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enía diez años la primera vez que cometí un delito. Willy Wallace, Robert McDugal, Syd Ferrett y Cara de Rata Wayne eran, junto conmigo, la Pandilla de Prosper Road. (En realidad había otras muchas pandillas y bandas en Prosper Road y en el resto de Candy City, y las más importantes eran las que formaban muchachos mayores que nosotros. Los Águilas Azules de Northwest eran al menos veinte chicos de quince o dieciséis años, y se dedicaban a rapiñar y a molestar a las bandas de los negros del South End. Nosotros los admirábamos. Con el tiempo, la mayoría de los Águilas Azules aprendieron un oficio, se casaron y tuvieron hijos. El resto pasó a engrosar las filas de los hombres de McCulloch. Lo sé porque conocí a algunos de ellos. A otros tuve que matarlos). Habíamos crecido juntos, nuestros padres se conocían, y todos íbamos a la Washington Irving School. Éramos buenos chicos, jugábamos en la calle y temíamos la ira de Dios cuando le pegábamos a las chicas o nos reíamos del viejo Marsten, el cojo del barrio. Todos respetábamos la ley. A fin de cuentas, mi padre era policía, y a todos nos daba un poco de miedo que nos pillara haciendo lo que no debíamos.

Por eso sorprendí a mis amigos aquel verano cuando les propuse que asaltáramos la Jimmy's Factory.

—¡Sí! —dijo Cara de Rata, y sus ojos brillaron. Por aquel entonces, Lucius Wayne ya era un siniestro roedorcillo dentudo.

Estábamos los cinco sentados en una cerca de estacas romas que rodeaba la propiedad de los Müller, unos ancianos alemanes que no tenían hijos ni familiares conocidos. Al otro lado de la cerca había un patio desierto, salvo por la presencia de unos columpios de madera que se veían maltrechos. Uno de los asientos se había desprendido, y colgaba de una de las cadenas. Estaba anocheciendo.

Syd Ferrett, un niño muy grande y corpulento para su edad, pelirrojo y pecoso, saltó de la cerca y se me encaró.

—Estás mal de la cabeza, Jonathan —dijo, y me dio un empellón que a punto estuvo de hacerme caer al patio de los Müller.

Robert McDugal bajó de la cerca con cuidado y dijo:

—Es una buena idea. Podemos coger caramelos.

Los McDugal venían de Escocia. Su madre era una mujer muy guapa, y cuando íbamos a su casa nos daba dulces. Su padre trabajaba en la herrería de Cadogan Lane, y siempre estaba hablando de automóviles. Le encantaban, y su mayor deseo en la vida era poder conducir uno. Le había contagiado su pasión a su hijo que, años más tarde, moriría al volante de un Ford A que se estrelló contra la baranda del puente Richmond, y cayó al río. Los McDugal eran amigos del tío Seamus.

—Robar caramelos —rectificó Willy Wallace, que tenía el pelo largo y aceitoso, los dientes podridos y olía a perro mojado. Su padre había muerto cuando él tenía uno o dos años—. No podemos robar caramelos.

—Yo ya he robado caramelos en la tienda de Tiny Brooks y nunca me ha pillado —dijo Cara de Rata, orgulloso—. Willy, eres un gallina.

Willy Wallace se arredró. Nunca había tenido agallas para plantarle cara al mediatorta de Wayne.

—Eso no es cierto, Cara de Rata —dijo Syd.

—¿Ah, no?

—Claro que no. A Tiny no le roba nadie. Una vez pilló a un Águila Azul y le dio una paliza.

—¿A quién? —preguntó Cara de Rata.

—A Rob Perovsky.

Lucius Wayne puso cara de no poder creérselo. Rob Perovsky tenía entonces dieciocho años, y nosotros lo veíamos como un chico muy malo y muy duro. Sin embargo, no era descabellado imaginar a Tiny Brooks atizándole a Perovsky con su bastón nudoso —el señor Brooks había sido marinero mercante hasta que se instaló en Candy, y tenía unos enormes brazos con los que levantaba gigantescas sacas de frutas... y de caramelos.

—A mí nunca me ha pillado —insistió Wayne, y Syd le dio una patada en broma.

—¿No tienes miedo de que nos atrapen? —me dijo McDugal, que por aquel entonces era mi compañero de pupitre y mi mejor amigo—. Y si se entera tu padre, te matará. Nos matará a todos.

—No, no lo hará —repliqué.

—¿Por qué?

—Porque no se va a enterar.

Aquello, como suele suceder con las cosas de los críos, lo decidió todo.

Era verano. Teníamos diez años.

 

No sabíamos nada de la Jimmy's Factory, salvo que allí se fabricaban los mejores caramelos del mundo. No sabíamos a qué hora entraban a trabajar los operarios, ni sabíamos a qué hora salían. No sabíamos si la fábrica estaba guardada por perros de dientes afilados, por policías, o por un solo hombre armado con un Winchester 73. Ninguno de nosotros había estado dentro antes, y sólo habíamos visto la puerta negra en la plaza que se había construido al tiempo que el edificio, y los muros que rodeaban la parte de atrás. Y también la doble compuerta de madera pintada de verde, que se abría algunas mañanas y dejaba escapar de las entrañas de la fábrica a los camiones con la cara mostachuda, gorda y sonriente que guiñaba un ojo —"seguro que sabes guardar un secreto, ¿verdad?"—, dibujada en los laterales; camiones cargados de caramelos. Y por la noche, a veces, la fábrica vomitaba otros camiones, sin dibujos en los laterales y, suponíamos, sin caramelos. No sabíamos nada más.

Sin embargo, yo tenía un plan.

—Saltaremos el muro —dije. Y ése era todo mi plan.

La primera noche, atamos un gancho de hierro de la carnicería del padre de Syd a una cuerda. La arrojamos por encima del muro y se enganchó. Tiré varias veces para comprobar que estaba sujeta. No lo estaba. Después de varios intentos, conseguí que el gancho quedara bien agarrado. El muro no medía más que nueve pies —aunque era todo un reto para nosotros—, pero el golpe que me di cuando el hierro dejó de aguantar dolió mucho. Los demás se rieron de mí. Lo positivo de aquella noche fue que no escuchamos ladridos de perros al otro lado del muro. Ya sólo podíamos pensar en algún policía, y en el hipotético hombre siniestro del Winchester 73. (En mi fuero interno sabía que era ese hombre el que estaba al otro lado del muro; lo imaginaba con el rostro curtido por el sol, los ojos grises y fríos, vestido de vaquero, y con un sombrero Stetson negro. Dispararía con el rifle en cuanto me viera. Y no fallaría).

La segunda noche llevamos un tablón que encontramos en un solar en construcción, a pocas manzanas de la fábrica. Inclinado no llegaba al borde de muro, pero me pareció suficiente. Mis amigos sujetaron con fuerza la madera mientras yo ascendí. Mis piernas temblaban. Estiré el brazo hacia arriba, casi sin mirar, y sólo toqué el muro. Esta vez, el golpe no fue tan duro. Tuve suerte de no romperme un brazo.

Todos comenzamos a creer que aquello no era una buena idea.

La tercera noche, había pensado en repetir la experiencia con un tablón más largo, pero Willy Wallace nos sorprendió a todos cuando apareció con una escala de cuerda y peldaños de madera. En el extremo tenía sendos garfios metálicos, mucho más gruesos y resistentes que el gancho de Syd, aunque eso sí, estaban oxidados.

—Estaba en el trastero, donde mi madre tiene guardadas las cosas de mi padre —dijo Willy. Nadie, ni siquiera él, sabía con certeza a qué se había dedicado su padre en vida. Algunos decían que había sido dinamitero o minero en el Norte, y otros que en el Este había robado ganado con una banda durante años—. Lo he encontrado en un arcón, entre un montón de herramientas. También he encontrado un revólver, pero estaba roto. ¿Crees que esta escalera servirá, Jonathan?

Nos pasamos la escala de mano en mano, con cierta solemnidad, y nos dispusimos a arrojarla sobre el muro. Esta vez hubo suerte, y a la segunda acertamos.

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—Willy debería subir primero —dijo Cara de Rata—. La escalera es suya, ¿no?

Willy me miró a mí.

—¿Quieres subir tú, Willy? —le pregunté, y negó con la cabeza.

Evidentemente, el primero debía ser yo. Y nadie iba discutir conmigo por eso.

En esta ocasión, no tuve mayor problema para alzarme en lo alto del muro. Sentí vértigo, pero logré ponerme en pie. Entonces caí en la cuenta de que tenía que pasar la escala al otro lado, y luego volver a arrojársela a mis amigos. Parecía algo sencillo. Recogí la escala, enganché los garfios y la dejé caer al interior del recinto. Eché un vistazo, y pude ver el inmenso edificio, con un gran tejado a dos aguas y al menos una decena de chimeneas que se recortaban contra la luna. Había una ventana iluminada a la izquierda de la fábrica. Pensé en el vaquero del Winchester 73 y sentí un escalofrío.

—¡Date prisa, Thompson! —me gritó Cara de Rata, y le dije que se callara. Estuve a punto de resbalar. Sin duda, me habría roto la crisma.

Descendí con mucho cuidado, tanteando a ciegas con los pies en cada traba de madera. Llegué al suelo sano y salvo. Por fin, me encontraba en el patio de la Jimmy's Factory, la fábrica donde se hacían los mejores caramelos del mundo. Y me di cuenta de que allí estaban los camiones, una docena de camiones con la cara redonda de Jimmy estampada en los laterales, y otros tantos sin dibujo. Había un amasijo de hierros a unos pasos de distancia del lugar donde yo me encontraba. La luz de la ventana en la fábrica seguía en su lugar.

Ahora sólo tenía que descolgar la escala y lanzarla por encima de nueve pies para que el resto de la Pandilla de Prosper Road entrara al asalto, y nos marcháramos lo antes posible con el estómago y los bolsillos llenos de caramelos. Estiré con fuerza, hice que la escala ondeara, repetí la operación varias veces, y finalmente los garfios se soltaron. Hizo un poco de ruido al golpear contra el suelo de tierra. Miré hacia la ventana iluminada. No había señales de vida. (Pero yo sabía que el vaquero del Winchester 73 acababa de ponerse el Stetson. Estaba cogiendo el arma y comprobaba que estaba cargada. Le había parecido oír algo ahí fuera. Un intruso que podía darse por muerto).

—¡Arrójala! —gritó uno de mis amigos.

Y lo intenté. Dios sabe que lo intenté. La lancé con todas mis fuerzas, pero no fue suficiente. La escala quedó colgando, la mitad a este lado del muro y la otra mitad al otro. Evidentemente, no éramos precisamente brillantes en el arte del asalto.

—¡Chicos! —dije, intentando que mi voz no se oyera demasiado—. ¡Necesito ayuda!

—¡Mierda! —oí que decía Robert McDugal.

—¡Chicos! —insistí, y esta vez sólo pude oír murmullos. Transcurrió un minuto que se hizo eterno, en silencio.

—¡Thompson! —llamó Robert—. ¡Vamos a buscar algo para recoger la escala! ¡No te preocupes! ¡Volveremos a por ti!

—¡No! —grité, muy asustado—. ¡No os marchéis! ¡Bastardos!

Oí algo, un chirrido procedente de la fábrica. Una puerta se había abierto junto a la ventana iluminada, y dejaba escapar un haz de luz anaranjada. Salió alguien.

Por un momento, imaginé que quien quiera que fuese llevaba puesto un Stetson en la cabeza y tenía un rifle en la mano. Pero no era así. Era sólo una linterna que en cualquier momento, apuntaría en mi dirección. Me agaché y corrí hasta el camión más cercano. Me metí debajo del vehículo, y esperé.

—¿Quién anda ahí? —dijo alguien. Era la voz de un hombre joven—. Seas quien seas, sal adonde te vea o te vas arrepentir. Te lo aseguro.

Cuando el haz de la linterna barrió el suelo del camión, creí que me iba a mear en los pantalones.

—Te vas a arrepentir —repitió la voz.

Vi un par de botas que se movían ante mis narices. Sentí humedad en el rostro, y luego en las palmas de las manos. Estaba sobre una mancha de grasa.

—Sé quién eres, chico —dijo—. Te he oído, y casi te he visto. Sé que estás aún aquí, en alguna parte. Si no sales ahora mismo, te vas a arrepentir.

El muy cabrón debió de oír mi respiración agitada, pues se agachó y me enfocó con la linterna en los ojos. Me asusté tanto que al intentar levantarme, me golpeé la cabeza contra los bajos del camión. Salí arrastrándome.

—Vaya, vaya —dijo sin dejar de taladrarme la vista con la linterna. Me cogió por los pelos y me obligó a ponerme en pie—. ¿Qué diablos crees que estás haciendo, chico?

Creí que me iba a pegar con la linterna en la cara, pero no lo hizo. Me cogió por el brazo y me llevó a la única habitación iluminada de la fábrica. Su despacho. Había una mesa, una botella de whisky y un vaso sucio. En una especie de archivador rojo había un rifle apoyado. No era un Winchester 73, claro. El tipo debía rondar los veinte años, a lo sumo; tenía los ojos colorados, las cejas juntas, la nariz —enorme— torcida, y una oreja más alta que la otra. Del cinturón colgaba un revólver enfundado. Cualquier persona menos asustada que yo se habría dado cuenta de que aquel vigilante no era ni muy listo ni muy malo.

El tipo se sirvió un vaso de licor, echó un trago y me dijo:

—Esto es propiedad privada, chico. Es la Jimmy's Factory, y pertenece al señor McCulloch. ¿Sabes cómo se llama lo que acabas de hacer, chico?

No respondí.

—Allanamiento —dijo—. Podría darte una paliza si me diera la gana, chico. Podría pegarte un tiro. ¿Lo sabes, chico? Y nadie diría nada, porque te he pillado en una propiedad privada.

Empecé a sentir el dolor del golpe en serio. Me estaba mareando. No sangraba, pero me lo parecía. Mis manos estaban negras y pringosas. No entendía nada. En la pared, sobre el archivador rojo, había un grabado de Lincoln.

—Te voy a llevar a la Policía, chico. Vas a ir a la cárcel —dijo el guardián, pero por un momento, me pareció que había sido el presidente.

Me eché a llorar porque estaba sucio, me dolía mucho la cabeza, y además iba a ir a la cárcel.

Y mi padre me iba a matar.

 

El tipo se llamaba Abe Hersch, tenía un bebé de siete meses y su esposa se llamaba Shelma. No me llevó a la Policía, ni fui a la cárcel. Se limitó a asustarme durante un buen rato, me echó un sermón acerca de "los jovencitos como tú", y me dejó marchar por la puerta de los camiones con dos puñados de Jimmy's en los bolsillos. Dijo que no debía meterme en líos, y que yo había tenido suerte de haber hecho esta tontería durante su turno.

—Si llega a pillarte Porlock, te habría matado —dijo. Yo no sabía quién era Porlock, pero pensé en el vaquero del Winchester 73 y me entraron unas ganas tremendas de orinar.

Regresé a mi casa, y cuando mi madre me vio hecho un asco, me dio una buena tunda. Me bañó en la pileta y me mandó a la cama. Al día siguiente, mis amigos fueron a buscarme, y les conté la aventura. Repartí los caramelos entre todos, y nos lamentamos de haber perdido la escala de Willy Wallace. Willy se encogió de hombros y dijo:

—No importa.

Y tenía razón, pues al invierno siguiente, Willy Wallace contrajo una gripe que lo llevó a la tumba.

No volví a quebrantar la ley hasta siete años después, en 1909. Fue el año en que mataron a mi padre.