Minotauro

Título original: Pilgrimage:The Book of the People

Traducción de Matilde Horne y F.A.

Primera edición: junio de 1994

© Zenna Henderson, 1960 © Ediciones Minotauro, 1975, 1994

Depósito legal: B. 16.209-1994

Apaños:Jack!2005

ÍNDICE · ARARAT · GALAAD · POTAJE · DESIERTO · CAUTIVERIO · JORDÁN

A todos mis querubes y a las campanas

La ventanilla del autobús era un cuadrado oscuro contra la noche de formas indistintas. Los ojos de Lea dejaron lentamente la niebla difusa de la distracción y enfocaron el mundo; al fin se le materializó la cara, en débiles fragmentos, apenas visibles en la penumbra del interior del autobús. Mira, pensó, todavía tienes una cara. Inclinó la cabeza y observó la luz pálida que se le deslizaba por el borde nítido y delicado de la mejilla. Los ojos abiertos no veían ningún color, sólo oscuridad; los rizos recogidos en las sienes y la curva de las cejas, todo como una fotografía fuera de foco en la oscuridad exterior. Esto es lo que parezco a la gente, pensó de un modo impersonal. Mi exterior está intacto: una cáscara de huevo y nada dentro.

La figura de al lado se movió en el asiento.

— ¿Despierta, querida? -La cara redonda resplandeció en las sombras-. Parece que durmió bien. Estuvo usted tan quieta desde que yo subí. Déjeme que encienda la luz. -La mujer movió los dedos sobre la cabeza de Lea-. Estas luces son de veras ingeniosas. ¿Cómo habrán conseguido que apunten en la dirección justa? -La luz se encendió y Lea apartó los ojos parpadeando-. ¿Demasiado fuerte? -La cara de la anciana se arrugó en una sonrisa-. Me recuerda cuando yo era joven y veníamos de la oscuridad y encendíamos la lámpara de petróleo. Yo parpadeaba como usted ahora. Aunque cuando yo tenía los años de usted ya había luz eléctrica. Pero yo tuve mis dos primeros antes de la electricidad. Me casé a los diecisiete y estos dos no pudieron venir más rápido. Usted no puede tener más de veintidós o veintitrés. Señor. Yo ya había dado cuatro al mundo por ese entonces La ventanilla del autobús era un cuadrado oscuro contra la noche de formas indistintas. Los ojos de Lea dejaron lentamente la niebla difusa de la distracción y enfocaron el mundo; al fin se le materializó la cara, en débiles fragmentos, apenas visibles en la penumbra del interior del autobús. Mira, pensó, todavía tienes una cara. Inclinó la cabeza y observó la luz pálida que se le deslizaba por el borde nítido y delicado de la mejilla. Los ojos abiertos no veían ningún color, sólo oscuridad; los rizos recogidos en las sienes y la curva de las cejas, todo como una fotografía fuera de foco en la oscuridad exterior. Esto es lo que parezco a la gente, pensó de un modo impersonal. Mi exterior está intacto: una cáscara de huevo y nada dentro.

La figura de al lado se movió en el asiento.

— ¿Despierta, querida? -La cara redonda resplandeció en las sombras-. Parece que durmió bien. Estuvo usted tan quieta desde que yo subí. Déjeme que encienda la luz. -La mujer movió los dedos sobre la cabeza de Lea-. Estas luces son de veras ingeniosas. ¿Cómo habrán conseguido que apunten en la dirección justa? -La luz se encendió y Lea apartó los ojos parpadeando-. ¿Demasiado fuerte? -La cara de la anciana se arrugó en una sonrisa-. Me recuerda cuando yo era joven y veníamos de la oscuridad y encendíamos la lámpara de petróleo. Yo parpadeaba como usted ahora. Aunque cuando yo tenía los años de usted ya había luz eléctrica. Pero yo tuve mis dos primeros antes de la electricidad. Me casé a los diecisiete y estos dos no pudieron venir más rápido. Usted no puede tener más de veintidós o veintitrés. Señor. Yo ya había dado cuatro al mundo por ese entonces y había enterrado uno. Mire, fotografías de mis nietos.

Vengo de visitar al último de todos, el benjamín de Jenny. Una niña luego de tres varones. Usted me recuerda un poco a ella, los ojos oscuros y ese color de pelo. Jenny lo usa más largo, pero las dos tienen ese mismo tinte rojizo. -La mujer buscó en el bolso. Lea sentía que las palabras caían sobre ella como un agua tibia y espumosa. Tomó automáticamente la billetera abultada que le tendía la mujer y miró sin ver las ventanitas de celofán-:…y éstos son Arthur y Jane. Ah, aquí está Jenny. Mírela, mírela bien y dígame si no se parece a usted.

Lea tomó aliento y recorrió de vuelta una larga y dolorosa distancia. Clavó los ojos en la billetera.

La cara la miraba ahora sonriendo, expectante.

— ¿Bien?

— Es… -Lea no tenía voz. Carraspeó secamente-. Es bonita.

— Sí, lo es. -La mujer sonrió-. ¿No opina que se parece un poco a usted?

— Un poco… -comenzó a repetir Lea, y se le apagó la voz; la mujer entendió que esto era una respuesta.

— Adelante, mire a los otros y dígame cuál de los niños le gusta más.

Lea volvió las páginas de celofán y se quedó mirando algo, con los ojos bajos.

— Bueno, ¿con cuál se ha quedado? -La mujer se inclinó hacia Lea-. ¡Bueno! -Un jadeo de indignación-. ¡Eso es mi licencia para conducir! ¡No le pedí que husmeara mis papeles!

La anciana le arrebató a Lea la billetera y apagó la luz. Hubo unos cuantos movimientos y murmullos en el asiento de al lado hasta que la tranquilidad volvió otra vez.

El zumbido del autobús era casi hipnótico y Lea se hundió de nuevo en aquella apatía, excepto una punta minúscula de incomodidad que continuaba aguijoneándole la conciencia. Tendría que hacer algo en la próxima parada. El billete alcanzaba hasta allí. ¿Luego qué? Habría que decidir otra vez. Y todo lo que ella quería era nada… nada. Y todo lo que tenia era nada… nada. ¿Por qué tenía que hacer algo? ¿No bastaba que ella no…? Lea apoyó la frente contra el vidrio de la ventanilla, disolviendo aquel nebuloso reflejo de ella misma, y clavó los ojos en la oscuridad. El hábito la dominó de nuevo, y los dolorosos pensamientos volvieron a los viejos surcos, los trillados senderos que llevaban a una futilidad sin remedio, a una nada oscura. Retuvo el aliento, y luchó contra el horror… la amenaza…

Todas las luces del interior del autobús se encendieron de pronto, y hubo un murmullo y un movimiento de gente adormilada. El autobús marchaba ahora más despacio entre las luces desperdigadas de las afueras de un pueblo.

Era un pueblo pequeño. Lea ni siquiera recordaba el nombre. Ni siquiera supo en qué dirección iba cuando dejó la estación. Se alejó de la parada de autobús caminando con pasos rápidos y silenciosos por la acera agrietada, complaciéndose en el balanceo rítmico del cuerpo después de las largas horas de inactividad. La mente todavía le daba vueltas, a ciegas, apartada, distraída, encerrada en sí misma.

El distrito comercial fue quedando atrás, y Lea comenzó a subir por una calle empinada. Arriba y al cabo de un rato se encontró con una baranda. Se apoyó en el borde esperando a que se le pasara el mareo. Escudriñó la oscuridad. ¡Es un puente!, pensó. Sobre un río. Sintió que algo se encendía en ella. Es la respuesta, se dijo, animada. Sí, y luego… ¡nada más! Apoyó los codos en la baranda, enmarcándose el mentón y las mejillas con las manos, los ojos puestos en la oscuridad de allá abajo, una oscuridad cerrada donde no había ni siquiera una onda que reflejase las luces del puente.

La voz familiar, tan razonable, hablaba de nuevo. Hay que desprenderse de ese dolor. Que sea sólo una incomodidad transitoria. Deja de respirar, deja de pensar, deja de sufrir, deja de alimentar ese ciego deseo. Lea se movió por la acera, acariciando la baranda. Puedo soportarlo ahora, pensó. Ahora que sé que hay un fin. Puedo soportar un minuto más de vida… para decir adiós. Sintió un estremecimiento en los hombros y la risa que se le ahogaba en la garganta. ¿Adiós? ¿A quién? ¿Quién notaría que ella se había ido? Una onda que se detiene en un mar tempestuoso. Que el agua tranquila la dejara sin aliento. Que esa bondad impersonal la ocultara, la disolviera, de modo que nadie pudiera suspirar y decir: Eso fue Lea. Oh, agua bendita.

No había nada que lo impidiera. Lea se encontró defendiendo lo que iba a hacer como si le hubiesen puesto alguna objeción. Escucha, pensó. Te lo he dicho tantas veces. No hay razón para seguir. Puedo aguantarlo cuando la inanidad me envuelve ocasionalmente, ¿pero no recuerdas? ¿No recuerdas la mañana en que estabas sentada vistiéndote, con un zapato puesto y el otro todavía en la mano, y no podías encontrar una razón válida para terminar de calzarte? ¡Ninguna razón! ¿Acabar de vestirse? ¿Para qué? ¿Por qué tenías que ir a trabajar? ¿Por qué? ¿Para ganarte la vida? ¿Por qué? ¿Para tener que comer? ¿Por qué? ¿Para no morirte de hambre? ¿Por qué? ¡Porque tienes que vivir! Por qué. ¿Por qué? ¡Por qué!

— Y no había respuestas. Y me quedé allí sentada hasta que el aire gris se disolvió a mi alrededor, como otras veces. Pero entonces… -Lea juntó las manos y se las retorció dolorosamente-. ¿Recuerdas qué ocurrió entonces? El cielo distorsionado se desgarró derramando todo el horror de un mundo sin significado y sin sentido; una existencia irracional que daba vueltas y vueltas como las manecillas de un reloj sin cara, una nada amenazadora que tironeaba del hilito de razón que aún me quedaba enredándolo y enredándolo. -Lea se estremeció y apretó los labios tratando de recobrarse-. Eso fue sólo el principio… Poco después esos mismos abismos de inutilidad llegaron a ser un refugio y no algo de lo que era necesario escapar, una negatividad casi cómoda comparada con ese horror positivo que era vivir. Pero ya no aguanto ni una cosa ni otra. -Se dobló sobre la baranda-. Y no tengo por qué hacerlo. -Se enderezó y contuvo una náusea repentina y seca-. Las aguas han de ser más profundas en el medio -se dijo-. Profundas, rápidas, silenciosas, alejándome de esta intolerable…

Y mientras daba un paso adelante se oyó un gritito, perdido dentro de ella.

— ¡Pero yo hubiese podido tener amor a la vida! ¿Cómo he llegado a este punto muerto?

Calla, le decía la oscuridad a la vocecita, ¡calla! No te molestes en pensar. Trae dolor. ¿No descubriste que trae dolor? No tienes que pensar nunca más, ni hablar nunca más, ni respirar nunca más después del próximo aliento…

Los pulmones de Lea se llenaron lentamente. ¡El último aliento! Empezó a deslizarse a lo largo de la baranda del puente de piedra, hacia la oscuridad, hacia el acabamiento de todo, hacia el Fin.

— No tienes verdaderas ganas. -La voz risueña sorprendió a Lea como un golpe en la cara-. Por otra parte, aunque lo quisieras de veras no podrías aquí. Quizá te romperías una pierna, pero nada más.

— ¿Me rompería una pierna? -La voz de Lea era de estupefacción, y algo gritó dentro de ella, decepciona da-: ¡Te estoy hablando!

— Claro. -Unas manos fuertes la apartaron de la baranda y la arrastraron a un asiento dentro de lo que parecía ser un pequeño kiosco-. Tienes que ser muy nueva aquí, llegada en el autobús de las nueve y media de la noche.

— El autobús de las nueve y media de la noche -repitió Lea inexpresivamente.

— Porque si hubieses estado aquí a la luz del día sabrías que este puente es un engaño y una ilusión, por lo menos en lo que a agua se refiere. No podrías ahogar un mosquito en este río. Hay un dique arriba, y aquí sólo arena y tamariscos. Además, no quieres morir, mucho menos con un abrigo tan hermoso como ése, ¡casi nuevo!

— No quieres morir -repitió Lea como un eco distante. De pronto se soltó con una sacudida de aquellas manos firmes y torció el cuerpo tratando de librarse del brazo que la sostenía.

— ¡Quiero morir! ¡Vete! -Habló con una voz cada vez más aguda y casi escupió la última palabra.

— ¿Pero no me oíste? -El resplandor del farol más cercano en el collar de luces que perlaba el puente brilló sobre una sonriente cara de muchacha, no mucho mayor que Lea-. No tendrás lo que piensas si tratas de suicidarte aquí. Probablemente te quedes tendida en la arena toda la noche, quizá con una rama afilada de tamarisco clavada en el hombro, y la pierna rota doliéndote corno todos los diablos. Y mañana te encontrarán las hormigas, y las moscas, los moscardones que zumban. Los atrae la sangre, ya lo sabrás. Tu sangre, derramada en la arena.

Lea ocultó la cara, con violencia, hundiendo las uñas en el cuero cabelludo. Esta… esta criatura no tiene por qué rascar esa costra que resuma sangre, pensó. Sería tan fácil saltar a la oscuridad, a la nada, y no quedarse pensando en moscardones y sangre, tu propia sangre.

— Además… -el brazo la rodeaba de nuevo, llevándola de vuelta al banco-, no puedes querer morir y perderlo todo.

— Todo es nada -jadeó Lea, tratando de volver a un camino gastado y conocido-. No es nada. Sólo una tiza gris que escribe palabras grises en un cielo gris de tormenta. ¡No hay nada! ¡No hay nada!

— Esa frase tan redonda tienes que habértela dicho miles de veces para haber llegado tan adentro en la oscuridad -dijo la voz, seria ahora-. Pero tienes que volver, lo sabes, tienes que sentir de nuevo el deseo de vivir.

— ¡No, no! -gimió Lea, retorciéndose-. ¡Déjame ir! -No puedo. -La voz era dulce, las manos firmes-.

Los Poderes me enviaron aquí a propósito. No puedes volver a la Presencia con tu vida deshecha. Pero no me escuchas, ¿no es cierto? Deja que te diga.

»Te llamas Lea Holmes. Yo me llamo Karen, si quieres saberlo. Dejaste tu casa en Clivedale hace dos días. Juntaste todo tu dinero y compraste el pasaje que te llevara más lejos. Te pasaste dos días sin comer. Ni siquiera sabes muy bien en qué estado te encuentras, excepto que es un estado de desesperación y agotamiento completos, ¿no es así?

— ¿Cómo… cómo sabe? -Lea sintió que algo muerto desde hacía mucho se movía dentro de ella, y volvía a morir bajo la chata monotonía de la voz de la muchacha-. No importa. Nada importa. ¡Usted no sabe nada! -Una ira nauseosa aleteó en el estómago vacío de Lea-. Usted no sabe lo que es vivir de cara a una pared y sin embargo tener que caminar y caminar, día tras día, arrastrando siempre una rueda de molino, sin ninguna esperanza de poder atravesar la pared, ¡nada, nada, nada! ¡Ni siquiera un eco! ¡Nada!

Lea se arrancó de las manos de Karen, y en un movimiento ciego y enloquecido corrió a la baranda de cemento y se arrojó a la oscuridad.

Una vuelta y otra vuelta en el aire, interminable, lenta, lenta. ¿Se tardaba tanto en morir? Cayó blandamente en la arena.

— Ya ves -dijo Karen, agachándose en la arena y alzando la cabeza de Lea-. No puedo permitir que lo hagas.

— Pero… yo… ¡yo salté! -Las manos de Lea tocaron la arena a los costados y alzó los ojos y miró las luces de los coches que pasaban allá arriba como bastones a lo largo de una cerca de piquetes.

— Sí, saltaste. -Karen rió con una risita cálida-. Mira, Lea, todavía hay maravillas en este mundo. No todo está en el fondo de un pantano. ¿Cuál es esa otra cita que has estado usando como anestesia?

Lea volvió de mala gana la cabeza y se sentó.

— Déjeme sola.

Karen insistió con una voz imperiosa.

— ¿Cuál era esa otra cita?

— No hay más maravillas para mí -citó Lea con las manos sobre los labios-. Excepto preguntarme por qué ya no puedo maravillarme. Y por qué todas las maravillas parecen haberse agotado… -Unas lágrimas calientes le quemaron los ojos, pero no llegaron a caer-. No más maravillas…

El enorme vacío que estaba allí esperando siempre se extendió y extendió distorsionando…

¿No más maravillas? -Karen rompió la burbuja con una risa tierna-. ¡Oh, Lea, si yo sólo tuviera tiempo! ¡Ninguna maravilla! Pero tengo que irme. La más increíble maravilla… -Hubo un breve silencio y los coches pasaron arriba, uno tras otro-. ¡Escucha! -Karen tomó las manos de Lea-. Ya no te importa lo que pueda pasarte, ¿no es cierto?

¡No! -dijo Lea, pero una débil voz murmuró una protesta detrás de ese grito desanimado.

— Sientes que la vida es insufrible, ¿no? -Insistió Karen-. Que nada puede ser peor.

— Nada -dijo Lea, embotada, con un susurro ahogado.

— Escucha entonces. -Karen se arrimó a ella en la oscuridad-. Te llevaré conmigo. En verdad no tendría que hacerlo, especialmente ahora, pero ellos entenderán. Te llevaré allá conmigo y luego, luego, si cuando todo haya terminado tú todavía piensas que no hay nada de que maravillarse en el mundo, yo misma te llevaré a un sitio mucho más apropiado para suicidios, ¡y te daré un empujón!

Las manos de Lea se retorcían tratando de librarse de sí mismas.

— Pero dónde…

— ¡Ah, ja! -rió Karen-. ¡Recuerda que no te importa! ¡No te importa! Bien, ahora tendré que taparte los ojos, un minuto. Levántate. Deja que te ponga esta bufanda sobre los ojos. Listo. Me parece que no está demasiado apretada, y sí lo suficiente. -La charla de Karen siguió y siguió, y Lea buscó apoyo de pronto en la muchacha, sintiendo que el mundo se disolvía alrededor. Se tomó del hombro de Karen y dio unos pasos tambaleantes de la arena a terreno más sólido-. Oh, ¿te marea no ver nada? -Preguntó Karen-. Bueno, está bien. Te la sacaré. -Desató la bufanda-. De prisa, tenemos que tomar el autobús y es casi la hora. -Arrastró a Lea a lo largo de la vereda del puente, hacia la otra orilla, dejando atrás el pueblo.

— Pero… -Lea trastabillaba de cansancio y hambre-, ¿cómo estamos otra vez en el puente? ¡Esto es una locura! Estábamos abajo…

— ¿Preocupada, Lea? -Karen la tranquilizó tocándole el hombro-. Si nos damos prisa tendremos tiempo de que comas un sandwich antes de que llegue el autobús. Yo invito.

Un sandwich y un vaso de leche más tarde, el autobús se acercó rugiendo a la acera, devoró a Lea y a Karen y se alejó ruidosamente. Veinte minutos después el conductor, discutiendo, abrió la portezuela a la oscuridad.

— Pero, señora, ¡no hay nada ahí! ¡La casa más próxima está casi a dos kilómetros!

— Ya lo sé -sonrió Karen-. Pero éste es el sitio. Alguien nos espera. -Ayudó a Lea a bajar los peldaños-. ¡Gracias! -Dijo volviendo la cabeza-. ¡Muchas gracias!

— ¡Gracias! -Murmuró el conductor cerrando brusca mente la portezuela-. ¡Ni siquiera es un cruce! ¡Qué gente loca!

El autobús se fue rugiendo camino abajo. Las dos muchachas miraron la retirada de luciérnaga del autobús hasta que desapareció detrás de una curva.

— ¡Bueno! -Karen suspiró, feliz-. Miriam está esperándonos por aquí en algún sitio. Luego iremos…

— Yo no. -La voz de Lea era de una terquedad inexpresiva en la casi tangible oscuridad-. No me moveré un centímetro más. ¿Quién se cree que es usted? Me quedaré aquí hasta que pase un coche…

— ¿Y te tirarás al camino? -La voz de Karen era fría y dura-. No tienes derecho a obligar a un desconocido a que sea tu verdugo. ¿Te parece bien derramar tu sangre sobre alguien cubriéndolo de pies a cabeza?

— ¡No me hable más de sangre! -gritó Lea, herida en lo vivo pues Karen estaba sacándole fuera todos los pensamientos-. ¡Déjeme morir! ¡Déjeme morir!

— Sí, quizá tendría que dejarte morir -dijo Karen sin ninguna simpatía-. No estoy segura de que valga la pena evitarlo. Pero mientras estés en mis manos vendrás conmigo y te callarás. Las niñas lloronas me aburren.

— Pero… usted… ¡no sabe! -Lea sollozó sin lágrimas, trastabillando detrás de Karen, arrastrada por el brazo, evitando cactos y arbustos, llorando el todo protector consuelo de la nada que ya hubiera sido suyo si Karen no hubiera intervenido.

— Quizá te sorprenda -soltó Karen-, pero al menos Dios lo sabe, y no le has dedicado un solo pensamiento en toda la noche. Si tienes tantas ganas de meterte en la casa del Señor aunque nadie te haya invitado, será mejor que dejes de lloriquear y pienses en alguna excusa convincente.

— ¡Usted es mala! -chilló Lea, como un niño.

— De modo que soy mala. -Karen se detuvo tan bruscamente que Lea se la llevó por delante-. Quizá debiera dejarte sola. No quiero que esta cosa maravillosa que está ocurriendo sea estropeada por tantas estupideces. ¡Adiós!

Y Karen desapareció antes que Lea alcanzara a parpadear. Desapareció completamente. No se había oído ni el sonido de una pisada, ni el susurro de un arbusto. Lea se encogió en la oscuridad, sintiendo que el pánico le crecía en el pecho y la dejaba sin aliento. El elevado arco del cielo resplandecía sobre ella y la noche de pronto hostil se cerraba arrastrándose, cada vez más cerca. No había ninguna parte a donde ir, ningún sitio donde esconderse, ningún rincón a donde pudiera retroceder. Nada… ¡Nada!

— ¡Karen! -chilló Lea, echando a correr ciegamente-. ¡Karen!

— Cuidado. -Karen salió de la oscuridad y la tomó por el brazo-. Hay cactos ahí. -La voz continuó con una exasperada paciencia-: Muerta de miedo por quedarse sola en la oscuridad dos minutos y catorce segundos, y todavía piensas que una eternidad de lo mismo sería mejor que vivir… Bueno, he hablado con Miriam y me ha dicho que puede ayudarme a tratar contigo, de modo que ven… Miriam, aquí está ella. ¿Crees que vale la pena salvarla? -Lea retrocedió, sorprendida, mientras Miriam se materializaba vagamente en la oscuridad.

— Karen, deja ese tono de censor -dijo la sombra-. Ya sabes que no podrías abandonar a Lea ahora. Necesita ayuda, y no reproches.

— Ni siquiera quiere ayuda -dijo Karen.

— Hablan como si yo ni siquiera estuviese aquí -dijo Lea, resentida-. No aquí. No aquí. -La ola de desesperación creció y creció y al fin rompió sobre ella-. ¡Oh, déjenme ir! ¡Déjenme morir!

Lea se apartó de Karen pero la sombra de Miriam la envolvió con brazos cálidos.

— Tampoco quiere vivir, pero no lo aceptarás, así como no aceptas que no quiera ayuda.

— Es tarde -dijo Karen-. ¿La sillita de oro?

— Supongo que sí -dijo Miriam-. De todos modos el shock será inevitable. Cuanto más contacto mejor.

De modo que las dos prepararon la silla, la mano tomando la muñeca, la muñeca tomada por la mano, y se agacharon.

— Vamos, Lea -dijo Karen-, siéntate. Los brazos alrededor de nuestros cuellos.

— Puedo caminar -dijo Lea fríamente-. No estoy tan cansada. No sean tontas.

— A donde vamos no puedes ir caminando. No discutas. Estamos retrasadas. Siéntate.

Lea apretó los labios, pero se sentó, torpemente, tomándose con fuerza cuando Karen y Miriam se incorporaron, levantándola del suelo.

— ¿Todo bien? -preguntó Miriam. -Todo bien -dijeron a la vez Karen y Lea.

— ¿Y ahora? -dijo Lea esperando a que empezaran los pasos.

— Bueno -rió Karen-, no digas que no te lo advertí, pero mira hacia abajo.

Lea miró hacia abajo, y abajo, ¡y abajo! Allá abajo se escurrían unas luces a lo largo de la borrosa cinta de un camino. Allá abajo se extendía el rocío enjoyado de los faroles de una calle. Allá abajo toda la panorámica perfección del valle brillaba mágicamente en la noche. Lea se miraba incrédula los dos pies que le colgaban en el aire; nada debajo sino aire, el mismo aire que le movía el cabello y le golpeaba los párpados a medida que aumentaban la velocidad. El terror la sofocaba. Los dos brazos apretaron convulsivamente los cuellos de las muchachas.

— ¡Eh! -jadeó Karen-. ¡Nos estás ahogando! No ten gas miedo. No aprietes tanto. ¡No aprietes tanto!

— Será mejor que la tranquilices -susurró Miriam-. No te oye.

— Tranquila -dijo Karen en voz baja-. Lea, tranquila.

Lea sintió que el miedo se alejaba de ella como una marea que retrocede. Aflojó los brazos. Los ojos que no entendían se alzaron a las estrellas y bajaron de nuevo a las luces. Dejó escapar un leve suspiro y apoyó la cabeza en el hombro de Karen.

Estoy muriéndome, se dijo. Salté del puente y esto es mi agonía, el delirio que precede a la muerte. Tardo mucho en morir. No me sorprende, con esa espina de tamarisco que me ha traspasado el hombro.

Lea cerró los ojos y los miembros se le aflojaron!

Lea estaba tendida en una oscuridad de plata, detrás de los ojos cerrados, y saboreaba esa anónima inercia que separa el sueño del despertar. Una calma serena le cantaba en el cuerpo, un tranquilo zumbido. Se sentía tan anónima como un alga transparente que flota inmóvil entre dos capas de agua clara. Respiró despacio, pues no quería perturbar esa quietud de espejo, esa paz transparente. Si respiras con rapidez, empiezas a pensar, y si piensas… Lea se movió, se le estremecieron los párpados que no querían abrirse, pero la conciencia y la luz crecientes la despertaron del todo. Se quedó tendida y sin moverse en la cama, tratando de ser otra sábana blanca entre dos sábanas de algodón. Pero las sábanas blancas no oyen el canto de los pájaros en la mañana ni huelen desayunos. Se volvió y esperó a sentir otra vez el peso doloroso de la vida, esa carga que la abrumaría, que la trastornaría con aquella quemante inutilidad.

— Buenos días. -Karen estaba sentada en el alféizar de la ventana, extendiendo una mano abierta, con la palma hacia arriba-. ¿Sabes cómo llamar la atención de un pájaro, con unas migas en la mano? Me pregunto si notan otra cosa que no sea comida o unos huevos. ¿Respiran alguna vez por la pura alegría de respirar?

Deshizo las migas entre las manos y las echó fuera de la ventana.

— No sé mucho de pájaros -dijo Lea con una voz espesa y herrumbrosa-. Y tampoco mucho de la alegría, me parece.

Endureció el cuerpo esperando a que aquel pesado horror descendiera de nuevo.

— Cálmate -dijo Karen volviéndose desde la ventana-. Te he tranquilizado.

— ¿Quieres decir… que estoy curada? -preguntó Lea tratando de recordar los episodios de la noche anterior.

— Oh, no. Simplemente te he desconectado, por un tiempo. La curación es algo lenta. Tienes que hacerlo tú misma. Yo puedo llevarte la cuchara a los labios, pero el esfuerzo de tragar depende de ti.

— ¿Qué hay en la cuchara? -preguntó Lea ociosa mente, dejándose llevar por aquella corriente de paz.

— ¿De qué tienes que curarte?

— De la vida. -Lea apartó la cara-. Cúrame de la vida.

— Otra vez lo mismo. Podemos pasamos palabras todo el día una a otra y no llegar a ninguna parte. Además, no tengo tiempo. Tengo que irme ahora. -La cara se le iluminó a Karen, y se movió alrededor del cuarto, levemente-. ¡Oh, Lea! ¡Oh, Lea! -En seguida, rápidamente-: Te espera el desayuno en el otro cuarto. Te dejo. Volveré luego y entonces… bueno, quizá se me haya ocurrido algo. Dios te bendiga.

Karen se deslizó fuera del cuarto, pero Lea no oyó que la puerta se cerrara.

Fue hasta el otro cuarto, sintiendo una inquietud que reemplazaba la inercia enfermiza de costumbre. Deshizo un poco de jamón entre los dedos y se sirvió una taza de café. Al fin salió del cuarto, sin probar nada. De vuelta en el dormitorio se tocó el raro camisón que tenía puesto. De pronto se lo sacó, con un solo y repentino movimiento, y se escurrió dentro de sus propias ropas.

Probó el pestillo, no giraba. Martilleó débilmente con los puños en la puerta cerrada. Corrió a la ventana y sentándose en el alféizar comenzó a pasar las piernas al otro lado. Los pies le golpearon en algo invisible. Sorprendida, extendió una mano y tocó una cosa con la punta de los dedos. Sacó lentamente las dos manos y se quedó mirándolas cuando tropezaron con un obstáculo.

Volvió a la cama y la miró un rato. Al fin se puso a tenderla, rápida, minuciosamente, doblando bajo el colchón los bordes de las sábanas y ahuecando la almohada de plumas. Luego se dejó caer en el borde de la cama y se miró las manos apretadas y tensas. Poco a poco fue deslizándose hasta caer al suelo de rodillas. Hundió la cara en las manos y le susurró a aquella pena árida que le quemaba los ojos: -¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Estás de veras ahí?

Durante un largo tiempo se quedó allí de rodillas, sintiendo que apretaba la cara contra los barrotes que le impedían salir al mundo, y que ahora, quizás a causa de Karen, eran algo inerte e impersonal, y ya no más aquella maligna carga de agonía, la criatura deliberadamente malvada que había sido antes.

Entonces, de pronto, oyó una voz incongruente, la voz de Karen:

— No has comido. -Lea alzó la cabeza, sorprendida. No había nadie en el cuarto-. No has comido -dijo otra vez la voz, como enunciando simplemente un hecho-. No has comido.

Lea hizo un esfuerzo y se incorporó, sintiendo que la sangre le corría otra vez por las piernas entumecidas. Tiesamente fue cojeando hasta la otra habitación. El café humeaba todavía agradablemente aunque ella sentía que había pasado toda una vida desde que lo había servido en la taza. El jamón con huevos estaba todavía caliente. Rompió la tostada crujiente y tibia y comenzó a comer.

— Lo pensaré todo dentro de un rato -le murmuró a la mesa-. Y es posible que luego me ponga a chillar.

Karen llegó de vuelta en las primeras horas de la tarde, precipitándose a través de una puerta que se abrió antes que ella la tocara.

— ¡Oh, Lea! -gritó tomando a Lea por los hombros y haciéndola girar en una danza enloquecida-. ¡Nunca lo adivinarías, ni en un millón de años! ¡Oh, Lea! ¡Oh, Lea!

Karen cayó con Lea sobre la cama y rió alegremente. Lea se apartó.

— ¿Qué tengo que adivinar? -La voz parecía tan seca y tensa como los ojos sin lágrimas.

Karen se sentó enderezándose rápidamente.

— ¡Oh, Lea! Lo siento tanto. Estoy tan excitada que lo olvidé. Escucha. Jemmy dijo que asistirás a la Reunión esta noche. No puedo decírtelo. Bueno, no podrías entenderme sin una larga explicación, y aun entonces… -Miró los ojos extraviados de Lea-. ¿Duele, no es cierto? -preguntó en voz baja-. Aunque yo te haya tranquilizado, se abre paso corno un cuchillo desafilado, ¿no es así? ¿No puedes llorar, Lea? ¿Ni siquiera una lágrima?

— Lágrimas… -Las manos de Lea estaban inquietas-. De qué servirían todas las lágrimas. -Se llevó las manos al nudo apretado que tenía en el pecho. Le dolía mucho la garganta-. ¿Cómo podría soportarlo? -susurró-. Cuando tú permitas que salga otra vez, ¿cómo podré soportarlo?

— No tendrás que soportarlo sola. No había necesidad de que lo soportaras sola. Y no lo soltaré en ti hasta que tengas fuerzas suficientes.

»De cualquier modo… -Karen se puso de pie, vivamente-. Comerás de nuevo, y después una siesta. Te ayudaré a dormir. Luego la Reunión. Allí encontrarás tu nuevo principio.

Lea se encogió, temerosa, mirando cómo crecía la Reunión. Risas y gritos y músicas y corrientes secretas giraban alrededor del cuarto.

— ¡No te morderán! -Susurró Lea-. Ni siquiera se darán cuenta de que estás aquí, si tú no lo deseas. Sí -respondió a la pregunta muda de Lea-. Tienes que quedarte, te guste o no te guste, aunque te parezca que no servirá de nada. No sé muy bien por qué Jemmy llamó a esta Reunión, pero me parece bastante apropiado que te encuentres con nosotros en la escuela. Créeme o no, pero aquí me eduqué, y aquí… Bueno, aquí las maestras deshacían lo que nosotros éramos, o lo hacían todo, depende del punto de vista. Sabes, los adultos pueden ocultar muy bien cualquier secreto, pero los niños… -Karen rió-. Pobres querubines… o quizás eran los más sabios. Sin que nadie se lo pida, están dispuestos a decirles las cosas más íntimas a cualquier adulto que quiera escucharlos, ¿y quién está más preparado para escuchar que una maestra? Pregúntale alguna vez a una maestra cuánto aprenden del ambiente del niño y de las actividades cotidianas de la familia sólo por lo que hacen o dicen, a veces de un modo casi inconsciente. Los niños son la clave de cualquier comunidad, un hecho que es más cierto entre nosotros que en ninguna parte. Es así como las maestras se han visto envueltas tan a menudo en los asuntos del Pueblo. Recuérdamelo alguna vez y te contaré, cuando tengamos un minuto libre. Bueno, Melodye, por ejemplo. Pero ahora…

El cuarto pareció de pronto ordenarse a sí mismo y aquietarse en una espera atenta y expectante.

Jemmy estaba sentado a medias en una esquina del pupitre de la maestra, de frente al Grupo, apretando un pedazo de papel en una mano.

— Nos hemos reunido hoy en Tu nombre -dijo. Un murmullo corrió por el cuarto y se apagó-. Por consideración a algunos de entre nosotros, los procedimientos se harán hoy de viva voz. Sé que alguien del Grupo se ha asombrado de que los hayamos invitado a todos. Hay dos razones principales. La primera, para compartir esta alegría con nosotros… -Un deleitado estremecimiento musical dio vueltas por el cuarto, seguido por una débil risa-. ¡Francher! -dijo Jemmy-. La otra es el proyecto que quisiéramos iniciar esta noche.

»En los últimos pocos días se ha hecho cada vez más evidente que ha llegado la hora de tomar una decisión muy importante. Decidamos lo que decidamos, muchos tendremos que decirnos adiós. Habrá separaciones dolo-rosas. Habrá cambios.

Había una pena tangible en el cuarto, y una débil escala menor de notas tristes que bajaba y subía, al borde de las lágrimas.

— Los Viejos han decidido que sería prudente registrar nuestra historia hasta hoy. Por eso estáis todos vosotros aquí. Cada uno de vosotros guarda en la mente una importante parte de nuestra historia. Cada uno de vosotros ha influido de modo indeleble en el curso de los acontecimientos, en nuestros Grupos. Queremos que contéis vuestras historias. No que las reinterpretéis a la luz de lo que ahora sabemos, pero sí que nos transmitáis las premisas originales, las primeras tentativas, los primeros logros… -Un murmullo se alzó en la habitación-. Sí -respondió Jemmy-. Como si lo viviéramos de nuevo, exactamente lo mismo, incluido el dolor.

»Bien -alisó el pedazo de papel-, en orden cronológico… Oh, antes que nada, ¿dónde está el aparato grabador de Davey?

— ¿El aparato? -preguntó alguien-. ¿Qué tienen de malo nuestros recuerdos?

— Nada -dijo Jemmy-, pero queremos que este registro sea algo independiente de cualquiera de nosotros, que vaya con cualquiera que se vaya, y se quede con cualquiera que se quede. Compartimos los recuerdos generales, por supuesto, pero todos esos detalles mínimos… Bien, de cualquier modo, el aparato de Davey. -El aparato había llegado a la mesa sin hacerse notar-. Bien, en orden cronológico… Karen, tú eres la primera…

— ¿Quién, yo? -Karen enderezó el cuerpo, sorprendida-. Bueno, sí -se contestó a sí misma, aflojándose-. Creo que soy la primera.

— Acércate al pupitre -dijo Jemmy-. Ponte cómoda.

Karen le apretó la mano a Lea y murmuró: -¡Prepárate a oír maravillas! -y luego de abrirse paso entre las filas de pupitres se sentó detrás de la mesa.

— Creo que daré nombre a este principio -dijo-. Ya hemos advertido alguna vez la analogía, recuerden.

» el arca se posó sobre las montañas de Ararat. Y además, ¡Ararat es más poético que monte Calvo! Y ahora -sonrió-, para retomar el tiempo. Vuestra ayuda, por favor.

Lea, fascinada a pesar de sí misma, observó a Karen. Vio que la cara le cambiaba y se hacía más joven. Vio que el cabello se le ordenaba de otro modo y era ahora más largo. Sintió que Karen se despojaba de años como si fuesen finas capas de tejido, y se inclinó hacia adelante, escuchando cómo la voz de Karen, más alta y más joven, comenzaba…