12
Cuando llegó la noche, el mismo día del temblor, la linterna traída de Francia por el abuelo en uno de sus viajes, en los que abuela quedaba cuidando a los hijos, la vieja linterna, guardada tantos años en su arcón, de nuevo habría de ser mágica para mí.
Después de la comida, rezamos con prisa; como si mi madre estuviera contagiada por el entusiasmo. Cubriendo el vano de la puerta de mi dormitorio, habíamos colocado una sábana que serviría de pantalla a la proyección. Sillas y sillones, dispuestos como en patio de plateas, ocupaban gran parte de la galería. Colgaba de la pared principal un mapa al revés; sobre la tela blanca, en temblona letra de imprenta, podía leerse el pomposo anuncio de la función «cinematográfica», cuyo programa rezaba así:
«Primera Parte: Himno Nacional, al piano por la señora Elvira Thevenet de Aguirre.
Segunda Parte: Proyección.
- Fábulas de Lafontaine.
- La tragedia de Romeo y Julieta, por W. Shakespeare».
Con letras bien visibles se establecía que «para solventar los gastos de la Empresa, se cobraría el módico precio de: $ 0,10».
Descansaba la máquina, con su gran proyector de bronce y cristal, sobre la mesa de la galería en la cual comíamos las noches calurosas. A los costados, apiladas en orden, estaban las placas que había escogido asesorado por tía Elvira. Circundaba las plateas, para asegurar el control de las entradas, un grueso cordel.
Terminado el rezo, María Inés se colocó tras de una mesita que hacía las veces de taquilla. Ante la expectativa general, abuela fue la primera en acercarse poniendo sobre el tarjetero un billete nuevo, «recién salido del banco», como decía mi hermano lleno de admiración. Tomó la entrada correspondiente y fue a ubicarse en su sillón, que ocupaba expectante lugar de «palco avant-scène»; aún no habíamos salido del asombro cuando mi madre, a quien habíamos prometido una «entrada de periodista», hizo lo propio; imitándoles, las tías colocaron también su billete. Tiburcia dejó caer una moneda cuyo tintinear la avergonzó; al caminar hasta su asiento nos miraba como pidiendo disculpas. Atropelladamente, irrumpieron Luis y mis hermanos, alegando que también formaban parte de la «Empresa».
María Inés comenzaba a protestar, cuando Isabel, colocando despectivamente su moneda, la interrumpió:
—¡Hay personas que se creen gente y desde chicos ya muestran la hilacha de bolicheros!
Apreté los dientes con rabia. El insulto estaba calculado para herirme en lo más vulnerable de mí orgullo. Tuve deseos de propinarle una feroz patada en las sentaderas grasosas, que se alejaban balanceándose como pato en busca del charco. Me encontré, sin darme cuenta, con la mirada de abuela, quien moviendo apenas la cabeza sonreía quitándole importancia a las palabras que todos habían escuchado. Mi madre, desde su asiento, imploraba con los ojos mi silencio. Desde su lugar de preeminencia entre la servidumbre, la Pancha mascullaba palabras ininteligibles. No dudaba que fueran en mi defensa, pronto se le oyó nítidamente:
—¡Llamarle bolichero a un nieto de la señora!… ¡Véanla si será garifa!
Doña Pancha aún no podía comprender cómo abuela había recibido, «con aire de visita», a uno de esos gringos bodegueros, decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una viña y tener bodega para hacer vino había un abismo infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se había instituido guardián insobornable de esa separación. Metódicamente recorría la crónica social de los diarios y, en cuanto pescaba un apellido de bodeguero, exclamaba alzando los brazos horrorizada:
—¡Date cuenta vos, los bolicheros!
Mordiéndome los labios, me dirigí hacia la mesa donde estaba la linterna, en el preciso momento en que tía Elvira, desde la sala, hacía oír los primeros acordes del Himno Nacional. Todos se pusieron en pie.
Canté con tal brío que mi voz se destacaba en el coro. Sin explicarme la razón, mientras duró el canto, miré a abuela como si ella encarnara la realidad de esas estrofas: veíala erguir la cabeza a medida que el canto al crecer resonaba; tal cual debió tenerse aquella, su abuela, que donó esclavos, joyas, dinero y animales, para el Ejército Libertador.
«La Patria no podrá pagar jamás lo que hicieron por ella…» rezaba el título de estas tierras que escuchaban su canto. Título ilusorio, entonces, de leguas en manos del indio y que aceptó «sólo ante las repetidas instancias del Gobernador Intendente de Cuyo», pues que así también decían aquellas páginas amarillentas, que había visto una sola vez en casa del escribano Marcó, y que había tocado con respeto, casi con veneración.
Acallé mi voz, creí distinguir la suya. La canción escuchada tantas veces cobraba nueva vida. Comprendí, entonces, que la palabra dicha por Isabel había herido en mí algo ajeno, algo que venía a través de la sangre de abuela, de esa hidalguía hispánica que le hacía sentir como desdoroso el ejercicio del comercio.
Largos aplausos llenaron la galería. Mecánicamente encendí la lámpara de la linterna mágica, mientras la Chischica, trepándose en una escalera de tijera, apagaba la luz principal. Un círculo luminoso brilló sobre la sábana; la cháchara terminó como por encanto.
Tía Elvira vino a sentarse junto a la máquina, de acuerdo con su misión de traducir del francés las leyendas de las placas. Desfilaron en coloridos dibujos tres fábulas de La Fontaine. A cada moraleja, tía Nicolasa agregaba un: «Me parece muy bien».
Durante el intervalo, la Pancha aprovechó para rezongar en medio de un inacabable bostezo:
—Esto va resultando más largo que esperanza’e pobre…
Isabel, a su vez, dio escape al resentimiento:
—¡Buena colecta!…
Abuela la interrumpió, con fastidio:
—Es cierto… Una ganga para los niños pobres de la Parroquia. ¿Sabrás que el dinero es para ellos?…
Sí, pues…, ya me lo imaginaba —contestó, sin lograr disimular su mortificación.
Comenzó La tragedia de Romeo y Julieta. Las leyendas, de floreadas letras, se espaciaban con las escenas de arcaico sabor. Al traducir, tía daba una versión «para niños» de las frases un «poco fuertes» que aparecían en la pantalla.
Abuela prestaba atención y esto satisfacía mis ambiciones de organizador. Ignoraba el francés; si algo quiso aprender del idioma de su marido, no me cabía la menor duda de que había hecho lo posible por olvidarlo.
El abuelo Ignacio Thevenet, geógrafo y astrónomo, murió cuando mi madre era niña. En el testero principal de la sala colgaba un gran retrato suyo: un señor de barba a lo Napoleón III, de ajustada levita con solapas de seda en cuyo ojal lucía, desde luego, el botón de la Legión de Honor. En un cajón de papeles viejos había encontrado una carta en la cual sus padres le escribían: «… ya que has decidido tomar estado en América, Dios bendiga tu casamiento. Creemos que, por lo menos, tu mujer será católica y andará vestida». Abuela les contestó enviándoles un daguerrotipo despampanante, al decir de tía Elvira.
Absorto en mis pensamientos, maniobrando cuando tía me indicaba con un golpecito en el hombro, habían desfilado por la ranura del proyector casi la mitad de las placas de Romeo y Julieta. Del espectáculo sólo tenía una noción muy confusa, estuve por creer que la emoción de aquel aparato se había agotado en el hallazgo. Las figuras estáticas, sorprendidas como a propósito en actitudes casi ridiculas, desfilaban lentamente. ¡Si en lugar de una linterna mágica hubiera sido un proyector cinematográfico!
—«Acto segundo; Escena segunda: El jardín de Capuleto» —tradujo tía con voz que me pareció monótona, Empujé la placa; un joven paje, debía de serlo pues que usaba jubón abollonado, extendía con languidez sus manos hacia un balcón de iglesia, en cuya balaustrada reposaba acodada una mujer muy flaca, con largas trenzas rubias sobre el vestido color rosa pálido. La escena se me antojó el colmo del ridículo: Cosas de gringos, me dije, y estuve a punto de largar la carcajada.
—Se ríe de las llagas quien nunca recibió una herida. Al punto creí que tía Elvira hubiera adivinado mis pensamientos; me volví hacia ella, su vista estaba fija en el telón. Nuevamente traduje aquellas mismas palabras en la leyenda que ocupaba la parte inferior del cuadro.
De golpe y no sé por cuál razón, apareció en mi memoria, la vi delinearse netamente, con mayor vida, la risa jactanciosa de Osvaldo Sierra, de aquel muchacho pelinegro lustroso, de mirar taimado y provocativo. Escuché una vez más sus palabras: «¡Dejate de mariconadas! ¡Mala mujer!». Esa odiosa risa era ya una llaga.
Sentí como si mí alma fuera un arado cuya reja volcada jugueteara entre los pastos, hasta que, de pronto, se apodera de él una mano fuerte, la hunde en la tierra y nace un surco. Y ese surco era llaga en la mejilla de la tierra. A mis álamos de San Rafael también les llegará el tiempo de convertirse en llagas, trozados por la sierra circular. Ahora comprendía, de golpe, como si se hubiera alzado un telón oscuro, que para mí era llaga cualquier noche demasiado quieta; que yo, íntegro, era llaga que rozaba sangrando en las palabras y los gestos ajenos.
—¡Alberto! —exclamó tía Elvira—. ¡La placa!
Extenso diálogo apareció en el círculo iluminado. Me apresuraba a traducir mentalmente y ya no escuchaba la voz adormilada:
¡Oh, es mi amor!… ¡Dos de las estrellas más resplandecientes del cielo, teniendo alguna cosa que hacer, ruegan a sus ojos que brillen hasta su retorno… Sus ojos irradiarían una luz tan clara a través de la región etérea, que cantarían las aves creyendo llegada la aurora!
Con lentitud, ahora buscada, fueron desfilando las placas. Mi alma se abría con ruido de pergamino ajado, como lo hacían las flores del magnoliero; en ese instante, inesperado como cohete que estallara en medio de la noche, se llenaba de vida borboteante, el molde de una palabra, hasta entonces sólo palabra de letras iguales a las otras; palabra que sonaba casta en la galería del casón de abuela; palabra de la cual ya no habría de avergonzarme, pero que aún no me atrevía a pronunciar como cosa mía, profunda y dulcemente mía. Voz que habría de sonar cándida y pura bajo las higueras del Fortín, rebrillar al sol siestero y aplacarse sobre la tierra ardiente por la resolana.
—¿Y así me dejas, mi dueño, mi amor, mi amigo? ¡Necesito saber de ti cada día de cada hora! ¡Porque en un minuto hay muchos días!
Amor, amor… repetía quedamente, como sí mi boca, y mi alma a cuestas de ella, recorriera en la palabra montes y collados; como si cada letra de ella guardara en las curvas de su grafía la roja de un labio, un ademán hecho mimo ingenuo, robusta pirueta, turbadora turgencia, arco tendido en ofrecimiento.
¿Era acaso esta nueva palabra semejante a la que se formaba en el candado del arcón? ¿Era acaso la misma palabra con que me atropellaba, hasta el fastidio, en lectura o en las cintas cinematográficas?
Comprendí, entonces, que había vivido entre palabras sin dar vida a la mía.
El sol no mostrará la cara, a causa de su duelo. Rodeada de pulcras viñetas apareció en el centro del telón la palabra: Finis. La luz de la lámpara de alcohol carburado, que pendía de su arco niquelado, iluminó de nuevo el corredor de la casa de abuela y reflejose en las hojas de la palmera. Con elástico brinco, un sapo atrapó a un cucaracho cuando desplegaba su caparazón para volar.
La Pancha, que dormía boqueando, dio un respingo y se levantó restregando los ojos.
Abuela tocó el hombro de Tiburcia, quien se puso en pie instantáneamente, preguntando:
—¡Qué pasa!… ¿Tiembla? —luego, con su invariable tono de disculpa, agregó—: Con tantas paparruchas me venció el sueño…, pero estuvo muy linda, lindísima la velada de los niñitos… Ha sido muy lindo todo… —terminó, tratando de ocultar un bostezo.
Cesaron los ruidos lentamente, como se diluían los acordes finales en el piano de tía Elvira, y, una a una, fueron apagándose las luces de los dormitorios. El cielo raso de la galería me aplastaba, como si apoyara todo su peso en las paredes de mi pecho.
Bajé la escalinata que miraba hacia el Oeste. Algo mío, que brotaba como el sudor de mi cuerpo, llenaba los rincones de la casa silenciosa y rebotaba ahogándome.
El grito de una lechuza, en medio de la noche, no fue agorero. Era bello, como romper una tinaja sombría.
Anduve bajo los árboles; la tierra recién arada se hundía bajo el peso de mi cuerpo. Bajo las estrellas enormes y brillantes, las magnolias alzaban sus pétalos, como si en cada uno de ellos hubieran de repetir mis ojos La tragedia de Romeo y Julieta.
Caminaba con miedo de pisar alguna rama seca, cuyo crujido habría de romper mi silencio de San Rafael, hecho del canto de los grillos —trizar de nueces de cristal—, del croar de sapos y ranas y del mugido lejano de los vacunos.
Silencio que se respira, llena el pecho y vuelve al silencio.
Me dejé caer sobre la arena tibia, bajo el carolino del callejón. Tirado de espaldas, algo inexpresable pugnaba por escapar de mí. Escapar para luego envolverme. Quería correr a campo traviesa, sin escuchar las voces que habrían de gritar: ¡Cuidado, que rompes los bordos del riego! Correr y estar inmóvil, mirándome en ti.
Arrojarme por una ladera de la montaña, para que peñas y algarrobos, chañares y piquillines, cardos y tunas destrozaran mi ropa. Al rodar, tomaría una estrella, hecha por la mano estática de Dios, y desnudo vendría a tu encuentro. Los álamos aquietarían sus hojas para que pudieras escuchar mi voz: ¡Mira, mi bien, lo que has hecho de mí!
¿Qué deseaba de ti? ¿Y de mí? Llagar mis manos y hundirlas en la arena; porque tú eras arena tibia que se pega a la piel humedecida por la sangre; agua, que la tierra sofocada sorbe en silente sumisión.
Tendido bajo el árbol, estaba ebrio de las quince gotas de agua de mis años recogidas en unas manos toscas. Cuando llueve en la montaña, algunas piedras grises y rojas guardan, así, un poco de agua.
De pronto, como tiembla la tierra, como germina la semilla, bronco alarido acongojado abrió mí pecho, me proyectó hacia arriba:
—¡Dolores! ¡Te amo!