6. Epílogo

 

 

El hombre ha muerto, pero su espíritu vive. 

Lema de los huelguistas negros,  

Durban, Sudáfrica, 1973 

 

 

Marx y Freud son las dos grandes figuras de la Ilustración radicalizada. Ambos descubrieron el lado oscuro del imperio de la razón de los philosophes. Marx reveló la explotación y la opresión sin la cual el progreso de la sociedad burguesa habría sido imposible, y Freud disolvió la transparencia de la razón al demostrar que el yo consciente de sí mismo es un producto de la historia del deseo y de la represión cuyos efectos están almacenados todavía en el inconsciente. Después de sus obras, la teoría ya no podía concebirse, sencilla y llanamente, como la contemplación desinteresada de verdades eternas, según se hacía desde Platón.1 Pero ni Marx ni Freud fueron más allá, como lo hizo Nietzsche, quien redujo la razón a la expresión de intereses, a una forma más de la voluntad de poder.  

Ambos entendieron y utilizaron la razón como medio de liberación. Marx lo proclamó de manera más enfática al sostener que la teoría, cuando se integra a través de la organización socialista a la lucha por la verdadera liberación de la clase trabajadora, es un instrumento indispensable de la "emancipación humana". Pero también para Freud, quien lo expresó de múltiples maneras. Que el paciente desarrolle una comprensión racional de su historia –del proceso de su propia formación como persona, fuente de su sufrimiento– es un rasgo esencial de la terapia. Es cierto que Freud tiende a concebir esta comprensión como la estoica aceptación de que los hombres habrán de vivir siempre, y necesariamente, en la infelicidad. Deleuze y Guattari lo comparan en este sentido con Ricardo y afirman que así como Ricardo fue el primero en formular una versión rigurosa de la teoría del valor, pero no relaciona este descubrimiento con la naturaleza histórica específica de las relaciones de producción del capitalismo, Freud buscó contener los impulsos y deseos inconscientes que había descubierto dentro de la familia eterna santificada por el mito y la tragedia.2 Marx, por el contrario, es más optimista acerca la posibilidad de la emancipación humana, pues se basa en una comprensión histórica de la naturaleza transitoria de las estructuras sociales que han formado nuestra existencia en el transcurso de los últimos milenios: la familia, la propiedad privada y el Estado. 

En todo caso, es esta orientación, la de la Ilustración radicalizada, la de usar la razón para comprender, controlar y transformar fuerzas con las que jamás habían soñado los pensadores ilustrados, lo único que nos suministra una guía apropiada a través de la modernidad, a la cual aún pertenecemos, a pesar de la proclamación de la Nueva Era por parte de los postmodernistas. Desde luego, esto involucra posiciones políticas. Una de las más notables declaraciones acerca de cuál es la actitud que debe adoptarse hacia la modernidad se encuentra casi al final de Los orígenes del drama barroco alemán de Walter Benjamin. Si bien el tema de este libro –una de las más grandes y extrañas obras filosóficas de este siglo– es el Trauerspiel barroco, para Benjamin la técnica fundamental de este tipo de teatro –la alegoría que se refiere al mundo como algo fragmentado y desprovisto de sentido y de esperanza– guarda estrechas semejanzas con el uso modernista del montaje como respuesta a lo que Eliot llamó "el inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea". 

El barroco, sin embargo, implica un momento ulterior al de la melancólica descripción de un mundo condenado. Es el momento de la redención: 

 

El alegorista se despierta en el mundo de Dios... Así llegan a descifrarse las cosas más desmembradas, las más extintas, las más dispersas. Cierto que con ello la alegoría pierde todo lo que tenía de más propio: el saber secreto y privilegiado, el régimen de la arbitrariedad en el dominio de las cosas muertas, la infinitud supuestamente implícita en la ausencia de esperanza. Todo esto se desvanece como polvo con ese vuelco único en el que la absorción meditativa alegórica se ve obligada a desalojar la fantasmagoría final de lo objetivo y, abandonada por completo a sus propios recursos, se reencuentra a sí misma, ya no lúdicamente en el mundo terreno de las cosas, sino en serio, bajo el amparo del cielo.3 

 

Cuando escribió estas palabras, a mediados de los años veintes, Benjamin se encontraba a medio camino entre el mesianismo judío, de donde toma el concepto de redención, y el socialismo revolucionario. A medida que fortaleció su compromiso con una variante algo idiosincrásica del marxismo, Benjamin llegó a considerar la redención cada vez más como un acontecimiento secular –la revolución socialista–, aun cuando el concepto nunca perdió por completo su sentido religioso original. La perspectiva resultante la expuso con gran elocuencia en sus "Tesis sobre la filosofía de la historia", obra escrita en una coyuntura política desesperada, después de que el pacto entre Hitler y Stalin parecía prometer un mundo dividido entre dos monstruosos despotismos. Allí concibe la revolución como una violenta irrupción en el desenvolvimiento lineal de los acontecimientos, que redime un pasado dominado por la explotación y la opresión.4  

Si comprendemos la redención en estos términos, el pasaje arriba citado nos orienta sobre el presente, sobre "la presunta infinitud de un mundo sin esperanza", un mundo al que se añaden, a la explotación y a la anarquía de las que hablaba Marx, la represión abordada por Freud, la consciencia fragmentada que Horkheimer y Adorno remiten a las operaciones de la industria cultural y al fetichismo de la mercancía, y los "nuevos horrores": la lenta destrucción de la naturaleza debida a las consecuencias de la acumulación competitiva del capital. Ante un mundo semejante, la melancolía barroca y la ironía romántica –cultivadas con tanto talento por el modernismo y reducidas a meros pastiches por los profetas de la postmodernidad– parecen ser las únicas respuestas apropiadas, siempre y cuando abandonemos la posibilidad de una transformación social que imponga un nuevo conjunto de prioridades, con base en el control colectivo y democrático de los recursos del planeta.  

En cuanto admitimos tal posibilidad, en este "vuelco único", todo cambia y vemos entonces ambos lados de la perspectiva marxista sobre el capitalismo: no sólo la destrucción que ocasiona, sino la expansión potencial de las capacidades humanas que implica. Si no trabajamos de manera consciente con el propósito de lograr el tipo de cambio revolucionario que permita la realización de este potencial en un mundo transformado, no hay mucho que hacer y, quizás, lo único que tendríamos por delante sería dedicarnos, al igual que Lyotard y Baudrillard, a tañer la lira mientras arde Roma. 

 

 

Notas

 

 

1. Ver Habermas, Knowledge and Human Interests, Londres, 1972, pp. 301-307.  

2. G. Deleuze y F. Guattari, L'Anti-Oedipe, París,1973, pp. 356 ss. 

3. W. Benjamín, El origen del drama barroco alemán, Madrid,1990, p. 230. 

4. Benjamin, "Tesis sobre la filosofía de la historia", en Discursos interrumpidos, I, Madrid, 1973; ver R. Wolin, Walter Benjamin: an Aesthetic of Redemption, Nueva York, 1982. Discuto estas "Tesis" en MH, capítulo 5.