajo había quedado parado por causa de su investigación, Merjánov dio la orden de asesinarla. El primer grupo de sicarios ha dejado de estar operativo pero no se puede descartar que contrate a alguien más. Y escuche con atención: Borozdín tiene en su casa una caja fuerte empotrada en la pared, y esa caja contiene el sumario de Voitóvich. Lo he visto allí con mis propios ojos hace tan sólo unas horas y lo he fotografiado. La caja fuerte está provista de un mecanismo que destruirá todo su contenido si no se oprime cierto botón. Téngalo en cuenta a la hora de registrar su piso. No deje que Borozdín se acerque a la caja fuerte, será mejor que llamen a un especialista.
—Gracias. Si me cuenta todo esto, creo que está en apuros. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Puede ayudarme a esconderme?
—Sí. Vadim, haré cualquier cosa por usted aunque sólo sea porque me ha salvado la vida tres veces. ¿Cuáles son sus condiciones? Estoy dispuesta a aceptarlas todas.
—No tengo condiciones. Ayúdeme a desaparecer, nada más. Mis jefes no me perdonarán que le haya contado todo esto.
—¿Y si encuentro un modo de ayudarle de tal forma que ya no le sea necesario esconderse?
—Me da igual. Anastasia, casi no nos conocemos pero se lo diré… He conocido a una mujer, y ahora la muerte me asusta de verdad. Es probable que lo que intento decirle le parezca confuso pero se lo explicaré todo cuando nos veamos. Quiero que sepa cuánto ha hecho por mí. Cuánto significa para mí ahora. ¿Me ayudará?
—Por supuesto. Haré todo lo que haga falta. No le quepa duda. ¿Dónde está ahora? ¿En casa?
—No, en la calle.
—¿Puede venir a verme a Petrovka?
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—Lo intentaré. Dentro de cuarenta y cinco minutos —contestó escuetamente, y colgó.
5
Nastia entró en el despacho de Gordéyev esforzándose por dominar la expresión de su rostro y disimular su emoción. Yura Korotkov seguía haciendo con paciencia las mismas preguntas, y Pável Nikoláyevich Borozdín seguía guardando el mismo altivo silencio.
—Víctor Alexéyevich —dijo Nastia dirigiéndose al Buñuelo sin levantar la voz pero tampoco bajándola—. Me he aburrido, estoy cansada y tengo sueño. ¿Dónde puedo encontrar al juez de guardia?
—¿Cómo que dónde? En la sala de la unidad de guardia.
—Que avise al experto forense y encuentre testigos jurados, y que vayan a registrar el piso de Pável Nikoláyevich.
—Insisto en que el registro de mi piso se produzca en mi presencia —dijo de pronto Borozdín.
—¿Por qué? —preguntó Nastia sorprendida—. No le necesitamos para nada. Igual se le olvida pulsar cierto botoncito, Dios no lo quiera, y entonces el sumario de Voitóvich arde allí donde está, en su caja fuerte. Me daría mucha pena. ¿Y a usted?
Borozdín estaba sentado de espaldas a Nastia, de modo que ésta tuvo que escrutar las caras de Korotkov y Gordéyev para cerciorarse de que el golpe asestado había dado en la diana. Al ver las gotas de sudor perlar las sienes y la calva del Buñuelo, comprendió que Borozdín había «roto aguas». Ahora podía marcharse. No convenía forzar a un doctor en ciencias, a un catedrático, obligándole a reconocer su derrota delante de una mujer, esto podía repercutir desfavorablemente en el desarrollo posterior de las relaciones con el inculpado. No había que despojarle del sentido de la dignidad propia, pues entonces jamás conseguirían establecer con él un diálogo y lo único que cabría esperar sería la obediencia esclava de un perro apaleado.
Regresó a su despacho y miró el reloj. Eran casi las diez y media. Para la llegada de Vadim Boitsov faltaban treinta y cinco minutos todavía.
6
Vadim salió de la cabina telefónica y miró a su alrededor. Luba estaba a unos veinte metros de él y estudiaba con curiosidad un cartel que anunciaba el repertorio de los teatros de la ciudad.
—¿Te gusta el teatro? —preguntó acercándose a ella y abrazándola.
—Sí —asintió la joven—. Sobre todo las obras que hablan del amor. ¿De qué te ríes? Entiéndelo, Vadim, el teatro es un género mejor adaptado que ningún otro para contar las historias de amor. En el cine se puede mostrar un erotismo subido de tono e incluso la pornografía porque el actor se encuentra tan lejos del espectador que ni por un momento siente vergüenza. Ya no digo nada de la literatura, allí los personajes son de papel. En cambio, en el teatro, el actor está aquí mismo, los espectadores sentados en la primera fila pueden tocarle con la mano, pueden sentir en sus caras su aliento. Esta situación no es muy propicia para el erotismo, ¿no te parece? Por eso el género teatral no tiene más remedio que hablar del amor de una forma completamente diferente. Y lo que me interesa siempre es ver cómo van a hacerlo esta vez, qué van a inventar de nuevo en esta obra.
—Luba, cariño, tengo que marcharme. Déjame que te acompañe hasta tu casa y luego iré a ocuparme de mis asuntos. Mañana por la mañana te llamaré. O me llamarás tú, me darás una alegría. Apunta mi teléfono.
La joven no le puso objeciones, creyendo, al parecer, que era una cosa perfectamente normal que para el primer día era suficiente con un par de horas de paseo y abrazos.
Doblaron la esquina y volvieron a encontrarse delante del jardincillo. Vadim no tuvo tiempo de reaccionar cuando les salió al encuentro un grupo nutrido de jóvenes animados por unos sentimientos notoriamente belicosos.
—Apártate.
Eso fue todo lo que llegó a decirle a Luba, mientras introducía la mano debajo de la solapa de la chaqueta donde llevaba, colgada de unas correas, la pistola. Pero no llegó a desenfundarla: dos fortachones, que se le habían acercado por detrás, le sujetaron los brazos con firmeza.
—Así que te gusta sacar a pasear a nuestras chicas —ronqueó en tono amenazador el hombretón al que ya conocía, el antiguo compañero de colegio de Luba.
—Zhora, déjale en paz —gritó Luba—. Vergüenza debería darte. ¡Suéltale!
—Calla, zorrita, nadie te ha preguntado tu opinión. Ahora le arrancaré los huevos a tu noviete, lo mismo que si deshojara una margarita, y luego te daré permiso para que hables —dijo prorrumpiendo en escalofriantes carcajadas.
Sus compinches le secundaron riéndole la sucia chirigota.
A Vadim le tumbaron en el suelo y le dieron una fuerte patada en el vientre. Consiguió eludirla, o al menos atenuar el golpe, y se puso en pie rápidamente. Pero la pelea con una decena de hombres borrachos y enfurecidos no se parecía en nada a la lucha clásica de los entrenamientos en el gimnasio. En aquel espacio reducido, cercado por árboles y matorrales e invadido por las tinieblas, Vadim no tenía capacidad de maniobra. Al saltar a la derecha, se golpeó el hombro contra un árbol y gimió del dolor. Uno de los atacantes perdió el equilibrio y dio con su cuerpo en la tierra a los pies de Vadim arrastrándole consigo. Después de esta segunda caída, Vadim ya no volvió a levantarse. Lo único que pudo hacer fue taparse con las manos las zonas más sensibles del cuerpo para protegerlas de los crueles golpes. El último, asestado con un gran pedrusco en la nuca, ni siquiera lo sintió. Simplemente, en un instante estaba vivo y oía los gritos de Luba, desesperados y horribles, y sentía un gran dolor, y en el instante siguiente ya no oía nada y no sentía dolor. Estaba muerto.
7
Ya era medianoche y hacía una hora que Vadim tenía que haber llegado. ¿Por qué se retrasaba tanto? ¿Había cambiado de opinión? ¿O le había pasado algo?
¡Qué cansada estaba! Tenía la impresión de que su cuerpo se había adherido definitivamente a la silla y no había nada, ninguna fuerza o energía en el mundo, capaz de hacerla levantarse y caminar. Tan cansada estaba que no tenía fuerzas ni para dormirse. ¿Estaría envejeciendo? Menuda historia romántica la que iba a protagonizar, ahora que se había decidido a casarse: ¡a la vejez, viruelas!
Misha Dotsenko, en cambio, sí que era joven. No había escatimado esfuerzos para reavivar la memoria de Sitova, se las vio y se las deseó para conseguir que le señalase sin vacilar a uno de los cinco sospechosos, que «seguro, seguro no era». Luego, después de realizar la falsa detención de Lysakov, se agazapó en su piso, quieto como un ratoncito, montando guardia, protegiendo al hombre. A la hora de repartir las tareas, cuando decidían quién se encargaba de qué emboscada, quién iba a casa de Lysakov, quién a la de Sitova, no dio a entender ni con una palabra, ni con un gesto, ni con una mirada que prefería que le mandasen a proteger a Nadezhda y no a Guennadi Ivánovich. Y no porque se hubiera enamorado como un colegial y no soportara pasar un minuto sin ver a su adorada Nadiusa, sino porque en situaciones así uno solía fiarse mucho más de sí mismo que de los demás. Cuando alguien le inspiraba un sentimiento a uno, uno empezaba a creer que nadie más sabría socorrerle y salvaguardar a ese alguien de una desgracia. Pero si resultaba que su protección corría a cargo de otra persona y uno, consciente de que un peligro acechaba a su ser querido, estaba forzado a separarse de él, se exponía a sufrir un tormento infernal que muy pocos eran capaces de aguantar. Cada minuto, cada segundo, la imaginación se le disparaba pintándole imágenes de desastres, a cuál más horripilante, y uno iba enloqueciendo de la incertidumbre y de la imposibilidad de averiguar ahora mismo, en el acto, si todo estaba bien, si hacía falta su ayuda. Pero Misha supo aguantar ese tormento. Tuvo la fortaleza de permanecer un día y una noche en el piso de Lysakov y de abstenerse de llamar a Sitova porque Gordéyev así se lo había ordenado. Cualquiera sabía cuántas canas habrían aparecido durante ese día y esa noche en la mata de sus cabellos negros… No obstante, en cuanto detuvieron a Borozdín, le dio las gracias a Lysakov por su colaboración y su hospitalidad y, sin pérdida de tiempo, salió corriendo a ver a Nadezhda. ¿De dónde sacaría las fuerzas? Bueno, parecía obvio: de sus veintisiete años, de sujuventud…
El timbre del teléfono interior interrumpió sus reflexiones.
—Cantarada comandante, ¿ha pedido que la avisen cuando llegue Boitsov Vadim Serguéyevich?
—Sí, sí —dijo Nastia animándose al instante: ¡por fin!—. ¿Está aquí?
—No. Pero la unidad de guardia acaba de recibir un comunicado sobre el hallazgo del cadáver de un hombre de unos treinta años. Llevaba encima documentos que le identifican como Boitsov Vadim Serguéyevich. El grupo operativo está a punto de salir. ¿Quiere acompañarlo?
—Sí. Voy enseguida.
No recordaba cómo bajó la escalera, cómo se metió en el coche, cómo superó el trayecto desde el centro de Moscú hasta la periferia, hasta el distrito Este. Sólo volvió en sí al ver el jardincillo inundado del resplandor de focos portátiles, y en aquella luz mortecina y artificial, a Vadim, con el cráneo fracturado. El médico forense Ayrumián, que con dificultad sacó del coche su voluminoso corpachón, se inclinó jadeante sobre el cadáver. En algún lugar lejano, como le parecía a Nastia, a muchos, muchísimos kilómetros de allí, una muchacha jovencísima, ataviada con un largo abrigo color turquesa, se sacudía en sollozos histéricos, mientras a su lado, dos mujeres mayores intentaban en vano calmarla. Se sorprendió al ver aparecer delante de sí al policía del barrio, el mismo con quien hacía muy poco había hablado sobre la criminalidad del distrito Este. También el policía la reconoció y la saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Lo ve? —le dijo esbozando con la mano un gesto elocuente—. Eso es justamente lo que quería explicarle aquel día. ¿Qué tripa se les habrá roto? ¿Qué les habrá hecho el chico? ¿Qué tendrían contra él? Si al menos le hubiesen quitado dinero, o el reloj, o la bolsa, yo qué sé. Entonces se podría entender, el asesinato tendría un motivo, el robo. Seguiría siendo un asco pero sería un asco comprensible. ¿Pero eso? La testigo, Luba Vedenéyeva, dice que lo empezó todo un tipo que en su día estudió con ella en el mismo colegio. Nos ha dado su nombre. Hemos tardado menos de media hora en cogerles a todos, ahora están durmiendo la mona en el calabozo. ¿Cree que podrán decir algo sensato cuando les preguntemos por qué han matado a Boitsov? No. Y así se irán a la cárcel, sin comprender ni explicar nada. ¿Qué es lo que le pasa a esa gente? ¿Cómo les cabe tanta maldad?
Nastia se dio la vuelta y, despacio, arrastrando los pies con dificultad, se encaminó hacia el coche del grupo operativo. Se sentó en el asiento de atrás, se dobló como si la hubiese atacado un repentino dolor de estómago, y hundió la cara entre las manos. Estaba temblando. De cansancio. De tensión nerviosa. Del odio hacia Borozdín y Tomilin. De pena. Y de una compasión loca, que le partía el alma, que sentía por la gente que vivía en ese infierno y no tenía ni idea de lo que les estaba ocurriendo a sus hijos, a sus seres queridos y a sí mismos.
No iba a esperar hasta el jueves. Pediría a Liosa que la acompañara, ya que podía hablar de física con autoridad, y mañana mismo, no, ya sería hoy, a primera hora de la mañana, juntos irían a ver a ese adiposo degenerado, Tomilin. Si se negaba a recibirla en su despacho oficial, iría a verle a su casa. Le agarraría por las narices, no le dejaría en paz hasta que llamase al director del instituto y le ordenase desmontar la maldita antena. Al diablo con que era fiesta. Al diablo con que era el día de la Mujer Trabajadora. Les obligaría a desmontar la antena.
En cuanto a Merjánov, de ése se ocuparían los servicios de contraespionaje. Ese asunto no era de la incumbencia de Nastia. Su cometido consistía en investigar el asesinato de Galaktiónov y el robo de los sumarios del despacho del juez de instrucción Baklánov. Había resuelto estos crímenes. Su otro cometido era quitar la antena del tejado del instituto. Proteger a todos esos inocentes que tenían la mala suerte de vivir en el distrito Este. Procurar que Tomilin recibiese su merecido, ese trepa indocumentado y arrogante. Identificar a todos cuantos habían trabajado en la creación del aparato además de Borozdín y Voitóvich. Con toda seguridad, uno de ellos conocía a Boitsov aunque ahora ya no le sacaría ni una palabra. Bueno, ya se las arreglaría ella sola. Misha Dotsenko y Yura Korotkov le echarían una mano. Ojalá que consiguiese descansar un poco, recuperar al menos una migajita de fuerzas. Ojalá que se disolviese el nudo que se le había trabado en la garganta y que le impedía respirar y deglutir, ojalá que desapareciesen los escalofríos, y ojalá que pudiese dormir un par de horas.
El jueves se incorporaría a la brigada especial creada para investigar el asesinato del periodista de televisión. Sólo disponía de un día, luego tendría que delegar todo el trabajo en Korotkov y Dotsenko. Nastia se irguió con dificultad, respiró un poquito más hondo, llegó casi a llenar los pulmones, retuvo el aliento y luego exhaló lentamente. Las lágrimas que empezaban a abrasarle las comisuras de los ojos se secaron. Haría todo lo necesario. El tiempo le alcanzaría. Lo haría costase lo que costase.
F I N