Se supone que el castillo Shayon es inexpugnable. Me encanta que digan eso. Sus murallas, que aplastan bajo su peso una roca desnuda muy cercana a la costa, rodean la isla entera y en algunos puntos hasta quedan suspendidas sobre las aguas del lago Shayon.
Iba a ser mi primer muerto por encargo. Es bueno empezar con lo imposible. Labrarse una reputación. Pisar fuerte.
Al salir a la superficie provoqué poco más que una onda. Las murallas se alzaban ante mí, por encima de mí. No había ningún punto donde pudiera hacer pie. En los pocos lugares donde antes se podía, algún señor del castillo había enviado picapedreros para que rebajaran la roca hasta una profundidad de tres pasos por debajo de la superficie. Yo iba desnudo de cintura para arriba y me había untado la piel de grasa y ceniza como aislante y camuflaje. La ropa no habría hecho más que llenarse de agua y entorpecerme.
Ya sangraba de un corte en la mejilla y varios en los antebrazos. Heridas defensivas. No quería permanecer en el agua ni un instante más de lo necesario. Había más bichos asquerosos de esos.
Pero esperé. Agarrado a las rocas, zarandeado por las olas, estudiando la muralla. Había maneras más sencillas de hacerlo, por supuesto. El ka’kari podía hacer que casi todo resultara fácil. «Salvo aquello que el cabrón vuelve casi imposible.»
—No quieres hacer esto, Acaelus. ¿Asesino a sueldo? ¿Tú?
«No me vengas con esas. Ese no es mi nombre. Hace mucho que dejó de serlo.»
El saliente de la muralla estaba cubierto de matacanes para tirar piedras, troneras para disparar flechas y caños para verter fuego candente. Distinguí a dos centinelas por encima de mí, vestidos con cota de malla y prendas de lana, que charlaban y miraban hacia el lago de vez en cuando. Era una noche despejada, iluminada por una luna llena, de las que no exigen mucha vigilancia. Vi a otros seis hombres en lo alto de la muralla, estaban lo bastante lejos para que no hubiera podido verlos en la oscuridad. Eran ocho en total.
Pero la oscuridad da la bienvenida a mis ojos. Ese uso del ka’kari no puedo evitarlo. Ha alterado para siempre mi manera de ver.
La mayoría de las ventanas del castillo tenían los postigos echados a causa de la fría brisa nocturna. Yo no buscaba una ventana abierta, sin embargo. Todas estaban protegidas con barrotes y todos los barrotes se hallaban en buen estado. No había balcones que dieran al pintoresco lago. Solo proporcionarían un enganche para posibles garfios. Ese castillo lo habían construido para la defensa, y no había sido obra de ningún tonto.
Un asesino cualquiera fracasaría.
Únicamente en las ventanas de la tercera planta del castillo —protegidas también con barrotes de hierro macizo— brillaba una alegre luz de fuego a través de los postigos abiertos de par en par. Debía de tratarse del gran salón, donde el barón Rikku agasajaba a sus vasallos. El barón Rikku era un hombre orgulloso. Se enorgullecía de sus fiestas, de los buenos vinos sethíes que servía, de sus ornamentos, sus sedas, sus obras de arte. Se enorgullecía de su devoción. Se enorgullecía de haberle arrebatado aquel pequeño castillo isleño a su anterior propietario.
Por desgracia, el anterior propietario de la isla no era de hecho el dueño de la misma. Solo la ocupaba por encargo de otra persona, que deseaba mantener su propiedad en el anonimato. Una persona que ni se dejaba impresionar por el barón ni pensaba perdonarle su ignorancia, o su robo.
Pero eso es lo malo de dirigir una organización clandestina, ¿no? Si haces saber lo que es tuyo, estás pidiendo a gritos que te ataquen quienes sean lo bastante fuertes para desafiarte; si lo mantienes en secreto, no disuades a quienes son lo bastante cobardes para amilanarse al saber quién eres.
«Claro, pobrecitos los del Sa’kagé, qué vida más dura tenemos.»
Comprobé la posición de la luna y calculé cuánto se había desplazado desde que me había metido en el agua al otro lado del lago, a unos dos mil pasos de distancia. El barón se retiraría de la fiesta, haría el amor con su mujer en su alcoba o con una de sus damas de compañía o una doncella en un cuartito que reservaba para esos menesteres y después pasaría por el retrete de los señores antes de recogerse en sus aposentos de la planta superior.
La clásica debilidad defensiva de cualquier castillo: cómo entra y cómo sale la mierda. Allí, los retretes colgaban sobre el agua, de modo que pude encontrar las letrinas por su olor. El conducto era estrecho, probablemente para minimizar el viento que te soplaba en las posaderas más que por fines defensivos. No arrancaba hasta unos cinco pasos por encima del agua, y su estrechez significaba que toda superficie circundante estaba cubierta de una resbaladiza capa de vertidos. Con una costra de diarrea fresca sobre las quebradizas heces secas y terrosas, no había manera de saber dónde estaban las grietas en la roca.
Eché un vistazo hacia arriba, vi que ninguno de los centinelas miraba y luego algo me llamó la atención a mi espalda: una sombra en el agua.
Más de una. Docenas. Putos peces con colmillos. Estúpidos a más no poder, pero había oído que podían oler la sangre a un kilómetro. Al parecer tendría que haberlo creído.
Con un golpe de mi Talento, salí disparado del agua. Clavé los dedos de las manos y de mis pies desnudos en la resbaladiza y pringosa muralla, hice fuerza, me retorcí y salté hacia la pared interior del vertedero, me retorcí de nuevo y al intentar agarrarme me fallaron tanto la mano como el pie izquierdos.
Caí, arañando las paredes con las manos, rascando con los dedos de los pies hasta que, después de perder varias uñas, por fin me detuve. Respiré hondo unas cuantas veces y luego volví a lanzarme hacia arriba con fuerza aumentada por la magia. Esta vez reboté con facilidad de un lado a otro.
Casi arriba del todo me encontré con los restos de una reja. La debían de haber instalado hacía siglos, porque el hierro estaba corroído y solo quedaban unos bultitos que asomaban de cada pared. Reemplazarla era demasiada molestia, al parecer, o demasiado asqueroso. En ese momento ofrecía un buen apoyo para los pies de la clase de hombre contra la que precisamente había sido diseñada.
El problema de un sitio como el castillo Shayon no era que tuviese un punto débil. Todo castillo tiene sus debilidades. El problema era que, quien roba un castillo a Gwinvere Kirena, se gana una enemiga que conoce al dedillo sus puntos flacos. Si hubiera pensado que había una reja en el conducto, en fin, yo podría haber pasado de todas formas, pero la mayoría de los asesinos no habrían probado el excusado. Desde luego, no como primera opción.
Haciendo equilibrios sobre los tocones de la reja, sin hacer caso de mis dedos ensangrentados, saqué un serrucho. Los retretes eran un simple tablón: de roble, con tres agujeros. Tres, para poder plantar pinos con dos amigos, supongo. Llamadme arisco, pero no, gracias. Pese a todo, si la información de Gwinvere todavía era correcta, el tablón tenía cerradura y estaba atornillado a la pared. Nadie tenía ya ni siquiera la llave de esa cerradura. Escogí el agujero de en medio y puse a trabajar la sierra trazando un círculo ligeramente más ancho que el existente.
—Esto va en contra de todo aquello por lo que has vivido. Gaelan, tú no eres así.
«No, no soy Gaelan. No existe Gaelan. No tengo nombre.»
Nadie entró a usar los retretes de los señores durante el rato que estuve allí. Suerte. A veces pasa, esa es la cuestión. Si estás dispuesto a que te caguen encima y aun así hacer tu trabajo, en ocasiones tienes suerte. Por encima del ruido de las risas y la diversión —«Estarás solo. Estarás al margen. Siempre»— presté atención por si oía pasos.
Nada. Rasqué heces de la pared que tenía junto a la cabeza, metí la mano por el retrete de la derecha y dejé caer la plasta sobre el asiento. Saqué una bota de vino vacía, más pequeña que mi puño cerrado, que había llevado enrollada bajo el cinturón. La abrí, mantuve un equilibrio precario sobre los tocones de la reja y meé en el recipiente.
Después vertí la orina con generosidad en torno al retrete de la izquierda.
Apenas había terminado cuando se abrió la puerta de par en par. El barón. Lo precedía un soldado que llevaba una linterna.
El soldado comprobó que no hubiera intrusos en las letrinas, aunque había poco que comprobar. El habitáculo era de roca desnuda con un techo bajo y una única entrada. Al parecer el barón estaba nervioso.
El guardia dio un paso hacia los retretes. Yo me pegué a la pared y me envolví en sombras. No tenía nada que ver con la invisibilidad, pero ayudaba. Y la luz de la linterna era difusa; es el problema de usar una linterna para mirar hacia abajo: la base se interpone. Apareció la cabeza del guardia, pero estaba deslumbrado.
—Date prisa, vamos —dijo el barón—. Me voy a morir de una vejiga reventada.
«No exactamente.»
Arriba, la luz de la linterna dejó de oscilar cuando el soldado la colgó de un gancho, y luego se cerró la puerta.
Al cabo de un momento, oí que el barón renegaba en un murmullo:
—… Cerdos. Ni siquiera pueden mear y acertar el condenado agujero… alitaeranos hijos de puta. —Percibí un roce de ropa cuando se bajó los pantalones, y su culo bloqueó la luz del retrete central—. Vinos de Seth, chef modaini de lo mejor… Seguro que han cagado en el borde a propósito.
Era un hombre delgado, pero la madera chirrió un poco en los puntos en los que yo había ensanchado el círculo. Pero no cedió. Todavía no.
Le dejé terminar. Que no se diga que no soy un caballero.
En un tiempo fui el avatar del castigo. Ahora solo intento ser educado.
Al cabo de un momento, el barón desapareció retrete abajo sin dejar rastro. Cuando sus soldados se inquietaron y echaron un vistazo, había desaparecido, sin más. Me perdonaréis que no me recree en los detalles. Veréis, esta no es la historia de la muerte del barón Rikku. Es la historia de la mía.
Pero concededle un momento a mi orgullo profesional y dejad que os diga una cosa: en el castillo Shayon, nunca nadie volvió a cagar a gusto.
—Lo que no entiendo es por qué viniste a Cenaria. Aquí no hay nada. Es un agujero —dice Yvor Vas. Es un pelirrojo flaco y pecoso que, contra todo pronóstico, procede de Ladesh.
—Aquí no me conocen —explico. Estoy bebiendo cerveza. Él toma ootai, porque todos los ladeshianos son adictos a esa bebida amarga, al parecer, hasta los pelirrojos. Nos encontramos en una casita segura que he adquirido en las Madrigueras, al borde de los pantanos. Esta conversación es demasiado peligrosa para que la oiga algún curioso—. En los últimos cincuenta años, me he hecho famoso en la mayoría de las grandes naciones. Ha habido muchas guerras, y se diría que siempre acabo metido de lleno en ellas.
—¿Has sido Vin Craysin en el este de Alitaera, Tal Drakkan en Seth, Gorrum Quesh en Modai y Puntos McClawski en Alitaera occidental? —Pregunta él, intentando impresionar.
—¿Sabes que encontré un coleccionista en Aenu que tenía los dados de Puntos? Y no, no fui Gorrum Quesh, aunque luché con él durante una temporada. Cómo sois los de la Sociedad, siempre tan curiosos. —Tampoco había sido Vin Craysin, pero no me gusta enseñar todas mis cartas, ni siquiera cuando no importa.
—La Sociedad del Segundo Sol quisiera ser un activo para ti, maese Fuego de Estrella. Unos aliados que te ayudarían con independencia de tus circunstancias. ¡Piénsalo!
—Ya lo he pensado —digo. Hago una pausa, ensimismado—. Y quiero contároslo todo.
Sus ojos se iluminan.
Todo el mundo se cree especial. Por eso es tan fácil mentir.
—¡Gaelan Fuego de Estrella! Qué honor. Gracias por venir a verme. —Gwinvere Kirena poseía la clase de belleza que hacía que un hombre se acordase de cuando tenía doce años y era incapaz de hablar en presencia de una chica. Gaelan había conocido a muchas grandes bellezas con anterioridad. La verdad era que la mayoría de esos encuentros le habían convencido de que la gente era idiota. A las grandes bellezas y los hombres despampanantes se les atribuían virtudes: la gente los encontraba más divertidos, inteligentes y perspicaces de lo que eran en realidad.
Por contraste, había conocido a mujeres con fama de bellezones que eran simplemente atractivas pero con una gran confianza, encanto o vivacidad. Gwinvere Kirena tal vez fuera de las primeras, pero desde luego no era de las últimas. La había oído calificada como «la cortesana de nuestra época». La mantenían muchos hombres, y no era de ninguno. Y eso con treinta años, quizá.
Su pausa tenía que haber resultado obvia, pero Gaelan supuso que Gwinvere estaba acostumbrada a que los hombres encontraran plomo en sus lenguas y hierro en sus... otras partes.
—No es la clase de encuentro a la que estoy acostumbrado, pero ha excitado mi curiosidad —dijo Gaelan—. La miró a los ojos, y no su generoso escote, al decir «excitado». Una belleza, y mucho más una cortesana, estaría acostumbrada a oír insinuaciones de los hombres, desde las más vulgares hasta las más gentiles. Los ojos de Gwinvere no delataron nada. O se le había pasado por alto, o no le importaba, o prefería no revelar nada.
—¿Estás disfrutando de la fiesta? —preguntó.
Gaelan estiró la espalda. Era un baile de máscaras, celebrado en la mansión alquilada de un noble ausente. No había visto tanta degeneración desde los últimos días del primer Imperio alitaerano. Era razonablemente apuesto y muy atlético, pero al menos tres mujeres lo habían manoseado en el tiempo transcurrido desde que atravesara la entrada y acudiera a ese estudio. Hasta había reconocido a una: la joven esposa de un conde, con la cara cubierta por una máscara de cisne; era de lo poco que llevaba cubierto. Se reía y llamaba a sus amigas por el nombre, sin que en apariencia le preocupase ser identificada. Gaelan no había llegado a ver a nadie copulando, pero la noche era joven.
—Ha sido instructiva —dijo.
Gwinvere Kirena, por su parte, había optado por un vestido fino, de cuello alto y de un rojo escandaloso, cortado a la perfección para lucir hasta la última curva. Lo complementaba con unas estrechas cadenas de oro que se cruzaban entre sus pechos, unidas por un candado que caía ante sus caderas. De una cinta que llevaba a modo de gargantilla colgaba una pequeña llave dorada. La fantasía de una odalisca khalidorana de algún sastre, con cinturón de castidad incluido.
—La he organizado para ti —dijo ella.
—Nunca habían celebrado una orgía en mi honor —replicó con sinceridad. En 680 años.
Gwinvere soltó una risilla.
—Quería probar tu rectitud —dijo. Una ligera pausa antes de «rectitud», para enseñarle el doble sentido, por si él quería. Para permitirle ir por ella, si así lo deseaba.
Pero lo que quería decir era que estaba comprobando si Gaelan Fuego de Estrella giraría sobre sus talones y abandonaría esa fiesta antes siquiera de conocerla, o si toleraría el libertinaje. ¿Qué clase de hombre era Gaelan Fuego de Estrella?, estaba preguntando.
Una buena prueba, ideada por una mente incisiva.
—Di tu precio. No me has invitado por mi ingenio, o mi polla.
Gwinvere abrió los ojos por un momento y luego una sonrisa curvó sus labios carnosos y pintados. Se recostó en su diván.
—No creía haberlo hecho —dijo—. Estás haciendo que me lo replantee.
Él unió las manos a su espalda y separó las piernas, con pose militar.
Los ojos de la anfitriona danzaron sobre su figura.
—Gaelan Fuego de Estrella, granjero salido de ninguna parte convertido en héroe de las Campañas Ceuríes, maestro del arco largo, maestro del martillo de guerra. Liberó solito a un centenar de sus camaradas encarcelados. Rechazó ascensos en cinco ocasiones. Defendió por su cuenta la cresta en la batalla de la Hierba de Sangre. Se sospecha que tiene Talento, pero se ha negado dos veces a ser examinado por las hermanas. Tuvo una agria pelea con su comandante alitaerano y después se fue de repente. Acusado de asesinato en tiempos recientes y perseguido por los ejércitos tanto de Alitaera como de Ceura.
—Cuentos. Medio ciertos en el mejor de los casos. Me aburren.
—El comandante alitaerano apareció muerto al cabo de un mes —observó ella.
—¿De verdad? —dijo Gaelan, demasiado lento. ¿Cómo podía saberlo?—. Le está bien empleado, al muy cabrón.
—Cuando te reclutó, te prometió que se vengaría de los ceuríes. —No era una pregunta—. Después aceptó el soborno que ellos le dieron y canceló la campaña. —De nuevo, no era una pregunta.
—O sea que me tienes por un asesino. ¿Me quieres como asesino? —preguntó Gaelan—. ¿Qué? ¿Alguna rival guapa te ha hecho un desprecio? ¿Te ha rechazado un amante?
Pretendía ofenderla. Quería verla enfadada.
Gwinvere sonrió con indulgencia. Labios carnosos, sonrisa bonita, luz en sus ojos al verse desafiada. Disfrutaba de que le plantaran cara.
—Soy del Sa’kagé, Gaelan.
—Pues claro que lo eres. —Los señores del hampa, el Sa’kagé, controlaban toda la delincuencia de cierta importancia en la ciudad, bajo la atenta mirada de sus Nueve dirigentes, que a su vez respondían ante un shinga, cuyo poder sería la envidia de cualquier rey. Uno de esos Nueve controlaba toda la prostitución en Cenaria. Ese hombre, el Amo de los Placeres, no dejaría que una mujer bella como Gwinvere Kirena actuara por su cuenta. De modo que a lo mejor era eso. A lo mejor quería salir.
—No había terminado. —Se puso en pie y caminó hacia la puerta para comprobar que la llave estaba echada. Gaelan reparó en que las cadenas de oro en realidad desaparecían por un corte en el vestido, para en apariencia envolverse por debajo de su cuerpo y surgir sobre su espalda desnuda, que cubría con una ingeniosa trama de ataduras doradas. Su belleza le cortaba la respiración y embotaba su mente, y necesitaba su inteligencia en ese momento—. Soy una de los Nueve —prosiguió—. El Ama de los Placeres.
No era un secreto que se compartiera de buenas a primeras.
—Joven para ser…
—Tengo un plan, y requiero de tus servicios para él.
Pensó en ello. Se suponía que Gaelan Fuego de Estrella tenía cuarenta y cinco años a esas alturas, y parecía al menos una década más joven. Gaelan era famoso, pero tenía pocos amigos reales, y muchos enemigos. Quizá hubiera llegado el momento de pasar página, dejar morir ese nombre. Había cosas peores que aliarse con una mujer hermosa e inteligente.
—¿Cuál es ese plan? —preguntó.
Gwinvere se volvió.
—Ya habrá tiempo para eso. Antes, tenemos que ocuparnos de algo. —Extendió la mano. Gaelan cogió lo que había en ella.
Era la llave dorada que antes llevaba en la gargantilla.
Gaelan alzó una ceja y trató de no hacer caso de la sacudida que le recorrió la entrepierna. Tener el cuerpo de un joven significaba tener también las reacciones de un joven.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque si no follamos esta noche, podrías enamorarte de mí. Pero si lo hacemos, es probable que me sigas deseando; en realidad, de lo contrario lo consideraría un fracaso profesional, porque este es mi trabajo, a fin de cuentas. Pero nunca confiarás en mí. Sabrás que haré lo mismo con cualquier otro hombre que me haga tilín. Simplificará las cosas.
—Una puta honesta. Una mujer especial en una docena de sentidos. Envenena el pozo y te lo cuenta, Acaelus. ¿De verdad es eso lo que quieres?
—¿Y tú? —le preguntó Gaelan a ella— ¿No corres el riesgo de amarme?
Gwinvere se acercó, poco a poco, hasta situarse con delicadeza entre sus brazos. El aroma de su fino perfume y la suavidad insidiosa de la seda y la piel. Cadenas de oro frío contra su cuerpo y un aliento cálido en el oído.
—Esta noche pienso disfrutar de mi trabajo.
En su pequeña granja, Gaelan sostenía el culo desnudo de su mujer, equilibrado sobre el borde de una mesa que había construido él con sus propias manos. Ella le agarraba el hombro y la nuca, con las pupilas anchas y las caderas temblando contra él a causa de las réplicas poscoitales.
Le hundió las uñas en el hombro con saña y picardía.
—Sabes que Ali podría llegar en cualquier momento. —Pero los ojos le brillaban, y no descruzó los tobillos detrás de su trasero ni lo apartó.
—Hay cosas peores para una chica que descubrir que su padre todavía encuentra irresistible a su madre.
Ella sonrió y lo apretujó con los muslos.
—Tu sonrisa es un siglo de solaz —le dijo, intentando fijar su cara en su memoria. Estaba preciosa, despeinada y sonrojada por el sexo y la alegría. Satisfecha y satisfecha con él. Era un tesoro. Envejecería, moriría y él permanecería, joven, inmortal, siguiendo las instrucciones de un rey muerto hacía mucho. Un amigo muerto hacía mucho.
—Los piropos ya te han proporcionado todo lo que vas a conseguir —dijo ella.
Gaelan se rió y le pellizcó el culo.
Ella le dio una palmada en la mano, con los ojos encendidos.
—¿Por qué toda nuestra felicidad está condenada a morir? —le preguntó él.
Ella lo miró a los ojos, cariñosa, dulce.
—Sois un enigma, mi señor.
—No, fui Samon Enigma hace seis vidas —replicó él con un guiño, intentando rescatar el momento.
—¡Madre! —exclamó una voz de niña justo al otro lado de la puerta de su casita.
Gaelan se apartó, se subió los pantalones, se ciñó el cinturón y se dio unos manotazos en el pelo en un intento de peinarse. Seraene se bajó de la mesa de un saltito, se alisó la falda y echó mano de un trapo para fingir que limpiaba.
Se abrió la puerta y entró Alinaea, cargada con una cesta de hierbas recién cogidas en una mano y los huevos del día en la otra. Si hubiera sido mucho más mayor, los habría pillado en plena faena. El olor de la casa no era exactamente sutil, como tampoco lo era el rubor sexual visible en el pecho de Seraene o la irritación provocada por la pelusa de los bigotes de Gaelan en el trozo de escote que revelaba su vestido. Pero Alinaea tenía ocho años. Era inocente. Era la niña de los ojos de Gaelan.
—Pa —dijo, seria, con la cabeza ladeada—. Me he decidido. Soy lo bastante mayor para tener un hermanito.
Gaelan miró a Seraene, que, radiante, se puso la mano sobre la barriga.
—¿Así? ¿¡Así es como me lo anuncias!? —clamó.
Seraene se rió.
Por todos los dioses que fueron y todos los dioses que nunca habían sido, cómo echaba de menos la risa de Seraene.
Los placeres cubrieron a Gaelan… y pasaron y lo dejaron frío. Gwinvere estaba a horcajadas sobre él, vestida tan solo con esas delicadas cadenas de oro. Paró en cuanto él terminó, sin llegar ella al clímax. Aquello eran negocios, al fin y al cabo, no placer. Pero no se bajó.
Lo miró, con el pelo revuelto y la figura magnífica, dejando que se recreara en su esplendidez, dejando que se grabara la imagen de una mujer de su sobrenatural belleza haciendo el amor con él. Se inclinó hacia su cara y algo parecido a la piedad destelló por un momento en sus ojos.
—Eres un dios vestido en carne, Gaelan Fuego de Estrella, y eres más frágil de lo que crees. Ten cuidado.
Se tumbó sobre su pecho y apoyó la cabeza en su hombro, pero solo por un instante. En la habitación hacía fresco y él estaba caliente; quizá tan solo agradecía su calor físico y nada más. Se incorporó casi de inmediato. Empezó a vestirse y Gaelan supo con una punzada cínica que debía de haber practicado esa manera de ponerse la ropa delante de un espejo, porque todos los movimientos eran gráciles. No era una puta cualquiera, era una artista, y esa última impresión que se llevaría de ella era tan importante a sus ojos como la primera.
—Quiero follar otra vez —dijo él—. Ahora. —Esta vez no pensaría en Seraene. Gwinvere era una maravilla. Debería apreciarla. Debería complacerla.
—Y yo, pero tengo otros tres hombres con los que acostarme antes del amanecer, y un cuarto si se porta bien.
—¿Yo he sido el primero…? —Dejó la frase a medias. Era una pregunta ridícula. No podía creerse que la hubiera hecho. No sabía de dónde había salido.
—Sí, Gaelan, era virgen hasta ahora mismo —respondió ella con parquedad.
—Me refería a la noche —se explicó él de forma atropellada, azorado—. Da igual. Una pregunta estúpida.
Gwinvere lo miró y vaciló.
—Eres espléndido. Trastornado, pero espléndido. Follemos mañana, cuando acabe de cenar con el embajador. Entonces podrás decirme si aceptas mi propuesta de negocios.
¿Propuesta? Ni siquiera había pedido nada todavía.
Al cabo de unos minutos, Gaelan se abría paso entre una niebla de hierba jarana a través de la cual distinguía los vagos contornos de los libertinos. Unos silenciosos criados, disfrazados uniformemente de caballos negros con anteojeras, cuidaban de quienes se habían excedido: se llevaban a los que estaban indispuestos, colocaban almohadas bajo las cabezas de los inconscientes y cubrían con mantas los cuerpos desnudos. La mujer del conde, que ya no llevaba otra cosa que su máscara de cisne y una media de seda, corrió hacia Gaelan chillando, perseguida por dos señores lascivos a los que se les habían caído las máscaras.
Antes de que pudiera chocar con él o pedirle una protección que en realidad no quería, Gaelan se escabulló hacia una ruidosa salita. Unos músicos sentados tras una cortina opaca perpetraban una versión envilecida de los tambores tribales haraneses. Dos nobles entrados en años que fumaban de unos ornamentados cuencos de hierba jarana contemplaban a un tercer señor que bailaba con una mujer. Gwinvere.
Aquel pedazo de simio envolvía con su puño el cuello esbelto de Gwinvere, que se contoneaba de espaldas contra él de forma sinuosa, deslizándole las manos por las caderas.
La cortesana vio a Gaelan, perdió el compás un instante y luego siguió bailando. Mientras agarraba sendos puñados de tela de los pantalones del joven noble y lo apretaba contra su culo, no apartó la vista.
Gaelan sí. Volvió a la fiesta y después salió a la noche.
Lo seguían.
Quienquiera que seguía a Gaelan, era bueno. Muy bueno. Pero Gaelan tenía opciones. La presa siempre las tiene, y los futuros de Gaelan se extendían con la misma sencillez que los diferentes hombres que había sido a lo largo de los últimos 680 años. Hombres diferentes, opciones diferentes, futuros diferentes que se separaban.
Como joven, el hombre que había nacido, como príncipe Acaelus Thorne, identificó un cuello de botella que hasta un perseguidor cauto tendría que atravesar para no perder a su presa. Acaelus se escondió tras la primera esquina propicia y esperó. Reunió su Talento, listo para abrumar a su perseguidor, capturarlo y darle unos cuantos golpes para descubrir quién lo había enviado. Esperó…
No, no, eso no era verdad. El príncipe Acaelus nunca había tenido ni siquiera esa poca sutileza.
«¿Esconderse? ¿Acaelus? ¡Ja!»
No, Acaelus dio media vuelta en cuanto notó que lo perseguían. Se paró en mitad de la calle.
—¡Sé que estás ahí! ¡Sal! Si buscas pelea, la encontrarás. Si quieres saber adónde voy, ven a preguntármelo. Soy príncipe heredero del reino muerto de Trayethell, y no toleraré esta pantomima. ¡Da la cara!
El espía huyó. Acaelus oyó el repiqueteo de la gravilla, se orientó hacia el sonido y salió corriendo tras él. Su Talento dotaba de fuerza a sus músculos. Corrió más deprisa. Desenvainó su espada y dobló una esquina que era demasiado cerrada para la velocidad a la que corría.
Saltó, aprovechó la pared para darse impulso y derribó al espía. El hombre dio varias volteretas y se quedó inmóvil.
Acaelus se le acercó. El menudo espía yacía boca arriba, encapuchado y cubierto por una capa.
En el último segundo, el espía se convulsionó. Dos dagas volaron derechas hacia Acaelus.
Con una velocidad sobrenatural, la espada de Acaelus entró en acción: izquierda, derecha, estocada. Las dagas cayeron a los lados y su hoja se hundió en el corazón del espía antes de que pudiera pensárselo.
…Y no descubrió nada.
Claro que Acaelus nunca se había pensado las cosas dos veces. Jamás dudaría de sus acciones.
No, Acaelus había sido un noble insensato. Su estilo sería un desastre. Rechazado.
Dehvirahaman Bruhmaeziwakazari habría… No, el acechador ymmurí era un astuto cazador, pero jamás habría entrado en una ciudad. Sus faltriqueras de cuero y sus capas de camuflaje habían sido perfectas para sus entornos naturales, pero allí la ropa tenía una importancia distinta. Rechazado.
Rebus Diestro. Esa sí era una vida que podría haber alcanzado cierto éxito allí. Rebus era un ladronzuelo convertido en héroe popular tras hacer que varios cientos de kilos del oro de un rey corrupto llovieran sobre las calles de todos los mercados de la ciudad a la vez. Rebus se habría dirigido a la parte inhóspita de la ciudad. Al lado oeste, a las Madrigueras.
Rebus escogió una ruta sinuosa, como si tomara precauciones para que no lo siguieran pero no fuese consciente de que ya tenía un perseguidor. A los espías siempre les gustaba creerse buenos.
Si el espía era sencillamente el lacayo de algún señor o señora, se pondría nervioso y cejaría en su persecución en cuanto Rebus cruzara el puente de Vanden que llevaba a las Madrigueras. No fue así. Eso significaba que al espía lo enviaba alguien formidable. Rebus abandonó su aparente cautela en cuanto llegó a los suburbios y apretó el paso, lo que siempre acentuaba su cojera.
Sin dejar de renquear, se metió por una callejuela. Dobló a la izquierda, luego a la derecha, después a la izquierda dos veces y siguió una calle tan estrecha que con los brazos extendidos podía tocar las paredes combadas de ambos lados. Después de trescientos pasos sin aberturas, llegó a un callejón sin salida. Maldición. Esos no eran los arrabales de Borami, donde se conocía hasta el último escondrijo. A decir verdad, quizá se hubiese entregado él solo al cazador, en bandeja de plata.
Se dio la vuelta. El espía estaba allí plantado, con un cuchillo largo desenvainado en cada mano. Conque no era un espía sino un asesino. Y dos arqueros con pinta de saber lo que hacían se situaron uno a cada lado de él.
—Rebus «Diestro» —dijo el asesino mientras señalaba con la barbilla el deformado pie derecho de su presa—. ¿Ironía?
—Cuanto más mayor me vuelvo, más odio la ironía. Pero una vez fui joven. Me lo inventé cuando empecé con la magia corporal seria. Alargarte los brazos y las piernas te vuelve torpe de cojones durante una temporada. Tenía la esperanza de que el nombre acabara resultando irónico.
—Supongo que vamos a descubrir si te saliste con la tuya.
Las flechas salieron disparadas perforando la noche.
Más sangre, más muerte y ninguna respuesta.
No, los instintos de Rebus no eran los adecuados. Además, con su ropa elegante, en las Madrigueras lo atracarían antes de que tuviese siquiera la oportunidad de dejarse acorralar por un asesino. Rechazado.
«Pues bien, Gaelan, esos hombres que has sido no te sirven de nada. ¿Qué hará el pequeño granjero metido a héroe de guerra? ¿Quién serás ahora? ¿Quién serás después?»
Gaelan no dejaría que el espía dictara sus acciones. Se había hartado de eso. Ya le daba igual. La verdad era que Gaelan —el Gaelan que se había imaginado al descartar su anterior vida como Tal Drakkan, el Gaelan que había sido durante los últimos veinticinco años— era sencillo y directo. Más parecido a Acaelus. Hasta el final. Ahora ese Gaelan se desprendía gota a gota, como una máscara de cera expuesta al fuego, y no estaba seguro de quién estaba apareciendo. O qué.
Caminó hasta su posada por la ruta más directa. Solo había un buen lugar para que lo atacara un asesino, si de un asesino se trataba. Gaelan lo atravesó; no hubo ataque. Fue derecho a su habitación, llevando una linterna que le entregó el portero de ojos soñolientos. Abrió la puerta de su oscura habitación, entró y apagó la linterna de un soplido.
La luz deslumbrante de la linterna debería haber echado a perder la visión nocturna de cualquier asesino, si es que le estaba esperando en la habitación. Y la repentina oscuridad lo habría dejado ciego.
Pero Gaelan no estaba ciego. Las sombras habían acogido a sus ojos desde que enlazó el ka’kari. No había nadie en la habitación. Los sellos mágicos de las ventanas estaban intactos.
Se acostó, sin haberse enfrentado con nadie ni haber matado a nadie. Había sido la decisión correcta. La paciencia era una lección que la inmortalidad debería haberle enseñado hacía mucho.
«La sabiduría es aburrida.»
—Eres la mejor con la que he estado —dijo Gaelan, tras su cuarta ronda de sexo.
—Me lo dicen a menudo —replicó Gwinvere. Con picardía, pero manteniendo la distancia y el profesionalismo. Estaban acostados en el dormitorio de ella, desnudos, con la cabeza de Gwinvere sobre el pecho de Gaelan.
«No hombres que tienen 680 años.»
Le pellizcó el pezón a modo de castigo. Gwinvere se rió y él la imitó.
—Me han seguido hasta aquí —dijo Galean—. ¿Alguien tuyo?
Medio segundo de vacilación, un poco de tensión en su cuerpo contra él. Un sí. Pero no intentó mentir.
—También te siguió anoche. Quería ver si informarías a alguien de que estaba intentando contratarte.
—Ajá. Así que lo que quieres que haga constituye traición. Y lo único que sabes es que no tengo que informar a diario; a lo mejor mis jefes me dan margen de actuación. —De modo que había hecho lo correcto. Matar a un servidor de los Nueve no habría sido el mejor principio en una nueva ciudad.
Gwinvere dibujó ociosamente en su pecho, sopesando sus palabras. Al final, dijo:
—Eres un riesgo que voy a correr. ¿Has oído hablar de los ejecutores?
—¿Asesinos que usan magia?
—Solo hay una cantidad reducida de ellos en cualquier momento dado. Nadie sabe cuántos. Pero todos hacen un juramento de lealtad al shinga que es mágicamente vinculante. No pueden hacerle daño ni aceptar contratos sin su aprobación. Ahora mismo, solo hay cinco ejecutores. Quiero que mates a cuatro de ellos.
—¿Y el quinto?
—Te adiestrará. Era el hombre que te siguió anoche y hoy. Ben Wrable.
—¿Wrable Cicatrices? —Gaelan había oído el nombre, pero poco más.
—Tiene unas pocas… peculiaridades.
Solo había un motivo para librarse de todos los asesinos del shinga si uno era ya de los Nueve.
—¿Y después de matar a esos ejecutores? ¿Quieres que mate a los Nueve también? ¿Al shinga?
Gwinvere se incorporó. A pesar de estar saciado, él no pudo evitar mirarla, primero su cuerpo y luego sus ojos.
—No —respondió ella—. Me ocuparé de ellos de otras maneras.
—O sea que te haces shinga y yo me convierto en un ejecutor que no te ha prestado juramento de obediencia. Después de usarme, ¿no me encontrarás demasiado peligroso para andar suelto?
Una pausa.
—Piensas claro, Gaelan Fuego de Estrella. Eso me gusta. La mayoría de los hombres habrían expresado cierta indignación ante la idea de que les pidieran matar. O alguna duda sobre la posibilidad de que una mujer dirigiese el Sa’kagé.
«He conocido a Irenaea Blochwei y a Ihel Nooran. No tengo dudas.»
—¿Y bien? —preguntó en lugar de expresar lo que pensaba.
—Comprobarás mi historia, por supuesto. Verás cómo he tratado a las prostitutas que se jubilan. Descubrirás cómo he tratado a los rivales que acababan trabajando para mí. Verás el lugar que ocupan la malicia y la venganza en mi manera de dirigir.
—Cuéntame. —También lo comprobaría, por supuesto, pero le apetecía oírlo de labios de la propia mujer.
—Venganza solo cuando mi poder está en entredicho. No por satisfacción personal. No tiro las herramientas a la ligera. Sobre todo las afiladas. Si te mando a por los ejecutores y los matas a todos, y aprendes los secretos del quinto, ¿cómo podría amenazarte? Preferiría conservarte.
—¿De mascota?
—De aliado. De amante… en la medida en que no te entrometas en mi trabajo o con quién me acuesto.
—¿No me pedirás nunca que preste el juramento mágico?
—No creo que vaya a necesitarlo. —Sonrió. Bella.
—Eso no es lo que he preguntado —señaló Gaelan.
Ella sonrió aún más, complacida de encontrar a alguien a su altura.
—No te pediré ni te obligaré nunca a que prestes juramento alguno de obediencia.
—De modo que, si hago lo que me pides, ¿qué piensas darme? Aparte de montones de dinero y el mejor sexo de mi vida, que doy por sentado.
Gwinvere volvió a sonreír y luego dijo:
—Una red de espías que encontrarán al hombre al que andas buscando.
Un puño de piedra se cerró en torno al pecho de Gaelan. Un largo momento. No podía respirar.
—Muy bien —dijo por fin—. Siempre que todo sea como has dicho. Haré unas averiguaciones y puedes encargarle al tal Wrable Cicatrices que vaya a verme a mi posada mañana por la noche.
Gwinvere sonrió y le pasó los dedos por las líneas de sus abdominales. Inferiores.
—¿Una vez más? —preguntó.
Wrable Cicatrices era un hombre desgarbado de ascendencia friakí. Con las mejillas redondas, la piel cetrina, el pelo como una gavilla de trigo negro y los músculos largos y esbeltos de un practicante de artes marciales. Estaba sentado en la cama de Gaelan, en su habitación cerrada a cal y canto. Los sellos de la puerta seguían intactos y, si había forzado la cerradura, no se notaba. Orgullo profesional.
—¿Ben Wrable? —preguntó Gaelan. Sus pesquisas habían confirmado la historia de Gwinvere, como se esperaba. Era una fiera cuando le buscaban las cosquillas, pero magnánima cuando podía. Generosa con los mejores o con quienes ella sospechaba que podían ser los mejores. Nunca había sido de las que destruyen lo que de otra manera podría servir. Le gustaban los niños.
Ben se levantó y dos dagas aparecieron de la nada, volando, con las empuñaduras por delante.
Gaelan las cazó al vuelo, sin pensar.
Ben sonrió con expresión temeraria.
—Los Ángeles de la Noche te favorecen —dijo.
—¿Los Ángeles de la Noche? —preguntó Gaelan. Se le cayó el ánimo a los pies. El ejecutor abrió la ventana, forzando los sellos mágicos que Gaelan había colocado, y dijo:
—Vamos, nos espera el Camino del Diablo. Sígueme lo mejor que puedas. Primera prueba.
—Sigo sin entender qué tiene que ver esto con los ka’kari —dice el pequeño pelirrojo Yvor Vas. Es miembro de una organización secreta llamada la Sociedad del Segundo Sol. Su propósito teórico es estudiar los ka’kari. En realidad, estudian la inmortalidad, que creen que los ka’kari proporcionan. Son una organización poco cohesionada, sin embargo, porque por mucho que ellos esperen lo contrario, la inmortalidad que conceden los ka’kari no puede compartirse, y muchos lo sospechan.
—Los ka’kari son lo que me trajeron a Cenaria de buen principio —digo.
—¿Porque buscabas uno? ¿O porque el que ya tienes te dijo que vinieras?
Apuré otra jarra. Desde que enlacé el ka’kari, me cuesta horrores emborracharme.
No era la primera vez que Gaelan recorría los tejados de una ciudad: tanto Rebus Diestro como Dav Huidizo habían mantenido relaciones tempestuosas con la ley. Pero ambos hombres habían vivido en ciudades con materiales de construcción más estables. Una cosa era saltar de un tejado de adobe y cañas a otro, y otra muy distinta saltar de pizarra y bambú a paja y terracota quebradiza. Cenaria alimentaba o minaba muy pocos de sus recursos, de modo que los constructores usaban todo aquello de lo que podían echar mano.
En las ciudades en las que podía confiarse en dónde se ponía el pie, uno podía moverse más deprisa y dar saltos más largos. Allí, Gaelan y Ben Wrable se desplazaban a la carrera y poco más, con saltos y aterrizajes ligeros.
Gaelan cayó en una sección de terracota que se deshizo bajo sus pies, rodó y siguió corriendo.
—¡Bien! —exclamó Ben desde un tejado lejano—. Aprobado. ¡Segunda prueba!
Cruzó los brazos sobre su pecho y saltó del tejado picudo sobre el que estaba.
Gaelan salvó de un salto la distancia que lo separaba del tejado y corrió hasta el lugar en que había desaparecido el ejecutor. No encontró nada. Viento. Llovizna. Escudriñó la oscuridad, con los músculos tensos. Pero ni siquiera su vista prodigiosa lo ayudó.
—Aquí —susurró una voz.
Gaelan giró sobre sus talones, sacando las dagas a la vez que se agachaba. No había nada en el punto del que procedía el sonido.
Algo le golpeó en la parte de atrás de la rodilla y le levantó los pies del suelo. Cayó dando tumbos por el empinado alero. Las dagas salieron volando mientras sus dedos buscaban un agarradero en las tejas de pizarra.
Cayó del tejado. Agitó las manos con la esperanza de encontrar un canalón, alguna clase de borde. Nada. Solo había un puñado de gárgolas decorativas con forma de perro. Estiró el brazo. Falló.
Unas manos fantasmales hechas de pura magia saltaron más allá de sus dedos y aferraron la gárgola. Tiró con tanta fuerza que la arrancó de cuajo… y se impulsó hacia arriba y de vuelta al tejado.
Aterrizó en posición de combate, al estilo plangano, casi ridículamente bajo, pero útil, dada la inclinación del tejado en caso de que tuviera que usar las manos.
Pero Ben Wrable estaba de pie con los brazos cruzados, riendo entre dientes.
—Parece que todavía no lo sabes todo, espadachín.
—Sabes proyectar la voz —dijo Gaelan.
Ben sonrió.
—No volverás a pillarme con ese truco —juró Gaelan.
Ben caminó hasta el borde y miró hacia abajo, donde la gárgola se había despedazado contra el suelo. Se había congregado una multitud alarmada, que miraba hacia arriba.
—Ya basta de entretener a los lugareños.
—¿Dónde aprendiste ese estilo? —preguntó Gaelan mientras practicaban la noche siguiente. Las maniobras de Ben Wrable con el bastón le recordaban a Peerson Jules, uno de los últimos maestres de los Lae’knaught que no había estado loco. De eso hacía doscientos años.
—Me lo inventé —respondió Ben—. Mi maestro solo usaba armas de filo. —Agarró un par de sais de la pared y poco a poco se esfumó. Abrazar las sombras, lo llamaba.
Bajo una luz brillante, el truco lo reducía a una mancha como de tinta negra del tamaño de un hombre —nada que ver con la invisibilidad, nada que ver con lo que Gaelan podía lograr con la ayuda de su ka’kari—, pero en una noche oscura daba el pego de sobra.
También podía silenciar sus pasos.
Entrenaron con todas las armas imaginables. Ben era rápido y Gaelan aprendía deprisa. Era evidente que Ben estaba impresionado con el guerrero, aunque este intentó esconder varias de sus habilidades más impresionantes. Ben también mencionó otras artes de ejecutor que él en particular no practicaba y le regaló un tomo enorme sobre venenos.
—Mi maestro tuvo, digamos, un accidente antes de que pudiera enseñarme la mayor parte de esto, y leer no es lo mío.
—Es muy generoso por tu parte.
—No te preocupes. Se lo cobraré a Gwinvere.
Ah. Ben no sabía leer las anotaciones en código, de modo que el libro no valía nada para él, pero no era la clase de artículo que pudiera venderse en el mercado negro. ¿Quién iba a comprarlo? Si alguien lo hacía, podría convertirse en tu enemigo. Mucho mejor cobrar a una amiga el precio completo y convertirlo en problema de ella. Muy inteligente.
Ben no le fue de mucha ayuda con los disfraces, sin embargo, porque decía que con sus cicatrices nunca pasaría por nadie que no fuera él mismo.
Observó cómo Gaelan tiraba con arco y acertaba en el centro de la diana diez veces seguidas a cien pasos de distancia —Gaelan era famoso por su puntería, y con justicia— y dijo:
—Parece que eso no hará falta que lo cubramos.
Por el contrario, Gaelan no pudo dominar el arte de proyectar la voz. Ben era capaz de imitar voces a la perfección; Gaelan estaba seguro de que ese don estaba emparentado con las variedades más masivas de magia corporal que él mismo practicaba.
Lo justo hubiera sido enseñar a Ben unos cuantos de sus truquillos pero, por bien que le cayera, el tipo era un asesino despiadado. Gaelan no pensaba enseñar esas habilidades a un ejecutor.
Un buen día, a las dos semanas de conocerse, estaban luchando hoz contra lanza con cadena. Llevaban diez horas trabajando y sudaban copiosamente por culpa del fuego que mantenían encendido en la sala para recargar sus Talentos. Ben se quitó la túnica y Gaelan vio el resto de sus cicatrices por primera vez.
Los friakíes eran mucho más propensos a desarrollar cicatrices por queloides que los habitantes del resto de las naciones: sus cuerpos hacían crecer las cicatrices hacia fuera y les conferían una apariencia prominente. Ben Wrable estaba cubierto, del cuello a la punta de los dedos, de cicatrices de queloides autoinfligidas.
—Era hijo de un gorathi. Un príncipe, por así decirlo. Me secuestraron de pequeño y me alejaron de mi clan. Un gran insulto para mi padre. En Friaku, un hijo es la fuerza de su padre. Me trajeron aquí y me vendieron para los Juegos Mortales, en los que destaqué. Cuando gané mi libertad, volví a Friaku, pero mi clan había sido masacrado hacía mucho. Nadie conocía sus nombres. Por lo que yo sé, los tratantes de esclavos mintieron y soy solo el hijo de un campesino. Nunca lo sabré.
Los friakíes tenían el tabú de no hablar de los muertos. Ben podría haber hablado con su propio tío y, si no había abordado el tema del modo correcto, este habría negado saber nada. Como no se crió allí, Ben no podía saberlo.
—¿Qué significa esa? —preguntó Gaelan. La mayoría de las cicatrices parecían un galimatías. Dibujos entremezclados con supuestas inscripciones friakíes. En el centro del pecho, sin embargo, había trazado un gran círculo, partido en dos por una única línea que le bajaba recta por el esternón. Los cortes de esa cicatriz indicaban que los había repetido muchas veces.
—Tenía un collar, hecho con dos clavos de herradura de hierro. Me lo quitaron cuando vine a adiestrarme para los Juegos Mortales. Lo copié en mis carnes para no olvidarme nunca. Nadie con quien hablé en Friaku lo había visto nunca. ¿A ti te suena?
—No —mintió Gaelan. Ben Wrable era un hombre arrancado de un hogar que nunca conocería. Un hombre al que habían destruido cuando aún era un niño. Un hombre que intentaba agarrarse a un pequeño detalle y que se veía arrastrado casi hasta la locura para aferrarse a su identidad friakí, porque si algo tenía claro era que no pertenecía a ninguna otra parte.
Además, los referentes cambian, sobre todo los de los símbolos universales como las líneas y los círculos. Y hacía mucho que Gaelan no vivía en Friaku.
Pero la verdad era que no tenía valor para contarle a Ben lo que significaba de verdad.
No hay heroísmo.
No hay justicia.
No hay cielo.
Gaelan no iba vestido de negro. No era de noche. Llevaba una sencilla túnica azul de artesano y un gran sombrero gastado, y tenía la capa doblada sobre el regazo. Se encontraba sentado en el pedestal en ruinas de una vieja estatua —derrumbada hacía mucho— y comía una hogaza de pan que acompañaba con un embutido del que iba cortando rodajas. El sol se estaba poniendo, y ese mercado de las Madrigueras que colindaba con el río Plith empezaba a cerrar hasta el día siguiente. Unos cuantos puestos permanecerían abiertos durante una hora o así, porque vendían comida caliente a quienes volvían a casa, pero las tiendas flotantes que llegaban, amarraban y vendían sus artículos ya estaban zarpando, pues no querían pasar la noche a orillas de la delincuencia galopante de las Madrigueras.
Había gente, pero sin estar abarrotado. Gaelan vio que su objetivo entraba en el mercado desde el extremo opuesto. Era un hombre sencillo, que podría haber sido a su vez un artesano. Pero el dibujo de Gwinvere había sido muy bueno. Era el ejecutor, Nils Skelling. Tenía fama de ser el mejor hombre vivo con el hacha, a pesar de su corta talla. Gran escalador, nadador sin miedo, excelente en el combate sin armas, se decía que había matado a quince lanceros Lae’knaught con las manos desnudas. Nils, del que también se decía que tenía un gran sentido del humor, caminaba por el borde del embarcadero. Allí tendía a haber menos transeúntes porque, a veces, cuando se producía un aluvión repentino de gente, quienes estaban al límite podían acabar empujados al agua que recibía toda la porquería de las alcantarillas.
A un ejecutor no le preocupaban esas cosas.
No hay sexto sentido.
No hay otro infierno que la vida, y la muerte es peor.
Gaelan tosió unas cuantas veces, se dio un golpe en el pecho y arrancó a caminar, sin dejar de comer, cortando un trozo de embutido. Entre la masa de personas que curioseaban, resollaban y sorbían por la nariz, resultaba prácticamente invisible.
El ejecutor pasó entre Gaelan y el agua. En sus ojos, Gaelan vio asesinato. Era suficiente. Le clavó el cuchillo con fuerza en el riñón. Un golpe letal, y tan doloroso que no se podía ni gritar. En un instante, con la mano que escondía bajo su capa doblada, Gaelan enganchó un plomo al cinturón del ejecutor y, con una mano hecha de magia, lo impulsó con suavidad hacia el agua.
Sin dejar de caminar con decisión para alejarse de él, Gaelan fingió otro ruidoso acceso de tos para atraer la atención mientras el ejecutor caía de rodillas y se deslizaba por el embarcadero hasta el agua. El leve chapoteo que provocó al hundirse quedó cubierto por los tosidos. Los pesos arrastraron el cuerpo a las profundidades. Ya estaba hecho.
No hay gloria.
No hay luz.
Solo hay victoria.
—Cuando empieces a matar, no me lo digas —le avisó Ben Wrable—. Sigo atado por mi juramento al shinga. Si sé de una amenaza directa, tendré que informarle. ¿Lo entiendes? No es «Tendré que hacerlo porque soy un hombre de palabra»; se trata de una compulsión mágica.
Ben Wrable, que era muy listo, conocía con exactitud los límites de su compulsión, y con Gaelan los estaba tensando.
—Si el shinga lo ordena, tendré que matarte, Gaelan. De modo que tienes que cumplir tu encargo antes de que se enteren siquiera. No te lo habré enseñado todo pero, si tienes éxito, puedo enseñarte el resto a nuestro aire. Doy parte al shinga dentro de dos semanas. No siempre se acuerda, pero si me pregunta y yo sé de alguna amenaza contra él, tendré que responder con sinceridad.
—Me parece bien. —Dos semanas. De modo que el reloj de agua iba avanzando. Bien. A Gaelan le gustaba notar la presión de la urgencia. Hacía demasiado tiempo.
Como la mayoría de los ejecutores, Polus Merit adoraba a Nysos, el dios de la sangre, el semen y el vino. Ya estaba medio borracho cuando Gaelan topó con él en el burdel. Era un hombre corpulento, más gordo de lo que cabría esperar en un ejecutor. Pero claro, su especialidad eran los venenos. Y los mandobles.
Otro producto de los Juegos Mortales. Era un farmacéutico que se había endeudado demasiado con las personas equivocadas y se había visto obligado a venderse como esclavo, junto con su mujer y sus hijos. Ellos no habían sobrevivido; Gaelan no sabía más que eso, ni quería saberlo. Cuando Polus se vio empujado a los Juegos Mortales, nadie pensó que duraría un día. Pero él se empeñó con ganas. Ahora tenía cuarenta y cinco años y estaba calvo y barrigón. Seguía siendo poderoso bajo la grasa, y tenía un Talento descomunal.
Echó un largo trago de tinto sethí y miró a Gaelan, que también se hallaba en la barra, pero más alejado.
—Tienes pinta de ser peligroso —dijo Polus.
—Déjame en paz. No eres mi tipo —replicó Gaelan. Le había visto los ojos; contenían culpa de asesino. Era suficiente.
Polus se desplazó a un taburete más cercano a Gaelan.
—¿Sabes que a veces vienen otros dones junto con el Talento?
—Oye, que te den por culo.
—Soy un poco profeta. No lo bastante para que me sea útil, ya sabes. Solo vistazos. Mi mujer muerta, cosas así, para mantenerme en vela por la noche. Tuve la visión de que me matarían cuarenta hombres, todos a la vez. Raro, ¿eh? Pero ahora que estás aquí, veo que eres todos ellos. Durzo Blint.
«¿Qué?» Ese no era un nombre que Gaelan hubiera tenido nunca. Ni siquiera lo había oído.
Polus Merit soltó una risilla suave y ebria.
—No creo que pueda impedírtelo. Ya sabes, está escrito y tal. —Sonrió—. Hay peores momentos para morir, supongo. Esta noche trabajaba mi chica favorita. Me ha dejado contento. Este vino podría haber sido mejor, pero qué se le va a hacer. —Polus se encogió de hombros, sacó su faltriquera con el dinero, la dejó en la barra y le hizo una seña a la camarera, una mujer con un vestido escotado—. Ocúpate de que todo esto llegue a Anesha, ¿vale?
—¿Estás borracho, Polus? —preguntó la camarera.
Él le sonrió. Sacudió la cabeza.
Cuando la chica se fue, Polus se volvió hacia Gaelan.
—No te pido que sea justo. Los dioses saben que no me lo merezco. Pero agradecería que fueses rápido.
Gaelan lo miró como si estuviera loco, pero se sentía hipnotizado. Un talento profético. Si el hombre empezaba a anunciar a los cuatro vientos todo lo que veía, podía buscarle la ruina inmediata a Gaelan. Cuarenta hombres en uno. ¿Quién podía ser sino un inmortal?
—Voy a dar un paseo —dijo Polus—. Por la orilla del río. —Se levantó.
Después de que se fuera, Gaelan salió a toda prisa por atrás, por si Polus pensaba tenderle una emboscada en alguna de las dos entradas. El tipo no estaba allí. Gaelan se encaramó a los tejados, saltando de una pared a otra. Encordó el arco y comprobó sus flechas.
Fiel a su palabra, Polus Merit caminaba despacio, ni a dos manzanas de distancia, por la orilla del Plith. Un tramo tranquilo, donde resultaría fácil deshacerse del cuerpo. A cien pasos.
—Esto no es digno de ti. Tú no eres así, Acaelus.
«Ahora sí.» Exhalar medio aliento, la plácida quietud previa al asesinato.
Soltó la flecha. Disparo perfecto, base del cráneo. Muerte instantánea. Polus se desplomó.
Cuando fue a tirar el cuerpo rodando al río, Gaelan encontró una nota en la mano de su víctima. Solo contenía una palabra: «Gracias».
Hacía casi siete siglos, hubo una conflagración mágica en la Caída de Trayethell, la batalla del Túmulo Negro. Tanta magia que ocultó el cielo y desgarró la tierra. Tanta magia que se vio a casi mil kilómetros de distancia y se sintió al otro lado de los océanos.
Se decía que en ese último día, después de perder a sus amigos, su mujer, la batalla y la esperanza, el emperador Jorsin Alkestes cogió los dos mayores artefactos mágicos jamás construidos o hallados. Fue el primer y único hombre que los sostuvo ambos a la vez. Con ellos, sus habilidades mágicas, ya legendarias, se vieron multiplicadas por mil. Tomó todo el poder de Iures y Curoch… y este lo mató.
Pero no lo mató a él solo.
—¿Qué sabes de los ka’kari? —le pregunto a Yvor Vas mientras apuro mi cuarta cerveza.
—Sé de ellos —responde el idiota pecoso—. Si no, ¿por qué iba a estar hablando contigo? Y tú sabes todo lo que hay que saber sobre ellos, de modo que ¿por qué lo preguntas?
—Sé lo que sé. Lo que no sé es lo que tú crees que sabes. Y si vuelves a usar ese tono, lo recogerás del suelo.
—¿Qué tono? —pregunta Yvor, petulante.
Mi puño le cruza la mandíbula. Sale volando del taburete y aterriza en el suelo cuan largo es. Muy satisfactorio.
—Ese tono —digo.
—¡Me has roto un puto diente! —protesta el chico. Le sangran los labios.
—Mis nudillos, en cambio, están inmaculados. Qué raro.
Una furia abrasadora y apenas contenida le enciende los ojos. El chico se levanta y tarda un momento en dominar su ira. Observo sus ojos con atención. Al final, dice:
—Había seis ka’kari. Uno para cada uno de los Campeones de la Luz del emperador Jorsin Alkestes. Los creó el archimago de Jorsin, Ezra, durante la batalla del Túmulo Negro. La Sociedad del Segundo Sol cree que confieren la inmortalidad: todavía es posible matar a los portadores de los ka’kari pero, si nadie os mata, vivís para siempre. Puede que no para siempre, pero por lo menos setecientos años, que a mí ya me parece casi lo mismo. La mayoría de los miembros de la Sociedad cree que tú fuiste originariamente Shrad Marden, portador del ka’kari azul, amigo de Jorsin Alkestes.
«¿Amigo? ¿Tenías amigos, Jorsin? Yo creía que lo era, pero ahora no estoy tan seguro.»
—¿Y tú? ¿Tú qué crees?
—Creo que eras y eres Eric Daadrul, portador del ka’kari plateado. Invulnerable a las espadas y capaz de formarlas en tus manos con tan solo pensarlo.
—Empieza a correr el rumor de que Polus Merit podría estar muerto —dijo Gwinvere Kirena—. Se dice que le dejó una fortuna a una de mis chicas. —Estaban en una de sus casas, en una biblioteca pequeña pero bien surtida. Gwinvere llevaba un vestido informal azul que aun así lograba acentuar sus curvas.
—¿Puedes acallarlo? —preguntó Gaelan.
—Es la clase de situación que puede empeorar si intentas aplastarla. Los ejecutores a menudo desaparecen durante semanas seguidas. A veces dejan dinero a su chica de alquiler favorita por si no vuelven. Todavía no significa nada. No conozco a la muchacha lo bastante bien para estar segura por completo de lo que hará si la presiono. Conque diría que tenemos cuatro noches.
—¿Quién es el siguiente? —preguntó Gaelan.
—Saron y Jade Marion.
—¿Dos de golpe? ¿Hermanos?
—Marido y mujer. Algo más que un poco locos.
—Cualquiera que escoja este trabajo tiene que estar loco —dijo Gaelan.
—Tienen un hijo de siete años.
—O sea que dejaré un huérfano. Estupendo.
—Ya le están enseñando el oficio. Locos.
—Ya, ¿me dirás que le hago un favor? —preguntó Gaelan.
—En esta vida, hay quien está acabado incluso antes de empezar, Gaelan.
—Te ocuparás de él.
Ella alzó las cejas. «¿Antes estabas preocupado por él y ahora quieres que lo mate?»
—Me refiero a que lo mantendrás —aclaró Gaelan—. No vas a dejarlo en la calle. Tendrá una oportunidad. Por pequeña que sea.
—Hecho —dijo Gwinvere.
Estaban pegando al chico cuando llegó Gaelan, que aterrizó en el tejado de un vecino. Supuso que eso tendría que haberlo hecho más fácil. La casa de los Marion, de bambú y papel de arroz con un picudo tejado de pizarra, se encontraba en una zona bastante buena del lado sudeste de la ciudad. La casa en sí era pequeña, pero tenía un gran patio, rodeado por una valla alta para que el vecindario no los viera entrenar.
Tanta despreocupación parecía extraña en dos ejecutores, pero Gaelan supuso que, si tenías un hijo, era difícil moverse a hurtadillas de una casa segura a otra. Y cualquier ladrón que entrase por accidente pronto desearía no haberlo hecho. Además, si alguien sabía que atacaba a dos ejecutores y decidía seguir adelante de todas formas, con toda probabilidad era lo bastante poderoso para encontrarlos en cualquier caso.
Aun así. Raro.
Y era la madre la que pegaba.
—¡Más deprisa, Hubert! Patético. Me das asco. —El chico estaba aovillado en el suelo y ella le daba puñetazos, colando el puño entre sus bloqueos, eficaz, seca, despiadada.
«¿Me servirás en esto?»
—¿Qué vas a hacer, Acaelus?
«O me sirves o me abandonas, corazón negro. Allá voy.»
Gaelan saltó del tejado. Había un buen motivo táctico para ello —sin duda había trampas en la valla, sobre el tejado de los ejecutores y en sus puertas—, pero la verdad era que solo quería acabar con aquello lo antes posible.
El problema de saltar es que no puedes cambiar de trayectoria en el aire. Jade gritó algo justo antes de que Gaelan descendiera. Llevaba la espada desenvainada y orientada de lleno hacia la espalda de Saron, apuntando al corazón.
Pero Saron saltó al instante, y usó su Talento para hacerlo.
La espada de Gaelan se clavó lo bastante hondo para quedarse enganchada y escapársele de las manos por la fuerza del salto de su objetivo.
Gaelan llegó al suelo desequilibrado y rodó, para después ponerse en pie de un salto y lanzar un par de cuchillos hacia Jade.
Ella se quedó inmóvil, al parecer desconcertada por su aparición.
Los cuchillos la atravesaron, y Jade… reventó como una pompa de jabón.
«¡Un espejismo!» Por supuesto, Jade era una maestra de las ilusiones.
Se oyó un portazo. La puerta de atrás de la casa. Jade ya había escapado.
El chico se había puesto en pie. Miraba a Gaelan con los ojos desorbitados.
—Lo siento, chaval —dijo Gaelan—. No tiene nada que ver contigo. —Saltó por encima de la valla al patio del vecino, mucho más pequeño; aproximadamente donde creía que habría aterrizado Saron.
Lo encontró en el patio, erguido sobre unas piernas temblorosas y apoyado en un arbolito. La espada de Gaelan le había entrado por la espalda y le había salido por debajo del ombligo. La fuerza del salto había tirado de ella hacia abajo, pero no había llegado a rajarle toda la pelvis, de modo que la hoja le asomaba por la bragueta, apuntando hacia abajo. De la punta goteaba sangre como si fuera el chorrillo de pis de un pene.
—No la conseguirás —dijo Saron.
—¿Qué? —preguntó Gaelan, por seguirle el juego.
—La piedra roja. El rubí de fuego.
«¿El ka’kari rojo? ¿Qué cojones…?»
—Estás muriéndote —dijo Gaelan—. Si no pruebas suerte pronto, no te quedarán fuerzas.
Saron cambió de postura y un chorro de sangre y cosas peores manó desde su entrepierna hasta el suelo. Se le cayó un cuchillo de los dedos insensibilizados.
—Demasiado tarde. Maldito seas —gruñó, el rostro contorsionado de dolor.
—¿Cuánto te quiere ella? —preguntó Gaelan con voz queda.
—¿Qué? —Los ojos de Saron de repente delataron una pizca de miedo real.
Gaelan bajó la voz aún más.
—Quiero saber si voy a tener que perseguir a Jade o si volverá si me quedo aquí hablando contigo durante el tiempo suficiente.
—Eres despreciable, Gaelan.
«No te esfuerces.»
—¡Te mataré! —gritó Saron.
Alzando la voz. Sin duda para enmascarar que se acercaba…
Gaelan se hizo a un lado.
Una lanza rasgó el aire donde había estado un segundo antes. Craso error. Jade debería haber atacado con proyectiles. La mujer acometió de nuevo mientras él se le acercaba. El filo le cortó la túnica al pasar entre su torso y su brazo.
Gaelan atrapó con el interior del codo el asta de la lanza y lo retorció, mientras bajaba la otra mano y lo partía por debajo de la punta antes de que Jade pudiera recuperar el arma.
Había que reconocerle el mérito. La emoción la había superado por un momento —el deseo de matarlo de inmediato para poder atender a su marido moribundo—, pero ahora estaba tranquila. Atacó de nuevo al instante con el arma rota, usándola a modo de bastón, sin arredrarse.
Desarmado, Gaelan la esquivó y se situó detrás del arbolito en el que se apoyaba Saron mientras agonizaba. El golpe sacudió el árbol entero y arrancó un gemido al moribundo.
Jade acometió con la punta, casi rozando a Saron. Una vez, dos. Gaelan esquivó, esquivó y luego bloqueó el golpe y, al absorber el impacto, la lanzó hacia atrás. Entonces arrancó la espada de la espalda del marido.
Jade era rubia, de ojos verdes, muy apropiados, dura y delgada. Una belleza fibrosa.
Empezó a hacer girar el bastón en círculos grandes y rápidos, mientras trazaba un círculo alrededor de Gaelan en dirección contraria. Saron volvía a gemir. Había caído al suelo y se apoyaba como un fardo contra el pequeño árbol.
Jade no hacía ademán alguno de atacar. Su cara, una máscara de intensidad; la postura, baja; el bastón, girando.
Gaelan habría picado si no tuviera tan buena vista, ayudada por el ka’kari. Pero la figura de Jade presentaba una ligera reverberación. Y ese bastón giratorio no hacía ruido al cortar el aire.
Gaelan se agachó al máximo, giró sobre sus talones y atacó hacia detrás de él, trazando un arco resplandeciente con su espada… que desvió una hoja oscurecida cuando la Jade real, camuflada en las sombras, lo atacó por la espalda.
La respuesta rápida como el rayo de Gaelan le atravesó medio cuello. Jade cayó al instante. Su espada le había seccionado la columna. Un chorro de sangre arterial le salpicó la cara al retirar la hoja. Las sombras en las que Jade había envuelto su cuerpo se disiparon y desaparecieron.
La Jade ilusoria —su distracción, su doble— siguió dando vueltas mientras hacía girar el bastón fantasmal. Jade la había disociado de sí cuando Gaelan había vuelto la cabeza para recuperar su espada. Después se había cubierto con un manto de sombras y lo había rodeado por el lado opuesto. Muy lista.
La Jade ilusoria siguió su órbita hasta llegar a Gaelan, concentrada en hacer girar su bastón.
A su contacto, la ilusión se deshizo.
Cuando Gaelan se volvió de nuevo, Jade estaba muerta. Sus ilusiones la habían sobrevivido.
«¿No somos tan diferentes, verdad?»
El hijo pequeño de los Marion, Hubert, llegó corriendo al patio con una pequeña ballesta de tamaño infantil en las manos, al grito de:
—¡Papá! ¡Papaaá!
A menos de diez pasos de distancia, envuelto en sombras, arropado en los brazos de la noche, Gaelan observaba. Con una mano se frotaba las sienes.
—¡Madre! ¡Madre! —El chico, el huérfano, corrió hacia su cadáver.
Oscuridad.
Gwinvere guió a Gaelan hasta la palangana y le lavó la sangre de las manos. Él sabía que debía salir de su ensimismamiento, pero estaba insensible, entumecido, atontado. Muerto.
Jade, pelo rubio manchado como un halo negro en torno a su cabeza y el cuello cortado en un pronunciado ángulo ascendente, de la clavícula a la barbilla.
Jerissa, pequeña cenaria de ojos marrones y expresión impasible, que nunca volvería a enseñar su extravagante sonrisa, con el vestido apelmazado por la sangre de una única estocada a su corazón.
Ysel, angélica cara redonda de ymmurí, el pecho aplastado, todas las costillas partidas.
Lithel, rizado pelo ladeshiano recogido en muchas trencillas, los ojos abiertos embetunados por el golpe que le había aplastado la nuca.
Direla, de fina y morena piel sethí, la nariz patricia, el pelo azabache. La violencia que la había matado no había dejado muchas marcas, por lo menos en su cara.
Fayima, con las facciones tan destrozadas que no habría podido reconocer a la joven princesa de no ser por el pequeño lunar que tenía en un lado del cuello.
Ahnuwk, rubia platino. Aelin, la bailarina del fuego. Kir, duquesa exiliada y metida a pirata.
Y la lista seguía. Una lista de mujeres, jóvenes y viejas. Sus mujeres y amantes a lo largo de los siglos. Todas muertas. Todas muertas por su culpa. De una manera u otra.
Se volvió y vio una línea de niños muertos. Sus hijos. Sus muertos. Su culpa.
Gwinvere le quitó la túnica pasándosela por encima de la cabeza como si fuera un crío. Estaba plantado ante una humeante bañera de agua. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo llevaban allí.
—Has llegado muy lejos, Tal Drakkan, ¿o ahora es Gaelan Fuego de Estrella? Cuesta mucho huir del pasado, ¿eh? —El hombre estaba sentado a grupas de su corcel azabache. Un gallito pagado de sí mismo. Era la clase de hombre que lleva escrito que se la va a pegar, pero aún tardará algún tiempo.
Gaelan esbozó una mueca, pero no dijo nada y siguió caminando hacia casa.
—Eres un duque, no un granjero. Esto es indigno de ti. ¡Eres un guerrero! Quiero que luches para mí, Gaelan Fuego de Estrella —dijo el barón Rikku—, y no aceptaré un «no» por respuesta.
—Vaya si lo aceptarás.
Gaelan estaba trabajando en el campo, reparando su cerca después del temblor de tierra del invierno, apilando las piedras grandes planas en su sitio mientras los corpulentos y peludos aurochs lo contemplaban burlones.
—Claro —le dijo al grande, al que llamaba Oren—. Haz como si no fueras a intentar saltarla en cuanto me dé la vuelta.
Gaelan vio uno de los peñascos que se había desprendido y se había alejado rodando. Miró a derecha e izquierda para comprobar si alguno de sus vecinos granjeros estaba a la vista. Ya les intrigaba que pudiera ocuparse él solo de tanto trabajo pesado.
Nadie.
Agarró la roca y, con un golpe de Talento, la levantó y la colocó otra vez en su sitio.
—No está mal, ¿eh? —dijo, dando unas palmadas para limpiarse las manos de tierra y barro.
Oren no parecía impresionado.
A Gaelan le gustaba ser granjero. El suficiente trabajo físico para mantenerlo en forma sin el uso de magia corporal. La imposición de orden al caos de la naturaleza. Las líneas rectas del arado. La sencillez de sus vecinos, que no le pedían nada salvo que echara una mano de vez en cuando para levantar un granero.
Reparó casi cinco kilómetros de cerca antes del anochecer, y volvió a casa sucio, sudoroso y contento.
Al llegar, en el gran roble de la entrada, encontró a su hija y su mujer embarazada. Ahorcadas.
Cayó de rodillas. Gritó.
—Seraene. Alinaea. —Los nombres salieron entre sollozos.
—Chis. Chis.
Gwinvere lo sostenía en su cama, envolviéndolo con los brazos, protectora. Le acariciaba el pelo por encima de las sienes.
Cuando despertó por la mañana, Gwinvere ya estaba levantada. Lo miró con lo que él hubiese jurado que era deseo real en los ojos.
—Tómame —dijo—. Después volverás a sentirte tú mismo.
La verdad era que ya se sentía mejor. Había dormido los recuerdos como si fuesen una mala remesa de setas. Pero solo un idiota rechazaría a una mujer tan bella como Gwinvere Kirena. La atrajo a sus brazos.
—Solo falta una muerte —dijo Gwinvere. Llevaba puesta la bata y todavía conservaba en las mejillas el color que habían cogido al hacer el amor, pero de repente era todo negocios.
Gaelan se incorporó en la cama.
—¿Quién?
—Wrable Cicatrices, Gaelan. Es el único que sabe quién eres. Es el único que puede adivinar lo que estoy haciendo. Y tiene órdenes de informar al shinga. Esta noche. Siento pedírtelo, pero es la única manera.
—¿Arutayro? —preguntó una voz junto a la mesa de Gaelan. Era una antigua tradición de ejecutores: un juramento de no agresión durante una hora. La posada era oscura y estaba cargada de humo de tabaco y hierba jarana. La clase de lugar donde nadie hacía preguntas a los desconocidos.
—Arutayro —afirmó Gaelan. Sobre la mesa, envueltas en una faja, estaban todas sus armas.
Ben Wrable dejó su faja cargada de armas junto a la de Gaelan y se sentó.
—No esperaba que conocieras el arutayro, Gaelan. Es viejo. Muy viejo.
—Yo también.
—Lo dudo. Apuesto a que soy más viejo que tú —dijo Ben.
—Mmm. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Debo informar dentro de tres horas. O sea que, si piensas intentar matarme, tendrás que…
—No voy a hacerlo.
—Vamos, Gaelan. Concédeme la dignidad de la sinceridad. Conozco a Gwinvere. No me lo tomo como algo personal. Está entre la espada y la pared. Si me dejas suelto, los demás ejecutores… —Dejó la frase en el aire y alzó las cejas—. ¿Ya te has cargado a los otros?
Gaelan asintió.
Ben soltó una palabrota.
—¿Incluidos Jade y Saron?
—Fueron difíciles.
Ben silbó. Creyendo que lo llamaban, un camarero se acercó.
—Esto… dos cervezas —dijo Ben. El hombre se fue—. Si no me matas, Gaelan, el shinga me ordenará que te mate yo a ti. Tan solo aplazarás tus problemas un día o dos. Y mandará por ti a los matones y a todos los aprendices de ejecutor.
—Te mentí sobre ese símbolo que llevas marcado en el pecho —dijo Gaelan—. Lo he visto antes. Es un pictograma. Literalmente, significa «cabeza partida». Tarado. Idiota.
A Ben se le ensombrecieron las facciones y sus dedos se estiraron de forma involuntaria hacia la faja. Después soltó una carcajada.
—El otro día noté que me mentías cuando me dijiste que no lo habías visto nunca. Por los huevos de los Ángeles de la Noche. «Tarado». Y lo demuestro cortándome el puto dibujito en el pecho una y otra vez durante quince años. No me extraña que los aldeanos friakíes no quisieran decirme lo que significaba. Y tú… tú eres un cabrón por explicármelo.
Gaelan asintió en reconocimiento de que no le faltaba razón. Dio un trago.
—Después encontré esto —dijo Gaelan.
Dejó un colgante sobre la mesa. Eran dos clavos de herradura; uno estaba torcido para formar un círculo, que el otro atravesaba casi de lado a lado. El colgante perdido de Ben, el mismo que le habían quitado cuando lo metieron en los Juegos Mortales.
Una mueca burlona rápida, como diciendo «¿Esperas que me lo crea? ¡Yo te dije el aspecto que tenía!», fue reemplazada por el desconcierto. Ben miró el colgante por todos los lados, buscando las marcas y arañazos en el hierro y contrastándolos con unos recuerdos que tenían más de una década. Habló con la voz acongojada y sobrecogida.
—¿Cómo es posible que encontraras…?
Gaelan alzó el colgante de la mano flácida de Ben. Suspendido de la cadena, el peso del clavo hizo que el símbolo se diera la vuelta: en vez de estar partido de arriba abajo, la separación quedaba de abajo arriba. Gaelan dijo:
—Eras un niño. Copiaste mal el símbolo, Ben. Este significa corazón partido: el que se ha quedado medio corazón mío. Significa amado, favorito. Es la clase de regalo que un jefe guerrero gorathi solo haría a su primogénito.
Entregó el collar al atónito ejecutor.
Ben se lo puso. Apuró su cerveza y renegó en voz baja. Después apoyó el colgante en la palma de la mano: sostenido de esa manera, desde su posición natural, quedaba invertido. Así lo habría visto por última vez de pequeño, cuando se lo arrebataron. Por eso se había equivocado. Soltó una risilla, encantado.
—Eres lo que no hay, Gaelan.
—Sigo sorprendido de que no pusieras veneno de contacto en el colgante. Cada vez que pienso que no tienes remedio, Acaelus, me sales con una de estas.
—He memorizado el libro que me diste —dijo Gaelan.
—¿Qué libro? ¿El de los venenos? ¿Cómo has memorizado todo el…? ¿Cómo has leído siquiera las…? Oh, mierda. —Ben contempló su jarra vacía—. Hijo de puta. ¡Has hecho un juramento! El arutaryo…
—No es pertinente. El veneno que he usado no es letal. Solo te dejará inconsciente durante un rato. En cierto sentido, refuerzo el arutaryo, porque ahora no tendré que matarte.
Ben se tambaleó en su asiento.
—¿Cómo? ¿Cómo lo has hecho?
—He pagado a alguien de la cocina para que echara veneno en las dos. Tal y como lo he mezclado, es más pesado que la cerveza, de modo que se disuelve solo en el fondo de la jarra.
—Pero si no me hubiese acabado mi cerveza…
—Siempre te acabas tu cerveza, Ben.
El ejecutor parpadeó, poco a poco, sosteniéndose sobre los codos.
—Pero si no me matas…
Gaelan dejó un montón de monedas sobre la mesa y le hizo una seña con la cabeza al camarero.
—Tendré que matar al shinga. Lo sé.
La cabeza de Ben chocó contra la mesa.
Sin camisa, Gaelan Fuego de Estrella se armaba.
En la otra punta de la habitación, Gwinvere Kirena se vestía.
Él sostuvo ante su pecho una túnica gris claro moteada de negro. La miró en el espejo. La rechazó y cogió una negra moteada de gris.
Ella sostuvo ante su pecho un vestido rojo encendido. Lo miró en el espejo. Lo rechazó y cogió uno azul zafiro con más escote.
Él se ató un par de cuchillos arrojadizos a un musculoso muslo.
Ella se subió una media de seda por un muslo esbelto.
Él se pasó por los hombros un arnés de armas y lo ató con fuerza.
Ella respiró hondo mientras una sirvienta le ceñía el corsé.
Él se enganchó la máscara en torno al cuello.
Ella cerró alrededor del suyo un collar enjoyado.
Él escondió un cuchillo en una funda de la muñeca.
Ella se roció la muñeca de perfume.
Él la miró en su espejo y la descubrió mirándolo en el suyo. Él era un Ángel de la Muerte. Ella era una diosa.
Hizo una reverencia al espejo.
—Buena suerte esta noche, mi dama.
Ella le correspondió con expresión seria.
—Buena suerte, maese Fuego de Estrella. —No dijo «mi señor», pero claro, no hubiese sido propio de ella.
Gaelan saltó por la ventana.
Cruzó de un salto una callejuela estrecha, aterrizó en lo alto del ruinoso tejado de una posada, recorrió el estrecho caballete como un acróbata, saltó y cayó seis pasos hasta un tejado más bajo y liso.
—Soy Sa’kagé, un señor de las sombras. Reclamo las sombras para que no lo haga la Sombra.
Las nubes descargaron sobre la ciudad. Un trueno gigantesco. Un chaparrón.
—Soy el fuerte brazo del veredicto. Soy el Caminante de las Sombras. Soy la Balanza de la Justicia. Soy El Que Defiende Invisible. Soy Matasombras. Soy Sin Nombre.
Se encaramó a una de las pocas secciones del antiguo acueducto que quedaban en pie. Pasos rápidos en la lluvia que llenaba de charcos aquella venerable conducción de piedra. Saltó.
Abajo, un elegante carruaje con tiro de cuatro caballos recorría las calles traqueteando.
—Los impuros no quedarán sin castigo.
Aterrizó en un tejado de paja medio podrida y tuvo que avanzar a cuatro patas para no caer mientras el material se resquebrajaba.
—Mi camino es duro, pero sirvo intacto. En la ignominia, nobleza. En la vergüenza, honor. En la oscuridad, luz. Haré justicia y amaré la piedad.
El hombre del carruaje era uno de los Nueve, el maestro de la moneda del Sa’kagé de Cenaria, el conde Rimbold Drake. Un joven brillante, perspicaz pero no ambicioso. Había alcanzado su cargo entre los Nueve por su pura valía. Gwinvere no creía que le importase quién era el shinga. De modo que estaba allí por piedad.
Gaelan saltó de un lado a otro de la calle justo encima del carruaje. Desenfundó y lanzó un cuchillo hacia abajo a una velocidad increíble.
El arma atravesó el techo del vehículo y tembló clavada en el asiento entre las piernas del conde Drake.
Este contempló boquiabierto el agujero en el techo del carruaje, por el que se colaba un reguero de lluvia. La daga estaba a una pulgada de su entrepierna. Había una nota atada alrededor de la empuñadura.
El conde cogió la misiva. Las palabras estaban escritas con letra prieta y angulosa: «No ha sido un fallo».
Gaelan observó a los hombres que custodiaban una entrada a la Cámara de los Nueve. Conocía al menos seis entradas, pero esa era la más directa. Tres de los centinelas eran meros matones, puro músculo para impedir que algún transeúnte se metiera por el callejón equivocado. Hombres buenos para una pelea de taberna.
«¿Me servirás en esto?»
Gaelan se envolvió en sombras y se arrastró, tumbado sobre un tejado de juncos para mantener un perfil bajo.
—No es una buena mujer. Tienes que saberlo.
Tres arqueros forzaban la vista para ver entre el aguacero y hacían todo lo posible por proteger las cuerdas de sus armas bajo la capa.
«No, pero es la menos mala.»
Había dos vigías en los balcones: uno oteaba la calle y el otro miraba por encima de los tejados.
—Dar poder a los malos para luchar contra la maldad. Un argumento diabólico.
Gaelan llegó al borde del edificio. Tenía dos matones más justo debajo. «Soy un diablo.»
—Fue a ti a quien Jorsin Alkestes administró el Juramento del Sa’kagé, Acaelus. Podrías dirigirlo tú mismo.
«Vale más dejar el mando a los idealistas y a los arrogantes.»
Lo mejor sería entrar sin matar a nadie, pero eso no podía hacerlo solo. No sin la ayuda del ka’kari.
—Muy bien, Acaelus. Serviré.
Gaelan sintió que el ka’kari se formaba en su mano. Lo apretó y este enfundó su cuerpo entero. Se dejó caer al callejón.
No era del todo invisible. No con la lluvia que azotaba su cuerpo y creaba una extraña distorsión en el aire. Pero el callejón era estrecho y la lluvia irregular por culpa del viento que racheaba a intervalos periódicos en el espacio frío y húmedo que separaba los destartalados edificios.
Una ráfaga arrojó un torrente mientras Gaelan pasaba entre un matón con antorcha y la pared.
—Herrick, ¿has visto algo por ahí? —preguntó el matón a otro.
—No. ¿Quieres echar un vistazo?
El forzudo tragó saliva, pero fue hacia lo que había visto.
Gaelan ya los había dejado atrás. Llegó a la puerta. Había basura amontonada delante para camuflar lo que era, pero la entrada se abría hacia dentro, de modo que no suponía ningún problema. Gaelan envolvió las bisagras con magia que apagaba los sonidos y contempló una vez más a todos los hombres que la vigilaban.
Cuando nadie miraba, abrió la puerta y entró a hurtadillas.
Dentro no había nada salvo un corto pasillo, una pared falsa que estaba abierta y una escalerilla de piedra al otro lado. Gaelan fue hasta ella y empezó a deslizarse hacia abajo.
Casi había llegado al final de su descenso cuando alguien que llevaba una antorcha se metió en el tubo de piedra y empezó a subir. Quienquiera que fuese, era ágil como un mono, porque ascendía deprisa para ser un hombre que solo utilizaba una mano en los peldaños.
Gaelan clavó un pie en la pared y luego dio un saltito y apoyó el otro en la pared opuesta. Hizo fuerza con las manos y se pegó a la pared trasera del tubo. Ser invisible no servía de mucho si alguien chocaba directamente contigo.
El hombre pasó justo por debajo de Gaelan y cambió la antorcha de mano. El gesto acercó el fuego hasta casi tocar la cara de Gaelan.
Pero el ka’kari, fiel a su palabra, fiel a su naturaleza, devoró el calor y lo convirtió en su propia magia, lo que hizo que Gaelan se sintiera más fuerte todavía.
El hombre siguió su camino y Gaelan se deslizó hasta el final del estrecho tubo, del que salió, invisible, a la Cámara de los Nueve.
La estancia subterránea de los Nueve era un horror y una maravilla, una reliquia de épocas pasadas. Era circular, pero con el techo tan alto que desaparecía en la oscuridad, por lo que daba la impresión de que quien se encontrara dentro estaba en el fondo de un pozo del que era imposible escapar. Los suelos, las paredes y hasta los escritorios y las sillas de piedra presentaban tallas de toda clase de animales detestables: ratas, serpientes, hidras, arañas, perros deformes y esqueletos. Todo en resplandeciente obsidiana, con ángulos marcados y cortantes. Las numerosas entradas estaban bien escondidas. Un estrado en forma de media luna contenía los bancos de los Nueve y, por encima de ellos, el trono del shinga. La única iluminación procedía de un resalto lleno de aceite que sobresalía de la pared de detrás de los Nueve y los dejaba a todos en sombras.
Pero ya se habían quitado las capuchas. Algunos se habían desprendido por completo de las capas, como Gwinvere. Su belleza era espada a la vez que armadura.
Wrable Cicatrices le había dicho a Gaelan: «Nunca ves la función entera. Cuando eres ejecutor, solo llegas al final».
—La cuestión es —decía un hombre alto y gordo— que creo que debemos tener cuidado con ese joven señor de Gyre, Regnus. No creo que podamos controlarlo.
Un hombre musculoso con muchas cicatrices y la nariz achatada —tenía que ser Pon Dradin, jefe de los matones— tomó la palabra:
—Yo digo que sigamos apoyando a Bran Wesseros. Si…
—Es demasiado marcial. Los Gunder…
—Son unos tarados —dijo el hombre alto y gordo—. Todos y cada uno de ellos.
—¿Dónde está Wrable Cicatrices? Creía que hoy le tocaba informar —señaló un hombrecillo con cara de halcón.
—Basta —anunció el shinga, mientras se ponía en pie—. He tomado una decisión.
Entonces se le cayó la cabeza.
El ka’kari formaba una hoja muy afilada.
La cabeza del shinga golpeó la mesa que tenía delante y rodó hasta el suelo. Su cuerpo se desplomó un momento más tarde.
Nueve pares de ojos se abrieron como platos. Por un instante, todo el mundo perdió el habla. Luego la sala se sumió en la oscuridad.
Gaelan se situó con una pirueta en el centro de la cámara. Algunos de los hombres gritaban, pero la estancia estaba protegida contra escuchas. Seis se recompusieron lo suficiente para tirar de los cordones de alarma… todos los cuales habían sido cortados.
Gaelan abrió al máximo el canal del aceite y esperó a que el combustible rodeara la estancia entera, para después prenderlo con una chispa. La sala se inundó de una luz tan súbita que dejó a todo el mundo atónito.
Se plantó en el centro de la sala, recubierto por el ka’kari como una segunda piel, con los brazos cruzados y la cabeza gacha. Abrió los ojos, alzó la cabeza y se quitó la capa con un movimiento de los hombros.
El Ángel de la Noche era una visión del juicio. Grande, severo, con los ojos entrecerrados. La cara inexpresiva. La boca, una ranura. La piel resbaladiza. Totalmente ajeno. Sin compasión. La oscuridad parecía ondear sobre él como si ardiese pasto de unas llamas oscuras.
Los hombres de los Nueve habían reaccionado a su terror y sorpresa de formas diferentes. Uno se escondía debajo de la mesa y apenas asomaba. Pon Dradin, el matón, estaba listo para pelear, con los puños rollizos en alto. El conde Drake permanecía sentado, pensativo, formando un caballete con las manos.
Los ojos de Gwinvere llameaban, furiosos.
—Yo —dijo Gaelan— soy Sa’kagé. Ha llegado el momento de un cambio de líder. ¿Alguna pregunta?
Gaelan se acercó a Gwinvere con paso firme. Ella esperaba que la matase para quedarse como shinga. Se lo veía en la cara; en su valiente, altiva y furiosa cara.
—Gwinvere Kirena —dijo—. Shinga Kirena. —Hizo una reverencia ante ella.
Al cabo de un momento, el conde Drake, el primero en recuperarse, hizo una profunda reverencia de homenaje.
Pon Dradin se adelantó y dijo:
—Sobre mi…
Gaelan cerró la distancia que los separaba en un abrir y cerrar de ojos y le dio un puñetazo tan fuerte en el puño que le rompió todos los huesos de la manaza.
—No —dijo Gwinvere mientras el hombre se encogía y sostenía su puño destrozado. Ya se estaba recuperando, con la agilidad mental de un gato—. No sobre tu cadáver, Pon Dradin. Se precisan tus servicios.
Un par de centinelas consternados sacaron de la sala el cuerpo del anterior shinga. Un tercero transportaba su cabeza. La figura embozada que ocupaba el centro de la sala parecía ponerlos a todos muy nerviosos.
Se fueron con toda la discreción que pudieron y cerraron la puerta a su espalda, con lo que dejaron a la figura a solas.
Gwinvere se quitó la capucha.
—¿Dónde cojones estás? —preguntó airada.
Gaelan recuperó la visibilidad con una reverberación del aire. Estaban solos los dos.
—Serás capullo —dijo ella—. ¡No necesitaba que me entregaras el trono de las sombras! Un día más, y la última pieza de mi plan…
—No lo he hecho por ti —atajó Gaelan.
—¿Qué? —gruñó ella.
—Necesitaba que supieras que no soy una amenaza para ti.
—¿Y lo haces decapitando a mi predecesor? Una manera muy inteligente de parecer inofensivo, joder —dijo Gwinvere.
Gaelan dejó que la tormenta arreciara, calmado.
—No quiero ser shinga. Podría haber tomado el trono por la fuerza, ahora mismo. Tú lo sabes, y necesito que sepas que yo también lo sé. Este trabajo, trabajar para ti, me va bien. Quiero quedarme, y tú eres el mayor peligro con el que me las veo. Ahora sabes que soy una herramienta para ti, pero no una amenaza. No tienes nada que yo quiera.
Los ojos de Gwinvere transmitían dureza. Después esbozó una repentina sonrisa.
—Yo no diría eso —dijo.
Gaelan alzó una ceja. Por supuesto que todavía deseaba su cuerpo, pero parecía indigno de ella mencionarlo en ese momento. Demasiado obvio para la sutil Gwinvere Kirena.
—Lo he encontrado, Gaelan. He descubierto dónde se esconde el hombre que mató a tu familia.
—Y eso es lo que me llevó al castillo Shayon —digo.
—¿El barón Rikku era el hombre que ahorcó a tu mujer y tu hija? —pregunta Yvor Vas.
Lo miro. Fijamente.
Mierda, de modo que había algunas discrepancias en la historia que le he contado. Y mira que por lo general soy buen mentiroso.
—Lo siento. —El flaco pelirrojo traga saliva. Jamás he concedido una entrevista parecida a ningún miembro de la Sociedad. No puede tirar por la borda la oportunidad. Si los datos no cuadran del todo, tendrá que encajarlos más tarde. Me tiene miedo, pero también es ambicioso. Y se centra demasiado en lo irrelevante—. ¿Puedo… puedo verlo?
Lo miro.
Alza las manos en ademán de rendición.
—No quiero tocarlo ni sostenerlo ni nada. Solo, ya sabes, quiero verlo.
Pongo sobre la mesa una bola de platino, lisa y lustrosa, cubierta de runas enrevesadas. La hago rodar con la punta de un dedo. Minúsculas llamas azules llenan todos los caracteres; luego la guardo de golpe, la hago desaparecer dentro de mí.
Tiene los ojos como platos.
—Lord Eric Daadrul. El portador del Orbe de los Filos en persona. Señor, es un gran honor conoceros.
—Mmm.
—¿Cómo lo enlazasteis? —pregunta. Como si fuese una curiosidad sin importancia.
—Tu propia sangre, necesidad y el elemento del ka’kari. —Como si fuese una respuesta cualquiera.
—¿Su elemento? ¿Cómo funciona eso con el ka’kari de plata?
—Fácil. Me apuñalaron. Tenía sangre, la necesidad y el metal, todo dentro de mí a la vez.
Asiente y toma buena nota. Luego su voz se endurece.
—Voy a tener que pediros que me entreguéis ese ka’kari, lord Daadrul.
—¿Por qué? —pregunto—. Tú ya tienes el rojo.
Parpadea.
—Y nadie puede enlazar dos ka’kari al mismo tiempo —digo.
Yvor Vas habla. Para ganar tiempo, tal vez. Intentando procesar.
—Es para mi hermana. Se muere. Tenemos, teníamos, la misma enfermedad. Yo enlacé el rojo por accidente y me curé. De modo que sé que la salvará. Ni os imagináis lo que he tenido que hacer para llegar hasta aquí. Lo que me ha costado. Lo que he hecho. Ahora dádmelo. Quizá seáis invulnerable a las espadas, señor, pero arderéis como cualquier hijo de vecino.
—¿O sea que no es para Gwinvere? —pregunto.
Una mueca rápida.
—¿Qué me importa a mí una puta cualquiera?
Eso me dice dos cosas: en primer lugar, conoce a Gwinvere. En segundo, es verdad que no lo mandó ella por el ka’kari. Descubrir eso es el único motivo por el que le he contado mi historia, cierta en su mayor parte. Imaginaba que Gwinvere tenía que andar metida en la Sociedad del Segundo Sol o nunca me habría encontrado en un principio, pero no sabía —y necesitaba saber— si intentaría matarme por el ka’kari. La inmortalidad es un trofeo tentador.
—Eso es muy noble —digo—. Asesinar a alguien para salvar a tu hermana, quiero decir.
—Acabo de escuchar vuestra historia. Sois el menos indicado para darme lecciones.
—Ahí tiene su parte de razón.
Yvor se levanta y estruja el ka’kari rojo con la mano. Una lustrosa pátina carmesí recubre su cuerpo. Le quema la ropa. Tendrá que trabajar en eso.
—Luchad conmigo —dice—. No sé cómo sacar el ka’kari si os morís mientras sigue dentro de vuestro cuerpo.
Me pongo en pie y me bamboleo. Estos jóvenes de hoy en día…
—Has envenenado la cerveza —digo—. ¿Has envenenado… la cerveza?
—Irónico, ¿verdad?
Odio la maldita ironía.
Me lanza una bola de fuego.
Levantó el ka’kari negro como un escudo. Devora la bola de fuego con un rugido.
—Eso no es el Orbe de los Filos —dice él.
—Ni yo soy Eric Daadrul. —Con un gesto de prestidigitador, como si me salieran de la piel, le enseño cinco pequeñas bolas metálicas: azul, verde, plateada, blanca y dorada. Ruedan sin rumbo fijo por encima de la mesa.
—¿Tienes todos los ka’kari? —pregunta, aterrorizado pero también codicioso, sin entender todavía la situación.
—Imitaciones —explico. Para ocasiones como esta, precisamente. Echo a rodar en último lugar mi falsificación del ka’kari rojo.
Miedo en sus ojos, a pesar del traje de fuego que le cubre la piel. Confusión. La Sociedad solo conoce la existencia de seis ka’kari, y lo que acaba de ver no encaja con ninguno de ellos.
—No me has atraído aquí para quitarme el ka’kari —le explico, apenado—. Te he atraído yo para quitarte el tuyo.
Una conflagración.
El impacto me hace atravesar la pared de atrás de mi casa segura y voy a parar a la marisma que la rodea. Sabía que el fuego podía suponer un problema; por eso escogí este sitio. No hace falta quemar las Madrigueras enteras, aunque no valga mucho la pena salvarlas. Aterrizo hundido hasta las pantorrillas en el fango del pantano.
El ka’kari negro recubre mi cuerpo mientras Yvor sale por la puerta en llamas.
Sus bolas de fuego dejan surcos humeantes que sisean en la marisma. Esquivo, hago una pirueta, desaparezco.
Él lanza un abanico de llamas que traza un círculo completo. Un chapoteo cuando aterrizo a su espalda.
Gira sobre sus talones, lanza chorros de fuego.
Se enroscan alrededor de mi torso y queman la noche al otro lado de mi cuerpo. Las llamas que me alcanzan son absorbidas en su mayor parte. El ka’kari brilla con una iridiscencia azul en todas las articulaciones y curvas de mi cuerpo mientras devora el fuego.
Le hundo dos dagas en el pecho.
El torrente de fuego pierde intensidad hasta desaparecer. Su ka’kari cae al fango y lo deja desnudo, sostenido casi en exclusiva por mis dagas. Me mira a los ojos y dice:
—Debería haber…
Muere.
Lo dejo deslizarse de las dagas y caer al barro. Recojo el ka’kari rojo que humea caliente en el fango de la marisma.
No hay palabras. No hay luz.
Hace casi setecientos años hubo un gran incendio en Trayethell. Una luz tan brillante que redujo a columnas de cenizas a hombres que se hallaban a muchos kilómetros de distancia. Aquel fuego fue Jorsin Alkestes: loco, salvador, rey. La guerra estaba perdida antes de que se librase aquella última batalla. Pero luchó igualmente, enseñando los dientes, riendo, incandescente. Una luz tan brillante que los grandes hombres y mujeres de su época acudieron a él en bandadas como polillas a la llama, y se quemaron.
En el último día, Jorsin Alkestes, asesino y amigo, cogió a Curoch y Iures en la mano al mismo tiempo. Un hombre de menos fuste hubiera temido tocar cualquiera de los dos. Pero él, en su magnificencia, plegó a su voluntad a la espada del poder y el bastón de la ley.
Mientras los krul, los aberrantes medio hombres, sobrepasaban como una marabunta las últimas barricadas e inundaban las calles, matando a mujeres armadas con poco más que palos y a niños que les lanzaban piedras, huyó un hombre que no había huido en su vida: Acaelus Thorne, con un tesoro no deseado en las manos, abandonó la contienda. Se lo habían ordenado. Se escabulló como un cobarde, corrió más que los krul que lo perseguían, se plantó entre los cadáveres, la suciedad y los cobardes de la boca del paso de las montañas Fasmeru y miró hacia atrás. Los krul eran un manto negro que cubría la cara de la ciudad en llamas.
Apareció una luz en el balcón más alto del castillo. Restallaron relámpagos desde un centenar de puntos. Todos los narokghul que volaban cayeron del cielo convertidos en una lluvia humeante y sanguinolenta. Las nubes negras se despejaron en un instante, como si las hubiera separado un gigante con las manos, y la luz cobró más intensidad todavía. Acaelus se acercó dando tumbos a un grupo de desertores que para recuperar el aliento se apoyaban en la pared de granito de la boca del paso, sin armas, ensangrentados, con los ojos mortecinos; los ojos de los avergonzados y quebrantados. Pero en ese momento esos ojos reflejaban una luz brillante. Los que se habían tirado al suelo se levantaron.
Los titanes se abalanzaban hacia el castillo atravesando casas de piedra de tres pisos que destrozaban y reducían a una metralla de roca pulverizada que bailaba a la luz de un sol naciente. La tierra se alzó, una sola vez, que bastó para derribar a hombres, kruls, titanes y cien clases más de monstruos. Hasta Acaelus se cayó. Los perros gañían. Era como si la tierra misma empeñara su poder en esa empresa. En Jorsin Alkestes.
Y entonces, en el preciso momento en que volvían a ponerse en pie… devastación. Una luz cegadora. Una luz que quemaba. Una luz que hizo hervir el río ensangrentado. Una luz que purificaba. Una luz que rugía.
Un viento huracanado llenó la ceguera que sucedió a la luz; Acaelus solo sabía que se sentía como si su cuerpo mismo estuviera en llamas, como si le quemaran las venas por debajo de la piel. El tiempo se hizo añicos y se dispersó a los cuatro vientos. Acaelus se recuperó y lo primero que vio fue su piel ennegrecida. Lisa y de un negro perfecto, como si lo hubieran sumergido en alquitrán.
Se puso en pie, sintiéndose curiosamente entero, poseído de una fuerza extraordinaria. Había montones de ceniza a su alrededor y los vientos con su aullido se llevaban ya los restos de lo que habían sido hombres. En la pared de granito, contorneadas por la luz, había sombras; fantasmas de personas que habían sido desintegradas. Una sombra era diferente. Una sombra se alzaba, desafiante, con un puño en alto, los bordes perfectos, la silueta nítida: la sombra de Acaelus. Las demás eran tenues, desdibujadas; estaban descoloridas por el caudal de luz que se había prolongado incluso después de que los hombres que las habían proyectado quedasen carbonizados. Pero de principio a fin del incendio, un hombre había aguantado.
La piel negra se retiró al interior de su cuerpo, por su cuenta, y lo dejó desnudo. Su ropa y hasta su armadura habían ardido.
Acaelus contempló el paisaje de desolación. No se movía nada si no era a causa del viento. La muerte había ocupado el trono de Jorsin. Una cúpula negra resplandeciente cubría lo que antaño fuera Trayethell.
—Acaelus. Llora más tarde. Hay trabajo que hacer.
La voz procedía del interior de su cabeza. El ka’kari negro. Lo había salvado. Había sido un regalo secreto de Jorsin Alkestes, que había ordenado al testarudo Acaelus Thorne que huyera, que viviese.
Pero Jorsin no había aclarado que se refería a que Acaelus viviese eternamente.
«Volveré y te lo quitaré de encima», había prometido Jorsin con su pícara sonrisa cuando le había dado el tesoro. El muy mentiroso. Estaba pálido, agotado, pero sus ojos relucían con una intensidad febril. Se había pasado todos los días combatiendo y todas las noches con el archimago Ezra, haciendo… algo. Sin dormir nunca. Trabajando en una salvación de última hora que Acaelus acabó por comprender que no llegaría.
Jorsin Alkestes: emperador, genio, archimago, tirano. Jorsin Alkestes era una luz tan brillante que dejó sombras que pervivieron durante siglos. Las semblanzas de unos hombres quemadas en las paredes de granito. Y una sombra perfecta por encima de todas las demás. Una sombra que caminaba y respiraba. Una sombra que titilaba como los fantasmas proyectados por una vela, tan mutable como las promesas de un rey. Una sombra que devoraba la luz y la vida.
La luz es, pero una sombra indefinida se convierte simplemente en oscuridad. Y al hombre que había sido Acaelus Thorne se le había negado la luz durante demasiado tiempo. Estaba consumido, disperso, como una bocanada de humo. Se estaba convirtiendo en oscuridad indiferenciada.
¿Y si la luz misma había sido una mentira?
El monte Tenji es el pico más alto de Ceura. Cuando yo era pequeño, la gente hacía peregrinajes a la cumbre. Hace siglos que el clima es demasiado frío para eso. Es un volcán, pero hace más de cien años que no entra en erupción. Algo de humo de vez en cuando, nada más.
Alcanzo el cráter al sexto día de escalada. Estoy enterrado bajo muchas capas de abrigos. El viento arrastra nieve de un lado a otro.
«Sirves para muchas cosas —pienso para el ka’kari negro—, pero mantenerme caliente no es una de ellas.»
—El otro día te dejaste una parte del Juramento del Sa’kagé.
«Te diste cuenta, ¿eh?»
—«Hasta que vuelva el rey, no soltaré mi carga.»
Hago una pausa.
«Jorsin Alkestes está muerto. No volverá.»
—Reúne los ka’kari. Júntalos todos. Ha llegado la hora.
«Imposible.»
—¿Imposible? ¿Para ti?
«¿Y si lo consigo? Tengo una minúscula fracción del poder de Jorsin Alkestes, y soy imparable. Era mi rey, pero no estoy seguro de que al final no estuviera loco.»
El ka’kari no responde. Me conoce lo bastante bien para saber cuándo tengo que rumiar las cosas por mi cuenta como buenamente pueda.
Solo hay una pregunta: ¿tiene sentido lo que haces, todos los días? Hubo un tiempo en que Acaelus había pensado que sus acciones lo tenían. Durante siglos había depositado su fe en Jorsin Alkestes. Un rey muerto hacía mucho. Un loco que había jurado que volvería. Incluso de entre los muertos. Un loco que había dejado un rastro de locura por donde había pasado.
Acaelus lo había dado todo. Estaba cansado de dar. Estaba cansado de creer. Era demasiado. Se había acabado.
—Él te quería, lo sabes. Más que a nadie. ¿Confías en tu viejo amigo?
Pienso un rato en la cumbre azotada por el viento.
—No confío en que sea un dios.
Arrojo el ka’kari rojo al cráter.
Me ato los schlusses a los pies y me lanzo montaña abajo a gran velocidad. Por lo general, la velocidad y el peligro me proporcionan un gozo intenso, pero ahora soy un cascarón vacío. Soy como las grandes secuoyas de Vuelta de Torras: tengo las hojas verdes pero el corazón podrido, hueco, a la espera, solo a la espera de que llegue la tormenta que pondrá fin a todo. Una pantomima de vida. Más solo de lo que he estado nunca.
El volcán no destruirá el rojo, no lo creo. Pero sí lo dejará fuera del alcance de la gente. Tal vez quedará atrapado a medio camino hacia abajo, pero sin caer en el magma, y será imposible que nadie viva el tiempo suficiente para alcanzarlo, o quizá llegará hasta el fondo, absorberá todo el poder que pueda —una cantidad inmensa— y después lo liberará. Una y otra vez.
Estoy a media altura de la ladera cuando el volcán explota.
Supongo que ha llegado al magma.
Doy la espalda al cráter como he dado la espalda a mi rey. El fuego me persigue, pero al vacío no puede amenazársele. El vacío no tiene afecto a nada. El vacío no conoce el miedo.
El Sin Nombre trabaja en su nueva cara delante del espejo de Gwinvere. Es importante que lo haga allí, para que ella lo vea y no albergue dudas de que el nuevo él sigue siendo en realidad la misma persona. Pero la magia corporal duele horrores, y él no quiere enseñarle el dolor. Bebe más. Está borracho, y hacen falta cantidades heroicas de alcohol para emborracharlo. El ka’kari negro anula los venenos, en su mayor parte, un dato que a Yvor Vas probablemente le hubiera gustado conocer.
—No eres tan guapo como era Gaelan —dice ella, al final, mirando su pelo rubio, la fina barba del mismo color y las mejillas marcadas. No le complace su ebriedad, pero al menos no parece temer sus habilidades.
—Esta era mi primera cara. Mi cara real, podría decirse, si semejante cosa tuviera algún sentido para mí. —La cara de Acaelus Thorne. Un capricho, quizá una elección peligrosa, pero una sombra debería guardar cierto parecido con la forma que la proyectó.
—Atractivo, antes de las cicatrices. Un poco siniestro, con ellas —dice Gwinvere.
Él gruñe. Lo que parecen picaduras de viruela en realidad procedían de las salpicaduras del ácido que tenía por sangre un monstruo de aquella última batalla en la que murió Jorsin Alkestes, cuando Trayethell sucumbió. Los magos de la época no habían sido capaces de curarlas. Ahora no quiere borrar ese último recuerdo del hombre que podría haber sido su amigo.
Desde el piso de abajo le llegan los gritos de unos niños que juegan. Chicos de la calle, ratas de hermandad, los nacidos de esclavos que no tienen adonde ir. Gwinvere los acoge de vez cuando. La llaman Mama K. En ese momento, los desgraciados están despotricando; no es exactamente lo que uno espera cuando es amable, pero sí lo que a menudo se obtiene cuando se demuestra amabilidad a quienes no pueden corresponder.
—El capitán de la guardia de la ciudad ha informado de tu muerte, sin dar tu nombre —dice Gwinvere—. Cualquiera que escarbe deducirá que Gaelan Fuego de Estrella murió en un incendio en las Madrigueras. Correrán rumores de que cayó en desgracia ante el shinga anterior. Ya fallecido. Un punto muerto literal.
—Muy satisfactorio —dice el vacío sin nombre.
—¿Y qué, cuál es tu nuevo nombre? —pregunta Gwinvere.
—Durzo —dice para su jarra mientras la levanta para echar otro trago—. Durzo Blindaje. —añade con un hipido. A menudo ha tenido apellidos que significaban algo, y también parece una tradición entre algunos de los ejecutores. «Blindaje» le viene que ni pintado.
—¿Durzo Blint? —pregunta ella, que no lo ha entendido bien.
De Blindado a Blint. Un recorte, una mengua, un agujero en la armadura. Un descenso del significado a la insignificancia. Parece apropiado. De repente recuerda la profecía de Polus Merit. Él también había dicho Blint, ¿verdad?
—Exacto —dice—. Durzo Blint. —Bebe. «A tu salud, Polus Merit, gordo tocapelotas.»
—Bueno, Durzo, tengo un trabajo para ti —dice Gwinvere—. Alguien a quien hay que matar.
Gwinvere Kirena es la fuerza personificada. La perfección encarnada. Del todo impecable y, por tanto, de algún modo, del todo estéril, impermeable. Cuando mira a Gwinvere, no ve a una mujer a la que vayan a pillar nunca desprevenida. Nunca la ahorcarán, la estrangularán o le rajarán la garganta, nunca le partirán la cabeza. Es demasiado fuerte para eso, demasiado lista.
Gwinvere no lo necesita, de modo que no puede fallarle. Es la fría seguridad de un cobertizo en la lluvia, no la falsa comodidad de un castillo de piedra que se te derrumbará sobre la cabeza y te destruirá por completo. Le tiende un retazo de papel.
A Gwinvere le gustan los niños. Una extraña yuxtaposición. Un retazo de humanidad.
«Esto es lo que me corresponde. Esto es lo que merezco. Retazos.»
No mira el papel. No aparta los ojos de los de ella, que le sostiene la mirada. No le importa qué nombre figure en la nota. No le importa lo que hayan hecho.
—Lo acepto —dice.