8

El domingo por la mañana Luisito despertó a Anselma. Se había posado con delicadeza sobre la cama y se había puesto a mordisquearle el lóbulo de la oreja izquierda.

De la cercana iglesia parroquial —una mezcla entre garaje y supermercado, dominada por un campanario que recordaba una torre de alta tensión— las campanas repicaban con júbilo.

Anselma se levantó y se puso la bata; después, como de costumbre, desayunaron juntos.

Mientras ella lavaba los platos de la noche anterior, él se posó sobre su hombro, susurrando su habitual cotorreo. Cuando llegó el momento de secarlos, voló hasta el trapo y se lo llevó a Anselma.

«Eres un tesoro», le dijo ella, girándose para besarle el plumaje del costado.

Acabadas las faenas domésticas, Anselma se vistió y fue al salón. En un ángulo, casi escondido por una cortina, estaba su viejo tocadiscos. Era una de las pocas cosas que había sobrevivido de su juventud. En su momento había ahorrado todo un año para poder comprarlo; era alemán, de óptima marca, y le hizo mucha compañía durante sus largos años de enseñanza en los valles perdidos.

Después de matrimonio en realidad nunca llegó a utilizarlo, sea por sus obligaciones, sea porque Giancarlo detestaba la música, especialmente la que le gustaba a ella. Si hubiera sido por él, solo habría escuchado La Cabalgata de las Valquirias de Wagner —porque era grandiosa— y Las cuatro estaciones de Vivaldi —porque era de Venecia: por lo tanto prácticamente de Mestre y por consiguiente paisano suyo.

Al principio, Anselma había intentado hacerle apreciar tanto La flauta mágica —la ópera favorita de Luisita— como sus amadas canciones napolitanas, con el resultado de oír definir la ópera de Mozart como una «remilgada confusión», y las segundas, como melodías bárbaras: «¿Qué tenemos que ver nosotros con esa gente? Ni siquiera se entiende lo que dicen». Así, la tapa descendió sobre el plato del tocadiscos y allí se quedó, como la lápida de una tumba.

¿Funcionaría todavía?

Con el dedo índice Anselma rozó la aguja, parecía estar bien colocada y se diría que el brazo se movía sin problemas. Estaba conectado, cogió el primer disco y con delicadeza lo colocó encima. Tras unos segundos de indefinibles chirridos, la música invadió la habitación.

Oje vita, oje vita mia…

Oje core ’e chistu core…

si stata ’o primmo ammore…

e ’o primmo e ll’ùrdemo sarraje pe’ me [3]!

Luisito mostró que le gustaba batiendo las alas y la mañana voló literalmente acunada por las dulces melodías napolitanas.

En un cierto momento, cambiando de disco, Anselma tuvo la impresión de que alguien golpeaba con fuerza la pared del salón, pero no prestó demasiada atención.

Al contrario de Giancarlo, Luisito adoraba la música y la adoraba hasta tal punto que antes del almuerzo Anselma no pudo resistirse a ensayar con él unos pasos de baile.

Justo durante una polka sonó el teléfono. Era Giulia.

«Mamá, ¿eres tú?».

«¿Y quién si no?».

«¿Tienes el televisor encendido?».

«No».

«¿Hay alguien contigo? ¿No estás sola?».

«Completamente sola».

«¿Estás segura?».

«¿Acaso estoy loca?».

«No, pero se leen cosas terribles, hay tanta gente que entra en las casas de los ancianos con cualquier excusa. No le abrirás a nadie, ¿verdad? De todas maneras volveremos dentro de diez días».

«Bien», dijo Anselma, colgando el teléfono.

La tarde continuó dedicada a la música. Sentados en el sillón escucharon los Nocturnos de Chopin. Esa música, sin embargo, llenó su corazón de melancolía. Le recordaba el crepúsculo, las cosas que concluyen, las cosas ya finalizadas, y la transportó en el tiempo a una excursión que había realizado con Luisita un año antes de casarse.

Habían ido a pasar una semana a los Dolomitas. Tuvieron siempre un tiempo espléndido y aprovecharon para hacer largas excursiones. Luisita parecía incansable, en cuanto llegaban a un prado se tumbaba cinco minutos para levantarse después llena de energía.

«Sería bonito ver lo que hay un poco más allá, ¿no te parece?», la incitaba.

Más allá de aquel collado, más allá de aquel paso, más allá de aquel espolón rocoso, ¿qué habrá? ¿En nuestro mañana qué habrá?

¡Qué distintas eran de carácter!

Luisita tenía dentro como una fiebre que la llevaba constantemente a ir más allá, a interrogarse, a no conformarse nunca con la primera respuesta, con las apariencias. Quería llegar al corazón de las cosas y no se quedaba tranquila hasta que lo conseguía.

Anselma, en cambio, siempre había sido una niña sosegada, obediente, llevada en palmitas por todas las madres como ejemplo a seguir. La idea de que existiera un límite, y de que ese límite pudiera superarse, no se le había ocurrido nunca. Puede que esa fuera la razón por la que Luisita la atraía magnéticamente. Para ella era una especie de maga, un hada capaz de transportarla con una varita mágica a mundos diversos, inimaginables para su reducido horizonte de ideas, y esto la hacía feliz.

«Ves», le confió una ocasión, «contigo es como encontrarse ante un cuadro con perspectivas múltiples: yo solo consigo ver las figuras del primer plano, mientras que tú me haces descubrir también una pequeña flor azul en el monte más lejano».

Ahora que lo pensaba, todas las cosas bonitas que habían acontecido en su vida, y que seguía conservando, las debía a su amistad con Luisita. La música, el amor por la poesía, por las novelas, la enseñanza vivida como una misión. Según Luisita no había que rendirse a la comodidad, que actúa como los filtros de las brujas: la aceptas y te paraliza, crees que todavía estás viva y en cambio eres ya una momia.

¿Quién sabe si no fue aquella sed de vida la que presagió su final precoz? ¿O si fue precisamente ese vivir con la permanente ansiedad por descubrir, esa desazón, lo que la arrojó a los brazos de la enfermedad? ¿O acaso lo que también contribuyó a acelerar su muerte —y era la primera vez que lo pensaba— fue la traición de su amistad?

En realidad no se trató de una traición del corazón, sino solo de un alejamiento físico debido a su matrimonio. Un par de veces, Luisita la había invitado a pasar el domingo juntas, pero Anselma no lograba nunca organizarse, quizá también porque a Giancarlo, a pesar de no conocerla, parecía molestarle solo el oír su nombre.

«Luisita, Luisita. ¡Qué tendrá de especial esa bendita Luisita!».

Ahora lo sabía: había sido su marido el que la transformó, año tras año, en una momia, favoreciendo su natural tendencia a no mirar más allá; convencida de que con el sacrificio y la paciencia construiría algo bonito y duradero, no se había dado cuenta de la sarta de mentiras con que él la había rodeado.

Si tuviera que grabar en el mármol el día en que comenzó a morir en vida, escogería el de la visita del señor Nino, que le había hecho descubrir el verdadero origen de la herida en la pierna. ¡Había una gran diferencia entre una acción audaz en guerra y una caída, borracho, de una Lambretta!

Sin embargo, el golpe definitivo lo tuvo al inicio de los setenta, mientras organizaba el traslado a Roma. Desplazando un armario para recuperar algo que se había caído, llegó a sus manos un insólito librito: Conquístala así estaba escrito en la cubierta ilustrada con una pluma de oca y una rosa roja. Lo abrió y encontró en su interior todas, absolutamente todas, las poesías del cuaderno que, con tanto sentimiento, Giancarlo le hizo llegar el día de la boda. Estaban copiadas desde el principio hasta el final, sin ni siquiera haber hecho el esfuerzo de invertir el orden.

Aquel día habría podido reaccionar de alguna manera —irse de casa o incluso echarlo—, pero ¿cómo podría justificarse ante de la ley, ante la mirada atónita de la familia y ante el dolor de los hijos? ¿Me voy porque me ha dedicado poesías copiadas fingiendo que eran suyas? Les faltaría tiempo para encerrarla en un manicomio.

A los ojos de todos, Giancarlo era un buen marido. Trabajaba mucho para mejorar las condiciones económicas de la familia, nunca les había hecho faltar de nada ni a ella ni a sus hijos, iban de vacaciones a la playa y a la montaña, no era violento y educaba a los niños como pocos padres saben hacerlo hoy. Era un hombre aburrido —cada vez que ella trataba de proponer algo nuevo o distinto, la miraba con compasión diciéndole: «tienes una imaginación enfermiza»— pero, como decía una amiga suya, «¿conoces, quizá, a algún hombre que no lo sea?».

Y tampoco era especialmente mujeriego. Solo hacia los sesenta y cinco años tuvo una joven amante del este de Europa que le sacó bastante dinero, pero les sucede a la mayor parte de los hombres: se encandilan con las chicas jóvenes cuando sus esposas envejecen. Después de su muerte, escondidas en el doble fondo de un cajón, encontró las copias en papel carbón de todas las cartas que le había escrito a la joven. Debió cambiar de manual o puede que fueran de cosecha propia, porque en esas empalagosas y pomposas sensiblerías en prosa no hacía otra cosa que quejarse de sus sinsabores matrimoniales, de la mujer árida y prepotente que hacía treinta años vivía a su lado esclavizándolo. «Contigo será todo distinto», concluía en una de las últimas, «tú eres como el sol que aparece cada amanecer, lleno de esperanza, tus mágicos rayos iluminan mi vida».

Anselma cogió aquel montón de cartas y fue a la cocina con un frasco de alcohol. Mientras el papel se quemaba en el fregadero, casi sintió pena por él, por su manera de deshacerse en lisonjas solo para tener a cambio un poco de carne fresca. «Mendigo de erecciones», pensó, mientras el chorro de agua arrastraba las últimas huellas de la pequeña hoguera hacia el sumidero.

Quién sabe si Luisita, desde algún lugar de su mundo, podía todavía verla, si había podido asistir a la lenta degradación de su vida, a su transformación de joven mujer entusiasta y viva en momia envuelta en vendas embebidas de hiel.

Aquel día en los Dolomitas se detuvieron para comer sus bocadillos a la sombra de un gran conífera, cerca de un lago. No lejos, pacían unas vacas: con sus grandes ojos negros controlaban los juegos de sus terneros llamándolos de vez en cuando con suaves mugidos. El tintineo de sus cencerros llenaba el aire. Se acomodaron entre las grandes y retorcidas raíces del alerce. Luisita contemplaba el cielo con las manos detrás de la nuca.

«¿Alguna vez piensas en Dios?», le preguntó de sopetón.

«El domingo voy a misa».

Luisita soltó una carcajada.

«No te he preguntado si haces los deberes, te he preguntado si te interrogas sobre Su misterio. ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Existe o no existe? Yo me lo pregunto siempre, pero no siempre me doy la misma respuesta. Cuando veo todo lo malo que hay en el mundo, pienso que no está. ¿Qué padre es el que hace sufrir a sus hijos de esta manera? Una vez, durante el funeral de un alumno mío de segundo, salí corriendo de misa. Era un niño inteligente, lleno de curiosidad, y murió solo en tres meses por un tumor en el cerebro. El último mes no hacía otra cosa que chillar, al final parecía un cervatillo herido escondido en medio de hierba alta; solo quedaban dos grandes ojos oscuros sobre una esquelética caja torácica jadeante. Hubiera querido volcar todas las sillas y los bancos cuando el cura, ante el pequeño féretro blanco, pronunció las habituales palabras de consuelo. Para evitar un escándalo preferí salir y me puse a caminar. Caminé y caminé durante horas tratando de calmarme. Gesticulaba, hablaba sola, o mejor dicho, discutía con Él. “¿No te das cuenta?”, gritaba: “¿No lo ves? ¿Es que no lo entiendes? ¿Cómo se te ocurre condenar a un niño y destruir a una familia? ¿Y qué me dices de todos los malvados que tienen una vida próspera? ¿De los explotadores, los violentos, los manipuladores que mueren de viejos en sus camas, rodeados del afecto de sus familias? ¿Acaso necesitas gafas? ¿Un amplificador acústico? O bien solo eres un desgraciado y Tu omnipotencia es simplemente una fábula como tantas otras; entre Tú y el mago Merlín, después de todo, no existe una gran diferencia”».

Anselma nunca había pensado que se pudiera discutir con Dios y aún menos que se pudiera dudar de Su existencia. Sabía que el mundo era injusto, pero lo consideraba un factor inevitable. En el fondo, Dios era como el que concibe y dirige una gran empresa, era Él el que proyectaba y organizaba las distintas secciones y por tanto debía conocer a la perfección su funcionamiento. ¿Cómo podía discutir de la Dirección General uno que a lo mejor trabajaba en la cadena de montaje o en el reparto de envíos?

Se lo repetía siempre a sus alumnos: «Para hacer funcionar el mundo es necesario que cada uno de nosotros cumpla, con diligencia y disciplina, su cometido. Mirad por ejemplo las hormigas o las abejas, cada una de ellas sabe cuál es su papel y lo sigue hasta el final. Si no fuera así, los hormigueros se transformarían en un caos y las colmenas se colapsarían. Ya no habría ni flores, ni fruta, ni miel».

«No consigo imaginar cómo se puede discutir con Dios», replicó Anselma.

«¿Crees que es pecado?».

«No. Es decir, sí. En fin, no sé, me da un poco de miedo, eso es. Si es Él quien ha creado todas las cosas, desde los insectos hasta las estrellas, sabrá por qué lo ha hecho, ¿no? ¿No somos nosotros, quizá, demasiado pequeños para comprenderlo?».

«Pequeños, sí, pero capaces de hacer preguntas. Si hubiera querido que le obedeciéramos y nada más, nos habría hecho como las hormigas; en cambio, tenemos la imaginación y a diferencia de los animales sabemos indignarnos. Solo nuestra especie tiene la posibilidad de cambiar la propia condición en cualquier momento de la vida».

«¿Tú crees?».

«¡Estoy convencida! Si no fuera así, me suicidaría en este instante», concluyó Luisita poniéndose a reír. Era evidente que no se suicidaría por ningún motivo.

Empezaron a llover escamas doradas sobre sus cabezas. Levantaron los ojos y vieron a una ardilla, nada atemorizada por su presencia, desmenuzar una piña de alerce.

«Probablemente tengas razón tú», continuó Luisita. «No habría que interrogarse sobre lo que nos supera, deberíamos vivir como esa criatura que está ahí arriba, disfrutando del instante. Pero si lográramos hacerlo, no tendríamos ni arte, ni poesía, ni música. Viviríamos como autómatas, sin recuerdos, sin esperanzas ni pesares, remordimientos o nostalgias. Nada nos tocaría el corazón ni nos haría sentir menos solos».

Anselma se giró apenas:

«¿Recuerdas nuestra excursión a Murano?».

Luisita sonrió:

«¿Qué es la poesía?».

«Eso».

No lejos de ellas una vaca amamantaba a su ternero. Estaban de pie, una al lado del otro y movían la cola para espantar las moscas. De vez en cuando la madre rozaba con los labios la espalda del pequeño que debía de haber nacido hacía poco, a juzgar por el pelo todavía revuelto.

En el aire quieto de las horas más calurosas, solo se oía el silbido de un grajo, interrumpido por los chupetones anhelantes del famélico deglutir.

Bajo la mirada plácida, luminosa y serenamente majestuosa de la vaca, Anselma se adormeció. Las cumbres y los bosques se reflejaban en la superficie límpida del lago y las dos amigas no eran otra cosa que dos puntitos debajo de la majestuosidad del alerce.

El sol acababa de desaparecer detrás de un pico cuando se despertaron tiritando debido a la repentina bajada de la temperatura. Luisita se desperezó sonriendo.

«¡He tenido un sueño! He soñado que las raíces de este árbol eran los brazos de Dios y nosotras estábamos tumbadas en su regazo, sin miedo, mecidas por el viento; había un soplo ligero que nos envolvía y una voz que parecía susurrarnos: “No temáis, la sombra es solo otra forma de la Luz”».