El sofá
de Sherlock Holmes
Una reminiscencia del doctor John H. Watson
AUNQUE EL SEÑOR Sherlock Holmes me recomendó efusivamente no sacar a la luz los hechos relacionados con La Aventura del Capitán Cansado, mi criterio dicta dejar constancia de ello en mi dietario personal. Habrán de pasar muchos años tras la fecha de mi muerte para que este breve documento salga a la luz. Y ni aún así habré de permitirme dar al lector todos los detalles: baste decir que Holmes llevó a buen puerto el caso, y que el capitán Scarberry, cuyo verdadero nombre no habré de revelar, quedó satisfecho.
Yo mismo no entendí por qué mi amigo recibió un generoso estipendio por el mero hecho de transportar un chaise-longue de lo más corriente desde el ampuloso hogar de Scarberry hasta el sótano del 221 de Baker Street, propiedad de nuestra patrona. Dicho sea de paso, Sherlock Holmes compartió conmigo los honorarios, pues, como él mismo dijo, “ha hecho usted la mitad del trabajo”, ya que entre los dos acarreamos el mueble por medio Londres, con grave perjuicio y resentimiento de mi vieja herida de guerra.
Una vez en la oscuridad del sótano, sudorosos ambos, un candil de Mrs. Hudson encendido, Holmes tuvo a bien comentarme:
—Se habrá dado usted cuenta, Watson, de que tras este asunto hay una mente diabólica con la que antes o después habré de enfrentarme, ¿verdad?
—En absoluto, Holmes. Sólo entiendo que el anciano capitán Scarberry se quedó dormido en su sofá nuevo, que alguien aprovechó para entrar en su domicilio y robar cierta joya de origen oriental, y que no hemos sido capaces de recuperar el objeto robado ni de atrapar a los ladrones.
—¡Pero hombre, Watson! ¡Hemos privado a esos rufianes de su infernal instrumento!
—¿El chaise-longue? Me temo que ha perdido el juicio, amigo mío.
—Muy por el contrario, Watson, le invito a que se tumbe usted un minuto, cierre los ojos, y me escuche atentamente.
Aquella no me pareció una propuesta del todo descabellada, pues lo cierto es que el paseo, y el dichoso sofá, habían resultado muy pesados. De modo que me quité la chaqueta y me eché cómodamente.
—¿Y bien, Holmes?
—Dice usted que el capitán Scarberry se quedó dormido, ¿verdad?
—Sin duda, eso es lo que sucedió.
—Y aún así, el capitán asegura que no lo hizo, ¿cierto? El viejo guerrero explicó, y con buen criterio, que los años pasados haciendo guardia en una garita de Bundelkhund, con los asesinos thugs y los intrigantes sijs rondando al otro lado de la empalizada, le habían enseñado a mantenerse despierto.
—Pero ahora es un anciano, Holmes.
—Pues yo creo en la palabra de ese anciano, Watson. Y usted también lo creerá en cuanto abra los ojos de nuevo.
Obedecí a mi amigo, y en principio, no noté nada extraño, salvo cierto entumecimiento, producido sin duda por el cansancio.
—¿Y bien? —pregunté, y entonces oí las risitas, y pude ver a la cuadrilla de golfillos que a veces asistían a Holmes en investigaciones callejeras, incluido su jefe, el llamado Wiggins—. ¡Cielo Santo! ¿Estabais aquí escondidos, pilluelos?
—Nada de eso —dijo Holmes—. Llegaron hace un ratito. Pero eche usted un vistazo —y me tendió su reloj. ¡Habían pasado no menos de tres horas desde que llegamos a Baker Street!
—¡Imposible, Holmes! ¡No llevo tumbado ni un minuto!
—Veintisiete horas exactamente —explicó—. Ayer me ocupé de avisar a su esposa de que esta noche dormiría en sus antiguas habitaciones… una mentirijilla piadosa, o mentira a medias, si lo prefiere. Pero así es, Watson. Se halla usted en el sofá más cómodo que jamás haya existido. Me parece bastante probable que esté diseñado para presionar ciertos puntos nerviosos que inducen ya no el sueño, sino una placentera y profunda inconsciencia… Un regalo perfecto para alguien que posee bienes valiosos, como el capitán Scarberry, ¿no cree?
—Pero… ¡no es posible, Holmes!
—Sí que lo es, Watson. Estamos antes un sofá desconocido para la ciencia, un sofá soporífero y presumo que, usado sin control, puede convertirse en un artefacto mortal.
—No puedo creerlo… —le dije mientras me incorporaba, y observé que Holmes vestía su batín color ratón, y no la ropa sudada de hacía unos instantes.
—Ni usted ni nadie, Watson. Mejor será guardar este ingenio aquí, a salvo de miradas curiosas, por siempre jamás. Quizá algún día pueda hacer algún bien a la humanidad, pero hoy por hoy, no debe caer en manos equivocadas.
Bien entrada la madrugada, en mi propia casa, y tumbado en mi propio chaise-longue tras haber relatado a mi mujer lo que había sucedido, pude constatar que Sherlock Holmes tenía razón: aquél era un sofá para el que ni el mundo ni mi esposa estaban preparados.