2. Modernismo y capitalismo

 

 

La lucidez me vino cuando sucumbí finalmente al vértigo de lo moderno 

Louis Aragon 

 

 

2.1 El vértigo de lo moderno

 

 

¿Qué es la modernidad? A menudo se cree que Baudelaire responde de manera definitiva a esta pregunta cuando escribe: “La modernidad es lo efímero, transitorio y contingente en la ocasión”.1 Por el contexto de esta observación, el ensayo titulado “El pintor de la vida moderna”, resulta evidente que refleja la preocupación específica de Baudelaire por caracterizar un arte que descubre lo eterno en lo transitorio, por oposición al culto abstracto y académico de la belleza atemporal. No obstante, tal definición parece captar una experiencia propia de los dos siglos precedentes, sintetizada por David Frisby como “la novedad del presente”.2 

En relación con esta experiencia, y como generadora de ella, habría otro tipo de modernidad, concebida como una etapa diferenciada del desarrollo histórico de la sociedad humana. La sociedad moderna representa una ruptura radical con el carácter estático de las sociedades tradicionales. La relación del hombre con la naturaleza ya no está gobernada por el ciclo repetitivo de la producción agrícola. En su lugar, y particularmente desde el surgimiento de la revolución industrial, las sociedades modernas se caracterizan por el esfuerzo sistemático de controlar y transformar su entorno físico. Las permanentes innovaciones técnicas, transmitidas a través del mercado mundial en expansión, desatan un rápido proceso de cambio que se extiende por todo el planeta. Las relaciones sociales atadas a la tradición, las prácticas culturales y las creencias religiosas se ven arrasadas en el remolino del cambio. La famosa descripción que ofrece Marx del capitalismo en el Manifiesto Comunista es la formulación clásica del proceso incesante y dinámico de desarrollo inherente a la modernidad: 

 

Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen anticuadas antes de llegar a osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.3 

 

¿Qué podría ser más natural que ver el arte moderno como una respuesta estética a la experiencia de revolución permanente de la modernidad? Consideremos las afirmaciones que propone Marinetti en favor de este arte en el primer Manifiesto Futurista (1909): 

 

Cantaremos a las grandes multitudes comprometidas en el trabajo, el placer o la sublevación: cantaremos a las olas multicolores y polifónicas de la revolución en las capitales modernas: cantaremos al estrépito y al calor de la noche en los astilleros y en los muelles, encendidos de serpientes humeantes, devoradoras y violentas; a las fábricas que cuelgan de las nubes, suspendidas por los torcidos hilos de sus estelas de humo.4 

 

El estilo casi cinematográfico de Marinetti nos recuerda la celebración que hace Vertov de las energías desencadenadas por la Revolución de Octubre en la película El hombre con cámara. Pero incluso aquellos modernistas que dudan de la promesa de la modernidad pueden ser vistos como actores que reaccionan ante los cambios sociales experimentados por ellos mismos. El modernismo, se ha dicho a menudo, es un arte urbano: el París de Baudelaire y de Rimbaud, el de los cubistas y los surrealistas, pero también el Londres de Eliot, el Berlín de Brecht, la Praga de Kafka, la Nueva York de Dos Passos, la Viena de Musil.5 En un célebre ensayo titulado “La metrópolis y la vida mental”, Georg Simmel argumenta que la ciudad moderna produce un tipo particular de experiencia que implica “la intensificación de la estimulación nerviosa que resulta del cambio rápido e ininterrumpido de los estímulos externos e internos”. El flujo incesante de nuevas impresiones al que están sujetos los habitantes de las grandes metrópolis los lleva a adoptar una actitud blasée (hastiada) y disociada -el rechazo a registrar más cambios-, mientras que el temor al anonimato, a ser reducidos a una cifra, promueve tanto “la sensibilidad a las diferencias” como la adopción de “las más tendenciosas peculiaridades, esto es, las extravagancias específicamente metropolitanas del manierismo, el capricho y el preciosismo”.6 El modernismo como respuesta a la “ciudad irreal” de la vida moderna es un tema explorado sobre todo por Walter Benjamin en Passagen-Werk, su gran estudio inconcluso acerca del París de Baudelaire. La creencia de que el nuevo mundo urbano e industrializado requiere también un nuevo tipo de arte, muy diferente del culto romántico a la naturaleza, nunca fue expresada con tanta claridad como lo hizo el pintor David Bomberg en el catálogo de una exposición de su obra presentada en 1914: “Apelo a un sentido de la fuerza... Busco una expresión más intensa... Contemplo la naturaleza mientras vivo en una ciudad de acero. Si hay decoración, es accidental. Mi propósito es la construcción de la forma pura”’. 

La idea de que la experiencia de la modernidad funciona como término medio entre el proceso dinámico de desarrollo económico fundamental para la historia de los dos siglos precedentes -de modernización- y el modernismo cultural, es elaborada ampliamente por Marshall Berman en su conocido libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. 

 

Hay un modo de experiencia vital -experiencia espacio-temporal de la propia persona y de los otros, de las posibilidades y peligros de la vida- que en la actualidad comparten hombres y mujeres en todas partes del mundo. Llamaré a esta experiencia “modernidad”. Ser moderno es hallarnos en un ambiente que nos promete aventura, poder, alegría, desarrollo, transformación de nosotros mismos y del mundo, pero que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, lo que sabemos, lo que somos. Los ambientes y experiencias modernos atraviesan todos los límites étnicos y geográficos, los límites de clase y nacionalidad, de religión y de ideología; en este sentido, puede decirse que la modernidad une a toda la humanidad. Se trata, sin embargo, de una unidad paradójica, una unidad de desunión: nos sume en un remolino de desintegración y renovación perpetuas, de lucha y de contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es hacer parte de un universo en el cual, como lo dijera Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.8 

 

La tesis de Berman ha sido sometida a una crítica minuciosa aunque benevolente por parte de Perry Anderson en un ensayo que discutiremos en la próxima sección. Y aunque los argumentos de Anderson son convincentes, la afirmación central de Berman -desarrollada en una serie de análisis de casos particulares, prolíficos y sutiles, desde Goethe hasta Bely- en relación con la contradicción peculiar de la experiencia moderna es, a mi juicio, esencialmente correcta. El dinamismo del mundo social promete la felicidad y el desastre. Resulta más difícil, sin embargo, determinar si conceptos tales como los de modernidad y modernización son apropiados para caracterizar y explicar tal contradicción. 

En primer lugar, estos conceptos tienen antecedentes filosóficos en el pensamiento de la Ilustración. Según Habermas, “el concepto profano de época moderna expresa la convicción de que el futuro ha empezado ya: significa la época que vive orientada hacia el futuro, que se ha abierto a lo nuevo futuro”.9 Esta orientación hacia el futuro presupone la formulación de aquello que Hans Blumenberg llama “el concepto de realidad de contexto abierto”, desarrollado de manera especial por los pensadores de la revolución científica del siglo XVII quienes, por su intermedio, rompieron con la concepción antigua y medieval de un mundo cerrado y finito. Según Blumenberg, el “concepto de realidad” de la filosofía moderna, esto es, postrenacentista, “legitima la calidad de lo nuevo, de lo sorprendente y desconocido, tanto en la teoría como en la estética”.10 Esta valorización de lo nuevo forma parte de una transformación más amplia. Ya no es posible justificar creencias, instituciones y prácticas por su vinculación con modelos y principios tradicionales. “La modernidad ya no puede ni quiere tomar sus criterios de orientación de modelos de otras épocas; tiene que extraer su normatividad de sí misma”; afirma Habermas.11 

Esta concepción de la modernidad, orientada al futuro en lugar del pasado y, además, autolegitimadora, puede verse como el instrumento mediante el cual algunos intelectuales europeos de los siglos XVII y XVIII buscaron comprender las creencias teóricas y los procedimientos de la nueva física, poco conocidos pero extraordinariamente exitosos, así como cambios análogos en otros ámbitos culturales y en especial la querelle des anciens et des modernes en las artes. No obstante, dicho concepto se incorpora a una filosofía de la historia cuando los philosophes comienzan a argumentar que el tipo de innovación teórica al que Newton había conferido respetabilidad es el motor del progreso social en general, una creencia que exige concebir el desenvolvimiento del tiempo como algo que registra, no la decadencia de un mundo condenado, ni la eterna repetición cíclica de lo mismo o las operaciones de la voluntad divina, sino más bien el continuo mejoramiento de la condición humana gracias al desarrollo y difusión del conocimiento científico. La noción de Ilustración no se limita a suministrar un nombre a esta filosofía de la historia: ofrece una explicación y una medida del progreso humano, mientras su ausencia da razón de los obstáculos al cambio, interpuestos en especial por el clero, aquel agente social responsable de preservar a las masas en la noche de la superstición. 

La modernidad llegó a ser concebida como la sociedad en la cual se realiza el proyecto de la Ilustración, y donde la comprensión científica de los mundos físico y humano regula la interacción social.12 Saint-Simon, influido por la teoría de la historia de Condorcet, concibió la sociedad industrial, cuyo surgimiento anticipó, precisamente en estos términos. Los grandes teóricos sociales de comienzos del siglo XIX no compartían el optimismo de Saint-Simon y de Condorcet acerca del futuro, pero todos veían la sociedad contemporánea como algo moldeado por la aplicación práctica del tipo de conceptos y procedimientos teóricos comprendidos en la revolución científica del siglo XVII. Una serie de instrumentos de análisis -la distinción de Weber entre las formas de dominación tradicional y la racional-burocrática, la trazada por Durkheim entre solidaridad mecánica y orgánica, la propuesta por Tonies entre comunidad y sociedad- fueron utilizados para establecer un contraste general entre dos formas radicalmente distintas de organización social, separadas esencialmente por los efectos disolutorios y dinamizantes de la racionalidad científica moderna y de sus realizaciones prácticas. 

La teoría weberiana de la racionalización -quizás la obra fundamental de la teoría social no marxista- ofrece la más importante explicación individual de la configuración de la modernidad. La modernización implica, en primer lugar, la diferenciación de prácticas sociales originalmente unitarias y, en particular, la diferenciación entre la economía capitalista y el Estado moderno. “Sólo en las sociedades occidentales”, escribe Habermas, la “diferenciación de estos dos subsistemas complementarios e interrelacionados llegó tan lejos que la modernización pudo distinguirse de su constelación inicial y continuar de manera auto-regulada”. En segundo lugar, este proceso diferenciador implica la institucionalización de un tipo específico de acción, que Weber denomina racionalidad orientada a fines (Zweckrationalitüt) o racionalidad instrumental, dirigida a seleccionar los medios más eficaces para la realización de un objetivo predeterminado. La racionalización de la vida social consiste para Weber en la creciente regulación de la conducta por parte de una racionalidad instrumental que sustituye las normas y valores tradicionales, un proceso acompañado por el uso cada vez más difundido de los métodos de la ciencia postgalileana para determinar el curso de acción más eficaz disponible en la prosecución de los fines. Weber analiza aquello que Habermas llama “racionalización de las concepciones del mundo” y que consiste, por una parte, en romper el hechizo del mundo, despojar a la naturaleza de todo propósito y, por la otra, en diferenciar, a partir de una cultura originalmente unitaria, ámbitos particulares (ciencia, arte, moralidad), cada uno gobernado por la misma racionalidad formal. La clave para comprender el proceso de modernización es “la transformación de la racionalización cultural en racionalización social”, aquel proceso, por ejemplo, mediante el cual la concepción calvinista de la vida como vocación contribuye a institucionalizar la acción económica instrumental.13 

Desde luego, Weber no manifiesta mayor entusiasmo frente al proceso de modernización descrito, tanto por la naturaleza subjetiva de la Zweckrationalitüt, incapaz de ofrecer criterios objetivos para seleccionar los fines de la acción -por oposición a los medios para alcanzar algún fin previamente determinado-, como porque el resultado de su institucionalización parece ser el de aprisionar a la humanidad en la “jaula de hierro” de unas estructuras burocráticas que, si bien formalmente racionales, tienen poco que ofrecer en lo referente a la libertad o al sentido. Estas dudas no desempeñan papel alguno en la versión de la teoría de Weber utilizada por los sociólogos de la posguerra en el mundo de habla inglesa, como Talcott Parsons. Como señala Habermas, esta “teoría de la modernización... desgaja a la modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla y convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados respecto del espacio y del tiempo”.14 Parsons concibe la modernización como un proceso evolutivo en el cual los sistemas sociales, gobernados por la “ley de la inercia” que los orienta hacia la estabilidad, se ven motivados, debido a factores perturbadores exógenos y endógenos, a iniciar un proceso de diferenciación estructurales. Dicha diferenciación, y en especial el surgimiento de una economía de mercado autónoma, posibilita a su vez la “adaptación ascendente” del sistema social y el aumento de la capacidad de controlar su entorno por parte de la sociedad, particularmente a partir de la Revolución Industrial, y a través de ella. No obstante, este proceso diferenciador exige la transformación del patrón de valores prevaleciente y es, al mismo tiempo, una consecuencia de ella; por otra parte, exige la sustitución de aquellas características de la sociedad tradicional, como el “patrón particular-adscriptivo”, que combinan lealtades específicas con el desempeño de las funciones sociales en virtud de mecanismos semejantes a la herencia, y su reemplazo por el “patrón universal de desempeño” que predomina en la sociedad moderna, donde los agentes llegan a compromisos valorativos de carácter cada vez más general y son asignados a sus posiciones sobre la base de su desempeño. “El desarrollo moderno de la sociedad,” argumenta Parsons, “se dirige principalmente hacia un patrón esencialmente nuevo de estratificación”, en el cual “la legítima inequidad” ya no se basa en la adscripción sino en las funciones desempeñadas por los miembros de la sociedad dentro del sistema altamente diferenciado exigido por la industrialización.16 

Los matices claramente apologéticos que imparte Parsons a la teoría de la modernización hicieron vacilar incluso a quienes comparten de manera general la misma problemática. Habermas, por ejemplo, objeta que Parsons establece “una relación analítica entre un alto nivel de complejidad sistémica, por una parte y, por la otra, formas universales de integración social y un individualismo institucionalizado de manera no coercitiva”, lo cual le impide abordar las “patologías que surgen en la época moderna”.17 Habermas, como lo veremos en el capítulo cuarto, busca remediar estas fallas al subsumir la teoría de la modernización dentro de la explicación más amplia de la racionalidad comunicativa. Independientemente de las críticas que formulo en contra de tal explicación, creo que hay buenas razones para abandonar la problemática de la modernización. En primer lugar, establecer el contraste entre la sociedad moderna y la tradicional sólo conduce a una parodia ahistórica del alcance, diversidad y complejidad de las formaciones sociales anteriores a la Revolución Industrial. El profundo sentido histórico de Weber, que despliega con grandes resultados al discutir las diferentes formas de dominación en Economy and Society, se ve debilitado por una epistemología que hace de la estilización y de la caricatura una virtud, y por su preocupación con el problema de la racionalización. En segundo lugar, la teoría misma de la racionalización, en especial cuando se trivializa bajo la forma de las “variables de patrones” de Parsons, implica una teoría idealista del cambio social en la cual la modificación de las creencias subyace a la transformación histórica. El cambio tecnológico tiende a ser concebido como la materialización de descubrimientos teóricos, y el conflicto social como la consecuencia de “tensiones” producidas por algún desequilibrio dentro del sistema prevaleciente de valores. 

Finalmente, la teoría de la modernización, en la forma funcionalista y evolucionista que le da Parsons, es implícitamente teleológica, pues trata a la sociedad existente más “desarrollada”, la estadounidense, como la meta hacia la cual no sólo sus contrapartes en otros lugares del bloque occidental, sino también las sociedades “menos desarrolladas” del Tercer Mundo habrán de tender cada vez más. Como dice John Taylor,  

 

puesto que la teoría funcionalista del cambio establece -mediante una generalización ex post facto- una correlación evolutiva entre industrialización y diferenciación, sólo puede resolver el problema de las posibles direcciones del cambio en las sociedades del Tercer Mundo refiriéndolas a un estadio final particular, a saber, el alcanzado por los sistemas sociales contemporáneos más diferenciados. Sus postulados evolutivos generan un camino histórico universal hacia la mayor diferenciación, que debe ser seguido por todos los sistemas sociales si han de industrializarse... Por consiguiente, el sesgo “eurocéntrico”, evidente en las teorías funcionalistas de la modernización, no es, como lo han sugerido algunos autores, un simple reflejo de los intereses ideológicos de los teóricos individuales, sino un efecto necesario de la teoría dentro de la cual operan.18 

 

El materialismo histórico, que analiza aquellos fenómenos de los que se ocupan Weber, Parsons y Habermas a través del concepto de modo de producción capitalista, principalmente, ofrece, a mi juicio, una perspectiva teórica superior de la problemática de la modernización. En primer lugar, el concepto de modo de producción, una combinación específica de fuerzas productivas (fuerza de trabajo, medios de producción) y de relaciones de producción (relaciones eficaces de control sobre las fuerzas productivas), permite una cuidadosa discriminación entre diferentes formaciones sociales, incluidas aquellas que preceden al capitalismo: la esclavista, la feudal y los modos tributarios de producción. Algunos de los mejores escritos históricos del marxismo contemporáneo, en efecto, se ocupan de las formaciones sociales precapitalistas. En segundo lugar, la teoría marxista del cambio social es materialista, pues concede primacía explicativa a las contradicciones estructurales que surgen entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, así como a la lucha de clases generada por las relaciones inequitativas y explotadoras, en el sentido económico del término. En tercer lugar, el materialismo histórico no es una teoría teleológica de la evolución social, y no sólo niega que el capitalismo sea el último estadio del desarrollo histórico, sino que el comunismo, la sociedad sin clases, que según Marx sería el resultado de la revolución socialista, no es la consecuencia inevitable de las contradicciones del capitalismo, pues existe otra alternativa, lo que Marx llamó “la perdición mutua de las clases en conflicto” y Rosa Luxemburg “barbarie”.19 

La superioridad del materialismo histórico como teoría social no implica que en él no haya lugar para el vocabulario de la modernidad. Términos tales como “modernización” pueden servir para caracterizar descriptivamente los cambios involucrados en el desarrollo del capitalismo industrial. Más aún, tales cambios implican un modo radicalmente nuevo de vivir en comparación con las formaciones sociales precapitalistas: con respecto, por ejemplo, a la relación activa y transformadora entre el hombre y la naturaleza característica del capitalismo, al desarrollo de formas de vida urbana cualitativamente nuevas y al surgimiento de una concepción del tiempo lineal y homogénea.20 Fernand Braudel argumenta que el concepto de civilización, de “un orden que reúne miles de posesiones culturales ciertamente diferentes entre sí y, a primera vista, incluso ajenas unas a otras, y que se extiende desde los bienes del espíritu y del intelecto hasta las herramientas y objetos de la vida cotidiana”, es “una categoría de la historia, una clasificación necesaria”.21 Quizás debamos pensar la modernidad como un tipo de civilización configurada por el desarrollo del modo de producción capitalista y por el dominio global del mismo. 

El materialismo histórico reclama nuestra atención en cuanto explicación de los cambios que preocupan a los teóricos de la modernización. Las características que definen las relaciones de producción capitalistas -la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía y el control de los medios de producción por parte de capitales en competencia- son responsables de la tendencia al acelerado desarrollo de las fuerzas productivas. Los capitales rivales buscan derrotar a sus adversarios introduciendo innovaciones tecnológicas que aminoren los costos, y la sujeción de los obreros al mercado de trabajo permite a los capitalistas desarrollar incentivos sistemáticos diseñados para aumentar la productividad laboral.22 De allí la importancia que atribuye Marx en el Manifiesto al dinamismo del capitalismo, a la realización de “maravillas muy superiores a las pirámides de Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas”: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales”.23 

Marx no se limitó, desde luego, a celebrar los logros productivos del capitalismo, y en alguna ocasión describió la modernización capitalista de la India bajo el dominio británico, en su opinión históricamente necesaria, como el caso de un tipo de progreso “que se asemeja al horrendo ídolo pagano que sólo bebe el néctar en las calaveras de los muertos”.24 El desarrollo histórico es para Marx un proceso contradictorio y no lineal. Su más interesante discusión del doble carácter de la modernización señalado por Berman se encuentra en los Grundrisse. Allí Marx se convierte en el adalid del capitalismo en contra de sus críticos románticos, y enfatiza  

 

la gran influencia civilizadora del capital; su facultad para generar un estado de la sociedad en comparación con el cual todos los anteriores aparecen como meros desarrollos locales de la humanidad y como idolatría de la naturaleza. Por primera vez, la naturaleza se convierte en un puro objeto para la humanidad, en algo meramente utilizable; deja de ser reconocida como un poder en sí misma, y el descubrimiento teórico de sus leyes autónomas aparece como una simple treta para subyugarla a las necesidades humanas, bien sea como objeto de consumo o como medio de producción. De acuerdo con esta tendencia, el capital avanza más allá de las barreras nacionales y de los prejuicios, superando también el culto a la naturaleza y toda satisfacción tradicional, confinada, complaciente, incrustada de las necesidades presentes y de la reproducción de antiguos modos de vida.25 

Análogamente, argumenta que

 

la antigua idea según la cual el ser humano aparece como la meta de la producción, independientemente de su carácter limitado, nacional, religioso, político, resulta muy elevada cuando se compara con el mundo moderno, en el cual la producción aparece como meta de la humanidad y la riqueza como meta de la producción. En realidad, cuando la limitada forma burguesa desaparece, ¿qué es la riqueza si no es la universalidad de las necesidades, capacidades, placeres, fuerzas productivas individuales, creada a través del intercambio universal?26 

 

Marx, sin embargo, reconoce la fuerza de la crítica romántica al capitalismo:

 

En la economía burguesa -y en la época de producción a la que corresponde- esta realización completa del contenido humano aparece como completo vacío, esta objetivación universal como alienación total, y la destrucción de todas las metas limitadas y parciales como el sacrificio a un fin enteramente externo al fin en sí mismo del hombre. Es por ello que el infantil mundo de la Antigüedad aparece, de una parte, como algo más elevado. De otra parte, es realmente más elevado respecto de todo aquello donde se buscan figuras cerradas, formas y límites preestablecidos. Es la satisfacción desde un punto de vista limitado, mientras que lo moderno no da satisfacción o bien, allí donde parece satisfecho de sí mismo, resulta vulgar. 

 

No obstante,

 

sería tan ridículo anhelar el regreso de la plenitud original como lo es creer que con este vacío completo la historia se ha detenido. La perspectiva burguesa nunca ha avanzado más allá de la antítesis entre ella misma y el punto de vista romántico, y por consiguiente este último la acompañará como su legítima antítesis hasta el final.27 

 

Una de las ideas más interesantes desarrolladas por Marx en estos pasajes es que la defensa liberal del capitalismo y la crítica romántica del mismo son perspectivas complementarias y correlativas, cada una de ellas parcial y unilateral; la primera celebra el enorme desarrollo de las fuerzas productivas que el régimen capitalista ha hecho posible, en tanto que la segunda denuncia “el vacío completo” de la sociedad burguesa en nombre de una “plenitud original” perdida y ciertamente ficticia. Marx consigue trascender ambas perspectivas porque se centra en la contradicción existente entre la expansión de las fuerzas productivas humanas, posibilitada por el capitalismo, y la “limitada forma burguesa” en la que dicha expansión tiene lugar, apoyada como está sobre la explotación del trabajo asalariado y sobre un anárquico proceso de acumulación competitiva. Esta contradicción suscita crisis económicas crónicas que indican la necesidad de sustituir el capitalismo por una sociedad en la cual la satisfacción de las necesidades humanas, que el previo desarrollo de las fuerzas productivas permite, se realice finalmente. Marx puede ver más allá de los puntos de vista liberal y romántico porque se orienta hacia el final del capitalismo, hacia el resultado revolucionario de este proceso contradictorio de desarrollo cuyo clímax es la “incesante revolución de la producción, la perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales, la eterna incertidumbre de la época burguesa”. 

 

2.2 La coyuntura modernista

 

 

La superioridad analítica de la teoría marxista anteriormente reseñada sobre el vocabulario conceptual de la modernización es el fundamento de las dos principales críticas de Anderson al libro de Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. Anderson argumenta que “los adjetivos ‘constante’, ‘ininterrumpido’ y ‘eterno’” empleados por Berman para caracterizar el implacable dinamismo de la modernidad “denotan un tiempo histórico homogéneo, en el cual cada momento es perpetuamente diferente de todo otro momento en virtud de ser el siguiente, pero, por la misma razón, cada momento es eternamente el mismo como unidad intercambiable de un proceso que se prolonga ad infinitum. Extractado de la totalidad de la teoría marxista del desarrollo capitalista, tal énfasis produce sin dificultad el paradigma de la modernización propiamente dicha”. Por oposición a esto, “la concepción de Marx acerca del tiempo histórico del modo de producción capitalista como un todo es muy diferente de la anterior: se trata de una temporalidad diferenciada y compleja, en la cual los episodios o épocas son discontinuos respecto de los demás e internamente heterogéneos”. Esta crítica implica que se requiere un contexto histórico más específico para el modernismo que el de la modernización a secas. De manera similar, para Anderson la concepción que tiene Berman del modernismo es excesivamente indiferenciada. “El modernismo, como conjunto específico de formas estéticas, se ubica por lo general precisamente a partir del siglo XX y en efecto se interpreta así por oposición al realismo y a otras formas clásicas de los siglos XIX, XVIII o de siglos anteriores. Prácticamente todos los textos literarios que son objeto de los excelentes análisis de Berman -los de Goethe o Baudelaire, Pushkin o Dostoievski- preceden al modernismo propiamente dicho en el sentido habitual de la palabra”.28 

Erradamente, como lo vimos en la sección 1.2, Anderson se muestra escéptico incluso acerca de si “el modernismo propiamente dicho” representa un conjunto coherente de movimientos que compartan una identidad común; sin embargo, “las corrientes decisivas del modernismo” que identifica -“simbolismo, expresionismo, cubismo, futurismo o constructivismo, surrealismo”- sugieren que se centra en la época de fines del siglo XIX, en lo que coincide, por ejemplo, con la propuesta de Malcolm Bradbury y James McFarlane de tratar el período comprendido entre 1890 y 1930 como la época modernista.29 Anderson procede entonces a ofrecer “una explicación coyuntural de las prácticas y doctrinas estéticas agrupadas posteriormente como modernistas”: 

 

En mi opinión, la mejor forma de comprender el “modernismo” es como un campo de fuerzas culturales “triangulado” por tres coordenadas decisivas. La primera de ellas es... la codificación de un academicismo altamente formalizado en las artes visuales y otras, institucionalizado en regímenes de Estado y sociedades donde prevalecen y a menudo dominan clases aristocráticas o terratenientes; sin duda, éstas son desplazadas en cierto sentido, pero en otro continúan fijando sucesivamente el tono cultural en los países europeos antes de la Primera Guerra Mundial... La segunda coordenada sería entonces un complemento lógico de la primera: el incipiente y, por ende, esencialmente novedoso surgimiento de tecnologías claves o invenciones propias de la segunda revolución industrial, esto es, el teléfono, la radio, los automóviles, los aviones, etc., dentro de estas sociedades ... [La tercera], la proximidad imaginativa de la revolución social. El grado de esperanza o aprehensión que la perspectiva de una revolución semejante suscita varía mucho pero, en la mayor parte de Europa, “está en el ambiente” incluso durante la Belle Epoque.30 

 

Anderson sostiene que “la persistencia de los anciens régimes y del academicismo propio de ellos, suministra un ámbito crítico de valores culturales en contra de los cuales pueden medirse las formas contestatarias de arte, pero también en términos de los cuales se pueden articular parcialmente”. Sin embargo, mientras que algunos modernistas -Pound y Eliot, por ejemplo- utilizan “la tradición” de la alta cultura europea para distanciarse de un presente que desdeñan, “la energía y atractivo de la nueva época de las máquinas se convierten en un poderoso estímulo imaginativo” para otros: los cubistas, futuristas y constructivistas. 

 

Finalmente, la niebla de la revolución social que se desplaza sobre el horizonte de esta época esparce su apocalíptica luz sobre aquellas corrientes del modernismo más constantes y violentamente radicales en su rechazo al orden social en su conjunto, de las cuales la más importante es ciertamente el expresionismo alemán. El modernismo europeo de los primeros años de este siglo florece entonces en el espacio comprendido entre un pasado clásico que todavía puede ser utilizado, un presente técnico aún incierto y un futuro político impredecible. O bien, para ponerlo en otros términos, surge en la intersección de un orden dominante semi-aristocrático, una economía capitalista semi-industrializada y un movimiento obrero semi-emergente o semi-insurgente.31 

 

Aunque encuentro este análisis bastante persuasivo, formularé primero una seria objeción al argumento de Anderson. Se refiere a su caracterización de la sociedad europea de fines del siglo, derivada, como él mismo lo reconoce, de lo que denomina “la obra reciente y fundamental de Arno Mayer, The Persistence of the Old Régime”.32 La interpretación ofrecida por Mayer de Europa en vísperas de la Gran Guerra se centra en la afirmación según la cual  

 

hasta 1914, Europa fue primordialmente preindustrial y preburguesa, pues la sociedad civil se arraigaba profundamente en economías agrícolas intensivas, manufacturas de consumo y un comercio insignificante. Ciertamente, el capitalismo industrial y sus formaciones de clase, en especial la burguesía y el proletariado de las fábricas, hicieron grandes progresos, particularmente después de 1890. Pero no estaban en condiciones de atacar o suplantar las obstinadas estructuras del orden preexistente.33 

 

La agricultura siguió siendo el sector principal de la economía europea, apuntalando la dominación política de la aristocracia y, en general, de las clases terratenientes en todo el continente, situación que se refleja en el carácter monárquico de los principales Estados europeos de la época, con la excepción de Francia. La burguesía, políticamente subordinada, se adaptó a los anciens régimes, y en lugar de buscar el derrocamiento de las antiguas monarquías, los magnates industriales y financieros emergentes adoptaron el color de su entorno y se dedicaron a imitar el estilo de vida de sus aristocráticos superiores y a adquirir sus propiedades. No debe sorprendernos, entonces, que el sistema educativo, con su énfasis sobre los clásicos griegos y latinos, transmitiera todavía los valores de los nobles terratenientes de Europa y que “en su forma, contenido y estilo, los artefactos de la alta cultura permanecieran anclados y envueltos en las convenciones que prolongaban y celebraban tradiciones que servían de apoyo al antiguo orden”34. 

El análisis de Mayer ofrece una útil perspectiva de la dinámica de la crisis que culmina en la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento con el cual se inicia “la Guerra de los Treinta Años de la crisis general del siglo XX”. El motor de esta crisis fue la posición cada vez más reaccionaria de las clases dirigentes europeas a partir de 1890, manifiesta no sólo en la amplia polarización de la política oficial y en el surgimiento de partidos políticos ultraconservadores, sino en la popularidad de Nietzsche y del darwinismo social. Hacia 1900, las “élites gobernantes” se habían convertido en “la más formidable classe dangereuse de Europa”. Por consiguiente, “si surgió una crisis en Europa a comienzos del siglo, no estuvo alimentada por fuerzas populares sublevadas contra el orden establecido, sino por los ultraconservadores empeñados en impulsarla”. La “división del sistema internacional en dos rígidos bloques... fue más bien efecto que causa” de esta ola reaccionaria. “La Gran Guerra, por lo tanto, constituyó la expresión de la decadencia y derrota del antiguo orden que luchaba por prolongar su vida más que del surgimiento explosivo de un capitalismo industrial decidido a imponer su primacía”. El colapso de las monarquías centroeuropeas no contribuyó tampoco a arreglar las cosas, y “fue preciso que hubiera dos guerras mundiales y un Holocausto... para desalojar definitivamente la insolencia aristocrática de las sociedades civiles y políticas de Europa”.35 

Este análisis de la Europa de fines del siglo XIX puede objetarse por distintas razones. En primer lugar, la tesis de la persistente dominación aristocrática es altamente debatible. Anderson mismo es el autor de una interpretación de la historia inglesa centrada en el carácter presuntamente indolente de la burguesía industrial frente a la aristocracia terrateniente, cuya hegemonía se prolonga hasta bien entrado el siglo XX bajo la forma de la City londinense, y el argumento de Mayer puede considerarse, en efecto, como una generalización de esta tesis a toda Europa; no obstante, las ideas de Anderson han sido objeto de una crítica detallada y, en mi opinión, devastadora,36 y una versión del mismo enfoque, que concibe la sociedad alemana anterior a 1945 como peculiarmente “premoderna”, ha sido cuestionada en forma irrefutable por David Blackbourn y Geoff Eley, quienes arguyen que después de 1871 el Estado alemán, cuya oficialidad estaba constituida primordialmente por los terratenientes agrarios conocidos con el nombre de Junkers, operaba en favor de los intereses del capital industrial.37 

Eric Hobsbawm argumenta, de manera más general, que no debemos considerar el siglo XIX como el siglo de la persistencia del ancien régime, sino como el siglo del “triunfo y transformación del capitalismo en las formas específicamente históricas de la sociedad burguesa en su versión liberal”. Mientras la mayor parte de la burguesía, que disfrutaba de la prosperidad característica al menos de la vida urbana de la segunda mitad del siglo, desarrollaba el “estilo de vida menos formal, más auténticamente privado y privatizado” típico de ella, el gran capital “no tuvo dificultades en organizarse como una élite, pues podía utilizar métodos similares a los empleados por la aristocracia e incluso, como sucedió en Gran Bretaña, utilizar los propios mecanismos de la aristocracia”. La adopción por parte de la gran burguesía del estilo de vida aristocrático “no fue tan sólo una abdicación de los burgueses ante los antiguos valores aristocráticos”. El uso radicalmente novedoso de la “socialización a través de escuelas elitistas (u otras)... asimiló los valores aristocráticos a un sistema moral diseñado para una sociedad burguesa y sus servidores públicos”.38 El propio Mayer señala que durante el transcurso del siglo XIX en Europa, la educación secundaria se caracterizó por un mayor énfasis sobre los clásicos, tendencia que podría representarse con plausibilidad como un intento por integrar, para usar los términos de Matthew Arnold, a los “filisteos” burgueses con los “bárbaros” aristócratas en una clase dirigente común, más bien que para subordinar uno de estos grupos al otro.39 

Una de las razones para detenernos en el problema de si la Europa de fines del siglo XIX era un orden aristocrático o una sociedad burguesa es que la respuesta a esta pregunta determinará la evaluación que se haga de la “Guerra de los Treinta Años”, de 1914 a 1945. Para Mayer, los tormentos de Europa durante estos años, transmitidos al resto del mundo gracias al imperialismo, fueron una consecuencia del conflicto entre los anciens régimes y el capitalismo industrial emergente, un conflicto donde los primeros desempeñaron el papel activo. Podríamos considerar entonces las dos guerras mundiales y las convulsiones sociales que las rodearon (en Rusia en 1905 y 1917; en Alemania en 1918, 1933 y 1945; en China en 1925-27 y 1949, etc.), según sus consecuencias objetivas y no según las intenciones de sus protagonistas, como un proceso de modernización que arrasó con los obstáculos “feudales y aristocráticos” al desarrollo capitalista. La época burguesa propiamente dicha, de acuerdo con esta explicación, sólo habría comenzado en Europa después de 1945.  

Las connotaciones apologéticas de este análisis deberían ser razonablemente claras: el capitalismo es eximido de toda responsabilidad respecto de los horrores de la primera mitad del siglo, responsabilidad que se atribuye a las fuerzas reaccionarias europeas comprometidas con la defensa de un pasado aristocrático. Tal versión purificada del capitalismo es susceptible de conceptualizarse, en términos esencialmente neoliberales, como una economía de mercado donde prevalece la competencia perfecta y donde la rivalidad militar entre los Estados -rasgo permanente del escenario global antes y después de 1945- tiende, correlativamente, a ser tratada con independencia del modo de producción capitalista. La idea de una modernización tardía de Europa, posterior a 1945, se relaciona con la pregunta, formulada en el capítulo quinto, acerca de si el mundo ha entrado en una nueva fase de desarrollo socioeconómico. Por ahora señalemos únicamente que, por el contrario, la tradición marxista clásica de Lenin, Luxemburg, Hilferding y Bujarin, continuada, al menos a este respecto, por Hobsbawm, sitúa los orígenes de la “Guerra de los Treinta Años” en las contradicciones cada vez más agudas del capitalismo de fines del siglo XIX y, en particular, en la creciente concentración del poder económico, en países como Alemania y Estados Unidos, en manos de grandes corporaciones; en la tendencia concomitante, no sólo del capital industrial y bancario, sino del capital estatal y privado, a fusionarse en un único complejo de intereses nacionales, y en la consiguiente transformación de la competencia entre empresas en rivalidad militar entre grandes potencias.40 

Explicar la irrupción de los conflictos militares y sociales después de 1900 en términos de contradicciones internas del modo de producción capitalista no implica, desde luego, que los sobrevivientes del orden agrario que analiza Mayer en su libro puedan ser ignorados. No obstante, deben ser considerados dentro del contexto de la reestructuración progresiva de las formaciones sociales europeas que se inicia con el predominio del capital. Más aún, aquello que Norman Stone, generalizando a partir del famoso estudio realizado por George Dangerfield sobre Inglaterra bajo los gobiernos de Campbell-Bannerman y Asquith en 1906-1914, sugiere que pensemos cómo “la extraña muerte de la Europa liberal” antes de 1914, puede ser mejor comprendido como consecuencia del choque que produjo el desarrollo del capitalismo industrial en el último tercio del siglo XIX.41. La naturaleza desigual e incompleta de este desarrollo contribuyó al impacto desorientador y desestabilizador de la industrialización. A este respecto, la perspectiva más iluminadora es la suministrada por el concepto de Trotsky acerca del desarrollo desigual y combinado, cuyos orígenes se remontan a sus intentos posteriores a 1905 por caracterizar la crisis de la sociedad zarista: la combinación de un orden rural predominantemente feudal con enclaves de capitalismo industrial, basado en maquinaria avanzada importada de Occidente, hacían de Rusia un país especialmente vulnerable a convulsiones sociales susceptibles de atacar a la burguesía y a la autocracia por igual.42 Mayer, al estudiar la supervivencia de los anciens régimes, ignora su relación contradictoria con las transformaciones capitalistas en proceso, que tuvieron como efecto radicalizar el conflicto social al vincular -no sólo en Rusia, sino también en Alemania y en Italia, por ejemplo- la exigencia de abolir los privilegios de la aristocracia (la reforma agraria, el sufragio universal) que, en términos marxistas, habrían de “completar la revolución burguesa”, con las luchas anticapitalistas de la clase obrera industrial. Mayer desconoce la escalada del conflicto social en Europa inmediatamente antes de 1914 -desde Rusia, después de la masacre de las minas de oro de Lena, en 1912, hasta Inglaterra durante el gran “desasiego laboral” de 1910-14-, y la desconoce a pesar de que la reacción ultraconservadora se configuró contra el trasfondo de las sucesivas olas de intensa lucha de clases, que son precisamente las que hacen inteligibles exclamaciones tales como la del líder pangermánico Heinrich Class: “Anhelo la guerra sagrada y redentora”.43 El “gran pánico” de las clases dominantes europeas a comienzos del siglo, que Mayer analiza como una variable independiente, se entiende mejor si se concibe como una respuesta a los efectos desestabilizadores del desarrollo capitalista. 

El énfasis, en contra de Mayer, sobre la unidad contradictoria de los anciens régimes y el orden capitalista industrial, en lugar de refutarla, confirma la validez de los análisis que hace Anderson sobre el contexto histórico del modernismo. En efecto, a la luz de la crítica formulada, resulta más fácil aclarar la posición anómala de Inglaterra: como lo observa Anderson, “punto de avanzada para Eliot o Pound, distante para Joyce, Inglaterra no produjo prácticamente ningún movimiento de tipo modernista en las primeras décadas del siglo XX, a diferencia de Alemania o Italia, Francia o Rusia, Holanda o Estados Unidos”.44 Cuando vemos -como Anderson, en sus escritos históricos, sólo de manera reticente e inconsistente lo reconoce- que los terratenientes ingleses eran, en palabras de Edward Thompson, “una clase capitalista en extremo exitosa y confiada en sí misma” incluso antes de la Revolución Industrial, podemos comprender aquel aspecto de la sociedad inglesa que hacía de ella una excepción comparada con el continente europeo. Inglaterra, una sociedad completamente aburguesada aun antes de su industrialización más o menos gradual pero masiva, no ofrecía a finales del siglo XIX el radical contraste entre lo antiguo y lo nuevo ocasionado por el surgimiento comparativamente súbito del capitalismo industrial en los países donde prevalecía un auténtico ancien régime: Prusia, Rusia y Austria-Hungría. La contribución decisiva al modernismo de habla inglesa hecha por los emigrantes norteamericanos no es más difícil de explicar desde esta perspectiva que el papel relativamente menor de los ciudadanos británicos: Eliot, Pound y Lewis se caracterizaron por una aguda consciencia del contraste existente entre la alta cultura europea y las prodigiosas transformaciones sociales producidas por la industrialización capitalista, transformaciones que, desde luego, fueron llevadas a sus mayores extremos en la patria de Henry Ford. 

A pesar de estas observaciones, la forma como Anderson esboza la coyuntura dentro de la cual se configura el modernismo es esencialmente correcta, y para ilustrarla basta considerar uno de los casos más importantes: Viena, la ciudad donde, en más de un sentido, es posible decir que se inventó el siglo XX. 

La magnitud misma de las innovaciones culturales aparecidas en Viena en el período decisivo del modernismo, comprendido entre 1890 y 1930, es asombrosa: en pintura Klimt, Kokoschka y Schiele; en arquitectura y diseño Wagner Olbrich, Loos y Hoffman; en literatura Schnitzler, Hofmannsthal, Kraus, Musil, Broch, Trakl y Werfel; en filosofía y física Mach, Boltzmann, Mauthner, Wittgenstein, Schlick, Neurath y Popper; en economía política Menger, Bóhm-Bawerk, Hilferding y Schumpeter; en música Schónberg, Webern y Berg; en cine Stroheim, Sternberg, Lang y Preminger. Y, desde luego, inmersa en toda nuestra visión de Viena a fines del siglo, la gigantesca figura de Freud. Esta extraordinaria cultura constituye ciertamente un caso de prueba para cualquier descripción general del modernismo.45 

Tal descripción, sin embargo, no debe inducirnos a tratar el modernismo vienés como algo excepcional, como algo fundamentalmente diferente de sus contrapartes en otros lugares de Europa, quizás incluso como una anticipación del postmodernismo. Claudio Magris, por ejemplo, sostiene que “la civilización austriaca aspira a la vez a una totalidad barroca que trasciende la historia y a una dispersión postmoderna. Los héroes austriacos son epígonos y precursores, pre y postmodernos a la vez. Ciertamente están desprovistos de la enérgica y progresista síntesis del héroe moderno, pero es precisamente esto lo que hace de ellos figuras de carencia y ausencia, rostros de nuestro destino”.46 Jean Clair desarrolla aún más este argumento al distinguir el modernismo de la llamada Secesión de Viena47 de los movimientos vanguardistas de otros lugares de Europa: dadaísmo, surrealismo, constructivismo: 

“Si la vanguardia... surge de una aspiración hacia el futuro, la modernidad de la Secesión surge de la nostalgia del pasado. La primera proyecta un fundamento, la segunda cuestiona una tradición. La primera no participa del mito de la revolución y la innovatio, sino del mito de la regeneración y la renovatio”. Que este contraste expresa un ánimo que recuerda más al París de los nouveaux philosophes que a la Viena de Freud y de Schónberg resulta evidente cuando dice Clair que “aquellas ilustraciones en las cuales vemos a Trotsky (exiliado en Viena antes de la Primera Guerra Mundial) conversando con las grandes figuras del lugar”, representan para él “el horror del mundo moderno que presencia cómo los verdugos fraternizan con sus víctimas”.48 

En la próxima sección nos ocuparemos de la naturaleza de los movimientos de vanguardia; no obstante, sin negar la especificidad del modernismo vienés, nada de lo que dicen Magris y Clair acerca de su actitud escéptica hacia la modernidad, su orientación hacia el pasado y su énfasis sobre la ausencia y la carencia lo distingue de Eliot o Proust, por ejemplo. Tampoco basta con considerar a la Viena de finales del siglo como el lugar de una rebelión en contra del culto a la razón propio de la Ilustración. Sin duda, en ningún otro lugar fue expresado con mayor vehemencia, durante las décadas de 1890 a 1930, el problema inherente al tipo de progreso propuesto por los philosophes. Pero había también otras tendencias en juego. Podría decirse, por ejemplo, que el Círculo de Viena no sólo estaba comprometido con un ejercicio técnico filosófico -la formulación de las doctrinas epistemológicas y semánticas del positivismo lógico-, sino con la defensa de la Ilustración en contra de las diversas formas del irracionalismo, rasgo conspicuo de la Viena de la posguerra que halló expresión en el fascismo clerical de Dollfuss, así como en el nazismo.

Ernest Nagel describe, en 1936, una conferencia dictada por Schlick “en una ciudad que zozobraba económicamente, en un momento en el cual la reacción social imperaba” como “un explosivo intelectual en potencia. Me preguntaba durante cuánto tiempo serían toleradas tales doctrinas en Viena”.49 No fue durante mucho tiempo, como lo demuestra el asesinato de Schlick; no obstante, el compromiso del Círculo de Viena en defensa de la razón continuó con Popper, a pesar de las críticas que dirige al positivismo lógico, e incluso Freud, el pensador que hizo más que cualquier otro por abolir el sujeto autolegitimador del racionalismo cartesiano, buscó siempre una comprensión científica de los procesos inconscientes que había develado. Finalmente, creer que Viena era inmune a los temores y esperanzas que abrigaba un futuro político impredecible sería, desde luego, absurdo. La alcaldía de Karl Lueger antes de 1914 suministró a Hitler un modelo de política antisemita masiva y Viena fue durante muchos años uno de los principales centros de la socialdemocracia europea, entre cuyos más importantes ornamentos intelectuales se contaban los austro-marxistas Rudolph Hilferding, Otto Bauer, Max Adler y Karl Renner, entre otros. Bauer, en especial, fue puesto a prueba por una serie de sublevaciones durante la posguerra: la revolución alemana de 1918, la masacre ejecutada por la policía el 15 de julio de 1927 y la abolición del movimiento obrero austriaco decretada por Dollfuss en febrero de 1934, cuando Europa presenció en los barrios pobres de Viena la primera resistencia armada masiva al fascismo.50 

Lejos de ser una excepción, a comienzos del siglo XX Viena acusó, en forma intensificada, la constelación de elementos que contribuyeron al surgimiento del modernismo. Fue la capital de la Kakania de Musil y de la doble y barroca monarquía, kaiserfch und kóniglich, de Francisco José, el más absurdo de todos los ancien régimes; sin embargo, fue también, a diferencia de Londres y París, pero semejante en este aspecto a Berlín y San Petersburgo, un gran centro manufacturero; de una población de dos millones de habitantes, 375.000 eran obreros industriales.51 Las tensiones sociales fueron exacerbadas por el carácter políglota de sus pobladores, provenientes de todos los pueblos sometidos al imperio: alemanes, checos, polacos, judíos, magiares, croatas, serbios, eslovenos, rumanos, italianos. Hacia la década de 1890, los movimientos de masas provocados por estas tensiones -la democracia cristiana, el pangermanismo, el nacionalismo eslavo, la socialdemocracia- amenazaban con derrocar el régimen constitucional liberal establecido por Prusia después de la derrota de Austria en la guerra de 1866. 

Carl Schorske, en su brillante estudio acerca de la Viena de fines del siglo, sugiere que deberíamos considerar la increíble florescencia cultural de la ciudad dentro del contexto de la crisis de la burguesía liberal, que era el apoyo principal del régimen. “Dos hechos sociales básicos diferencian a la burguesía austriaca de la francesa y la inglesa: aquella no logró destruir la aristocracia ni fusionarse plenamente con ésta y, a causa de su debilidad, siguió siendo dependiente y profundamente leal al emperador como padre protector distante pero necesario”.52 La posición de intruso propia de la burguesía vienesa se veía reforzada por la alta proporción de judíos dentro de sus filas: el ochenta por ciento de los banqueros eran judíos, como también lo era el más importante de los propietarios de las acerías del Imperio, Karl Wittgenstein, padre del filósofo.53 La fusión cultural entre aristocracia y burguesía se vio complicada por el hecho de que el arte de los Habsburgos era el de la contra-reforma católica, “una cultura de artes aplicadas y escénicas... La burguesía austriaca, arraigada en la cultura liberal de la razón y la ley, se vio así confrontada a una cultura aristocrática más antigua, de signo sensual y de gracia”. No obstante, el intento de asimilación realizado por la burguesía liberal alcanzó su apogeo a comienzos del siglo, momento en el cual se retira de la política ante el surgimiento del antisemitismo, del movimiento obrero y del nacionalismo eslavo. “La vida del arte llegó a ser el sustituto de la vida de la acción. En efecto, como la acción cívica demostró ser cada vez más inútil, el arte se convirtió casi en una religión, en fuente de significado y alimento del alma”. La tradición barroca, sin embargo, se fusionó con un énfasis específicamente liberal e individualista sobre “el cultivo de la personalidad”. Así, en la década de 1890, 

 

en su intento de asimilación de una cultura aristocrática de finura -de larga data-, el burgués culto se había apropiado de la sensibilidad estética y sensual, pero en forma secularizada, distorsionada y altamente individualizada. La consecuencia fue el narcisismo y una hipertrofia de la vida de los sentimientos. La amenaza de los movimientos políticos de masas prestó nueva intensidad a esta tendencia ya presente, debilitando la tradicional confianza liberal en su propio legado de racionalidad, normas morales y progreso. El arte pasó de ser un ornamento a convertirse en esencia, de una expresión de valores en una fuente de valores.54 

 

Nos ocuparemos de uno de los principales ejemplos que ofrece Schorske en apoyo de su tesis -el arte de Klimt- en la próxima sección. Resulta evidente, sin embargo, que la interpretación de Schorske es compatible con el argumento general de Anderson según el cual el modernismo emerge “en el espacio comprendido entre un pasado clásico utilizable todavía, un presente técnico todavía incierto y un futuro político impredecible”. Por otra parte, la discusión de Schorske en torno de la Viena de fines del siglo es de especial interés por cuanto enfatiza la manera como fueron sublimadas las frustraciones políticas del liberalismo austriaco, y no sólo en el arte de la Secesión, por ejemplo, sino también en el psicoanálisis freudianos. Esto suscita una pregunta más amplia acerca de la política del modernismo, asunto que trataremos a continuación. 

 

2.3 Apogeo y decadencia de las vanguardias

 

 

En un breve pero extraordinario ensayo reciente, Franco Moretti comenta la tendencia del marxismo contemporáneo a convertirse en “poco más que una apología izquierdista del modernismo”, y a tratar los recursos de este último como si fuesen implícitamente subversivos del orden social existente. Moretti argumenta que el énfasis típico del modernismo sobre la ambigüedad expresa “una actitud estética-irónica cuya mejor definición se encuentra todavía en una vieja fórmula –‘la suspensión voluntaria de la incredulidad’- que muestra cuánto debe la imaginación moderna, donde nada es increíble, a la ironía romántica”.56 Para caracterizar adecuadamente el romanticismo, Moretti acude a una de las más extraordinarias figuras de la derecha europea, el brillante pero siniestro Carl Schmitt, quien afirma que “el romanticismo es un ocasionalismo subjetivizado”, y que “...el sujeto romántico trata el mundo como ocasión y oportunidad para su productividad romántica”. Toda concepción del mundo en sí mismo y de las transacciones subjetivas con este mundo, gobernado por relaciones causales objetivas, se pierde. “El romántico se aparta de la realidad... Mediante el uso de la ironía evita las exigencias de la objetividad y se guarda de comprometerse con nada. La reserva de todas las posibilidades infinitas reside en la ironía”. Por consiguiente, “todo -sociedad e historia, cosmos y humanidad- está dirigido únicamente a la productividad del yo romántico... todo acontecimiento se transforma en una ambigüedad onírica y fantástica y todo objeto puede convertirse en cualquier cosa”.57 

Schmitt argumenta que una estetización semejante de la relación entre individuo y realidad sólo es posible “en un mundo burgués”, donde “cada individuo es su propio sacerdote” pero también “su propio poeta, su propio filósofo, su propio rey y el constructor de la catedral de su propia personalidad”.58 Moretti lleva su explicación un paso más allá. El modernismo es un “componente crucial de aquella gran transformación simbólica que ha tenido lugar en las modernas sociedades occidentales, donde el sentido de la vida ya no se busca en el ámbito de la vida pública, la política y el trabajo; por el contrario, ha emigrado hacia el mundo del consumo y de la vida privada”. Las “interminables ensoñaciones” del modernismo “deben su existencia misma a la ciega e insidiosa indiferencia de nuestra vida pública”. La “increíble amplitud de las opciones políticas del modernismo sólo es explicable por su fundamental indiferencia política”.59 

Podría objetarse que esta concepción del modernismo ignora la presencia, poco reconocida y con frecuencia oculta, de la política en los textos modernistas: Colin MacCabe ha mostrado, por ejemplo, la importancia de la revolución irlandesa para la comprensión de los escritos de Joyceó. Sin embargo, creo que con ello se elude el problema. Frederic Jameson afirma “la prioridad de la interpretación política de los textos literarios” para integrarlos “en la unidad de un único relato colectivo”: la historia de la lucha de clases. “Es detectando las huellas de esta narrativa ininterrumpida, y restaurando a la superficie del texto la realidad reprimida y sepultada de este texto fundamental, como la doctrina del inconsciente político encuentra su función y su necesidad”.61 Pero lo político, según Jameson, es precisamente inconsciente y requiere una práctica de interpretación que pueda revelarlo, una opinión bastante consistente con la tesis de Moretti, quien afirma que la relación primordialmente estética del modernismo con el mundo quizás sea una expresión distorsionada de “la realidad reprimida y sepultada” de la lucha de clases. 

Que el modernismo tiende a involucrar precisamente el tipo de abandono estético de la realidad descrito por Schmitt y Moretti puede ser ilustrado de múltiples maneras. Por ejemplo, una de las más grandes obras de Klimt es el “Friso de Beethoven”, pintado para la exposición de 1902 en el edificio de la Secesión de Viena en honor a la estatua del compositor realizada por Max Klinger. Schorske contrasta el friso con la melancólica visión política que aparece en “Jurisprudencia”, una obra anterior de Klimt que ofrece “el temible espectáculo de la ley como inmisericorde castigo que consume a sus víctimas”. Klimt tomó luego como tema la novena sinfonía de Beethoven, pero transformó su prometeísmo revolucionario, así como el de la “Oda a la alegría” de Schiller, en “la manifestación de una regresión narcisista y de una felicidad utópica... Allí donde la política había traído derrota y sufrimiento, el arte suministraba evasión y comodidad”. En los dos primeros paneles, Klimt contrapone “el anhelo de la felicidad” a “las fuerzas hostiles”; en el tercero, donde aparece una pareja abrazada, “el anhelo de la felicidad cesa en la poesía”. Su inspiración fue la frase de Schiller: “Abrazar el mundo entero”. Sin embargo, “para Schiller y para Beethoven, el abrazo era un abrazo político, el abrazo de la hermandad humana: ¡Abrazaos, multitudes!, fue la orden universalista de Schiller. Pero si Beethoven introduce este tema a través de voces únicamente masculinas, andante maestoso, con toda la fuerza y dignidad del fervor fraternal, para Klimt el sentimiento no es heroico sino puramente erótico. Más extraordinario aún, el beso y el abrazo suceden dentro de un útero”. Schorske se refiere al friso de Klimt como “la formulación más completa del ideal del arte como refugio de la vida moderna. En ‘Beethoven’, la utopía del soñador, totalmente abstraída de la concreción histórica de esta vida, se encuentra ella misma aprisionada en el útero, la realización lograda a través de la regresión”.62 

Si bien el retiro de Klimt al reino del arte apoya la interpretación general ofrecida por Schorske de la cultura vienesa, el otro ejemplo sobre el cual quisiera llamar la atención resulta aún más sorprendente, pues se trata de una novela escrita en medio de una sublevación política. Petersburgo, de Andrei Bely, es considerada por Nabokov, junto con Ulises, La metamorfosis y la primera mitad de En busca del tiempo perdido, como “una de las obras maestras de la prosa del siglo XX”.63 Es la historia de cómo, durante el clímax de la Revolución de 1905, un joven intelectual, Nikolai Apollonovich Ableukhov, uno de esos alienados “hombres superfluos” cuyos dilemas constituyen el tema principal de la novela clásica rusa, se enfrenta a la misión asignada por un grupo terrorista de dinamitar a su propio padre, un antiguo burócrata zarista. Petersburgo, sin embargo, es mucho más que esto, ya que traza, ante todo, un retrato de la gran ciudad, arraigado en la tradición literaria, en el que abundan los recursos modernistas; una ciudad que bulle con los tumultos revolucionarios, obsesionada por los fantasmas del pasado simbolizados en la gran estatua de bronce de Pedro el Grande, a la cual dedica Pushkin “El jinete de bronce”. Para Marshall Berman, Petersburgo es el texto clave del modernismo.64 Podemos admitir sin dificultad la grandeza de la novela, especialmente en lo que se refiere a su vívido estilo cinematográfico, con cortes entre cada escena y, sin embargo, nos sorprende la distancia que asume respecto de las preocupaciones políticas de los grandes escritores realistas del siglo XIX como Tolstoi, Dostoievski y Turgueniev. Bely evoca la atmósfera de San Petersburgo en octubre de 1905, una ciudad convulsionada por el gran paro general que dio lugar al primer soviet. No obstante, esta lucha de masas es sólo el trasfondo sobre el cual los individuos, en particular los Ableukhov, padre e hijo, y el intelectual revolucionario Dudkind, persiguen su destino. De manera reveladora, Bely descarta las multitudes, las de los funcionarios de bombín y las de los proletarios revolucionarios, al referirse a ellas como “miriópodos humanos”. Nikolai Apollonovich, obsesionado por la bomba con la que ha sido encargado de matar a su padre, es, en efecto, el descendiente de Raskolnikov y de otros anti-héroes de las novelas de Dostoievski. Pero mientras que en la obra de Dostoievski los dilemas personales dramatizan la exploración de argumentos políticos y metafísicos fundamentales, Nikolai Apollonovich flota en el curso de los acontecimientos como un corcho, testigo pasivo incluso de su propio drama personal, que incluye la activación y detonación de la bomba. Las opciones éticas y políticas se desdibujan comparadas con la intensidad de la pura experiencia, y al final, Nikolai Apollonovich huye de Rusia, el mundo de la historia viviente, para convertirse en arqueólogo en el norte de Africa, donde se contenta con examinar los restos de un remoto pasado. Petersburgo es una novela en la cual se dramatiza “el hechizo de la indecisión” que, según Moretti, sedujo al modernismo. 

Esta lectura del modernismo, que subraya su adopción de una relación estética con la realidad y el tratamiento del arte como escape y refugio, no implica que las obras artísticas modernas no expresen nunca compromisos políticos. Lo que resulta sorprendente es cuán variables son estos compromisos. Las cuatro características definitorias del modernismo presentadas por Eugene Lunn -reflexividad, montaje, ambigüedad y deshumanización (ver sección l.2)- coexisten con una amplia gama de posiciones políticas, desde el socialismo revolucionario de Brecht, Eisenstein y Maiakovski hasta el fascismo de Pound, Lewis y Céline. Dicho contraste es bien conocido, y recientemente Jeffrey Herf, en un fascinante estudio, se ocupa del fenómeno del “modernismo reaccionario” en la República de Weimar y en la Alemania nazi, donde “los nacionalistas despojaron el anticapitalismo romántico de la derecha alemana de su pastoralismo orientado hacia el pasado y señalaron más bien hacia el esbozo de un nuevo y maravilloso orden, diseñado para sustituir el caos informe debido al capitalismo por una nación unida y tecnológicamente avanzada”. Quizás el ejemplo de mayor impacto ofrecido por Herf es el de Ernst Jünger, quien celebra la Fronterlebnis (experiencia frontal) en las trincheras de la Primera Guerra Mundial porque la destrucción mecanizada inherente a ella (captada en la repugnante imagen de una “turbina llena de sangre”) constituye la anticipación de una sociedad en la cual se comprende que “tecnología y naturaleza no se oponen”, que la tecnología es “la encarnación de una voluntad de hielo”. En esta sociedad, los antagonismos de clase son superados y el obrero y el capitalista se unen en una comunidad comprometida en realizar, a través de la expansión militar, la voluntad de poder, que asume una forma visible a través de la maquinaria de la producción y de la destrucción en masa. Lo que nos asombra de Jünger es la manera como las imágenes, y no sólo las de la guerra moderna sino las de las metrópolis del siglo XX -“en las grandes ciudades, entre automóviles y signos eléctricos, en las reuniones políticas de masas, en el ritmo motorizado del trabajo y el ocio, en medio del bullicio de la moderna Babilonia”-, son tratadas en calidad de ilustraciones de la Lebensphilosophie (filosofía de la vida) que previamente había descartado como síntoma de decadencia.65 

Benjamin tiene a Jünger en mente cuando afirma que “el resultado lógico del fascismo es la introducción de la estética en la vida política”. No obstante, dice también que el tipo de estetización de la política implícito en la declaración de Marinetti (“la guerra es bella”) configura “la consumación del arte por el arte”.66 Benjamin toca aquí un tema elaborado después por Peter Bürger, quien argumenta que, a fines del siglo XVIII, el arte surge como una institución diferenciada cuyo estatuto autónomo se racionaliza en la tesis de la independencia del arte respecto de otras prácticas sociales, tesis articulada teóricamente gracias a la aparición casi simultánea de la estética filosófica. La “institución del arte” es un producto de la sociedad burguesa. No sólo se libera la obra de arte de su anterior subordinación al culto ritual y su producción se transforma en una práctica individual en lugar de colectiva -cambios iniciados ya bajo las monarquías absolutas-, sino que su modo de recepción es también individual, por oposición al consumo colectivo de la congregación medieval o de la corte moderna temprana. No obstante, en el transcurso del siglo XIX, cuando se consolida la dominación burguesa, la posición autónoma de la “institución del arte” se refleja en el contenido mismo de las obras. Temas centrales en la novela realista, tales como “la relación entre individuo y sociedad”, son eclipsados por la concentración cada vez mayor que los creadores de arte introducen en el propio medio. Esta tendencia culmina en el esteticismo de fines de siglo, “donde el arte se convierte en el contenido de la vida”.67 

Benjamin describió el esteticismo de Mallarmé y de otros artistas de comienzos de siglo como “una teología negativa que adopta la forma de la idea del arte ‘puro’, que no sólo niega toda función social al arte sino también toda categorización según el tema”.68 Tal posición tiene un precursor bien conocido por Benjamin, Baudelaire, para quien el dandismo es “el último destello de heroísmo en tiempos de decadencia”, un ataque a “la creciente marea de democracia, que abruma y nivela todo”. El dandy afirma “la superioridad aristocrática de su personalidad” al practicar, “con espiritualidad y estoicismo, una especie de culto de la propia persona”.69 Foucault comenta: “El hombre moderno es, para Baudelaire,... el hombre que se inventa a sí mismo”, y sintetiza así la concepción que tiene Baudelaire de la modernidad: 

 

Baudelaire no cree que la heroicidad irónica del presente, este libre juego de transfiguración de la realidad, esta elabora ción estética de la persona, tengan lugar en la sociedad misma, como tampoco en el cuerpo político. Sólo pueden ser producidos en un lugar ajeno, diferente, que Baudelaire denomina arte.70 

 

Son precisamente tales actitudes las que el modernismo, con su auto-reflexividad y ambigüedad, convierte en el contenido mismo del arte. Benjamin sostiene que el dandismo de Baudelaire es una respuesta a la mercantilización de la vida social en la ciudad moderna: “Los inconformes se rebelan en contra de la rendición del arte al mercado. Se agrupan en torno a la bandera del ‘arte por el arte’... Los ritos con los que lo celebran son la contraparte de las distracciones que transfiguran la mercancía”.71 Resulta entonces plausible el argumento de Moretti que vincula la aparición del modernismo con la transformación de la vida urbana en el siglo XIX, analizada entre otros por Richard Sennet, y que tiene como consecuencia la inversión emocional más importante en el ámbito de las relaciones personales, mientras el ámbito público se marchita y se convierte, en el mejor de los casos, en una forma de expresión de sí, cambios inseparables de la progresiva irrupción del mercado en las relaciones sociales, tan enfatizada por Benjamin (ver también la sección 5.4).72 

¿No es similar la tendencia general de este análisis a la célebre denuncia que hace Luckács del modernismo como algo “estéticamente atractivo pero decadente”? El modernismo, afirma, es sólo una variante tardía del naturalismo, y la sustitución que éste hace del realismo es el resultado de la transformación de la burguesía decimonónica, que era una clase revolucionaria, en una clase reaccionaria.73 Pero no es así. En primer lugar, la interpretación del modernismo esbozada en esta sección, así como en la anterior, rechaza lo que Anderson llama el “evolucionismo” de Lukács, esto es, la idea de que “el tiempo difiere de una época a otra, pero dentro de cada época todos los sectores de la realidad se mueven en mutua sincronía, de tal manera que la decadencia que aparece en un nivel debe reflejarse en todos los demás”.74 Si bien la propensión del modernismo a tratar la realidad como ocasión para la experiencia estética quizás se haya gestado en los procesos históricos delineados en los parágrafos anteriores, su aparición sólo resulta inteligible en el contexto de la coyuntura específica discutida en la sección 2.2. En segundo lugar, poner de relieve el hecho de que el modernismo comparte con el romanticismo un “ocasionalismo subjetivizado” no implica un juicio estético negativo sobre las obras de arte agrupadas bajo el primer rótulo. La polémica de Brecht en contra de ese formalismo extremo que conduce a Lukács a negar todo mérito a una obra que no se conforme a un modelo hipostático derivado del realismo del siglo XIX, conserva en la actualidad toda su vigencia.75 

En tercer lugar, puede argumentarse que el arte moderno expresa una protesta en contra de la sociedad capitalista, con la cual se relaciona de complejas maneras. La versión más extrema de esta tesis la encontramos, por supuesto, en Adorno:

 

La modernidad del arte reside en su relación mimética con una realidad petrificada y enajenada. Esto, y no la negación de tal realidad, es lo que hace hablar al arte. Una consecuencia de ello es que el arte moderno no tolera nada que se asemeje a un compromiso inocuo. Baudelaire.... no reprodujo la reificación, como tampoco se pronunció con vehemencia en su contra. Más bien, protestó en contra de ella indirectamente, a través de la experiencia de sus arquetipos y utilizando la forma artística como medio para tal experiencia. Es esto lo que le permite elevarse a un nivel de arte muy superior al del sentimentalismo romántico tardío. Su fuerza como escritor reside en su habilidad para sincopar la abrumadora objetividad de la forma de la mercancía, que absorbe dentro de sí todos los residuos humanos, con la objetividad de la obra como tal, que precede al sujeto existente. Allí la obra de arte absoluta se funde con la mercancía absoluta.76 

 

Para Adorno, es la naturaleza “absoluta” de la obra modernista, su carácter abstracto, despersonalizado, visiblemente construido, lo que le permite criticar, por alusión, un mundo social dominado por el fetichismo de la mercancía, en el cual las relaciones sociales se transforman en relaciones entre cosas. En otro sentido, sin embargo, el modernismo desemboca en una crítica política más enfática. Bürger sostiene que lo distintivo de los movimientos de vanguardia de comienzos de siglo -el dadaísmo, los primeros surrealistas, el cónstructivismo ruso posterior a la revolución- es “atacar la posición del arte en la sociedad burguesa. Lo que se niega no es una forma anterior de arte (un estilo), sino el arte como institución que no guarda relación con la praxis vital de los hombres”: 

 

Los vanguardistas proponen la superación del arte -superación en el sentido hegeliano: el arte no debe ser destruido, sino transferido a la praxis vital, donde se preserva, si bien bajo otra forma. Los vanguardistas adoptan así un elemento esencial del esteticismo. El esteticismo había hecho de la distancia de la praxis vital el contenido de la obra. La praxis vital a la que se refiere y niega el esteticismo es la racionalidad instrumental de la cotidianidad burguesa. Ahora bien, los vanguardistas no se proponen integrar el arte a esta praxis. Por el contrario, coinciden en el rechazo del esteticismo del mundo y de su racionalidad dé medios y fines. Lo que los diferencia de él es el intento por organizar una nueva praxis vital a partir del arte.77 

 

Según Bürger, el arte por el arte y movimientos de vanguardia tales como el surrealismo representan entonces diferentes maneras de rechazar la sociedad burguesa; el primero se retira a una exploración reflexiva de “la institución del arte” y el segundo busca reintroducir el arte en el mundo social como parte de la lucha por revolucionar el mundo. El lema de la vanguardia habría sido entonces formulado por Breton cuando sostuvo: ‘Transformad el mundo’, dijo Marx; ‘transformad la vida’, dijo Rimbaud: estas dos contraseñas son para nosotros una y la misma” (Ver sección 1.3). Bürger, al delimitar esteticismo y vanguardia, no discute el modernismo como tal y se abstiene incluso de usar esta categoría. Que esto constituye un punto débil en un análisis que en todos los demás sentidos es inmejorable resulta evidente cuando consideramos la tesis de Bürger acerca de “la obra de arte no orgánica”. Para describir la ruptura de la vanguardia con cualquier concepción de la obra de arte como totalidad armónica y orgánica, Bürger se apoya en el extraordinario estudio sobre el barroco ofrecido por Benjamin en El origen del drama barroco alemán. Benjamin, quien advierte la similitud entre el barroco y el expresionismo, argumenta que el primero involucra el uso de la alegoría, “caracterizada por la primacía de la cosa sobre lo personal, del fragmento sobre la totalidad”: una melancólica visión del mundo como algo decadente, condenado a la muerte y a la descomposición, conduce al dramaturgo barroco a proponerse como objetivo “repartir significativamente una entidad viva entre los disjecta membra de la alegoría”.78 

Análogamente, según Bürger, 

 

la obra de arte orgánica busca hacer irreconocible el hecho de haber sido producida. La obra vanguardista hace lo contrario: se proclama a sí misma como una construcción artificial, un artefacto. En esta medida, el montaje puede considerarse como un principio fundamental del arte vanguardista. La obra “montada” llama la atención al hecho de que está compuesta de fragmentos de realidad; rompe la apariencia (Schein) de totalidad. Paradójicamente, la intención vanguardista de destruir el arte como institución se realiza en la propia obra de arte. La intención de transformar revolucionariamente la vida, al regresar el arte a la praxis, genera una revolución en el arte.79 

 

El punto crucial del desarrollo de la técnica vanguardista del montaje llegó, según Bürger, con el cubismo, “aquel movimiento de la pintura moderna que de forma más consciente destruyó el sistema de representación que había prevalecido desde el Renacimiento”. El carácter revolucionario del cubismo residía en sus técnicas de composición y, en particular, en la creación de collages que incorporan a las pinturas fragmentos extraídos de la vida cotidiana: trozos de diarios, por ejemplo. “La inserción de fragmentos de realidad en la obra de arte la transforma de manera fundamental”, sostiene Bürger. “El artista no sólo renuncia a configurar un todo, sino que confiere a la pintura una nueva posición, ya que algunas partes de ella ya no guardan la relación con la realidad característica de la obra de arte orgánica. Dejan de ser signos que señalan hacia la realidad; son la realidad”. Al debilitar la concepción tradicional de la obra de arte como un mundo ideal y auto-contenido que refleja el mundo real, el cubismo atacó también la noción del arte como institución autónoma diferente del resto de la vida social. No obstante, como lo admite Bürger, dicho ataque a la “institución del arte” permaneció implícito en el cubismo: una pintura de Picasso o de Braque es todavía “un objeto estético”.80 Este punto podría generalizarse, pues es posible descubrir técnicas análogas al montaje en modernistas claramente comprometidos con el concepto esteticista del arte como refugio de una vida social alienada: la urdimbre de diferentes voces en la narrativa de Joyce y en las primeras poesías de Eliot es un ejemplo que discutimos en la sección 1.2. 

El modernismo preparó entonces el camino de las vanguardias. Adoptó una concepción del arte desarrollada inicialmente por el idealismo alemán clásico y fundamental para el romanticismo, según la cual la experiencia estética representa una forma superior de consciencia respecto de la mera comprensión discursiva suministrada por el conocimiento científico. Así concebido, el arte es un rechazo de “la racionalidad instrumental de la cotidianidad burguesa”, el distanciamiento frente a un mundo social invadido por el fetichismo de la mercancía. Tal arte, sin embargo, sólo puede, por necesidad, tener un objeto: él mismo. Una práctica estética que aspire a escapar de la fragmentación de la vida social se ve conducida a concentrarse en sus propios procesos creativos, precisamente porque éstos parecen elevarse por sobre dicha fragmentación, aunque la existencia misma del arte como institución diferenciada y autónoma es a su vez el resultado de la transformación de las relaciones sociales contra la cual se rebela el modernismo. Sin embargo, al convertirse mediante la reflexión en su propio objeto, el modernismo posibilita la crítica del carácter aislado del arte y a éste le permite aspirar a superar la alienación social contra la cual se había rebelado el arte por el arte, mediante el recurso de retrotraer la actividad estética a una “praxis vital” transformada: esto se ve claramente, por ejemplo, en el intento surrealista de realizar una síntesis entre Marx y Rimbaud. Pero el modernismo es una condición necesaria de las vanguardias también en un segundo sentido. Las innovaciones técnicas características del modernismo -en especial el montaje- lo diferencian de los intentos románticos por desarrollar aquello que Benjamin denomina una “teología del arte”. Al descomponer la obra de arte orgánica y desplegar abiertamente sus creaciones como aglomeraciones de fragmentos discontinuos, los cubistas y los grandes modernistas literarios buscaron responder a lo que Eliot llama “el inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea”. Despejaron así el camino para una concepción del arte como algo que, lejos de significar un refugio, se integra al mundo social y participa en y de él, un mundo cuya fusión con las prácticas artísticas habrá de ser esencial para su transformación. 

No hay duda de que Bürger, a pesar de todo, está en lo cierto cuando insiste en el carácter distintivo de las vanguardias como movimientos que buscan abolir la separación entre el arte y la vida. El propio Bürger se ocupa primordialmente del surrealismo, aunque su inclusión dentro de los movimientos de vanguardia ha sido cuestionada, en mi concepto erróneamente.81 Hay, en todo caso, otros movimientos de importancia entre los cuales el más notable es quizás el constructivismo ruso. Las principales técnicas innovadoras de este movimiento -una tendencia creciente hacia la abstracción y hacia la representación dinámica de un mundo transformado por el hombre mediante el uso de las máquinas en el dominio de la naturaleza- fueron utilizadas en los años que precedieron la Primera Guerra Mundial y en el transcurso de ella por una serie de grandes figuras: Malevich, Goncharova, Tatlin, Popova, Exter, Rosanova, Rodchenko, Larionov. Estos artistas, sin embargo, conformaban una pequeña y aislada bohéme, con sus centros nocturnos, al estilo de Dadá, y sus trajes extravagantes (Maiakovski tenía predilección por una blusa amarilla brillante), hacían ostentación de su reto al mundo burgués. Camilla Gray comenta al respecto: “En sus extravagancias y payasadas públicas podemos detectar un esfuerzo intuitivo e ingenuo por recobrar el lugar del artista en la vida pública, que le permita convertirse, como siente la profunda necesidad de hacerlo, en un ciudadano activo”.82 La oportunidad de conjugar el arte y la vida vino después de la Revolución de Octubre de 1917. La mayoría de los modernistas prerrevolucionarios adhirió con entusiasmo al régimen bolchevique. Malevich sostuvo que “el cubismo y el futurismo eran las formas de arte revolucionarias que prefiguraban la revolución en la vida política y económica de 1917”, y que ahora ambas revoluciones, la estética y la política, podrían unirse mediante la superación dialéctica del arte en una vida social transformada. Maiakovski declaró en noviembre de 1918: “No necesitamos un mausoleo del arte en el cual se rinda culto a obras muertas, sino una fábrica del espíritu humano en las calles, en los tranvías, en las fábricas, en los talleres y en el hogar de los obreros”.83 Y durante algunos años, en sus actividades propagandísticas y las de otros artistas en favor de la revolución, en las grandes manifestaciones públicas organizadas por ellos, en el teatro de Meyerhold y de Tretiakov, en proyectos como el “Monumento a la Tercera Internacional” de Tatlin, en las películas de Eisenstein y de Vertov, parecía haber cierta correspondencia entre tal aspiración y la realidad social. 

La importancia del constructivismo ruso reside en que muestra cómo la radicalización del modernismo y su conversión en la vanguardia no fueron tan sólo el desarrollo de una lógica intrínseca al esteticismo de fines de siglo, sino que dependían de condiciones políticas y, en particular, de la Revolución de Octubre, en la que se concreta la visión de una transformación social mediante la cual el arte y la vida podían reunificarse. El mismo patrón, en el cual se funden la innovación estética y la política revolucionaria gracias a las esperanzas suscitadas por el poder de los obreros en Rusia, puede apreciarse en otros lugares de Europa y, en especial, en la Alemania de Weimar, producto a su vez de una revolución que amenazó con extender el bolchevismo a los centros del capitalismo occidental. Bruno Taut escribió en el manifiesto del Consejo de los Trabajadores para el Arte, creado después de la revolución de noviembre de 1918: “El arte y el pueblo deben conformar una unidad. El arte ya no será un lujo para unos pocos, sino que será disfrutado y experimentado por las masas. Su objetivo es la alianza de las artes bajo las alas de una gran arquitectura”. El papel central desempeñado por la arquitectura en la restauración de una cultura integrada, similar a la alcanzada en la Edad Media pero basada en el socialismo, fue señalado por Walter Gropius, quien escribió en aquella época: “Pintores, escultores, derribemos las barreras que rodean la arquitectura; seamos constructores y compañeros de armas para lograr nuestro objetivo final: la idea creativa de la Catedral del Futuro, que lo abarcará todo en una forma única: arquitectura, escultura y pintura”. La aspiración de construir la “Catedral del Socialismo” como “obra de arte completa” prevaleció durante los años de la República de Weimar en el Bauhaus, que estuvo sucesivamente bajo la dirección de Gropius, Hannes Meyer y Mies van der Rohe,84 y el vigor con que Tom Wolfe estigmatizó la arquitectura moderna en From Bauhaus to Our House parece derivar, al menos en parte, de la furia macartista provocada por el descubrimiento de que los centros urbanos norteamericanos están diseñados según los lineamientos propuestos inicialmente por un grupo de comunistas. 

El caso de la Alemania de Weimar es de mayor interés general para la comprensión del modernismo. Si la Viena de fines del siglo XIX fue la ciudad donde se inventó el siglo XX, Berlín entre 1918 y 1933 fue la ciudad donde todas las contradicciones del siglo se hicieron presentes en su forma más dramática. Capital de una república fundada sobre la derrota militar y que zozobraba en medio de la depresión económica, centro a la vez del más avanzado capitalismo industrial de Europa y de la aristocracia terrateniente formada en la tradición del absolutismo prusiano, una ciudad polarizada por las tensiones sociales, sacudida por la ira de los obreros rebeldes, pauperizada por los pequeños burgueses y los lumpen-proletarios desempleados, campo de batalla de comunistas, socialdemocrátas, monarquistas y nazis, quienes finalmente llegaron a dominarla, Berlín fue también un enclave importante del modernismo. Esto no se debió tan sólo a la importancia de la vanguardia local, que incluye figuras tales como Grosz, Heartfield, Brecht, Eisler, Hindemith, Piscator y otros. Los grandes programas de vivienda realizados por la administración socialdemócrata de la ciudad permitieron a arquitectos radicales como Taut, Gropius y Mies van der Rohe aplicar los principios modernistas al diseño de los bloques de apartamentos destinados a la clase obrera. La Alemania de Weimar se convirtió en el principal conducto de difusión de la influencia de la vanguardia rusa hacia Occidente. El tratado de Rapallo, firmado en abril de 1922 entre los dos países perjudicados por la Paz de Versalles, restauró algunos de los fuertes vínculos existentes entre Alemania y Rusia antes de la revolución. Tales conexiones eran de carácter cultural, económico y militar. Kandinsky había sido una figura central del grupo expresionista Blaue Reiter en Munich antes de la guerra. Después de la distensión producida por el tratado de Rapallo, El Lissitzky, Maiakovski, llya Ehrenburg y otros visitaron Alemania, extendiendo la influencia del constructivismo hacia Occidente. Fue su entusiasta acogida en Berlín la que atrajo inicialmente la atención internacional hacia El acorazado Potemkin de Eisenstein. Por otra parte, mientras el Estado benefactor de Weimar se desmoronaba bajo el impacto de la crisis mundial a fines de la década de 1920, los arquitectos modernistas como Taut y Meyer emigraban a la Unión Soviética para participar en los grandes programas de construcción exigidos por el primer Plan Quinquenal. 

John Willett nos transmite la cualidad especial de la vanguardia berlinesa en su importante estudio sobre la Neue Sachlichkeit (Nueva objetividad), el estilo cultural distintivo de la Alemania de Weimar en su breve período de estabilidad, entre 1923 y 1928: 

 

Un nuevo realismo que busca métodos para enfrentar sujetos reales y necesidades humanas reales, una visión agudamente crítica de la sociedad y de los individuos existentes, y la determinación de dominar nuevos medios y descubrir nuevos enfoques colectivos respecto de la comunicación de los conceptos artísticos. La visión constructivista en cuestión halla aplicaciones en varios campos -inicialmente en el arte “puro” de dos y tres dimensiones, luego en la fotografía, el cine, la arquitectura, varias formas del diseño y en el teatro- a menudo, y con mayor importancia que en la época anterior a 1914, según principios derivados del rápido avance tecnológico: esto es, no tanto de la apariencia externa de las máquinas como del tipo de pensamiento que subyace a su diseño y operación. La visión crítica proviene de Dadá y de la desilusión provocada por la guerra y por la revolución alemana; en efecto, se trata de una contraparte más serena y escéptica al humanitarismo optimista de los expresionistas entre 1916 y 1919; el vacío dejado por la decadencia de este movimiento es ocupado por el grupo conocido por el nombre algo equívoco de “Nueva objetividad”.85 

 

Aunque el arte de la Neue Sachlichkeit se caracterizó por un tono frío e impersonal, esto no implica que adoptara una posición neutral. Brecht escribió en 1927: “Me sorprende que las piezas correspondientes a este período surgen del asombro de sus autores ante las cosas que suceden en la vida. Nuestro deseo de corregirlas, de crear precedentes y fundar una tradición de superación de las dificultades, hace surgir las obras de una época que estará caracterizada por el tropel de la gente hacia las grandes ciudades”.86 Fue un arte imbuido por el sentido de la metrópolis moderna en general y de Berlín en particular. La modernidad de la ciudad permeó, por ejemplo, el documental titulado Berlín, la sinfonía de una gran ciudad, realizado en 1927 por Walter Ruttman y Carl Meyer, modernidad en cuyo horizonte apareció la sombra amenazadora del Amerikanismus, del futuro de la humanidad, una civilización enorme, dinámica, anónima, industrializada. Técnicas tales como la “factografía” rusa postrevolucionaria, los reportajes modelados sobre el estilo documental del libro Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed, así como las técnicas de montaje de los cubistas, de Joyce y de Eisenstein fueron utilizadas para captar la ambigüedad de la metrópolis -promesa y amenaza- y para trazar los contrastes sociales de los que se ocuparon estos artistas en razón de sus políticas revolucionarias. 

Pero si la Alemania de Weimar presenció el desarrollo de uno de los más importantes movimientos de vanguardia, fue también el escenario en el que se vieron frustradas todas las esperanzas de estos movimientos. La derrota de la revolución alemana, finalmente lograda después de la represión del levantamiento comunista de octubre de 1923, desató dos procesos contrarrevolucionarios: por una parte, la consolidación, en medio de un ambiente internacional hostil, de un régimen burocrático de Capitalismo de Estado en Rusia y, por la otra, en el clima de crisis social creado por la Gran Depresión de 1929, la victoria del fascismo en Alemania.87 El estalinismo y el nazismo destruyeron, conjuntamente, las vanguardias. Lo anterior resulta evidente si tenemos en cuenta que ambos regímenes se propusieron abolir por la vía administrativa lo que el primero llamó el “formalismo burgués” y el segundo el Kulturbolchewismus. Con el primer Plan Quinquenal, la relativa tolerancia de la experimentación artística que había caracterizado a Rusia durante los años veintes tocó a su fin, y durante el período de entusiasmo voluntarista que los historiadores denominan ahora “la revolución cultural” de 1928-31, se dio rienda suelta a los ingenuos partidarios de la “cultura proletaria” antes de ser derrocados a su vez y sustituidos por los apparatchiks del “realismo socialista”.88 “El crucero del amor de la vida se ha destrozado contra las rocas del filisteísmo”, escribió Maiakovski en su último poema, antes de suicidarse en 1930. Meyerhold y Tretiakov, junto con muchos otros artistas, perecieron en el Gulag. Quienes sobrevivieron lo hicieron con dificultad: la mayor parte de los proyectos fílmicos de Eisenstein, por ejemplo, abortaron. La conquista del poder por parte de los nazis expulsó a un sinnúmero de artistas de Alemania, parte de la emigración masiva de la intelectualidad centroeuropea que jugó un papel tan importante en la conformación de las culturas anglófonas que absorbieron a los exiliados. 

El desastre del estalinismo y del fascismo, sin embargo, destruyó los movimientos de vanguardia en otro sentido aún más fundamental: los privó de la esperanza de la revolución social, esencial para la integración buscada entre el arte y la vida. La estabilización del capitalismo durante la posguerra dejó inermes a aquellas pocas personas comprometidas todavía con los objetivos del vanguardismo: el tortuoso camino seguido por Brecht, que pasa de un Hollywood invivible por causa del macartismo a una Alemania Oriental estalinista a la que sólo en parte respalda, ilustra el dilema del artista revolucionario en un mundo en apariencia pacificado pero lejos de estar reconciliado. 

El naufragio de las vanguardias dramatiza el agotamiento general del modernismo. Moretti observa que “la extraordinaria concentración de obras de arte literarias durante la Primera Guerra Mundial... configuró la última estación literaria de la cultura occidental. En el transcurso de unos pocos años, la literatura europea dio lo mejor de sí y pareció próxima a abrir nuevos e ilimitados horizontes. Pero en lugar de ello, murió. Unos pocos icebergs aislados y muchos émulos: pero nada comparable al pasado”.89 Wyndham Lewis dijo algo similar en 1937. Al referirse a “los hombres de 1914” -Eliot, Pound, Joyce y él mismo- escribió: “Somos los primeros hombres de un futuro que aún no se ha materializado. Pertenecemos a una ‘gran época’ que no ha ‘despegado’ “. Su explicación fue que “si... nos concentramos en cualquiera de las artes... nos veremos obligados a concluir que en todos los casos el ‘comercialismo’, como decimos, las está destruyendo de la manera más eficiente, o lo ha hecho ya”.90 

El carácter mercantil de la vida social hace parte también de la forma como explica Anderson la desintegración de la coyuntura modernista después de 1945:

 

La Segunda Guerra Mundial destruyó las tres coordenadas históricas que hemos discutido y, al hacerlo, eliminó la vitalidad del modernismo. Después de 1945, el antiguo orden semiaristocrático o agrario y todas sus dependencias fueron abolidos en todos los países. La democracia burguesa se universalizó por fin. Con ello se cortaron algunos vínculos críticos con un pasado precapitalista. Al mismo tiempo, se impuso con fuerza el fordismo. La producción y el consumo masivos transformaron las economías europeas occidentales según los lineamientos norteamericanos. Ya no cabía la menor duda acerca de qué tipo de sociedad habría de consolidar esta tecnología: surge una civilización capitalista, industrializada, monolítica y opresivamente estable... Finalmente, la imagen o esperanza de la revolución desapareció en Occidente. El comienzo de la Guerra Fría y la sovietización de Europa Oriental eliminaron toda perspectiva de una abolición socialista del capitalismo avanzado durante todo un período histórico. La ambigüedad de la aristocracia, el carácter absurdo del academicismo, la alegría producida por los primeros automóviles y las primeras películas, la evidencia de la alternativa socialista, desaparecieron todas. En su lugar reina ahora la economía rutinaria, burocratizada, de la producción universal de mercancías, en la cual el “consumo masivo” y la “cultura de masas” se han convertido en términos intercambiables.91 

 

Exploraré las implicaciones culturales de estos cambios en el capítulo quinto. Antes, sin embargo, consideraré algunas de las formas en que los argumentos en pro y en contra de la modernidad han sido objeto de examen filosófico. 

 

Notas

 

 

1. C. Baudelaire, My Heart Laid Bare and Other Prose Writings, Londres, 1986, p. 37. 

2. D. Frisby, Fragments of Modernity, Cambridge, 1985, p. 16. 

3. K. Marx y F. Engels, Obras escogidas, Moscú, 1969, p. 38. 

4. Citado en J. Rawson, "ltalian Futurism", en M. Bradbury y J. McFarlane, op. cit., p. 245. 

5. G. M. Hyde, "The Poetry of the City", en Bradbury y McFarlane, eds. op. cit. 

6. K. Wolff, ed., The Sociology of Georg Simmel, Nueva York, 1950, pp. 409-10,120-21. Como lo observa Simmel (ibid, p. 424, n. 11), "La metrópolis y la vida mental" es una formulación abreviada de algunos de los temas principales de su opus magnum, The Philosophy of Money, Londres, 1978. Ver Frisby, op. cit., capítulo 2 y para algunas críticas de "La metrópolis y la vida mental", D. Smith, The Citiy and Social Theory, Oxford, 1980, pp. 17 ss. 

7. Citado en R. Cork, David Bomberg, New Haven, 1987, p. 78. Ver también, por ejemplo, el fascinante estudio de T. J. Clark acerca del contexto urbano en la obra de Manet, The Painting of Modem Life, Londres, 1984. 

8. M. Berman, Todo lo sólido se desvance en el aire, México, 1988. 

9. DFM, p. 16. 

10. H. Blumenberg, op. cit., p. 423.  

11. DFM, p. 18. 

12. Ver K. Kumar, Prophecy and Progress, Harmondsworth, 1978, capítulos 1-3. 

13. TAC, 1 p. 284; ver, en general, pp. 197-330. Si bien sigo en el texto la explicación habermasiana de la teoría de la racionalización de Weber, debe señalarse que su lectura es objeto de acaloradas controversias; ver, por ejemplo, W. Hennis, "Max Weber's ‘Central Question'", Economy and Society 12, 1983. 

14. DFM, pp. 12-13. 

15. T. Parsons, The Social System, Londres, 195 I , pp. 481 ss. 

16. T. Parsons, The System of Modern Societies, Englewood Cliffs, 1971, p. 119. 

17. TAC, ll, pp. 291-92; ver en general pp. 199-299. 

18. J. Taylor, From Modernization to Modes of Production, Londres, 1979, p. 31; ver, en general, la crítica a la teoría de la modernización de Parsons en ibid, capítulo 1, y S. P. Savage, The Theories of Talcott Parsons, Londres, 1981, capítulos 5 y 6. 

19. Esta descripción del materialismo histórico se centra en los aspectos lógicos de la teoría más que en las ideas sostenidas por muchos marxistas. Las discusiones recientes acerca de este tema han estado dominadas por L. Althuser y E. Balibar, Para leer El Capital, Londres, 1970, y G. A. Cohen, Karl Marx's Theory of History - a Defence, Oxford,1978. Mi propia versión está consignada en MH, especialmente el capítulo 2. 

20. Ver la interesante discusión que de estos cambios ofrece A. Giddens, A Contemporary Critique of Historical Materialism, Londres, 1981, capítulo 6. Las ideas de Giddens acerca de las implicaciones de estos cambios para la estética se encuentran en "Modernism and Postmodernism", NGC 22 (1981). 

21. F. Braudel, The Structures of Everyday Life, Londres, 1981, pp. 560-61. 22. La obra de Robert Brenner ha puesto de relieve la importancia de estos rasgos en el capitalismo: ver T. E. Aston y C. H. E. Philpin, eds., The Brenner Debate, Cambridge, 1985, y R. Brenner, "The Social Basis of Economic Development" en J. Roemer, ed., Analytical Marxism, Cambridge, 1986. 

23. Marx y Engels, op. cit, pp. 37.  

24. Ibid, XII, p. 222. 

25. Marx, Grundrisse, Harmondsworth, 1973, pp. 409-10.  

26. Ibid., pp. 487-88. 

27. Ibid, pp. 162, 488. 

28. Ml, p. 321-22. 

29. lbid, p. 323. Comparar con M. Bradbury y J. McFarlane, "The Name and Nature of Modernism", en op. cit. 

30. MR, pp. 324-25. 

31. Ibid, p. 325-26. 

32. Ibid, p. 324. Esta influencia puede haber sido recíproca: Mayer incluye a Anderson entre los lectores del borrador de los cruciales cuatro primeros capítulos de su obra; A. J. Mayer, The Persistence of the Old Regime, Nueva York, 1981, p. x.  

33. Mayer, op. cit, p. 17. 

34. Ibid, p. 189. 

35. Ibid, pp. 3, 4, 292, 301, 314, 329. 

36. Ver P. Anderson, "Origins of the Present Crisis" en P. Anderson y R. Blackburn, eds., Towards Socialiam, Londres, 1965, y "The Figures of Descent", NLR 161, 1987; como crítica, E. P. Thompson, "The Peculiarities of the English" en The Poverty of Theory and Other Essays, Londres, 1978, M. Barratt Brown, "Away with the Great Arches", NLR 167, 1988, A. Callinicos, "¿Exception or Symptom?", NLR 169, 1988, y C. Barker y D. Nicholls, eds., The Development of British society, Manchester, 1988. 

37. D. Blackbum y G. Eley, The Peculiarities of German History, Oxford,1984.  

38. E. J. Hobsbawm, The Age of Empire 1875-1914, Londres, 1987, pp. 8-9, 168, 176-77. 

39. Mayer, op. cit., p. 253 ss. 

40. Ver Hobsbawm, op. cit., especialmente pp. 56-73. Personalmente, critico la idea de que la rivalidad militar entre Estados sea independiente de la dialéctica entre fuerzas y relaciones de producción en MH, capítulo 4. 

41. N. Stone, Europe 1878-1919, Londres, 1983, capítulo 2. Constatamos con sorpresa que este historiador de la Nueva Derecha ofrece un análisis de la Europa de fin de siglo más acorde con el espíritu de Lenin y Trotsky que el del marxista Mayer y el marxista Anderson. Un retrato detallado de Europa circa 1900, que transmite un fuerte sentido de la contradictoria unidad de lo antiguo y lo nuevo, es el opus magnum del historiador marxista holandés Jan Romein, The Watershed of Two Eras, Middletown, 1978. 

42. Ver, por ejemplo, L. D. Trotsky, 1905, Harmnodsworth, 1973. 

43. Citado en Stone, op. cit., p. 152. Mayer argumenta que "en el transcurso de una década y media [de 1900], el movimiento obrero y el patriotismo sufrieron aún mayores derrotas que manifestaban su propia debilidad interna y hacían patente la fuerza y decisión de los gobiernos en contenerlas. Incluso el gran levantamiento popular que tuvo lugar en Rusia en 1905-1906 siguió este modelo". Persistence, p. 301. Comparemos esto con las afirmaciones de Stone: "Después de 1910, en la mayoría de los países, el desasosiego laboral produjo muchas más huelgas que antes y, en algunos lugares, el paro general casi termina en la toma de pueblos enteros por parte de "los Rojos", Europe, p. 144. En Rusia, el despertar de la militancia de la clase obrera después de la masacre de las minas de oro de Lena en 1912 culminó en un paro general y en barricadas en las calles de San Petersburgo en julio de 1914: ver T. Cliff, Lenin, I, Londres, 1975, capítulos 18-20. 

44. MR, p. 323. 

45. Una fuente indispensable en lo relativo a Viena a fines del siglo es el excelente catálogo de la exposición realizada en 1986 en el Centro Pompidou, en París, Vienne 1880-1938: L Apocalypse joyeuse, París, 1986. 

46. C. Magris, "Le Flambeau d'Ewald", en Vienne 1880-1938, p. 22. 

47. Por Secesión se conoce el movimiento creado por un grupo de jóvenes artistas, intelectuales y arquitectos vieneses en 1897, que propendía por la apertura de las artes plásticas a las nuevas tendencias desarrolladas en otros lugares de Europa, y en especial al art nouveau. Además de un órgano de difusión, Ver Sacrum (Primavera sagrada), la organización contaba con su propia sede, "La casa de la Secesión", construida en el estilo de un templo pagano, y creó el Wiener Werkstatte, taller de artes aplicadas que sentó las bases del nuevo arte decorativo. Este movimiento de vanguardia luchaba por una renovación cultural que incorporara las propuestas modernistas en todos los campos; sus propuestas suscitaron virulentas controversias de matices políticos, como sucedió con los frescos realizados por Klimt para la nueva universidad de Viena. 

48. J. Clair, "Une Modemité sceptique", ibid,, p. 50. 

49. E. Nagel, "Impressions and Appraisals of Analytical Philosophy in Europe", I, Journal of Philosophy XXXIII, 1936, p. 9. Ver también P. Jacob, L’Empirisme logique, París, 1980, pp. 95-101, y D. Lecourt, L'Ordre et les jeux, París, 1981, capítulo 1. 

50. Ver Schorske, op. cit., capítulo 3; R. Rosdolski, "La Situation révolutionnaire en Autriche en 1918 et la politique des sociaux-démocrates", Critique Communiste 7/8, 1976, y R. Loew, "The Politics of Austro- Marxism", NLR 118, 1979. Ernst Fischer dibuja un vívido retrato de la crisis de la postguerra en Viena en An Opposing Man, Londres, 1974. 

5 I . D. J. Olson, The City as Work of Art, New Haven, 1986, p. 64. 

52. Schorske, op. cit., p. 29. 

53. Mayer, op. cit., p. 114 ss. Los contrastes de Viena se sintetizan de alguna forma en el hecho de que en 1903-4 tanto Adolf Hitler como Ludwig Wittgenstein -nacidos con pocos días de diferencia- asistieron al mismo colegio: B. McGuinness, Wittgenstein: A Life. Young Ludwig (1889-1921), Londres, 1988, p. 51. Un intento poco satisfactorio de relacionar el pensamiento de Wittgenstein con el escenario más amplio de la cultura vienesa puede hallarse en A. Janik y S. Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Madrid, 1974. 

54. Schorske, op. cit, pp. 29, 30-32. Los banqueros y los industriales, tales como Karl Wittgenstein, August Lederer y Otto Promavesi, financiaron a Klimt y a otros miembros de la Secesión de Viena: ver B. Michel, "Les Mécenes de la Secession", en Vienne 1880-1938. 

55. Schorske, op. cit., capítulo 4. 

56. F. Moretti, "The Spell of Indecision", MIC, pp. 339, 341. 

57. C. Schmitt, Political Romanticism, Cambridge, Mass., 1986, pp. 17, 71-72, 75-76. 

58. ibid, p. 20. 

59. Moretti, op. cit., p. 342. Stephen Spender enfatiza también la continuidad existente entre el romanticismo y el modernismo literario: ver The Struggle of the Modern, Londres, 1963, pp. 47-55. 

60. C. MacCabe, James Joyce and the Revolution of the Word, Londres, 1979, capítulos 6 y 7. MacCabe ataca fuertemente la aplicación de la tesis general de Moretti a Joyce: "Spell" (discusión), p. 345. 

61. F. Jameson, The Political Unconscious, Londres, 1981, pp. 19-20. 

62. Schorske, op. cit., pp. 250, 254, 258-59, 263. 

63. R. A. Maguire y J. E. Maimstad, introducción de los traductores a A. Bely, Petersburg, Harmondsworth, 1983, p. vii. 

64. Berman, op. cit., pp. 255-70. 

65. J. Herf, Reactionary Modernism, Cambridge, 1984, p. 2; todas las citas son de ibid., pp. 83, 84, 94, 104; ver en general, capítulo 4. 

66. W. Benjamin, llluminations, Londres, 1970, pp. 243-44. Ver también Benjamin, "Theories of German Fascism", NGC 17, 1979. 

67. P. Bürger, Theory of the Avant Garde, Manchester, 1984, pp. 27, 49. 68. Benjamin, Illuminations, p. 226. 

69. Baudelaire, op. cit., pp. 55-57. 

70. M. Foucault, "¿What is Englightenment?”, en P. Rabinow, ed., A Foucault Reader, Harmondsworth, 1986, p. 42. 

71. W. Benjamin, Charles Baudelaire, Londres, 1973, p. 172. 

72. R. Sennett, The Fall of Public Man, Londres, 1986. Ver, sobre Benjamin, Frisby, Fragments, capítulo 4. 

73. G. Lukács, The Meaning of Contemporary Realisrn, Londres, 1972, p. 69. 74. MR, p. 324; ver también ibid. (discusión), p. 337. Lo que dice Lukács acerca del carácter distintivo del arte moderno es por lo general muy perspicaz. No obstante, está viciado por la insistencia en ver el modernismo como una degeneración del realismo clásico y en deducirlo de lo que considera como la naturaleza reaccionaria de la burguesía en la época imperialista. Las mismas fortalezas y debilidades pueden apreciarse en la crítica de Lukács a la filosofía alemana post-hegeliana en The Destruction of Reason, Londres, 1980. Adorno se refirió a este libro como la destrucción de la propia razón de Lúkács, pero -adaptando la observación de Lenin acerca de Paul Levi- al menos tenía una cabeza que perder. 

75. B. Brecht, "Against Georg Lukács", en E. Bloch etal, Aesthetics and Politics, Londres, 1977. 

76. T. Adorno, Teoría estética, Madrid, 1980, pp. 31-32. 

77. Bürger, op. cit, p. 49. 

78. W. Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Madrid, 1990, p. 194. Ciertamente, podríamos hallar otros precursores del modernismo. Mikhail Bachtin argumenta que "el lenguaje de la novela es un sistema de lenguajes que se animan entre sí mutua e ideológicamente". (The Dialogic Imagination, Austin, 1981, p. 47). Habiendo argumentado primero que Dostoievski era autor de novelas "polifónicas", desarrolla más tarde la idea de que el uso, y ciertamente la parodia de otros géneros, es el rasgo específico del discurso del novelista. Bachtin utiliza a Rabelais como el principal ejemplo de lo que llama heteroglosia, pero podemos pensar en algunos más -Don Quijote y Tristram Shandy, entre otros. Podríamos, sin embargo, objetar que el modernismo es distintivo por cuanto desarrolla de manera consciente y sistemática la concepción del lenguaje implícita en estos escritos anteriores. 

79. Bürger, op. cit, p. 72. 80. Ibid, pp. 73-74, 78. 

81. Richard Wolin argumenta que el continuo compromiso del surrealismo con el "principio de autonomía estética" fue afirmado "en la decisión de Breton de hacer prevalecer los poderes soberanos de la imaginación por sobre la posición de Aragón, quien estaba dispuesto a colocarlos a órdenes de Stalin", "Modemism vs. Postmodernisrn", Telos 62, 1984-5, p. 15. Wolin ubica tal decisión en 1929: de hecho, la crisis ocurrida en aquel año llevó a la expulsión del movimiento surrealista de un grupo que se oponía a su identificación con la revolución socialista. La ruptura de Breton con Aragón sucedió en 1931, después de que este último se convirtiera en adalid del estalinismo de la tercera época con el poema Front rouge. Breton defendó a Aragón de la persecución a la que condujeron las líneas del poema, "muerte a los policías" y "fuego contra Léon Blum", pero criticó Front rouge por ser "regresivo desde el punto de vista poético" e insistió en el rechazo del "arte por el arte" y en "la exigencia de que el escritor, el artista, participe activamente en la lucha social", lo que no implica que "el objetivo de la poesía y del arte" se convierta "en instrucción o propaganda revolucionaria", "The Poverty of Poetry", apéndice a M. Nadeau, The History of Surrealism, Harmondsworth, 1973, p. 331. El duradero compromiso de Breton con una versión antiestalinista del marxismo resulta evidente en su oposición a las políticas del frente popular del Comintern y en su asociación con Trotsky a fines de la década de 1930: ver Nadeau, op. cit., parte 4 y F. Rosemont, André Breton and the First Principles of Surrealism, Londres, 1978. 

82. C. Gray, The Russian Experiment in Art 1863-1922, Edición revisada, Londres, 1986, p. 116. 

83. Citado en ibid, p. 219. 

84. Citas tomadas de K. Frampton, Modern Architecture: A Critical History, edición revisada, Londres, 1985, pp. 117-18; ver también ibid, capítulo 14. 

85. J. Willet, The New Sobriety 1917-1933, Londres, 1978, p. 11. 86. J. Willet, Brecht on Theatre, op. cit., p. 20. 

87. Ver C. Harman, The Lust Revolution, Londres, 1982. 

88. Ver S. Fitzpatrick, Cultural Revolution in Rusia 1928-1931, Bloomington, 1978. 

89. F. Moretti, Signs Taken for Wonders, edición revisada, Londres, 1988, p. 209. 

90. W. Lewis, op. cit, pp. 256, 260. 

91. MR, pp. 326-28.