CAPÍTULO 7

1

—No ha servido de nada —constató Nastia después de escuchar el informe de Misha Dotsenko, que había estado observando el encuentro de los cinco empleados del instituto con Nadezhda Sitova.

No sólo esto, sino que había filmado a los cinco en vídeo y acababan de ver la grabación con suma atención, secuencia por secuencia. No, ninguno de los cinco se había puesto en evidencia.

—Un resultado esperanzador —dijo Nastia soltando una risita amarga mientras guardaba la cinta en la caja fuerte—. Una de dos: o somos unos ineptos totales y lo hemos hecho todo mal y no hemos buscado a quien había que buscar, o hemos topado con un adversario fuerte. Una hora entera de tratamiento de alta tensión, cuando Yura les estaba calentando la cabeza en el despacho del jefe con esa carta que nunca existió y, para rematar, la deslumbrante Sitova, con rosas y piernas… Esto no lo aguanta nadie si tiene algo que ocultar. Vale, pues sigamos viviendo. El aspecto físico no nos ha aportado nada, Sitova no ha reconocido a nadie, y nadie ha dado señales de conocerla a ella. El truco de la solicitud también cayó en saco roto. Uno de los cinco sabe a ciencia cierta que el sumario no contenía ninguna carta oficial y sin embargo ha sabido disimular. Las únicas pistas que nos quedan ahora son el arma del crimen, el cianuro, y la supuesta amistad que unía al criminal con Galaktiónov. También tenemos la nota que Voitóvich escribió antes de morir. Misha, usted se ocupará de la nota. Entretanto, Yura y yo debemos librar una batalla de importancia local y darle un vapuleo a Lepioskin.

Después de mandar a Dotsenko a identificar a los que habían visto y leído la nota que Grigori Voitóvich había redactado antes de morir, Nastia fue a informar al jefe. Tuvo que hacer un acopio de voluntad para reprimir la risa: ayer mismo, en ese mismo sillón, ante esa misma mesa se sentaba Korotkov, joven y vigoroso, dueño de unos poderosos bíceps, una sonrisa seductora y relucientes estrellas de las charreteras, y ahora el sillón volvía a estar ocupado por el gordo Gordéyev el Buñuelo, de aspecto hogareño, traje de paisano y una calva inmensa.

—Adelante, Nastasia —la saludó el coronel, ocupado en buscar algo entre los abundantes papeles que cubrían la mesa—. Creo que nuestro querido Korotkov ayer me chorizo mi bolígrafo favorito. No consigo encontrarlo. Se os deja el despacho por un momento y arrambláis con todo.

—Busque mejor —le aconsejó Nastia.

Recordaba con claridad que el día anterior Yura había estado jugando con ese bolígrafo, dándole continuas vueltas entre los dedos y luego, por puro automatismo, se lo guardó en el bolsillo de la guerrera. Él mismo ni se acordaría ahora, sobre todo porque su guerrera había retornado al armario para esperar allí tiempos mejores, y Yura tardaría en volver a ponérsela.

—Hay que fastidiarse —continuaba gruñendo Gordéyev abriendo uno a uno los cajones de la mesa y revisando su contenido—. Dichosos detectives, la madre que os parió, menudos luchadores contra la delincuencia estáis hechos. Y, por cierto, todos con título universitario, todos juristas de pro. Oficiales. No se puede dejar aquí nada, se quedan con todo y luego ponen los ojos de carnero degollado y dicen: «Pero cómo se le ocurre, camarada jefe, no hemos cogido nada, no hemos tocado nada, no hemos visto nada, seguramente usted lo habrá confundido con la salchicha y se lo ha zampado». ¿Y a ti qué te pasa? —dijo levantando bruscamente la cabeza.

—Lo que me pasa, Víctor Alexéyevich, es que Lepioskin y Olshanski se me han juntado y no consigo separarlos.

—¿Cómo es eso?

—Que se han convertido en hermanos siameses. Lepioskin lleva el asesinato de Galaktiónov y Olshanski, la divulgación del secreto de adopción, pero son, como ahora sabemos, la copla y el refrán de una misma canción. Oficialmente trabajamos con Lepioskin, a Olshanski le ayudamos bajo cuerda pasándole la información sobre el caso de Galaktiónov. Comprenderá que esto no puede continuar así. Estamos sentados sobre un polvorín. Mientras intentemos servir a dos jueces diferentes, nunca resolveremos el asesinato de Galaktiónov. Pero si juntamos los dos casos y se los entregamos a Lepioskin, me dará el telele. Y Misha Dotsenko abrazará la poligamia. Para subsanar lo que Igor Yevguényevich ha estropeado, Mijaíl ha tenido que enamorar a medio Moscú, o casi. El interfecto tenía muchas amigas, Lepioskin se las arregló para insultarlas a todas, y cada una de ellas salió de su despacho llevándose no sólo una viva animadversión hacia el juez instructor, sino también informaciones que no había compartido con él.

—¿Me estás diciendo que Lepioskin es un indocumentado y que no quieres trabajar con él? —preguntó Gordéyev mirando fijamente a Nastia y abandonando la búsqueda infructuosa del extraviado bolígrafo.

—Usted sabe perfectamente lo que le estoy diciendo —respondió Nastia con irritación—. Lepioskin es un buen especialista, tiene una gran formación jurídica, no hay duda de que trabaja a conciencia, no escatima esfuerzos, es un caballo de carga. Si eso no fuera así, difícilmente habría pasado tantos años dedicándose con éxito a investigaciones de delitos económicos. Y si se hubieran conocido sus peculiaridades de antemano, se podría haber pensado algo para contrarrestarlas y evitar sus nefastas consecuencias. Pero ahora nos encontramos ante esta situación: Misha vuelve a interrogar a todas las testigos, Igor Yevguényevich se entera y le monta una pequeña escena, le dice que a qué viene esto, quién le mandaba hacerlo, quién le ha autorizado, cómo es que se toma esas libertades. La buena educación de Misha no le permite mandar a Lepioskin a hacer puñetas y explicarle a las claras que lo que está haciendo es rectificar sus propias melonadas. Pero como Lepioskin, Dios no lo quiera, se entere de nuestra secreta colaboración con Olshanski, le dará un ataque. O si no, nos estrangulará a los dos, a mí y a Misha. O nos pegará un tiro, ya que ahora los funcionarios de la Fiscalía tienen licencia de armas.

—Menos lobos, hija mía —rezongó Gordéyev—. ¿Qué es lo que quieres que haga? ¿Que me adelante y estrangule a Lepioskin? No acabo de captar el sentido de tus lamentos.

—Quiero —dijo Nastia Kaménskaya en voz muy, muy baja— que abra su caja fuerte y saque cierta carpetita de color verde. Una carpeta delgadita, ¿sabe?, aquella que tiene lazos blancos.

El coronel se quedó mirándola un largo rato sin apartar la vista y, al parecer, hasta sin parpadear. Luego exhaló:

—Hay que ver qué cabrona eres, Anastasia.

Sería difícil decir si en sus palabras había más asombro o admiración.

2

El jefe de la unidad de instrucción de la Fiscalía Municipal conversaba con Igor Yevguényevich Lepioskin y apenas conseguía oír lo que él mismo decía.

—Pero no acabo de comprender por qué me quita el caso de Galaktiónov —protestaba Lepioskin—. ¿Qué motivos tiene para creer que no voy a poder con ese caso? Se ha realizado mucho trabajo, se ha interrogado a mucha gente, y de pronto quiere dárselo a otro juez instructor.

—Ya le he explicado que no se lo doy a otro juez sino que junto dos sumarios de dos crímenes diferentes, puesto que se ha comprobado que están estrechamente relacionados. Y tampoco lo hago porque crea que es usted un mal juez de instrucción, sino porque será más rentable desde el punto de vista de la calidad de la instrucción, para que sea más completa y objetiva.

—Pero ¿por qué no hacerlo al revés? ¿Por qué no me pasa el caso de Olshanski? ¿Por qué, en vez de pasármelo a mí, me quita el mío para dárselo a él? ¿Acaso he hecho algo mal? ¿Tiene razones para creerme incompetente? Soy su subordinado, y para mí es importante comprender los motivos que llevan a mi superior a tomar una decisión u otra. ¿Cómo quiere que trabaje con usted si no comprendo sus exigencias?

«Dices que no las comprendes —pensó con angustia el jefe de la unidad de instrucción—. Como si hubiera algo que comprender. Hay un pecado, no demasiado antiguo, del que casi nadie está enterado. Pero da la casualidad de que entre los enterados está el tozudo de Gordéyev. Yo ya ni me acordaba de que lo sabía. Me preguntó si al juntar los sumarios no se podría dar ese nuevo caso a Olshanski, hacerle el único responsable. Y yo, viejo cascarrabias, dejo de lado las cautelas, cojo y le suelto alegremente: “Según lo reglamentado, los sumarios se juntarán como ampliación del caso de Lepioskin, y no veo por qué razón usted, mi estimado Víctor Alexéyevich, se mete donde no le llaman. Esto es una diócesis aparte, y el que corta el bacalao aquí soy yo”. Entonces me ha recordado cómo acato yo mismo los reglamentos, en particular, aquella vez cuando por mi escrupuloso respeto a las reglas del juego murió un ser humano, una muchacha de diecisiete años. Nadie me echó la culpa de forma oficial pero Lártsev presentó su informe, y allí lo explicó todo tal como había acontecido. A juzgar por todo, Gordéyev puso ese informe a buen recaudo aunque Lártsev creo que ya lleva un año retirado, desde que le dieron la pensión por invalidez. Gordéyev es un hombre sencillo, ése no se sale por peteneras, no se anda por las ramas, sino que coge y me suelta a bocajarro: “Una de dos, o bien hoy se olvida de sus tontos reglamentos y en adelante se guardará muy mucho de admitir en la Fiscalía a cada puñetero pelagatos, o si no, hoy mismo haré llegar a los padres de la muchacha la dirección de su piso de la ciudad y la de su enorme y hermoso chalet”. Es de suponer que al hablar de “cada puñetero pelagatos”, se refería a usted, Igor Yevguényevich. ¿Qué habrá hecho, amigo mío, para cabrearle tanto?».

—No necesito que mis subordinados comprendan los motivos que me guían para adoptar decisiones —le contestó a Lepioskin con frialdad—. Pero sí exijo que, una vez tomadas, las acaten sin discutir ni criticarlas. ¿Lo comprende, Igor Yevguényevich?

—Sí, lo comprendo.

En los ojos de Lepioskin se encendieron desagradables chispas de rabia. Pero al jefe de la unidad de instrucción no le importó. Prefería que uno de sus subordinados, un juez de instrucción, le odiase, a que los padres de la muchacha obtuviesen la dirección del verdadero culpable de la muerte de su hija.

3

Nastia y Yura Korotkov intentaban aclarar la cuestión siguiente: ¿dónde podía conseguir un ciudadano ácido cianhídrico? La pregunta resultó ser sencilla y complicada al mismo tiempo. El ácido cianhídrico se utilizaba en la minería, en la industria textil, así como en los procesos de galvanoplastia y en la fotografía. Aparte de esto, se empleaba ampliamente para diversos trabajos de laboratorio. Por un lado, el control del almacenamiento y suministros del cianuro era más que riguroso pero, por otro, en Moscú había miles de sitios que lo utilizaban. ¿Por dónde empezar la búsqueda?

Evidentemente, tenían que empezar por el propio instituto, decidió Nastia. Había que averiguar cuál de los cinco sospechosos tenía acceso al cianuro, cuál de ellos pudo haberlo robado o, tal vez, haberlo cogido de forma perfectamente legal.

—Verá usted —le explicaba a Nastia el técnico de uno de los laboratorios del instituto—, para robar el cianuro es imprescindible llevarse la ampolla entera. Pero aquí todas las ampollas están contadas y numeradas; cuando recibimos del almacén una ampolla nueva y la abrimos, lo apuntamos en el registro y firmamos. Por ejemplo, mire aquí, a primeros de septiembre recibimos cien ampollas. Ahora abrimos el registro y vemos que todas llevan números consecutivos, del 1 al 27, y al lado vienen las firmas de los que las cogieron para utilizarlas en sus trabajos de laboratorio. Luego abrimos el armario y comprobamos las ampollas que quedan. Aquí las tiene, desde el número 28 hasta la ampolla número 100. Puede contarlas si quiere.

Nastia las contó. Luego revisó los números. Cada ampolla llevaba una etiqueta con el número y dos firmas. «Está bien ideado —pensó—, una buena medida de seguridad por si alguien decide, en vez de robar la ampolla, sustituirla y dejar en el armario una sustancia que a primera vista podría pasar por cianuro pero que en realidad es inocua». A juzgar por las marcas en el cristal, la ampolla que se encontró en el piso de Sitova procedía del mismo fabricante que suministraba el cianuro al instituto. Pero las cien ampollas estaban en su sitio, ya fuese dentro del armario, ya entregadas a unos u otros trabajadores del laboratorio, como lo acreditaban sus firmas.

—Dígame, ¿podría alguien aprovecharse de que un compañero ha recibido el cianuro que necesita para su trabajo y coger una mínima cantidad de la ampolla abierta? Mínima, literalmente.

—En un principio, es posible —convino el técnico tras reflexionar unos instantes—pero depende de para qué lo necesite. Si lo que quiere es llevarlo a su mesa para utilizarlo de inmediato, pues esto es el pan nuestro de cada día. Pero si lo que pretende es llevárselo a su casa para envenenar a alguien, lo tendrá difícil.

—¿Por qué?

—El cianuro es una sustancia altamente volátil, hierve a la temperatura de 20o C. Se descompone con rapidez. De aquí que lo guardan en envases herméticos siempre, puesto que, una vez abierto el envase, el cianuro empieza a transformarse en potasa. ¿Recuerda que en los libros sobre la posguerra se contaba que a falta de jabón la gente utilizaba potasa para hacer la colada y fregar el suelo? Es un ejemplo de lo inocuo que se vuelve el cianuro. De modo que sólo hay dos soluciones: utilizar el cianuro en el acto o robar la ampolla herméticamente cerrada.

—¿Puede un empleado del instituto firmar en el registro conforme ha cogido la ampolla para trabajar y luego llevársela?

—Puede —asintió el técnico sonriendo—. Pero en este caso corre el riesgo de que se realice un inventario por sorpresa. Las sustancias tóxicas no se entregan a los científicos sino a los técnicos y secretarios, quienes antes de empezar a trabajar reciben las correspondientes instrucciones y disponen de cajas fuertes donde deben guardar estas sustancias. El que firma conforme ha recibido la ampolla asume la total responsabilidad sobre ella. Y tiene que devolverla una vez usada. Mire —dijo abriendo otro libro de registro—, aquí se anotan las ampollas devueltas. La devolución se realiza ante varios empleados, aquí tiene las firmas. De las veintisiete ampollas entregadas, veintitrés han sido devueltas, las otras cuatro están en poder de los técnicos.

—¿Podemos comprobarlo ahora? —preguntó Nastia esperanzada.

—Si quiere —contestó el técnico encogiéndose de hombros—. Vamos a verlos.

En media hora recorrieron los cuatro laboratorios que, según el registro, habían recibido las cuatro ampollas que aún no habían sido devueltas. Las cuatro ampollas estaban en su sitio. Todo coincidía: los números, las firmas, incluso el papel cuadriculado de las etiquetas.

A todas luces, la ampolla encontrada junto al cuerpo de Galaktiónov no procedía del instituto. ¿De dónde, entonces?

Nastia volvió a estudiar las fichas del Departamento de Personal, los cuestionarios rellenados por los sospechosos. «Intentemos abordar la búsqueda de las fuentes del cianuro desde otro extremo».

4

Estaba mirando la espalda de Kaménskaya, que en ese momento salía del laboratorio, y luchaba por dominar los latidos frenéticos del corazón. Ya lo sabía, tarde o temprano acabarían por descubrir lo de Galaktiónov. Si no, ¿a qué venía comprobar las posibilidades del extravío del cianuro? Pero ¿cómo se les habría ocurrido suponer que entre Galaktiónov y el instituto existía una relación? ¿Cómo? ¿Qué error había cometido?

«Tranquilo —se dijo a sí mismo—, no te dejes llevar por el pánico. El asesinato de Galaktiónov no ha sido resuelto, por lo tanto, la policía continúa buscando de dónde habrá salido el ácido cianhídrico que se utilizó para envenenarle. Eso es todo lo que están haciendo, buscar. Y buscan en sitios donde ese ácido se utiliza. Luego irán a las fábricas de pieles, y después darán una vuelta por los talleres de revelado de fotografías. Tranquilo, todo está en orden. En la investigación del caso de Voitóvich, quien manda es aquel comandante, creo que Korotkov se llama, la chica es una simple recadera, se sienta en un rincón, se está calladita, baja a buscar a las visitas. Probablemente, está haciendo prácticas o algo por el estilo. Es muy joven. Forma parte del equipo que trabaja en el caso de Galaktiónov, y le ha tocado recorrer los sitios donde se emplea cianuro. Eso es todo. ¿Cuál es la diferencia entre la policía y un centro científico? Ninguna, excepto que los policías llevan charreteras. Un científico puede encabezar un grupo de desarrollo de un proyecto y al mismo tiempo puede ser consultor científico de otro y coejecutor de otros cinco. Cada científico participa en cinco proyectos como mínimo. Lo mismo les ocurre a los agentes operativos: en una investigación eres un peón, en otra te confían alguna tarea y tienes tu parcela de trabajo propio, pero cada detective siempre colabora con varias investigaciones a la vez. Eso es, no hay ningún motivo de alarma».

Debía reconocer que, lo había hecho todo bien y que había sido previsor, por un lado, al elegir cianuro para liquidar a Galaktiónov, que en el instituto estaba al alcance de cualquiera, de modo que, si se trataba de buscar sospechosos, la sospecha recaería sobre toda la plantilla en su conjunto; y por otro lado, al no llevarse el veneno del laboratorio. Justamente porque había previsto que podía ocurrir precisamente lo que estaba ocurriendo. En realidad, no se lo había llevado. De ninguna parte. ¡Ay, qué listo era!

5

Emplearon otros dos días en comprobar a los familiares, allegados y amigos de los cinco sospechosos. A Nastia le daba vueltas la cabeza, Korotkov simplemente estaba medio muerto de cansancio.

Esa investigación parecía cosa de brujería, no había forma de eliminar de la lista de sospechosos a ninguno de los cinco para así reducir al menos un poco el volumen de investigaciones individuales. Desde que fracasaron sus estratagemas —la carta, Sitova—, ya no se atrevía ni a soñar con eliminar de ese quinteto a un único sospechoso. No quedaba más remedio que ir rondándolos larga y cautelosamente, sometiendo a escrupulosos análisis toda la información obtenida, y esperar a que se desvaneciesen las sospechas que pesaban sobre cada uno de los cinco.

Por si fuera poco, todos tenían la posibilidad de conseguir cianuro a través de algún familiar o amigo. ¿Por qué esas cosas tenían que ocurrir justamente con las investigaciones criminales que llevaba ella?, pensaba Nastia contrariada, mirando y remirando los apuntes que cubrían su mesa.

La mujer del director del instituto Nicolai Nikoláyevich Aljimenko era ingeniera en jefe de una enorme fábrica de calzado.

El cuñado del secretario académico del instituto Viacheslav Yegórovich Gúsev era joyero y utilizaba cianuro para aplicar el oro molido sobre las piezas.

La sobrina del jefe del laboratorio Pável Nikoláyevich Borozdín trabajaba como secretaria en el Instituto de Minería.

La hija del jefe del proyecto científico Guennadi Ivánovich Lysakov estaba casada con un fotógrafo.

Y, por último, el colaborador científico Valeri Iósefovich Jarlámov tenía un vecino que solía acompañarle en sus excursiones de pesca y que trabajaba en la industria textil y tenía muchísimos amigos en diferentes fábricas textiles.

Emplearon otro día más en recorrer esas cinco empresas y cotejar las marcas estampadas en la ampolla encontrada en el piso de Sitova con las de las ampollas utilizadas en esos sitios. No sirvió de nada. En las cinco empresas las ampollas de cianuro provenían de otras tantas fábricas químico-farmacéuticas, todas ellas distintas de la que había «suministrado» el veneno que mató a Galaktiónov.

Pero Nastia no se desanimaba. Todavía quedaban muchas posibilidades de llevar a cabo otras averiguaciones, los fracasos sólo avivaban su encono, le daban alas.

—Otro golpe en falso —le anunció con alegría a Korotkov—. Menudo criminal nos ha tocado en suerte, así da gusto trabajar. ¿Sabes?, si a pesar de todo un día resolvemos este asesinato, me cobraré un gran respeto a mí misma. Palabra de honor.

—¡Cielos! —exclamó Korotkov llevándose las manos a la cabeza—. Ojalá que te cases pronto. Estás a punto de cumplir los treinta y cinco…

—A punto, no —rectificó Nastia—, faltan cuatro meses todavía. Soy géminis, nací en junio.

—Bueno, da lo mismo, tienes treinta y cuatro, que, dicho sea de paso, también son unos cuantos. Deberías estar lavándole camisas a tu marido, haciéndole guisos y potajes, criando a los hijos y tenerte respeto por todo eso, y no porque puedas echarle el guante al degenerado de turno.

—Yura, cariño, ya es un poco tarde para reeducarme, compréndelo. Tú mismo acabas de decir que pronto voy a cumplirlos treinta y cinco. Soy como soy, ya no hay nada que hacer. En cuanto a lavar camisas y hacer potajes, de eso nada, aunque revientes de la justa indignación aquí mismo, delante de mis ojos. Nunca voy a hacer esas cosas, nunca, y ya está.

—Me gustaría saber quién lo hará si tú no lo haces.

—Chistiakov. Que siga cobrando sus lucrativos honorarios en dólares, que se compre electrodomésticos de fantasía y que me lleve a cenar a restaurantes. Yo no me caso para ser ama de casa.

—Qué dura eres, Aska —suspiró Korotkov—. Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—Probemos la dirección inversa. Como no nos dejan entrar por la puerta principal, vayamos hacia la escalera de servicio. Pediremos a la fábrica químico farmacéutica que nos mande la lista de empresas a las que suministra cianuro. Luego iremos a esas empresas y allí buscaremos el rastro que nos conduzca hacia uno de nuestros cinco doctos varones.

—Vaya tute —dijo Yura con gesto dubitativo.

—Nooo, de tute, nada —le contradijo Nastia y cabeceó alegremente—. Se me acaba de ocurrir una idea loca…

—¿A ver? —le preguntó Korotkov animado—. Anda, dímelo.

—No, no te diré nada. Te vas a reír. De veras, de veras, es demasiado descabellada. Será mejor que la ponga a prueba yo solita.

—Como quieras.

Resolló con enfado y empezó a prepararse para marcharse a casa.

6

Al última hora de la tarde del día siguiente, Nastia tenía delante de sí la lista de las empresas e instituciones a las que la fábrica químico farmacéutica número 16 suministraba cianuro en ampollas. Echó una ojeada a la lista y lanzó un suspiro de angustia. Tenía la impresión de que su idea loca, aquella que no había querido compartir con Korotkov, era la acertada. Pero si era así, entonces, el asesino al que quería identificar podía resultar aún más cruel y peligroso de lo que se imaginaba. Y era muy probable que enfrentarse con él no tuviese nada que ver con la cuestión del respeto hacia sí misma de Anastasia Kaménskaya, sino que se convirtiese en un juego a vida o muerte. Esta conclusión le produjo honda inquietud.

La lista de empresas citaba la fábrica de joyería El Diamante, y era precisamente en esta fábrica donde trabajaba un tal Setunov, amigo del alma del difunto Galaktiónov.

—Yura, corre, vamos a ver a Setunov —ordenó Nastia tras cotejar la lista de empresas con la de los amigos y conocidos de Galaktiónov.

Nastia y Korotkov fueron zumbando a casa de Vasili Setunov. No tuvieron suerte: el hombre estaba borracho.

Borracho hasta el punto de no acabar de comprender quién y para qué habían ido a verle. Al parecer, había estado bebiendo en compañía de su propia esposa, que se encontraba bastante achispada pero mantenía cierta lucidez mental e incluso podía expresarse de forma coherente. Dado el estado de ambos, no era posible interrogarles.

—Aquí les dejo una citación —dijo Korotkov en voz alta, hablando despacio, mientras colocaba la citación en un lugar visible—. Mañana, a primera hora de la mañana, en cuanto se despierten, quiero que vayan corriendo a la Fiscalía, a ver al juez de instrucción Olshanski, aquí pone el número del despacho. ¿Han comprendido?

—Hummm —masculló Setunov asintiendo con la cabeza, pero era evidente que no había comprendido ni una palabra.

—Claro que hemos comprendido —le aseguró la no tan achispada esposa—. Pero ¿qué quieren? ¿Y si se lo decimos ahora de una vez, y nos ahorramos el viaje, eh?

Miró a los ojos de Nastia con aire de súplica, probablemente, porque le había parecido más blanda y compasiva.

—Adelante, pregúntenos, les contaremos todo lo que sabemos. No hagan caso de que estamos pilili, lo entendemos todo… Estamos perfectamente bien, camaradas policías…

—Vamonos de aquí —dijo Yura, y tiró a Nastia de la manga—. Tal como están, no nos sirven de nada. Nos soltarán un cuento chino…

—Qué pena —suspiró ella—. Tendría toda la noche para inventar alguna idea aprovechable.

—La noche está para hacer el amor y dormir, y no para inventar ideas aprovechables —pontificó Korotkov—. Ya que piensas dejar la vida de soltera, has de quitarte también los malos hábitos.

De nuevo, Nastia volvió tarde a casa. Y, por primera vez en muchos años, de pronto pensó en lo bonito que sería que la esperasen luces encendidas, la mesa puesta y Liosa. Últimamente le daba miedo dormir sola. Antes no le pasaba nunca. Había empezado hacía algo más de un año, justamente cuando a Volodya Lártsev le ocurrió aquella desgracia. Los criminales que intentaban asustarla se habían apoderado de las llaves de su piso y se lo hicieron saber enseguida al dejar la puerta abierta. El miedo que pasó aquella noche, sola en el piso que los criminales habían abierto, no lo había experimentado en su vida, y no volvió a experimentarlo luego. Sin embargo, algo de aquel miedo seguía acompañándola desde entonces.

Tras cerrar la puerta desde dentro, se dejó caer cansadamente en la silla de la cocina y reflexionó con pereza sobre lo que podía cenar. Además de unas latas de conservas de carne y de pescado, en la nevera había huevos, medio bote de ketchup, mayonesa, un trozo de queso que aún era posible consumir si lo pasaba por un rallador. Podía hacerse una tortilla a la francesa. O preparar una ensalada con dos huevos duros y las conservas de pescado. También podía elegir lo más fácil: echar sobre la sartén dos rebanadas de pan y espolvorearlas con queso rallado. Hacer café y tomárselo con las tostadas. ¿Acaso no era buena cena? Lo importante era que prepararla sería rápido y no requeriría esfuerzos.

Molió café en grano, vertió en la cafetera turca el agua hirviendo y la dejó en el fuego, que bajó al mínimo. A Nastia le gustaba el café bien cocido y macerado. Sacó el rallador y, despellejándose los dedos, ralló el queso, que tenía la consistencia de una piedra, lo echó encima de las rebanadas de pan blanco levemente untadas de ketchup, que se freían en la mantequilla, y tapó la sartén. El encanto de esta clase de cenas consistía en que, para prepararlas, una no necesitaba ni levantarse de la silla. La cocina del piso de Nastia era minúscula, y la había amueblado de modo que podía alcanzar la nevera, los fogones y el armario colgado sin moverse de la silla.

Esperando a que se hicieran el café y las tostadas, encendió un cigarrillo, se reclinó sobre el alto respaldo de la silla y volvió a darle vueltas en la cabeza al asesino de Galaktiónov. Si no estaba equivocada, no sólo era más peligroso de lo que había pensado. Era aún más vil y repulsivo que el propio Galaktiónov. Ahora podía entender por qué tuvieron que volver a verse. El 22 de diciembre, en el piso de Sitova, Galaktiónov le entregó los sumarios robados. En teoría, ese día debía cobrar la retribución apalabrada. ¿A qué venía celebrar un nuevo encuentro? Nastia suponía que, por algún motivo, el 22 de diciembre Galaktiónov no recibió el dinero pero, a decir verdad, no conseguía dilucidar ese motivo. Sasha el Whist, aventurero y estafador, jamás habría entregado a su cliente los sumarios sin cobrar. Acostumbrado como estaba a jugar con la credulidad de los demás, evitaba caer en el mismo error. «¿Y si suponemos que, tras coger los sumarios y entregar el dinero, el futuro asesino de Galaktiónov le encargó a éste otra tarea? Por ejemplo, que consiguiese el cianuro». Y sería ese mismo cianuro el que emplearía para envenenarle durante su nueva visita. Contaba con que, para un juez instructor poco perspicaz, su muerte pasaría por suicidio, puesto que el cianuro se lo había procurado el propio difunto. También la ampolla estaría a la vista, allí donde supuestamente se le había caído al fallecido. En el caso de que el juez instructor descartara el suicidio, tampoco pasaría nada, no tenía importancia. Busquen ustedes al asesino. No le encontrarán ni aun buscándole con candil…

El fuerte olor a pan quemado la devolvió a la realidad. Demonios, ¡era incapaz de preparar siquiera una comida tan sencilla!

Al sacar las tostadas de la sartén y servirse un café fuerte y aromático, Nastia Kaménskaya pensó por enésima vez que había hecho bien al aceptar por fin casarse con Chistiakov. A su lado se sentía tranquila, cómoda y segura, a su lado no tenía miedo. Además, a Chistiakov la comida no se le quemaba nunca.

7

Nastia se consumía de impaciencia esperando la llamada del juez de instrucción Olshanski. ¿Y si la resaca le impedía a Setunov acordarse de que la noche anterior habían venido unos policías y le habían dejado la citación? ¿Y si la había perdido y no sabía adónde tenía que ir ni por quién debía preguntar? ¿Y si aún continuaba borracho? Llevaba llamando a casa de Setunov desde primera hora de la mañana pero nadie cogía el teléfono.

Olshanski la llamó alrededor de las doce.

—Oye, Kaménskaya, ¿de dónde has sacado a ese trompeta que me has mandado? —gruñó en el auricular el familiar falsete—. Despide tales efluvios que me ha empañado las gafas. Bueno, ha confesado que le proporcionó cianuro a Galaktiónov. Dos ampollas. Eres una chica lista, no sé cómo lo has adivinado. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—No lo sé —dijo Nastia con una risa de alegría—, probablemente, de pura desesperación. Como no conseguía establecer la relación entre el veneno y el asesino, había que intentar buscar la que unía el veneno con la víctima. En realidad, la idea no es demasiado novedosa, en la literatura mundial ha sido utilizada con creces.

—Oye, oye, no me metas los dedos en el ojo, no soy tan ignorante, así que deja eso —declaró Konstantín Mijáilovich con su habitual estilo cortante—. Yo también leo libros. Cierto, se conocen muchos casos de criminales que usan alguna sustancia que pertenecía a la víctima. Pero que el asesino le pida a la víctima que le procure el veneno, y que luego le administre el veneno en cuestión, eso ya, bueno, lo supera todo… Es lo mismo que obligarle a cavar su propia tumba o hacer el nudo en la soga. Que el asesino de Galaktiónov fuera capaz de hacerlo no es, por supuesto, ningún timbre de gloria para él. Pero ¿a ti cómo se te ha ocurrido siquiera pensar en esto? Una criatura frágil, ojitos azules, pelillos blancos, susceptible como una rosa, siempre eres la que se compadece de todos y se toma a pecho sus desgracias. ¿Creías que no lo sabía? Lo sé de sobra. Pues dime, ¿cómo se te ocurre a ti, tan buena y tan sensible, llegar a esos pensamientos tan asquerosos e idear esas conjeturas tan repugnantes, eh? Para pensarlo hay que poseer una mente perversa y odiar a la humanidad, pero tú, tú la amas. ¿O no la amas y sólo finges amarla?

—Konstantín Mijáilovich, no le servirá de nada tratar de sacarme de quicio —contestó Nastia haciendo un esfuerzo por no alzar la voz y conteniendo a duras penas la rabia que bullía en su interior—. Si éste es el objetivo que persigue, démoslo por alcanzado y empecemos por fin a trabajar con normalidad. No me gusta que los hombres, por muy jueces de instrucción de la Fiscalía Municipal que sean, discutan mi aspecto físico, y encima, haciendo uso de diminutivos cariñosos. Sé que no le caigo bien, que no puede ni verme, pero no tengo la menor intención de ahorcarme de pena. Y puesto que ni usted ni yo pensamos presentar la dimisión en un futuro histórico inmediato, le propongo que nos dominemos, porque de todas todas tendremos que trabajar juntos, y en más de una ocasión. ¿Cree que podríamos pactar algo y calcular un denominador común, o considera que es del todo imposible?

—Escucha, Kaménskaya, creo que ese amor propio tuyo te ha vuelto majara —respondió el juez instructor sin inmutarse—. ¡Pero si te estoy alabando, tontita! ¿Es que no lo comprendes? ¡Alabando! Pero si acabo de decirte que eres una chica lista. ¿Qué mosca te ha picado? Bueno, ya sabes, es mi modo de hablar, podrías haberte acostumbrado ya, que no nos conocemos desde ayer, ¿eh?

—Pero por qué tiene que tratarme como a una niña…

De repente, la voz de Nastia se entrecortó y soltó un sollozo.

—Porque es lo que eres, una niña. Mi hija mayor tiene casi la misma edad que tú. ¿Cuántos años tienes? Veintisiete o por ahí, ¿no? Y yo ya he cumplido los cuarenta y seis, casi podría ser tu padre. Así que no tienes derecho a enfadarte.

—Tengo treinta y cuatro. Pronto voy a cumplir los treinta y cinco —contestó Nastia resoplando.

—¡Venga ya!

—Se lo juro por Dios, Konstantín Mijáilovich, ¿por qué no se lo pregunta a alguien? Todo el mundo lo sabe. ¿Quiere que le traiga mi pasaporte para que lo vea con sus propios ojos?

—Pues tienes el aspecto de una chávala. ¿Cómo lo haces? ¿Tomas el elixir de la juventud?

—No, paso hambre y vivo sin preocupaciones. No tengo ni familia ni hijos, lo único que tengo es mi trabajo. Éste es todo el secreto.

—Eres de lo que no hay —se admiró sinceramente Olshanski—. Perdona si te he dicho algo que te haya molestado. Hacía mucho que quería hablarte, incluso te mandé señales a través de Dotsenko pero no te dabas por enterada de mis indirectas. ¿Pelillos a la mar?

—Pelillos a la mar —exhaló Nastia aliviada.

Bueno, un problema menos.

Setunov se había procurado dos ampollas de cianuro para dárselas a Galaktionov. Le gustaría saber qué había sido de la segunda ampolla. En el piso de Sitova no estaba. Tampoco habían encontrado el veneno ni en casa de Galaktionov ni en su lugar de trabajo en el banco. ¿Dónde estaría? La pregunta era, sin lugar a dudas, retórica, ya que la respuesta parecía evidente: la segunda ampolla de cianuro la tenía el asesino. ¿Cómo decía Bernard Shaw? Aquel que robó la gorra es quien le dio el pasaporte a la abuelita. Si encontrasen la ampolla, encontrarían al asesino.

8

Cuatro personas habían leído la nota que Grigori Voitóvich escribió antes de morir: su madre, el médico de la ambulancia y el policía que acudieron en respuesta a su llamada, y el juez de instrucción Oleg Nikoláyevich Baklánov. Misha Dotsenko juzgó que quien mejor recordaría el texto de la nota sería el juez instructor, ya que sin duda la había leído más de una vez. Empezaría por él, pues.

Pero la conversación con el juez instructor no arrojó la luz esperada. No recordaba bien el texto, que, según aseguró, era incoherente.

—Eran unas divagaciones sin pies ni cabeza —le explicó a Misha—. Parece que tengo la culpa pero no la tengo, mi culpa es tremenda pero no es mía… O algo así.

—Trate de recordar, ¿qué le produjo la sensación de que aquella carta era incoherente? —preguntó Dotsenko armándose de paciencia—. Tal vez había palabras omitidas y le resultaba difícil captar el sentido de las frases.

—No, no creo.

—Tal vez las frases estaban inconclusas, incompletas.

—No, no recuerdo que hubiese algo así.

—Tal vez había palabras que no entendía. Términos científicos, nombres que le resultaron desconocidos.

—Sí, me parece que algo de eso sí hubo… ¿Sabe?, mientras estaba leyendo la carta, de pronto tuve la impresión de que era una sarta de disparates. A primera vista, todo estaba claro, bien expresado, y luego, de golpe, ¡zas! Y no se entendía nada de nada.

«“¡Zas!, y no se entendía nada de nada”. Habría que darte palos hasta en las orejas para que te acordaras de lo que se debe hacer cuando de tu despacho desaparecen los sumarios. Así que en la segunda mitad de la carta o tal vez hacia el final había una frase difícil de comprender. Hace falta reconstruirla como sea».

Después de Baklánov, le tocó el turno a la madre de Voitóvich, ingresada en una clínica a raíz de las dos tragedias sucedidas en tan breve espacio de tiempo. Esa mujer de setenta años, hasta hacía poco fuerte y enérgica, había sucumbido a la decrepitud, le costaba hablar y no se levantaba casi nunca de la cama. Recibió a Misha con gesto de alarma y desconfianza.

—¿A qué viene todo eso? —le dijo en voz baja—. Se ha quemado el sumario, pues qué le vamos a hacer. Esto no me va a devolver a Grisa. Y tampoco resucitará a Zhenia.

Tuvo que pasar un largo rato al lado de la anciana hasta que la tranquilizó y la convenció de retroceder hacia aquel día horripilante, cuando volvió a casa después de hacer la compra y encontró a su hijo con la soga en el cuello.

—¿Sabe lo que me extrañó? Parecía que se había quitado la vida porque no conseguía aceptar su pecado, haber matado a Zhenia. Pero a todo eso, en la carta no había ni una palabra de arrepentimiento. Reconocía su culpa pero no se arrepentía. ¿Me comprende? Y no decía ni una palabra del pecado, de la pena, del arrepentimiento. No hablaba más que de la culpa. Mi culpa, la culpa no es mía, tengo la culpa, no tengo la culpa… Y al final ponía algo del todo incomprensible, algo sobre el infinito.

—¿Qué, exactamente? —preguntó Misha poniéndose en guardia—. María Davídovna, cariño, haga el favor, acuérdese, ¡es muy importante!

—No —contestó la anciana negando con la cabeza—. No podré recordar las palabras exactas y no quiero contarle una cosa por otra. Decía algo sobre la culpa y el infinito.

Con el médico y el policía que habían estado en el piso de Voitóvich, Misha adoptó otro tono. Los hizo sentarse ante él y le dio a cada uno una hoja de papel.

—Escriban lo que recuerden —les dijo—. Aunque no sean frases completas, aunque sólo sean palabras sueltas.

Cuando el médico y el policía habían garabateado unas cuantas palabras, les ordenó:

—Y ahora, intercambien las hojas y corrijan lo que ha escrito el otro.

Los dos hombres volvieron a quedar absortos en el trabajo. De pronto, el médico levantó la cabeza.

—No, no lo decía así —le dijo al policía—. No ponía «no tengo la culpa» sino «la culpa no la tengo yo». Recuerdo que en aquel momento pensé: «¿Quién si no?».

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó el policía desconcertado.

—La diferencia es notable —aclaró Dotsenko—. Cuando alguien dice «no tengo la culpa» se está justificando. Cuando dice «la culpa no la tengo yo», esto implica que la culpa la tiene alguien más y que el que está hablando sabe quién es en concreto. ¿Cierto?

—Cierto —convino el médico enseguida—. Ésta fue la impresión que tuve al leer la nota. Además, al final decía algo sobre las raíces… No logro acordarme.

—¡Eso es! —se animó el policía—. «Las raíces de nuestra culpa se ocultan en el infinito». Recuerdo que entonces pensé: «Pobre hombre, está desbarrando».

—¿Está seguro? ¿Se acuerda bien de aquellas palabras?

—Es cierto lo que dice —corroboró el médico—. Eso era, exactamente, lo que ponía. Sabe, era justamente esta frase la que producía la sensación de que era un texto ininteligible. Al principio todo tenía coherencia: «No tengo la culpa pero sí la tengo porque he dejado que eso ocurra». Algo así, más o menos. Y luego, de pronto, esa incongruencia sobre el infinito.

—¿No se les ocurre nada? ¿Qué piensan que quería decir? —preguntó Dotsenko por si acaso.

—No —contestaron al unísono—. Una frase sin ningún sentido.

9

Estaba sentado a la mesa de su despacho revisando los resultados de las pruebas. Bueno, el trabajo avanzaba de forma más que satisfactoria. A lo mejor, el aparato estaría listo antes aun del plazo que había prometido a Merjánov. Se tendría que ajustar un poco esta lámina, reforzar el contorno derecho, reducir en una tercera parte la superficie del plano A-6 y aumentar en una octava el A-2. Iba a ser un primor de aparato. También las dimensiones eran las apropiadas, desmontado cabría en un maletín.

A ver si Merjánov no se la jugaba. Podía llevarse el aparato y no abonar el precio. ¿Quién sería el valiente que le obligase a apoquinar entonces? Por el momento, claro estaba, tenían interés en el aparato y bastaba con darles un telefonazo para que viniesen corriendo. Pero luego… si te he visto, no me acuerdo. Debería inventar alguna bonita añagaza, tender una red de seguridad para conseguir cobrar, para que no le tomasen el pelo. Aquella gente, por su parte, era muy capaz de venirle con cuentos, decirle por ejemplo que no soltarían la pasta hasta que probasen el aparato, que igual les estaba colocando una filfa. Tendría que ir con ellos para estar presente en las pruebas de campo. ¿Y cómo iba a ir? Iría pero tal vez nunca volvería. ¿Qué era para ellos? Un infiel…

¿O debía invitar a su representante a que viniese aquí, llevarle al instituto, enseñarle el funcionamiento del aparato en condiciones de laboratorio, coger la pasta y acompañar al invitado junto con el aparato hasta la puerta? Desde luego, eso sería lo más seguro. Pero en condiciones de laboratorio, el aparato no produciría el mismo efecto. La mercancía había que mostrarla en todo su esplendor. Y, en este caso, el esplendor debía tener cara humana y no un hocico de rata o ratón.

Se dio cuenta de que, ensimismado, estaba trazando con un lápiz sobre el papel un ocho tumbado. El símbolo matemático del infinito. Se había relajado, ¡había bajado la guardia de forma imperdonable! Arrugó el papel y lo tiró a la papelera. Se secó las manos, de repente húmedas, respiró hondo. Tenía la sensación de haber estado a punto de agarrar un cable de alta tensión y sin aislamiento, y de haber escapado de la electrocución por los pelos.

Reflexionó un instante, recuperó de la papelera la hoja arrugada, la colocó en el cenicero de metal y le prendió fuego. Eso estaba mejor.