Capítulo 3


El club de hípica de Chippingville se encontraba en las afueras, en medio de un paraje agreste al que se accedía a través de un desvío de la carretera principal. El camino estaba sin asfaltar y lleno de baches, pero a cambio de la molestia se respiraba una aire puro y fresco. A lo lejos se veían unas colinas verdes recortándose sobre el cielo azul. Glenn y Marion aparcaron y se encaminaron hacia la entrada para anunciar su llegada al primo de Dory, Jeffrey Harrington. 

El complejo estaba formado por una casa enorme de una sola planta, sobre cuyo tejado sobresalía una robusta chimenea. Las paredes eran de ladrillo rojo y el marco de las ventanas de una madera gruesa y resistente. Marion recordó que alguna vez de pequeña se había paseado por el complejo, pero para Glenn era su primera vez. 

—Mis padres, de pequeño, me enseñaron a montar aunque no me dejaban que me escapase al galope —dijo mirando los cuadros de motivos ecuestres que decoraban las paredes del recibidor. 

—Apuesto a que eras un jinete muy mono —. Marion le sonrió ampliamente—. Yo creo que nunca me he montado en un caballo, a no ser que cuenten los caballos del tiovivo. 

—¿Ni siquiera una pony? —preguntó Glenn fingiendo alarmarse. 

Marion negó con la cabeza. 

—Qué infancia más triste —dijo él irónicamente. 

Un hombre de peinado impecable de color platino salió del mostrador y se dirigió a ambos. El primo de Dory era más joven de lo que había pensado Marion en un principio. Vestía de una forma casual, con un jersey de lana azul y unos vaqueros. Llevaba varios días sin afeitarse y con la piel bronceado a Marion le recordó a un montañero. 

Después de las debidas presentaciones, Jeffrey los acompañó hasta la cafetería, donde tomaron asiento en una rincón discreto. Una camarera les sirvió café con leche y cuando se alejó hacia el mostrador, Jeffrey se sintió con plena libertad para charlar sobre el delicado tema. 

—A Dory la he visto destrozada. Ojalá pueda recuperar a Dakota. ¿Me ha dicho que sois investigadores privados?

—Oh, no, no —respondió Marion negando con la mano—. Yo soy peluquera y él es médico. Estamos haciendo un favor a Dory y poco más. Los dos tenemos que regresar a nuestros trabajos lo antes posible. 

Jeffrey se rascó la cabeza al tiempo que hacía un gesto de no comprender qué hacían ellos allí. A Marion no le pareció extraño su gesto, puesto que aún no veía la manera de ayudar a su querida Dory. Por suerte, Ruth le echaba una mano con la peluquería para que el negocio no se resintiese. 

—Empecemos por el principio, pues. Cuéntanos cómo te diste cuenta de la ausencia de Dakota —pidió Glenn. 

—Fue porque Dory me llamó para preguntarme por Dakota. Esto no es una cárcel donde cada mañana se pasa lista en las caballerizas. Cada uno de los boxes dispone de una cerradura, además de la puerta principal, por supuesto. Después de que Dory me avisara fui a ver a Dakota y, para mi sorpresa, no estaba. La cerradura estaba en el suelo, rota. 

—¿Y la de la entrada? —preguntó Marion. 

—Estaba abierta, solo se cierra por las noches. 

A petición de Glenn, Jeffrey explicó que Dakota es una yegua de una de las razas más prestigiosas del mundo: la árabe. Destaca por ser un animal inteligente y de gran resistencia. Además, su cola levantada es una señal característica que la hace inconfundible. 

—Lo que más despierta admiración es su empatía con los seres humanos. Los caballos árabes socializan muy bien —apuntó Jeffrey. 

—Yo no soy una gran experta en caballos. Por cierto, ¿tienes una foto de Dakota? 

Jeffrey se metió la mano en el bolsillo, sacó su móvil y lo manipuló hasta encontrar lo que buscaba. Después lo mostró a Glenn y a Marion. Dory aparecía a lomos de Dakota, vestida para la ocasión con sombrero y chaqueta a juego. El pelaje de la yegua era de un color parecido a la plata que contrastaba con la oscuridad de la crin. Todo en el animal rezumaba elegancia y fuerza. 

Después de terminar los cafés, Jeffrey les condujo hasta las caballerizas, situadas en un anexo del club. Allí les presento a Samantha, la mozo de cuadra. Era una chica joven, algo desgarbada y de rostro serio. Llevaba un peto vaquero y unas botas de color ocre; sin duda se trataba de su ropa de faena. Al verles, resopló el flequillo. 

—Samantha, ellos son amigos de Dory. Vienen a ver el box de Dakota. 

—Pues ahí está. Echen un vistazo que yo estoy muy ocupada. Ah, ¡encantada! 

Jeffrey sonrió incómodo a Glenn y a Marion a modo de disculpa por la brusquedad de la chica. Enseguida volvió a aparecer Samantha acarreando dos cubos cargados de pienso. El intenso olor no escapó a las narices de la peluquera y el médico. Algunos caballos se asomaron por sus boxes, curiosos, por la presencia de los tres. Se oyó un relincho, aunque se ignora si fue de agrado o desaprobación hacia los visitantes. 

—Las cosas están un poco revueltas desde que se fue Matt —dijo Jeffrey, excusándose. 

—¿Matt? —preguntó Marion con el propósito de que el primo de Dory les diera más información. 

Mientras caminaban hacia el box de Dakota, Jeffrey les fue comentando lo más interesante sobre el exempleado. 

—Sí, Matt Doyle. Llevaba trabajando con nosotros sobre unos diez años si no recuerdo mal. Llegó incluso antes que yo. Un excelente profesional pero se fue de mala manera. Es una pena, todo hay que decirlo. Y le comprendo que quisiera que se le aumentara el salario, pero las cosas llegan hasta donde se puede. Esto no es un club de lujo, es uno modesto. 

—Acabaron mal, entonces —dijo Marion. 

—Su impecable trayectoria se vio manchada por el último día. Me amenazó en mi despacho. Terrible… Una escena que aún puedo escenificar en mi cabeza sin perder un solo detalle. Te crees que conoces a una persona y, de repente, te das cuenta que ha estado representando un papel. 

Marion asintió lentamente. No podía estar más de acuerdo con Jeffrey. Solo en situaciones extremas podemos comprobar la verdadera naturaleza de las personas. 

—Esta es la casa de Dakota —anunció Jeffrey, señalando con la mano el box. Sobre los tablones de madera Dory había escrito un letrero con el nombre de la yegua, flanqueado por el dibujo de dos rosas. 

Escasamente se podía obtener alguna pista ya que ni Marion ni Glenn era profesionales, sin embargo, su visita al club de hípica no había sido en balde: ya disponían de un primer sospechoso.