Capítulo 7

CAPÍTULO 7

—Tendremos que volver a empezar desde el principio —dijo Nastia mirando con consternación a Chernyshov, Morózov y Mescherínov.

—¿Por quinta vez? —preguntó Andrei sarcástico, cruzando las piernas y arrellanándose en su asiento.

Se habían reunido en casa de Nastia. Esa tarde de domingo, Nastia, nada más cruzar el umbral, había llamado por teléfono a sus colegas para pedirles que fueran a verla con urgencia. En el recibidor, su bolsa de viaje seguía sin abrir y para entrar en la cocina se tenía que pasar por encima de ella. Por algún motivo, a nadie, ni siquiera a la propia Nastia, se le había ocurrido moverla a un rincón donde no molestase.

—Qué más da que sea la quinta vez —le cortó Nastia—. Abordaremos el asunto por los dos extremos al mismo tiempo. Esta vez creo que obtendremos algún resultado. Oleg, vaya mañana por la mañana al archivo y encuentre el expediente de Yeriómina madre, que fue abierto cuando se la inculpó de asesinato. Andrei y Zhenia se encargarán de las pesquisas en las redacciones y editoriales partiendo de las amistades de Valentín Kosar.

—¿Y tú asumirás el mando ideológico general? —se mofó con malicia Morózov, sin intentar siquiera disimular su descontento porque le habían sacado de casa un domingo por la tarde.

Nastia, que entendía perfectamente su malestar, optó por no hacer caso de la pulla.

—Yo leeré la obra imperecedera de Brizac —contestó ella con calma—, puesto que ninguno de vosotros será capaz de hacerlo. ¿Satisfecho?

—Había hecho otros planes para mañana —continuó quejándose Morózov—. ¿Crees que no tengo otras cosas en que pensar aparte de ese asesinato de hace cien años? Sólo vosotros, allí en Petrovka, que sois la gente guapa de la policía, podéis permitiros eso, escoger un caso de cien y darle duro todos juntitos, al alimón, mientras que los noventa y nueve restantes nos tocan a nosotros, a los curritos de distrito.

—Venga ya, Zhenia, menos lobos —dijo Chernyshov reconciliador—, los jefes nos han mandado trabajar con Anastasia, así que a buenas horas… Corta el rollo.

—Pero si es verdad, mañana no puedo.

Morózov se había puesto nervioso y por un momento Nastia experimentó algo parecido a la compasión. En efecto, podía tener alguna cita importante e inaplazable, tal vez preñada de consecuencias graves para sus asuntos profesionales o incluso para su vida privada.

—Qué le vamos a hacer —suspiró ella—, si no puedes, qué remedio. Empezarás el martes. ¿Te parece?

Morózov asintió aliviado con la cabeza y se mostró más animado.

—Oiga, ¿y si en vez de mandarme al archivo, me pone a trabajar con Andrei? —dijo el estudiante, que estaba sentado en el sillón junto a la ventana, en el lugar más frío, donde por una rendija que había en el dintel de la balconera se colaba un cuchillo de aire invernal.

—No —atajó Nastia—. Usted irá al archivo.

—Pero, Anastasia Pávlovna, por favor —lloriqueó Oleg lastimeramente—. ¿Qué voy a aprender en el archivo? El trabajo de la calle, ése sí que…

—Aprenderá a leer los sumarios —le atajó Nastia con severidad reprimiendo la cólera—. Oleg, si cree que es fácil, me permito asegurarle que está equivocado. ¿Ha visto alguna vez un sumario, tal como se remite a los tribunales de justicia para conocer la causa?

Mescherínov, cejijunto, callaba.

—Un sumario presentado a los tribunales no tiene nada en común con las piezas que el juez de instrucción va recopilando en una carpeta mientras investiga el caso. Es decir, los materiales son los mismos, pero el juez de instrucción suele archivarlos por orden cronológico y le resulta fácil ver qué ha ocurrido primero y qué después. Una vez instruido el sumario, sobre todo, si hay varios inculpados y, encima, Dios no lo quiera, se las han apañado para cometer no uno sino varios delitos, es un rompecabezas de mil demonios. El juez de instrucción puede presentar el sumario ordenado por personas encausadas, en este caso, las piezas se agrupan según estén relacionadas con uno u otro inculpado y, más o menos, siguen este orden, pero para comprender el papel interpretado por cada participante en el suceso hay que buscar en todos los volúmenes del sumario. Pero también ocurre a veces que el sumario se ordena por episodios del hecho criminal, entonces uno las pasa moradas para comprender la parte concreta que le ha tocado desempeñar en el asunto a un inculpado concreto. Y para aclararse entre las declaraciones prestadas por diferentes testigos y quién ha querido «empapelar» a quién, para esto hay que armarse de paciencia en serio. ¿Se ha parado a pensar alguna vez por qué los servicios de un abogado cuestan tanto? Resumiendo, le ruego que me disculpe esta pequeña puesta a punto. Usted, Oleg, trabajará con una causa relativamente sencilla: hay un solo acusado y un solo hecho. Pero le ruego prestarle máxima atención y no confiarse a su memoria sino tomar notas. No pase por alto los nombres de cuantos participaron en la investigación y la encuesta judicial, hay que apuntarlos también. Y una cosa más. No lo tome como un gesto de desconfianza hacia usted pero quiero advertirle de antemano, con tal de evitar futuros malentendidos, que no se le ocurra limitarse a leer la sentencia o los alegatos de la acusación. No son las conclusiones finales lo que me interesa sino todo el curso de la instrucción, entre otras cosas, las declaraciones de los testigos y de los inculpados, sobre todo si esas declaraciones han sido modificadas en el proceso de la instrucción y del juicio. ¿Me ha entendido?

—La he entendido —respondió el estudiante descorazonado—. ¿Me permite hacer una llamada? Mis padres se han ido al campo y temo que ahora, al volver, estén preocupados porque no saben dónde me he metido. Cuando me llamó salí pitando y ni siquiera les dejé una nota.

—El teléfono está en la cocina —dijo Nastia señalando con la cabeza.

Oleg salió y Morózov dijo con retintín:

—¡Vaya con la nueva generación de policías! Está hecho un hombretón, a punto de tener rango de oficial, y ficha en casa ni que fuera un crío. ¡Niñato!

—Tú qué sabes —contestó Nastia con reproche—. Tal vez sus padres son así. Seguramente ya le gustaría no fichar pero se ponen nerviosos. Para los padres nunca dejamos de ser tontos y pequeños, aquí no hay nada que hacer.

Después de cerrar la puerta detrás de sus visitas, Nastia se detuvo pensativa delante de la bolsa abandonada en medio del recibidor, dudando si ponerse a deshacer el equipaje o dejarlo para más tarde. Ésa mañana, su madre y Dirk habían ido al aeropuerto Leonardo da Vinci a despedirla. Nadezhda Rostislávovna le entregó un abultado paquete, sus regalos, y Dirk, con una sonrisa socarrona, le ofreció un envoltorio que contenía un montoncito de libros. Eran los dichosos thrillers de Brizac, editados en formato de bolsillo y en rústica, que habían comprado para ella allí mismo, en un quiosco del aeropuerto. Los libros estaban dentro de la bolsa, junto con el resto de sus cosas. «Tendré que abrirla», pensó con angustia Anastasia Kaménskaya, famosa por su pereza, y se puso manos a la obra.

Tras colocar cada cosa en su sitio se tomó una larga ducha caliente, trajo el teléfono de la cocina, provisto de un largo cable, lo dejó junto al sofá, se tumbó y abrió una de las novelas «rusas» de Jean-Paul Brizac.

—¡Nastiuja! —exclamó Guennadi Grinévich y le dio a Nastia un fuerte abrazo—. ¿Qué haces tú aquí? Si has estado hace nada… ¿Ha ocurrido algo?

—Necesito un consejo.

Nastia atusó cariñosamente los ralos cabellos del director segundo y le dio un breve beso en el mentón.

—Decías que tenías amigos periodistas en Francia y Alemania.

—¿Qué necesitas? ¿Piensas sacar a luz algún escándalo? —bromeó Grinévich.

—Necesito información. Existe un escritor, Jean-Paul Brizac. No es ninguna estrella de importancia internacional, aquí nunca se le ha traducido y tengo la impresión de que ni le conocen. Pero es un autor prolífico, dicen que sus obras se venden bien, que sobre todo tiene éxito entre la gente que viaja y quiere distraerse. Me gustaría averiguar más cosas sobre él.

—¿Es francés?

—Creo que sí aunque no estoy segura.

—Entonces ¿por qué preguntas por los alemanes?

—Tiene una serie de novelas sobre Rusia y me han contado que esta clase de literatura tiene buena acogida entre nuestros emigrantes. Así que he pensado que los periodistas alemanes también estarían enterados.

—En cuanto a lo de los emigrantes, lo que te han dicho es correcto. ¿Qué es lo que quieres saber, exactamente?

—Quiero formarme una idea clara sobre lo que es ese Jean-Paul Brizac. ¿Puedo contar con tu ayuda?

—Haré lo que pueda. ¿Te corre prisa?

—Muchísima.

—Haré lo que pueda —repitió Grinévich con firmeza—. En cuanto sepa algo, te llamaré. ¿Quieres ver el ensayo?

—Gracias, Guena, pero no puedo. Tengo que irme.

Las novelas de Brizac no eran las primeras novelas extranjeras sobre Rusia que leía Nastia Kaménskaya. Es más, entre la cantidad de libros que ofrecían los vendedores ambulantes solía escoger justamente esta clase de publicaciones. Le interesaba saber cómo los autores extranjeros veían y representaban a los rusos. Cada nueva experiencia redundaba en la misma conclusión: la verosimilitud no contaba entre sus virtudes. Ni siquiera los emigrantes, que habían vivido en Rusia muchos años, eran libres de errores a la hora de pintar la realidad rusa actual. En cuanto a escritores tales como Martin Cruz Smith, el autor del famoso best-seller El parque Gorky ni que decir tenía. Al llegar a la página cuarenta, Nastia estaba ya mortalmente aburrida y, sin embargo, hizo un esfuerzo y llegó casi hasta el final aunque nunca terminó el libro, pues no pudo vencer la irritación que le provocaba el sinfín de evidentes mentecateces y disparates que se contaban sobre la vida de Moscú. Más tarde se aplicó a conciencia intentando leer La Estrella Polar y La plaza Roja, obras del mismo Cruz Smith, y volvió a fracasar. Los libros eran francamente malos, y no pudo más que extrañarse de cómo habían llegado a las listas de best-sellers occidentales.

Pero Brizac era otra cosa. Obviamente, pensó Nastia, no era Sidney Sheldon ni Ken Follet pero sus descripciones sorprendían por su veracidad. Se diría que había vivido en Rusia toda su vida, que seguía allí. Le sorprendía la precisión con que indicaba los precios de varios artículos y servicios, incluso en las novelas ambientadas en la Rusia de hacía dos o tres años. Bueno, había periódicos que cada semana publicaban las listas de precios, cualquiera que lo quisiera podía conseguirlos y encontrar allí la información necesaria. Pero las novelas de Brizac contenían también detalles de otra índole, detalles que los periódicos no publicaban y que nadie podía saber si no era basándose en experiencias personales, si no llevaba muchos años codeándose con los jueces de instrucción, detectives, fiscales y jueces, tratando a diario con los dependientes de las tiendas y las amas de casa que hacían cola en esas tiendas. Y también habiendo cumplido una larga condena en una penitenciaría de trabajos forzados, como demostraba una de las novelas más recientes del autor, titulada El regreso triste. Cada vez más, Nastia se reafirmaba en su impresión de que Jean-Paul Brizac era un emigrante ruso. En cuanto a su elegante francés del que tanto alarde hacía en sus libros, era posible que contara con una cuadrilla de traductores y correctores. Y si se ocultaba a los periodistas y fotógrafos, lo haría para mantener la falsa imagen de literato francés.

—Víctor Alexéyevich, tenemos que averiguar si Brizac había estado en Rusia. Quiero comprender de dónde ha sacado la idea de esa puñetera clave de sol color verde manzana. Si no creemos en las fuerzas del más allá y en la clarividencia, no nos queda más que una sola explicación: Vica Yeriómina y Jean-Paul Brizac fueron testigos de un acontecimiento en el que de alguna forma intervino el extraño dibujo. A continuación, Yeriómina empezó a soñar con él y la pesadilla se convirtió en un sueño recurrente, mientras que Brizac, de ánimo más curtido, lo incorporó a su arsenal creativo.

Mientras Nastia hablaba, Gordéyev reflexionaba mordisqueando la patilla de las gafas. Tenía un aspecto aún peor que hacía unos días pero su mirada había perdido la expresión interrogante. «Ahora ya lo sabe», comprendió Nastia. Sí, el coronel Gordéyev ya sabía con certeza, o casi, cuál de sus subalternos se había puesto al servicio de los criminales. Lo único que ignoraba era lo que tenía que hacer ahora y cómo iba a reconciliar el deber profesional con los sentimientos humanos.

—¿Descartas otras explicaciones? —preguntó el hombre al fin.

—Puede ser que las haya. Pero no las he encontrado todavía. De momento es la única que se me ocurre.

—De acuerdo, me pondré en comunicación con el DVYR. Pero ¿qué vamos a hacer si resulta que Jean-Paul Brizac es un seudónimo y el nombre que figura en su pasaporte es distinto? ¿Has pensado en esta posibilidad?

—He recurrido a la ayuda de un amigo que podrá averiguar si en el mundo de la prensa occidental conocen a ese tal Brizac. Tal vez sepan algo sobre si es seudónimo y cómo se llama de verdad.

—¿Qué amigo es ése? —preguntó Gordéyev frunciendo el entrecejo.

—Guennadi Grinévich, trabaja como director segundo en un teatro.

—¿Hace mucho que le conoces? —continuó indagando el coronel.

—Desde que fuimos niños. Pero ¿qué le pasa, Víctor Alexéyevich? —inquirió Nastia sin poderse contener—. ¿Cómo puede vivir si sospecha de todo el mundo? Acabará volviéndose loco.

—En esto tienes toda la razón. A veces creo que ya estoy loco —dijo Gordéyev con un rictus de amargura—. De acuerdo, Stásenka, sigue trabajando. Vuelvo a insistir en lo mismo: ten cuidado, pequeña, guárdate tus conclusiones para ti. No las compartas con nadie, si acaso, hazlo únicamente con Chernyshov, y aun así, únicamente si no queda otro remedio. ¿Entendido?

—Para mí es muy duro, Víctor Alexéyevich —dijo Nastia en voz baja—. Me ha puesto en una situación que me obliga a dar órdenes a los chicos como si yo fuera el gran jefe y ellos unos simples recaderos. Están molestos y con razón. No me sienta nada bien este papel, no tengo madera de mandamás.

—Aguanta, Stásenka —dijo él, y por primera vez en muchos días, la voz del jefe sonó más suave y cálida—. Aguanta. Es necesario para la causa común. Acuérdate de cuando fuiste Lébedeva.

Cierto, Larisa Lébedeva había sido el primero y, sin duda, el más logrado de los papeles interpretados por Nastia Kaménskaya. Chantajista guapa, segura de sí misma, emprendedora, supo tender la trampa y sacar de su madriguera al sicario Gall, a cuyos servicios solían recurrir representantes de cierto altísimo escalafón. En el país había unos cuantos semejantes a Gall, se los podía contar con los dedos. Eran asesinos de clase superior, que cobraban honorarios altísimos y cuyos trabajos nunca llegaban a convertirse en objeto de investigaciones policiales, pues siempre pasaban por un accidente, un cataclismo, una muerte debida a causas naturales o un suicidio. En realidad, la tarea de la chantajista consistía en darle un susto al hombre que podría ordenarle al profesional del asesinato desplazarse a Moscú, y debía hacerlo de tal modo que el cliente se viese en la necesidad de contratar a un mercenario y que eligiese precisamente a Gall y a ningún otro. El equipo encabezado por Gordéyev el Buñuelo desarrollaba su juego, de hecho, a ciegas, a tientas, avanzando a pasitos cautelosos y sin saber si se movían en dirección correcta. El único indicio de que su actuación era la acertada sería que Gall atentase contra la vida de Larisa Lébedeva, es decir, de Nastia. Kaménskaya pasó una semana entera encerrada en un piso extraño y vacío, pendiente del menor ruido en la escalera, esperando con paciencia la aparición del hombre que vendría para matarla. Cuando Gall, en efecto, se personó dispuesto a consumar el asesinato, Nastia-Lébedeva pasó una noche con él a solas tratando de desembrollar sus planes. Y, además de desembrollarlos, obligarle a contárselos en voz alta. Todo cuanto se dijo en aquel piso lo escuchó el equipo de Gordéyev. Pero Gall, de por sí suspicaz, había previsto tal posibilidad y advirtió desabridamente a la chantajista que, si trabajaba para la policía y se atrevía a decir en voz alta algo que resultase peligroso para él, Gall, no le quedaban más de diez o quince segundos de vida, no la salvaría nada ni nadie, aun cuando en el piso de al lado se hubiera emboscado un grupo policial de choque. En efecto, en el piso de al lado se encontraba un grupo de choque en disposición de combate. Pero Nastia tomó la advertencia del asesino en serio y, cuando comprendió lo que se proponía y cómo pensaba actuar a continuación, no se atrevió a contravenir la prohibición e informar sobre los planes inmediatos del criminal a los compañeros, que escuchaban su conversación desde la unidad móvil de interceptación. En lugar de esto inventó un truco ingenioso pero poco menos que imposible, que sólo podría aportar resultados si se producía una concurrencia inverosímil de cierto número de circunstancias: los de la unidad móvil, que escuchaban su conversación con Gall, la conocían bien personalmente, sabían que de adolescente le habían apasionado las matemáticas, que había en su vida un doctor en ciencias, Alexei Mijáilovich Chistiakov, tenían su número de teléfono y no repararían en llamarle a las cuatro de la madrugada. Pero lo más importante era que tenían que captar cierta incongruencia contenida en las palabras de Nastia, ciertas frases y giros que no le eran propios, extraerlos del caudal de su discurso y comunicárselos a Chistiakov. El truco, en efecto, parecía abocado al fracaso pero en aquel momento a Nastia no se le ocurrió nada mejor porque Gall era un asesino de veras inteligente y peligroso, y hubiera sido una tonta incauta si no hubiera hecho caso a sus advertencias. A primera hora de la mañana Gall la llevó fuera de la ciudad; durante el viaje en el vacío tren eléctrico, Nastia se sintió como una oveja conducida al matadero que no tenía ni idea de si su plan había dado resultado o no. Gall la llevó a la casa de campo de su cliente, y allí fue donde Nastia conoció a Andrei Chernyshov y a su asombroso perro, Kiril, que con naturalidad y elegancia la llevó lejos de la emboscada que se le había tendido a Gall. La operación fue coronada por el éxito. Nadie más que Liosa Chistiakov supo cuánta salud le había costado, cuánto tiempo estuvo tomando pastillas porque había perdido el apetito y el sueño por completo, las veces que estuvo a punto de desmayarse por oír un sonido brusco y que cualquier nadería la hacía deshacerse en lágrimas.

—Víctor Alexéyevich —dijo Nastia midiendo cada palabra—. ¿Lo sabe… ya?

Gordéyev le dedicó una mirada cansina y no le contestó. Sólo movió vagamente la mano.

Arsén miraba sin parpadear a su interlocutor.

—¿Por qué no me ha dicho nada de Brizac desde el principio? —preguntó colérico.

—No creí… No pensé que la cosa llegara a esto —balbuceó aquél.

—Usted no pensó… —repitió Arsén con tirantez—. Ella, en cambio, sí lo pensó. ¿Qué quiere que haga ahora? Esa niña es mucho más peligrosa de lo que se imagina, yo ya me lo maliciaba. Si me hubiera hablado de Brizac en su momento, habría tomado precauciones. Cuando menos, no se habría ido a Italia.

—Pero si me había asegurado que un hombre suyo estaría en todo momento pisándole los talones. ¿En qué habrá fallado?

—Mal de muchos, consuelo de tontos —observó con una mueca despectiva Arsén.

—Desde el principio tenía que abstenerme de tratar con usted y hablar únicamente con los que vigilan al juez de instrucción. Le pago a usted un pastón y su gente la ha pifiado —apuntó furioso el interlocutor de Arsén.

—Mi gente hace todo cuanto puede pero hay una cosa que no puede hacer, y es colocarle un candado al cerebro de Kaménskaya. Comprenda por fin una cosa bien sencilla: mientras les llevábamos la delantera, podíamos parar la información perjudicial para nosotros. Pero por culpa de su talante reservado, esa moza se ha hecho con la información y ahora tendremos que influir sobre ella directamente para tratar de evitar que le dé alguna importancia. Y esto, amigo mío, es un procedimiento muy arriesgado y no siempre eficaz. Y también el precio será más elevado.

—¿Me busca la ruina?

—¡Dios me libre! —exclamó el hombre mayor agitando las manos—. Estoy dispuesto a desentenderme del asunto en cualquier momento. No tengo ningún interés personal en su negocio, soy un simple intermediario. Si no quiere pagarme, no me pague, mis hombres se olvidarán de este caso y se pondrán a trabajar en otro. Tenga en cuenta que nos sobran encargos, no nos morimos de hambre. Así que, ¿cuál es su decisión?

—Dios mío, ¡ojalá pudiera tomar otra decisión! —susurró con desesperación el hombre que ese día no iba ataviado con su elegante traje inglés sino con un pantalón y un grueso jersey de esquí, pues había acudido a la cita con Arsén desde su casa de campo—. Por supuesto, le pagaré pero, por favor, sálveme.

Sentada en su despacho, Nastia miraba con angustia a la ventana, detrás de la cual un diciembre tibio y lleno de barro y charcos se empeñaba en impedir que la ciudad adquiriera un aspecto atractivamente invernal y navideñamente festivo. El estudiante Mescherínov no había vuelto aún del archivo. Al parecer, le había llegado al alma lo que Nastia le había contado sobre las dificultades que entrañaba el estudio de sumarios penales y se había propuesto cumplir su cometido con esmero y meticulosidad.

Mirando a los automóviles aparcados delante de la valla de hierro forjado, se fijó en un BMW rojo, recién salido de fábrica, que antes nunca había visto por allí. Por reflejo clavó la vista en aquella mancha roja, llamativa en medio de la calle gris y sucia, y continuó absorta en sus reflexiones sobre el caso de Yeriómina y el comportamiento que debía adoptar respecto a sus compañeros.

—¿En qué piensas, pensadora? —sonó la voz de Yura Korotkov, aquel joven que malvivía junto con toda su familia y la suegra hemipléjica en un apartamento diminuto y esperaba con paciencia a que crecieran los hijos de su amiga para poder casarse con ella.

—En nada especial —sonrió Nastia—. He visto un nuevo BMW en la calle e intento adivinar quién habrá venido a nuestra cueva en un cochazo como éste.

—¿No lo sabes? —se extrañó Yura—. Es de nuestro Lesnikov. Ha cambiado de coche recientemente.

—¿No me digas? —dijo Nastia, a quien ahora le tocaba extrañarse—. ¿Con esa miseria de sueldo que nos pagan?

Korotkov se encogió de hombros.

—Te gusta tomarles la medida a los ingresos ajenos, ¿eh, Aska? —desaprobó él—. Por si no lo sabías, Igor tiene padres que se ganan bien la vida y está casado con una modista de alta categoría, que trabaja para el mismísimo Záitsev y cobra en correspondencia. De todos nosotros, eres la única independiente, la única que vive a partir de un presupuesto individual, todos los demás tenemos familia, así que, vete tú a saber de dónde sacan los medios.

La puerta volvió a abrirse y en el umbral apareció Igor Lesnikov.

—Vaya, estás aquí, Korotkov, con Anastasia, es que yo llevo una hora buscándote por todos los despachos —le increpó.

—¡Hablando del rey de Roma…! —se rio Yura—. Justamente estábamos admirando tu coche.

Igor hizo oídos sordos a sus palabras.

—Últimamente casi no te veo —dijo volviéndose hacia Nastia—. Antes te pasabas días enteros encerrada en el despacho pero ahora estás fuera siempre. ¿Trabajas en el caso de Yeriómina?

Nastia asintió en silencio temiendo nuevas preguntas que versarían sobre los detalles de la investigación.

—¿Y qué tal va eso? ¿Bien? ¿Has descubierto algo?

—Prácticamente nada. Este caso no tiene solución. Iremos dando largas al asunto hasta el 3 de enero, cuando se cumplan los dos meses, luego Olshanski lo parará y mi tormento habrá acabado. Estoy harta de patear las calles, lo mío es el trabajo sedentario.

—Bueno, todo el mundo lo sabe —sonrió Lesnikov—. Sobre tu pereza corren leyendas. Creo que nos estás tomando el pelo a todos, Anastasia.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Nastia, y abrió muchísimo los ojos, luchando contra un desagradable frío que de repente le invadió el estómago.

—Que en vez de trabajar lees novelas francesas. ¿Qué, vas a negarlo? Estos días, cada vez que entro en tu despacho, veo encima de tu mesa esos pequeños libros con tapas abigarradas y letras latinas. Y no se te ocurra decirme que tiene que ver con la solución del asesinato de Yeriómina, no tragaré por allí. ¿Y tú, Korotkov?

—Yo ¿qué? —se desconcertó Yura.

—¿Te crees que leer novelas francesas ayuda al trabajo policial?

—Yo qué sé. A lo mejor a Aska sí la ayuda. Como tiene esa cabeza tan rara…

La puerta se abrió una vez más y esta vez entró Volodya Lártsev.

—¡Os he pillado! Un detective se gana el sustento rondando las calles, y vosotros aquí, de palique, con la bendición de Aska.

—Y tú ¿qué haces? ¿Correr el maratón? —rebatió Lesnikov—. Corriendo has venido a buscarte la misma bendición.

—He venido a tratar un asunto de trabajo. Asia, ¿qué número calzas?

—Treinta y siete, ¿por qué? —contestó Nastia desconcertada.

—¡Magnífico! —exclamó Lártsev—. ¿Tienes botas de esquí?

—En mi vida las he tenido. Sólo una mente enferma podría imaginarme esquiando.

—¡Vaya, qué lástima! —se disgustó Volodya—. En el curso de preparación física de Nadiusa empiezan a esquiar, y no tiene botas. Las del año pasado ya no le sirven, y comprar botas nuevas sólo para un año es caro. Cuestan un riñón y la mitad del otro, aparte de que el año que viene volverán a quedarle pequeñas. La niña está creciendo. Qué pena —suspiró—, quería pedirte que me las prestaras, mala suerte. Qué le vamos a hacer. Por cierto, Asia, ¿qué tal te va con Kostia?

—¿Con Olshanski? Normal.

—¿No te aprieta demasiado?

—No, creo que no.

—Sabes, a veces puede ser un poco cortante…

—De esto sí que me he dado cuenta. ¿Por qué lo dices, te ha hablado mal de mí?

—No, no, qué va, está muy contento con tu trabajo. ¿Con qué lo has cautivado?

—Con mi belleza, que no es de este mundo —bromeó Nastia para zanjar la conversación, que empezaba a ponerla nerviosa.

Cada uno de los tres había intentado, de un modo u otro, hacerla hablar del caso de Yeriómina. ¿De qué se trataba, del simple interés por saber cómo le iba a una compañera o de algo más? ¿Cuál de los tres había querido sonsacarle, movido por ese «algo más»? ¿O estaban en el ajo los tres? «Dios mío —se desesperó Nastia—. Que se vayan, que me dejen en paz. Sólo me falta que uno de mis chicos me llame ahora».

Por suerte, cuando vino Andrei Chernyshov, el despacho ya estaba vacío. Al verle la cara, Nastia comprendió que estaba seriamente enfadado por algo.

—¿Café? —le ofreció ella.

—No quiero. Escucha, Kaménskaya, es probable que seas una detective genial, pero ¿a qué viene hacerme quedar como un idiota? ¿Es que de veras crees que eres la única que discurre y los demás somos unos retrasados mentales?

Un mal presentimiento paralizó a Nastia pero hizo un esfuerzo por mantener la calma.

—¿Qué ha pasado, Andriusa?

—¿Que qué ha pasado? Sólo tu extrañísima forma de actuar. Cierto, estás al mando de nuestro grupo, Gordéyev te ha nombrado pero esto no te da derecho a ocultarnos información a nosotros, en concreto a mí.

—No te entiendo —replicó Nastia haciendo acopio de sangre fría y sintiendo cómo las manos empezaban a temblarle.

¡Se lo había advertido a Gordéyev, que no podía trabajar conforme las exigencias que le había impuesto!

—¿Por qué no me has dicho que Oleg había requisado la libreta de Kosar? Imagínate mi situación cuando le pregunto a la viuda sobre la libreta de su difunto marido y me contesta que un joven alto y rubio que trabaja en Petrovka se la ha llevado. Resulta que aquí la mano derecha no sabe lo que hace la izquierda. Naturalmente, la mujer se encerró en sí misma y no llegamos a ninguna parte. Seguramente, sospechó que yo la engañaba, que no trabajaba con el joven rubio. ¿Cómo debo interpretarlo?

—No sé nada de ninguna libreta —dijo Nastia lentamente—. Oleg no me la ha entregado.

—¿De veras? —preguntó Andrei receloso.

—Palabra de honor. Andriusa, no trabajo en la policía desde ayer. Créeme, jamás te habría puesto una zancadilla, y menos de esta forma tan burda.

—¡Será imbécil! —exclamó Andrei con coraje.

—¿Quién?

—Ese estudiante tuyo, ¿quién si no? Es evidente que ha decidido tomar la iniciativa y hablar por su cuenta con los que figuran en aquella libreta. ¡Quería trabajar con la gente! Por eso lloró tanto cuando le mandaste al archivo, se ha creído que es Nat Pinkerton, maldito mocoso. En cuanto le vea, se enterará de lo que vale un peine.

—Tranquilo, tranquilo, cálmate, ya me encargo yo de que se entere de lo que vale un peine. Por cierto, ya debería estar de vuelta, no sé qué puede estar haciendo tanto tiempo en el archivo.

—Ya verás como tengo razón —continuó hablando Chernyshov con excitación—. No está en el archivo sino corriendo por la ciudad, investigando las amistades de Kosar. ¿Qué te juegas a que es así?

Nastia descolgó el teléfono en silencio y marcó el número del archivo.

—Por extraño que te parezca, has perdido la apuesta —dijo al colgar—. Mescherínov está en el archivo. Y también estuvo ayer, todo el día.

—Ya veremos qué nos trae cuando vuelva —farfulló Andrei, que tras dar salida a su furia empezaba a calmarse.

La desazón reconcomía a Nastia. Hacía unos momentos, hablando con Korotkov del nuevo coche de Igor Lesnikov, había sentido que un frío desagradable le mordía el estómago. Significaba que en su mente acababa de deslizarse un pensamiento importante pero no había conseguido atraparlo y descifrarlo. Ahora estaba dando vueltas a la conversación, repasándola desde el principio hasta el final, esperando repescar aquel pensamiento. Algo la había puesto alerta mientras hablaban. Pero ¿qué era? ¿Qué?

—Creía que querías invitarme a un café —volvió a hablar Chernyshov.

—En seguida te lo hago.

Se puso a preparar el café y mientras enchufaba el infiernillo, sacaba las tazas, las cucharillas y el azúcar, siguió repasando mentalmente los fragmentos de su conversación con Yura Korotkov.

«Es de nuestro Lesnikov. Hace poco ha cambiado de coche…».

«Los padres de Igor se ganan bien la vida…». No, no era esto.

«Su mujer cobra en correspondencia…». En correspondencia ¿a qué? Parecía que lo que buscaba estaba cerca. ¿Qué más dijo?

«Su mujer… modista de alta categoría…».

La cucharilla se estremeció en su mano y derramó parte del café sobre la mesa.

—Andriusa, ¿a qué se dedicaba la madre de Yeriómina? ¿Cómo se ganaba la vida?

—Era sastra. Antes de que se hubiera alcoholizado por completo había sido buena modista. Su primera condena fue por un robo, ¿te acuerdas?

—Sí, lo habías contado. ¿Y qué?

—Robó a una cliente cuando fue a probarse un vestido, le robó allí mismo, en la sastrería donde trabajaba. Le quitó dinero del bolso y la cogieron con las manos en la masa. Cuando salió en libertad, no la readmitieron en la sastrería; intentó buscar trabajo en otras y en todas le dijeron que no. Por aquel entonces no era fácil encontrar trabajo si se tenían antecedentes penales y, por si fuera poco, una niña de corta edad a su cargo. Yeriómina se colocó de portera, obtuvo el piso de la portería y se ganaba un sobresueldo cosiendo para clientes privados.

—¿Por qué no me lo habías contado antes?

—No me lo habías preguntado.

«Mal hecho —pensó Nasti—. Eres una boba, Kaménskaya, o, para ser más exactos, una estúpida como pocas».

Eran ya casi las diez cuando Nastia por fin volvió a casa. Al salir del ascensor se acercó cansinamente a su apartamento e insertó la llave en la cerradura. La llave se negó a girar.

Cuando era niña todavía, el padrastro le repetía a menudo: «No te apresures, si hay algo que no entiendes, párate a pensar y luego actúa sin prisas y con detenimiento». No apresurarse, no ponerse nerviosa, pararse a pensar…

Extrajo la llave e intentó recordar lo que había hecho por la mañana. ¿Pudo haberse olvidado de cerrar la puerta? No, imposible. Era un movimiento que, como otros muchos, se había convertido en automático. Nastia le dio un leve empujón a la puerta. Claro que sí, estaba abierta. El pestillo de la cerradura estaba bloqueado, por eso la puerta no se había cerrado. Qué raro. Nunca utilizaba el botón de bloqueo.

Entornó la puerta con cautela, bajó procurando no hacer ruido al piso inferior y llamó al apartamento de una vecina.

Cuarenta minutos más tarde vino Andrei Chernyshov acompañado del enorme Kiril.

—Adelante —le dijo al perro cuando se acercaron al apartamento de Nastia—. Ve a ver qué pasa allí dentro.

Abrió la puerta de par en par y soltó la correa del collar del perro. Kiril, alerta, entró en el recibidor, examinó detenidamente la cocina, la habitación, se paró unos instantes delante de la puerta del cuarto de baño, delante de la del aseo, escuchando el silencio, olisqueando el aire, y retornó junto al umbral. Olfateó los pies de Nastia, luego regresó al recibidor, dio varias vueltas, salió al rellano y se dirigió con resolución hacia la puerta del ascensor.

—El apartamento está limpio —concluyó Andrei—. No hay extraños aunque sí los hubo, puesto que dentro huele a alguien y no es a ti. ¿Vas a entrar o avisamos a la policía?

—¿Para qué quiero a la policía?

—¿Y si te han robado? Si entras, destruirás las huellas de las pisadas.

—¿Estás loco, Andriusa? ¿Quieres que duerma en la escalera? En el mejor de los casos la policía tardará dos horas en llegar, y al experto forense no lo esperes hasta mañana. Qué te voy a contar, lo sabes tan bien como yo. Vamos adentro.

Entraron en el apartamento. Nastia examinó la habitación. En realidad, allí no había nada que robar, excepto alguna ropa sin estrenar que la madre le había regalado. Todo lo demás difícilmente tentaría a un ladrón.

—¿Qué dices, pues? —preguntó Chernyshov al ver que Nastia daba el examen por terminado—. ¿Está todo en orden?

Nastia abrió un cajón de la mesa donde guardaba, metidos en un estuche, unos cuantos adornos de oro: una cadena con colgante, un par de pendientes y una pulsera elegante y cara que Liosa le regaló cuando sus trabajos le merecieron un prestigioso premio internacional.

—Todo está en orden —dijo lanzando un suspiro de alivio.

—Dime entonces en qué lío te has metido. Si no te han robado, significa que querían darte un susto. ¿Alguna idea?

—El único caso que llevo es el de Yeriómina.

—Ya veo —gruñó Andrei—. Lo tenemos mal, Nastasia.

—Peor, imposible —sonrió ella sin alegría—. Ojalá supiéramos qué es lo que les ha molestado, ¿lo de Brizac o el que Oleg esté curioseando en los archivos?

—Vamos a esperar —dijo Andrei encogiéndose de hombros—. No nos queda otro remedio. Antes o después querrán explicar qué es lo que pretenden.

Miró el reloj.

—De acuerdo, bonita, tengo que irme, soy hombre casado y padre de familia. Te dejo a Kiril. Pasaré mañana a las siete y cambiaré la cerradura. Ten en cuenta que Kiril no dejará que nadie entre en casa pero tampoco te permitirá salir, así que ni lo intentes.

—Tal vez podría pasar sin Kiril —protestó Nastia tímidamente—. Cerraré la puerta, la cerradura no está rota.

—Tienen las llaves. Creo que te lo han probado de sobra. ¿Te apetece despertar en plena noche y encontrar a un apuesto desconocido junto a tu cama? A veces tu ligereza me sorprende. Hasta mañana.

Andrei cogió cariñosamente a Kiril del collar, lo llevó junto a Nastia, le dijo con aire grave: «Guardar», y se marchó. Nastia y el perro se quedaron solos en el apartamento.

Estaba cansada y tenía frío y hambre, pero lo que más deseaba era tomarse una larga ducha caliente, tumbarse en la cama y transformarse en una niña que vive con sus padres y no tiene nada que temer…

Nastia seguía en el sofá hecha un ovillo y completamente vestida. Al principio había pensado en ducharse pero en cuanto se quitó el jersey, la asaltó un miedo tan intenso que se apresuró a ponérselo de nuevo. Tenía la impresión de que, si entraba en el cuarto de baño y dejaba de oír el zumbido del ascensor, en seguida «él» entraría en el apartamento. Ni siquiera la presencia de un pastor alemán magníficamente adiestrado conseguía serenarla. Para distraerse de la sensación de terror puso la televisión pero la apagó en el acto, pues pensó que el televisor no le dejaría oír los pasos en la escalera. Muy pronto su estado empezó a parecerse a un ataque de pánico, no se pudo obligar a enchufar el molinillo de café porque haría demasiado ruido y se tomó un café instantáneo, que no le aportó ni energía ni calor y sólo le dejó un regusto ácido en la boca. Todo se le caía de las manos, incluso el abrelatas, de modo que apenas consiguió comer algo. Agotada por los vanos intentos de dominar el miedo, se echó en el sofá y trató de concentrarse. ¿Qué diferenciaba ese día del anterior? ¿Por qué había acontecido ahora y no hacía una semana? Porque hacía una semana se encontraba en Italia y antes de esto ni había oído hablar de un tal Brizac. ¿El archivo? Chernyshov había ido al archivo al inicio mismo de la investigación, y su visita no había provocado ninguna reacción. Nastia no preocupaba a nadie mientras se llevaban a cabo los interminables interrogatorios de Kartashov y del matrimonio Kolobov, la requisa de la casete del contestador de Kartashov había sido acogida con tranquilidad. Así que Brizac era el quid de la cuestión. ¿Por qué? ¿Y cómo se habían hecho con la llave del apartamento?

¿Qué más había pasado hoy? A última hora de la tarde llegó Oleg Mescherínov y le enseñó apuntes detallados del sumario de Yeriómina madre. Resultaba que había llevado una vida muy desordenada, a menudo traía a casa compañeros accidentales de juerga, a los que dejaba dormir en su cama mientras mandaba a su hija de corta edad a jugar sola en la cocina y muchas veces se olvidaba de darle de comer. Fue precisamente uno de esos compañeros accidentales a quien mató clavándole el cuchillo de cocina cuando estaba tendido en la cama y, satisfecha, se durmió al lado del cadáver. Cuando despertó, algo más sobria, salió del apartamento dando voces y tropezó con unos vecinos y peatones caritativos que llamaron a la policía.

Al escuchar al estudiante, Nastia reflexionaba sobre el mejor modo de abordar el asunto de su visita a la viuda de Kosar y la maldita libreta. No quería ponerse a malas con Oleg; primero, porque había venido a hacer prácticas justamente para aprender, no para escuchar amonestaciones; y segundo, porque tenían que seguir trabajando juntos y no convenía estropear las relaciones. Nastia optó por empezar con rodeos.

—¿A qué se dedicaba Yeriómina? ¿Cómo se ganaba la vida?

—Era portera —contestó Oleg sin inmutarse tras consultar los apuntes.

—¿Había sido procesada con anterioridad al asesinato?

—Sí, por un robo.

—¿A qué se dedicaba Yeriómina antes de su primera detención?

Mescherínov hojeó el bloc de notas.

—No lo he apuntado. No creo que el sumario lo mencione. ¿Tiene alguna importancia?

—Es probable que no. Pero usted, Oleg, debería ser más meticuloso. El sumario sí lo menciona. No lo tome a mal pero no está preparado todavía para trabajar solo. En vez de aprender, hacer preguntas y obtener respuestas, usted lo que quiere es tomar decisiones y opinar. Seré yo la que decida qué es lo que tiene importancia y qué no la tiene, su tarea consiste en proporcionarme hechos. Los analizaremos juntos y le mostraré cómo debe interpretarlos y valorarlos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —gruñó Oleg recogiendo los papeles de la mesa.

—¿Qué libreta ha requisado a la viuda de Kosar?

El muchacho se quedó inmóvil, un espasmo le contrajo brevemente una mejilla y la cicatriz encima de la ceja, normalmente apenas visible, se congestionó. No dijo nada.

—Estoy esperando —le recordó Nastia—. Démela. No voy a montarle una escena por haberme ocultado que la ha cogido. Ha incurrido en una falta sancionable pero sólo está aquí de prácticas, no ha acabado aún los estudios, por lo que prescindiremos de informes y castigos. Únicamente tiene que recordar que esas cosas no se hacen.

Mescherínov no salía de su obstinado mutismo, la mirada fija en la ventana.

—¿Oleg, qué ocurre?

A Nastia le dio mala espina pero apartó de sí los agoreros pensamientos.

—Anastasia Pávlovna, lo siento muchísimo pero… la he perdido —dijo por fin trabajosamente.

—¿Cómo que la ha perdido? —preguntó Nastia con un hilo de voz—. ¿Dónde?

—No lo sé. Se la traje aquí, usted no se encontraba en el despacho. Cuando regresó quería dársela en seguida, metí la mano en el bolsillo y ya no estaba. Por eso no le dije nada. Tenía miedo a que me riñera.

—Ya le estoy riñendo. Lo que no va en lágrimas va en suspiros. ¿Acaso esperaba que nadie se diera cuenta, pensaba que de alguna manera todo se arreglaría solo?

Oleg asintió con la cabeza.

—En este caso tiene que aprender una regla más. No la he inventado yo sino los físicos. Suelen decir: «Cualquier cosa que pueda ir mal, irá mal por narices. Todo aquello que no pueda ir mal, también irá mal un día». Aplicada a nuestro trabajo, significa que nada se arregla solo nunca, nada desaparece sin dejar rastro y de ningún modo se debe contar con que desaparezca. Cualquier error hay que intentar rectificarlo de inmediato, ¿me oye? De inmediato, y cuanto antes, mejor. Porque cada minuto de retraso entraña el peligro de que ya sea demasiado tarde para rectificar lo que sea. ¿Ha comprendido?

Él volvió a asentir con la cabeza.

—¿Cuándo ha visto la libreta por última vez?

—En casa de Kosar.

—¿Dónde la guardó?

—En el bolsillo de la chaqueta. Cuando usted vino ya no estaba allí.

—¿Se detuvo en algún lugar mientras se dirigía de la casa de Kosar a Petrovka?

—No.

—¿Se quitó la chaqueta en algún momento?

—Sólo cuando vine aquí, al despacho.

—¿Entró alguien en el despacho mientras yo no estaba?

—Más de uno. Korotkov, Lártsev, luego ése… el guapo aquel, no recuerdo cómo se llama.

—¿Igor Lesnikov?

—Sí, sí, ese mismo. También vino Kolia.

—¿Seluyánov?

—Sí. También algunos más, todos preguntaban por usted.

—¿Eran todos de nuestro departamento?

—Creo que sí.

—¿Qué significa «creo que sí»? ¿Estuvieron presentes en las reuniones en el despacho de Gordéyev?

—No me acuerdo. Tengo mala memoria para las caras.

—Entrénela —le espetó Nastia, que ni se preocupaba ya por disimular su ira—. ¿Salió del despacho en algún momento?

—Salí, por supuesto que salí, varias veces, como usted tardaba tanto en llegar…

—Deje de justificarse, será mejor que conteste a mis preguntas con la mayor exactitud posible. ¿Cerraba la puerta con llave?

—Sí… Creo que sí…

—¿La cerraba o no?

—Bueno… No siempre. Si pensaba que iba a entretenerme mucho rato, echaba la llave pero si era para volver en seguida…

—Ya veo. Déme la llave del despacho. Es indisciplinado, no puedo correr riesgos esperando a que entre en razón, tiene buenas cualidades, no me cabe duda, y podría convertirse en un buen detective pero con buenas cualidades no basta. Aprenda a aprender, entonces llegará a hacer algo útil. Y ocúpese de su carácter. La timidez y la cobardía, unidas a la confianza en sí mismo, son una mezcla espantosa. No duraría en ningún colectivo de trabajadores normal.

Oleg se puso la chaqueta en silencio, sacó del bolsillo la llave y la colocó encima de la mesa. Nastia se puso también la chaqueta, se colgó del hombro una enorme bolsa de deporte de la que no se separaba ni en verano ni en invierno y guardó la llave del estudiante en la caja fuerte.

—No se enfade, Oleg —dijo secamente a modo de despedida—. Nuestro trabajo no es un juego, es trabajo de verdad. Tal vez he sido demasiado dura con usted pero se lo ha merecido.

—No me enfado —contestó Mescherínov alicaído.

El timbre de teléfono hizo estremecerse a Nastia. Miró el reloj: era la una y media. ¿Serían ellos?

—¿Anastasia Pávlovna? —dijo por el auricular una agradable voz masculina.

—Sí, soy yo. ¿Quién es?

—¿Cómo se encuentra? —se interesó con viveza el hombre haciendo caso omiso de su pregunta.

—Fenómeno. ¿Quién es?

—Pues yo pienso que no es verdad, Anastasia Pávlovna. Se encuentra mal. Está asustada. ¿A que sí?

—No. ¿Qué quiere?

—Ya veo que sí. Pues bien, Anastasia Pávlovna, de momento no quiero nada excepto una cosa. Quiero que se pare a pensar en cómo ha pasado esta noche.

—¿Qué significa esto?

—Quiero que se acuerde del miedo que ha tenido y qué noche tan inolvidable ha pasado abrazada a ese miedo. Quiero que comprenda que hoy se le ha servido un trago pequeñito, sólo para que se entere a qué sabe el miedo. La próxima vez apurará el cáliz hasta el fondo. Supongo que no le gustaría que su padrastro sufriese una desgracia.

—¿Qué tiene que ver mi padrastro con esto? No le entiendo.

—Lo entiende todo perfectamente, Anastasia Pávlovna. Su padrastro posee un coche pero no es un hombre pudiente, y sus ganancias no le alcanzan para alquilar un garaje. ¿Sabe qué pasa con los coches que duermen en la calle sin que nadie los vigile?

—Los roban. ¿Quiere asustarme con esto?

—No sólo los roban. Los utilizan para cometer crímenes que más tarde son atribuidos al titular del vehículo. Y el titular tarda mucho tiempo en lavar su buen nombre y en demostrar que no conducía el coche en aquel momento. ¿Quiere que Leonid Petróvich se entretenga con ese pasatiempo? Además, en los coches que se dejan en la calle es fácil colocar un artefacto explosivo. O romper la barra de dirección. O hacer alguna atrocidad con los frenos. ¿Le gustaría?

—No. No me gustaría.

—Bien dicho, Anastasia Pávlovna —rio el hombre bonachonamente—. No debe gustarle, es malo. De momento no la amenazo con nada pero si no se comporta como Dios manda, le espera un susto mucho más grande que el de hoy. Hoy ha temido por usted misma. Mañana tendrá que temer por otra gente, alguna muy próxima a usted. Si no lo sabe, se lo diré por adelantado: un temor de esta índole es mucho más desagradable y resulta absolutamente insoportable. Buenas noches, Anastasia Pávlovna.

Nastia colocó el auricular sobre la horquilla del teléfono esmerando el cuidado, como si pudiera explotar. Se lo habían dicho con suma claridad y sencillez: sigue trabajando en el caso de Yeriómina como antes, dale vueltas a la hipótesis del asesinato por motivos personales, y no te haremos daño. «Bueno, Kaménskaya, tienes que decidir. Nadie va a reprocharte nada si abandonas la pista “Brizac-archivo” alegando que no conduce a ninguna parte. Cuentas con la confianza del Buñuelo, del juez de instrucción Olshanski, de Andrei Chernyshov, aunque éste se queja de que no se lo cuentas todo pero aun así reconoce tu autoridad. ¿Morózov? Sería feliz si le dejases en paz. ¿El estudiante? No se trata de él. Hará lo que le ordenen. Pues, ¿qué piensas hacer, Kaménskaya? ¿Echarte atrás o pegar otro arañazo con las uñas? Da miedo…».

Nastia se incorporó sobre el sofá y bajó los pies al frío suelo.

—¡Kiril! —llamó a voz en susurro.

Acto seguido, en el recibidor se oyó un ruido leve y el tableteo, apenas audible, de las uñas contra el parquet. El pastor alemán se acercó sin prisas y se sentó a su lado, sin apartar de Nastia los ojos llenos de interrogación.

—Kiril, tengo miedo —continuó susurrando Nastia, como si el perro pudiera entenderla y contestarle.

En realidad, no andaba muy equivocada. Kiril era, en efecto, un perro singular. Andrei le había echado ojo a los futuros padres del cachorro con antelación y esperó pacientemente a que dos pastores alemanes, excepcionalmente dotados en lo que se refería al oído, olfato e inteligencia, le regalasen al deseado heredero. Crio, mimó y enseñó a Kiril, cuyo pedigrí le asignaba un nombre largo y totalmente indigesto, y logró que, aunque el perro no comprendiera el lenguaje humano (salvo las órdenes, claro estaba), supiera descifrar correctamente la entonación. Además, el número de las órdenes que sabía interpretar era tan profuso que sustituía perfectamente la comunicación verbal.

—Tengo miedo, Kiril —repitió Nastia, esta vez elevando un poco más la voz.

El perro se agitó, su boca se abrió en mudo gruñido, en sus ojos se encendieron ominosos reflejos amarillos. Nastia había leído en alguna parte que el miedo, así como otras emociones negativas, hacía que los riñones segregasen adrenalina en grandes cantidades. Y los animales, al reconocer su peculiar olor, detectaban el miedo humano en el acto. «Sabe cuánto miedo tengo», pensó ella.

—¿Qué vamos a hacer? —continuaba Nastia procurando hablar con aplomo para apartar el miedo—. ¿Mandarlo todo al carajo y en paz? ¿Qué piensas, Kiril? Claro, mi Lionia está en buena forma, cincuenta y siete años y ninguna enfermedad, practica deporte, ha trabajado veinticinco años en la policía, si alguien le ataca, se lo pondrá difícil. Pero no es un extraño para mí, le quiero, le tengo mucho cariño, ha sustituido a mi padre. ¿Acaso tengo derecho a ponerle en peligro?

Encendió la luz del techo de la habitación y empezó a dar lentas vueltas, los hombros caídos y arrastrando los pies enfundados en blandas zapatillas. Kiril, inmóvil como una estatua, observaba su deambular atentamente.

—También tengo a Lioska, ese patoso despistado, matemático de talento pero de una ingenuidad aterradora y demasiado confiado. No cuesta nada engañarle y cogerle en un garito. También Lioska es alguien muy importante para mí, le conozco desde el colegio, fue mi primer hombre, estuve a punto de parir un hijo suyo. Es mi único amigo porque, Kiril, no tengo ni una amiga. Qué raro, ¿verdad? Es probable que no ame a Lioska con ese amor apasionado que se describe en las novelas pero, quizá, simplemente no sea capaz de sentir un amor así. Le amo como yo sé. Por supuesto, a veces se encandila con alguna morena despampanante de pechuga generosa, pero dos horas o dos días más tarde se le pasa. Y vuelve, porque conmigo se siente a gusto y con las otras no tanto. Bueno, para qué ocultarlo, yo también he tenido otros hombres, incluso estuve locamente enamorada de uno. Pero de todos modos, Lioska seguía y sigue siendo el más querido, el más íntimo. Por cierto, nadie nunca cuidará de mí cuando me pongo enferma como Chistiakov. Yo, Kiril, tiendo a padecer de enfermedades graves, tenlo en cuenta. Una vez me lesioné la espalda y ahora, si se me ocurre levantar algo pesado, lo noto, y mucho. Entonces me tumbo en el suelo porque no puedo acostarme sobre nada blando, y allí me quedo, medio muerta, sufriendo en silencio. Liosa me pone las inyecciones, me prepara la comida, me ayuda a levantarme y, en general, hace todo lo que haría una enfermera. Cuando esto sucede, se instala aquí aunque trabaja en las afueras y allí tiene su casa. Desde aquí tarda dos horas y media en llegar al trabajo. Pero nunca se ha quejado, nunca se ha negado a ayudarme. Así que ¿qué piensas, Kiril, tengo derecho a poner en peligro a Liosa Chistiakov?

El andar pausado y el sonido, cada vez más firme, de su propia voz, acabaron por calmar a Nastia. Los escalofríos, que la hacían estremecerse de pies a cabeza, cesaron, incluso había dejado de tener frío y las manos ya no le temblaban.

Miró con atención al perro y comprobó que también éste parecía ahora mucho más tranquilo. «Bueno —pensó con satisfacción—, así que sé dominarme cuando me lo propongo. Kiril lo ha notado».

Nastia decidió tentar la suerte y ampliar el ámbito de su presencia: salió a la cocina. El perro la siguió sin tardar, se sentó junto a la puerta y volvió a quedarse inmóvil como una estatua de piedra.

A las tres de la madrugada Nastia consiguió por fin comer algo y tomarse un café bien cargado y recién hecho; hacia las cuatro se atrevió a meterse bajo una ducha caliente, donde permaneció unos veinte minutos. Alrededor de las seis recogió de la mesa las hojas de papel, cubiertas de palabras sueltas y cuajadas de indescifrables garabatos, las hizo añicos y las tiró al cubo de basura. Kiril seguía apaciblemente junto a sus pies, el hocico apoyado sobre la tibia zapatilla, como diciendo con todo su aspecto: «Ahora te has calmado de verdad, has dejado de oler a miedo y yo también ya estoy más tranquilo. Por eso me he permitido tumbarme a tu lado».

Miró el reloj. Faltaba algo más de cuarenta minutos para que viniera Andrei Chernyshov. Nastia se acercó al espejo y guiñó un ojo a su propio reflejo. Ya sabía lo que iba a hacer.