—Bueno, ¿cómo espera que Bruce atienda a la ortografía cuando está tan preocupado por su padre?
Hojeé las hojas del dibujo de mis jóvenes alumnos, esperando encontrar alguna menos prosaica.
La señora Kanz alzó los ojos de las pruebas de ortografía.
¿Preocupado por su padre? ¿Por qué lo dice?
Bueno está casi enfermo pensando que su padre no volverá esta vez. —Puse cabeza abajo el dibujo y lo miré de nuevo—. Pensé que usted conocía los secretos de todos —añadí para tranquilizar a la señora Kanz—. Me ha contado usted tantas cosas estas tres semanas que no me siento realmente una recién llegada.
Suspiré y enderecé el dibujo. Era aún un árbol con seis manzanas.
La señora Kanz parecía todavía molesta.
—Pues yo ignoraba que Stell y Mark no se entendiesen.
—Hubo una escena terrible la noche de la partida —dije—. Bruce estaba medio muerto de miedo.
La señora Kanz me miró entornando los ojos.
— ¿Cómo lo sabe? Usted todavía no conoce a Stell, y Bruce no dijo una sola palabra esta semana, excepto sí o no.
Suspiré largamente.
Oh, no, pensé. No tan pronto. ¡No tan pronto!
—Oh, me lo contó un pajarito —dije animadamente, moviendo mis papeles para ocultar el temblor que me sacudía las manos.
— ¿Un pajarito? Por favor. Se lo habrá oído a Marie, aunque no sé cómo ella...
—Quizá —dije—. Quizá. —Junté de prisa mis hojas—. Caramba. El recreo ya está terminando. Tengo que adelantarme a esos demonios.
Los viejos peldaños sonaron a hueco bajo mis pies apresurados, pero yo me sentía todavía más hueca.
Sólo tres semanas y ya casi me había traicionado. ¿Cómo podía acordarme? Además, el niño no era de mi clase. Yo no tenía por qué saber nada de él. Lo había visto inclinado sobre el libro de lectura tan silenciosamente, durante tanto tiempo... y yo al fin había mirado, pero apenas un poco...
Al pie de las escaleras, la ola de niños que llegaba del patio me inundó hasta la cintura. Aliviada, dejé que me arrastraran a la clase.
Esa tarde me apoyé de espaldas en el borde de la ventana y miré mi clase tranquila. Quiero decir que no había idas y venidas por el aula, pero cada uno de los niños zumbaba a su modo, con las infatigables dínamos de los jóvenes, esos pensamientos casi siempre inarticulados de los niños felices. Todos menos Lucine, una niña de doce años que zumbaba brevemente ante un estímulo y callaba, zumbaba otra vez y callaba. Había algo desconectado en ella, y eso se notaba también en su mirada vacía e inexpresiva.
Suspiré, di la espalda a mis alumnos y dejé que mis ojos subiesen por la pendiente de la meseta Negra que dominaba la escuela, tratando de olvidar, tratando de olvidar por qué me había escapado —alejándome casi ochocientos kilómetros—, tratando de olvidar todo aquello que amenazaba mi cordura, todo lo que podía arrancarme a la realidad y dejarme a la deriva... ¿A la deriva? Oh, esplendor. Poder liberarme. ¡Liberarme! Metí los dedos en la tela de alambre que protegía el borde inferior de la ventana y tironeé. Las uñas chillaron y el viejo alambre cedió, y sentí la mordedura seca y ácida del polvo, y estornudé.
Me senté en mi escritorio y busqué mi pañuelo y estornudé otra vez tratando de ignorar esas punzadas y tirones demasiado conocidos. Aquella pequeña torpeza me había agrietado la apretada coraza protectora. Todo lo que yo había apartado tan resueltamente estaba empujando y tratando de salir...
Hice pasar con tanta rapidez a los niños de la lección de ortografía a la de aritmética que Lucine se contuvo precariamente al borde de las lágrimas hasta que empezó a funcionar de nuevo y comprendió dónde estábamos.
—Atiende, Petie —dije tratando otra vez de horadar la pared que Petie había levantado contra los nombres de los números—, éste es el signo del dos, pero éste es el nombre del dos...
Después que se fueron los autobuses escolares guardé rápidamente mis cosas y descendí la pendiente empinada de la loma donde se elevaba el deteriorado edificio escolar y caminé por las vías del tren hasta la casa de pensión. Mirando atentamente donde ponía los pies, pero sin perder de vista los rieles brillantes a uno y otro lado, me entretuve en contar mis pasos entre los viejos edificios. Si mantenía la cabeza ocupada con algo, quizá pudiese alejar a los fantasmas que me acosaban.
Me detuve brevemente en la pensión para dejar mis cosas y luego seguí mi camino a lo largo de la vía férrea hasta el pequeño valle, atravesé el puente destartalado que ya nadie usaba, y empecé a remontar la colina, disfrutando intensamente cuando tenía que trepar con el cuerpo inclinado, apoyándome en cualquier parte, y sintiendo cómo se me desentumecían los músculos, se me aceleraba el corazón, y el aire de los pulmones me golpeaba la garganta.
Jadeando, me tomé de un matorral de manzanitas y alcancé la cima. Me acurruqué allí, en el afloramiento de esquistos, al pie de la enorme chimenea de ladrillos, abrazada a mis piernas y apoyando la mejilla en las rodillas. Cerré los ojos y dejé que el sol de las últimas horas de la tarde me empapara el cuerpo. Si esto pudiese ser todo, pensé tristemente. Si una no necesitase hacer otra cosa que sentarse al sol y absorber calor. Sólo ser, sin preguntas.
Durante un largo y venturoso momento dejé que esto fuera todo. Pero al fin el asalto comenzó otra vez. Sentí que la primera gota lenta se me metía en el cuerpo por la grieta de la armadura. Conté postes de teléfono. Recité tablas de multiplicar hasta que me descubrí diciendo: seis por nueve, noventa y seis. Abandoné entonces y abrí las esclusas de par en par.
Es siempre así, le gritó una parte de mí misma a todo el resto. Hiciste una promesa. Hiciste una promesa y ahora cedes otra vez... luego de tanto tiempo.
Podría prometer también que no respiraré más, repliqué. Pero esto es estar loca, lo sabes. ¡Todos lo saben!
De cualquier modo soy siempre yo, grité en silencio. Yo. ¡Yo! Basta de discusiones, dijo otra parte de mí. Esto es demasiado serio para pelearse. Sí, tenemos problemas.
Arranqué una rama de manzanita y limpié el suelo de grava, descubriendo un viejo clavo cuadrado y un pedazo de vidrio verde. Tomé la rama con la otra mano, alcé el clavo y lo limpié con el pulgar. Estaba cubierto de herrumbre, pero era muy fuerte y pesado. Me pregunté qué habría sostenido en otro tiempo, y si la mano que lo había clavado sería polvo ahora, y qué cargas habría tenido que soportar aquel hombre...
Tiré a lo lejos la rama e inclinándome hacia adelante tracé una marca en el suelo con el clavo. Todo esto era un inventario terriblemente familiar, y yo me lo había repetido tantas veces, tratando de simplificar este complicado problema, que caía automáticamente en los mismos pensamientos.
Primer punto. ¿Estaba yo realmente loca, o volviéndome loca, o en camino de volverme loca? Así parecía. La otra gente no veía sonidos. Ni gustaba colores. Ni sentía las emociones de los demás como cosas vivas. La carne no era para ellos un apretado chaleco de fuerza. No creían sino a medias que la muerte pudiera desembarazarlos de ese fardo.
Pero sin embargo, me dije, vivo en sociedad y no echo espuma por la boca. No actúo como una demente, y mientras me vigile la lengua no parezco demente.
Reflexioné un instante y dibujé una marca en el suelo. Creo que estoy cuerda... hasta ahora.
Segundo punto. ¿Qué me pasa entonces? ¿Dejo que la imaginación me arrastre? Hice unos agujeros alrededor de mi segunda marca. No, era algo más, algo que estaba más allá de la simple imaginación, algo más allá de...
¿qué?
Crucé la segunda marca con otra dibujando una X.
¿Qué haré entonces? ¿Seguiré así, luchando como hasta ahora? Negaré y negaré hasta que un día... Me estremecí recordando el pánico ciego y la huida que me había traído a Kruper y sentí que perdía toda posible alegría.
Borré las dos marcas y oculté la cara otra vez en las rodillas y esperé a que la marea oscura del miedo subiera en espumas de desesperación, sumergiéndome. Siempre ocurría lo mismo. ¿Quería yo realmente hacer algo? ¿Debería detener todo esto con un acto de voluntad? ¿Podría detenerlo? ¿Deseaba detenerlo?
Me puse de pie y corrí alrededor del cañón de la chimenea enorme, buscando una entrada. Mis pies gritaban no, no, sobre la grava. Mi agitada respiración gritaba no, no, mientras yo me deslizaba resbalando por la escarpada pendiente. Me escurrí al fin en el interior sombrío de la chimenea y me apreté contra los ladrillos gastados y negros mientras mis músculos en tensión gritaban no, no.
— ¡No! —grité en el silencio perturbado por el viento, y mi grito subió y resonó en la oscuridad de allá arriba, y casi pude ver cómo ascendía por la chimenea hacia el disco pálido del cielo.
¡Podría!, grité dentro de mí, desafiante. Si no tuviese miedo podría subir como ese grito y estallar en el cielo como un fuego de artificio, y no sentiría nunca más, nunca más, el peso del mundo.
Pero la pesada carga de la raza me ataba las rodillas y los codos mostrándome la realidad del mundo. Me eché a llorar débilmente apoyándome en la pared curva y rugosa. La sal de las lágrimas me quemó las mejillas arrancándome a mi rebelión. ¿Llorando? ¿Gimiendo contra el viejo muro de una fundición a causa de un sueño? Excelente actitud en una maestra responsable.
Me enjugué las mejillas con un pañuelo y sonreí al verlo sucio de hollín. Sería mejor que volviese al hotel y me lavara la cara antes de sentarme ante la inevitable sopa de ajo.
Salí trastabillando a las aguas rojas del crepúsculo y descendí por el sendero tortuoso que no había querido tomar para llegar a la cima. Me hundí rápidamente en las sombras de los álamos que bordeaban el arroyo al pie de la colina. Aquí, donde nadie podía verme, donde ninguna lengua chasquearía reprobando mi indigna conducta, eché a correr, diciéndome que me escapaba, me escapaba dejando todo atrás. Quizá con bastantes lágrimas y corriendo con bastante rapidez podría ganarme una noche sin sueños.
Llegué al sitio donde el peñasco de granito rosa se unía al camino, y de pronto un golpe me hizo trastabillar. Había chocado con alguien. Antes que yo pudiera verlo, me ayudó a levantarme y me dejó sola otra vez en la oscuridad.
Me froté suavemente la nariz.
—Bueno —dije en voz alta—, es un modo tan eficaz como cualquier otro de sacarme de la cabeza tantas tonterías.
Me pregunté inmediatamente si esto de hablar sola no sería un signo de desequilibrio.
Cuando salí de las sombras del bosque, me volví y miré la cima de la loma. La chimenea era una silueta negra en el cielo, sobre las ruinas de la fábrica. Tenía una belleza desolada, y la contemplé un instante.
De pronto vi otra sombra allí arriba. Alguien había salido de detrás de la chimenea, una figura iluminada por la luz del horizonte.
Pensé un momento si el sonido de mi pena no resonaría aún en la chimenea, y en seguida me di vuelta, avergonzada. La criatura que estaba allí arriba no sería tan insensata como para ponerse a escuchar los sonidos de unas viejas penas.
Aquella noche, a pesar de mi carrera de la tarde, apenas alcancé a deslizarme bajo una delgada película de sueño, y durante un tiempo que no acababa nunca busqué algo que me arrastrara a un olvido completo. Luego sentí la punzada y los tirones familiares, y me arrojé al sueño, sin esperanzas, impetuosamente, a ese sueño que había llegado a ahogar en mí.
No hay palabras que puedan describir mi sueño. Fue para mí, como siempre, la alegría de un nacimiento, una expansión del alma, una libertad sin límites, una cálida posesión. Me abracé a mi emoción —oh, tan apretadamente— sabiendo que de pronto despertaría...
Y el despertar llegó, derribándome, envolviéndome en la carne, quitándome la alegría, limitándome el alma, cerrándome el cielo, y abandonándome en el resplandor acuoso de la mañana, tan abatida otra vez que no me sentía con fuerzas para abrir los ojos.
Acostada, con el cuerpo rígido bajo el peso de las mantas, junté todos los fragmentos de mi sueño en un nudo pequeño y duro que guardé en el rincón más oculto de la conciencia. Quédate ahí, quédate ahí, quédate ahí.
Me decidí al fin a desayunar y bajé al comedor de la pensión. Yo era la única pensionista mujer y siempre me desconcertaba un poco entrar en el comedor, pues todas las manos y todas las mandíbulas se inmovilizaban entonces esperando a que yo encontrara un sitio libre, y luego volvían juntas a su trabajo como a una voz de orden. Pero esta mañana era más tarde que de costumbre y el salón estaba casi vacío.
—¿Cómo está esa vieja chimenea?
Marie me sonrió con la mitad de la boca mientras me ponía un plato de bizcochos calientes debajo de las narices y lo dejaba caer desde una altura de quince centímetros. Reprimí un sobresalto cuando el plato golpeó la mesa, pero no pude ignorar completamente la huella negra de un pulgar en el borde de loza. Marie sacó el trapo grasiento que le colgaba como siempre del bolsillo del delantal y frotó un rato hasta que ya no pudo distinguir los arabescos.
—Era interesante —dije, sin tratar de saber cómo sabía ella que yo había estado allí—. Kruper debe de haber sido toda una ciudad cuando esa fundición marchaba aún.
—Desde que estoy aquí es un pueblito moribundo —dijo Marie—. Se cumplirán treinta y cinco años en febrero y nunca he estado en la chimenea. No he perdido nada. —Se rió en silencio pero abriendo la boca, y yo tuve que retener el aliento esperando a que se disipara el olor a ajo—. Pero sé que algunas muchachas subieron y se perdieron...
¡Marie! —El viejo Charlie aulló desde el otro extremo de la mesa—. Deja esa charla y tráeme algo que comer. Si la maestra quiere subir a esa vieja chimenea, déjala. Quizá le gusta.
Un modo tonto de perder el tiempo —murmuró Marie y se alejó hacia la cocina balanceando su cuerpo macizo sobre unas piernas increíblemente delgadas.
—No le haga caso —dijo el viejo Charlie—. Para Marie no hay otra diversión que la cerveza. No es usted la única a quien le gusta mirar esas cosas. Aquí lo tiene a Lowmanigh. Subió ayer mismo...
— ¿Ayer?
Alcé las cejas, subrayando involuntariamente mi pregunta, y miré al hombre sentado ante mí. Nunca había hablado con él. El viejo Charlie me lo había presentado la primera noche, probablemente, pero yo me había olvidado de todos los nombres excepto el del mismo Charlie y el de Severeid Swanson, un mexicano de frágil aspecto, que parecía subsistir gracias al ajo y al vino, y que siempre parpadeaba cuatro veces cuando yo le sonreía.
—Sí.
Lowmanigh me miró desde el otro lado de la mesa sin endulzar el monosílabo con una sonrisa. Me estremecí cuando advertí en aquel rostro la dureza pálida de las almas transidas. Yo conocía muy bien esa expresión. Así me había visto en el espejo esa misma mañana antes de firmar mi tregua con el día.
El hombre debió de leer algo en mis ojos, pues la cara se le cerró de pronto en una máscara curiosamente neutra, y al fin dijo con un esfuerzo evidente:
— Miré la puesta de sol desde arriba.
Me toqué maquinalmente la nariz dolorida. —Oh.
¡Puestas de sol! — Marie había vuelto con el líquido barroso que ella llamaba café—. Siempre perdiendo el tiempo en tonterías.
¿Cómo pasa usted el tiempo? —dijo Lowmanigh, muy dulcemente.
La mente de Marie saltó como un pájaro asustado, y gritó: ¡Esperando a la muerte!
—Bebiendo cerveza —dijo en voz alta, con una sonrisa que le torció la mitad de la cara—. Cuatro cervezas valen una puesta de sol.
Dejó la cafetera en la mesa y regresó a la cocina dejando detrás de ella un dolor neto, agudo, casi visible.
—Vosotros dos estáis hechos para entenderos —dijo la voz profunda de Charlie—. Os gustan las mismas cosas. Low es el mejor conocedor de ruinas y depósitos de chatarra de todo el condado. Colecciona pueblos fantasmas.
—Me gustan los pueblos fantasmas —le dije a Charlie tratando de colmar el vacío inmenso que amenazaba a la conversación—. Yo misma tengo toda una colección.
— ¡Ya ves, Low! —atronó la voz del viejo—. Ésta es tu oportunidad. Acompañas a una linda maestra y le muestras los alrededores. Juntos podrían coleccionar todo un condado!
El viejo Charlie se atragantó con la broma y el último sorbo de café y dejó el salón tosiendo ruidosamente en su pañuelo.
Lowmanigh y yo nos habíamos quedado solos. El sol temprano de la mañana se deslizaba oblicuamente por el piso de madera pulida, tropezaba con las sillas despintadas, se subía al espejo monumental que colgaba sobre el aparador, y se derramaba brillantemente sobre el mantel encerado que cubría la enorme mesa de roble.
El silencio creció cada vez más hasta que al fin dejé mi tenedor, temiendo golpearlo contra el plato. Me quedé sentada medio minuto, estupefacta, sintiendo unos pesados latidos que crecían lentamente hasta que casi oí una pregunta: ¿Juntos? ¿Juntos? ¿Juntos? Los latidos se quebraron en la cima de una ola de desolación y salí tambaleándome del comedor.
No, susurré mientras me apoyaba en el pasamanos al pie de la escalera. No voluntariamente. ¡No tan temprano!
Me dominé, con un esfuerzo. Deja esas extravagancias, me dije. ¡Podrías volver loco a cualquiera!
Empecé a subir la escalera, resueltamente, y me detuve con un pie en el aire. No era mi desolación, grité en silencio. ¡Era su desolación!
Qué raro, pensé al despertar a las dos de la mañana recordando la desolación.
Qué raro, pensé cuando desperté a las tres, recordando el latido: ¿Juntos?
Muy raro, pensé cuando me desperté a las siete y dejé somnolienta la cama, habiendo olvidado completamente el aspecto de Lowmanigh, pero guardando de él un recuerdo más perfecto que una imagen de tres dimensiones.
La escuela me mantuvo ocupada toda la semana siguiente, tanto que casi olvidé el viejo dolor familiar. Nada turbó esa calma hasta el viernes, día en que todo pareció estallar en el patio de recreo. Ante todo tuve que separar a Esperanza de Joseph. La niña lo había tomado por el pelo y le aplastaba la nariz contra la grava. Se parecía muy poco, en verdad, a su tío Severeid mientras se sacudía el polvo del delantal con aire desafiante.
— ¡Me llamó mexicana! —gritó—. ¿Y qué? Soy mexicana. Estoy orgullosa de ser mexicana. Lo golpearé mucho más si me llama otra vez así, como si mexicana friese una palabrota. Estoy orgullosa de ser...
—Claro que estás orgullosa —dije, ayudándola a sacarse el polvo—. Dios nos hizo a todos. ¿Qué importan los nombres! —Me volví repentinamente hacia Joseph, sobresaltándolo—. Joseph! ¿Eres una niña?
¿Eh? —Joseph parpadeó sin comprender, y al fin dijo indignado—: ¡Claro que no! ¡Soy un chico!
Joseph es un chico! Joseph es un chico! —le dije, riéndome—. ¿Ves qué tonto suena? Somos lo que somos. Es tonto pelearse por estas cosas. Ve a lavarte, y tú también, Esperanza.
Los empujé hacia la escuela y suspiré mirando cómo se iban.
Salí otra vez al patio al oír una burlona salmodia:
— ¡Lucine está loca! ¡Lucine está loca! ¡Lucine está loca!
El grupo giraba bailando alrededor de Lucine, apoyada de espaldas en un árbol seco, el único que quedaba en el patio. Miraba a todos inexpresivamente, boquiabierta, pero unas llamas humeantes comenzaron a arder ya en ese vacío y noté que se le endurecían los músculos.
— ¡Lucine! —grité, y el miedo me dio alas—. ¡Lucine! Me adelanté a mí misma y alcancé la mente homicida y pesada de Lucine. Traté de calmarla hasta que pude llegar a ella.
— ¡Basta! —les chillé a los niños—. ¡Váyanse todos! Mi voz traspasó la mente del grupo, que se disolvió en individuos asustados. Tomé las dos manos de Lucine y durante un angustioso momento se las apreté firmemente. En seguida Lucine lanzó un grito —un grito curiosamente animal— y con un movimiento del brazo me arrojó lejos.
Dominada por un desordenado terror, me sentí arrastrada —casi físicamente, me parece— al delirio irracional de la furia y la confusión de Lucine. Me perdí en laberintos de pensamientos insensatos y en terribles callejones sin salida, y hasta hoy no puedo recordar qué ocurrió realmente.
Cuando la marea roja se retiró, y llegó ese momento triste y gris en que algo se desconectaba en Lucine, me encontré sentada contra el viejo árbol, con la cabeza de la niña en las rodillas y su boca húmeda apretada a mi palma. Las lágrimas de Lucine me mojaban el vestido, y sentí el peso de su cuerpo, tan joven y tan fatigado.
Se le movieron los labios.
—No estoy loca.
—No —dije, alisándole el pelo y asombrándome al descubrir una marca roja en el dorso de mi mano—. No, Lucine, ya lo sé.
—Él también lo hace —murmuró Lucine—. Casi lo puso derecho, pero se le torció otra vez.
—Oh —dije tratando de tranquilizarla y arqueando el hombro para poner en su sitio la manga desgarrada de la blusa—. ¿Quién?
Lucine alzó un poco la cabeza y sentí que se retiraba otra vez a sí misma, tan claramente como si un conejo asustado tratara de escapar a la presión de mi mano.
Yo, pensé. Yo sin mi coraza. Interiormente estoy tan enferma como Lucine, pero mi enfermedad es aceptada como normal. Me gustaría poder desconectarme también algunas veces y no soñar nunca más que vivo sin impedimentos... dulce sueño imposible.
Lucine tomó aliento —una larga inspiración húmeda— y se sentó volviendo hacia mí una mirada inexpresiva.
—Tiene la cara sucia —dijo—. Las maestras no tienen la cara sucia.
—Es cierto. —Me incorporé lentamente e hice girar la falda poniéndola en su posición normal—. Será mejor que vaya a lavarme. Ahí viene la señora Kanz.
En el otro extremo del patio los alumnos se habían puesto en fila para volver a las aulas. Los empujones se sucedían allí como siempre, pero nadie miraba hacia nosotras. Si supiesen por lo menos, pensé, qué cerca han estado algunos de la muerte...
—He sido mala —lloriqueó Lucine —. Me he peleado otra vez.
— ¡Lucine, niña mala! —gritó la señora Kanz cuando estaba bastante cerca de nosotras —. Te has peleado de nuevo. Te pasarás el resto del día en penitencia. ¡Qué vergüenza!
Lucine se fue llorando hacia el edificio. La señora Kanz me miró largamente.
Bueno. —Se rió, excusándose — . Debí haberla advertido a propósito de Lucine. Déjela sola cuando tiene un ataque. No trate de detenerla.
¡Pero iba a matar a alguien! —grité, sintiendo otra vez aquella sed de sangre y oyendo el crujido de los huesos.
—Es muy lenta. Los otros chicos siempre se le escapan.
—Pero un día...
La señora Kanz se encogió de hombros.
Si se pone peligrosa, habrá que alejarla.
¿Pero por qué deja usted que los niños se burlen de ella? —protesté, sintiendo un espasmo de cólera.
La señora Kanz me miró fríamente. —No los dejo. Los niños son siempre crueles con quienes no son como ellos. ¿No lo ha observado nunca?
— Sí —murmuré—. Oh, sí, sí.
Me encogí protegiéndome de la invasión helada de la memoria.
—No está bien, pero es así —dijo la señora Kanz—. No es posible que todo marche bien. A veces es necesario ser duro.
Me sacudí el polvo de las ropas.
— Sí —suspiré—. La dureza es un recurso. Pero sigo pensando que se podría hacer algo por Lucine.
—No lo diga tan alto —advirtió la señora Kanz—. La madre se ha roto la cabeza tratando de encontrar un modo de ayudarla. Estas cosas ocurren en las mejores familias. Nadie puede ayudarla.
— ¿Entonces quién...?
Recordé demasiado tarde cómo Lucine se había recogido en sí misma y me atraganté con las palabras.
¿Quién qué? —preguntó la señora Kanz por encima del hombro mientras volvíamos a la escuela.
¿Quién se ocupará de ella? —dije con tristeza.
¡Bueno! Eso es lo que se llama inventarse dificulta des. —La señora Kanz se rió—. Olvide el asunto. Es bastante por hoy. Aunque es realmente una lástima que se le haya estropeado esa hermosa blusa.
Ya de vuelta en la pensión, mientras me sacaba la blusa desgarrada, pensé en Lucine. Me miré el hombro, tratando de ver si lo tenía amoratado, cuando la puerta se abrió y se cerró bruscamente. Me volví y vi a Lowmanigh que jadeaba apoyado de espaldas contra la puerta.
¡Bueno! —Me puse la blusa nueva y me la abotoné nerviosamente—. No lo oí llamar. ¿Quiere salir y probar otra vez?
¿Se lastimó Lucine? — Lowmanigh se echó el pelo hacia atrás descubriendo la frente húmeda—. ¿Fue una crisis? Creí haber asegurado...
—Si quiere hablarme de Lucine —dije, cuando me repuse de mi sorpresa—, estaré en el porche dentro de un minuto. ¿Quiere esperarme ahí? Todavía me arden las orejas por la conferencia que me dio Marie a propósito de «la conducta de una mujer decente en este hotel».
—Oh —Lowmanigh miró alrededor inexpresivamente—. Oh, sí... sí.
La puerta del cuarto se cerró en silencio antes que yo me diera cuenta de que se había ido. Me metí los faldones de la blusa en la falda y me pasé un peine por el pelo.
Lowmanigh y Lucine, pensé, confusa. ¿Qué significa? Parece que la señora Kanz no es infalible, no me dijo nada. Dejé lentamente el peine. Oh, quizá Lucine hablaba de Lowmanigh. Casi lo puso derecho, pero se le torció otra vez, me dijo. ¿Qué puede ser eso?
Lowmanigh estaba apoyado en la baranda del balcón despintado que corría por dos lados de la pensión, a la altura del segundo piso. Me acerqué a la mesa y el banco polvorientos que amueblaban el balcón, y las tablas crujieron bajo mis pasos, pero el hombre no se volvió.
— ¿Quién es usted? —me preguntó con una voz ahoga da—. ¿Qué hace aquí?
Tuve un presentimiento y un dedo frío y helado me corrió por la nuca.
—Nos presentaron —dije débilmente—. Soy Perdita, Perdita Verist, la nueva maestra, ¿no me recuerda?
Lowmanigh se volvió con brusquedad.
—No hable en voz alta —dijo—. La escucho interiormente. Sabe tan bien como yo que no puede escaparse... ¿Pero cómo lo sabe? ¿Quién es usted?
— ¡Basta! —grité—. No tiene derecho a escuchar de ese modo. ¿Quién es usted?
Nos quedamos de pie, inmóviles, mirándonos fijamente, hasta que al fin, suspirando juntos, nos dejamos caer en los desvencijados asientos. Junté las manos sobre el regazo y sentí que el nudo duro y apretado que tenía dentro empezaba a fundirse y desatarse hasta que al fin me volví hacia Low y le tendí la mano y me encontré con la de él que buscaba la mía. Alguien gritó en mí: ¿Cómo yo? ¿Cómo yo? Pero otra parte de mí apretó el botón del pánico.
—No, no —exclamé, apartando bruscamente la mano y poniéndome de pie—. ¡No!
—No. —La voz de Lowmanigh era dulce y tierna—. Yo no la traiciono.
Tragué saliva con dificultad y me quedé contemplando a Severeid Swanson que volvía al hotel, ebrio como siempre, zigzagueando a lo largo del camino.
—Lucine —dije al fin—. Lucine y usted.
— ¿Fue terrible?
Lowmanigh hablaba ahora en voz alta, y la otra banda de ondas ya no me golpeó los huesos.
—Lo que podía esperarse, según la señora Kanz —dije en voz baja—. Traté de detener una sierra circular.
— ¡Fue terrible!
Sentí que la voz de Lowmanigh entraba claramente en mí.
— ¡Fuera! —grité—. ¡Fuera!
Pero Lowmanigh estaba dentro de mí y yo era Lucine y él era yo y teníamos el horror rojinegro en las manos desnudas y lo mirábamos. Juntos retrocedimos por el vacío grisáceo hasta que Lowmanigh fue Lucine y yo fui yo y me vi dentro de Lucine y enrojecí sintiendo el cariño apasionado y agradecido que ella me tenía. Embarazada, encontré de pronto un modo de que Lowmanigh saliera de mí y parpadeé ante la oscura soledad.
¡Y quédese fuera! —grité.
¡Bravo! —La exclamación indignada de Marie me sobresaltó—. ¡Vi cómo entraba en el cuarto de usted sin llamar y cómo cerraba la puerta! —Marie estaba ahora horrorizada—. ¡Hizo muy bien en echarlo y en cantarle cuatro verdades!
Mi risa interior entreabrió una grieta en la barrera y me encontré con la diversión de Lowmanigh.
— Sí, Marie —dije—. Recordé sus advertencias.
—Bueno, magnífico, magnífico. —Marie torció la mitad de la cara en una sonrisa de satisfacción—. Ya me había dado cuenta de que era usted una chica decente. Lowmanigh, me avergüenza usted. Lo creía distinto a esos demonios que van de aquí para allá persiguiendo faldas en pleno día. —Se alejó por el pasillo y oímos cómo gritaba en la escalera—: ¡En pleno día! La cena estará lista en un periquete. Lávense las manos.
Lowmanigh y yo nos reímos juntos y fuimos a lavarnos las manos.
Un poco más tarde miré cómo el agua de la palangana de loza se me escurría entre las manos y sentí en mí un luminoso calor al comprender que yo me había reído interiormente por primera vez en muchos años. Miré largamente la imagen temblorosa de mi rostro reflejado en el agua. Y no sola, gritó una parte de mí misma, asombrada. ¡No sola!
A la mañana siguiente recorrí los cuarenta kilómetros que nos separaban del pueblo y descendí en un hotel que tenía agua corriente y hasta baño privado. Aproveché ese lujo desacostumbrado para librarme del polvo, la suciedad, las torpezas y la fealdad con que me había impregnado Kruper, hasta descubrir en los intersticios del alma unos brillantes fragmentos de simpatía, diversión y encanto.
Me recosté a descansar en esa tarde de domingo, retrasando el momento en que debía prepararme para tomar el autobús de vuelta a Kruper, cuando de pronto, sutilmente, entre dos respiraciones, descubrí que mi atención era un alambre tenso y me senté muy tiesa en la cama. Había alguien en el hotel. ¿Lowmanigh había venido a la ciudad? ¿Estaba aquí? Me levanté y me vestí rápidamente. Me senté luego en el borde de la cama, sintiendo que algo fluía y refluía en mi interior. Al fin bajé al vestíbulo. Me detuve en el último escalón. No había nada raro en el vestíbulo, atestado de muebles elaboradamente rústicos. Pero mientras yo iba hacia la ventana para mirar otra vez la hermosa pendiente del cañón arbolado, Lowmanigh entró en el hotel.
— ¿Estaba usted aquí hace un minuto? —le pregunté a boca de jarro.
—No. ¿Por qué?
—Pensé... —Me interrumpí. En seguida, delicadamente, los engranajes empezaron a moverse otra vez en el mundo cotidiano, y dije—: ¡Bueno! ¿Qué hace usted aquí?
—El viejo Charlie me dijo que usted había venido al pueblo y que si yo venía a buscarla le evitaría el viaje de vuelta en autobús. —Lowmanigh sonrió débilmente—. Marie no me tiene confianza luego que yo mostré mi verdadera naturaleza el viernes, pero al fin me dijo que usted estaba en este hotel.
— ¡Pero yo no había elegido ningún hotel cuando salí de Kruper!
— Caramba. — Lowmanigh me sonrió con simpatía—. Es usted muy nueva aquí, ¿no es cierto? ¿En marcha?
—Espero que no tenga prisa en llegar a Kruper. — Lowmanigh maniobró hábilmente mientras salíamos del puente de Lynx Hill y subíamos la cuesta empinada—. Tengo que detenerme en un sitio.
Yo podía sentir cómo Lowmanigh estaba pendiente de mí a pesar de mirar atentamente el camino.
—No —le dije, suspirando interiormente, imaginando largas horas de espera mientras Low, apoyado en una cerca, cambiaba largos silencios y breves observaciones con algún minero conocido—. No tengo prisa. Basta con que esté en la escuela a las nueve de la mañana.
Magnífico. —Lowmanigh parecía divertido, y turbado. Probé otra vez la barrera de mi mente. Estaba aún intacta—. En verdad —siguió diciendo—, podrá añadir esto a su colección.
¿Mi colección? —le pregunté asombrada.
—Su colección de pueblos fantasmas. Pasaremos por Machron, o lo que era Machron. Un cañón estrecho, poco más allá de la meseta del Oso. Quizá...
Un obstáculo en la ruta —una piedra y una rama de pino— interrumpieron a Lowmanigh.
— ¿Quizá qué? —pregunté, apoyándome deliberadamente en lo que Lowmanigh quería decirme—. Quizá sea interesante explorar el sitio.
Lowmanigh sonrió débilmente, divertido otra vez.
—Me gustaría encontrar un trozo de vidrio de fundición —dije—. Tengo un hermoso jarrón púrpura en mi cuarto. Pero le falta un pedazo en el borde.
Un día le mostraré mi colección —dijo Lowmanigh—. Quedará usted maravillada.
¿Cómo llegó a aficionarse a los pueblos fantasmas? ¿Por qué lo atraen? ¿La historia? ¿Los tesoros? ¿Una curiosidad mórbida?
—Los tesoros... la historia... una curiosidad mórbida. —Lowmanigh saboreó lentamente las palabras y aprobó cada una con un movimiento de cabeza—. Creo que las tres cosas. Estoy investigando.
— ¿Investigando? —Investigando.
El tono de la voz de Lowmanigh interrumpió la conversación. Sentí que Lowmanigh me había apartado y tuve que hacer un esfuerzo para no dejarme arrastrar por un enojo insensato. Me puse a observar las maravillosas pendientes boscosas que estrechaban más y más el camino.
Al fin Lowmanigh hizo girar el volante y las ruedas resbalaron en la arena hasta que nos detuvimos bajo un nogal sombrío.
— ¿Tiene usted zapatos para caminar? El auto no pasa de aquí.
Media hora más tarde, llegamos a una pequeña meseta, luego de haber trepado resbalando y tropezando por un paso rocoso. En las piedras se veían aún las huellas de las altas ruedas de los vagones de minerales que habían pasado por allí hacía medio siglo. En sus días de esplendor, el pueblo se había extendido por las faldas de las lomas y a lo largo de los arroyos que bajaban de la meseta como dedos de una mano. Unos escalones de cemento subían hasta las fundiciones derruidas, y en unos muros asaltados por matorrales se veían aún los marcos de unas puertas.
Algunos edificios estaban todavía intactos, resistiéndose tercamente a la destrucción. Yo había caminado a lo largo de lo que había sido una calle y me metí en otra cuando advertí que Lowmanigh no estaba conmigo. Conociendo las costumbres solitarias de los aficionados a los pueblos fantasmas, no traté de encontrarlo. Me hubiera gustado saber qué buscaba allí, pero me abstuve de preguntarme quién era en verdad, y por qué yo y él nos hablábamos interiormente. Pero aun tácita, la pregunta me quemaba, bajo mi irritación superficial, mientras yo caminaba entre las ruinas de la ciudad muerta.
Encontré un botón blanco con sólo tres agujeros, y un pedazo de una cabeza de muñeca, que conservaba aún un ojo de color azul lechoso, y escarbando entre los escombros con la mano desnuda sentí una viva alegría cuando pensé que había encontrado un azucarero, pero era sólo un asa y un fragmento de vidrio hundidos en la tierra.
Estaba lamentando una uña rota cuando de pronto un grito silencioso me golpeó el pecho con una fuerza inesperada que me dejó jadeando. Descendí el terraplén y corrí por el sendero de piedra. Encontré a Lowmanigh junto al vaciadero del pueblo, sosteniendo algo en la mano.
Lowmanigh me miró sin verme.
— ¡Quizá...! —gritó—. Esto puede ser un pedazo. No hay nada parecido en este pueblo. ¡Mire! ¡Mire esta forma! ¡Mire estas líneas! —Acarició amorosamente la belleza lisa del metal—. Y si esto es un pedazo, no fue entonces muy lejos de aquí... — Lowmanigh se interrumpió bruscamente, deteniendo el pulgar en la cara inferior del objeto. Dio vuelta al metal y lo miró de cerca—. General Electric —dijo con una voz apagada—. Made in USA. —El trozo de metal se le cayó de las manos rígidas. Lowmanigh se agachó y golpeó el suelo pedregoso con el puño—. ¡Nada! ¡Nada! ¡Un callejón sin salida!
Le tomé las manos y les quité el polvo y luego le apreté con un pañuelo la herida del pulgar.
— ¿Qué perdió? —le pregunté.
—Mi vida —murmuró Lowmanigh—. Me extravié y no encuentro el camino de vuelta.
Nos pusimos de pie sin que Lowmanigh se diera mucha cuenta y lo llevé hasta las ruinas de un muro que sostenía un saúco raquítico, impidiéndole caer en el cañón. Nos sentamos allí y durante un rato el océano de desolación de Lowmanigh nos sacudió mientras yo pensaba: él también, perdido también. Lo dos perdidos. Luego lo ayudé a pensar en palabras aunque no recuerdo si me habló en voz alta.
—Yo era tan pequeño —dijo Lowmanigh—. No tenía más de tres años me parece. ¿Cuánto tiempo se puede vivir con los recuerdos de un niño de tres años? Mi madre adoptiva me dijo todo lo que ella sabía, pero yo recuerdo más. Hubo un accidente, un choque con otro auto que venía de Chukawalla. Mi gente murió. El coche nuestro trató de volar poco antes. Recuerdo que mi padre trató de esquivar el otro coche y que mamá tomó un puñado de sol y me alejó del peligro, pero los dos autos chocaron y apenas alcancé a oír el grito de mamá: «¡No te olvides! Vuelve al cañón», y papá que decía: «¡Recuerda! ¡Recuerda la Morada!», y luego el fuego los consumió. Mis padres adoptivos me criaron como a un hijo propio, pero yo tengo que volver. Tengo que volver al cañón. Allí está mi gente.
¿Qué cañón? —pregunté.
¿Qué cañón? —repitió Low—. El cañón donde ahora vive el Pueblo. El cañón donde se establecieron luego de la caída de la nave. La nave que busco, pensando que si encuentro un pedazo podré saber dónde está el cañón. Por lo menos en qué región del Estado. El cañón donde dormí antes de despertarme en el accidente. El cañón que no puedo encontrar, pues no recuerdo el camino... ¡Pero usted sabe! ¡Usted tiene que saber! ¡Usted no es como los otros!
Me encogí en mí misma.
—No soy nadie —dije—. No sé qué soy. Mis padres hablaban de mis abuelos y mis bisabuelos, y me preguntaban por qué tendrían una hija como yo, hasta que al fin pude aparentar que yo era «normal». Usted piensa que ha perdido el camino. ¡Por lo menos sabe eso! Puede buscarlo. Pero yo no. ¡Nunca encontraré nada!
—Pero usted puede hablar interiormente —dijo Lowmanigh parpadeando ante mi violencia—. Me mostró a Lucine...
—Sí —dije temerariamente—. ¡Y mire esto!
En lo alto de la loma una roca se puso de pronto en movimiento. Se precipitó cuesta abajo, levantando una polvareda, y al fin se hizo pedazos contra una roca del fondo del cañón.
— ¡Y nunca intente esto, pero mire!
Avancé hacia el muro en ruinas alejándome de Lowmanigh, y caminé directamente hacia el desfiladero, sintiendo que me faltaba el suelo bajo los pies, dulcemente acunada por el viento, deslizándome hacia arriba y hacia afuera, sin límites. Grité, alzando los brazos, buscando extáticamente la clave de mi sueño de libertad. Un minuto, un minuto más, y yo podría salir de mí misma, y ya nunca, nunca, nunca...
Y entonces...
Lowmanigh me tomó en sus brazos cuando yo ya iba a caer sobre las copas de los pinos que crecían en el cañón. Me alzó, mientras yo me debatía y protestaba, y me hizo subir por el frágil vacío del aire, hasta el saúco achaparrado.
— ¡Puedo! ¡Puedo hacerlo! —Sollocé apoyándome en Lowmanigh—. No me caí. ¡Durante un rato dejé realmente el suelo!
—Sí, durante un rato, Dita —me murmuró Lowmanigh como si yo fuese una niña—. Tan bien como yo podría hacerlo. Tiene usted algunas de las Persuasiones. ¿Cómo es posible si no es de los nuestros?
Mis sollozos se interrumpieron bruscamente, aunque seguía llorando. Miré a Lowmanigh a los ojos luchando contra la cólera que se encendía en mí, contra esa insistencia que reabría mi herida. Lowmanigh me miró también fijamente hasta que se me secaron las lágrimas y alcancé a esbozar el fantasma de una sonrisa.
—No sé qué es una Persuasión, pero la encontré probablemente en el mismo lugar en que usted encontró esas cejas.
Lowmanigh enrojeció y dio un paso atrás.
—Será mejor que volvamos. No conviene que nos sorprenda la noche en estos caminos.
Descendimos por el sendero.
—Por supuesto, me explicará usted todo lo demás en el coche —dije resbalando en una piedra de granito y manteniendo apenas el equilibrio. Sentí inmediatamente la protesta de Lowmanigh—. No creerá que me olvidaré del día de hoy, sobre todo luego de haber encontrado a alguien tan loco como yo—No me creerá usted...
Lowmanigh esquivó una rama gruesa que cerraba el estrecho sendero.
Me he pasado años —dije— tratando de creer cosas de mí misma que me resistía a creer. Es más fácil creer cosas que conciernen a otros.
Avanzamos un tiempo en el coche a la luz del crepúsculo temprano y pronto cayó la noche. Yo miraba las luces de las estrellas sobre la bóveda de árboles que bordeaban la ruta y escuchaba la historia de Lowmanigh, que habló hasta mostrarme la armazón interior, unos huesos que brillaban como el fuego.
—Nosotros venimos de otro mundo —me dijo, y había un fiero orgullo en ese nosotros —. Perdimos la Morada. Buscamos algún refugio y encontramos esta tierra. Nuestras naves se hicieron pedazos o ardieron al descender, pero algunos pudimos escapar en los botes salvavidas. Mis abuelos pertenecían al primer Grupo, que se instaló en el cañón. Pero todos estábamos allí en realidad, pues nuestros recuerdos se unían continuamente en el Brillante Comienzo. Esto explica que yo conozca la historia del Pueblo. Pero no puedo recordar dónde está el cañón, pues yo dormía la vez que lo dejamos, y mis padres no alcanzaron a decírmelo en la fracción de segundo anterior al accidente... Tengo que encontrar otra vez el cañón. No puedo pasarme la vida cojeando.
Me sobresalté al oír este eco de lo que se me había ocurrido mientras yo estaba con Lucine en el patio, pero Low no se dio cuenta.
—No seré nada hasta que me encuentre con mi Pueblo... Ni siquiera conozco el nombre del cañón, pero recuerdo que la nave estalló sobre las colinas, y espero que un día podré encontrar alguna huella en uno de esos pueblos fantasmas. Llegamos poco antes que comenzara el siglo, y tiene que haber alguna huella, en alguna parte. Low, evidentemente, se había repetido muchas veces esta historia, como yo me había repetido la mía, y ahora la contaba maquinalmente, como una serie de lugares comunes. Me pregunté un momento, viéndolo tan desgraciado, cómo era posible que yo sintiera ahora un agradable alivio, pero entendí en seguida. Entre nosotros no había necesidad de murmullos de simpatía, de frases convencionales, y ni siquiera de explicaciones. Nos comunicábamos sin palabras. Low parecía casi decepcionado.
¿No la sorprende?
¿Que usted sea de otro mundo? —Sonreí—. Bueno, es la primera vez que me encuentro con un extraterrestre, y me parece interesante. Ojalá se me hubiera ocurrido una fantasía semejante, que explicara mis rarezas. Es casi una variante de la frase «Soy tan distinto a mis padres que deben de haberme adoptado». Pero...
La furia de Low me encontró desprevenida. ¡Una fantasía! Soy adoptado. Pensé que usted sabía. Pensé que usted seguramente era uno de los nuestros... ¡No soy de nadie! —estallé—. Usted puede ser lo que se le antoje, pero yo soy de la Tierra. Tanto, que es una maravilla que no eche polvo por la boca cuando hablo. Pero por lo menos no trato de engañarme diciéndome que soy normal de acuerdo con ciertas normas. Terrestres o de otro tipo.
Durante un momento permanecimos inmóviles, mirándonos con hostilidad. Yo tenía las mandíbulas tan apretadas que me dolían los dientes. Al fin Low suspiró y extendiendo un dedo me acarició el contorno de la cara, de la frente a la barbilla y de la barbilla a la frente.
—Piense lo que quiera —dijo—. Ha pasado usted por muchos malos ratos, seguramente, y no me sorprende que quiera olvidar. Quizás un día recuerde que es de los nuestros y entonces...
—Quizá, quizá —dije entrecortadamente—. Pero ahora ya no tengo fuerzas. Es demasiado para un solo día. —Traté de cerrar todas las puertas y adelanté mi personalidad cotidiana. Cuando el coche se puso otra vez en movimiento, entreabrí lo suficiente una puerta como para preguntar—: ¿Qué hay entre usted y Lucine? ¿Es usted un amigo de la familia o algo parecido?
— Conozco un poco a la familia —dijo Low—. Pero no saben nada de Lucine y yo. La niña me sorprendió un día, el año pasado, mientras yo pasaba frente a la escuela. Los otros chicos la atormentaban. Yo nunca había sentido en mi vida esa confusión, ese desgarramiento. Pobre niña terrestre. Una inteligencia de tres años en un cuerpo de doce.
—Una inteligencia de cuatro años —murmuré—. O casi cinco. Está aprendiendo un poco.
—Cuatro o cinco —dijo Low—. Debe de ser terrible estar atrapado en un cuerpo.
— Sí —suspiré —. Estar encerrado en la prisión de uno mismo.
Sentí de nuevo que el dedo tibio me acariciaba, suavemente, consolándome, aunque Low no se había movido. Volví la cara a la oscuridad, ocultando las lágrimas.
Era tarde cuando llegamos a Kruper. Aún había luces en los bares y en una casa o dos, pero la pensión estaba a oscuras, y al detenerse el coche pude oír los chirridos débiles del portal de entrada, sacudido por el viento. Descendimos sin hacer ruido, murmurando, sintiendo el peso del silencio, y fuimos de puntillas hasta el portal. Allí los cabellos se me enredaron como siempre en el rosal trepador, y mientras Low me ayudaba a soltarme, nos echamos a reír. Supongo que ninguno de los dos nos sentíamos jóvenes y felices desde hacía tiempo, libres de nuestras amargas tensiones, aceptándonos mutuamente tal como queríamos ser, con todo lo que el mundo rechazaba en nosotros. Habíamos vislumbrado los dos un alma hermana y ahora mostrábamos nuestra alegría.
Nos detuvimos bajo el balcón del primer piso tratando de contener la risa.
— Creerán que estamos locos si nos oyen —dije, ahogándome.
—Tengo una noticia que darle —me dijo Low en el oído—. Estamos locos. Y estoy dispuesto a probárselo. —Oh.
Corno si yo necesitara una prueba. La risa de Low me hacía cosquillas en la mejilla. —Probémoslo.
— ¿Cómo?
—No subamos por la escalera —susurró Low—. Subamos por el aire. Para qué cansarnos si podemos...
Me extendió la mano. Serios de pronto, bajarnos otra vez al jardín y nos quedamos allí un momento, inmóviles, tomados de la mano, mirando hacia arriba.
— ¿Listos? —murmuró Low, y sentí que tiraba de mí. Me elevé en el aire detrás de él, apretando todo mi miedo en mi otra mano crispada.
Y entonces una rama del rosal se me enganchó en el pelo.
— ¡Espere! —Murmuré, sintiendo otra vez la risa en la garganta—. Estoy presa.
—Atada a la Tierra —rió entre dientes Low, desprendiéndome el pelo.
— Sonría al decirlo, amigo mío —repliqué, sintiendo que la alegría me cundía el corazón, pues ahora podía bromear a propósito de algo tan amargo, y tratando de ignorar que mis pies flotaban en el aire.
Al fin me libré de la rama y Low me alzó hacia él. Me parece que nuestros labios apenas se rozaron, pero subimos más arriba del balcón y tuvimos que descender un poco. Low me ayudó a pasar por encima de la baranda.
—Lo hicimos —murmuró.
— Sí —dije—. Lo hicimos.
De pronto nos quedamos petrificados. Alguien venía hacia el hotel. Alguien que se tambaleaba y zigzagueaba y golpeaba el portal con un estrépito de vidrios rotos.
— ¡Ay! ¡Ay! ¡Madre mía! —Severeid Swanson cayó de rodillas junto a la botella rota—. ¡Ay! ¡Virgen purísima!
— ¿Nos vio? —murmuré conteniendo el aliento. —No lo creo. —Las palabras de Low eran un aire tibio en mi mejilla—. Sólo se ve a sí mismo, desde hace años.
—Cuidado con esa silla.
Fuimos a tientas por la oscuridad hasta el vestíbulo. Una débil lámpara de quince vatios se reflejaba en los grifos amarillos y en el agua de la pileta. Gracias a aquellos grifos disponíamos de agua en el primer piso.
Nos despedimos rápidamente, en silencio.
Yo estaba sentada al borde de la cama, en camisón y en bata, cepillándome el pelo, cuando oí unos pasos y un murmullo junto a mi puerta. Comprobé que el cerrojo estaba bien echado y seguí cepillándome. Siguió el ruido de un golpe, unos nudillos llamaron a la puerta, y vi que movían el picaporte.
— ¡Maestra! —Me llamaban en voz baja—. ¡Maestra! ¿Quién diablos puede ser?, pensé. Fui hasta la puerta y me incliné a escuchar.
—¿Sí?
—Déjeme entrar.
El hombre hablaba trabajosamente, espaciando las palabras.
— ¿Qué quiere?
—Hablar con usted, maestra.
Asombrada, abrí la puerta. Severeid Swanson estaba de pie en el pasillo, tambaleándose. Pero me habían dicho que no hablaba inglés... se inclinó peligrosamente hacia adelante. Le brillaba el rostro y parecía más joven que nunca.
—Se me rompió la botella. Por culpa de ustedes. No es bueno volar sin alas. Los ángeles santos, sí, pero no los enamorados. No deben volar para besarse. Eso me hace caer la botella. Todos los sueños por el suelo.
Severeid se echó hacia atrás y se enjugó el sudor de la frente.
—No está bien. Le digo esto porque usted tiene luz en la cara. Usted es buena con Esperanza. Tiene sueños que no son de la botella. Tiene sonrisas y no risas para los que están perdidos. Pero no debe volar. No está bien. Se me rompió la botella.
—Lo siento —dije, asombrada—. Le compraré otra.
—No —dijo Severeid—. La última vez me dijeron esto también, pero el milagro me quita las ganas de beber. La última vez, como pájaros, todos, todos en el cielo... sobre las lomas... los buenos. Los que tampoco se ríen de los perdidos.
— ¿La última vez? —Torné a Severeid por el codo y lo metí en mi habitación, cerrando la puerta, sintiendo un escalofrío de excitación a lo largo de los brazos—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Quién volaba?
Severeid me miró guiñando unos ojos de buho y pasándose la punta de la lengua por los labios resecos. —No está bien volar sin alas —repitió.
— Sí, sí, ya sé. ¿Cuándo vio a esos otros que volaban sin alas? Tengo que encontrarlos. ¡Tengo que encontrarlos!
—Como pájaros —dijo Severeid, balanceándose—. Sobre las lomas.
—Por favor —dije, tratando desesperadamente de recordar lo poco que sabía de español.
—Trabajé allí mucho tiempo. No los vi más. Bebo más que antes. El chino Joe me dio una botella nueva.
—Por favor, señor —le grité—, ¿dónde? ¿Dónde?
Una sombra cubrió el rostro de Severeid. Se le aflojó la boca. Entornó los párpados y me miró con unos ojos muertos.
—No comprendo. —Miró alrededor, aturdido—. Buenas noches, señorita.
Salió retrocediendo y cerró suavemente la puerta.
—Pero... —grité mirando la puerta—. ¡Espere!
Me eché en la cama y apreté contra mí lo que acababa de oír.
¡Otros!, pensé, ¡Volando sobre las lomas! ¡Todos, to— dos en el cielo! Quizás, oh, quizás uno de ellos estaba esta tarde en el hotel de la ciudad. Quizá no estén lejos. Si lo hubiésemos sabido...
De pronto sentí que se abría ante mí un abismo terrible. Si era cierto, si Severeid había visto a otros que volaban como pájaros por encima de las lomas, entonces Low tenía razón, ¡había realmente otros! Había entonces un cañón, una nave, y una Morada. ¿Pero y yo? Retrocedí hundiéndome en mí misma. Me volví y apreté la cara contra la almohada. Mis padres. Mi abuelo Josh, y mi abuela Malvina, y mi bisabuelo Bonedaly y... Busqué todos los recuerdos de familia que yo había oído alguna vez. El cruce del océano. La nueva patria. Sí, mis antepasados eran tan sólidos como un muro de piedra a mis espaldas, y se remontaban a... al mismo Adán, casi. Me apoyé en esa certeza y grité sintiendo que el muro de piedra oscilaba y se convertía en una cortina agitada por los vientos de la duda.
No, no, sollocé, y por primera vez en mi vida, llamé llorando a mi madre, sintiéndome tan abandonada como si ella estuviese muerta.
En seguida me senté en la cama, bruscamente.
No puede ser cierto, grité, Severeid es un borracho. Quién sabe qué extravagancias le inspira su botella. No puede ser cierto.
Pero quizá sea cierto, murmuraba maliciosamente otra parte de mí misma. Quizá sea cierto.
En los días que siguieron no hubo nada notable. En la batalla que libraba conmigo yo había alcanzado una plácida llanura, quizá porque tenía algo nuevo en que ocupar mi mente, o quizá porque todas las emociones necesitan un reposo.
No obstante, la alegría de haber encontrado a Low no se calmaba fácilmente. Sentía en mí sus «buenos días» cuando pisaba el primer escalón a la mañana, y a veces su mudo «buenas noches» me despertaba en la oscuridad.
Un día, luego de la cena, Marie se plantó firmemente ante mí cuando yo dejaba la mesa. Sin decir una palabra señaló mi plato. Parecía que yo había estado jugueteando con la comida, como un chico. Enrojecí.
— ¿No está buena? —preguntó cruzando las manos sobre el abdomen rotundo e inclinándose peligrosamente hacia atrás.
—Al contrario, Marie —alcancé a decir—, está muy buena, pero no tengo hambre.
Escapé de la nube de ajo del indignado resoplido de Marie, y de la secreta diversión de Low. ¿Cómo podía decirle a Marie que Low había estado mostrándome el doble arco iris que él había visto esa misma tarde y que yo había estado tan absorta en la contemplación de los colores y tan maravillada por poder recibirlos de Low que me había olvidado de la comida?
Low y yo estábamos mucho tiempo juntos, conociéndonos, pero la mayor parte del tiempo nos la pasábamos sentados ostensiblemente con los otros, en el porche, al atardecer, escuchando las viejas historias de minas y ganado que pasaban de mano en mano corno monedas usadas cada vez que los ciudadanos de Kruper se reunían en algún sitio. Una buena historia nunca se gasta, de modo que al cabo de un tiempo no nos costaba mucho seguir las repeticiones familiares sin dejar de estar solos y juntos en el grupo.
¿No piensas que necesitas un poco más de práctica?
La silenciosa pregunta de Low era como una débil claridad detrás del rumor de voces.
¿Práctica?
Me moví en mi silla, menos hábil que Low en seguir a la vez el hilo de dos conversaciones.
De vuelo, dijo Low con exagerada paciencia. Como la última vez en la loma y hacia el balcón.
Oh. El éxtasis y el terror se confundieron en algo que giró dentro de mí. Sentí que me abandonaba a los brazos cálidos y fuertes de Low en vez de debatirme como en el cañón.
Oh, no sé, respondí, cerrándome rápidamente a él, todo lo posible. Me parece que ya lo hago muy bien.
Un poco más de práctica no te hará daño. Había risas en la réplica de Low. Pero sería mejor esperar a que yo estuviera cerca. Nunca puede saberse.
¿De veras?, pregunté. Mira. Me alcé en la oscuridad a diez centímetros por encima de la silla. Ya está.
Algo me empujó suavemente y empecé a flotar a la deriva. Me eché hacia atrás rápidamente y caí sentada al borde de la silla, golpeando ruidosamente el piso con los talones. La historia que contaban en ese momento se interrumpió de pronto y todos se miraron.
—Mosquitos —improvisé—. No puedo soportarlos.
¡Esto no es justo!, balbuceé. ¡Haces trampa!
Todo está permitido en... respondió Low y calló rápidamente sin continuar la cita.
Aja, pensé. Aja. ¿Y esto es una guerra?
En todo el resto de la velada me sentí desproporcionadamente feliz.
Luego llegó el sábado, de un cielo tan azul y nubes tan luminosas que no fui capaz de quedarme adentro lavando ropa y cosiendo botones y dudando entre arreglarme el esmalte de las uñas o sacármelo. Me calcé un par de sandalias, me puse una falda de lana, me recogí las mangas de la blusa escocesa, me anudé las mangas del suéter a la cintura, y partí hacia las colinas. Seguiría el trazado de la cañería de agua del pueblo hasta el manantial y vería si estaba en tan malas condiciones como decían todos.
Hice una pausa, jadeando, en la última terraza rocosa que dominaba el pueblo y miré el grupo de casas golpeadas por la intemperie que se alzaban de este lado de Kruper. Más allá de las vías del ferrocarril, en un espacio abierto, había cuatro casas nuevas, una al lado de la otra. Habían sido construidas cuando se reabrió la mina del Pavo Dorado, y brillaban como cubos de juguete contra el rojo sombrío de la colina.
Me aparté el pelo de la cara arrebatada y di la espalda a Kruper. Aquí y allá, a intervalos, entre las colinas, asomaban unas secciones del conducto de agua del pueblo, sostenidas en algunos casos por caballetes de madera para franquear las desigualdades del terreno. En otros sitios seguían los contornos irregulares de las lomas. Algunos minutos, y algunas secciones de cañería más tarde, me divertí en tratar de parar con las manos el chorro de agua que salía de uno de los tantos agujeros del viejo caño herrumbrado y contando los tarugos de madera tallados a mano que obstruían otras aberturas. Parecía un milagro que llegase agua al pueblo. Estaba tan distraída que me llevé inconscientemente la mano a la cara cuando un dedo cálido empezó a dibujar...
— ¡Low! —exclamé, volviéndome hacia él—. ¿Qué haces aquí?
Low se dejó caer desde una roca que se alzaba por encima de la cañería.
—Johnny no se siente bien hoy. Me pidió que mirara si se había caído algún tarugo.
Nos echamos a reír mientras mirábamos a lo lejos y veíamos los abanicos de agua y la vegetación más verde que señalaban el paso del acueducto.
—Apuesto que ha colocado mil tarugos —dijo Low.
— ¿Cómo no se le ocurre poner una cañería nueva? —Los tarugos son para él objetos de familia —dijo Low, tallando vigorosamente un trozo de madera—. Ha de sentirse realmente muy débil para permitir que yo tapone hoy los agujeros. Todos esos tarugos tienen un valor sentimental para él. Se remontan por lo menos a tres generaciones atrás.
Low metió el tarugo en el mayor de los agujeros y dio un paso atrás secándose la cara con el dorso de la mano.
—Sigamos subiendo —dijo—. Te mostraré el manantial.
Nos sentamos a la sombra húmeda de los árboles que crecían a la entrada de la caverna. En el interior, el agua burbujeaba y borboteaba, azul, blanca y verde antes de desaparecer en el caño carcomido. Estábamos sentados a ambos lados de la cañería, abandonándonos felizmente a la conciencia de la presencia del otro, cuando de pronto, durante un precioso minuto, fluimos juntos como cursos de agua que se confunden, tan completamente unidos que el movimiento con que nos separamos nos dejó aturdidos. ¿Una dulzura semejante sin que siquiera nos tocásemos?
De cualquier modo, dimos la espalda rápidamente a esta emoción nueva y terrible, y Low hizo descender una flor de lo alto de la pared de piedra.
—Gracias —dije oliéndola y estornudando con fuerza—. Me gustaría poder hacer eso.
—Bueno, puedes hacerlo. Alzaste aquella roca en Machron y te alzaste tú misma.
—Sí, yo misma. —Me estremecí, recordando—. Pero no la roca. Sólo la moví.
—Prueba con esa. —Low hizo rodar una piedra hasta un estrado azul que asomaba en la arena húmeda. Luego, sumisa, la piedra descendió trazando un débil surco en la arena hasta los pies de Low—. Levántala.
—No puedo. Ya te dije que no puedo levantar nada del suelo. Sólo puedo mover las cosas.
Moví a un lado un pie de Low.
Low, sorprendido, puso el pie en la posición anterior.
—Pero puedes hacerlo, Dita. Eres de...
Tiré al agua la flor con que había estado jugueteando y vi cómo desaparecía en la cañería. Alguien, allá abajo, se sorprendería al verla aparecer en su fregadero, si una de las mil fuentes del acueducto no florecía antes...
—Pero todo lo que tienes que hacer es... es...
Low buscó inútilmente las palabras.
Me incliné hacia adelante, ansiosamente. Sí, quizá yo pudiera aprender.
—¿Sí?
—Bueno, levantalo —Qué revelación —dije, decepcionada—. En fin. ¿Puedes tú hacer esto? Mira. —Busqué en mi bolsillo y saqué dos alfileres de gancho y un poco de polvo entre las uñas—. ¿Tienes ahí una moneda?
— Seguro.
Low sacó una moneda del bolsillo y me la hizo llegar. Se la devolví.
—Enciéndela —dije.
— ¿Que la encienda? ¿Que la queme quieres decir? Low miraba la moneda por un lado y por otro.
No. Enciéndela. Adelante. Es fácil. Todo lo que tienes que hacer es encenderla. Cualquier metal sirve, pero la plata es mejor.
Nunca oí nada parecido —dijo Low frunciendo el ceño.
—Tienes que saberlo —grité— si eres parte de mí. ¡Si los dos venimos del Radiante Principio tienes que recordar!
Low volvió la moneda lentamente.
—Es una broma. Quieres reírte de mí.
— ¡Una broma! —Me acerqué y lo miré a la cara—. ¿No busco una respuesta desde hace tanto tiempo? ¿No me gustaría acaso ser parte de algo? ¿Crees tú que me complazco en torturarme diciendo que no cuando podría tranquilizarme diciendo que sí? Si yo pudiera tender las manos y decir: soy como vosotros... —Volví la cabeza, parpadeando—. Dame —dije sorbiendo las lágrimas—.Dame esa moneda.
Tomé la moneda de los dedos de Low, y sentándome otra vez la hice girar rápidamente sobre mi palma. Se iluminó inmediatamente, resplandeciendo cada vez más y al fin para poder mirarla tuve que entornar los ojos. Cerré la mano y sentí en la piel el pulso fresco de la moneda.
—Ya está. —Extendí la mano hacia Low y los huesos me brillaban con una luz rosada—. Está encendida.
—Luz —murmuró Low, tomando la moneda con una admiración temerosa—. ¡Luz fría! ¿Cuánto tiempo puedes tenerla así?
—No necesito tenerla así. Brillará hasta que yo la apague.
¿Cuánto tiempo?
¿Cuánto tiempo tarda el metal en convertirse en polvo? —Me encogí de hombros — . No sé. ¿Sabe ese Pueblo tuyo encender el metal?
Low me miró fijamente.
—No. No recuerdo eso.
—Por lo tanto yo no soy como vosotros. —Traté de decirlo ligeramente, aunque se me desgarraba el corazón—. Parece casi como si fuésemos iguales, pero no es así. Tú viniste por un camino. Yo por otro.
¡Ni siquiera como él!, grité interiormente. ¡Ni siquiera soy como él! Respiré profundamente e hice a un lado toda aquella emoción.
—Mira —dije—, ninguno de los dos pertenecemos a un tipo. Somos diferentes. Pero tú estás satisfecho con la explicación que has encontrado. Yo no la he encontrado aún. ¿Podríamos dejarlo así?
Low me tomó por los hombros y la moneda describió un arco en el aire y cayó en el manantial. Me sacudió con una firmeza contenida, como si le temblaran las manos.
—Te aseguro, Dita, que no invento historias. Soy parte del Pueblo, y tú también, y todas tus negativas no cambiarán las cosas. Somos iguales...
Nos miramos un rato, obstinadamente, y al fin Low me soltó y sus manos cayeron a lo largo de mis brazos. Dejamos el manantial y nos alejamos silenciosamente por el sendero, tomados de la mano. Miré hacia atrás y vi la luz de la moneda y la apagué.
No, me dije a mí misma, no es así. Yo lo sabría si fuese cierto. No somos iguales. ¿Pero qué soy entonces? ¿Qué soy?
Fatigada, trastabillé en la senda estrecha.
Durante este tiempo todo estaba en calma en la escuela. Petie había decidido al fin que «dos» podía tener un nombre y un signo, y aprendió los números hasta diez en un solo día.
Y Lucine —símbolo para Low y para mí de nuestro propio encierro— enrojecía de placer leyendo su segundo libro de lectura.
Sin embargo, me acuerdo del último día de tranquilidad. Yo estaba sentada a mi escritorio releyendo una carta donde me decían —como en las nueve anteriores— que no conocían a ningún chino Joe. Hasta entonces yo le había ocultado a Low el asombroso episodio de Severeid Swanson. Quería darle yo misma ese Cañón, si existía. Y quería que ése fuese mi regalo, para él y para mi pobre trastornado yo. Y sobre todo yo quería estar segura de una cosa por lo menos, aunque esto probara que estaba equivocada y que Low y yo debíamos separamos. Una sola certidumbre sería un consuelo y un principio de unión para nosotros.
Yo deseaba, y frecuentemente, poder enfrentarme con Severeid y sacarle a la fuerza alguna información, pero el hombre había desaparecido... Había dejado el empleo sin retirar siquiera su última paga. Nadie sabía adonde había ido. Lo habían visto por última vez en Kruper al día siguiente de haber hablado conmigo, en las primeras horas de la mañana. De pie, tambaleándose, con una botella en cada mano, parecía esperar en la encrucijada a que algún vehículo se detuviese espontáneamente, y parecía en verdad que alguien se había detenido, y que lo había llevado.
Le pregunté a Esperanza acerca de Severeid, y la niña jugueteó con la pulsera brillante que llevaba en la muñeca.
—Es un borracho —dijo al fin desapasionadamente—. Quizá se perdió. —Le brillaron los ojos—. El año pasado se perdió y los policías lo recogieron en El Paso. Trajo un perfume. Quizá fue a El Paso otra vez. Era un perfume muy agradable. —Esperanza se alejó escaleras abajo—. Volverá —dijo—, si no está muerto en alguna zanja.
Sacudí la cabeza y sonreí de mala gana pensando que Esperanza hubiera luchado como un gato salvaje si alguien le hubiese hablado así de Severeid...
Suspiré y volví a esa carta decepcionante. De pronto fruncí el ceño y me moví incómoda en la silla. ¿Qué andaba mal? Me sentí terriblemente inquieta. No parecía ser nada físico. Paseé los ojos por el cuarto. Petie era una escuadrilla de aviones de reacción mientras dibujaba los aparatos, y los suaves vrrr, vrrr, vrrr eran casi el único sonido vocal que se oía en la sala. Debajo había un zumbido plácido, como de costumbre. Había vuelto al nivel vocal cuando de pronto me sumergí otra vez. Había ahora un zumbido agudo y penetrante, parecido al de una una abeja irritada, un zumbido malicioso y de furia. ¿Qué era eso? Me encontré con los ojos inflamados de Lucine y comprendí.
Perdí casi el aliento ante esa ola repentina de cólera y de odio. Y cuando traté de llegar a la niña, por debajo, me sentí rechazada... no deliberadamente, pero como si nunca hubiese habido contacto alguno entre nosotras. Me sequé en la falda las manos temblorosas, como si se me hubieran mojado en lo que acababa de leer.
La campana del recreo sonó tan estruendosamente que tuve un sobresalto. En seguida me reí con los niños, y tan pronto como me fue posible corrí a la sala de la señora Kanz.
— Lucine va a tener otro ataque —dije sin más preámbulos.
La señora Kanz escribió una nota en lo alto de una composición de literatura.
— ¿Por qué lo supone?
—No lo supongo, lo sé. Y esta vez no será demasiado lenta. Ocurrirá una desgracia si no hacemos algo.
La señora Kanz dejó el lápiz y se cruzó de brazos, con la boca apretada.
—Piensa usted demasiado en Lucine —dijo, ásperamente—. Si está usted a punto de creer que ya puede predecir la conducta de la niña, está usted yendo demasiado lejos. La gente empezará a decir que es usted muy rara. ¿Por qué no la olvida y se dedica a... bueno, a Low? Debe de ser mucho más divertido que Lucine, estoy segura.
—Low también podría decírselo —grité—. Sabe más de Lucine de lo que nadie cree.
—Eso me han dicho. —En la voz de la señora Kanz había un ronroneo malicioso que yo no le había oído nunca—. Los han visto juntos en las lomas. Bueno, Lucine es retardada sólo mentalmente. Recuerde que tiene más de doce años, y algunos hombres...
Golpeé violentamente la superficie del escritorio con la mano abierta. Sentí un fuego en los ojos y la señora Kanz se echó hacia atrás como si hubiese recibido un puñetazo, llevándose el dorso de la mano a la mejilla en un ademán defensivo.
—Yo... yo... era una broma —balbuceó.
Respiré profundamente para contener mi cólera.
— ¿Qué hará con Lucine?
Mi voz era muy suave.
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué se puede hacer?
—Muy bien —dije amargamente—. Olvídelo.
Traté toda la tarde de comunicarme con Lucine, pero la niña parecía abotagada e indiferente... en la superficie. Adentro, la violencia y el odio hervían como una lava, y una vez, sin provocación aparente, se inclinó en el pasillo y le pellizcó el brazo a Petie, que se puso a gritar.
Lucine estaba de pie frente a la clase, de cara a la pared, cuando sonó la última campana.
—Puedes irte, Lucine —le dije a esa torva desconocida en que se había transformado la niña.
Le puse una mano en el hombro. Lucine esquivó el cuerpo con un movimiento fluido y rápido. Le alcancé a ver el perfil cuando se iba. Apretaba las mandíbulas y tenía en tensión los músculos del cuello.
Corrí al hotel, casi aturdida por la preocupación, a esperar a que Low saliera de la mina. Me paseé por la alfombra oriental dando vueltas en torno de la estufa panzuda, mirando una docena de veces a través de los visillos y los vidrios sucios y agrietados, y golpeándome la palma con el puño. El teléfono chilló de pronto en la pared y sentí casi un dolor físico.
Alcé bruscamente el receptor.
—¡Sí! —grité—. ¡Hola!
—Marie. Quiero hablar con Marie. —Era una voz lejana y chirriante—. Llame a Marie.
Llamé a Marie, la dejé en el teléfono, y salí al porche. Caminé de arriba abajo, de arriba abajo, y la voz de Marie crecía y se apagaba.
...bueno, era de esperar. Una loca como ella...
¡Lucine! —grité, y corrí adentro—. ¿Qué ha pasado?
¿Lucine? —Marie me miró desde el teléfono frunciendo el ceño—. ¿Qué tiene que ver Lucine? La hija de Marson se escapó anoche con el hombre del ascensor del Golden Turkey. Él tiene por lo menos cincuenta años y ella apenas dieciséis. —Marie se volvió al teléfono, ávidamente—. Sí, sí, sí.
Llegué de vuelta a la puerta justo a tiempo para ver que un coche se detenía en la calle. Recogí mi abrigo y llegué al pie de los escalones cuando en el coche se abría una portezuela.
— ¿Lucine? —jadeé.
—Sí. —El sheriff me abrió la portezuela de atrás. El ayudante me miró con unos ojos saltones, asombrado por la rapidez de los acontecimientos—. ¿Dónde está la chica?
—No sé —dije—. ¿Qué ocurrió?
—Se volvió loca al salir de la escuela. —Nos alejamos velozmente del hotel—. Tomó a Petie por los talones y lo lanzó contra una roca. Persiguió a los otros niños a pedradas y luego se encarnizó otra vez con Petie. Está vivo aún, pero el doctor ya no sabe cuántas heridas tiene y le están haciendo transfusiones. La señora Kanz dice que usted debe de saber dónde está Lucine.
—No. —Cerré los ojos y tragué saliva—. Pero la encontraremos. Busquemos a Low primero.
El autobús de la mina se detenía en ese momento en el puesto de combustible. Low bajó del autobús y entró en el coche del sheriff antes que pudiéramos pronunciar una palabra. Vi mi ansiedad reflejada en la cara de él y nos estrechamos las manos.
Durante las dos horas siguientes recorrimos los caminos de Kruper. Fuimos a todos los lugares donde Lucine podía haberse escondido, pero no estaba en ninguna parte, ni entre los matorrales al pie de las colinas ni en los pinares de las montañas.
—Daremos otra vuelta, pasando por el cañón de Polonia. Si no la encontramos ahí habrá que llamar a los hombres y traer perros. —El sheriff aceleró para subir la cuesta que llevaba al cañón—. No entiendo cómo una chica pudo escapar tan rápido.
—No la ha visto correr —dijo Low—. Nunca corre delante de otra gente. Parece que volara apenas un poco más bajo que un aeroplano. Jamás pude alcanzarla. Toma aliento y luego ya casi no pisa el suelo. Ni los perros de Claude la alcanzarían.
— ¡Paren! —Me tomé del borde del asiento—. ¡Paren el coche!
Los frenos funcionaban bien. Nos desenredamos y saltamos a tierra.
—Por allí —dije—. Está en algún sitio por allí.
Miramos los matorrales de una colina, del otro lado del cañón.
—Oh, no —gruñó el sheriff—. No en Cleo II. Ese agujero del infierno no nos ha traído más que desgracias desde que abrieron el primer pozo. Agua y gas y desprendimientos de arena, todo lo que puede encontrarse. He retirado bastantes cadáveres de ahí, y mi padre antes que yo. ¿Por qué piensa que Lucine está por ese lado, maestra? ¿Vio usted algo?
—Sé que está por ahí cerca —dije evasivamente—. Quizá no en la mina, pero sí en los alrededores.
—Echemos una ojeada —suspiró el sheriff—. Me gustaría saber cómo pudo verla desde el otro lado del auto.
El sheriff bajó al camino y vi que empuñaba un fusil de caza.
¿Un fusil? —le pregunté sin aliento—. ¿Para Lucine?
¿Usted no ha visto a Pede, no es cierto? —dijo el hombre—. Yo sí. Las bestias peligrosas se cazan con fusil.
— ¡No! —grité—. La llamaremos y vendrá. —Quizá sí —dijo el sheriff—. Y quizá no. Cruzamos el camino y bajamos al cañón.
— ¿Estás segura, Dita? —murmuró Low—. Yo no la siento. Sólo una bestia de presa que...
—Es Lucine —dije con una voz ahogada—. Es Lucine. Sentí la repugnancia de Low.
— ¿Ese... ese animal?
—Ese animal. ¿Qué venimos a hacer, Low? Quizá debiéramos dejarla sola.
—No sé. —Sufrí con el dolor de Low—. Por Dios que no lo sé.
Lucine estaba en Cleo II.
El ruido de unas piedras, en el interior de la mina, turbó de pronto nuestro angustiado silencio. Me sentí casi físicamente enferma.
—Lucine —llamé en la oscuridad del pozo—. Lucine, sal de ahí. Es hora de volver a casa.
Una piedra del tamaño de un puño me hizo tambalear. Me froté el hombro dolorido.
— ¡Lucine!
La voz de Low, imperiosa, se extendió a lo largo de toda la banda. La respuesta fue un gruñido inarticulado.
El sheriff nos miró.
—¿Y bien?
—Está completamente loca —dijo Low—. No nos escuchará.
—Maldición —dijo el sheriff—. ¿Cómo la sacaremos de ahí?
Nadie tenía una respuesta, y nos quedarnos un rato inmóviles, sin saber qué hacer, mientras el sol de la tarde zumbaba a nuestras espaldas iluminando apenas la entrada de la mina. De pronto una lluvia de piedras cayó alrededor de nosotros, golpeando el suelo desnudo y sacudiendo los matorrales. En seguida una larga queja gutural me heló los huesos.
—Voy a tirar —dijo el sheriff, muy pálido—. Voy a tirar.
Alzó el fusil y asentó los pies en el suelo.
¡No! —grité—. ¡Es una niña! ¡Una criatura! El hombre me miró torciendo la boca.
¿Eso? —dijo, y escupió.
El ayudante le tironeó de la manga y se lo llevó a un costado murmurando rápidamente. Le lanzó a Low una mirada inquieta. Low buscaba a Lucine en él mismo, con los ojos cerrados y la cara tensa.
Los dos hombres se pusieron a juntar unas piedras amontonándolas a la entrada de la mina, al alcance de la mano. Luego, tomando aliento, se pusieron a bombardear el pozo. Durante un rato la respuesta fue una lluvia de piedras y en seguida un grito ultrajado que decreció cuando Lucine se internó un poco más en la oscuridad.
— ¡Ya la tengo!
Los dos hombres redoblaron sus esfuerzos, acercándose más a la entrada, y Low me tomó por el brazo para impedir que los siguiera.
—Hay una grieta adentro —me dijo—. Están tratando de llevarla ahí. Una vez eché una piedra y no la oí tocar fondo.
— ¡Es un asesinato! —grité librándome de Low y tomando al sheriff por la manga—. ¡Paren!
—No hay otra posibilidad —gruñó el sheriff, hinchando los músculos del brazo—. Es mejor que muera ella y no Petie y todos nosotros. Está decidida a matar.
—Yo haré que venga —dije cayendo de rodillas y llevándome las manos a la cara—. Yo haré que venga. Denme un minuto.
Me concentré como nunca lo había hecho hasta entonces. Salí impetuosamente de mí misma y me lancé a la oscuridad de la mina, internándome en una oscuridad cada vez más densa y horrorosa, y luché con la oscuridad que había en Lucine hasta que al fin esas mismas sombras me invadieron. Insistí, tercamente, tratando de meter un filo de sentido común en aquella locura. Low me alcanzó cuando yo ya me perdía en la marea oscura. Me alcanzó y me sostuvo hasta que al fin pude librarme y regresé del infierno.
De pronto un rumor apagado sacudió la colina, y la entrada de la galería vomitó una nube de polvo amarillo.
Hubo un aullido animal que se interrumpió bruscamente, y luego un grito de dolor y terror, el grito de una niña aterrorizada, un horrorizado despertar en la oscuridad, un grito que pedía ayuda y luz.
— ¡Es Lucine, Lucine! —sollocé—. Ha vuelto. ¿Qué ocurrió?
—Un derrumbe —dijo el sheriff—. Han cedido los puntales. Estaban podridos desde hacía muchos años. La chica ha quedado debajo, seguro.
—Pero es Lucine de nuevo —dijo Low—. Tenemos que sacarla.
—Si el derrumbe se ha producido donde pienso —dijo el sheriff—, está perdida. Hay un pasaje que es todo polvo. El polvo más fino que pueda encontrarse. Se mueve como una cascada de agua, y ahoga a un hombre del mismo modo. —Apretó los labios — . El primer cadáver que vi en mi vida lo saqué de ese polvo. Yo tenía dieciséis años, y era el más flaco del grupo, y cuando localizaron el cuerpo me enviaron abajo. Lo saqué tirando de los pies. Un nombre terco, hundido en ese polvo como en un pantano. Sacar a este cuerpo también llevará mucho trabajo... Bueno —concluyó poniéndose el fusil a la espalda—, será mejor que volvamos al pueblo y traigamos una cuadrilla.
—No está muerta —dijo Low—. Respira todavía. Está debajo de algo y no puede librarse.
El sheriff lo miró entornando los ojos.
— Me habían dicho ya que era usted un poco raro —di jo—. Me parece que éste es un momento de crisis, si se puede decir así. ¿Quiere que la lleve de vuelta al pueblo, señora? —me preguntó con una voz más dulce—. No hay nada que hacer aquí. La chica ha muerto.
—No, no ha muerto —dije—. Está viva aún. La oigo.
—Dios —dijo el sheriff—. Son dos ahora. Bueno, perfecto. Los dejo aquí para cuidar que la galería no se escape mientras yo no estoy.
Torció la boca en una sonrisa, como orgulloso de su propio ingenio, y se alejó con el ayudante.
Escuchamos los ecos del motor hasta que se desvanecieron en las colinas boscosas de alrededor. Oímos el ruido del viento en los matorrales y el grito lejano de algún pájaro. Oímos los golpes de nuestros corazones y la aterrorizada confusión de Lucine. Y oímos el dolor que empezaba a martillar el cuerpo de la niña, y la hoja afilada y brillante de una agonía que terminaba en la inconsciencia. Y luego los dos nos encontramos abriéndonos paso a tientas en la oscuridad del túnel. Trastabillé y caí y sentí que algo pesado fluía sobre mis piernas y mi vientre, atándome al suelo. Low seguía avanzando ante mí.
—Vuelve —me advirtió—. Vuelve o nos quedaremos aquí los dos.
— ¡No! —grité tratando de librarme—. No puedo dejarte solo.
—Vuelve —dijo Low—. La encontraré y la sostendré hasta que lleguen los hombres. Tú tienes que ayudarme a retener el polvo.
—No puedo —gemí—. No sé cómo hacerlo.
Hundí las manos en la sábana pesada que me cubría las piernas.
— Sí, puedes hacerlo —dijo Low dentro de mí—. Con céntrate y ya verás.
Rehice de rodillas la increíble distancia que me separaba de la entrada del túnel, y me acurruqué allí apretándome la cara con las manos sucias. Miré adentro de mí, muy adentro hasta llegar a una profundidad que de pronto fue una cima. Me alcé, mente y alma, hacia arriba, hacia arriba, hasta encontrar una nueva Persuasión, una nueva capacidad, y lentamente, lentamente, me interné en la marea seca que llenaba la mina, y comencé a apartar el río sombrío que había cubierto a Lucine de modo que únicamente el brazo replegado impedía que el polvo le entrara por la nariz y la boca.
Low se internaba en la masa de arena tratando de llegar a Lucine antes que se agotara todo el oxígeno.
Estábamos juntos, trabajando de tal modo que ya no éramos dos personas. Eramos una persona, que era a la vez una multitud de personas, unidas en un tremendo esfuerzo. Como éramos todos, no necesitamos palabras mientras trabajábamos hacia Lucine. Encontramos una rodilla doblada, una falda desgarrada, un tobillo torcido... y el madero astillado que la clavaba al suelo. Retuve el polvo mientras Low escarbaba para encontrar la cabeza.
Cuidadosamente, abrimos un espacio para la cara de Lucine. Cuidadosamente, trabajamos para librarla del madero. Al fin Low tomó en sus brazos el cuerpo inerte de Lucine... y desapareció. Desapareció completamente, entre una respiración y otra.
— ¡Low! —grité, incorporándome en la boca del túnel, pero el sonido de mi grito murió en el estruendo que sacudió el suelo. Miré horrorizada cómo la colina se doblaba y cedía y caía en el silencio luego que un puñado de guijarros, casi ocultos en una nube de polvo, rodaron hasta mis pies.
Grité otra vez y el cielo giró en una espiral enceguece—dora de bordes de afiladas copas de pinos, y de pronto innumerables Severeid Swanson aparecieron en las copas y en el cielo y giraron llamando:
— ¡Maestra! ¡Maestra!
El mundo entero se detuvo, como si alguien hubiese apoyado una mano sobre él. Me incorporé.
— ¡Severeid! —le grité—. ¡Están ahí! ¡Ayúdeme a sacarlos! ¡Ayúdeme!
—Maestra —dijo Severeid encogiéndose de hombros—, no comprendo. Le traigo a alguien que vuela. Lo busqué. Usted me dijo que lo necesitaba. Lo encontré. ¿Qué hace ahí llorando?
Antes que yo tuviese conciencia de una presencia junto a Severeid, sentí a alguien en mi mente. Antes que yo pudiera articular una palabra, me la arrancaron. Antes que yo pudiera moverme, oí el ruido de las rocas, y dándome vuelta caí de rodillas y observé, aterrorizada y maravillada, cómo se alzaba todo el flanco de la colina y caía en arcos a un costado y a otro, como tierra removida por un arado. Vi que el polvo se levantaba como una fuente roja y amarilla por encima del surco. Vi el flanco de la colina que caía otra vez. Vi a Low y a Lucine que se posaban en el suelo, ante mí, y vi que toda la luz se desvanecía mientras yo caía hacia adelante, y mis dedos acariciaban la mejilla de Low antes de hundirme profundamente en la oscuridad.
El sol estaba en todas partes. Yo podía sentir bajo la manta delgada, en mi mejilla, el almohadón de arena. Podía oír el viento frío que soplaba entre los árboles, y los árboles gemían allá arriba. Pero en nuestro refugio, contra la montaña, unas palmas de granito recogían el sol del otoño. Yo podía alcanzar a Low sin moverme, y a Valancy y a Jemmy. Sin abrir los ojos, podía verlos a mi alrededor, consolándome. El momento era demasiado precioso. Me volví y me senté.
—Cuéntenme otra vez —dije— cómo Severeid los encontró de nuevo.
No presté atención a la sonrisa indulgente que intercambiaron Valancy y Jemmy. No me importó sentirme como una niña... si ellos eran el mundo de los adultos.
—Nos vio por primera vez —dijo Jemmy— cuando el vino le dio sueño y decidió dormir a la sombra de una roca, en un sitio que habíamos elegido para un picnic. Estaba tan borracho, o era tan ingenuo, o las dos cosas, que no se asombró ni se sintió ofendido cuando nos ele— vamos y nos movimos en el cielo. Se sentía en verdad intrigado y encantado. Pensó que estaba muerto y que había escapado al purgatorio y nos costó impedir que se lanzara detrás de nosotros. Por supuesto, antes de separarnos le bloqueamos el recuerdo de esa escena, para que no pudiera hablar de nosotros con nadie excepto con otras gentes del Pueblo. —Me sonrió—. Por eso nos sentimos realmente inquietos al enterarnos de que había hablado con usted y que usted no era del Pueblo. Por lo menos no de la Morada. Nuestro provincialismo recibe con usted un tercer golpe. Peter y Bethie fueron el primero, pero al menos ellos eran en parte del Pueblo, en cambio usted... —Jemmy meneó la cabeza—. No, usted estaba fuera.
—Sí. —Me estremecí pensando en los largos años en que yo había estado fuera de todo el mundo—. Estaba fuera.
Y me abandoné al triple consuelo que emanaba de Low, de Jemmy, y de su mujer, Valancy.
—Bueno, cuando usted le dijo a Severeid que quería encontrarnos vino tambaleándose lo menos posible al sitio del picnic. Cuando lo encontramos, debía de estar tendido allí, sobre las cenizas del campamento, desde hacía varios días. Se moría de sed y había perdido hasta el recuerdo de la comida. —Jemmy tomó aliento—. Bueno, cuando supimos que Severeid conocía por lo menos a dos que se parecían a nosotros... Bueno, hemos estado buscándonos casi desde que llegaron las primeras naves. Tiene que haberse sentido bastante mal con la altura y la velocidad, sin la tranquilidad de un avión ni nada... Sentimos cómo usted luchaba tratando de salvar a Low y a Lucine cuando estábamos a kilómetros. Alabados sean los Poderes que nos permitieron llegar a tiempo.
Suspiré y busqué el calor de la mano de Low, para deshelar el recuerdo de aquel momento terrible.
— Sí —dije.
—Yo nunca lo había hecho con tanta rapidez — continuó Jemmy—, ni en una escala tan grande. No sabía bien si la luz crepuscular sería bastante fuerte, de modo que yo mismo me quedé boquiabierto cuando vi cómo se abría la montaña. —Sonrió débilmente—. Convendrá, me parece, que restrinjamos la práctica de los Poderes. Fue un verdadero terremoto.
—Muy cierto. —Me estremecí—. ¿Y qué pensó Severeid de todo eso?
—Hicimos que Severeid olvidara todo el episodio de la mina —dijo Valancy—. Pero el sheriff se sintió realmente sorprendido, cuando llegó con la cuadrilla. Apenas pudo articular: «¡Dios! ¡Cleo II se ha escapado!».
— ¿Y Lucine? —pregunté saboreando la respuesta que ya conocía.
—Y Lucine aprende ahora —dijo Valancy—. Bethie, nuestra Sensitiva, descubrió lo que anda mal en ella y ya está arreglado. Será una criatura normal, muy pronto.
— ¿Y... yo? —murmuré, sin saber qué esperar.
—Un ser como nosotros —dijeron los tres dentro de mí—. Nacida o no en la Tierra, como nosotros.
—Pero qué problema —comentó Jemmy—. Pensamos que lo habíamos catalogado todo. Había gente entre nosotros que era toda del Pueblo, y otra que era mitad del Pueblo y mitad de la Tierra como Bethie y Peter. Y luego apareció usted. ¡Y sin nada del Pueblo!
Sí —dije, apoyándome otra vez, cómodamente, en mi ancestral pared de piedra—. Sin nada del Pueblo.
Sin embargo, usted es como una respuesta a algo que nos preguntamos desde hace mucho tiempo —dijo Valancy—. Quizá luego de tantos siglos de extravío la gente de la Tierra está alcanzando también las Persuasiones. Hemos encontrado huellas de ese desarrollo, pero muy fragmentarias. No imaginábamos que alguien hubiese llegado tan lejos. Quién sabe cuántos hay en el mundo, esperando también que lo encuentren.
—Ocultándose, querrá decir —comenté—. Nadie anda de un lado a otro pidiendo que lo encuentren. No luego de las primeras reacciones de los demás. Oh, quizás al principio uno corre para que los otros compartan esa maravilla, pero uno aprende pronto a ocultarse.
—¡Pero tan parecida a nosotros! —exclamó Valancy—. ¡Dos mundos y sin embargo tan parecida a nosotros!
—Pero Dita no puede alzar cosas inanimadas —la interrumpió Low.
—Y ustedes no pueden encender metales —repliqué.
—Y tampoco puede emplear los rayos del sol y de la luna.
—Y Low no puede reunir las nubes —dije—. Y si no deja de atormentarme traeré en seguida esa tormenta que está ahora sobre Morenci y lo empaparé hasta los huesos.
— ¡Sería capaz de hacerlo! —rió Valancy—. De modo que dejémosla tranquila.
Callamos todos y descansamos en la arena tibia hasta que al fin Jemmy se dio vuelta y abrió un ojo.
—Valancy —dijo—, Dita y Low pueden comunicarse más fácilmente que tú y yo. A veces es casi involuntario.
Valancy también se volvió.
— Sí —dijo—. Y Dita puede bloquearme también. Sólo una vidente puede bloquear normalmente a otra, y Dita no es una vidente.
Jemmy sacudió la cabeza.
—Como todas las criaturas terrestres. Siempre marchando a destiempo. ¡Qué problema nos trae esta muchacha!
Sí, interrumpió Low, un problema y medio. Sin embargo creo que voy a quedarme con ella de veras.
Sentí en mí la risa tierna de Low.
Cerré los ojos contra el sol y vi la luz dorada en los párpados.
Me he reencontrado, pensé incrédulamente, sintiendo una punzada de repentina alegría. Me he reencontrado de veras.
Me envolví en el manto de mi sueño, sabiendo al fin y con seguridad que un día podría extender esa tela no sólo sobre mí sino sobre todos los extraviados y confundidos también. Algún día todos seríamos lo que ahora era sólo un sueño.
Me dormí dulcemente, sintiendo en la mejilla el calor de la mano de Low... Me dormí al fin, sin el temor de despertar.
Oh, ¿sería posible? ¿Sería posible?, pensó Lea, excitada. Quizá, quizá...
Sintió la presión de una mano en el hombro, se volvió, y se encontró con los ojos comprensivos de Melodye.
—No —dijo Melodye—, todavía somos Extraños. Es como el color de los ojos. Tienes los ojos de color castaño, o no. No somos el Pueblo. Bienvenida a las puertas del horno.
—Parecería —dijo el doctor Curtis— que estuvieras engordando con sólo mirar y oler.
— ¡Que estuviera engordando! —se quejó Melodye—. ¡Oh, no! No luego de tantos esfuerzos...
—Bueno, quizá que te estuvieras alimentando sería un modo más amable de decirlo, además de más exacto. No parece por lo menos que estuvieras consumiéndote.
—Quizá —dijo Melodye, tranquilizándose—, quizás es porque sé que puede haber esa clase de comunicación entre la gente del Pueblo, y tratando de tener yo también ese Don me he hecho más receptiva a una fuente que no sabe de Extraños, ni del Este y el Oeste, ni de esclavos ni libres...
—Jummm —dijo el doctor Curtis—. Tienes ahí un buen tema para meditar.
Karen y Lea se separaron de las gentes que iban charlando, felices. Habían llegado frente a la casa. Las dos muchachas se detuvieron, arrebujadas en sus chaquetas, hasta que el sonido de las otras voces murieron en ecos de sombra en los bajos del cañón. Lea alzó la barbilla a una brisa repentina y fresca.
—Karen, ¿piensas de veras que alguna vez saldré adelante? —preguntó.
Si no estás demasiado enamorada de tus dificultades —dijo Karen, la mano en el pestillo—. Si no estás demasiado decidida a remodelarte de acuerdo con tus propios deseos. Quizá te parezca que cualquier otra solución no sería satisfactoria, pero tienes que saber que tu propio juicio no es siempre completamente válido ni la estrella que señala el rumbo de tu viaje. Actuamos demasiado a menudo como si nuestro pensamiento fuera una norma universal. Pero en verdad es preferible admitir que la marcha del universo no depende enteramente de ti, que no puedes ser responsable de todo, y que hay muchas cosas que es posible y conveniente dejar en manos de otro.
Dejar que... —Lea se miró las manos apretadas—. Las he tenido así tanto tiempo que es asombroso que las uñas no me hayan crecido atravesándome las palmas.
¡Un buen recurso para no tener que usar esmalte de uñas! —rió Karen—. Pero entremos, es hora de dormir. ¡Oh, seré tan feliz cuando un día pueda llevarte a la colina! —Abrió la puerta y entró, tironeando de la chaqueta de Lea—. Tengo tantas ganas de hablarlo contigo, una buena y vieja charla de las que sólo se puede tener con un Extraño. Llegué a aficionarme a eso en el año que pasé entre Extraños...
La voz de Karen se fue apagando en el pasillo. Lea alzó los ojos a las estrellas brillantes que puntuaban el cercano horizonte.
Las estrellas descienden, pensó, a las lomas y la oscuridad. La oscuridad sube a las lomas y las estrellas. Y aquí en este porche hay un sitio vacío del tamaño de mí misma que trata de llegar a ser. Es tan difícil reconciliar la oscuridad y las estrellas, ¿pero qué otra cosa somos sino un intento de reconciliación?
La noche cayó de nuevo. A Lea le parecía que el tiempo era como un abanico. Las noches eran los huesos firmes, cuidadosamente labrados, que sostenían la identidad del tiempo. Los días se plegaban dócilmente entre las noches; días que contenían figuras sólo porque estaban limitados a un lado y a otro por las noches; días plegados con garabatos ininteligibles. Lea se cuidaba muy bien de tratar de leer esos garabatos. Si significaban algo, ella no quería saberlo. Sólo mientras no tratara de descubrir significados o de relacionar una cosa con otra podría ella conservar esa paz precaria de los días plegados y las noches activas.
Se instaló casi con alegría en el pupitre que había llegado a ser agradablemente familiar. Es casi como drogarse con películas o libros o televisión, se dijo a sí misma. Traigo mi mente vacía a las reuniones, dejo que las historias fluyan atravesándome, y llevo de vuelta a casa mi mente vacía.
¿A casa? ¿A casa? Sintió en el pecho la torsión de un puño cerrado, pero se concentró obstinada en las luces que colgaban del cielo raso. Las miró con atención.
—No son luces eléctricas —le susurró a Karen—. Ni tampoco lámparas de petróleo. ¿Qué son?
—Luces —sonrió Karen—. Cuestan unos pocos centavos cada una. Unos pocos centavos y Dita. Ella las enciende para nosotros. Yo he estado practicando corno loca y casi enciendo una el otro día. —Rió de buena gana—. ¡Y ella es una Extraña! Oh, Lea, te digo que no sabes hasta qué punto recurres al orgullo para calentarte en este mundo frío hasta que alguien abre un agujero en ese orgullo y una corriente de aire te hace temblar de pies a cabeza. Dita fue ese necesario desgarrón para muchos de nosotros, benditas sean sus puntiagudas orejitas.
—Hola —dijo el doctor Curtis deslizándose en su asiento junto a Lea—. Le gustará la historia de esta noche —dijo saludando a Lea con un movimiento de cabeza—. Hay muchas cosas en común entre usted y la señorita Carolle. Me parece muy interesante, la historia, quiero decir, y también la semejanza. Bueno, de todos modos la historia me parece interesante pues mi delicada mano italiana...
La señorita Carolle bajó por el pasillo y el doctor Curtis calló.
Oh, ¡pero es una impedida!, pensó Lea asombrada. O lo ha sido, se corrigió. En seguida se preguntó por qué la señorita Carolle le había hecho pensar en impedimentos.
¿Impedimentos? Lea enrojeció. ¿Muchas cosas en común entre nosotras? Retorció la punta del pañuelo. Por supuesto, admitió con humildad, inclinando la cabeza. Tullida, impedida... Contuvo el aliento sintiendo que la oscuridad crecía y la desgarraba, para entrar, o para salir, o simplemente para desgarrarla. Antes que unas cuentecitas de sudor frío tuvieran tiempo de formársele en el labio superior y en el nacimiento del cabello sintió que Karen la tocaba, con una fuerza curativa. Gracias, mi jarabe balsámico, pensó fatigosamente. ¡No seas tonta!, dijo el pensamiento afilado de Karen. ¡Ríete de las vendas ahora que las heridas se han cerrado!
La señorita Carolle murmuró en el repentino silencio:
—Nos hemos reunido aquí en Tu Nombre.
Lea dejó que el mundo se alejara de ella.
—Mi tema es el tema de una canción —dijo la señorita Carolle—. ¿Listos?
La música se alzó suavemente, viniendo de ninguna parte y de todas partes. Lea se sintió envuelta en una dulce plenitud. En seguida una voz tomó la melodía, suavemente, poco a poco, de modo que a Lea le pareció que la música misma se había modulado en palabras, y era ahora un llanto que antes nunca había encontrado expresión.
A orillas de los ríos de Babilonia Llorábamos recordando a Sión y las arpas colgaban de los sauces.
Aquellos que nos habían esclavizado nos pedían una canción y aquellos que nos habían arruinado nos pedían alegría y que cantáramos una canción de Sión.
¿Cómo podíamos cantar una canción del Señor en esa tierra extraña?
Lea cerró los ojos y sintió que unas lágrimas débiles se le deslizaban bajo los párpados. Apoyó la cabeza en los brazos, sobe el pupitre, ocultando la cara. Sentía en el corazón, desgarrado por la angustia de la música, el dolor de todos los cautivos que alguna vez habían sido, y el dolor de todos los cautiverios, pero más especialmente el de aquellos que se habían exiliado ellos mismos, que se habían encerrado en sí mismos, y habían perdido la llave.
La gente era ahora una persona que escuchaba mientras la señorita Carolle se retorcía las manos y extendía los dedos, tensos un instante, y luego comenzaba...