18
L
as cosas nos fueron bastante bien a Louie y a mí hasta la noche del 15 de noviembre de 1927. Hasta entonces, nos habíamos ocupado de cuidar del señor James McCulloch, cumplíamos sus encargos, y apenas nos quedaba tiempo para hacer algunos trabajitos por nuestra cuenta.
No es que en los últimos tiempos hubiéramos vivido en una balsa de aceite: una sombra incierta se cernía sobre el imperio de la Jimmy's Factory, y nadie parecía saber con exactitud quién la proyectaba. El lechuguino Emerson, que rara vez decía una sola palabra de más, salía de su despacho para entrar en el de McCulloch mascullando para sí mismo y con cara de pocos amigos. En los pasillos del Paris Hotel se hablaba del Gobierno, y en los tugurios de Candy corrían los más insólitos rumores acerca de agentes federales que entraban y salían de la ciudad, a veces disfrazados de mendigos o de charlatanes que vendían aceites aromáticos, pomadas y remedios para todas las enfermedades. Oí hablar más que nunca de Chicago y sus contrabandistas, e incluso se dijo que algunos políticos de Baltimore y New York habían puesto Candy City en su lista negra. Un día, Emerson se acercó y me dijo al oído:
—Cuidado, Thompson. Hay espías por todas partes.
Durante el último año, el señor James McCulloch nos ordenó que matáramos a Josh Culligan, el Jefe de Policía, y después tuvimos que meter en cintura al honorable juez Terry Warwick. Ambos habían sido piezas clave para mantener el control sobre la ciudad, y ahora, McCulloch sospechaba de su fidelidad. Louie y yo hicimos visitas a los responsables del Inquirer y el Observer, a los principales sindicalistas de la Jimmy's, a los dueños de algunas licorerías ilegales, e incluso a un par de proxenetas que se estaban haciendo con el negocio de la prostitución en Madison Alley. Todos eran sospechosos.
En general, nos divertimos bastante.
Pero esa noche del 15 de noviembre del año pasado, todo se torció irremediablemente. Por un lado, Louie recibió cierta visita de la que yo no tuve noticia hasta el día siguiente, y por otro, la señora Chester tuvo una amigable charla conmigo.
No es que la gorda señora Chester sea alguien importante; ni siquiera es alguien en concreto. Se trata sencillamente de una de esas muchas caras con las que me he cruzado toda la vida en mi antiguo barrio de Prosper Road. Que yo sepa, la señora Chester no tiene ni ha tenido nunca hijos que pudieran haber sido mis amigos o parte de la Pandilla de Prosper Road. Ni siquiera es una amiga de mi madre. Se conocían, por supuesto. Todo el que iba a la tienda de Tiny Brooks en los viejos tiempos se conocía, aunque sólo fuera de vista. Pero creo que antes del 15 de noviembre de 1927, la señora Chester y yo jamás habíamos cruzado palabra.
—Tú eres el hijo de Eddie Thompson, ¿verdad?
Era bastante tarde, y yo salía de casa de mi madre. Me gustaba visitarla y cenar con ella de vez en cuando. En un par de ocasiones había llevado a Louie conmigo, pero aquello no había resultado. A mi madre no terminaba de gustarle Louie. Decía que parecía un buen chico, pero yo sabía perfectamente que había algo en él que no terminaba de encajar con el carácter de mi madre. Ella nunca me dijo nada, pero yo dejé de invitarlo. No quería que mi madre se sintiera incómoda. No he sido un buen hijo, pero al menos he intentado serlo. No creo que nadie pueda pedirme más.
—Sí, soy yo —le dije a la señora Chester. Estábamos frente a la que, en otra vida, había sido la vieja casa de los Müller. Los dos sicomoros que alguien había plantado allí, al otro lado de la verja de hierro, habían crecido para convertirse en árboles adultos.
—Tú eres amigo de la hija de Margaret.
No sabía de qué demonios me estaba hablando, y ella se dio cuenta.
—Margaret Vettori, de Apache Street, en los edificios nuevos —continuó la señora Chester. James McCulloch había hecho construir esos edificios hacía más de veinte años, pero seguían siendo "los edificios nuevos"—. Margaret tuvo una hija de un matrimonio anterior. La vi contigo hace años, en Douglas Fir Lane. Tú vives allí, ¿no, muchacho? En Douglas Fir Lane.
Entonces supe de quién me estaba hablando.
—El señor Rigoberto, el marido de Margaret, murió esta madrugada —me explicó la señora Chester—. Lo enterrarán mañana por la mañana en Saint John. He pensado que quizás te gustaría ir y saludar a tu amiga. Porque supongo que ella irá al funeral de su padrastro, ¿verdad?
—Es posible —respondí.
La señora Chester se marchó, y yo me quedé allí, en mitad de Prosper Road, pensando en Molly Phillips por primera vez en tres años.
En realidad, no sé si es cierto que hubiera desechado de mis pensamientos por completo a Molly Phillips. No estoy seguro. Pero lo que sí sé es que no quería pensar en ella. Al menos, no quería pensar en lo que le había hecho.
Esa noche, la señora Chester echó a perder la visita que había planeado a Madison Alley. No tenía ánimos para estar con mujeres.
Tampoco quise echar un trago donde Malloy. Me encaminé hacia allí, y me dije que era una ocasión excelente para emborracharme tanto que al día siguiente no pudiera moverme de la cama. Eso habría hecho que las cosas transcurrieran de un modo más natural. Pero no lo hice. Ir a la taberna del negro Malloy significaba beber con Louie. Y lo último que quería esa noche era ver a mi amigo Louie.
De modo que me fui a casa, me metí en la cama, y estuve dando vueltas y más vueltas hasta que la almohada se perdió entre la ropa.
Pensé que tomar una decisión me permitiría conciliar el sueño: a la mañana siguiente, me vestiría con mi traje más oscuro y me presentaría en Saint John para presentarle mis respetos a la familia de un zapatero de origen italiano llamado Rigoberto Vettori.
Fue una larga noche, que me impidió descansar, y me hizo vulnerable a los acontecimientos del día siguiente.
A las ocho de la mañana, en el cementerio de Saint John, vi por primera vez en mi vida a Edward James Thompson. Estaba correteando alrededor de Johann Tiers, el enterrador.
Su madre lo cogió por el brazo, lo arrastró junto a ella, y le echó una buena reprimenda en voz baja. No debía comportarse así en el funeral del abuelo.
Me acerqué al grupo de personas que se arremolinaban junto a la fosa, me quité el sombrero y eché un vistazo. Reconocí a algunos de mis vecinos de Prosper Road (la señora Chester, por supuesto, estaba allí), y curiosamente, vi allí a Joe Stanton y Freddy Bennet, esos dos gordinflones que habían sido los únicos detectives de Candy City hasta hacía un par de años: un tipo llamado Hopkins, que venía de Atlanta, había abierto un despacho en Green Street, donde en otro tiempo habían estado las oficinas del National, el efímero diario de Nick Castle. Hopkins, como todo el mundo, trabajaba para McCulloch.
Stanton y Bennet debían ser vecinos de los Vettori, pues su oficina seguía estando en los edificios nuevos, en Apache Street. Supuse que los demás eran también amigos y clientes del zapatero.
Y claro, allí estaba Molly Phillips, intentando contener a un mocoso que acababa de cumplir tres años.
Esperé a que el reverendo dijera su oración, y cuando los amigos de la desconsolada Margaret Vettori la estaban acompañando fuera de Saint John, llamé a Molly, que llevaba al niño de la mano, unos pasos por detrás de la comitiva.
Se volvieron hacia mí, y pude ver con perfecta claridad a un niño que tenía el pelo negro como el carbón, la nariz de su madre, y los ojos verdes de su padre.
—Corre con la abuela, Edward —le dijo Molly, y le dio un cariñoso azote. El pequeño se marchó sin dedicarme un segundo vistazo.
Me estuvo mirando durante unos segundos. Evidentemente, no estaba contenta de verme.
—Le prometí a tu amigo Louie que jamás volvería a Candy —me dijo—. Me hizo jurarlo. Pero tenía que venir al funeral. Es el marido de mi madre. Tenía derecho a venir. Los dos teníamos derecho a venir.
No contesté. No sabía qué demonios decir.
—Se llama Edward James Thompson, como tu padre —continuó—. Es lo que convinimos, ¿no?
Miré al niño, que estaba revoloteando entre la gente. Molly seguía mirándome a los ojos, severa.
—Louie nunca hizo el trabajo, Jonathan. Así lo llamó él: "el trabajo". En vez de eso, me dio dinero y un billete de tren para New York. Tú nunca debías saberlo.
Continué en silencio.
—El niño nació allí —dijo Molly—, en un buen hospital. En la hoja de registro consta el nombre de su padre: Jonathan Thompson.
—Molly... —comencé, pero no supe cómo seguir.
—Ahí está tu hijo, Jonathan —me dijo, señalando con el dedo hacia el pequeño—. ¿Has reunido valor para asesinarlo tú mismo? Ahí lo tienes, Jonathan. Está indefenso. Puedes sacar tu pistola y matarlo ahora.
Entonces le pegué. Horas antes, mientras me consumía dando vueltas en la cama, no se me había ocurrido que en algún momento de esa mañana tendría que pegar a Molly. Pero le pegué, con el puño cerrado, y en la mandíbula.
Molly cayó al suelo. No estaba inconsciente, pero tampoco gritó. Nadie lo vio.
Nadie, salvo Edward James Thompson, que señaló hacia nosotros. Pero las personas que acompañaban a su abuela no le hicieron caso. Sólo era un niño.
No sé si Molly se incorporó de inmediato, porque di media vuelta y salí del cementerio caminando a toda prisa. Mi hijo me siguió con la mirada.
Fue la última vez que lo vi, y sé que no volveré a verlo jamás.
Es una bendición.
En el ambiente de sospechas e intrigas que se había creado en Candy City, no habría sido difícil para mí considerar que Louie me había traicionado. Pero eso no es cierto. Al menos, yo no pensé en ningún momento que Louie fuese un traidor. Sencillamente, tomó una decisión e hizo lo que creyó oportuno: rompió su palabra. Nunca contrató a dos o tres tipos para que violaran y molieran a palos a Molly Phillips hasta hacerla abortar, tal y como habíamos convenido. Por el contrario, le contó la verdad y la envió a New York con unos cuantos dólares en el bolsillo y la promesa de que jamás volvería a Candy. Louie salvó la vida de mi hijo, en contra de mi voluntad.
¿Traición? No. Sencillamente, Louie no actuó como el bastardo que era habitualmente. Como el bastardo que soy yo.
Por ese motivo, esa mañana no fui a casa de Louis Katzenberger para descargar sobre él los tambores de mis dos revólveres, sino para charlar con él. Sólo para charlar.
Nunca en mi vida he hecho nada tan acertado como visitar a mi amigo aquella mañana.
En algún momento de su vida, Louie había abandonado a su tía Helen y se había marchado a vivir a una casita, no muy distinta de la mía de Douglas Fir Lane. La casa de Louie estaba en una barriada del Este, tan cerca de la estación de ferrocarril que las paredes temblaban al paso de los trenes. A Louie le gustaba ese sonido. A medianoche, cuando estábamos borrachos en el saloncito y comenzaba el insoportable estruendo del expreso de Chicago a New York, Louie llenaba los vasos hasta rebosar con whisky de centeno, y canturreaba una canción de negros sobre un tren nocturno. No sé dónde diablos la había aprendido, pues sólo se la he oído cantar a él.
—A mediodía, a las doce en punto, pasa por aquí de vuelta a Chicago —solía apostillar Louie.
El patio era una auténtica jungla de malas hierbas, trastos viejos y puntiagudos pedazos de azulejos y botellas rotas. De cuando en cuando, quemaba los matojos y controlaba el fuego con el agua de una manguera agujereada. Realizaba esta operación en mitad de la noche y sólo cuando estaba muy, muy borracho. Era todo un espectáculo.
Esa mañana, cuando llegué allí, pensé que lo iba a encontrar durmiendo en algún rincón de su casa, hecho un ovillo en su sillón, o tirado junto al retrete, pero no fue así. La puerta estaba abierta, y Louie se hallaba sentado a la mesa del salón, de espaldas a la entrada, los brazos en su regazo. Vi una botella de whisky sobre la mesa. Lo que faltaba en la botella estaba en un vaso.
Algo no marchaba bien.
—¿Louie? —pregunté, pero no obtuve respuesta alguna.
Me acerqué, y pude ver su rostro, los ojos todavía abiertos y esa expresión suya, tan particular, que parecía divertida incluso ahora que estaba muerto.
Tenía la herida de entrada de una bala en el pecho, justo en el corazón. Moví ligeramente su cuerpo y vi que el proyectil había salido por la espalda. Esa herida era mucho mayor. Calibré las dos heridas a ojo, y me hice una idea bastante aproximada de qué clase de arma había disparado la bala, y a qué distancia. No había sido un revólver, ni le habían tirado a quemarropa, pues no había quemaduras de pólvora alrededor de la herida.
Curiosamente, alguien se había molestado en cambiar su chaqueta agujereada por una limpia. No lo habían matado mientras estaba allí sentado, pues no encontré la bala incrustada en el respaldo de la silla.
El cadáver aún no se había enfriado. Quien hubiera matado a Louie, lo había hecho aquella misma mañana.
Dejé el cuerpo tal y como lo encontré, y salí de allí a toda prisa. Nadie me podía garantizar que el asesino no anduviera todavía por allí.
De camino a casa pensé en esa herida, en Molly Phillips, en mi hijo, y en quién diablos podría haber hecho aquello.
Ya he dicho que en Candy City, cualquiera puede tener motivos para matarte.
Como ya dije en otra parte, el fiscal Roberts ni tan siquiera se molestó en intentar adjudicarme el asesinato de Louie. Si hubiera sabido algo sobre el asunto del hijo de Molly, quizás habría intentado montar una conjura alrededor de ese crimen. Pero lo dudo mucho.
Sólo habló del cadáver de Louie porque tenía curiosidad por conocer la verdad. Sí, el fiscal Roberts, el honorable juez Henry Reginald Swithern, y supongo que todos los miembros del jurado, querían saber por qué el acusado había disparado contra un cadáver y había intentado hacerlo desaparecer en el río.
La cantidad y la disposición de las heridas, así como las balas que se recogieron, y en general, todo el informe del forense, confirmaban que alguien había disparado doce veces seguidas contra un cuerpo muerto. Y eso precisamente es lo que yo admití, sin dar otra explicación.
Incluso el letrado Richard Falk, el hombre que me ha estado defendiendo, quiso saber la verdad cuando me interrogó al respecto.
Nunca he dicho nada, porque nadie podrá hacer justicia a Louie.
De eso ya me encargué yo.
Los dos agentes federales me estaban esperando en la cocina de mi casa. Se habían tomado la libertad de prepararse un café, y uno de ellos se estaba comiendo un emparedado.
Les habría disparado de no haber visto las placas de identificación junto a las tazas y el pan de molde.
—¿Señor Thompson? —dijo uno de ellos, el que estaba sentado a la mesa de la cocina con el café en la mano—. Soy el agente Farquhart, y este es el agente Smith. La puerta estaba abierta.
El agente Smith, que era el que se estaba comiendo mi pan y mi manteca de cacahuete, hizo un gesto de saludo con la mano. El tipo era mayor que Farquhart, y tenía la envergadura de Stanton y Bennet, los detectives de Apache Street.
Aquella improvisada escenita de allanamiento de morada me hizo ver con claridad que el Gobierno Federal se había dejado de sutilezas: ya no habría más disfraces, falsos rumores ni investigaciones soterradas. Alguien, muy arriba, había decidido hacer limpieza en Candy City, pues estos sabuesos no andaban a ciegas. Me pregunté si tendrían algo sólido contra McCulloch, y pensé que sí. Los días de la Jimmy's Factory estaban llegando a su fin.
—Sírvanse con libertad, caballeros —les dije—. ¿Qué desean?
El tipo del emparedado sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta, leyó un par de líneas para sí mismo, en voz baja, y después dijo:
—Usted es un matón de James McCulloch, ¿no es cierto?
—Soy un empleado del señor McCulloch —respondí—. Uno de sus ayudantes personales y guardaespaldas. Tengo licencia de armas. Si desean verla...
—No es necesario —dijo Farquhart, que apuró la taza de café y se sirvió otra—. Señor Thompson, hemos venido a solicitar su colaboración en una investigación federal. Un amigo de usted, el señor Katzenberger, ha prometido que nos ayudaría. El señor Katzenberger se ha referido someramente a las actividades ilegales que se realizan en las diversas sucursales de la Jimmy's Factory, tanto en esta ciudad como en otras muchas. Esas actividades están dirigidas por el señor James McCulloch, propietario de la empresa de caramelos Jimmy's.
—Su amigo Katzenberger nos ha asegurado que usted también colaboraría con nosotros —dijo el gordo Smith con la boca llena—. A cambio, nosotros podemos proporcionarles a ustedes dos cierta inmunidad.
—Tenemos pruebas —se apresuró a decir Farquhart.
—Docenas de pruebas —añadió Smith.
Abrí el armario de la vajilla, saqué una taza y me serví un café grumoso. Esos federales ni siquiera saben preparar una cafetera como Dios manda.
—Por supuesto, agentes, pueden contar conmigo —les dije—. Vengan a verme cuando deseen y podremos hablar de todo lo que quieran. Estoy dispuesto a colaborar en todo lo que me pidan. No tengo nada que ocultar al Gobierno de los Estados Unidos.
—Eso mismo nos dijo Katzenberger —contestó Farquhart—, y me alegra oírselo a usted.
—¿Cuándo han hablado ustedes con Louie? —pregunté.
Smith se tragó el último bocado, dio un paso adelante, y me dijo:
—Nosotros hacemos las preguntas, Thompson.
—Claro.
—¿Cuándo vio por última vez a Katzenberger? —preguntó Smith.
—Ayer —respondí, y estuve a punto de añadir: "Al menos, ayer estaba vivo"—. Trabajamos todo el día en el Paris Hotel. Nos encargamos de la seguridad del señor McCulloch.
—¿Y no trabaja usted hoy, señor Thompson? —dijo Farquhart.
El día anterior, McCulloch nos dijo que no era necesario que fuéramos al hotel. Solía suceder con cierta frecuencia: acudía a reuniones secretas y tenía visitas que nosotros desconocíamos. McCulloch sabía calibrar el peligro, y prescindía de nosotros cuando lo consideraba oportuno. Aunque éramos sus guardaespaldas personales, estábamos muy lejos de conocer al dedillo todos sus trapicheos. Sí, sabíamos lo suficiente como para causarle muchos problemas, quizá lo suficiente para enviarlo a prisión. Pero en realidad, McCulloch procuraba mantenernos a oscuras.
Por supuesto, no tenía la más mínima intención de explicarle todo esto a los federales.
—No —respondí—. El señor McCulloch me dio el día libre, aunque me pidió que estuviera disponible.
—¿Disponible para qué? —dijo Smith.
—Para cualquier imprevisto, supongo.
—Se podría decir que una investigación federal es un imprevisto bastante gordo, ¿verdad, señor Thompson? —dijo el agente Farquhart, que recogió su placa, le tendió la suya a Smith, y se puso en pie.
—Sí, señor. Yo diría que sí.
—Entonces —continuó Farquhart— es muy posible que reciba en breve una llamada de teléfono. ¿No lo cree así, señor Thompson?
—Es muy posible, señor.
—Sobre todo si alguien le ha contado a su jefe que Katzenberger es un chivato —añadió el gordo Smith—. Alguien podría habérselo dicho a McCulloch, sí. Y esa misma persona podría, en un futuro próximo, contar por ahí que usted también es un chivato. ¿Qué le parece, Thompson?
—Si alguien hubiera hecho eso, diría que esa persona es un auténtico montón de mierda y merece que le metan una bala en los sesos.
Me lo busqué yo solito, porque esperaba esa reacción de Smith, y no de Farquhart, que estaba a mis espaldas: me pegó un fuerte puñetazo en las costillas, y la taza saltó de mi mano hacia alguna parte. Cuando oí el ruido de la porcelana al hacerse añicos contra el linóleo, Farquhart me dio la vuelta y remató la faena con un derechazo en la mandíbula y, cuando ya estuve tirado en el suelo, recibí una buena patada en el estómago. Solté una bocanada de café caliente por la boca.
—Es usted un pez pequeño, señor Thompson —dijo Farquhart—. Debería tomarse más en serio su colaboración con el Gobierno Federal.
—Gracias por el desayuno, amigo —eructó el agente Smith antes de marcharse.
Su tono parecía el de una persona realmente agradecida. Si yo no hubiera estado tirado en el suelo e intentado no regurgitar mis tripas, yo también les habría dado las gracias. Ahora sabía por qué alguien había matado a mi amigo Louie.
Tardé apenas cinco minutos en incorporarme y recuperar el equilibrio. Estaba en cuclillas, con la cabeza metida en la taza del retrete y terminando de vomitar el café cuando sonó el teléfono. Farfullé una maldición y salí del aseo para coger el auricular.
—Thompson —dije.
—¿Dónde se había metido? —dijo el señor James McCulloch al otro lado de la línea—. Le he llamado varias veces.
—He ido a un funeral, señor.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—Ayer murió el padre de una vieja amiga. Siento no haber vuelto antes.
Escuché un gruñido, y después un ligero chasquido, como los ruiditos que hacen los niños con la lengua. Entonces supe que McCulloch se estaba comiendo uno de sus caramelos.
—Tiene que hacer un trabajo para mí, Thompson —dijo—. Es un trabajo especial. Muy importante.
—Dígame, señor. —Aquella especificación me sonó un tanto extraña. McCulloch nunca utilizaba calificativos para sus encargos, y mucho menos habría hablado de algo "especial e importante" en circunstancias normales.
—Quiero que vaya a casa de su amigo Katzenberger y lo mate.
Ahora fui yo el que guardó silencio. Mi mente trabajaba a toda máquina.
—¿Tiene algún inconveniente, Thompson?
—No, señor —respondí—. ¿Cuándo quiere que haga el trabajo?
Oí un par de chasquidos más, y un resoplido. Creo que, al tiempo que chupaba el caramelo, estaba fumándose un cigarro.
—Aguarde un instante —dijo McCulloch. Estaba hablando con alguien. Me pregunté si se trataría de Emerson el lechuguino, o de algún otro—. ¿Ha recibido alguna visita, Thompson?
—Acaban de marcharse dos agentes federales, señor —respondí automáticamente.
—¿Y qué querían de usted, Thompson?
—Han pedido mi colaboración en una investigación del Gobierno sobre las actividades ilegales de la Jimmy's, señor McCulloch.
Otro silencio. Un chasquido de lengua.
—¿Y?
—Les he prometido prestarles toda mi ayuda —dije—. No he visto ningún inconveniente, puesto que la Jimmy's no realiza ningún tipo de actividad ilegal. Como ciudadano americano, creo que es mi deber colaborar con el Gobierno Federal.
Un suspiro. McCulloch exhaló el humo. Casi pude olerlo.
—Ha actuado adecuadamente, Thompson... Pero ¿pensaba compartir esa información conmigo, o se la iba a quedar para disfrutarla usted solito?
—Esos tipos me han golpeado en el estómago. Estaba vomitando cuando ha llamado usted, señor.
—Le han golpeado... —repitió McCulloch.
—Sí, señor.
—¿Y le han hablado de Katzenberger?
Dudé por un instante, y respondí:
—Sí.
—Entiendo —dijo, y empezó a cuchichear otra vez con alguien. No entendí una sola palabra, pero al momento volvió conmigo—. ¿Thompson?
—¿Sí?
—Haga el trabajo a las doce del mediodía. Sea expeditivo y limpio. ¿Lo ha comprendido?
Expeditivo y limpio: asesinato a conciencia y hacer que el cuerpo se desvanezca.
—Sí, señor.
McCulloch colgó el auricular. Yo estuve un buen rato escuchando el zumbido sordo y sintiendo el horrendo regusto del café mezclado con ácidos estomacales.
Miré el reloj. Disponía de una hora y media para pensar qué diablos significaba todo este embrollo, y decidir qué iba a hacer al respecto.
A las once y cuarto de la mañana, cuando salí de casa con los revólveres cargados y munición en mis bolsillos, ya sabía que ese día iba a matar a un montón de gente.
Si no hubiera sido imposible, habría jurado que, durante todo el trayecto desde Douglas Fir Lane hacia el Este de la ciudad, mi cabeza había estado en el punto de mira de un rifle.
Aunque unas horas antes había desechado un nombre y un arma, ahora tenía la certeza de saber quién iba a espiarme en casa de Louie. No necesitaba ninguna prueba; era algo que había empezado a sentir bajo la piel la noche anterior, cuando la señora Chester se dirigió a mí. Esa presencia que no me resultaba del todo desconocida.
El hombre que había matado a Louie sería el encargado de confirmar mi lealtad hacia el señor James McCulloch. Porque se trataba de eso, de una prueba de lealtad, y así lo había planteado el amo y señor de Candy City: ¿Sería Jonathan Thompson capaz de asesinar a su buen amigo, el traidor Louis Katzenberger?
Sólo que McCulloch había apostado sobre seguro, pues no le gustaba correr riesgos innecesarios: tras recibir el chivatazo de los federales, había ordenado matar a Louie. Había recurrido al más efectivo de los asesinos, y después de hecho el trabajo, habían decidido comprobar si yo me había vendido junto con Louie, o si por el contrario, seguía siendo fiel a la Jimmy's.
Llegué por segunda vez a casa de mi amigo conduciendo un automóvil robado. Lo había encontrado en Sherman Street, el callejoncito de Prosper Road donde había vivido el viejo Marsten. Supuse que pertenecía al encargado de una de las sucursales de la Jimmy's Factory en Candy, porque en los asientos traseros encontré un fardo con sacos vacíos de los que se utilizan en la fábrica, con ese dibujito estampado, el tipo con bigote y bombín que sonríe a niños y mayores mientras guiña un ojo. Cuando los vi, me pregunté si Louie había sabido guardar un secreto alguna vez en su vida. Y recordé que sí, claro que sabía guardar un secreto.
Dejé el coche aparcado a la espalda de la casa, en una esquina. Di la vuelta a la manzana y atravesé la verja por la entrada principal, como un visitante respetable. En el basurero del jardín se formaban siluetas extrañas. Faltaban cinco minutos para el mediodía y el cielo estaba completamente nublado; el lugar era gris, o quizá de ese tono sepia que tienen las fotografías. Se levantó una racha de viento y pensé en cenizas espolvoreadas, y en un sombrero Stetson, de color negro, alejándose por el suelo hacia las vías del tren.
Por supuesto, no llamé a la puerta —sabía que la encontraría abierta—, y me deslicé en el interior con todo el sigilo que me han proporcionado años de experiencia.
Mi víctima estaba muerta, de modo que el trabajo era sencillo. Pero sabía que, en alguna parte, en un rincón, dos ojos grises y fríos me estaban vigilando. Un hombre de tez curtida por el sol estaba agazapado, oculto a mi vista, y un cañón largo me estaría apuntando en todo momento.
Louie seguía en el mismo lugar donde lo había dejado hacía un buen rato, en la misma posición en que su asesino lo había dejado para mí.
Casi pude escuchar el sonido de un percutor que se deslizaba hacia atrás, el roce del dedo sobre el gatillo, la respiración contenida del cazador que apunta a su presa.
Había varios lugares donde aguardar mi llegada: un sofá, un armario ligeramente ladeado, la puerta de la cocina (entornada), una mesa con mantel largo, un dormitorio sumido en la oscuridad... Pero yo no estaba buscando al hombre que aguardaba para matarme, o para dejarme vivir.
Por el contrario, mi oído estaba atento al sonido del ferrocarril.
Escuché un pitido lejano, las paredes empezaron a vibrar, y lo que en principio no era más que un ligero golpeteo machacón, no tardó en convertirse en un rugido atronador.
Entonces saqué los revólveres y los descargué, bala por bala, sobre la espalda del cadáver de Louis Katzenberger. Doce disparos, y nadie oyó nada. Nadie, salvo yo y el espía.
El cuerpo de Louie cayó hacia la derecha y adelante. Los cañones de mis revólveres humeaban; el respaldo de la silla había quedado colgando.
El expreso de Chicago, con sus silbidos y traqueteos, dejó atrás Candy City. Se hizo un silencio que se parecía demasiado a la sordera.
Aguardé algunos segundos, y cuando estuve seguro de que nadie había disparado contra mí, solté un suspiro de alivio. Por un momento, me dije que quizá me había equivocado, que nadie estaba espiándome, que el señor McCulloch no había tenido nada que ver con la muerte de Louie. ¿Habían sido los federales, entonces? En ese caso, ¿por qué matar a Louie y después acusarlo de chivato? No tenía sentido.
En cualquier caso, yo aún estaba vivo.
Atravesé la puerta de la cocina y salí de la casa por la entrada trasera. Comprobé que ningún viandante despistado había pasado por allí casualmente para escuchar mis disparos, y me dirigí al coche. Saqué uno de los sacos de la Jimmy's, abrí el maletero y dejé la capota subida. A continuación, eché un último vistazo a ambos lados para comprobar que no había nadie sospechoso y regresé a la casa.
De pie, junto a una mesita baja, y sujetando el auricular del teléfono de Louie, no muy lejos del cadáver, un hombre alto, vestido con camisa de cuadros, chaleco de piel de vaca, un Stetson negro y un Winchester 73 enfundado al hombro, me estaba mirando.
Sus ojos eran tal y como los había imaginado. Su rostro parecía labrado en roca oscura.
—Acaba de regresar —dijo al auricular—. Le diré que vaya a verle en cuanto termine el trabajo.
Y colgó.
Después de tantos años, no me sentí especialmente sorprendido de ver en persona a esa pesadilla que se hacía llamar Fred Porlock.
—Hola —saludé.
—No eres tan buen chico como quieres hacerme creer —me dijo. Su acento no era, en modo alguno, el de un paleto de Texas. Aunque es imposible, juraría que era el acento de un inglés—. No eres un traidor, pero tampoco te ha gustado que McCulloch ordenara matar a tu amigo.
Asentí. En esos momentos, me parecía ridículo contar una patraña a aquella aparición salida de ninguna parte. Habría sido lo más prudente, pues notaba el peso de mis revólveres descargados en la chaqueta y la munición suelta, en los bolsillos.
—No vas a matarme —dije. Y lo cierto es que estaba seguro de ello.
—Ese tipo, Emerson, no quería darte ni una sola oportunidad —respondió—. Por otra parte, McCulloch cree que eres su mejor baza. Sin contarme a mí, claro.
Esbozó una media sonrisa pétrea.
—Pero McCulloch está acabado —continuó—. Ya he visto caer a otros más grandes que él. Créeme, sé de lo que hablo.
Yo no lo sabía, pero le creí.
—Estoy fuera —me dijo—. Ahora, tú eres su mejor baza. O eso creen.
Se echó a reír, y aquella risa sonó a cristales triturados.
—Termina este trabajo, y haz lo que tengas que hacer.
Me dio la espalda y, caminando tranquilamente, salió por la puerta principal.
Apenas lo perdí de vista unos segundos mientras sacaba una bala y la introducía en el tambor del revólver. Sólo necesitaba eso, una bala.
Pero cuando salí de la casa, el vaquero no estaba en el jardín, ni al otro lado de la verja, ni en ninguna otra parte. Sencillamente, ya no estaba allí.
Terminé el trabajo.
Tal y como expliqué al juez y a los miembros del jurado, me llevé el cuerpo de Louie en un saco de la Jimmy's Factory, le até una piedra que encontré a la entrada del puente Richmond, y arrojé sus restos al río.
Lo que no conté al honorable Henry Reginald Swithern y al resto de personas que había en la sala es que después subí de nuevo al coche robado, y me dirigí al Paris Hotel para matar al señor James McCulloch y a cualquiera que se pusiera en mi camino. Eso ya se había encargado de demostrarlo más allá de toda duda el fiscal Roberts, para desdicha del letrado Richard Falk.
Mi llegada al hotel me recordó a la que, años atrás, había hecho Ronald, el hijo de Sandford Taylor, en aquel mismo lugar.
Dejé el automóvil a la entrada, obstaculizando la circulación, y pasé al hotel por la puerta principal, como hubiera hecho cualquier otro día. Pero en esta ocasión, no respondí al saludo de Gerard el portero, y los recepcionistas no me brindaron ninguna de esas frases supuestamente ingeniosas que tanto les gustan a los trabajadores del hotel. Un botones intentó hacerme señas, pero lo pasé por alto. Por una vez, me disponía a utilizar el ascensor —McCulloch nos obligaba a subir por la escalera, una medida de seguridad muy inteligente—, pues quería acabar de una vez con todo aquello. El ascensorista me miró con los ojos abiertos como platos e intentó decirme algo.
—Arriba —le dije, y cuando me di la vuelta vi a los agentes Farquhart y Smith que se dirigían hacia mí.
—Le acompañaremos, señor Thompson —dijo Farquhart, y subieron conmigo, como si fueran mis dos guardaespaldas personales.
Me alegré sinceramente de tenerlos allí conmigo.
Hice un gesto al ascensorista, que accionó la palanca.
—No esperábamos verle por aquí, Thompson —dijo Smith—. Tenemos a unos cuantos amigos nuestros en el vestíbulo.
—Y hay unos cuantos amigos más rodeando el edificio —añadió Farquhart—. Estoy seguro de que mantendrá su palabra y colaborará con el Gobierno Federal, señor Thompson.
—Seguro.
En otras circunstancias no los habría cogido con la guardia baja, pero para su desgracia, creían tener la situación controlada. Los ojillos del agente Farquhart chispeaban: veía a McCulloch esposado, y me veía a mí convertido en un testigo que facilitaría muchísimo la labor del juez. Por su parte, el gordo agente Smith parecía estar allí de paso, como si hubiera subido a ese ascensor para visitar a su tía Freda. Nada de aquello tenía que ver con Smith, y probablemente estaba pensando en realizar las detenciones pacíficamente, y después tomar un emparedado.
El ascensorista, que era un joven de unos veinte años, miraba alternativamente la palanca del elevador y la aguja que indicaba los pisos. Estoy seguro de que le habría encantado quedarse abajo, en la cafetería, tonteando con alguna camarera.
Esos dos idiotas del Gobierno se quedaron mirándome cuando escucharon los dos disparos simultáneos. Después se miraron entre ellos, como diciéndose "nos hemos saltado el Reglamento, no hemos registrado a este bastardo", vieron mis brazos cruzados, vieron los dos revólveres, y se desplomaron. Sangraban por sus respectivos costados.
El muchacho del ascensor no se dio la vuelta ni siquiera cuando escuchó las siguientes dos detonaciones que remataron a los agentes Smith y Farquhart.
—Último piso —dijo, y abrió la puerta.
Al otro lado me estaba esperando ese tipo de Atlanta, el detective Hopkins, el que hacía la competencia a Joe Stanton y Freddy Bennet. Estaba apuntando hacia la entrada del ascensor con su arma.
—¿Qué demonios...? —empezó a decir, pero le interrumpí:
—Dos federales —dije.
Di un paso al exterior, mis revólveres todavía humeantes en las manos, y Hopkins intentó mirar hacia el interior del ascensor. El muchacho se había apartado para que Hopkins pudiera ver los dos cadáveres.
En el pasillo, más adelante, se abrió la puerta del que había sido el despacho del señor William Renfield, y vi asomar la cabeza de Emerson.
—¿Qué coño has hecho, Thompson? —preguntó Hopkins, que no podía creer lo que estaba viendo, y le disparé en la cara a quemarropa. La sangre y los sesos del detective Hopkins me salpicaron y también al ascensorista, que ya no sabía hacia dónde mirar.
—Abajo —le ordené, y accionó la palanca. Las puertas del ascensor se cerraron.
Emerson me vio girarme, vio mi rostro cubierto de sangre y mi traje de funeral, vio cómo avanzaba por el pasillo con un arma en cada mano. Gritó como una mujer y cerró dando un portazo.
Pensé en James McCulloch y en el Colt del 45 que siempre llevaba colgado del cinto, y también pensé que todo el personal del Paris Hotel debía haber oído los disparos, que los teléfonos debían estar sonando en recepción, y que en breve todo el piso se llenaría de agentes federales vivos, no como los dos bastardos que habían hecho matar a mi amigo Louie.
Pensé en los caramelos Jimmy's, en el dibujo del hombre con bigote y bombín, en su sonrisa y en su guiño, y me dije que ya nadie, nadie en todo Candy City, sabía guardar un secreto.
Me detuve junto a la puerta de Emerson y esperé en silencio. Me pregunté cuánto tiempo tardaría McCulloch en salir con el Colt en alto, y si sabría qué estaba ocurriendo realmente en el pasillo. El sonido de un disparo que salió desde su despacho y agujereó la puerta me confirmó que sí, que al menos se hacía una idea.
—¡Es Thompson, Jimmy! —gritó Emerson desde el interior del despacho—. ¡Te dije que debíamos deshacernos de él!
Dudo que McCulloch prestara mucha atención a los reproches de Emerson, pues tenía problemas propios: disparé cinco veces contra la puerta de McCulloch para que se lo pensara dos veces antes de salir, y aproveché para recargar los revólveres. Aún quedaba una bala en cada tambor, pero eso no era suficiente.
Como ya me había hartado de los gritos de ese maldito lechuguino, di una patada a la puerta de su despacho y la dejé abierta de par en par. Iba a disparar a ciegas cuando vi a Emerson en cuclillas, subido al poyo de la ventana. No sé adónde diablos pensaba a ir, pues al otro lado sólo le esperaba el vacío, y la cornisa del París Hotel es delgada y endeble como un papel de fumar.
—¡Thompson, por el amor de Dios, no...!
No tuve necesidad de apretar el gatillo. Su zapato resbaló, y el que había sido el hombre de confianza de James McCulloch durante los últimos tres años, cayó a Green Street. Durante el juicio, el fiscal Roberts se empeñó en demostrar que en realidad había sido yo quien había arrojado a Marcus Emerson —así se llamaba, Marcus, según me dijo el letrado Richard Falk— por la ventana, y lo hizo con tanto ahínco que no me molesté en negarlo. Supongo que, en cierto modo, Roberts tiene razón. O al menos, a mí me gusta pensar que maté a ese lechuguino.
Escuché el sonido del ascensor en movimiento, y supe que los federales llegarían en cuestión de segundos. Me asomé por el quicio de la puerta y miré en dirección al despacho de McCulloch.
—¿No crees que aún podemos hacer un trato, muchacho? —dijo, oculto tras la puerta.
—Claro, señor —respondí.
—Me temo que todo esto no ha sido más que un malentendido —continuó—. ¿Sabes que ese imbécil de Emerson quería matarte?
—Sí, señor.
—Pero yo no lo he permitido. Sé que eres mi mejor baza, muchacho. Y tu amigo Katzenberger... bueno, ¿sabes que nos estaba vendiendo a los federales?
—Quizá no lo hizo, señor —le dije—. Quizá era una trampa de los federales. ¿No lo cree, señor?
Muy despacio, salí del despacho de Emerson, mi cuerpo pegado a la pared.
—Es posible —respondió—. Esos tipos del Gobierno son astutos. Pero eso ahora no importa, chico. Todo esto puede quedar entre tú y yo. Será nuestro secreto. Tú y yo sabemos guardar un secreto, ¿verdad que sí, muchacho?
Casi podía verle guiñar el ojo.
—Vaya si no, señor.
—Entonces, mejor será que guardemos las armas y charlemos. ¿Qué te parece, chico?
La puerta se abrió ligeramente hacia adentro, y el cañón del Colt se asomó por el quicio.
—Es una buena idea, señor, pero no tenemos mucho tiempo. Los federales estarán aquí arriba en cualquier momento.
—Pues cuando lleguen, ninguno de los dos hablará. Estaremos calladitos y no les diremos ni una palabra. ¿De acuerdo, muchacho?
Al otro extremo del pasillo, el ascensor se detuvo y las puertas empezaron a abrirse.
Me abalancé contra la puerta del despacho y la golpeé con todas mis fuerzas. El Colt del 45 de James McCulloch cayó al suelo, mientras que él se tambaleaba en mitad de la habitación y se cogía la nariz sangrante con ambas manos.
Alguien gritó a mis espaldas que me detuviera y que tirara las armas, o me dispararían. Me importó un bledo.
—Chico... —dijo McCulloch. Le disparé una sola vez en la cara. No quería que los federales me cosieran a balazos.
A continuación dejé caer mis dos revólveres, alcé las manos, y me di la vuelta muy lentamente para ver cómo cinco agentes del Gobierno corrían hacia mí. Sólo con verme, se dieron cuenta de que yo no iba a causarles ningún problema. Giré la cabeza para ver los estertores del señor James McCulloch.
Cuando los federales me esposaron para sacarme de allí, el cuerpo aún se movía. Pero estaba más allá de cualquier ayuda.
Así es como sucedió.